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Rodolfo Usigli y el nacionalismo mexicano

José Ramón Alcántara Mejía





Los valiosos estudios hasta ahora desarrollados en torno a la obra de Usigli han rescatado su poética teatral, pero hay un Usigli apenas conocido, el Usigli de la modernidad. Los archivos de cerca de un cuarto de millón de materiales depositados en la Universidad de Miami, en Ohio, revelan a un Usigli en diálogo con los intelectuales nacionales e internacionales de su época, abierto a todas las tendencias no obstante tener una visión clara de su propia posición, algo que sólo se atisbaba en su obra publicada. Un Usigli que fomenta la cultura nacional y propone la creación de un Centro Nacional de las Artes donde se ubicaría el Teatro del Mundo, un Usigli que ve el teatro como el elemento integrador de todas las artes, un Usigli que desde el principio planeó y se preocupó por la realización de un programa pedagógico, porque concibió al arte como la manera más efectiva de resignificar la identidad nacional a la luz de una modernidad de la que él era plenamente conciente y la cual él entendió en toda su profunda complejidad.

Por ello, no es posible hacer una evaluación justa del trabajo de la persona que puso los cimientos del teatro mexicano contemporáneo, sin fundamentarlos, enraizados en la modernidad del siglo XX y en una concepción sumamente desarrollada del significado de Nación, nacionalidad e identidad, en contraste con el «nacionalismo» que pretendían configurar los ideólogos del naciente Estado Revolucionario.

El concepto de nacionalidad de Usigli recupera una visión humanista que siempre estuvo presente como una actitud crítica ante el desarrollo del racionalismo, y fue precisamente el fermento que, a finales del siglo XIX y principios del XX, puso en crisis a la modernidad ilustrada. 1914 señala el desmoronamiento de la Europa Ilustrada y de las naciones-estado que llevó a la Primera Guerra Mundial, a la vez que en el campo de las artes, la filosofía, la ciencia y la teología, se cuestionan los parámetros cerrados de la ilustración. Evidencia de ello es el surgimiento de las vanguardias, aunque sería simplista nombrar como vanguardias sólo aquellas expresiones formales que emergen en la modernidad.

En este contexto, es significativo observar los parámetros que enmarcan el pensamiento moderno de Usigli. Bastaría señalar su actitud como miembro del comité que elaboró el programa de obras de Bellas Artes, entre las que se incluía El Gesticulador, presionando para que estuviera formado por autores modernos, contra la actitud original que pretendía sólo autores clásicos1. Pero ello no significó el desdén por el teatro popular sino, por lo contrario, confiesa que su «intención general desde las "tres comedias impolíticas", había sido la de trasladar al teatro en serio la temática popular, de revista o de carpa. Experimentaría yo el mismo halago de descubrir un corrido anónimo del siglo XIX que me probó que Corona de sombra está cerca del sentimiento popular» (556).

Para Usigli, pues, lo «moderno» no es el rechazo de la tradición, sino su retextualización, y esto lo ubica en una posición distinta a las vanguardias formales, cuyo origen también se encuentra en la crisis de la modernidad. En este sentido la vanguardia humanista inicia la recuperación de lo oral, lo particular, lo local, lo temporal, en fin, de la subjetividad, sin desdeñar la objetividad que es vista como uno de los criterios y no el único criterio de la verdad. Uno, pues, tendría que ubicar esta otra «vanguardia», por ejemplo en el teatro filosófico de Pirandello, en las propuestas existencialistas europeas y en el neorrealismo del teatro norteamericano, así como en sus cruces con las vanguardias «formales» posteriores en el teatro de Brecht, Beckett y Pinter, entre otros.

En este contexto, Usigli se encuentra a la par que Pirandello, no tanto por la influencia en su obra del dramaturgo italiano, cosa que Usigli mismo no consideró determinante, sino por compartir una misma visión que él aplica a la comprensión de la naciente nación mexicana2. En sus «Doce notas» de 1943, refiriéndose a la Revolución, señala que su crítica de la realidad desde la teatralidad es una constante en tanto instrumento de la verdad: «La revolución que acabará con lo revolucionario en México, que será mexicana de veras, es la obra inversa [la que revela la verdad sobre la demagogia de la revolución, de la historia en general], el hijo pródigo de esta teoría» (478).

