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Diálogo y política internacional en "Locuras de Europa", de Saavedra Fajardo

María Soledad Arredondo





Locuras de Europa es un texto poco conocido de don Diego Saavedra Fajardo, al que se han acercado más los historiadores o los tratadistas políticos1 que los estudiosos de la literatura2. Aunque no existen problemas de atribución, como sucede con otros escritos del mismo autor3, su publicación póstuma y sus poco rigurosas ediciones4 han dado lugar a un cierto desinterés por una obra que ofrece, sin embargo, un doble atractivo: su tema, los problemas políticos europeos anteriores a la Paz de Westfalia, y su forma literaria, el diálogo, que en los últimos años es objeto de creciente atención5. A dicho desinterés contribuye el que Locuras de Europa forme parte de lo que podríamos llamar la obra menor del autor de la República literaria y las Empresas Políticas; pero ello no significa que esa obra sea escasa ni de poca importancia, sino, simplemente, que pertenece a otra esfera de su actividad. Y es que, además de sus dos grandes textos citados, Saavedra desarrolló una extensa labor propagandística6 al servicio de la monarquía española durante los años 1633 a 1646. Frente a la erudición o la reflexión, la obra de Saavedra como libelista está marcada por la urgencia política: por ejemplo, toma la pluma en 1635 para dar su Respuesta a la declaración de guerra de Luis XIII contra España; en 1643, con el opúsculo Suspiros de Francia7, para reclamar la paz al mismo rey en nombre del pueblo francés; y entre 1643-1645 para poner de relieve las locuras que se cometen en Europa bajo designio francés.

Este preámbulo sirve para centrar el problema fundamental que suscita el texto de Locuras de Europa, con respecto a la cuestión de literatura y didactismo: ¿es un texto literario o un texto didáctico, concebido con un propósito concreto y coyuntural? En el segundo caso, ¿deben considerarse didácticas, exclusivamente, las restantes obras propagandísticas de Saavedra -o de Quevedo-, y las obras políticas de mayor aliento y extensión del propio Saavedra8 o de Gracián? En suma, ¿debe ignorar la literatura los escritos propagandísticos y políticos de escritores de talla, como los citados, por el mero hecho de que su finalidad no sea exclusivamente artística o estética?

Esta cadena de interrogaciones se debe a la perplejidad que producen recomendaciones de que se estudie en literatura a Saavedra por el valor de su pensamiento en el siglo XVII, y porque proporciona una base más amplia para el análisis de las obras de fantasía en la Edad de Oro; esta opinión autorizada, de John Dowling9, parece olvidar lo que de literario tiene el sueño de la República..., o lo que de fantástico hay en las Locuras..., diálogo entre el dios Mercurio y un escritor inmortal como es Luciano, celebrado en alguna región del aire entre la tierra y el cielo, por muy político que sea el tema de la conversación entre ambos. La perplejidad crece si nos detenemos en adscripciones genéricas, como considerar las Locuras... «breve ensayo político sobre el estado de Europa»10; o en opiniones acerca de la finalidad de esta obrita, casi un juguete literario que Saavedra «... debió de escribir para entretenimiento literario de algunos amigos, pues no se publicó hasta después de su muerte»11.

La evidente discrepancia entre el «ensayo político» y el «entretenimiento literario» no hace más que corroborar el aparente antagonismo entre lo didáctico y lo literario, o entre lo severo y lo lúdico; pero me parece muy sugerente el que discrepen los analistas políticos a la hora de calificar un texto que, analizado en su totalidad -forma y contenido- y desde la óptica de la propaganda, justifica la divergencia. De ahí la necesidad de un estudio literario que complemente la interpretación ideológica y política de la obrita saavedriana, relacionándola con otros textos suyos del mismo carácter y con escritos anteriores a los que tácitamente alude.

