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«De sobremesa» de José Asunción Silva y la novela modernista

Rosa Pellicer





La llamada «novela modernista» o «novela del fin de siglo» ha recibido, sobre todo en los últimos años, una serie de comentarios y ensayos críticos que se ocupan de distintos aspectos de este género. Si bien existe una abundancia relativa de estudios sobre las obras y autores más significativos, como Silva, Díaz Rodríguez o Larreta, en cambio, los de conjunto son más escasos y tienden a considerar obras o autores por separado. De su lectura se desprende que hay ciertos aspectos comunes, en mayor o menor grado, a todas las novelas1. Entre ellos se considera al héroe modernista, convertido habitualmente en artista; la representación de su mundo interior y el consiguiente enfrentamiento con el mundo exterior; la tensión entre sueño y acción; la búsqueda de un ideal estético, que puede estar representado, como en Silva, por una mujer ideal; el erotismo, a veces desenfrenado; la visión negativa de la mujer carnal; los paraísos artificiales; el tema de París, etc. El propósito de estas páginas se limita a la lectura y comentario de algunos elementos que, además de los citados, dan a estas obras un aire de familia, independientemente de las características peculiares de cada escritor y de cada novela. Deliberadamente, no se consideran dos de los temas fundamentales de la literatura fin de siglo, la oposición mujer ideal/ mujer carnal, y el problema del artista y la sociedad, dado que la crítica ya ha insistido suficientemente. Para nuestro modesto propósito, se ha optado por algunas novelas que contienen motivos que ya habían aparecido en la novela De sobremesa de Silva que, dejando de lado Lucía Jerez de José Martí2, se suele considerar el texto inaugural, a pesar de que no pudo tener repercusión alguna dado lo tardío de su publicación. Teniendo esto en cuenta, lo que muestra la repetición de ciertas marcas, que casi podríamos considerar genéricas, es la lectura de unos mismos autores, que funcionan como modelos, y el afán por renovar la prosa narrativa, que se intenta de distintos modos con resultados no siempre afortunados.

Antes de la crítica actual, parte de las características comunes a estas novelas del fin de siglo ya habían sido expuestas por Carlos Reyles en la célebre y controvertida «Advertencia» a sus Academias. Escribe el escritor uruguayo:

Me propongo escribir, bajo el título de ACADEMIAS, una serie de novelas cortas, a modo de tanteos o ensayos de arte, de un arte que no sea indiferente a los estremecimientos e inquietudes de la sensibilidad FIN DE SIGLO, refinada y complejísima, que transmita el eco de las ansias y dolores innombrables que experimentan las almas atormentadas de nuestra época, y esté pronto a escuchar hasta los más débiles latidos del corazón moderno, tan enfermo y gastado3.


Además de esto, hay que dar cuenta de los estados del alma, el misterio de la vida, la pasión, los «amores locos», la languidez, la voluptuosidad. A falta de modelos españoles hay que acudir a los extranjeros y cita significativamente a Tolstoy, Ibsen, Huysmans y D'Annunzio. Estas novelas no aspiran a entretener y serán necesariamente «dolorosas», por lo que el público que las reciba debe ser semejante al escritor, pertenecer a los «sensitivos».

El protagonista de estas novelas es su centro indiscutible. En la mayor parte de los casos posee una genealogía contradictoria que explica su extraño carácter, rindiendo así cierto tributo al naturalismo, aunque como ya se ha advertido, el héroe modernista se diferencia del naturalista en que no hace ningún esfuerzo por superar la condición impuesta por la sangre, es más, el linaje sirve en muchas ocasiones para exculpar su extraña condición. José Fernández procede de orígenes opuestos, de razas encontradas, los Fernández y los Andrade; la familia paterna es fría, ordenada, desapasionada y religiosa, de ella procede una monja. En José Fernández, «la piedad católica que la animó subsiste en mí transformada en un misticismo ateo, como revive en ciertos degenerados, convertidos en mórbidas duplicidades de conciencia, el mal sagrado de los átavos epilépticos»4. La línea materna, por contra, está llena de hombres de acción cercanos al salvajismo y sensuales. De resultas: «Esos instintos comprimidos y encontrados subsisten en mí, determinan mis impulsos sin que puedan contenerlos las falsas adquisiciones de la educación y del raciocinio» (pág. 292).

Tulio Arcos, el protagonista de Sangre patricia de Manuel Díaz Rodríguez, a diferencia de José Fernández, pertenece a una familia cuya sangre, que procede de los primeros conquistadores, no se ha mezclado y que se caracteriza por la acción heroica, pero cuyo árbol comienza a mostrar signos de degeneración en alguna de sus ramas colaterales. Por otra parte, también ha existido, como en el caso de José Fernández una monja cercana a la santidad. Tulio es el último vástago de esta familia y «la conciencia del valor de su estirpe despertó la conciencia de su propia responsabilidad abrumadora»5. También el conde de Cipria, protagonista de El triunfo del ideal, de Pedro César Domínici, tiene un linaje semejante: pertenece a una raza, ya agotada, de guerreros que se remonta nada menos que la Edad Media y que se fue transformando a lo largo de los siglos. Ahora.

La dinastía de la fuerza había sucumbido, la dinastía de las impresiones estaba ya agotada. Nunca en familia alguna fue más marcada la degeneración de las energías iniciales, y de aquel nombre glorioso de Cipria sólo quedaba el «Conte Carlo», un joven de treinta años, delgado, pálido, de cabello negro, de rostro doloroso, loco acaso como decían por Italia, con sus ideales refinados, con sus sensaciones extrañas6.


Por su parte Eduardo Doria, el protagonista de La tristeza voluptuosa de Domínici, culpa reiteradamente a «aquel torrente heredado de voluptuosidad»7, de una raza no mezclada, de su falta de voluntad. En cuanto a Julio Guzmán, en la «academia» El extraño, insiste en que su perverso modo de obrar sólo puede deberse a lo que llama vagamente «el destino», ya que sólo lo artificial carece de él; en la continuación de esta novela corta, sabremos que Julio, como Cacio, pertenece a la «raza de Caín», sobre la cayó la maldición divina: «Ambos padecían los tormentos de las naturalezas sensibles y egoístas a la vez, y sobre ambos cumplíase la terrible sentencia que el Señor lanzó sobre Caín: no simpatizaban con las demás criaturas, perseguíales el descontento y la incertidumbre, y de todas partes se consideraban rechazados»8.

