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Bretón o la negación del modelo

Ermanno Caldera


Universidad de Génova



Es notorio que las refundiciones neoclásicas cumplieron con la doble función de mantener vivo en la escena el riquísimo caudal del teatro barroco y, al mismo tiempo, de preparar paulatinamente el terreno para el advenimiento de la dramaturgia romántica1.

Esta última función se realiza casi siempre de manera indirecta, siendo las refundiciones más bien un ejercicio de re-estructuración de la trama, de búsqueda de un lenguaje nuevo, de modificaciones ideológicas y de elaboración de los caracteres; recursos formales que los románticos aprovecharon a menudo para expresar temas y argumentos que poca o ninguna relación tenían con las obras del Siglo de Oro.

Se nos ofrece, sin embargo, el caso bastante inusual de una refundición que constituye el vehículo para una elaboración (una nueva refundición, si se quiere, pero en un sentido mucho más amplio), en clave romántica, de un asunto ya tratado en el siglo XVII. Se trata de El Príncipe y el villano (PV), una pieza en que Bretón de los Herreros refundió en 1826 La fuerza del natural (FN) de Moreto y Cáncer y que se pone como un eslabón entre esta y El pelo de la dehesa (PD) que el mismo Bretón compuso varios años después. Lo más interesante de esta cadena es que la primera y la última obra aparecen, en una comparación somera, algo distantes entre sí, mientras que la lectura de la refundición resulta vivamente aclaradora del desarrollo que se produjo en varios rasgos del original barroco hasta desembocar en la exitosa pieza romántica.

La fuerza del natural lleva a la escena, como personajes centrales, a dos jóvenes, Carlos y Julio, educados como hermanos por el campesino Roberto. En realidad, se advierte enseguida, Julio, zafio, grosero y bastante tonto, resulta ser hijo ilegítimo del Duque de Ferrara, en tanto que a Carlos, discreto, culto y hasta refinado, se le considera hijo de Roberto.

Llevados a la corte, el primero (que el Duque quiere preparar para que le suceda en el gobierno), con sus modales torpes y su ignorancia basta se convierte en el hazmerreír general, mientras que el segundo logra conquistarse la simpatía del Duque y el amor, inútilmente reprimido, de su sobrina Aurora, quien, por otro lado, vive en el terror de tener que casarse con el bruto de Julio, según los planes del Duque. Una providencial ignición revela que, al contrario, es Carlos el noble y Julio el campesino; así que el primero se casará felizmente con Aurora y el segundo volverá al antiguo amor de la villana Gila y, con ella, a sus campos.

Un asunto, claro está, que encajaba muy bien en los esquemas ideológicos de la sociedad feudal de los Austrias, con sus rígidas separaciones estamentales y sus problemas de sangre.

Mucho menos se adaptaría a la ideología ilustrada y liberal de la sociedad decimonónica que creía más en la persona que en la raza; y quizás no sea por mera casualidad que Bretón cambiase un título que olía demasiado a antiguo régimen por otro que parecía atribuirle a la pieza cierta dimensión social de relación entre clases.

Pero, ¿por qué eligió una obra que parecía tan fuera del tiempo? Seguramente por los recursos cómicos en ella contenidos y concentrados en el figurón de Julio, los cuales podían ejercer un atractivo sobre los públicos -por decirlo mejor, sobre la parte menos exigente de ellos- de cualquier época.

Naturalmente, al refundir la obra de Moreto y Cáncer, él actuó con todos los medios y los trucos del oficio que eran normales en operaciones de este jaez y que él mismo iba experimentando desde algún tiempo.

Aparte la usual conversión en cinco actos que permite un somero respeto de las unidades2, Bretón se preocupa de sustituir los barroquismos del original -sobre todo cuando se manifiestan en las más artificiosas agudezas- por un lenguaje más llano y comprensible, matizándolo -en casos contados- con los colores menos chillones de la retórica clasicista.

