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ArribaAbajoCarta pastoral

que hizo leer el Ilustrísimo Señor Doctor Don Juan Nieto Polo del Águila, Obispo dignísimo de esta Diócesis, en su Iglesia Catedral de Quito el día 13 de marzo de este presente año de 1757, con ocasión del terremoto y desolación de Latacunga, y dirige a todo el clero y pueblo de su obispado, exhortándolos a una Comunión general para aplacar la divina justicia


(Su autor el P. Juan Bautista de Aguirre)


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Los portentosos, repetidos y casi universales terremotos, que en estos últimos años se han experimentado, me inspiran un vivísimo temor de que quizá se acerca ya aquel terrible tiempo, en que «habrá terremotos grandes por diversos lugares» (Luc. 21, 11) y padeciendo la tierra al fin de sus días los últimos parasismos, se esforzará con violentísimas convulsiones a arrojar de su seno a los mortales, cansada de sufrir por tantos siglos el insoportable peso de nuestras culpas. Y lo cierto es que, si reflexionamos seriamente sobre las tristes calamidades que por todas partes empieza a llover sobre nosotros el brazo omnipotente: sangrientos aparatos de guerra de todo el orbe cristiano, funestas divisiones entre potentados y monarcas, conmociones violentísimas en todo el globo terráqueo, irrupciones espantosas del mar en la Europa, la África y nuestra América, tempestades furiosas originadas al choque de desencadenados vientos, hambres, pestes, miserias, y casi un universal desconcierto de todo lo criado; conoceremos sin duda que esta tristísima serie de miserias es puntualísimamente la misma que nos describe Cristo en su Evangelio, como prenuncios del universal Juicio y deliquios de la naturaleza vecina ya a su fin. Esto mismo parece que nos gritan el lamentable estrago de costumbres, que con menosprecio de la sangre de Dios Hombre reina hoy en la mayor parte del Cristianismo, el libertinaje fatal de discurrir en puntos de religión, que desde las Provincias del Norte se ha difundido a muchos reinos de la Europa, queriendo introducir con sacrílego arrojo un impío escepticismo aun en el corazón de la Iglesia, la indiferencia (por no decir irreverencia), con que las Potestades seculares tratan en muchas partes a la Esposa querida del Cordero, el desahogo irreverente, con que varias personas eclesiásticas manejan los más sagrados misterios de nuestra religión, atreviéndose   -534-   quizá a introducirse en el Sancta Sanctorum, y a tocar el Arca viva de Dios un escandaloso, «un ángel de Satanás que abofetea» (II Cor. 12, 7), al Unigénito del Eterno Padre. Esta casi universal corrupción de costumbres, vuelvo a decir, junto con la extraordinaria y continua inquietud de la tierra, como que desasosegada tiembla al presentir su fin, me obliga a exclamar con San León Papa (y quizá con más urgentes fundamentos que este Santo Pontífice): «El día anunciado, aunque todavía oculto, está indudablemente vecino» (Serm. de ieiun.).

