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Costumbristas cubanos del siglo XIX




ArribaAbajoPrólogo

El costumbrismo constituye una peculiar manifestación literaria que resalta en las letras españolas e hispanoamericanas del siglo XIX. Los cuadros de costumbres que a lo largo de dicha centuria aparecen en periódicos, revistas, folletos y libros de los países de lengua castellana, expresan los modos de vida y la psicología social de estos pueblos. Resulta una modalidad que no se caracteriza por sus sobresalientes méritos estilísticos, por su cabal calidad literaria, aunque posee suficiente atracción por su abundante y pintoresca muestra de tipos y costumbres propias de cada una de las naciones hispanohablantes.

«Aún en los críticos reina extraña confusión sobre la índole y límites de este modo de escribir [el género de costumbres], relativamente moderno»1, explicaba Menéndez Pelayo. Desde que el maestro español expusiera este criterio algo hemos progresado en la tarea de definir dicha modalidad literaria. Porque resulta necesario delimitar las fronteras epocales y los rasgos característicos del género. Dentro del costumbrismo, en su más lato sentido, sería posible incluir casi toda la literatura satírica y social. Hasta las comedias griegas de Aristófanes y Menandro podríamos remontarnos. Si consideramos costumbrismo cualquier reflejo de las costumbres en una obra de arte, literaria o no, sería extremadamente caudalosa esta corriente. Estarían dentro de ella lo mismo un poema épico, una pieza dramática o una novela, hasta algunas creaciones plásticas. Por lo tanto, es imprescindible acotar más ceñidamente su estricta especificidad y sus límites cronológicos.

Todos los intentos destinados a definir la literatura de costumbres están abocados al fracaso si no tienen en cuenta, como observara Menéndez Pelayo, su modernidad, así como el hecho definitorio de que es un género autónomo, independiente de otras funciones literarias. Precisamente el cuadro de costumbres surge en forma autónoma en relación directa con el desarrollo de las publicaciones periódicas en el siglo XVIII. La creciente edición de periódicos y revistas permitió la publicación de breves trabajos, en prosa casi siempre, que en forma concisa y con intención satírica, o meramente recreativa, describían usos, hábitos, costumbres, tipos característicos y representativos de una sociedad determinada. Su proyección era predominantemente de crítica social y de carácter reformador.

De acuerdo con estos planteamientos, no parece erróneo estimar como iniciadores de esta modalidad literaria a los ingleses Richard Steele (1672-1729) y Joseph Addison (1672-1719), quienes en The Tatler dieron origen a estos breves bocetos de costumbres. La corriente pasaría más tarde a Francia con autores como Víctor-Joseph Etienne (1764-1846), más conocido como De Jouy, su lugar de nacimiento. En La Gazette de France comenzó a publicar desde 1811 una serie de escenas costumbristas firmadas con el seudónimo L'Hermite de la Chaussée d'Antin que reuniría en forma de libro en 1812-1814. La difusión de este género pasó a otros países. Washington Irvin (1783-1859) daba a conocer sus ensayos de costumbres en The Sketch Book of Geoffrey Crayon Gen (1820). Jouy influiría directamente en los costumbristas españoles como Mariano José de Larra (1809-1837) que hizo famosos sus seudónimos «Fígaro» y «El pobrecito Hablador», Serafín Estévanez Calderón (1799-1867) y Ramón de Mesonero Romanos (1803-1862).

En su copiosa colección de Costumbristas españoles (Madrid, 1950-51, dos tomos), Evaristo Correa Calderón ofrece la siguiente definición: «literatura menor de breve extensión, que prescinde del desarrollo de la acción, o ésta es muy rudimentaria, limitándose a pintar un pequeño cuadro colorista, en que refleja con donaire y soltura el modo de vida de una época, una costumbre popular o un tipo genérico representativo»2. Otros señalan que tiene «jurisdicción independiente de la novela», que «la acción es poca o nula», «no más que la suficiente para mover a los personajes» y donde «la descripción de tipos y escenas es el fin primordial»3.

Este género independiente brota en la etapa en que la burguesía fortalece su poderío. Como clase hegemónica trata de fijar sus normas, señalar las pautas sociales que regirán sus actividades. De esa manera intenta enmarcar y ajustar a sus propios moldes figuras y costumbres, usos sociales y tipos característicos. Como modalidad que emerge en los tiempos aurorales del romanticismo, estos cuadros costumbristas muestran un afincado color local, atienden a lo pintoresco de esos hábitos sociales y modos peculiares de vida. Frente a las vaguedades y subjetividades de los románticos, los costumbristas ubican sus enfoques en lo cotidiano, con ciertos acentos realistas que no van más allá de lo superficial y epidérmico, con un tono prosaico que sólo algunos pocos de estos escritores lograron traspasar.

Dentro de la literatura cubana colonial podríamos remontarnos hasta el primer poema épico escrito en la Isla que conservamos, Espejo de paciencia (1608) del escribano canario Silvestre de Balboa, para encontrar en sus octavas algunas de las costumbres de la época. Esas descripciones de costumbres pueden hallarse, igualmente, en crónicas de Indias, como en la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España, en la que su autor, Bernal Díaz del Castillo, narra sucesos ocurridos en Santiago de Cuba con agudo gracejo. Por ese camino podríamos referirnos a la obra del regidor habanero José Martín Félix de Arrate (1701-1764) titulada Llave del Nuevo Mundo. Antemural de las Indias Occidentales, concluida hacia 1761, cuyo capítulo XIX habla «Del aseo y porte de los vecinos, buena disposición y habilidad de los naturales del país y nobleza propagada en él y en la Isla», en la que presenta las costumbres y las modas que imperaban por esos años no sólo entre los descendientes de los españoles sino también entre «los pardos y negros».

La literatura de costumbres mediante artículos sobre tipos y hábitos sociales emerge en Cuba según se desarrolla la prensa periódica. El historiador Jacobo de la Pezuela, según recordaba Emilio Roig de Leuchsenring, exponía que «Cuba, como España y México, tuvo también su Pensador, que redactaron los abogados Santa Cruz y Urrutia»4, a mediados del siglo XVIII. Pero al no conservar ejemplares de dicha publicación, no podemos confirmar que, como su homónima que fundó en Madrid José del Clavijo, incluyera en sus páginas cuadros de costumbres.

Por lo tanto, el Papel Periódico de La Havana (sic), cuyo primer número apareció el domingo 24 de octubre de 1790, constituye -mientras no se demuestre lo contrario- la primera publicación en Cuba que dio a conocer escenas costumbristas. Desde sus inicios tuvo el Papel Periódico propósitos de incluir trabajos literarios, según se expone en el prospecto que apareció junto con el número inicial: «A imitación de otros que se publican en la Europa comenzarán también nuestros papeles con algunos retazos de literatura, que procuraremos escoger con el mayor esmero»5.