Se trata de un procedimiento tan corriente en las refundiciones neoclásicas que casi huelga cualquier cita al respecto. Me limito pues a alegar algunos versos que aparecen al principio de la obra (en la 3.ª escena del acto I, tanto en La fuerza del natural como en El príncipe y el villano), como muestra de lo que seguirá produciéndose a lo largo de las páginas siguientes. Donde los autores barrocos le otorgaban al campesino Roberto un parlamento tan largo y emperifollado:


¿Cómo os estáis aquí,
cuando anda el Duque en el monte
buscando este horizonte
con Aurora su sobrina,
recién venida a Ferrara,
a quien por su beldad rara
la llaman la Peregrina;
y como otras veces hoy
con la caza la entretiene?
Mirad que a la quinta viene;
y como su guarda soy,
prevenidos los jardines
y fuentes he de tener.
Id presto, que hoy han de ser
sus flores mil serafines,


el refundidor sale con un sencillísimo:


El Duque cazando está
con Aurora su sobrina.
Ya a la quinta se avecina
y en ella descansará.


Pero lo que mayormente nos interesa, en consideración, sobre todo, de las evoluciones futuras, son las modificaciones introducidas en el sustrato ideológico que rige la pieza y en el diseño de los personajes.

En cuanto al primero, es evidente que Bretón, si bien no podía anular el asunto fundamental de la pieza, basado cabalmente en la «fuerza del natural», intentó ocultarlo o al menos quitarle los rasgos que podían chocar al público de su época.

Así que, además de cambiar el título, como vimos, ya al principio pone en boca de Carlos una protesta contra la casualidad de la pertenencia a una capa social, que en parte sí encontramos en el modelo, pero no con el vigor anticonformista de ciertas expresiones que negaban la misma «fuerza del natural» y que por supuesto no se aceptarían en el siglo XVII:


¿Es algún don
que Dios infunde a las almas
la nobleza?


(PV I, 4)                


Poco después, no duda Bretón en suprimir ciertas palabras insufriblemente altaneras del Duque de Ferrara, quien está persuadido que la «sangre» no dejará de obrar para el refinamiento de Julio:


Fácil se enmienda esta falta
en quien tiene sangre mía,


(FN I, 7)                


que el escritor decimonónico sustituye por una sentencia que mejor se avenía con una época empapada de pedagogía rusoniana:


Pronto enmendará esta falta
en la corte.


(PV I, 7)                


Asimismo, más adelante borrará ciertos ataques a la rudeza del campo, que ya nadie aceptaría después de tanta Arcadia y tanta difundida «alabanza de aldea». Decía, entre otras cosas, el jactancioso Alejandro barroco:


en el inculto retiro
de una aldea, donde sólo
se ve entorpecer el brío,
empaparse la razón
y deslucirse el juicio.


(FN II, 6)                


Versos que no dejan huella alguna en el texto decimonónico (cfr. PV III, 3).

Menos exaltación de la nobleza, pues, y, paralelamente, menos depresión de la rusticidad. Y, podríamos añadir, menores concesiones al gusto barroco de las oposiciones tensas.

Estos principios informadores constituyen la base fundamental de los retoques a la figura de Julio que Bretón se esfuerza por presentar en forma, si no menos cómica, al menos no tan monstruosamente grotesca.

Frente a este personaje, Bretón debió de encontrarse bastante apurado: por un lado, no podía prescindir de sus rasgos cómicos que constituían el gozne y la justificación misma de la pieza y de su labor de refundidor; por el otro, tenía que reducir o, si era posible, borrar lo ridículo que le cubría por el simple hecho de ser un campesino: una postura que no habría gustado a todos los espectadores3. Para salir del impasse, Bretón se sirvió de varios recursos.

En primer lugar, intentó transformar en un ser simplemente grosero a un personaje que en el modelo resultaba, además de torpe, a veces rayano en la demencia. Por eso suprime, en los límites de lo posible, los parlamentos más tontos para dejar esencialmente los que le acreditan de rudo y glotón. Baste un solo ejemplo sacado de la primera escena: allí donde, en el original, Julio refiere que Carlos se ha comprado el libro de «Envidio, De arte mamandi», y prosigue con sus graciosidades sobre el caldo que ese Envidio cocido podría proporcionar, Bretón se contenta con poner un seco «De latinajos no cuido»4. Y así sucesivamente, aunque con salvedades: porque donde la torpeza de Julio da motivo a escenas de seguro efecto cómico, Bretón sacrifica cualquier prejuicio ideológico en aras de la risa: el ejemplo más sobresaliente nos le ofrece la escena 8.ª del acto V, que repite literalmente la 15.ª del III del modelo, en la cual Julio impone a un criado que escriba una carta sobre la espalda de otro, añadiendo mil tonterías como la de enfadarse porque el que hace de bufete mira la carta: lo que le parece a Julio un acto de insoportable curiosidad, cuando claro está que el otro ya conoce el contenido por haber oído a su amo mientras la estaba dictando. Son contradicciones que no extrañan mucho, si se tiene en cuenta que a Bretón le interesaba hacer una refundición decorosa, no una obra maestra.