Pero aunque salgan vanos mis temores, aunque no sea cierto que está ya inminente la última catástrofe de todo lo criado, a lo menos es indubitable que a todos nosotros nos está conminando la Justicia divina con un total y próximo exterminio. Esto nos claman los temblores, según David, que como intérprete de Dios nos declara el lenguaje del cielo: «Hiciste oír tu sentencia desde el cielo; la tierra tembló» (Ps. 75, 9). Esto nos gritan nuestros casi arruinados edificios, que desde los violentos terremotos de ahora dos años están por la boca de sus aberturas y quiebras amenazando ruina, e intimando horror a todos sus habitantes de esta grande capital. Esto mismo nos vuelve a repetir este novísimo y espantoso temblor, que el día martes de Carnestolendas, después de haber conmovido y lastimado una grande parte de la Provincia, después de haber oprimido y sepultado centenares de hombres con sus ruinas, después de haber desolado enteramente el asiento de Latacunga, y siete pueblos comarcanos, pasó a causar una violenta concusión no menor en nuestros edificios, que en nuestros corazones, y para decir en cumplimiento de mi oficio pastoral todo lo que concibo, protesto sinceramente que al reflexionar sobre el día y circunstancias de este último terremoto, me parece que Dios nos ha intimado por medio suyo aquella funestísima sentencia, que en otro tiempo notificó por medio de Jonás a la ciudad de Nínive: «Todavía cuarenta días y Nínive será destruida» (Ion. 3, 4). ¡Oh Provincia y ciudad de Quito (me parece que oigo exclamar a la bondad divina), oh Nínive segunda,   -535-   no menos en lo relajado que en lo opulento, más de dos años ha que el peso de mi indignación tiene medio agobiados vuestros edificios, y en acción de desplomarse para oprimir a sus habitadores! Todo este tiempo he procurado traeros a una verdadera penitencia por el camino del temor, mostrándoos la tierra poco segura debajo de vuestros pies, y la muerte casi cierta sobre vuestras cabezas. Mi ira omnipotente no ha cesado de tronar sobre vosotros, haciéndoos conocer con la experiencia de los estragos propios, y con el ejemplar de las ajenas ruinas, que es cosa muy terrible tener por enemigo al Todopoderoso. Mi misericordia os ha dado continuas voces por medio de celosos predicadores y evangélicos misioneros. Pero vuestra contumacia, superior a todos estos esfuerzos de mi piedad, se ha mantenido rebelde en mis ofensas. Ea, pues, ¡oh provincia de Quito! supuesto que las amenazas no aprovechan, tiempo es ya de que, después de tantos truenos, despida mi indignación el rayo; solos cuarenta días os concede de plazo mi misericordia, y éstos serán los de esta cuaresma, que ya empieza, éste es el único espacio de salud, y el tiempo aceptable que os otorgo, para que por medio de una sincera penitencia evitéis la total y funestísima desolación que os amenaza. Allí os pongo a la vista la imagen de lo que os ha de suceder, en la infeliz Latacunga, reducida al menor impulso de mi furor a un montón de ruinas y de lástimas. Sus edificios todos arruinados, sus casas convertidas de habitación de vivos a sepulcro de muertos, el aire infestado con la putrefacción de los cadáveres, la tierra toda tajada y dividida, como que abriera bocas para quejarse de sus habitadores, que con la multitud y gravedad de sus pecados precipitaron sobre sí el peso de mi justicia. Si este ejemplar horrible no os reduce, si la memoria de mi acerbísima muerte, que en estos cuarenta días se refresca, no os conmueve, si el recuerdo de mi sangre vertida, de mi amor despreciado, de mi cuerpo herido, despedazado y muerto no os convierte, sabed que, pasada la cuaresma, será cierta vuestra desolación: Adhuc quadraginta dies, et Ninive subvertetur.

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Toda esta enfática conminación concibo yo que nos intima el terremoto de este martes de Carnestolendas; y me confirmo mucho más en este juicio, al ver que el mismo Dios por medio de sus escrituras parece que nos lo interpreta en esta misma significación. Apenas habrá eclesiástico alguno, que rezando la tarde del temblor los Maitines, no oyese sensiblemente la interpretación de que David le daba en el salmo cincuenta y nueve. Oídlo todos y ved si en tales circunstancias pudo ser casualidad o misterio: «¡Oh Dios!, tú nos has rechazado y destruido. Tú has conmovido la tierra, y la has conturbado. Tú has mostrado a tu pueblo la dureza de tu indignación. Tú nos has significado claramente que está muy irritada tu Justicia. Pero todo esto, ¿para qué? Para que aquellos que te temen, azorados con la amenaza, puedan evitar los tiros de tu furor por medio de la penitencia». Deus repulisti nos, et destruxisti nos. Commovisti terram, et conturbasti eam. Ostendisti populo tuo dura; dediste metuentibus te significationem, ut fugiant a facie arcus (Ps. 59, 3-6). Estas palabras de la Escritura que la misma tarde, como dije, y casi a la misma hora de la ruina, nos puso Dios delante de los ojos, están explicando claramente todo lo que significa este último aviso de su misericordia.