Muy pronto incluyeron la primera colaboración sobre costumbres. Es un artículo, anónimo y sin título, que puede leerse en el número 9 del 19 de diciembre del mismo año. Nuevos trabajos sobre tipos y costumbres hallamos en papeles posteriores hasta que esta modalidad se convierte en uno de los propósitos centrales del periódico, según leemos en el número 11 del domingo 5 de febrero de 1792:

Atacar los usos y costumbres que son perjudiciales en común y en particular; corregir los vicios pintándolos con sus propios colores, para que mirados con horror se detesten, y retratar en contraposición el apreciable atractivo de las virtudes, serían en mi concepto unos asuntos muy adecuados al objeto del Periódico.6



La fundación del Papel Periódico de la Havana respondía a la política del «despotismo ilustrado» puesta en práctica por el capitán general Luis de las Casas al iniciar su gobierno en julio de 1790. Indudablemente, el siglo XIX empieza en Cuba a partir de esta fecha. De una factoría de vida monótona y opaca, apenas un lugar de tránsito hacia los territorios más ricos de la Nueva España y el Perú, se transforma en una floreciente colonia de plantación, gran productora de azúcar para bien de los intereses de los hacendados criollos, quienes emprenden campañas para obtener de la metrópoli reformas que permitan incrementar sus exportaciones. La ascendente oligarquía habanera refleja veladamente postulados iluministas. Identifican al país con sus propios intereses económicos. Buscan resaltar los valores locales, lo que conduce a algunos de sus intelectuales hacia el desarrollo de una literatura criollista y de costumbres que se recoge en las páginas del Papel.

Los temas de los artículos costumbristas que hallamos en este periódico demuestran dichos propósitos fundamentales: sobre la educación y el amor, censuras a los bailes, el juego y las modas extravagantes, satíricos ataques contra el afeminamiento y la equivocada instrucción de los niños. Y también, la temática, cada vez más candente, de la esclavitud. Tras una elogiosa introducción dedicada a los «cosecheros de azúcar», un artículo firmado por «El amigo de los esclavos» (número 36 del 5 de mayo de 1791) plantea la necesidad de un mejor tratamiento a los siervos, solicita la supresión de los calabozos con cepos, aclarando que «ya muchos amos de ingenio, de éstos que leen libros franceses (la cursiva es mía, S. B.), no fabrican calabozos», para evitar que los esclavos mueran en esos locales cerrados.

Seudónimos y anagramas variados suscriben estos artículos. Muy pocos han sido identificados. Entre éstos se encuentran los del poeta Manuel de Zequeira (1764-1846), que utilizó los anagramas «Izmael Raquenue» y «Ezequiel Armuna» entre otros, y también el seudónimo «El Observador de la Havana». Zequeira es uno de los precursores del costumbrismo cubano. Sus trabajos en prosa y en verso ofrecen una curiosa estampa de la ciudad cuando comienza el siglo XIX. Antonio Bachiller y Morales (1812-1889) señalaba cómo abría el paso a la:

Colección de tipos cubanos, desde los negros que conducían al amanecer los cuadrúpedos al baño de mar, atropellando cuanto encontraban; desde los arrieros que esperaban el cañonazo del Ave María en las puertas de la ciudad para penetrar en la plaza del mercado, desde las damas en sus retirados aposentos, cubriéndose el rostro con albayalde y cascarilla, desde los ricos en la holganza y en el juego, hasta los laboriosos artesanos en sus talleres, y todos los demás tipos sociales.7



El otro precursor del costumbrismo en los albores del nuevo siglo fue Buenaventura Pascual Ferrer (1772-1851). De existencia ambulante y pugnaz, este habanero inauguró con su periódico El Regañón (1800) la crítica literaria más acerba e insolente y la crítica de costumbres más inquisitorial. Por haber sido designado Zequeira redactor del Papel Periódico y no él, emprendió contra dicha publicación y dicho poeta una tenaz campaña resentida. Poseía indudablemente talento y agudeza, pero se erigió en policía de las letras y de las costumbres. Como él mismo dice cuando se despidió del público en abril de 1802: «empezó a repartir garrotazos a derecha e izquierda contra los escritores ridículos, desenvainó la espada contra los abusos y malas costumbres...»8. Contra la publicación rival disparó agudos ataques, como éste: «Se suplica a los Subscritores del Papel Periódico que no se borren tan aprisa de él, porque todavía no se ha acabado, aunque le falta muy poco». Sus rígidos criterios se explayan en las dos etapas de El Regañón de la Havana (1800-1801 y 1801-1802) e influyen en El Sustituto del Regañón que dirigió José Antonio de la Ossa y en El Nuevo Regañón (1830-1831) que fundó su hijo Antonio Carlos Ferrer y en el que colaboraba el anciano Regañón. Con sus agudos ataques contra las costumbres malsanas, contra los mentirosos, los bailes, las fiestas pascuales, etc., etc., Ferrer revelaba cuánto se apartaba de aquella población donde había nacido. Porque, como afirmaba José Lezama Lima: «El Regañón sólo se apegaba a las costumbres por la reacción que en él engendraban, un alegre mezclarse con el pueblo en sus sanas algazaras le era coléricamente desconocido»9.

Según transcurren las primeras décadas del siglo XIX acrecienta sus fuerzas la burguesía criolla. Una breve etapa de carácter independentista, entre 1820 y 1830, muestra los moderados esfuerzos por emanciparse de la monarquía española de una clase acomodada criolla que no se lanza a la revolución política por temor a perder sus esclavos, por miedo a estimular una rebelión que, como la de Haití, hiciera desaparecer a los colonos blancos. Pero se va acentuando la noción aún vaga de una nacionalidad. Los intelectuales criollos de 1830 no se llaman, como había hecho el ideólogo por excelencia de los hacendados a fines del XVIII, Francisco Arango y Parreño, «españoles de ultramar»: se llaman ya «cubanos». Aun en las sucesivas etapas reformistas se observa el sordo resuello de unos intelectuales que demuestran sus discrepancias, aunque tímidas, con el régimen colonial.

Precisamente en la década entre 1830 a 1840 sobreviene el verdadero despliegue del costumbrismo literario cubano. Los periódicos y revistas llenan sus páginas con escenas, cuadros y tipos costumbristas. Entregan un fresco animadísimo de la vida colonial. Percibimos entre líneas la existencia de aquellos criollos acomodados en las amplias casonas de antaño, sus paseos en quitrines y volantas por las calzadas y alamedas, asistimos a sus festejos, sus ingenuas reuniones de familia, recorremos las calles soleadas de las viejas ciudades, los campos donde los guajiros laboran en vegas y caseríos. Y chocamos con el espectáculo indignante de una sociedad apoyada en el trabajo esclavo, en los sufrimientos y humillaciones de miles de hombres.