Por otro lado, no le faltan otros recursos para reconstruir al personaje. Sobre todo el de atribuirle un aburrimiento, casi un desprecio de la vida cortesana, que tiende a situarle en una dimensión espiritual distinta de aquella en que se mueve su hermano barroco. Hay que decir, ante todo, que ya el primer Julio, en casos contados, parece burlarse de la etiqueta mundana, como, por ejemplo, cuando pide el guante en lugar de la mano:


Dice que os pida la mano.
Mas yo soy tan cortesano
que no os pido más del guante;
que no os hará tanta falta.


(FN I, 4 y PV II, 3)5                


En un camino parecido se pone nuevamente Bretón cuando su Julio, que no se muestra demasiado afectado por la presencia del Duque, le confiesa con cierta sorna:


Los Duques para ser buenos
era yo de parecer
que debían de tener
siete varas a lo menos.


(PV I, 8)                


Y, en cuanto a las normas del vivir cortesano, el Julio de Bretón no sólo las viola a mansalva, sino que defiende con tesón su conducta. Con mucha tranquilidad le besa la mano a Aurora, despertando los comentarios escandalizados de los asistentes. A los cuales él replica oponiendo la sencillez de las costumbres aldeanas:


¿No es ella,
según dice, novia mía?
Pues Gila nunca se apura
aunque yo esté retozón.


(PV II, 3)                


Y, al final de la escena, estalla por primera vez contra la opresión de la corte:


Yo estoy fastidiado
de ver tanto cumplimiento.
Esta ropa me lastima:
a mí me gusta la holgura.


(ibidem)                


A partir de este momento, expresiones similares de cansancio menudean en el texto bretoniano. Poco después, en efecto, el rudo Julio de repente se rescata, apareciendo (novedad absoluta respecto a la fuente barroca) presa de una doliente nostalgia:

¿Ves todo este laberinto

-le dice a la amada Gila-


de jardines y palacios
y fiestas y regocijos?
Pues todo lo dejaría,
Gila, sin dárseme un pito,
por un gazpacho en mi aldea
y por retozar contigo.


Y por fin se desata en una imprecación:


Mal tabardillo
le dé Dios a quien me trajo
a este palacio maldito.


(PV III, 4)                


Asimismo, en el acto siguiente, después de participar, sin entenderlo, en un rebuscado juego de sociedad, prorrumpe en fin en una filípica contra la artificiosidad cortesana y en favor de la sencillez de la vida campestre que quizás desentone algún poco con el personaje pero que era destinada a atraerle la simpatía y los aplausos de los espectadores tanto burgueses como plebeyos:


No me gusta hacer tres meses
el enamorado necio
con estos juegos de prendas
y estas frases que no entiendo.
A mis novias por las noches
al son de un ronco pandero,
una bandurria gangosa,
y una guitarra con muermo
las doy música de ronda
con los mozos de mi pueblo.
Después de haber apurado
en la taberna un pellejo:
si alguno me la disputa,
garrotazo y tente tieso.
Esto es querer en mi tierra,
lo demás no vale un bledo.
Aquí, si he de hablar verdad,
estoy hecho un estafermo
sufriendo que todo el mundo
diga a mi novia requiebros.
Mujer que está acostumbrada
desde moza a galanteos,
soy claro, para un marido
sin duda es de mal agüero.
Nada, mañana a la Iglesia;
no hay que andarse con rodeos,
si no me vuelvo a la Aldea;
y alegre, pues a lo menos
allí nadie me persigue,
ni me hace tomar maestro
ni me viste de arlequín
ni me aturde a cumplimientos
ni me tasa la ración.