Ni hay que lisonjearnos, pretendiendo suavizar este fundado temor con la duda de que toda esta rara combinación de circunstancias pudo ser efecto de un acaso. No ignoro que vivimos en un siglo infeliz fecundo de almas impías, que pretenden con Epicuro quitar a la Providencia divina el gobierno de este mundo y ponerlo en manos de la contingencia. No ignoro que abundan nuestros tiempos de ingenios relajados, que preguntan con el blasfemo Nicanor: «Si es que hay un poderoso en el cielo» (II Mach. 15, 3). Y se esfuerzan en desterrar de los corazones humanos el temor a la Justicia divina, atribuyendo todas las calamidades de hambres, pestes, terremotos y ruinas a causas naturales. Pero «cuando truena el cielo, callen las ranas» (S. Agustín, serm. 109 de temp.). Sepulten estos ignorantes materialistas en un vergonzoso silencio sus impíos aforismos, y oigan al Espíritu Santo,   -537-   que con enérgica majestad está tronando lo contrario en sus Escrituras: «Todas las cosas te sirven» (Ps. 118, 91). Sepan que todas las causas segundas están perfectamente sujetas no sólo en el ser, sino también en el obrar a la primera causa, quien tal vez las altera, las irrita y arma de actividad y saña para castigar por medio de ellas la insensatez de sus enemigos, armabit creaturam ad ultionem inimicorum (Sap. 5, 18). Sepan que el desconcierto y revolución de los elementos, que ellos juzgan efecto natural de causas sublunares, no es otra cosa que una religiosa conjuración de todo lo insensible, que se abanderiza y azora contra los pecadores para vengar en ellos las ofensas de su Señor: Pugnabit pro eo orbes terrarum contra insensatos (Ibid. 5, 21). Sepan que el fuego que está encerrado en las entrañas de los volcanes y cavidades subterráneas, el granizo, que tempestuosamente se despeña de las nubes para talar las sementeras y los campos, la nieve que instantáneamente disuelta se precipita desde la cumbre de los montes en rápidas avenidas, el hielo, las tempestades y todas las demás criaturas en sus operaciones, y efectos ejecutan obedientes la soberana disposición de su Criador: «El fuego, granizo, nieve y hielo, el aliento de las tempestades, que cumplen su mandato» (Ps. 148, 8). ¿Qué quiere significar David (pregunta San Agustín aquí) con decirnos que estas criaturas insensibles son ministros ejecutivos de los decretos del Altísimo? Nos advierte (responde el mismo Santo) que todos los acaecimientos de esta vida, aunque repugnantes y contrarios a nuestra voluntad, son conformes y arreglados a la voluntad de Dios: Quare hic addit: quæ faciunt verbum eius? Quia quidquid contra nostram voluntatem hic accidit, noverit id non accidere nisi de voluntate Dei (In Psalm. CXLVIII). Pero contrayendo la materia al asunto presente de los terremotos, puedo asegurar que casi cuantas veces se hace en la Escritura mención de este espantoso fenómeno, es como de efecto peculiar y característico de la indignación divina. La tierra se conmovió y tembló; los fundamentos de los montes se asustaron y estremecieron, porque Dios está indignado con ellos, dijo David: Commota est et contremuit terra;   -538-   fundamenta montium conturbata sunt et commota sunt, quoniam iratus est eis (Ps. 17, 8). Y el Profeta Nahúm repite que los montes se sacudieron, los collados se desolaron, la tierra se estremeció a la presencia airada de su Dios. Montes commoti sunt ab eo; et colles desolati sunt, et contremuit terra a facie eius (Nah. 1, 5). Esto mismo contesta en muchas partes la sagrada Escritura.