Si revisamos esas colecciones de periódicos y revistas -El Faro Industrial, El Álbum, El Aguinaldo Habanero, El Siglo-, advertimos cómo por debajo de esta mera descripción de hábitos populares, de figuras pintorescas, como trasfondo de este panorama colorido de la época palpita y hierve una protesta, se levanta una acusación, aunque tangencial y simulada las más de las veces, contra el régimen colonial español imperante en Cuba hasta los finales de la centuria. Muchos tienen como objetivo un mero entretenimiento, pero otros revelan su inconformidad. Todas las zonas del país, los más diversos segmentos de la sociedad colonial, las profesiones y los oficios, las costumbres urbanas y rurales, los personajes más curiosos, acumulan su anacrónica estampa en estos cuadros y bocetos. En la diversidad de estos enfoques hallamos una clara división: los que centran sus temas en la vida del campo y los que se interesan por la vida de la ciudad.

Algunos de estos escritores de costumbres estaban conscientes de sus objetivos políticos. Para ellos las burlas y sátiras a unas costumbres eran un pretexto para el ataque a la realidad política colonial. En la imposibilidad de enfrentar directamente al gobierno colonialista, ya que la censura imponía férrea mordaza imposible de quebrantar, los costumbristas encontraban en su práctica literaria un vehículo adecuado para la diatriba, la denuncia solapada. En el prólogo que escribió Cirilo Villaverde (1812-1894) a los Artículos satíricos y de costumbres de José María Cárdenas y Rodríguez percibe el lazo que vincula estos trabajos con el régimen político en que se producen:

El asunto de las costumbres se roza con todos los que rigen la sociedad y no siéndole dado entrar en muchos de ellos, se nota a veces que sus cuadros no son tan completos como deberían serlo en caso que el autor no hubiera tenido que usar de reticencias o meterse en las regiones de la alegoría para expresar su pensamiento.10



No es de extrañar, pues, que otro costumbrista posterior, Luis Victoriano Betancourt (1843-1885), al hablar y censurar la inocente moda del «tupé» y otras no menos ingenuas, incluya este párrafo de vibrante sentido revolucionario:

El despotismo, encarnado en un dictador o en un rey absoluto y arrancado al pueblo los poderes que constituyen su personalidad política, puede echar abajo las tribunas, suprimir los periódicos, cerrar las escuelas, robar las riquezas, multiplicar los presidios y asesinar a los ciudadanos, pero no podrá jamás impedir que algunos encuentren en extrañas tierras, como los judíos y los moriscos, la libertad y la paz que en la propia se les niega: ni que otros suban al patíbulo, como los girondinos, entonando himnos de gloria, ni que todos, en fin, con tal que no sean traidores, tengan derecho al respeto y a la simpatía que siempre merece la desgracia.11



Estos mismos cuadros de costumbres sirven como núcleo y eficaces testimonios a otras funciones literarias, como el teatro y la novelística. Francisco Covarrubias (1775-1850), actor y autor teatral, al que se considera como creador del género chico cubano, ofrece piezas que revelan su perfil costumbrista: «El peón de tierra adentro», «La valla de gallos», «Las tertulias de La Habana» (1814), «Los velorios de La Habana» (1818). No se conservan ninguna de estas obras. Cuando a fines de la década de 1830-1840 empieza el desarrollo de la narrativa, muchas obras se caracterizan por su óptica costumbrista como «El cólera en La Habana» y «Una pascua en San Marcos», relatos breves de Ramón de Palma (1812-1860) publicados en la revista El Álbum en 1838. Las novelas de costumbres cubanas abundan en nuestras letras a lo largo del siglo, desde Francisco (escrita en 1838-1839) de Anselmo Suárez y Romero (1818-1878), hasta las que se dan a conocer en la segunda mitad de la centuria como Mi tío el empleado (1886) de Ramón Meza (1861-1911).

No es posible discernir quién inicia esta nutrida legión de articulistas de costumbres porque varios de ellos publican sus artículos a finales de la década de 1830-1840 en diversos periódicos y revistas de la capital y de otras ciudades. Debemos comenzar por el de mayor edad entre ellos: Gaspar Betancourt Cisneros (1803-1866), conocido también por su seudónimo El Lugareño con el que firmaba artículos y cartas. Tenía veinte años cuando formó parte de la comisión de cubanos que se entrevistaron con Simón Bolívar para recabar su apoyo a la independencia de la isla nativa. Más tarde puso todos sus esfuerzos en mejorar las condiciones de vida de su Camagüey natal. Planeaba ferrocarriles, fundaba escuelas, proyectaba puentes, ofrecía lecciones a los campesinos de sus tierras. Chocó con el régimen colonial y asumió durante unos años la posición anexionista, aunque al advertir la solapada política de los gobernantes norteamericanos se identificó ya definitivamente con la causa de la independencia.

Hombre de tan impulsivo afán, de responsabilidades con su colectividad, poseía un temperamento de zumba y gracia, de donosura criolla. Sus cartas personales a su amigo José Antonio Saco (1797-1879), con quien chocó sobre la cuestión anexionista, están firmadas por el seudónimo «Narizotas». Su temperamento socarrón vuelca sus risas y sus sátiras en una serie de artículos, «Escenas cotidianas», publicada en La Gaceta de Puerto Príncipe entre 1838 y 1840. Sólo fue editada en forma de libro más de un siglo después.12 Las ideas que impulsan estos trabajos están determinadas por el afán de mejorar costumbres y modos de vida de su ciudad que los conquistadores bautizaron Santa María del Puerto del Príncipe, hasta que recobró su nombre indígena de Camagüey.

Contra las costumbres estratificadas, contra la rutina hecha norma de vida, levanta sus críticas «El Lugareño». Ama como el que más a su terruño. Le dedica los apelativos más fervorosos. Tiene, como casi todos los escritores de costumbres, una actitud ambivalente ya que ama esos hábitos tradicionales y al mismo tiempo trata de superarlos, de suprimirlos. El espíritu de rutina es, para este hombre, «esclavitud del pensamiento, cárcel de la voluntad, salvoconducto de la ignorancia, polilla y carcoma de una sociedad»13. Enfila, por lo tanto, sus armas contra los conceptos tradicionales acerca de la educación de la mujer, contra la idea del trabajo manual como actividad deprimente y rebajadora, se indigna por el bajo nivel de la instrucción pública en Puerto Príncipe. Visita los bailes, concurre a fiestas populares, asiste a exámenes públicos. En todas partes es una pupila hecha vigilancia. Acota, señala, apunta las quiebras y fallas de aquella existencia opaca y rutinaria. Indica cuáles son los caminos superadores para remediar las dolencias de su querida región.

Si la mayoría de los articulistas de costumbres presenta una imagen policromada de lo más externo y superficial, Gaspar Betancourt Cisneros se distingue por su afán de ir a lo sustancial, a la raíz de los hábitos y de los usos tradicionales de su heredad camagüeyana. Pocas veces describe, pocas, pinta morosamente una costumbre con sus colores vivos o anodinos. Quizás al tratar de las fiestas de San Juan o de Corpus, de algunos bailes, su pluma se regodea en la pintura, pero a él le interesa predicar reformas y aquilatar su contorno. Sería de tal modo extremadamente monótona, aburrida, la lectura de sus artículos, pero no sucede así, ya que el poder de su estilo evade esos peligros, atrae la atención por su expresión desenvuelta, desenfadada, viva.