La compleja psicología de estos personajes y su evolución se manifiesta en las novelas de distintos modos y tiene que ver con su condición, en mayor o menor grado, de ser artistas. José Fernández es poeta, aunque ya no escriba, y los versos de su primera juventud los conoce incluso la norteamericana Nelly que se los aprendió de memoria traducidos al inglés («Y recitó con su voz de oro las estrofas del canto a Venus, que dicen las glorias de Afrodita al nacer de las olas marinas») y que, a instancia suya, comenta Fernández; «...las estrofas que pintan los grupos de palomas blancas sobre el altar de Cypris, envueltas por el humo aromático del sacrificio y aleteando entre las rosas» (pág. 331). Por lo poco que conocemos de su poesía, ésta al igual que la de Silva, quiere sugerir, no decir: «Es que yo no quiero decir sino sugerir y para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea artista». Un poco más adelante, en el marco de la novela, se expone sucintamente la idea de que la poesía adviene y es anterior al acto poemático; «Esta mañana volviendo a caballo de Villa Helena me pareció oír dentro de mí mismo estrofas que estaban hechas y que aleteaban buscando salida. Los versos se hacen dentro de uno, uno no los hace, los escribe apenas», (pág. 236). Las diversas almas que anidan en él están descritas de forma sintética y son las que explican las aparentes oscilaciones y contradicciones de carácter. El conocidísimo fragmento se podría aplicar a buena parte de estos personajes del fin de siglo:

...(las almas) de un artista enamorado de lo griego, y que sentía con acritud la vulgaridad de la vida moderna; la de un filósofo descreído de todo por el abuso del estudio; la de un gozador cansado de los placeres vulgares, que iba a perseguir sensaciones más profundas y más finas, y la de un analista que las discriminaba para sentirlas con más ardor, animaron mi corazón.


(pág. 292)                


También es poeta Julio Guzmán, en El extraño trabaja en su libro de poemas Zafiros y en un Tratado del amor donde de ocupa de sus diversas psicologías. A diferencia de José Fernández, más que un poeta es un trabajador de la forma, acercándose al Parnaso («Guzmán era un diamantista del verso, un artífice más que un poeta; su amor a la preciosura del arte inspirábale el gusto del término raro, de la expresión recamada y pulida, el gusto de las filigranas, taraceas y cinceladuras de la frase», pág. 88). Al final de la academia, muerto el amor, piensa refugiarse en la escritura; sin embargo, en La raza de Caín, donde asistimos a su degeneración, debido a la incapacidad de acción y a su obsesión por la perfección, ya es incapaz de escribir, y se dedica a coleccionar grabados, estampas y bibelots:

Quería obrar tan perfectamente que no obraba de ninguna manera [...] Hubo un tiempo en que acarició el proyecto de sacarle algún jugo a su inteligencia y a la sensibilidad que tan cuidadosamente había cultivado, y acometió, sin omitir meditaciones ni lecturas, dos empresas literarias: «El tratado del amor», estudio de psicólogo, y los «Zafiros» versos que rimaba con la religiosa paciencia de un monje artífice.


(págs. 34-35, subrayado del autor)                


A diferencia de otros personajes, Reyles nos muestra a Guzmán como un «extraño» desde las primeras líneas de su novela, es «exótico» a su propia familia y a su entorno americano, tanto por sus rarezas en el vestir como por su comportamiento y sus gustos artísticos. Su peculiar psicología está basada en un profundo egoísmo basado en la máxima «entregarse o conservarse» (pág. 76), que le impide dar o recibir nada de los demás. Su aristocracia intelectual, vivamente sentida, le ha hecho «afinarse» en vez de «enrudecerse», y la conciencia de su «desemejanza», «lo hacía retirarse de los cristales, coger la pluma, y, si no contento, al menos resignado, meterse de nuevo en sí, como el caracol en su concha cuando hace frío», (pág. 90).

Carlo, el conde de Cipria, protagonista de El triunfo del ideal, se siente un hombre superior, y aunque no acepte todas las teorías de Nietzsche, sí que participa de la del «Sobre-hombre». Su aristocracia ideal lo lleva primero a viajar por el mundo, Grecia, Roma, y, decepcionado de las almas de los hombres, se refugia en la naturaleza y en las cosas, buscando el máximo placer de la sensación. Carlo desarrolla una visión apolínea: «Era el Poeta, el buscador de ideales, el altruista que anhelaba mejor suerte para los hombres» (pág. 73), pero en él vive también el espíritu dionisiaco, que se opone al anterior y que acabará triunfando sobre el ideal, en «aquel dualismo extraño de su alma» (pág. 124). La novela está llena de disquisiciones ensayísticas sobre el arte, cuyo ideal radica en una vuelta al paganismo, una vez muerto el Dios cristiano.

Tulio Arcos de Sangre patricia en un primer momento rechaza la idea de ser artista, que se opone a su ideal de heroísmo, y la sola palabra le produce el «desdén más profundo»: «¡Eso jamás, jamás, jamás!» (pág. 171); pero como es bien sabido, en seguida cederá al sueño, a la falta de acción, que lo relaciona con los artistas:

Ningún otro Arcos probó el suave martirio del sueño después de la santa y del artista. Y la capacidad para el sueño, sin empleo ninguno, había venido tal vez acumulándose, reservándose en el seno obscuro de la raza, hasta romper con él, Tulio, como una rica vena de agua impetuosa. Así, en vez del héroe, como lo quería y admiraba él, quizá le tocase realizar el tipo de héroe más humilde, quizá le tocara ser un miserable héroe del sueño.


(pág. 171)                


Por eso la frase que se repite -«Un Arcos no podía quedarse viendo pasar la vida como se queda un soñador o un idiota viendo pasar el agua del torrente» (pág. 171) - cobra un sesgo irónico conforme avanza la novela. A pesar de no considerarse un artista, Tulio se siente y es considerado un «extraño»: «Por sus modos de ser, ya desde muy atrás algunos le consideraban como un "hombre original" o "muy extraño". Esos mismos no tardaron entonces en averiguarle un cierto extravío del cerebro, su extrañeza consistía en no sentir y pensar como los otros» (ibid.) Al no tratarse de un artista, sino de un soñador, las ideas sobre el ideal del arte, en concreto sobre la música, están expuestas en el marco de la conversación artística, tan frecuente en este género, en boca de Alejandro Martí, músico visionario, que nos recuerda al Keleffy de Lucía Jerez, o al alter ego de Darío de La isla de oro, Benjamín Itaspes.

El protagonista de La tristeza voluptuosa, al hacer balance de su vida cerca del fin, es visto como un artista; «Y tal vez Eduardo Doria no había sido su vida sino un poeta, un artista que había buscado inútilmente como un nuevo ritmo, una nueva impresión, y que había querido hacer de sus sentidos cuerdas armónicas que, al vibrar, produjeran, en vez de sonidos raros, sensaciones desconocidas, deliquios extraños»9. Esta consideración final remite al principio de la novela en la que se habla de la música como pasión favorita de Doria, cuando envidiaba la «gloria del compositor» (pág. 43). Por otra parte, Eduardo siente que la transformación que ha sufrido en París lo ha convertido en un «extranjero» en su país, por lo que la vuelta es inútil.

Respecto a Ídolos rotos, la novela que mejor representa el divorcio entre el artista y la sociedad, Alberto Soria a su vuelta a Caracas es visto con suspicacia por su manera de vestir y por ciertas opiniones sobre el arte, pero a diferencia de los casos anteriores no se aparta de la sociedad, aunque ésta acabe rechazándolo. De todos modos, ya la Venus criolla no le produce satisfacción porque, sin que lo hubiera advertido, «comenzaba sin causa aparente el divorcio de sus ensueños de arte y de amor, hasta ese punto unidos en un sólo ensueño confuso y vago»10. El proceso de degeneración artístico y personal se refleja en sus relaciones con Teresa Farías en la última parte del libro, cuando ni siquiera puede concluir el retrato de ésta como emblema de la voluptuosidad, momento que coincide con la total corrupción política del país y el fracaso de su ideal artístico. («El supremo deber de un artista es poner a salvo su ideal de belleza. Nunca, nunca podré vivir mi ideal en mi patria») pág. 162 .