Supuesto, pues, como indubitable, que los temblores no son otra cosa que una reverente palpitación de la tierra asustada a la presencia de su Dios airado, y su puesto también, como probable, que este presente terremoto tenga aquella funesta significación que arriba expuse; me veo obligado en cumplimiento de mi oficio, y a impulso del tiernísimo afecto, con que amo en Cristo a toda esta grey, que su Majestad me ha encomendado, a exclamar con el Bautista: «Haced penitencia» (Mat. 3, 2). ¡Oh Provincia, oh ciudad de Quito! ¡oh grey amada! nuestros pecados tienen altamente irritada la divina justicia; su furor truena sobre nuestras cabezas, la tierra se estremece debajo de nuestros pies; las muertes, las desolaciones, las ruinas giran presurosas por todos nuestros contornos, la mayor parte de esta grande Provincia está ocultamente cruzada de venas sulfúricas y minas subterráneas, que se encenderán y reventarán furiosas a la menor centella de la ira omnipotente. Supuesto, pues, que por todos lados «los terrores del Señor pelean contra nosotros» (Iob. 6, 4), no nos queda otro recurso que apelar por medio de una sincera penitencia del tribunal de su Justicia al de su Misericordia: Poenitentiam agite. Aprovechemos este tiempo aceptable, estos cuarenta días de propiciación. No queramos a costa de una funestísima experiencia ver verificado en nosotros aquel terrible vaticinio: Adhuc quadraginta dies, et Ninive subvertetur. ¡Oh Nínive católica! (vuelvo a exclamar en lo íntimo de mi corazón) ¡oh rebaño costosísimo, comprado con la preciosa sangre del Dios Hombre! ved que éstos quizá serán los últimos silbos que os da el Mayoral divino por boca de este vuestro indigno Pastor. Tiempo es todavía de que todo el golpe de su Justicia se quede en solo amago, si con las lágrimas de nuestro arrepentimiento   -539-   apagamos las llamas de su indignación. Una reformación universal de costumbres, una humillación pronta y sincera, un corazón sólidamente contrito, serán interlocutores que entre las asperezas de su Justicia le acordarán a nuestro Dios las dulzuras de su Misericordia: Cum iratus fueris, misericordiæ recordaberis (Habac. 3, 2).

Para conseguir este fin, debemos todos, todos sin excepción alguna, hacer un severo y reflexivo examen sobre la conducta de nuestro modo de vida, sobre la exacción o negligencia en el cumplimiento de nuestras obligaciones, sobre los daños privados o públicos escándalos que hemos ocasionado, sobre las extorsiones, injusticias y otros pecados de esta clase, que suelen ser los que más irritan la divina paciencia; y procurar prontamente lavar con lágrimas penitentes las manchas, que reconociéremos en nuestras almas, y satisfacer con resolución generosa «entre la ceniza y el cilicio» (Luc. 10, 13) a nuestro irritado Dios. Pero, porque ningunas ofensas le son igualmente sensibles a su Majestad que las que recibe de sus sacerdotes y ministros, debemos ser nosotros los primeros en la penitencia, ya que quizá hemos sido causa principal del castigo: «Oíd esto los sacerdotes y escuchad la sentencia» (Os. 5, 1). Y aun me atrevo a decir resueltamente con el doctor Máximo San Jerónimo que algunos sacerdotes impíos y escandalosos han sido el impelente más violento para estas desolaciones y ruinas: Causa sunt ruinæ populi sacerdotes mali (In Registr.). ¿Qué significa el que en los temblores de ahora dos años, fuesen los hermosísimos templos de esta grande capital los que más estrago y daño padecieron, sino que «de donde sale el pecado, de allí mismo viene la sentencia»? (S. Hieron. in Ezech.). ¿Qué misterio tiene el que en el presente terremoto hayan sido casi todas las iglesias de Latacunga y su comarca el primero y principal objeto de la indignación divina, sino que «tanto se aíra Dios con las culpas de los sacerdotes, que no perdona ni a los lugares ni a los vasos sagrados»? (Prop. de Prom. et Prad., P. II, c. 24). No tenéis, oh sacerdotes, ministros del Altísimo, no tenéis que inquirir el origen de estos espantosos   -540-   castigos, que está lloviendo el cielo airado sobre nosotros: «nuestros pecados respondieron por nosotros». Dios nos ha escogido para familiares de su casa, pacificadores de su justicia, dispensadores de su sangre, celadores de su Ley, e intercesores por todo el género humano. Cuando un sacerdote se llega al tremendo sacrificio de la Misa, va como un embajador de la Iglesia ante la augustísima Trinidad a tratar los negocios de mayor importancia que pueden ofrecerse en cielo y tierra. Allí con unas palabras fecundas de milagros convierte una pequeña substancia de pan en la carne de Dios vivo. Allí al sonido de una voz omnipotente atrae al Encarnado Verbo desde el seno del Eterno Padre, y teniéndole en sus manos, con asistencia y asombro de las jerarquías celestes, le ofrece y sacrifica para la salud del mundo. Allí tiene por delante en el Cáliz todo un mar de misericordias formado de la sangre del Cordero, para que por medio suyo se deriven a toda la Iglesia arroyos de gracias y beneficios. ¡Qué audacia, pues, será tan portentosa, que haya sacerdotes que, con horror de los ángeles que les asisten, se lleguen a ofrecer a la augustísima Trinidad «un pan manchado» (Mich. 1)!, que se atrevan, como dice San Pablo, rursum crucifigentes (Hebr. 6, 6), a crucificar segunda vez al Unigénito del Eterno Padre en su misma presencia; que arrojen en un pecho, cueva de dragones e inmundicias, al más hermoso entre los hijos de los hombres y única delicia de los ángeles; que con unos movimientos afectados y ridículos, con unas acciones apresuradas e inmodestas, con unas ceremonias imperfectas y atropelladas, hagan en una ligerísima misa gravísimas ofensas a su Dios, arrojándose con su precipitación irreverente a inquietar, como se explica Tertuliano, el honor de la Divinidad: Honorem inquietant divinitatis! (De culto femin. 15; Apol. 36). No extrañéis, pues, vuelvo a decir, sacerdotes, ministros del Altísimo, no extrañéis que altamente irritada la indignación divina con tan enormes sacrilegios les mande a los ángeles ministros de su cólera, que trastornen y arruinen las ciudades, diciendo: «Empezad por mi santuario» (Ezech. 9, 6). No extrañéis que vuestras oraciones, como graznidos de cuervos, en vez de atraer a los pueblos serenidad y sosiego,   -541-   sólo les prenuncien nublados de miserias y tempestades de trabajos: «Cuervos que con el sollozo de sus graznidos anuncian vientos y lluvias» (S. Bern. L. XV, c. 35).

El segundo desorden, semejante al primero, es la irreverencia de los católicos en los templos. Ya por desdicha nuestra hemos llegado a un tiempo en que la vanidad, la murmuración, los escándalos se han trasladado de las plazas a las iglesias, de los teatros a los santuarios, de las salas a los altares, sin que basten a refrenarlos ni lo sagrado del lugar, ni el celo de los sacerdotes, ni lo sacrosanto de los sacrificios, ni la tremenda presencia de la divinidad, que cortejada de celestiales espíritus asiste en los templos como en su propia casa. ¡Ah, cuánto temo (exclamaré con los Padres del Concilio Meldense), cuánto temo que la desolación de esta Provincia sea efecto de esta especie de ateísmo que se ha introducido entre los fieles: «Mucho hay que temer que tan manifiesta destrucción de la religión venga a causar la desolación de este reino»! (Baronio. T. X, ann. 850). Son las iglesias santas lugares de oración, casas de refugio y habitación de Dios. Cuantos objetos se nos presentan en ellas nos están inspirando una religiosa ternura y reverente temor. Allí está reducida a un breve círculo de nieve, para ser el blanco de nuestra fe, aquella inmensa Majestad, para quien es corto el ámbito de los cielos. Allí está ardiendo de amor para con los hombres aquel hermosísimo Señor, que hace eternamente dichosos a los Serafines sólo con dejarse amar de ellos. Allí reside de asiento el Unigénito del Eterno Padre, para que tengamos siempre con nosotros un continuo abogado, que en la causa de nuestra salvación «pide por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom. 8, 26), hablando por las bocas de sus llagas, y perorando con las voces de su sangre ante el consistorio supremo de la Trinidad Santísima. Allí en las píxides y sagrarios tenemos siempre prevenida la mesa con el pan de los ángeles para nuestro sustento. En los confesionarios tenemos abierto el tribunal de la misericordia para la remisión de los pecados. En las pilas bautismales   -542-   se nos representa aquel Jordán sagrado, en donde, purificadas nuestras almas de la culpa recibieron el carácter del cristianismo y la adopción de hijas de Dios. Todo finalmente está clamando: «No es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo» (Genes. 