Lo que cautiva en estas Escenas cotidianas no es qué describe o relata su autor, sino el modo, entre coloquial y castizo, con que nos va expresando sus reflexiones, sus observaciones. Prosa llena de movimiento, muy española, pero también muy criolla en sus giros, se halla siempre atenta a sus circunstancias, de ahí esos cubanismos que dan personalidad a su estilo. Escritor de pocas, pero seguras y claras ideas, la trama del estilo bulle merced a su instinto del idioma, a su facultad dinámicamente expresiva.

Mientras iba publicando sus Escenas pudo constatar cómo lo cáustico de su crítica había producido los efectos deseados. Habían menguado los usos bárbaros de las fiestas del Corpus y de San Juan, fundado un seminario para niñas, los jóvenes melancólicos y tétricos al uso del romanticismo de moda se incorporaban a las fiestas gracias a una burla oportuna de «El Lugareño». Y el propio autor recibía, por supuesto, ataques y malquerencias por sus campañas, lo que le llevaría a explicar:

Como yo no escribo con las miras de halagar preocupaciones vetustas, ni adular clases, ni celebrar o vituperar sistemas antiguos o modernos, sino solamente a sostener los buenos principios, las convenciones generales y los verdaderos intereses de esta Patria querida, tal vez habré dicho verdades amargas. Las digo, sin embargo, sin pasión ni encono.14



En el panorama del costumbrismo literario cubano, la figura de Betancourt Cisneros se distingue por su humor espontáneo, por los giros dinámicos de su prosa, por el matiz criollo de su estilo. Y como esencia de todos estos rasgos, el deseo de rectificación y de mejoramiento de su tierra que impele la redacción de sus Escenas cotidianas.

Si Betancourt Cisneros no pudo ver sus artículos editados en forma de libro, a José María Cárdenas y Rodríguez le cupo la satisfacción de publicar la primera recopilación hecha en Cuba, Colección de artículos satíricos y de costumbres (1847), a la cual ya nos hemos referido. Adoptó como seudónimo el anagrama «Jeremías de Docaransa». Observamos de inmediato en este volumen el cuidado de su prosa de índole castiza. La lectura de sus artículos revela en él a un cuidadoso lector de los clásicos españoles, con sus citas de Cervantes, Gracián, Saavedra Fajardo, Moratín, Ramón de la Cruz, etc. En el prólogo ya mencionado de Villaverde, éste señala con agudeza los antecedentes literarios del autor cubano, «el género satírico del Sr. Cárdenas participa más del carácter festivo e irónico del de Cervantes, a quien sin duda se ha propuesto como modelo, que del mordaz y contundente del de Larra»15. Efectivamente, estos cuadros costumbristas de Cárdenas no llegan nunca a la ironía cáustica ni al ataque enérgico, sino que con suave mano va destacando los aspectos ridículos o humorísticos de escenas y personas. Como en Cervantes, entrevemos a través de sus páginas una sonrisa leve que nunca se trueca en mueca sarcástica ni en ademán iracundo.

Cárdenas y Rodríguez pertenecía a una familia de escritores. Su hermano Nicolás escribió también artículos de costumbres. Viajó por Canadá y Estados Unidos. Publicó dos comedias en verso: «No siempre el que escoge acierta» y «Un tío sordo», además de fábulas y epigramas. Sus artículos fueron reproducidos por revistas españolas y francesas. Se le llamó «el Mesonero Romanos de Cuba» y es verdad que su proyección en el género está más cerca del autor de Escenas matritenses que del genio más angustiado y pugnaz de Larra.

Los retratos de figuras ridículas, de caracteres humanos nunca Cárdenas los individualiza, sino que los amplía, les da toques de universalidad. Es por eso que toma como modelo de sus esbozos la obra famosa de La Bruyère, y afirma:

La sociedad me presta sus cuadros, y yo se los devuelvo a la sociedad, pero si de aquí tomo un rasgo y otro de allá para completar mi pintura, no voy luego con ella y digo a la sociedad: «aquí tienes el retrato de uno de tus miembros», sino «aquí ves ridiculizado tal o cual vicio, tal o cual extravagancia de muchos individuos de los que te componen».16



Se ha dicho que Cárdenas entronca directamente con el costumbrismo español, pero que es menos imaginativo, menos poético que otros articulistas de su época. No lo creemos así. Estimaba que los tipos, hábitos y vicios no deben ser trasladados directamente a la literatura, sino que han de tener una elaboración artística para que el individuo retratado no se reconozca en la imagen transformada que ofrece el escritor. «Elegida la víctima -dice en un artículo-, debe uno vestirla y disfrazarla de tal manera y con tal arte, que ella se desconozca enteramente y la reconozcan los demás, y ya se ve si para esto se requiere cacumen y meollo.»17 Y tiene el rasgo ingenioso de incluirse a sí mismo, con burla sutil, entre los diversos retratos que tituló «Originales», en los que agrupa distintos tipos con ciertas peculiaridades de carácter.

Entre los artículos costumbristas de Cárdenas algunos enfocan la temática campesina, como «Fisiología del administrador de ingenio», donde toma este vocablo «fisiología» en la forma que puso de moda Balzac. Otras escenas acogen momentos típicos de la vida literaria y periodística, cuando no se refiere a las curiosas costumbres de los velorios y entierros en su tiempo, material tan aprovechado por los costumbristas. A la costumbre muy arraigada en la burguesía criolla de su tiempo, y de tiempos posteriores, como era la obtención de alguna dignidad nobiliaria, dedica su artículo «¡Un título!». A la educación de los niños y jóvenes presta atención en «Mis hijos», «Educado fuera» y «Los niños». El artículo que dedica a zaherir las gestiones de los padres para «colocar al niño» posee un humor de la mejor ley. Lástima que concluya con un párrafo asaz didáctico -defecto tan frecuente en este género- en el que aconseja a los padres ofrecer a sus hijos conocimientos prácticos, no superfluos.

José Victoriano Betancourt (1813-1875), nacido en Guanajay, al occidente de la Isla, fue uno de los costumbristas más elogiados. De su patriotismo dio pruebas a través de su vida. Al empezar la primera guerra de independencia partió al destierro. Murió en tierras mexicanas mientras que en la Isla dos de sus hijos luchaban contra el colonialismo español.