No es necesario elaborar sobre el «vanguardismo» formal de Usigli, porque ya existen trabajos, como el de Deborah J. Cohen que toman en cuenta las técnicas escénicas experimentales que, desafortunadamente, no han sido tomadas en cuenta en las producciones que de ellas se han hecho3. Recientemente Lourdes Cornejo-Krohn ha realizado una lectura posmoderna de las Coronas, confirmando la originalidad de la escritura escénica encodificada en la dramaturgia usigliana. Debemos recordar que para Usigli el teatro no era de ninguna manera literatura, sino acción, y la poética teatral se encontraba en la acción y no en la escritura4. Cohen señala fusión de estos aspectos vanguardista con aquello que a Usigli más le interesaba: la conformación de una teatralidad mexicana centrada en el tema de la identidad, ya que para él una teatralidad de vanguardia solo tenía sentido en México si en ella se construía la problemática nacional, como de hecho ocurre con las vanguardias europeas.

La obra de Usigli, pues, manifiesta una modernidad que no desdeña a la vanguardia, sino que asume una posición que exige del teatro algo más que experimentaciones formales. Ese algo más es su profunda preocupación por el desarrollo del país en medio de la modernidad a la que ha sido arrojado por la revolución. En este sentido podríamos decir que es Usigli, más que sus contemporáneos, quien introduce el tema de la modernidad no sólo en México sino en toda Latinoamérica a través del planteamiento teatral del problema de la identidad.

Jorge Larraín, cuestionando las perspectivas que pretenden ver a la modernidad como un fenómeno exclusivamente europeo, sugiere que habría que distinguir entre la modernidad cuyos efectos son globales, y la conciencia de modernidad que parte de la experiencia de la misma y que ocurre en un ámbito más localizado5. En este sentido, si bien la modernidad se expande con la colonización del mundo que se inicia en el siglo XVI, y su presencia, cuando menos en el sentido humanista, en México se manifiesta en la tarea que realizan las primeras órdenes religiosas, la experiencia y la conciencia de la modernidad, sin embargo, adquiere forma latinoamericana y mexicana sólo hasta principios del siglo XX, cuando ocurre la primera crisis de la modernidad. «Desde comienzos del siglo XX comenzó un proceso de revisión de la modernidad en el que la "cuestión social" asumió cada vez más una importancia fundamental» (36). Tal revisión significó el desmantelamiento de las nociones de progreso que ocultaban la explotación brutal llevada a cabo por el naciente capitalismo y sus instrumentos tecnológicos, de la marginación fundada en una visión racista del ser humano, del concepto de nación que partía del Estado y no de la realidad multicultural de los pueblos que la constituían, y de un concepto de verdad sostenido a partir de lo que hoy llamamos «los grandes relatos» de la moral, la religión, la ciencia y la historia, y no de una realidad compleja y cambiante.

Después del retraso que propició la colonia, la modernidad adquiere una nueva forma en América a partir de las luchas de independencia, pero, como señala Larraín: «Aunque las nuevas ideas traen consigo el comienzo de muchas transformaciones en política y cultura, el orden social permanece intacto en lo fundamental. Es esta la razón por lo cual la primera etapa de Modernización durante el siglo XIX se puede denominar oligárquica» (40). La revisión que se hace en el siglo XX, resulta también en un análisis crítico de la modernidad oligárquica, lo cual en México da origen a la primera revolución verdaderamente moderna en 1910.

La visión retrospectiva de la modernidad desde el siglo XXI también significa una revisión de la identidad, tanto individual como nacional. Si bien la ilustración había propiciado una perspectiva esencialista formulada a partir de supuestos rasgos biológicos y sociales que, por supuesto, apoyaban tanto el racismo como las estructuras oligárquicas, la entrada del nuevo siglo significó, sin embargo, la inclusión de otros parámetros que culminaron proponiendo que la identidad es una construcción en la que intervienen tanto cualidades sociales compartidas, como objetos materiales cuya producción y posesión es un elemento definidor de la identidad, y como la presencia de los otros, cuya opinión es internalizada, y ante quienes la identidad propia se define.

El resumen que realiza Larraín permite observar cuan desarrollado se encontraba el pensamiento de Usigli, pues El gesticulador es un claro ejemplo de una visión distinta de la identidad que clama por un acercamiento moderno. Basta citar la conclusión de las discusiones contemporáneas sobre la identidad, para observar el paralelo con el célebre drama del creador mexicano. Tales estudios, dice Larraín

[...] nos permite[n] comprender la identidad no como una construcción meramente pasiva, sino como una verdadera interacción en la que la identidad del sujeto se construye no tanto como una expresión del libre reconocimiento de los otros, sino también como resultado de una lucha para ser reconocido por los otros. Esa lucha responde a la experiencia de falta de respeto y se vive como indignación e ira y que el «yo» no acepta. Esta lucha [...] tiene la potencialidad de llegar a ser colectiva en la medida en que sus objetivos pudieran generarse más allá de las intenciones individuales. En este punto se encuentran las identidades personales y colectivas.