(PV IV, 2)                


De esta manera, el personaje iba suavizando los rasgos más acusados del gracioso para abrirse camino hacia una personalidad autónoma. Al mismo tiempo, reducía la importancia del papel de Carlos, tendiendo a desplazar -aunque sin realizarlo del todo- el eje de la comedia desde el «príncipe» hacia el «villano».

Y para subrayar mayormente el nuevo relieve adquirido por el personaje, Bretón le otorgaba el honor de la última palabra, que era otra vez una exaltación del campo. De manera que, mientras el primer Julio se limitaba a contestar «Con esto acabado está» a la proposición del Duque de casarse con Gila y volverse a la aldea con una dote de dos mil ducados, este segundo le suelta un verdadero himno a la vida rústica y a sus libertades:


Desde ahora no me cambio
por el mismo Preste Juan.
A mis abarcas me vuelvo
que es lo que mejor me está.
Ya no tendré quién me adule;
ya no soy Duque: es verdad.
Pero gozaré en mi campo
salud, alegría y paz.
Y con esto y con mi Gila
nada tendré que envidiar.


Con todos estos recursos, sin embargo, Bretón no consiguió construir a un verdadero, definido personaje nuevo: la presencia del modelo le imponía forzosamente ciertas limitaciones y ciertas disparidades que comprometían el equilibrio del conjunto. Pero este personaje logrado a medias abrigaba la potencialidad de otro más rico y completo, que el mismo autor llevó a las tablas en 1840.

El 13 de febrero de dicho año se estrenaba en el teatro del Príncipe El pelo de la dehesa, que le granjeó a su autor aplausos memorables. Si nos acercamos a esta pieza tan afortunada teniendo en cuenta la experiencia anterior de la refundición de 1826, podemos hacernos cargo enseguida de que su título recuerda de cierta manera el del lejano modelo barroco. El pelo de la dehesa es en realidad una manifestación de la fuerza del natural, insuprimible a pesar de cualquier circunstancia. Sólo que la situación que ahora se presenta es opuesta: al natural noble que proporcionaba el argumento de la obra antigua, se contrapone aquí, como objeto fundamental de la trama, el natural rústico.

Es no solamente un efecto de la evolución que ya habíamos notado en el Bretón refundidor, sino de un cambio radical tanto en la perspectiva estética (que, renunciando a la clásica separación de los estilos, permite que un personaje plebeyo protagonice, en serio, una obra teatral)6, como en las condiciones sociales de una España encaminada en la ruta de las reformas y de la revalorización de la agricultura.

Don Frutos, el protagonista, es el representante de esas nuevas capas sociales que solas pueden asegurar un próspero porvenir al país, mientras que las viejas clases dominadoras tienen que retraerse en el cultivo de sus inútiles memorias. Espejo de su mundo, la pieza, aunque mantiene la antigua contraposición entre el «príncipe» y el «villano» (parece intencional que en los primeros parlamentos, en los versos 2 y 4, se aluda, respectivamente, al rústico labriego -Don Frutos- y al «caballero» -Don Miguel-), la desarrolla en favor del segundo, que sale ufano y vencedor del enfrentamiento con el antiguo régimen, emblematizado en la Marquesa.

El argumento de la nueva pieza repite, en sus líneas fundamentales, el de la antigua. Un joven campesino, Don Frutos, tiene la obligación (contraída por su padre con el de la novia) de casarse con una joven de noble alcurnia, Elisa. Su trato grosero mal se aviene con el palacio aristocrático en el que se hospeda y causa no poca aprensión en la novia, la cual quisiera liberarse del compromiso. Pero su madre, la Marquesa -al igual que el Duque de Ferrara con su sobrina Aurora- insiste en que el ambiente mas refinado de la corte le pulirá, hasta que la situación se hace insostenible y, gracias a un artificio organizado por el mismo Frutos, que ha comprendido lo absurdo del tal casamiento (un artificio que sustituye la más convencional agnición del texto barroco), el contrato se deshace y Elisa se casará con el mediocre Don Miguel, que tiene la ventaja de ser capitán y de origen aristocrático.