José Victoriano Betancourt comenzó a publicar sus artículos desde 1838 en la revista La Cartera Cubana. En ellos percibimos la mezcla de las dos finalidades del género: amenizar y moralizar. Afortunadamente en este autor existe un equilibrio entre ambos elementos. El goce que proporciona la lectura de sus artículos no está disminuido por el lastre didáctico. En uno de ellos incluye una adecuada definición de sus propósitos, que revela estaba muy consciente de su tarea: «Las costumbres -dice- forman la fisonomía moral de los pueblos» y añade, «resulta útil a todas luces investigar las costumbres populares cuando el observador tiene por objeto influir en la mejora del pueblo cuya índole caracteriza». El dualismo indicado más arriba se ofrece con estas palabras: «Muy humilde es mi pretensión: pintar, aunque con tosco pincel y apagados colores, algunas costumbres, bien rústicas, bien urbanas, a veces con el deseo de indicar una reforma, a veces con el de amenizar».18

Muchas de las costumbres que ya desaparecían en su época las describe con ágil pluma como la de «Velar el mondongo», como «Las tortillas de San Rafael», con motivo de las ferias que se organizaban el día de este patrón. Pero conquista sus mejores pasajes cuando capta algunos tipos universales. Cual discípulo de Quevedo, la emprende con figuras como «el picapleito», «el médico pedante», «las viejas curanderas», «las solteronas», «el usurero». Aquí se vuelca en una multitud de epítetos que permiten conocer su dominio del idioma y la facundia de su inventiva. Como su maestro Quevedo, acumula rasgos ridículos hasta dejar trazada una grotesca caricatura.

De tal modo este costumbrista bosqueja con espíritu burlón tipos de varia catadura como «Don Tragalón», «Don Crispín, el gran guagüero», «Chucho Malatobo», «mataperro, jugador y holgazán profesional». Muy valiosa es su estampa de «Los curros del Manglar», gentes maleantes de origen africano, negros y mulatos, libres o cimarrones, de extravagante vestimenta, que ya en su época estaban desapareciendo. Eran imágenes insólitas dentro de la turbia realidad de aquella sociedad esclavista. Por eso Antonio Bachiller y Morales (1812-1889) observaba: «En las obras de Betancourt 'El Día de Reyes', 'Un velorio en Jesús María', 'Los ñáñigos', en fin, no podía dejar de encontrarse en la narración los escollos de unas materias tan escabrosas para el estilo y para la lengua».19 No eran obstáculos para José Victoriano, que evidencia en sus artículos ciertos descuidos estilísticos que mucho lo diferencian del pulcro y castizo Cárdenas y Rodríguez.

Muy abundante fue la producción costumbrista de José Victoriano Betancourt. En muchos periódicos y revistas están dispersos sus artículos. Sólo en 1941 fue reunida una breve selección de ellos en un «Cuaderno de Cultura», con prólogo de Mario Sánchez Roig y Mario Cabrera Saqui. Por su humor y su donoso gracejo era llamado por Francisco Calcagno «el primer costumbrista de su tiempo». Además, fue de los primeros en enfocar sectores tan marginados en el régimen colonial como eran los «curros» y los ñáñigos.

Sacudido profundamente por la suerte de su patria irredenta, Anselmo Suárez y Romero, notable narrador y costumbrista, escribió al margen de uno de sus manuscritos: «¡Oh, Cuba mía! ¿Bajaré a la tumba sin verte libre?». En 1878 murió sin haber visto a su patria independiente. Había nacido en 1818. Participó muy joven en las tertulias de Domingo del Monte (1804-1853). A solicitud de este animador de la cultura, escribió Francisco, novela a la que su amigo quiso dar el más sarcástico título de El ingenio o las delicias del campo. Nunca pudo ver editada esta obra ya que la censura colonial lo impidió. Pero en 1859 publicó su Colección de artículos, muchos de ellos de carácter costumbrista.

Como escritor de costumbres, Suárez enfoca diversas facetas de la vida rural cubana. Describió con poético estilo los paisajes cubanos, algo idealizados, con una prosa suavemente musical como en «Palmares». En su celebrada novela resultan valiosas sus descripciones de la vida de los esclavos en los ingenios de azúcar, sus horas de trabajo, sus bailes y cantos traídos de África. Esos cuadros costumbristas poseen el valor de recoger ricas informaciones sobre el régimen esclavista, base económica de los productores de azúcar. En la sección «Costumbres del campo» de su Colección de artículos también esboza los hábitos de vida de los campesinos y de los esclavos rurales que pudo observar directamente durante sus estancias en el ingenio Surinam.

Las pinturas de la vida de los guajiros en sus insalubres bohíos resultan benignas al lado de los sufrimientos de los esclavos sometidos a terribles condiciones de trabajo. Entre los artículos incorporados a esa edición de 1859 resalta «El guardiero», que inspiró un dibujo al pintor Juan José Peoli reproducido por la Revista de la Habana. Más sombrío es el artículo «El cementerio del ingenio» que publicó en 1864, documento antiesclavista tan denunciador como las páginas más crudas de su novela Francisco.

La ideología reformista de Suárez está marcada por una evidente señal filantrópica, cargada de paternalismo. Sus artículos costumbristas transmiten la propia personalidad de su autor. Las sentimentales páginas que escribió evocan melancólicamente los dolores de campesinos y esclavos. Dichos cuadros de costumbres rurales forman su mejor contribución a la literatura costumbrista cubana. Menos valiosos son algunos de sus bocetos de costumbres urbanas que se encuentran en diversas revistas de la primera mitad del siglo.

No queda reducida la producción de artículos costumbristas a los escritores establecidos en la capital de la colonia. Si Gaspar Betancourt Cisneros recogió las costumbres camagüeyanas de su región natal, un poco más tarde otros autores atenderán a las de la región más oriental de Cuba. Tres jóvenes escritores, Pedro Santacilia, Francisco Baralt y José Joaquín Hernández agavillaron sus trabajos primigenios en un tomo único, Ensayos literarios (Santiago de Cuba, 1846). Francisco Baralt (nacido en Cataluña en fecha ignorada y muerto en La Habana en 1890), en la introducción a dicho volumen, reflexiona sobre la escasa actividad literaria en la zona oriental frente a la floreciente producción de la parte occidental de la Isla, no obstante encontrar en aquélla materiales suficientes para originar obras narrativas y, sobre todo, cuadros costumbristas:

Para los escritos de costumbres, ningún teatro más amplio, ningún venero más fecundo. La gravedad inglesa se halla al lado de la amable liviandad francesa, y el noble orgullo y desdén castellano junto a la perezosa voluptuosidad indiana. Porque a los indios del Ciboney se mezclaron los proseguidores de Colón, conservando, estinguida (sic) ya la malhadada raza, algunas de las costumbres suyas de molicie i blandura...20



Al pueblo que habita esta tierra, «le llamaríamos un pueblo iris», escribe Baralt, en el que se mezclan y confunden costumbres procedentes de muy varios lugares. En correspondencia con este planteamiento, escribe una «Escena campestre» sobre «Baile de los negros» presentando «la tumba» que los esclavos que arribaron a Santiago con los colonos franceses huyendo de la insurrección haitiana difundieron por los campos de Cuba. Sobre las escenas de este baile, apunta el autor: «Yo me avergonzaría de pintarlas con sus colores naturales: la descripción que de ellas hago llega hasta donde la decencia lo permita...». Menos atractivo posee otro artículo de Baralt: «La anciana y la vieja».