28, 17). Pero la insensibilidad de los fieles ha convertido ya en teatro de desprecios el lugar de las adoraciones, y en domicilio de culpas el propiciatorio del Señor. ¡Cuántos cristianos (traspasado de dolor lo digo), cuántos cristianos se miran en los templos, irreverentes, indevotos, impíos con tales risadas, movimientos y gestos, que parece que «meneando las cabezas» (Marc. 15, 29) están mofando segunda vez a Jesucristo como los Fariseos! ¡Cuántas mujeres profanas, escandalosas y con unos ropajes más cortos que su vergüenza, entran continuamente a la casa de Dios tan cargadas de adornos, joyas, sedas y encajes, que parece que llevan sobre sí una andante mercadería, «para negociar en lujuria»! (De cultu femin.), como se explica Tertuliano. ¿Qué tienen, pues, que extrañar los fieles, que irritado Jesucristo con tan enormes desacatos forme segunda vez «uno como látigo de cordeles» (Ioan. 2, 15), y llueva sobre nosotros azotes y castigos? Por sólo haber levantado los ojos los Betsamitas para ver con irreverencia el Arca del Señor, los castigó tan severamente su Majestad, que a más de cincuenta mil de ellos les quitó prontamente la vida. Y los cristianos, que no sólo miran con irreverencia, sino que tratan con desprecio al Arca viva del Señor, ¿no temerán que los ángeles, que asisten al Sacramento, encendidos en furor sagrado estremezcan las columnas del templo, y con el celo de Sansón desplomen todo el edificio sobre los que están dentro de él como unos Filisteos? Témanle, y adviertan que ya Cristo les ha intimado la sentencia por boca de San Pablo: «Si alguno profanare el templo de Dios, lo acabará el Señor» (I Cor. 3, 17).

El tercer desorden que suele castigar severamente el cielo, por ser el más común y menos perseguido acá en la tierra, es el de los concubinatos y públicos escándalos en puntos de lascivia. Las desolaciones de aquella ciudad tan querida de Dios, Jerusalén, las atribuye el Profeta   -543-   Jeremías a la licenciosa multitud de fornicarios que había en ella. «Mas tú has fornicado con muchos amadores» (Ierem. 3, 1); y si la copia de lágrimas nos permite libre el uso de los ojos para volverlos por toda esta atribulada Provincia, veremos tan extendido este maldito fuego, que no será difícil persuadirnos a que en sus impuras centellas se han encendido los volcanes que nos arruinan. Pero lo que más vivamente me penetra de dolor el alma, no es ver tan universalmente propagado este vicio, sino el descaro con que se difunde, los títulos con que se apellida y los coloridos con que se protege. Cristianos hay, todos de carne, a quienes, según David «les brota, como de la propia gordura, la iniquidad» (Ps. 72, 7), que no se horrorizan de decir que sólo es una fragilidad de la naturaleza, un hervor de la sangre, un ímpetu de la juventud, y que, si Dios hubiera de destruir las ciudades por esta causa, ya todo el mundo estuviera sepultado en sus ruinas. Confieso que al considerar que estas y otras impías proposiciones se profieren con gusto, y se oyen sin escándalo entre algunos católicos, quedo íntimamente penetrado de un vivo sentimiento, y, poseído de un ardiente celo de la honra de mi Dios, quisiera convertirme de indigno Pastor de su rebaño, en digno León del carro de su gloria. ¡Ah, ovejas descarriadas!, yo os aseguro que en toda la sagrada Escritura no hallaréis pecado contra cuya malicia haga su Majestad tan acres y vehementes invectivas; no encontraréis culpa que la haya provocado a tan terribles y espantosos