Como es fácil desprender de este somero resumen, las dos fábulas, la barroca y la romántica, coinciden hasta llegar a una sustancial identidad. Difieren en cambio los enredos, en relación con la índole artística de los autores y con la atmósfera cultural de las dos épocas tan distintas, aunque no faltan, también en este aspecto, sugerentes coincidencias, sobre todo entre la nueva comedia y El príncipe y el villano. De manera particular, lo que se nota es que Don Frutos mantiene varios rasgos que le derivan de la figura del Julio bretoniano, y que representan la fase postrera de un desarrollo empezado con la refundición.

En primer lugar, con él llega a su conclusión ese proceso de mejora del carácter, con el que Bretón ya había intentado -lográndolo parcialmente- liberar a Julio de los estigmas del tonto, limitándose a dibujarlo como grosero. Y así quiere ahora que se nos aparezca Don Frutos, pero con mucha más conciencia e intencionalidad, que salen a relucir cuando, a los pocos momentos de estar el personaje en las tablas, Elisa sale con el comentario (que suena como un aviso dirigido a los espectadores):

(Pues no es tonto, aunque grosero).


(PD, I, 10)                


Son palabras que la joven marquesa pronuncia después de oír las razones con que su novio trata de explicar el ímpetu cariñoso que le puso en trance de abrazar, equivocándose, a la doncella. Razones que la Marquesa madre no acepta, por resultar escandaloso que un abrazo


los novios se le den
antes del solemne lazo,


atrayéndose, pues, la respuesta cortante de Frutos:


Si amor les hace cosquillas,
aquí y allí7 creo yo
que, si con testigos no,
se abrazarán a hurtadillas.
Lo primero es más honesto.


(PD I, 10)                


Tanto la respuesta, como la situación misma, nos remiten a El príncipe y el villano II, 3, donde, como vimos, Julio le besa la mano a Aurora, protestando:


¿No es ella,
según dice, novia mía?


Como Julio, también Frutos se distingue de los circunstantes por un intenso afecto a la comida, con la diferencia, sin embargo, que la que era, en el personaje anterior, una forma de hambre cerril y casi salvaje, se convierte aquí en el sano apetito de un campesino madrugador8. Pero, lo que más intensamente une a los dos es la nostalgia por los productos de su tierra: y como el segundo Julio -el de la refundición- añora el gazpacho «de su aldea», así Frutos echa de menos su Cariñena9.

Asimismo los dos se sienten lastimados por los apretados trajes cortesanos que se les han impuesto: y si Julio protesta que «a mí me gusta la holgura» (PV II, 3), Frutos le va en zaga añadiendo más pormenores:


que yo gusto de estar horro,
y no dar tormento al bazo,
y mover el pie y el brazo
sin necesitar socorro.


(PD II, 3)10                


También el lenguaje de los dos tiene parecido: un lenguaje destinado a escandalizar a oyentes aristocráticos por su descaro y su vulgaridad, aunque, desde luego, el de Don Frutos no llegue a los extremos de las barbaridades soltadas por su antecesor. Sobre todo hay un momento en el cual parece que el personaje decimonónico imita abiertamente al barroco: es cuando, vestido a la moda e instruido por Don Remigio, hace su entrada solemne en la sala y exordia con un cómico:


Señoras,
beso a ustedes los cuatro pies;


y, a las protestas de la Marquesa, explica socarronamente:


Me ha dicho este caballero
que es saludo muy grosero
el decir: Dios guarde a ustedes:
y que en Madrid a estas horas,
como pueblo muy cortés,
se estila besar los pies
verbalmente a las señoras.
Para hacerlo con más gala,
yo al besar los he contado,
y más hubiera besado
si más hubiera en la sala.


(PD I, 3)                


Es evidente el parecido -en el asunto fundado en la interpretación harto literal de una expresión convencional, en el tipo de argumentación y en la intención de burlarse de la etiqueta- con el chiste de Julio sobre la mano y el guante, presente tanto en el original como en la refundición (FN I, 4 y PV II, 3).

Y nuevamente coinciden los dos personajes, el segundo Julio y Don Frutos, en el grito final que encierra el doble sentido de liberación y nostalgia.


A mis abarcas me vuelvo
que es lo que mejor me está,


exclamaba, como hemos visto, el personaje de El príncipe y el villano, y Frutos le remeda gritando a su vez:


¡A Belchite, a Belchite!
La corte no es para mí.