En otro orden de cosas, algunos de estos jóvenes, que están entre veinticinco y treinta años, padecen extrañas enfermedades nerviosas. La extrema fortaleza física de José Fernández le hace superar todas las crisis de angustia que lo dejan postrado y al borde de la muerte. Esta enfermedad es descrita así: «abominable impresión de ansiedad y angustia bajo la cual estoy viviendo desde mi llegada a París; de angustia sin motivo y por consiguiente más odiosa, de ansiedad que no se refiere a nada, y a la cual preferiría el dolor más intenso» (pág. 300) . Esta crisis tiene lugar después de cinco meses de abstinencia sexual, después del «bendito» encuentro en Ginebra, lo que según el médico Charvet sería la causa de todos sus males. El tratamiento no soluciona nada. También podemos recordar cuando el 17 de enero todavía convaleciente, al dar las campanadas del año nuevo, cae fulminado por una neuralgia que coincide con el momento de la muerte de Helena. («Espesa niebla flotó ante mis ojos, una neuralgia violenta me atravesó la cabeza de sien a sien, como un rayo de dolor, y caí desplomado sobre el hielo» pág. 309). Pero el dolor, confiesa Fernández a Rivington, es también fuente de placer, porque provoca nuevas sensaciones, que de otro modo no podrían experimentar estos buscadores del cualquier tipo impresión, por desagradable que sea: «...en los momentos de sufrimiento se produce en mí un placer superior al dolor mismo, el de sentir ese dolor, el conocer las impresiones nuevas que me provoca» (pág. 289).

También Tulio Arcos, después de la muerte de Belén, sufre de neuralgias, que son el origen de su paulatina inmersión en un estado de somnolencia involuntario, que luego que convierte en querido, del que no podrá salir:

Así, Tulio, fantaseando y fantaseando, empezó a divagar como un loco. Siempre más numerosas y más rápidas, las divagaciones empezaron a correr a través de su espíritu como una desbocada fuga de cuadrigas violentas. Clávesele en una de las sienes una como punta de dolor; bajo la piel de una de sus mejillas comenzaron luego a deslizarse, hiriéndolo, como infinitas láminas de acero diminutas, y del fondo de uno de sus ojos partieron las primeras moscas de luz de la neuralgia.


(pág. 187)                


Su amigo el médico Ocampo le receta éter y morfina para que duerma, cuyo consumo habitual ayudará a su progresivo desasimiento de la realidad11.

Julio Guzmán también ha sufrido una neuropatía, durante esa extraña enfermedad nerviosa conoció a Sara, que se comportaba como solícita enfermera: «Según los médicos -recuerda la Taciturna- padecías no sé qué transtornos nerviosos» (pág. 92), que se reflejaban en repentinos cambios de humor y en tristezas sin motivo. En cuanto a La tristeza voluptuosa, Eduardo Doria siente constantemente el proceso de transformación de su alma como una «enfermedad que lo minaba» (pág. 102).

Las patologías nerviosas sirven a los distintos personajes para experimentar sensaciones nuevas que, aunque sean dolorosas, proporcionan extraños placeres, de ahí que en muchas ocasiones, unidos a otros elementos, puedan tener un carácter masoquista. A su vez la enfermedad y su tratamiento normalmente de morfina, éter, opio, y otras sustancias semejantes, enseguida convertidas en paraísos artificiales, los lleva a un desasimiento de lo que llamamos realidad y propician la divagación y el sueño. Este estado de contemplación les lleva también a oponerse a lo práctico, que suele estar representado en estas ocasiones en la figura un médico «positivista»: «Percibir bien la realidad -dice José Fernández- y obrar en consonancia es ser práctico. Para mí lo que se llama percibir la realidad quiere decir no percibir toda la realidad, ver apenas una parte de ella, la despreciable, la nula, la que no me importa» (pág. 296). A pesar de sus diferencias, en La raza de Caín, Julio Guzmán comparte el criterio de Fernández, entre bocanada y bocana de humo, piensa:

Sí, tiene razón el poeta, sólo somos libres en reino de los sueños. Cualquier acto determina otro y crea una necesidad, una esclavitud; las realidades de la vida arrastran entre sus impurezas no qué de gérmenes innobles, que convierten al varón más fuerte en infame mercader, en torpe fabricante de la idea pura. Si se vive, no se puede pensar: sólo en la contemplación conserva el alma su independencia.


(pág. 93)                


El músico Alejandro Martí en su defensa de lo que no puede ser explicable por la ciencia, lo que llama lo sobrenatural, donde también se incluyen los sueños, arguye que tal vez sea lo que «los filósofos y críticos de hoy han dado en llamar lo Inconsciente» (pág. 210).

Pero llega un momento en que ni siquiera la ensoñación provocada a veces artificialmente, o el alejamiento paulatino de la realidad y la búsqueda de sensaciones nuevas, los liberan del mal del siglo, el hastío. José Fernández, después de la fastuosa fiesta que ha sido la admiración de París en la que realiza nada menos que tres conquistas, se pregunta: «¿Y qué me importan esas ideas sobre el amor, ni qué me importa nada, si lo que siento dentro de mi es el cansancio y el desprecio por todo, el mortal dejo, el spleen horrible, el tedium vitae que como un monstruo interior cuya hambre no alcanzara a saciarse con el universo, comienza a devorarme el alma» (pág. 325) . Intenta actuar y planea un viaje a Nueva York, que no realizará, para curarse con el trabajo duro «del mal vivir y del asco de la vida que estoy sintiendo» (pág. 344). Tras encontrar la tumba de Helena y reponerse de su última enfermedad misteriosa, quiere hacer un esfuerzo de voluntad y volver a América, pasando unos años en Nueva York, donde la dedicación a «vulgares ocupaciones mercantiles» le proporcionarán lo que no puede ni el amor ni el arte, el secreto para soportar la vida (pág. 348). A su vuelta a Bogotá, muerto su ideal amoroso-estético, José Fernández se ha convertido en un ser bastante escéptico respecto al amor y a los ideales, que dispersa sus energías intelectuales en múltiples materias, en un diletante al que frecuentan un grupo reducido de amigos.

El hastío que padece Julio Guzmán hace que se refugie en su «torre de marfil», en su «invernáculo del interior», y es causa decisiva de su completa transformación en un contemplativo, incapaz de ningún acto «fumando una pipa tras otra, y luchando a brazo partido con el aburrimiento del raté, con el fastidio sin fondo y sin límites del que se reconoce desorbitado y lo consume el come come de no poder realizar ninguno de sus ambiciosos sueños» (La raza..., pág. 33) . Pero es en La tristeza voluptuosa donde el tedio adquiere mayor importancia y es la causa fundamental de la evolución del protagonista, sobre todo en la última parte de la novela. Eduardo Doria y su amigo Carlos Lagrange, poseen «la misma tristeza de la vida, el mismo tedio hacia las cosas humanas. Ambos estaban dominados por la infinita tristeza de vivir» (pág. 117). Carlos logrará superarlo por medio de su dedicación a un ideal socio-político filosófico y a su estabilidad emocional; Eduardo se dejará consumir por él, incluso en los meses de transición de un amor a otro en que se dedica a la lectura de filosofía; paulatinamente, la búsqueda de placeres voluptuosos («perseguir el refinamiento hasta el límite de la locura» pág. 166 ) no lo salva del hastío de vivir, y comienza a tener visiones lúgubres y melancólicas que acabarán por conducir al predecible final: «Y el misterio [del suicidio] existiría siempre, porque él no dejaría nada que pudiese revelar el hastío de su vida, la tristeza voluptuosa de su carne». (pág. 162).