En el mismo volumen aparecen artículos de costumbres de José Joaquín Hernández, que murió en Santiago en abril de 1870. Bosqueja algunos hábitos de la época: sobre «La cascarilla», con que las damas cubrían su cutis; sobre «La jaqueca» como pretexto para eludir compromisos, pero es más llamativo «El mataperros», dedicado a los niños callejeros, que fue reproducido por otras publicaciones posteriores. Las colaboraciones de Santacilia a estos Ensayos literarios no incluyen cuadros costumbristas.

La fascinación que causaban estos artículos sobre los lectores fue aprovechada por algunos editores para publicar antologías del género de moda. La primera que se editó en Cuba fue Los cubanos pintados por sí mismos (La Habana, 1852) con ilustraciones y viñetas de Víctor Patricio de Landaluce y grabados de José Robles. El título es eco de otros similares como Los españoles pintados por sí mismos (Madrid, 1843-1844), que a su vez continuaba la huella abierta por colecciones europeas como Head of the People: or Portraits of the English (London, 1840-1841) y Les Français peints par eux mêmes (París, 1842). Ya en La Habana había aparecido Las habaneras pintadas por sí mismas en miniatura (1847) de Bartolomé José Crespo (1811-1871), más conocido por su seudónimo «Creto Gangá». Esta colección, escrita sólo por Crespo, no está compuesta por artículos costumbristas, sino por composiciones poéticas dedicadas a diversos tipos femeninos con intención de elogio y no para descripción de costumbres. Entre otras mencionemos «La maestra», «La poetisa», «La filarmónica», «La joven casadera», «La tejedora de yarey» y «La mulata».

Los cubanos pintados por sí mismos fue la primera antología del género aparecida en la América hispánica. Poco después fue editada Los mexicanos pintados por sí mismos. Tipos y costumbres nacionales por varios autores (México, 1854). La colección cubana incluye treinta y ocho tipos, precedidos por una introducción firmada por Blas San Millán, escritor español, quien declara que no se incluye entre los autores de los artículos, «pues de lo contrario sería una contradicción el título de la obra». Menciona las colecciones europeas anteriores y explica:

Los cubanos han querido también pintarse a sí mismos, y sin duda por los mismos motivos que han impulsado a franceses y españoles [...] su intento no es formar caricaturas, sino retratos de tipos dados y exactos, no individualidades, sino tipos generales de la población y sus costumbres en cada clase; esto les hará tropezar a veces con las ridiculeces: y ¿en dónde no abundan? Pero delineados los unos, los rasgos característicos, las profesiones, todas las maneras de vivir a que nos sujetan las condiciones precisas de cuanto nos rodea, con mano ligera y con una candidez franca a quien no ruboriza ni el elogio ni el vituperio propios cuando son verdaderos, se tendrá un cuadro agradable, un espejo sincero en que nos miremos y por el que podemos rehacer algún rizo que se desbarate del peinado o estirar alguna arruga de la corbata.21



San Millán indica que «los defectos o las genialidades [...] han de ser peculiaridades del país», pero este propósito no se cumple cabalmente, ya que más abundan en la colección los tipos universales y no los vernáculos. En la antología están incluidos veintitrés autores, entre los que se cuentan algunos de los examinados con anterioridad. Con perspicacia, San Millán advertía:

Los cubanos tienen que conocerse para pintarse con verdad, tienen que estimarse en lo que son y por lo que son; no aspirarían a la empresa de trazar tales cuadros si hubieran de retratar unos originales sin fisonomía propia que los distinguiera de lo extraño [...] bajo este concepto la obra que presentan es de mucho más trascendencia de lo que parece a primera vista, y su desempeño un verdadero servicio al país y las letras.22



Este primer balance de la producción costumbrista cubana ofrece la oportunidad de prestar atención a otros autores de una labor más restringida. Manuel Costales (1815-1866) contribuyó al género con cuadros relacionados con las actividades jurídicas que conoció directamente como abogado y magistrado, trazando tipos tal «El oficial de causas», «Testigos de estuche» y otros que publicó en La siempreviva, El artista y otras revistas de mediados de siglo hasta sus contribuciones en verso y prosa al tomo Aguinaldo Habanero, editado en 1866, año en que falleció. Por los mismos años daba a la publicidad cuadros de costumbres Cirilo Villaverde (1812-1894) enmarcados en las zonas rurales de la zona occidental que visitaba, como haría con su Excursión a Vuelta Abajo (1838 y 1842). Las novelas de Villaverde acogen muchas escenas costumbristas como su más famosa creación Cecilia Valdés o la Loma del Ángel (primera edición, 1839; versión definitiva, Nueva York, 1882), que se subtitula significativamente «Novela de costumbres cubanas».

José Antonio Portuondo señala una tendencia del costumbrismo cubano en la que puede observarse cierta actitud científica o erudita. Antonio Bachiller y Morales, historiador, crítico, investigador, cultivó también el artículo costumbrista. Según Portuondo: «No es propiamente un costumbrista, como 'Jeremías de Docaransa', como 'El Lugareño' [...] que son gentes que gozaron la pintura de las costumbres y los tipos locales. Aparece ya el erudito, el científico, el hombre que trata de encontrar, detrás de la apariencia, la esencia de las cosas».23 Son, añade, «científicos preocupados por lo que hay detrás del tipo pintoresco». Menciona a continuación a Felipe Poey (1799-1891), el más eminente científico cubano de la segunda mitad del siglo XIX, quien contribuye con bosquejos llenos de humor al género, como hizo en su conferencia «Algo del Hombre y de la Mujer, y más del Mono y de la Mona», pronunciada en el Nuevo Liceo de La Habana en 1885.

Llegaban ya, en el andar de la historia, años decisivos para el pueblo cubano. El 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874) inició la larga lucha para conquistar la independencia cubana. Nada se podía esperar ya de los lejanos gobiernos de la metrópoli española. Sólo quedaba el camino de las armas. Las posiciones reformistas no habían hecho más que dilatar el dominio colonialista. Cuando Céspedes inicia la guerra independentista y da la libertad a sus esclavos abría una nueva etapa a la historia cubana que duraría una centuria hasta conquistar la plena soberanía nacional y la justicia social.

Es de comprender, con estas condiciones históricas, que el articulismo de costumbres que se practica en los años próximos al estallido bélico de 1868 debía acentuar sus matices polémicos, sus pinceladas patrióticas, su repulsa del régimen colonial. Figura que representa dignamente esta segunda etapa del costumbrismo cubano del siglo XIX es la de Luis Victoriano Betancourt, hijo de José Victoriano. Por eso, en sus artículos, aunque crece el humorismo y la risa brota con facilidad, aumenta también el afán moralizante, la protesta y la recia censura a una sociedad marcada por la esclavitud y el coloniaje. Bajo el artículo costumbrista de Luis Victoriano se adivina al futuro luchador por la independencia. Quedan atrás las hasta entonces predominantes actitudes reformistas que percibe el lector en los autores anteriores.