(PD V, últ.)                


Hace falta empero añadir que poco antes, al rasgar los documentos que atestiguaban la deuda de la Marquesa11, había espetado:


Pago mi rescate y
¡viva la libertad!


(ibidem)                


Un grito tan claramente romántico y liberal que, por supuesto, no podía resonar en el modelo ni tampoco en la refundición so pena de hacer sospechoso a su autor.

Por lo que se refiere a la perspectiva en que los colocan los demás personajes -particularmente los dos viejos, el Duque y la Marquesa, y las dos novias, Aurora y Elisa- también se dan coincidencias sustanciales. En tanto que las dos jóvenes reaccionan negativamente desde el principio y hacen aspavientos frente a la idea de casarse con un ser tan rudo, los viejos intentan animarlas con el constante refrán de que se irá enmendando gracias al influjo del nuevo ambiente.

Si, después de estas comparaciones, pretendemos sacar alguna conclusión, no podemos no afirmar que existe una indudable afinidad entre El príncipe y el villano y El pelo de la dehesa (sobre todo por lo que atañe a los personajes centrales de Julio y Frutos), que en cierta manera les oponen a La fuerza del natural. Frutos es en efecto el producto final del proceso evolutivo que había empezado con el segundo Julio y que curiosamente le lleva a subvertir los rasgos fundamentales del modelo originario. No sólo de antagonista ha pasado a protagonista, sino que se presenta como portador de un mensaje nuevo, romántico desde luego: que el amor no es materia para contratos.

Hay que repetir que, también en este respecto, un paso importante en esta dirección ya lo había dado Bretón en El príncipe y el villano, modificando el texto barroco allí donde el Duque, eligiendo o desechando el esposo de Aurora con criterios meramente de casta, propone, vistas las malas pruebas de Julio, que Aurora se case con su primo Alejandro. Este acepta con desbordante entusiasmo, a pesar de la fría indiferencia de la joven:

 (Aparte.) (¡Cielos, que he de merecer
de Aurora la blanca mano!)
Voy a prevenir, Señor,
de mi esperanza alentado,
varias fiestas a mi gusto,
a mi dicha extremos varios; etc.

(FN III, 9)                


Con menor entusiasmo, pero sin pestañear, aceptará luego la mano de Camila, cuando el Duque, al conocer que Carlos es su hijo, muda nuevamente de parecer:


No puedo el alma negar
a este favor; yo le aceto.


(FN III, 18)                


Seguramente se reiría el público de 1826 de tanta condescendencia; ni tampoco la podía aceptar el refundidor, quien en efecto le hace pronunciar a Alejandro palabras inspiradas en una consciente renuncia:


No me ama Aurora.
Desengañado estoy ya.
Para los dos este
enlace pudiera ser muy fatal.


(PV V, últ.)                


Con estas afirmaciones, no sólo Bretón rechazaba las viejas normas estamentales de la endogamia, sino que también proclamaba la presencia imprescindible del amor en el matrimonio.

Pero con El pelo de la dehesa iba mas allá: postulaba la presencia de un amor auténtico que sólo podía subsistir, conforme se iba pregonando desde hacía años en todas las tribunas del romanticismo, en la intensa comunicación de las almas. En efecto, Frutos y Elisa renuncian espontáneamente a casarse al darse cuenta de que entre los dos no media esa posibilidad de una comunicación mutua que sola le confiere sentido a la vida matrimonial. Por con siguiente, Don Frutos, puesto en la alternativa de escoger entre un casamiento sin verdadero amor y la libertad, no duda un instante en elegir a la segunda.

El figurón barroco se había por fin convertido en el héroe romántico12.






Nota bibliográfica

A. MORETO y J. CÁNCER, La fuerza del natural, BAE XXXIX, pp. 209 y ss.

M. BRETÓN DE LOS HERREROS, El Príncipe y el Villano, ms. 67595 del Institut del Teatre de Barcelona.

M. BRETÓN DE LOS HERREROS, «El pelo de la dehesa». Obras de Don M. Bretón de los Herreros II. Madrid, Ginesta, 1883, pp. 331 y ss.



 
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