Esta atracción por el «misterio» es común a casi todos los personajes que estamos viendo; José Fernández siente en varias ocasiones, unido estrechamente a las tres neuralgias, el «vértigo de lo invisible», ya estudiado por Gioconda Marún12, que no es otro que el de la muerte y la locura, que se suelen dar la mano. Acabamos de ver cómo Eduardo Doria va obsesionándose con la idea de la propia muerte, que empieza a manifestarse cuando se ve a sí mismo desdoblado en otro yo que lo persigue, «que era el más fuerte, y él era el débil, el predestinado, el irresponsable» (pág. 188) . Esta atracción por la muerte lo lleva en una ocasión casi a morir ahogado en su búsqueda de nuevas sensaciones. En Sangre patricia Tulio Arcos acaba sucumbiendo al hechizo de lo desconocido simbolizado en el color verde y en el agua, que tiene un significado mortuorio desde el comienzo de la novela. Esta atracción por la muerte, tópico decadentista, se ve también reflejado en el culto a las amadas muertas, ya se trate de Helena, Belén o Lucía y María, que suelen aparecer en sus momentos de delirio13.

Por otra parte, estos artistas soñadores llevan dentro de sí la violencia, explicada a veces por la herencia, que tiene diversas manifestaciones. Es bien conocido el episodio en que José Fernández comete el asesinato, bien que fallido, de la Orloff cuando la encuentra en brazos de Ángela de Roberto, mujer de aspecto masculino y de tendencias lesbianas. Convencido de que ha causado la muerte de su amante con el «puñalito toledano», huye a Suiza, donde recibe la noticia de que la Orloff no ha recibido ningún daño. La lectura del telegrama de Marinoni, hace que reflexione sobre este acto brutal y otro anterior, un duelo estúpido en el que se vio envuelto. No puede tratarse de un odio por lo «anormal», ya que lo atraen las anomalías y las ha celebrado en sus versos: «¿Entonces?... Fue un movimiento irrazonado, un impulso ciego, inconsciente» (pág. 256). Este impulso volverá a repetirse en la violenta escena con la divetta Nini Rousset en Ginebra. Después de caer rendidos «de lujuria y de cansancio» y de haberse insultado violentamente, cuando ella está dormida «Un impulso loco surgió en las profundidades de mi ser, irrazonado y rápido como una descarga eléctrica y como un tigre que se abalanza sobre la presa cerqué con las manos crispadas, sujetándola como con dos garras de fierro, la garganta blanca y redonda de la divetta. ¡Ahogarla ahí, como un animal dañino contra las almohadas de pluma!» (pág. 269). Si la aventura anterior lo lleva a buscar la paz en el aislamiento de las montañas suizas, ahora se refugiará en el opio, huyendo de la vida. Estos dos momentos en los que se encuentra cercano a la locura están unidos al recuerdo salvador de la abuela. En el primero, recibe a la vez la noticia de Marinoni de que no lo persigue la justicia y la de la muerte de la anciana; en el segundo, recuerda el delirio de la abuela, que pronto se «materializará» en su encuentro con Helena: «¡Dios mío de mi infancia, si existo, sálvame!... ¿Dónde están la señal de la cruz y el ramo de rosas blancas que caerán en mi noche como símbolo de salvación?» (pág. 270).

Julio Guzmán, que en El extraño sólo era capaz de un mal moral, en el proceso de degeneración que culmina en La raza de Caín, se convierte en un asesino, junto a su despreciado Cacio. Después de leer su confesión hecha desde la cárcel, sobre las razones que lo llevaron a envenenar a Laura, Guzmán se da cuenta de que también es un asesino «in mente», ya que ha pasado por su cabeza, en más de una ocasión, el matar a su odiada esposa. A pesar de que se desprecia por este pensamiento, lo justifica por que no se debe a su propia «maldad», sino a un error de cálculo: hubiera sido el medio más cómodo para eliminar el «obstáculo» que impide su amor pleno por Sara. Pronto Guzmán comienza a pensar en la muerte, en un doble suicidio, convence a su amante, y ambos, sobre todo Sara, esperan con impaciencia la «gloriosa liberación» (pág. 223). Para Julio la muerte premeditada, tanto la planeada por él como la ejecutada por Cacio, es un acto de «volición viril», el único del que los dos dan muestra a lo largo de las páginas de la novela. Preparado el escenario, Guzmán dispara primero un tiro en la sien de Sara, pero cuando siente la sangre, estremecido por el «horror invencible de la muerte», vacila y llega a la conclusión de que «no podía matarse» (págs. 225 y 226), acabando en la celda contigua de su hermano de raza Cacio.

El que sí logra suicidarse es Eduardo Doria, después de acariciar largamente la idea de la muerte, que es la consecuencia lógica de su enfermedad degenerativa, de su «tristeza voluptuosa», cuando ya no puede hacer nada por remediar su hastío y la artificialidad de su vida. La cara violenta de su carácter se pone de manifiesto en su relación con Nini Florens:

Demudado y fuera de sí, obedeciendo al grito del instinto, que lo impelía hacia el deseo, y herido en su orgullo de hombre, agarró brutalmente a Nini por los brazos, quedando impresas en las muñecas de su amiga las señales sangrientas de sus dedos de acero. Ella lanzó un grito agudo de dolor, y al sentir sueltas las manos, nerviosas y frágiles como tallos de flores, le dio una bofetada en plena cara. Eduardo no supo más de él. Olvidó la desigualdad de los sexos, y se batieron como dos machos, ciegos de pasión, creyendo defender su propia vida.


(pág. 111)                


Nini, después de esto, desea que la siga maltratando y Eduardo, sometido a su erotismo pervertido, pierde su voluntad y se ve sometido por su amiga, «a un perpetuo martirio que aumentaba gradualmente su pasión» (pág. 100).