Luis Victoriano Betancourt nació en La Habana, en 1843. Murió en la misma ciudad, en 1885. Graduado de abogado, poeta amoroso y civil, partió con su hermano Federico hacia los campos en que se combatía por Cuba Libre. Alcanzó nombradía como orador en la Asamblea de Guáimaro (1869), que dio una constitución a la República de Cuba en Armas. Después que cesaron las hostilidades en 1878, volvió a La Habana, hizo vida literaria y murió, firme en sus ideales, con la mirada puesta en el porvenir de su patria.

En el artículo que tituló «Gente ordinaria» daba su propia definición del género costumbrista:

El que se propone estudiar las costumbres para intentar corregirlas, buscarlas debe dondequiera que se encuentren, ya en los misteriosos y dorados salones de la opulencia, ya en la modesta morada de los pobres; ora en los actos y en las conversaciones de las personas mal educadas, ora en el buen comportamiento de las gentes de instrucción, y en todas partes debe penetrar la investigadora mirada del escritor de costumbres para hacer salir de todas partes el gusano de la mala educación...24



En la serie de sus artículos que empezó a publicar desde 1863 en el periódico El Siglo, Luis Victoriano ataca al baile, las modas y los aderezos complicados, el tupé engañador, las canciones populares, el juego, los velorios, etc. Mas, como decíamos, la situación histórica le preocupa y en ocasiones revela su atención hacia los problemas colectivos, los problemas de la patria. En el artículo «Una rumba» presenta los devaneos y la indiferencia de los jóvenes que sólo se ocupan de bailes y diversiones, y con amargas palabras dice:

La ciencia es larga; la vida es corta, la patria, ¿quién se ocupa de ella? Si nacemos hoy para morir mañana, ¿por qué tanto afán en estudiar y trabajar para el porvenir? El porvenir... quién sabe. Gocemos ahora, que más vale pájaro en mano que ciento en el aire, y cada uno se ocupa de lo que le da la gana. Entretanto, ¡diviértase también la patria!25



Tema que reitera Luis Victoriano con frecuencia y que apenas aparece en los costumbristas anteriores es el relacionado con la defensa de la mujer. El derecho de la mujer a la educación, a la libre elección matrimonial, los postulados esgrimidos por los movimientos feministas de fin de siglo tienen un paladín en este costumbrista. Tres artículos, «El matrimonio», «El diablo y la mujer» y «Consejos del diablo» están dedicados, entre reflexiones graves y pinceladas humorísticas, a estas cuestiones.

Pinta con gracejo Luis Victoriano las figuras de «Los primos», los observa maliciosamente en sus tratos y juegos con sus primas; escoge igualmente como objetivo de su humor a «Los pollos», en el que identifica las muchachas y muchachos con las aves encontrando graciosas e imprevistas comparaciones. Pero donde halla ocasión de desatar su censura burlona es en la pasión inveterada de los cubanos por el baile. Qué sarcasmos, qué ironía, qué derroche de ingenio para zaherir esta pasión tan extendida. Sabe crear curiosas denominaciones. En su frecuente referencia a los bailes habla de la existencia de «institutos médico-ortopédico-gimnástico-coreográficos»; cuando enfila sus burlas contra cierto género novelístico escoge una obra que califica de «novela romántico-fantástico-caballeresca»; al considerar la preponderancia de ciertas modas inverosímiles remonta su memoria hasta el momento en que «Adán y Eva inventaron la moda del delantal verde».

Luis Victoriano aborda en cierto artículo una descripción panorámica de La Habana, visión cómica de pasajes de la ciudad; nos lleva a un salón donde las muchachas entonan cantares populares que sirve para que el costumbrista descubra los muchos versos chabacanos e incoherentes que contienen. No menos gracia se advierte en su artículo ya mencionado «Gente ordinaria» y en otro sobre «La Habana de 1830 a 1840», que no conoció directamente, y se asoma al costumbrismo rural cuando narra la estancia de «Un estudiante en el campo». En las vísperas de la guerra, Luis Victoriano reunió algunas de sus composiciones en prosa y verso bajo el título Artículos de costumbres y poesías (1867). Todavía en 1881, en el texto de un artículo costumbrista reiteraba su posición política frente al despotismo, que citamos anteriormente.

Sigue abundando la veta meramente entretenida en diversos articulistas contemporáneos de Luis Victoriano. Entre ellos debemos citar a Juan Francisco Valerio (1829-1878) y Francisco de Paula Gelabert (1834-1894). El primero reunió sus artículos en Cuadros sociales, del que salieron tres ediciones en 1865, 1876 y 1883. La primera incluía un prólogo de José de Armas y Céspedes (1834-1900), no reproducido después, en el que encomia sus méritos: «Valerio, con su estilo semicervantesco, si puede así decirse, tendrá algunos defectos de locución, será más de una vez incorrecto, pero la chispa, la gracia, la viveza de los colores resaltan siempre en sus cuadros». Nunca trasciende esa descripción amena, aunque se permite la burla incisiva contra la vestimenta ridícula de los empleados de funerarias, llamados «zacatecas»; la inveterada costumbre de «guardar el luto» y la inclinación fanática a las peleas de gallos que eran tan frecuentes en las zonas rurales del país. La temática costumbrista la extiende a sus piezas teatrales, como «Perro huevero aunque le quemen el hocico» (1868), que dio motivo a una manifestación de solidaridad con la revolución iniciada por Céspedes, causando la represalia de los «Voluntarios» españoles en el habanero teatro Villanueva, que Martí recuerda en sus Versos Sencillos.

Francisco de Paula Gelabert fue escritor prolífico. Comenzó como poeta y derivó hacia la narrativa publicando novelas y artículos de costumbres, así como el relato Mi viaje a España en 1867, que se editó muchos años después de su muerte en la revista Cuba contemporánea (1915). En el prólogo a sus Cuadros de costumbres cubanas (La Habana, 1875), el escritor satírico español Juan Martínez Villergas afirma que, conociendo ya sus trabajos aparecidos en La Tertulia, lo invitó a colaborar en su revista El Moro Muza (última serie). Martínez Villergas (de quien no podemos olvidar sus campañas virulentas contra los patriotas cubanos) subraya los valores de Gelabert «no sólo por la verdad fotográfica de los cuadros y caracteres en ellos dibujados, sino también por el gracejo de los diálogos y por el extraordinario conocimiento de las palabras y los modismos de convención local que el autor revelaba»26. Gelabert pinta hábitos sociales que ya habían atraído a otros, como los relacionados con los bautizos, los velorios, las fiestas de Pascuas, las temporadas, etc. Acierta Villergas cuando señala el empleo de locuciones populares propias de las gentes habaneras. Cuando años después fue editada la antología Tipos y costumbres de la isla de Cuba (1881), incluyeron nuevos cuadros de Gelabert.