Al referirme a los escritos propagandísticos de Saavedra he mencionado dos que tienen mucho que ver con Locuras de Europa: su Respuesta al manifiesto de Luis XIII y los Suspiros de Francia. El primero es una carta o Memorial, como dice el texto, «embiado al rey christianíssimo por uno de sus más fieles vassallos»; y el segundo una queja o petición -especie de poema elegíaco, según Q. Aldea (p. 106), «exclamación» y «suspiros» dice el propio texto (p. 124)- dirigida por la nación francesa a su rey. Los dos son textos francófobos en los que Saavedra oculta su identidad, disfrazándola, y sirviéndose del modelo estructural de la carta literaria para fines de propaganda política. En cuanto a las Locuras..., cuya primera impresión hasta ahora documentada es del siglo XVIII, desconocemos la fecha exacta de composición; pero nada nos impide pensar que el texto circulara de forma manuscrita entre 1643-1645 en un círculo reducido, el de los Congresos de Münster y Osnabrück, donde las delegaciones de los países europeos escucharan las satíricas voces de Mercurio y Luciano. También en esta ocasión Saavedra oculta su personalidad detrás de sus dos personajes, también los propósitos son francófobos12, pero el autor se vale en este caso de la forma dialogística.

No parece casual ni gratuito que Saavedra elija el diálogo en vez de la carta, el libelo, el discurso o el tratado, ante una situación grave como la que padecía en Münster. La representación española en el Congreso, de la que Saavedra formaba parte, se hallaba en una coyuntura desesperada por su escasez de medios económicos, por el distanciamiento progresivo de los delegados del Imperio y por la arrogancia francesa, que dilataba las conversaciones previas para la paz, tan necesaria como ansiada por los españoles. En semejante ambiente Saavedra utiliza el rumor, las entrevistas personales con otras delegaciones, la captación de amistades en el bando contrario y, naturalmente, también la literatura. Porque literaria es la estratagema de poner en boca de un dios y de un escritor satírico la exposición -pretendidamente aséptica y objetiva- de las calamidades europeas, cuando las mismas afectaban a todos y cada uno de los países con representación en Münster, si eran católicos, y en Osnabrück, si protestantes.

También se sirve Saavedra de la escritura, por las mismas fechas, para aproximarse a la potente Suecia con la Corona Gótica (1646). Y no hay que olvidar que en la guerra de los treinta años «se emplea, por primera vez, la imprenta para discutir problemas de política internacional»13. A Fraga Iribarne, que estima en Saavedra al diplomático serio, le parece injusto el que Bougeant califique a nuestro autor de personaje secundario, experto en difundir e interceptar información14, pero nada más acertado -en mi opinión- que confiar tal misión a un literato, cuando en los años anteriores a la Paz de Westfalia se llevaba a cabo una guerra triple: en el campo de batalla con las armas, en Münster y Osnabrück con medios diplomáticos -es decir, con la imagen y la palabra- y, en toda Europa con un verdadero despliegue de papel. Asensio Gutiérrez se refiere a la difusión en España del Mercure français que Saavedra detestaba porque complicaba sus negociaciones en Münster y contra el que se lamentaba en las Empresas:

¡Qué libelos infamatorios, qué manifiestos falsos, qué fingidos Parnasos, qué pasquines maliciosos no se han esparcido contra la monarquía de España!15


Precisamente en las Locuras... Mercurio y Luciano mencionan cuatro discursos franceses a los que Saavedra, sin duda, pretendía neutralizar con su diálogo16; y en un reciente estudio sobre la diplomacia secreta en Flandes se menciona, incluso, la posibilidad de que la delegación española en Münster (Saavedra y su compañero de cancillería Brun) hiciera circular un supuesto informe secreto del Consejo de Estado francés, con el fin de espolear a los belgas contra Francia17. Todo ello significa que, si bien estos opúsculos se han de recibir con cautela por el historiador a la hora de interpretar los hechos18, desde el punto de vista literario son documentos preciosos para demostrar hasta qué punto se imbrican política y literatura.