Las peculiaridades psicológicas de estos personajes se explican en una primera instancia, como acabamos de ver, por la herencia, por su carácter de artistas, y su conflicto con el medio. Esto hay que añadir otras dos causas fundamentales: las experiencias de arte, principalmente literarias y pictóricas, y los viajes, en concreto la estancia en París. Comenzando por las lecturas, las variaciones en las preferencias son mínimas, aunque en algunos casos difiera su apreciación. La nómina más extensa de libros y escritores la encontramos en De sobremesa. Al final de la novela José Fernández muestra cuáles son las fuentes de sus poemas más famosos: los «Poemas paganos», corresponden a su admiración juvenil por el arte griego; a Antero de Quental y a Leopardi les debe una serie de sonetos llamados «Las Almas muertas», en los que también se advierte el influjo de los místicos españoles del siglo XVI. Finalmente su «obra maestra», «Poemas de la carne», «¿qué otra cosa son sino una tentativa mediocre para decir en nuestro idioma las sensaciones enfermizas y los sentimientos complicados que en formas perfectas expresaron en los suyos Baudelaire y Rosseti, Verlaine y Swinburne?» (pág. 232). En otras ocasiones cita a Tennyson, a Poe, cuya influencia ya sido estudiada en la poesía de Silva. El caso del Diario de María Bashkirtseff y los comentarios de Barrès ha sido estudiado tanto como modelo de la novela, como su posible influencia en la configuración de Helena por Evelyn Picón-Garfield 14. El texto correspondiente al 14 de abril está dedicado íntegramente a una serie de consideraciones en las que se mezclan la admiración a Hugo, considerado «padre de la lírica moderna», el desprecio por cierta poesía actual que se ha convertido en «un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana» (pág. 321), y el rechazo a Ibsen, que lo relaciona arbitrariamente con el aumento del anarquismo, y crítica feroz a la filosofía de Nietzsche, negando su nuevo evangelio al que Fernández opone el «renacimiento idealista» y el «neomisticismo». Entre los artistas que lo componen se encuentran: Wagner, Verlaine, Puvis de Chavannes, Gustave Moreau, que se opondrían también a Taine y Wunt, en una línea muy semejante al del neomístico Alejandro Martí en Ídolos rotos. En Sangre patricia, aunque no se nos da ningún detalle sobre las preferencias literarias de Tulio Arcos, en la conversación que tiene lugar en casa del músico Martí surge el tema del divorcio entre la moral práctica y la teórica. Ocampo piensa que esto llevará al abandono del Evangelio y de su moral de esclavos, el comentario indigna al neomístico Martí que exclama con doble admiración: «¡¡La moral de los esclavos!!» He aquí otro síntoma precursor de la catástrofe inminente. «¡Ah! ¡Nietzsche, Nietzsche, siempre Nietzsche! Nietzsche es el Anticristo!» (pág. 205).

En el resto de las novelas las menciones son esporádicas, aunque hay que recordar la presencia constante de Las flores del mal, tanto en La tristeza voluptuosa, como en las dos novelas de Reyles en las que Julio Guzmán, además de citarlo profusamente en relación a Sara, amante claramente baudeleriana, a la que se la llama la Taciturna, tiene un ejemplar cuya lujosa encuadernación parece tomada de la que posee Des Esseintes. En la biblioteca de Guzmán, junto a Baudelaire, «en no menos originales encuadernaciones, en las que predominaba el pergamino y el cuero, por prestarse más a cualquier ornamentación, veíanse Las confesiones de Juan Jacobo, el Adolfo de Benjamín Constant, el Diario de María Bashkirtseff, el Diario íntimo de Jorge Federico Amiel, y en fin, toda la dolorosa pléyade de las almas atormentadas o tristes de los sensitivos, con los cuales gustaba Guzmán de vivir en íntima y perpetua comunicación» (La raza de Caín, pág. 160) . En El extraño se menciona El triunfo de la muerte de D'Annunzio, que no le gusta a Sara, las Cartas amatorias de María Alcofarado, la monja portuguesa, o a Barbey d'Aurevilly. Si en el caso de Silva predominan los poetas, vemos que en Reyles las lecturas son principalmente de literatura intimista, diarios, con cuyos protagonistas se identifica y sirven de modelos para el autoanálisis al que se somete constante y aniquiladoramente.

Los aparecidos de Ibsen son en El extraño una de las piedras de toque para separar a Guzmán de su familia, para su hermana es «¡horrible! ¡Horrible!», su cuñado opina que a Julio le ha gustado porque también es «un poco decadente», y añade: «¿no es así como se llaman esos poetas locos de París?» (pág. 71). Los gustos literarios de su allegados son opuestos; así, para Navidad, su madre le regala Tabaré, de Zorrilla de San Martín, del que se incluye una estrofa para ridiculizar este tipo de literatura, como ocurre en la crítica de José Fernández a la poesía de Campoamor; los dos, escritores intocables en ese momento, representan lo viejo, lo anquilosado frente a las preferencias de nuestros sensitivos. Frente a ellos se alza también los distintos gustos musicales: la admiración común a Wagner, seguido de Beethoven y Chopin, y en el caso de Sangre patricia, de Schuman.

Las preferencias escultóricas y pictóricas también son semejantes y acordes a las literarias. La presencia y el simbolismo de los cuadros ya estaban presentes en la novela de Martí con los cuadros simbólicos que pinta Ana. Nuestros personajes se rodean en su interior, estudio o taller, de copias de obras que admiran. No hay que insistir, pues ha sido ya considerada, la importancia y la función de la cofradía de los prerrafaelistas en De sobremesa, a cuyo modelo de mujer ideal se conforma la etérea Helena y el cuadro de su madre, a la que se parece asombrosamente, pintado por uno de ellos que significativamente se llama Siddal15. De las paredes de talleres y estudios de nuestros personajes y de sus amigos artistas cuelgan copias de Botticelli, y es constante la presencia de la Gioconda de Leonardo, convertida en paradigma de la mujer enigmática y fatal en el célebre ensayo de Pater. En cuanto a la escultura, sus preferencias son clásicas: la Venus Capitolina, el Apolo de Belvedere, clasicismo que se advierte en la primera obra de Alberto Soria, El fauno robador de ninfas.

Pero en estas novelas no sólo se va a mencionar ciertas obras de arte, sino que se van a describir algunas de las realizadas por sus personajes. El caso más claro son tres esculturas de Alberto Soria que corresponde a las tres partes de la novela: el ya citado grupo El fauno robador de ninfas, premiado en París, da paso al volver a Venezuela a un intento, que pasa totalmente inadvertido, de realizar un arte criollo, en su Venus criolla, cuando todavía cree en el plan de Emazábel para salvar al país, y termina con la inacabada representación de la voluptuosidad. En La tristeza voluptuosa, el tema del artista aparece en la figura del pintor Iriarte, que significativamente acaba muriendo. Iriarte cultiva un arte que está cercano a la estética de la crueldad, tan afín al espíritu «decadente»; su Magdalena, inspirada en Tintoreto, ha sido rechazada en Salón por mostrarla en el momento de la muerte «demacrada, convulsiva, desmayada por la agonía». A pesar del fracaso, no renuncia a sus ideas y prepara para el próximo salón El Suplicio, « una mujer que ponía una cara convulsiva, mientras los verdugos le quemaban el cuerpo con hierros rojos ardientes. Quería ver si se atrevían a decirle que era fea esa figura, para entonces probarles que ninguna mujer podía ser bella en momento semejante» (pág. 41).