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Identidades personales que se torna colectivas y que adquieren la forma de «artefacto cultural, una clase de "comunidad imaginada", como lo expresa Anderson en el caso de la nación» (52). Tal comunidad forma su propia historia a partir de los relatos, las tradiciones, las imágenes y símbolos, que dan forma a la identidad nacional. Pero a la vez, la conformación de la identidad nacional propiciada por la modernidad del siglo XX rompe el esteticismo de las identidades fijadas por la modernidad ilustrada y el romanticismo, para dar paso a una tensión:

Es una cuestión de «llegar a ser» así como de «ser». Pertenece tanto al futuro como al pasado. No es una situación que ya existe, que trasciende lugar, tiempo, historia y cultura. Las identidades culturales provienen de algún lugar, tienen historias. Pero como todo lo que es histórico, sufren una transformación constante. Lejos de ser eternamente fijas en algún pasado esencializado, están sometidas al continuo «juego» de la historia, la cultura y el poder.


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Por supuesto, la obra de Usigli da amplio testimonio de una concepción moderna de lo que significa la identidad individual y nacional, no sólo en El Gesticulador, sino también en sus tres Coronas. Usigli fue sin duda dolorosamente conciente del carácter innovador, moderno, de su propuesta. Al revisar la reacción de la crítica mexicana a El Gesticulador no pudo sino exclamar: «Lo que duele en mi pieza no es la crítica sino la autocrítica: el desnudarse de lo falso para quedar revestido sólo con el pudor extraordinario de la desnudez y la verdad» (533). Sobre su personaje añade, «No puede decirse que el falso César Rubio, redimido de su mentira, transfigurado por la fe en la vitalidad de la Revolución, y que muere por ella, sea un valor negativo» (534). En efecto, César Rubio es la nueva nación mexicana, con todas sus contradicciones, asesinada precisamente por el falso nacionalismo de una revolución demagógica que inevitablemente daría paso a una nueva oligarquía.

Uno tendría que ahondar en el brillante ensayo que precede al estreno de El Gesticulador titulado «Epílogo sobre la hipocresía del mexicano» de 1938, para entender que la obra no es una crítica destructiva de la Revolución y del carácter de César Rubio, sino todo lo contrario. Es el rescate de la verdadera revolución, de aquella que inaugura la modernidad contemporánea en América Latina. De la misma manera, se trata de una propuesta de identidad verdadera, cuya cimentación es la revelación de la máscara impuesta por la colonización con el propósito de mostrar lo que podría ser una identidad autentica, acto que efectivamente se manifiesta en César Rubio. Usigli señala en el ensayo mencionado:

El sistema colonial que protegió la hipocresía y la mentira de los indios, mestizos y hasta los inoculados criollos, privando a aquellos de su idioma y de sus dioses, limitando sus transacciones comerciales, y frustrando a los otros de los mejores empleos y prebendas, es la primera fábrica oficial de la verdad mexicana.


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Por supuesto, las Coronas son la continuación más explícita de la retextualización de la historia y la identidad mexicana. Si en Corona de luz Usigli elige un héroe extranjero, Maximiliano de Habsburgo, para representar lo que sería una verdadera identidad es, creo yo, con el propósito de contrastarla no con la figura del juarismo sino con su sucesor, el afrancesado e ilustrado porfiriato. Un porfiriato que asume una modernidad europea en decadencia como modelo para un futuro México, en lugar de proponer un verdadero proyecto de nación. «Un gobierno revolucionario, -dice Usigli en su ensayo- sería en realidad aquel que, aún siendo monárquico, se adelantara a los del resto del mundo en ilusión del progreso social» (462).

Desde luego que el Maximiliano de Corona de luz no alude tanto al personaje histórico, sino a lo que significa como héroe moderno, tal como César Rubio o el Cuahutémoc de Corona de fuego. Todos ellos son los verdaderos héroes modernos que poseen una visión de conjunto del pasado desde su propio presente para proyectar un futuro que es, según Walter Benjamín, la visión que la modernidad humanista opone a la modernidad ilustrada. En su «Prólogo después de la obra» sobre Corona de sombra, de 1943, Usigli manifiesta en toda su plenitud su compromiso con la modernidad anti-ilustrada:

Vivimos en un mundo de progreso, de civilización y destrucción mayormente mecánicos [...] Esta época que revive precisamente la guerra y los mitos de hace siglos y vuelve a poner de moda los lugares de las viejas batallas [...] nos da la clave de que nada está aislado ni muere en el transcurso del tiempo; de que el pasado espera reunirse con el presente, y de que la única razón del presente es reunirse con el futuro. En otras palabras, el mundo que a nuestros ojos parece estar creándose y ser original, no podría lograr su objeto de creación si no se recreara a la vez, si prescindiera de sus muertos y se consagrara sólo a los vivos.