castigos. ¿Por qué destruyó Dios todo el género humano, y arrojó al infierno a más de medio mundo en tiempo del universal diluvio? -Por el pecado de la incontinencia. ¿Y será éste una fragilidad humana? ¿Por qué llovió fuego y rayos sobre las cinco ciudades de Pentápolis, haciendo que el infierno bajase desde el cielo para consumir a aquellos infelices? -Por el pecado de la carne. ¿Y será ésta una disculpable flaqueza? ¿Por qué destruyó a todos los habitadores de Siquem? ¿Por qué quitó la vida de veinte y cinco mil personas de la tribu de Benjamín? ¿Por qué mandó matar a otros veinte y cuatro mil del pueblo de Israel? -Por el pecado de la impureza. ¿Y será éste un disimulable   -544-   desliz de la juventud? ¿Por qué, finalmente, por qué le dijo al Patriarca Noé que sentía un íntimo dolor en su corazón, y un vivísimo arrepentimiento de haber criado a los hombres? -Por el pecado de la lascivia. ¿Y se juzgará todavía que éste es un delito tan fácilmente condonable? Un pecado (al decirlo, tiemblo todo de horror y me estremezco), un pecado cuya malicia, traspasando de dolor el corazón divino, le obliga a arrepentirse de habernos creado: «Herido por dentro de dolor el corazón, destruiré -dijo- al hombre a quien di el ser, porque me pesa de haberle creado» (Gen. 6, 7); un pecado, que, según explica Job, es el mayor o máxima de las iniquidades, iniquitas maxima (Iob. 31, 1); un pecado, que en sentir de Santo Tomás, es el que nos arroja más lejos de Dios y más cerca del infierno: per concupiscentiam maxime recedit a Deo (Iª. IIª., p. 37, art. 5); un pecado, finalmente, por el cual, a excepción de los párvulos, los más de los hombres se condenan, como lo afirma San Remigio: «Entre los adultos, por el vicio de la carne, pocos son los que se salvan» (Apud Vanal. Quadrag. Predic. di Lascivia); un pecado, digo, de esta deformidad, de este carácter, ¿irritará poco a la Justicia divina? ¿No será causa bastante, para que Dios arruine esta Provincia la que fue motivo sobrada para que su Majestad destruyese todo el mundo? Delebo hominem...? Ocasión será ésta de expresar de algún modo el profundo dolor que me ocasionan los trajes de algunas mujeres tan escandalosas y inmodestas, que aun los gentiles e idólatras se taparan de rubor los ojos; y también los bailes y fandangos impúdicos, cuya obscena armonía causa una horrible disonancia en los oídos divinos. Pero la cortedad del tiempo me obliga a pasar a otros asuntos.

El cuarto y último desorden es el de los odios, divisiones, y enemistades, principalmente entre personas de distinción, carácter y dignidad. Es evidente que, así como la paz, la caridad y la mansedumbre de corazón son un rocío celestial, que fertiliza las ciudades y hace florecer los pueblos: «Mi mansedumbre fue causa de que me engrandeciera» (II Reg. 22, 36); así también las discordias, los rencores, las divisiones mutuas, son la más   -545-   cierta ruina y desolación de los reinos. Verdad es ésta infalible, que tiene en apoyo suyo toda la autoridad del Dios Hombre: «Todo reino dividido dentro de sí mismo será desolado, y caerá una casa sobre otra» (Luc. 11, 17). Hagamos ahora una seria reflexión sobre este oráculo del Evangelio y sobre las ruinas que ha experimentado esta infeliz Provincia, y fácilmente reconoceremos que de la oposición de los ánimos han aprendido discordia los elementos, y de la ruina de la caridad cristiana se ha seguido como efecto necesario la desolación de los edificios. Rencorosos hay entre nosotros, que por de fuera son hombres, y furias infernales por dentro: «Quien lleva odio dentro de su corazón, es un demonio» (S. Aug. Serm. ad fratr. in erem.). Rencorosos, que abrigan en sus corazones un volcán de obscurísimo fuego, y en su boca una aljaba de saetas para consumir y despedazar a todas horas a sus enemigos: «Sus dientes son armas y saetas; sus lenguas, espada aguda» (Ps. 56, 5). Pero tengan por cierto que, al mismo tiempo que ellos están entre turbulentas ideas maquinando la destrucción de sus prójimos, les está la indignación divina disponiendo por medio de los elementos