No sólo aparecen obras de arte en las páginas de estas novelas, la realidad, y más concretamente, la mujer es vista como un cuadro o una estatua. Siempre que se describe a las mujeres se hace con referencia a cuadros conocidos, repitiéndose como un cliché es un Botticelli, una virgen como las de Fra Angélico o de Murillo, que ya había aparecido en Lucía Jerez, cuando el retrato de Sol del Valle es comparado a una virgen de Rafael. Por citar un ejemplo conocido, Helena es descrita como el retrato «una princesita hecho por Van Dyck, que está en el Museo de la Haya», sus manos largas y pálidas, liliales, son como las «Ana de Austria de un retrato de Rubens», su perfil es el de «una virgen de Fra Angélico» (pág. 270) , Todo este cúmulo de referencias dispersas culminará en el célebre cuadro de su madre, muerta de tisis en plena juventud, que pertenece a la estética prerrafaelista de la amada ideal. En De sobremesa la copia del cuadro acaba por sustituir a una Helena supuestamente real:

La pintura es un perfecto espécimen de los procedimientos de la cofradía prerrafaelista; casi nulo el movimiento de la figura noble y colocada de tres cuartos y mirando al frente; maravillosos por el dibujo y por el color los piesecitos desnudos que asoman bajo el oro de la complicada orla bizantina que bordea la túnica blanca y las manos afiladas y largas, que desligadas de la muñeca al modo de las figuras del Parmagiano, se juntan para sostener el manojo de lirios, y los brazos envueltos hasta el codo en los albos pliegues del largo manto y desnudos luego. El modelado de la cabeza, el brillo ligeramente excesivo de los colores, agrupados por toques, todo el conjunto de la composición se resiente del amaneramiento puesto en boga por los imitadores de los quatrocentistas.


(pág. 311)                


Este retrato de la madre de Helena junto al de la abuela pintado por Whistler, están en la alcoba de José Fernández, y tienen la misma función que si hubiera colgado de sus paredes a la Virgen y a Santa Ana, ya que, de haberse acogido antes a su protección no hubiera sucumbido a las llamadas de la carne. Podemos recordar que al comienzo de la novela el perfil de la abuela es comparado con el de la Santa Ana de Leonardo:

La copia del cuadro de Rivington y el retrato pintado por Whistler están en mi alcoba. Duermo bajo las miradas de la santa de guedejas de plata y de la figura que lleva en las manos el manojo de lirios blancos, y pienso a veces que si sobre la oscura tapicería que cubre las paredes hubieran estado siempre los dos lienzos, ni Nelly, ni la de Ríos, ni la Muserallo, ni Olga, habrían entrado ni a mi vida, ni a mi alcoba.


(pág. 347)                


Algo semejante encontramos en Ídolos rotos, donde la acuarela que pintó Calles, acaba por sustituir la imagen de Julieta, la leonardina amante francesa: «El crisantemo rubio le representaba la amante y le sugería la imagen de ésta o más bien la imagen de lo mejor y más bello de ésta, de su cabellera blonda -llamarada de sol cuajada y partida en finísimas hebras áureas- trayendo a la vez sus labios, como un beso, la palabra ingenua que embellecía y coronaba el dulce ardor de sus deliquios: “¡Mi crisantemo de oro!”» (pág. 26). Por su parte, Teresa Farías, mujer voluptuosa y por tanto fatal, se asemeja por el contrario a «las carnaciones de Ticiano, la Magdalena de Pitti o la Venus de la Tribuna».

Dejando aparte el complejo tema del retrato de Helena Scilly dentro de la estructura de la novela, ya estudiado por la crítica y que tiene una compleja función dentro del tema de los retratos imaginarios tan habituales en la literatura del fin de siglo16, en El triunfo del ideal, de Domínici, asistimos a la conversión de María en una estatua, en un ídolo. Carlo, el conde de Cipria, que ya tendía a contemplar a las mujeres como simples obras de arte, ve en la hermosa y virginal María la posibilidad de llevar a cabo su ideal artístico; poco a poco, como un Pigmaleón al revés, le hace tomar conciencia de la perfección de su belleza clásica, acorde con su estética paganizante, y acaba por transmitirle su ideal, que ella acepta de forma entusiasmada. El «ideal» transforma su alma y su cuerpo de modo que ella misma, no sólo Carlos, se contempla como una estatua, que pronto irán a adorar en un templo los seguidores de la antigua y nueva religión del arte. Cuando poseídos por Dionisos se entregan al placer carnal, María pierde sus atributos:

Y contemplábase como una perfecta estatua de mármol cuyo rostro se iba desfigurando poco a poco hasta quedar macilento y lleno de arrugas. Y era como una reina destronada que soñase con un pasado lejano lleno de esplendor y de nobleza, una diosa abandonada entre las ruinas de un bello culto abolido, en cuyo templo crece el césped como una alfombra de muerte.


(pág. 114)                


El único camino que le queda es el suicidio, como la Ofelia de Millais, se ahoga en el lago, y, después de muerta, recupera su belleza. La destrucción del «ídolo sagrado» por sus propias manos se debe a que Carlo ha olvidado su máxima, que indignó a Unamuno: «las cosas son más nobles y bellas que las almas» (pág. 64)17; al comportarse él mismo y María como «almas», ésta dejó de ser una «cosa» bella. Esta destrucción del ídolo-mujer es semejante a la de los «ídolos rotos» de Alberto Soria.

Habitualmente, el caudal de experiencia y conocimientos artísticos se adquiere y se revela saliendo del país de origen, en el viaje a Europa, o mejor a París, uno de los tópicos fin de siglo más reiterado18. La secuencia es semejante en todas las novelas: un joven viaja a París para completar sus estudios; las tentaciones de la gran ciudad lo alejan de sus propósitos iniciales, olvidando sus obligaciones; en este período suele producirse la muerte de un familiar que corta los lazos con su patria; si se produce la vuelta a América, aparece el conflicto con la sociedad y muere artísticamente; en caso contrario, la vida «degenerada» puede conducir al suicidio.

En De sobremesa José Hernández, muertos Serrano y sus padres, entra en posesión de una cuantiosa fortuna, que acaba con el primer período monástico de su vida, dedicado a la lectura de distintos filósofos. Lleno de planes, de«una curiosidad infinita del mal» , con un horizonte estrecho para sus miras, se va a París, y allí «vine a convertirme en el rastaquoère ridículo, en el snob grotesco que en algunos momentos me siento» (pág. 249) , frase en la que aparece claramente la conciencia de la situación de un rico americano en la sociedad europea, que lo acepta con reticencias y sólo debido a su dinero, como se demuestra más tarde en el comentario de la fastuosa fiesta que ofreció: «¿Qué me importó el éxito de la fiesta?... Si mi lucidez me hizo ver que para mis elegantes amigos europeos no dejaré de ser nunca el rastaquoère, que trata de codearse con ellos empinándose en sus talegos de oro; y para mis compatriotas no dejaré de ser un farolón que quería mostrarles hasta donde ha logrado insinuarse en el gran mundo parisiense y en la high life cosmopolita?» (pág. 335). Alberto Soria al recordar desde la lejanía su período parisino se da cuenta también de su condición de extranjero, a pesar de su éxito en el Salón y evocando cándidamente su patria se «vengaba de todo el mal que le hacían en aquella ciudad extraña, amiga y pérfida; se vengaba de la ojeriza que le mostraban a cada paso, como extranjero, en sus luchas por el arte, y la gloria» (pág. 76).

París, la nueva Babilonia, es para Hernández una cortesana, que seduce a los viajeros por su belleza, «¡pero el aire que en ti se respira se confunden olores de mujer y de polvos de arroz, de guiso y de peluquería. Te amo despreciándote como se adora a ciertas mujeres que nos seducen con el sortilegio de su belleza sensual» (pág. 299) . Por ello está seguro que a la incontaminada Helena no la encontrará nunca allí. A París se opone Londres, ciudad de pausadas costumbres, apta para el trabajo y, después, a Nueva York donde piensa curarse del spleen, haciendo más dinero con el hard work. En sentido inverso, hizo lo mismo el músico Alejandro Martí de Sangre patricia.