Tipos y costumbres de la isla de Cuba, editada en formato mayor, con ilustraciones de Víctor Patricio de Landaluze, se considera como «el canto del cisne» del costumbrismo cubano del siglo XIX. Se reproducen en sus páginas artículos que ya fueron incorporados, casi treinta años antes, a Los cubanos pintados por sí mismos, pero añaden muchos más que entregan un amplio panorama del género a lo largo de todo el siglo. Incluye dieciocho autores, diez de ellos con una sola colaboración, entre ellos Manuel de Zequeira con su soneto «El petimetre». También aparecen siete composiciones líricas de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (1829-1852?), el más afamado poeta nativista que utilizó el seudónimo «El Cucalambé».

La introducción a esta obra fue confiada al prestigioso Antonio Bachiller y Morales, del que reproducen también cuatro artículos. En su introducción, Bachiller menciona los antecedentes del género: El Espectador, de Addison; El Pensador, de Clavijo, y El Pensador Mexicano, de José Joaquín Fernández de Lizardi (1777-1832). Considera que: «Los artículos de costumbres tienen que ser auxiliares de la historia...»27, recalca el incremento de las publicaciones periódicas durante los años posteriores a 1830 y en ellas los articulistas cubanos que siguieron las huellas de Larra y Mesonero Romanos, más del segundo que del primero. Desde las primeras contribuciones al género en la Isla, Bachiller señala que sus objetivos fueron: «la pintura de tipos sociales, la censura de los vicios, el retrato social, la historia contemporánea»28. Si el prologuista recuerda los peculiares propósitos moralizantes del costumbrismo, también reflexiona sobre los cambios históricos, deseando, de acuerdo con criterios más recientes, que la historia no sea, como antes, «la ciencia de los príncipes», sino «la de los ciudadanos», según oportuna cita que incluye al final de su análisis con clara alusión a la monarquía española.

La amplia representación que ofrece Tipos y costumbres incorpora los más célebres cultivadores del género entre nosotros -cuyas obras hemos estudiado-, así como otros de larga trayectoria, entre ellos José Quintín Suzarte (1819-1888), así como los más jóvenes a los que se les encargaron algunos temas. Varias de las colaboraciones están firmadas con seudónimos: «Doctor Canta Claro» y «Licenciado Vidriera». Algunos de los tipos incluidos, como «El ñáñigo» de Enrique Fernández Carrillo, «Los negros curros» de Carlos Noreña y «El calesero» de José E. Triay, revelan interés hacia el folclor, con cierto sentido científico, verdaderos antecedentes de la línea investigadora que emprende, ya en nuestro siglo, Fernando Ortiz (1881-1969).

En las dos décadas finales del siglo XIX, tanto Ramón Meza (1861-1911) como Julián del Casal (1863-1893) publican artículos que traspasan los límites del costumbrismo tradicional. Meza no es un satírico, sino un observador cabal de la sociedad colonial, aunque su novela más celebrada Mi tío el empleado (1887) constituye una incisiva imagen de los estertores del régimen colonialista. Costumbres como «La verbena de San Juan», que se celebraba en la corta extensión del Malecón habanero de esa época, y algunos tipos populares como «El pescador», «El carbonero», «El lechero» y esa inolvidable figura de «José el de las suertes», son algunas de sus contribuciones al género. Roig de Leuchsenring elogia su artículo «La primera piedra» en el que zahiere el hábito en los años del coloniaje, que prosiguió en los de la república neocolonial, de inaugurar la construcción de edificios y monumentos con la colocación de su «primera piedra», aunque nunca después se vieran ni la segunda ni la tercera. Meza resulta un escritor objetivo que no se permite traducir su pensamiento con alguna expresión dura o sarcástica frente a las costumbres o tipos que presenta.

Casal tuvo que dedicar muchas horas a la actividad periodística para subsistir en aquel régimen que lo nauseaba. Entre sus artículos de carácter costumbrista hallamos algunos que bosquejan ciertos lugares habaneros: «El Matadero» y «Un café». La serie de crónicas que tituló «La sociedad de La Habana», iniciada con la dedicada al capitán general Sabas Marín y su familia, le costó el modesto empleo que ocupaba en el Departamento de Hacienda. La crónica social dedicada a los personajes oficiales y a la alta burguesía peninsular y criolla, con sus fiestas y reuniones, se convierte a veces en la pluma de Casal en una sátira implacable. A la pieza caricaturesca del gobernante español siguieron otras sobre la antigua nobleza en las que ridiculizaba sobre todo a los aristócratas más reaccionarios y españolizantes. Sólo excluye a aquellos miembros de la nobleza que se identificaron con la causa cubana, como el patriota Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía. Cuando habla de la prensa aprovecha para anotar: «A pesar de las persecuciones que sufren los periodistas, la prensa habla diariamente de los sucesos ocurridos, ya en forma clara y terminante, si el hecho es del dominio público, ya en forma novelesca, si se trata de encumbradas personalidades».29

Este derrotero por la literatura costumbrista cubana del siglo XIX ratifica la importancia de dicho género en nuestras letras coloniales. Estos articulistas intentaron descubrir las señales sobresalientes de una identidad colectiva, satirizaron tipos y hábitos sociales que desvirtuaban los modelos que ellos preferían para su colectividad en conformación. Es cierto que las imágenes que entregan a los lectores son en la mayoría de las ocasiones asaz epidérmicas y primarias. Por eso prevalece en ellos una posición reformista que coincide con la que adoptan ante la problemática cubana de su tiempo, aunque hemos de considerar que tal actitud se encuentra en la raíz de este género que trata de mejorar las costumbres y modos de vida sin escrutar en las raíces de esos males sociales.

Manifestación literaria de un determinado tiempo histórico, resulta testimonio de una modalidad que muy modestamente, sin grandilocuencia, proyectó imágenes impregnadas de contingencia. Gravada por lastres didácticos y moralizantes, «dócil molde para insulseses cotidianas [...] exponente perfecto del prosaísmo burgués»,30 como motejaba Pedro Salinas al costumbrismo español, legaba una multifacética recolección de estampas populares, de figuras pintorescas, muy propias de la pasada centuria. No obstante sus limitaciones estilísticas e ideológicas, el costumbrismo literario cubano se asoma a la descripción de ciertas contradicciones sociales sin que pudiera, por su desconocimiento de ciertas leyes -imposible en la Cuba de entonces- profundizar en aquellos defectos y vicios que documentaban las tensiones existentes en el seno de la sociedad colonial y esclavista, cuando ya la nacionalidad cubana estaba presta a convertirse en nación con la experiencia definitiva de las guerras de liberación nacional.

SALVADOR BUENO

La Habana, junio, 1983.



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