una total desolación: «Caerá en el cepo que cavó. Volverase contra su cabeza el dolor (que quiso inferir a otro), y sobre su frente caerá su propia iniquidad» (Ps. 7, 16-17). No hay que cansarnos con rogativas, con procesiones públicas, con clamores al cielo; si queremos mitigar la cólera omnipotente de nuestro Dios airado; «perdonad, y seréis perdonados» (Luc. 6, 37). Arruinemos los odios en nuestros corazones, y quedarán libres de las ruinas nuestros edificios. Esto es lo que nos pide el Hombre Dios crucificado, con tantas bocas cuantas llagas tiene, con tantos gritos cuantas gotas de sangre derrama por nosotros: «Mas yo os digo: amad a vuestros enemigos» (Mat. 5, 44). Esto es la última lección, que nos dejó como un testamento, estando ya para expirar en la cruz: «Inclinó la cabeza a sus enemigos, no al título» (Drog.): volviose a sus enemigos, y con una dulcísima inclinación de su divino rostro se despidió de ellos, dejando hacia atrás como olvidados los títulos de su grandeza. Pero si acaso hay entre nosotros corazones   -546-   tan rebeldes, que se quieren mantener firmes en sus enemistades, aun a vista de un Dios crucificado y muerto, tengamos por infalible nuestra total destrucción. A nuestras lágrimas y clamores responderá su divina Majestad con desprecio lo que al otro siervo del Evangelio: «¿No era, pues, preciso que también te compadecieras de tu compañero?» (Mat. 18, 33). No espere piedad de mí, quien no la supo tener con sus hermanos. Yo padecí afrentas, porque vosotros fuerais honrados; yo me dejé coronar de espinas, porque vosotros os coronaseis de gloria; yo subí al patíbulo de la cruz, porque vosotros subierais al trono de la inmortalidad; yo lavé con mi sangre vuestras culpas, y os compré con mi muerte una eternidad de vida. Pecasteis, y yo os he disimulado; me ofendisteis, y yo os he perdonado; violasteis mis preceptos, y yo no me he cansado de sufriros; aumentáronse vuestros delitos, y se han aumentado al mismo paso mis misericordias. Ésta ha sido mi piedad para con vosotros; y ¿cuál ha sido la vuestra para con mis redimidos? Yo tan tierno, ¿y vosotros tan duros? Yo tanto amor, ¿y vosotros tanta aspereza? Yo tan blando aun con mis enemigos, ¿y vosotros tan rencorosos aun con vuestros hermanos? Ya, pues, no hay que esperar misericordia: «No perdonaré, porque no ha perdonado».

Éstos son los principales desórdenes, que piden un pronto remedio en esta atribulada Provincia, para que por medio de su extirpación podamos mantener en pie nuestras ciudades. ¡Hermanos míos! (vuelvo a exclamar de lo íntimo de mi corazón), ¡rebaño escogido de Jesús! Dios nos ha mostrado el azote, para que atemorizados de su Justicia nos valgamos de su sangre y busquemos seguridad y refugio entre sus llagas. No despreciemos sus avisos, porque es cosa terrible irritar la paciencia de un Dios Omnipotente: Horrendum est Deum irritare (In Amos. c. 2), decía todo asustado Clemente Alejandrino. Procuremos por medio de una humilde y llorosa confesión disponernos a una comunión general, a la cual exhorto a todos; para que, siendo universal la adoración y el obsequio, lo sea también la expiación y la misericordia. En cada lugar será el día de la comunión, el que   -547-   señalase el Ordinario; en esta Capital será el día del gran Patriarca San José, Padre del Redentor de los hombres y Esposo de la Emperatriz de los Ángeles. «Id a José». Los ruegos de este poderosísimo Patriarca suenan en los oídos de Jesús como preceptos, pues parece que su Majestad divina conserva allá en el cielo aquella especie de sumisión reverente, con que le miraba acá en la tierra. Valgámonos, pues, de su patrocinio y mientras llegue el tiempo, de que se publique una misión, que he dispuesto para después de Pascua, clamemos por medio suyo a la divina misericordia. «Perdona, Señor, perdona a tu pueblo, para que, después de castigado con justos azotes, respire en tu misericordia».

«Todo a mayor gloria y honra de Dios y de la Virgen, madre de Dios, concebida sin mancha».





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