En el resto de las novelas que estamos viendo también aparece la consideración de París como ciudad malsana, que corrompe a los jóvenes que van a formarse, «ciudad llena de belleza, de horrores, capital de los vicios» (pág. 76), leemos en Ídolos rotos, donde el joven ingeniero Alberto Soria se convertirá en escultor, o donde Eduardo Doria, después de abandonados los estudios de medicina, sufre la transformación que lo llevará al suicidio. Como señala Emazábel, que sí que ha tomado en serio sus estudios de medicina, el mayor daño París lo hace a los intelectuales, porque al volver a su país encuentran un medio hostil, y caen en la inacción, en lugar de luchar contra él e intentar modificarlo. Incluso Tulio Arcos que está en París por motivos políticos y que rechaza la idea de ser artista, como hemos visto, en esta ciudad olvida sus proyectos de gloria, sustituyendo un «ideal orgulloso» por un «ideal plebeyo»:

¿Qué había en el destierro sino viajar y adornarse el espíritu como una mujer sus carnes? ¿Qué había hecho sino entregarse en alma y cuerpo a una estéril cultura del yo, afeminada y egoísta? Apenas trabajó al principio en sus proyectos de gloria. Después pensó en ellos y habló de ellos con tibieza. Por último, pudiendo volver al país, prefirió quedarse lejos de él, acogiéndose cobardemente al reposo del olvido, cuando a lo lejos, llamándole, se oía la algazara de la lucha.


(pág. 187)                


El ambiente de la ciudad malsana, unido a otras circunstancias, hace que todos ellos abandonen París por algún tiempo. José Hernández va a Suiza, donde lleva una nueva vida entre las montañas, en íntimo contacto con la naturaleza, lo que le proporciona paz interior y el abandono de los deseos voluptuosos. Su experiencia de aislamiento en medio de la naturaleza -«me pierdo en ella como en una nirvana divina»-, es semejante al «éxtasis panteísta» que tuvo en una travesía en barco: «y me dispersé en la bóveda constelada, en el océano tranquilo, como fundido con ellos en un éxtasis panteísta de adoración sublime» (pág. 258). Tulio Arcos hará un viaje por la costa mediterránea, que si al principio es saludable, luego contribuirá a su obsesión por el agua y, claro, por la llamada de Belén. Eduardo Doria huye de la ciudad buscando tranquilidad en un intento de huir de la vida y los pensamientos voluptuosos; primero va a la montaña «deseando sinceramente encontrar la calma y la salud para su espíritu, en medio de las montañas cortadas a pique, entre los bosques silenciosos, con el contacto de las sencillas gentes del campo» (pág. 184). Luego, irá a un pueblecito costero, alojándose en un antiguo castillo medieval, pero allí continúa persiguiéndolo la idea de la muerte, unida al mar, y vuelve precipitadamente de París, «convencido de que la alegría es menos peligrosa compañera de la tristeza que la soledad» (pág. 194). El viaje de Alberto Soria a Italia tiene, a diferencia de los anteriores, un carácter artístico que sirve para confirmar su vocación de artista, que desarrolla a su vuelta.

Frente a los pérfidos encantos de París aparece el recuerdo de la patria, cuyos lazos de unión suelen estar simbolizados en la figura de la madre o de la abuela; en muchos casos el conocimiento de su muerte significa la inutilidad de la vuelta. La abuela de José Fernández antes de morir ruega por la salvación de su alma, «¡Señor, sálvalo, sálvalo del crimen que lo empuja, sálvalo de la locura que lo arrastra, sálvalo del infierno que lo reclama [...] sálvalo del infierno!». En pleno delirio, la abuela ve la salvación de José Hernández en «la señal de la cruz hecha por la mano de la virgen, y el ramo de rosas que caen en su noche» (pág. 252), visión que se materializa en el episodio del encuentro con Helena en el hotel de Ginebra, donde Hernández recuerda las palabras de la abuelita agonizante. El conocimiento de su muerte, como hemos dicho antes, tiene lugar en Suiza, después del episodio del supuesto asesinato de la Orloff, y coincide con la aparición de la inasible Helena. A partir de este momento las dos visiones acaban por unirse y lo libran de caer en alguna aventura voluptuosa, como sucede en el episodio con la mujer innominada que le busca y compra Roberto Blondell, para curarlo durante uno de sus períodos de abstinencia sexual. Cuando se encuentra a solas en su habitación, grita ante la visión: «Acababa de ver unidas, en lo alto del muro, como en una medalla antigua, el perfil fino y las canas de la abuelita y sobre él, el perfil sobrenaturalmente pálido de Helena, en una alucinación de un segundo» (pág. 282); al mismo tiempo sale volando del ramo de rosas una mariposa blanca, que identifica con la de su sueño, «porque las dos son una sola». Acabamos de ver que el conocimiento de la muerte de la abuela, la «santa de guedejas de plata», coincide con el de la aparición de Helena que, a partir de este momento, será invocada como su salvadora y sustituye a la visión de la «santa», para volver a unirse las dos, además de la fugaz visión mencionada, en los dos cuadros de su alcoba bogotana, transmutadas en santas protectoras, después de haberse preocupado de que tanto la habitación en que murió la tía abuela, como la del hotel de Suiza, desde cuyo balcón, le lanzó «el ramo de rosas en la noche inolvidable» (pág. 319) , no las profane ningún ser humano.

En Sangre patricia asistimos también a la presencia y la muerte no de la abuela, sino de la tía abuela. Esta era la única persona que en esa enorme casa lograba alejar sus temores con su voz, más que con sus palabras en sus ojos «fulguraba el sol de una promesa divina» (pág. 176). La noticia de su muerte llega a la vez que la llamada de sus antiguos compañeros de armas para que regrese a su país. La desaparición de la tía abuela significa la ruina de la casa, y no hay que olvidar que la casa es una prolongación de su conciencia, y tal vez la ruptura con los débiles lazos que todavía lo unen a su patria: «Y apagada la promesa de gloria con los dulces ojos de la abuela, deshecha el alma de la casa bajo las violencias del futuro, Tulio se preguntaba lo que sería entonces de él y del fin heroico de su vida» (pág. 224).

En la novela de Domínici La tristeza voluptuosa, la madre de Eduardo Doria tiene un papel semejante. Al llegar a París, recuerda las advertencias que le hizo su «madre viejecita» ante los peligros de esta ciudad «como en un loco deseo de salvar a su hijo» (pág, 14), pero ya la primera noche olvida rezar sus oraciones. Al final de la primera parte de La tristeza voluptuosa, tiene la noticia de su muerte y él también se imagina cadáver, comenzando su obsesión por imaginar su propia muerte. A la mañana siguiente siente la aparición de la madre en su alcoba, igual que sentía la de la amada muerta Tulio Arcos: «como una gasa vaporosa, la sombra de su madre que había obtenido en las regiones eternas el permiso para ver a su hijo, en recompensa de esas largas horas de ausencia en que tanto lo había deseado» (pág. 77). Tras su muerte no le queda nada que lo ligue a su origen y, a diferencia de los otros personajes, nunca se plantea la vuelta. La muerte de su tío Fermín tres años después lo convierte en un hombre rico y Eduardo se dedica hasta el final de sus días a derrochar la fortuna. En la tercera parte de la novela recuerda a Isabel, la joven amada en su juventud, pura y sencilla como un lirio del valle, cuyo amor hubiera podido salvarlo, que se opone a la sensualidad pervertida de Nini Florens. La «flor de idilio» de sus años juveniles es recordada también por Alberto Soria o del Conde de Cipria, y Consuelo, aunque acabe seduciéndola en París, es una novia de los primeros años de José Fernández.