(624)                


El presente en el que se desarrolla Corona de sombra es la modernidad ilustrada, pero también parece ser su ocaso, en medio del cual se vislumbra otra realidad. Maximiliano, como paradigma del héroe verdaderamente moderno, dice Usigli: «es el verdadero precursor de un nuevo punto de vista: el príncipe demócrata» (628). Y continúa: «Es el último príncipe heroico de Europa [...] con él muere un símbolo a la vez que nace otro. En él muere la codicia europea; en él nace el primer concepto cerrado y claro de la nacionalidad mexicana» (629).

¿Por qué elige Usigli a Maximiliano como el paradigma de la verdadera identidad mexicana? Tal vez porque, como él, su identidad no es la nacionalidad ni la historia falseada, sino la realidad mexicana con la que se compromete y por la que está dispuesto, como también Cuahutémoc en Corona de fuego, o como César Rubio en El Gesticulador, a morir. Evidentemente Usigli mismo se ve reflejado en este tipo de héroe moderno: «Nacido en México, -dice- de padres europeos, no españoles, he descubierto, por ejemplo, que nada me separa de esta tierra, que disfruto ver sus problemas, de una perspectiva extraordinaria, orgullosa y apasionada, y de una presencia sin retorno a Europa» (635).

Ser moderno es ser universal no a partir de un falso esencialismo, sino de una realidad local, arraigada en una historia verdadera que se proyecta en la configuración de un futuro. Por eso para Usigli el teatro, como para otros tantos pensadores de la modernidad, es el paradigma por excelencia de lo verdaderamente moderno. En su «Ensayo sobre la actualidad de la poesía dramática» de 1947, Usigli propone que el teatro es articulador del tiempo, retextualizador de la historia y, por consiguiente, formador de la verdadera política. «Separada de la estética -dice- y, por consiguiente, de la ética y de la conciencia puras, la política mexicana se desvinculó del concepto filosófico de la política, convirtiéndose en una fuerza ciega y mortal».

Como sus héroes, Usigli es capaz de ver la totalidad del proyecto de la modernidad, de manera que era plenamente conciente del cambio que significó la Segunda Guerra Mundial para la modernidad: el inevitable desplazamiento de del centro hegemónico de Europa a Norteamérica. De ahí que haya percibido la amenaza de una nueva colonización que pondría en riesgo esa identidad que estaba en vías de construirse. Así, en sus «Doce notas» de 1943, señala: «Nuestro remedio contra los Estados Unidos no está en odiarlos ni en servirlo ni en atraer su lluvia de oro sobre nuestras cabezas. Esta en tener un teatro. Pero el teatro es la corona de la unidad racial, primero, de la unidad política después, de un país» (488).

De esta manera Usigli vio el teatro o, quizá, ubicándonos en el presente, podamos decir que vio el arte auténticamente nacional como aquel que configura de identidad verdadera, pues el arte-facto es la expresión más material y más real de la identidad. El teatro no es, pues, mexicano mientras no muestre la conflictiva mexicana, sino que siga miméticamente el modelo europeo vanguardista del modernismo que, debemos decir, emerge bajo condiciones distintas a las de nuestro país. Hemos señalado que Usigli no reacciona negativamente ante los experimentos vanguardistas, sino todo lo contrario, los alienta siempre y cuando sea una vanguardia mexicana. Si él opta por el realismo en su dramaturgia no es porque no sea conciente de la vanguardia europea, sino porque para él representar la realidad no es asunto de «realismo» mimético sino de construcción estética, una construcción que sea lo más adecuado para mostrar la verdad. Y esto, para Usigli puede hacerse desde cualquier propuesta estética. Lo que resulta imperdonable es que se lleve a cabo la experimentación sin que ésta respete lo que para él es la esencia del teatro: la verdad sobre la realidad.

Finalmente tendríamos que decir que para Usigli la identidad mexicana sólo es moderna en la medida en que se despoja del lastre nacionalista y asume el reto de hacerse presente como un pueblo, como conciencia nacional que está dispuesta a asumir un futuro en vez de ocultarse en la máscara del pasado indígena o español. Pues la verdadera modernidad es aquella que mira hacia donde se mueve la realidad, no para aceptarla incondicionalmente, ni para rechazarla tajantemente, sino pare enfrentarla con la verdad, esto es, con el teatro.





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