Aunque el recuerdo sea fugaz, la presencia de la madre muerta también aparece en Ídolos rotos. En ciertos momentos de inquietud, pasa por su memoria «...el recuerdo mejor de su infancia, la figura dulce, melancólica y triste de la madre muerta, con su rostro fresco y joven debajo del cabello blanquísimo, como un rosal que, todavía en flor, fue sorprendido por la nieve» (pág. 108). La precipitada vuelta a Caracas de Eduardo Soria se debe al anuncio de la grave enfermedad de su padre, que significativamente morirá en la tercera parte de la novela. La muerte del padre en un principio le causa sentimientos de liberación, pero luego siente que con ella se han roto definitivamente los lazos familiares y llora su «orfandad», que coincide con el final de sus esperanzas de cambio en su país, tras el episodio de la barbarie perpetrada en el museo, el abandono definitivo de la patria, que culmina en el FINIS PATRIAE con que se cierra el libro.

Para finalizar, hay siquiera que recordar los patrióticos planes de acción para salvar a sus países que idean protagonistas y personajes secundarios de estas novelas, que forman parte del tema general, el conflicto entre el artista y el medio. Este aspecto es uno de los mejor estudiados, así que sólo vamos a enumerarlos brevemente. José Fernández busca un plan al que «consagrar la vida», que lo saque de sí mismo. Silva dedica varias páginas a su descripción, en resumen, se trataría, después de varios años de preparación, en una «dictadura conservadora», cercana a una tiranía de hombres superiores, aunque existieran vagas promesas democráticas para convencer al pueblo. El una de las vueltas al marco de la novela, Fernández comenta «yo estaba loco cuando escribí eso» (pág. 265), una locura de cariz bien distinto a la que teme en los momentos críticos de su enfermedad. Aunque en Londres visite una fábrica de fusiles y se entregue «a los estudios militares que requiere el cumplimiento de mi plan» (pág. 280), éste queda en el olvido, supeditado al plan personal de la búsqueda de Helena.

En prácticamente el resto de las novelas, los planes políticos están puestos en boca de personajes secundarios y los protagonistas de adhieren a ellos o permanecen completamente al margen. Sangre patricia muestra un momento intermedio, ya que Tulio Arcos sí que ha participado activamente en la lucha, lo que le ha costado el destierro, pero hemos visto que en París olvida su faceta de hombre de acción; al final lo vemos acudir a la apremiante llamada de sus compañeros de armas, pero no logra llegar a su destino. En esta novela las ideas optimistas sobre el futuro latinoamericano las ofrece la figura de Ocampo, no de Tulio al fin y al cabo un «neurópata», que es representa lo opuesto al protagonista. El médico predica la vuelta a las raíces hispánicas, a los orígenes, sobre todo después del desastre del 98, deseo que también está presente en Tulio. El «ghetto» de artistas e intelectuales que lidera el médico Emazábel en Ídolos rotos se propone un plan para acabar con la corrupción de las ideas liberales, mediante la creación de un nuevo partido político, con un carácter regeneracionista que pasa por una educación liberal, la recuperación de alma nacional y del espíritu de Bolívar. Los artistas se ven a sí mismos como nuevos apóstoles que sembrarán la semilla redentora entre las gentes de su patria. Pero Emazábel cae enfermo, el grupo que se reúne en el taller de Alberto se disuelve, comienzan las calumnias, triunfa la barbarie del caudillo triunfador, y el desaliento y la falta de voluntad hace que abandonen el ideal colectivo y traten de salvar el personal, poniéndose otra vez en evidencia la incapacidad para una acción sostenida.

En La tristeza voluptuosa este ideal de regeneración es sostenido por otro personaje, Carlos Lagrange, no por Eduardo Doria que permanece completamente al margen. La descripción del ideal «político-religioso-social» está expuesta en el capítulo segundo de la tercera parte y no tiene ninguna influencia en el desarrollo de la novela. Lagrange está escribiendo un libro para propagar en América Latina las ideas de la ciencia moderna, basadas sobre todo en argumentos positivistas, en una especie de «religión social» que llevará a felicidad a estos pueblos.

Su plan era noble y grande, regresar a la América después de haber concluido de nutrir su cerebro con todos los manjares del París intelectual, y trabajar por la cultura de su país, no ya con sus libros, sino personalmente, creándose un círculo que lo ayudase y lo siguiese en la gran obra. Ya veíase como el elegido para implantar las reformas políticas y sociales de su país, pensando sin descanso en todo lo que podía hacerse en aquella América, noble y llena de energías, en donde existe la más clara idea de la democracia y de la igualdad.


(pág. 202)                


Pero Carlos Lagrange, en lugar de llevar a cabo su grandiosos proyectos, continúa en París y esperando «desde el refinado centro en que vivía, la hora de la prueba» (ibid), con lo que vuelve a triunfar la contemplación sobre la acción. Para finalizar este resumen, podemos recordar el ideal del Conde de Cipria. Al tratarse de una novela en la que no aparece el conflicto entre Europa y América, tiene un carácter general y utópico, pero de otro signo, ya que Carlo, al amparo de una nueva estética, quiere guiar a los hombres al «seno de la gran jerarquía» (pág. 57), en el que sólo caben los elegidos. Al arruinarse sus proyectos inmediatos tras el triunfo de Dionisos, piensa volver a salir de su palacio en busca, no ya de canon estético que ha de guiarlo, sino de la soledad para hacerse «algo salvaje» llevando una existencia primitiva. Luego, regresaría a «realizar su sueño de arte y de belleza, algo como un jardín adonde vendrían los hombres a cortar ideales en flor para luchar y vivir» (pág. 128). Tras el suicidio de María, del que se siente responsable, piensa también en la muerte, pero acaba huyendo para cumplir su «destino superior».

Estos proyectos políticos sirven para denunciar los abusos de la política hispana, que como señala Gutiérrez Girardot a propósito de De sobremesa, «al ser llevados al absurdo (como los únicos medios de lograr el progreso) revelan su propio absurdo»19, pero a la vez todos ellos tienen un contenido utópico, patriótico, de convertir a sus respectivos países en sociedades pacíficas y prósperas. Aunque también en todos los planes, más o menos detallados, encontramos en el llamado «cesarismo» una muestra más de la hostilidad elitista contra la época.

De sobremesa representa, pues, el punto de evolución de la novela finisecular hispanoamericana, que dará lugar a distintas líneas de desarrollo, representadas de una parte por Reyles y Díaz Rodríguez, y de otra por, Domínici, cuyas referencias al carácter singular del continente americano son más incidentales, aunque comparta otras características comunes. En De sobremesa se manifiesta ya la lucha agónica entre la decadencia y la necesidad imperiosa de acción, la distancia insalvable entre el artista y medio ambiente cultural que rodea su obra, y sobre todo ello la obsesión por el Misterio, y, como escribe Silva, por «lo que fue y ya no existe»20.





 
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