En este sentido, Locuras de Europa está en la misma línea19 que el Diálogo de las cosas ocurridas en Roma o el Diálogo de Mercurio y Carón, de Alfonso de Valdés, tanto por su tema político20 como por su forma dialogística. Si nos atenemos exclusivamente a esta última, la presencia de Luciano, personaje en el texto, y el término «locura» en el título amplían el campo de relaciones; éstas conducen, respectivamente, al escritor samosatense y a Erasmo, tan marcado -a su vez- por el lucianesco Diálogo de los dioses en el Elogio dé la locura, como lo está Saavedra por esta obra erasmiana en cuanto al pacifismo21, y por ambas en el motivo de los dioses que contemplan los afanes humanos. Por otra parte, mencionar a Luciano supone aludir a su caracterización convencional de satírico y cuestionar la relación entre el diálogo lucianesco y la sátira22, añadiendo otro ingrediente literario más a la supuesta oposición literatura/didactismo.

Si los estudios más recientes sobre el diálogo en el Renacimiento destacan que fue una forma privilegiada de comunicación23, en la que el didactismo se dio siempre por sabido y en la que la persuasión es elemento ineludible para que el diálogo exista24, también se suele admitir que entra en crisis según avanza el siglo XVI25 y que en el XVII es pura forma heredada26, mecanizada, literaturizada. El que Saavedra Fajardo haga propaganda política en forma de diálogo representa, pues, una declaración de conciencia literaria, al servirse de una forma consagrada un siglo antes como eficaz instrumento ideológico y satírico. El doble propósito está presente en Locuras de Europa, diálogo didáctico en tanto que sostiene una tesis -la favorable a los intereses españoles en Münster- y también satírico, por su carácter lucianesco y su sistemática perspectiva antifrancesa. Sin embargo, como veremos a continuación, el esquema didáctico puro de maestro-discípulo se quiebra en no pocas ocasiones, al igual que desaparecen en la parte central del texto las gotas de humor y de ironía propias de la sátira.

Locuras de Europa es, en principio, un diálogo pedagógico27, porque se articula conforme al modelo de preguntas y respuestas, actuando Luciano como domandadore y Mercurio como informador; pero esta primera expectativa no se cumple durante todo el texto, sino que sufre las siguientes oscilaciones:

-Mercurio inicia la exposición a petición de Luciano y, tras la frase «Condesciendo con tu ruego» (p. 30), aborda el tema de las penurias europeas con dos largos parlamentos generales, que dan lugar a la aquiescencia de Luciano, primero, y a una pregunta instrumental, después, para que progrese la explicación. El procedimiento se repite al anunciar Mercurio su narración pormenorizada y concreta de lo que ha visto en Polonia, Suecia, Dinamarca, Holanda, Inglaterra, España e Italia: de nuevo dos extensos parlamentos separados por un asentimiento, en el que Luciano demuestra ya poseer información y opinión sobre el asunto.

-Tras el segundo largo monólogo de Mercurio, Luciano va ganando en dotes dialécticas que, si bien no rebaten la información, introducen argumentos complementarios para profundizar en ella. Así, por ejemplo, cuando Mercurio habla del error de los holandeses, Luciano apunta: «Éste no es el primer error de los holandeses; en otros muchos han caído y caen» (p. 38); o, cuando Mercurio se refiere a un discurso francés titulado La necesidad de ocupar a Dunkerque, y Luciano contesta: «Pues otro discurso he visto yo del fin de la guerra del País Bajo...» (p. 39).

- Siguen otras dos intervenciones del dios centradas ya en los «ambiciosos desinios franceses» y, a partir de este momento, se igualan en extensión y autoridad los parlamentos de los personajes, compartiendo Luciano la explicación de Mercurio y aportando sus propias opiniones, basadas en casos semejantes de la historia próxima o remota, o en las objeciones que presentaría un hipotético adversario de Mercurio: «En este caso piensan los holandeses...» (p. 43), o «Al francés discursista le parece...» (p. 44).

- A continuación y tras una pregunta instrumental para responsabilizar al Príncipe de Orange de los males holandeses, Luciano gana protagonismo; en una larga intervención sobre Holanda parece asumir la función de maestro, como lo hace más adelante al exponer los problemas de Portugal (pp. 51-53).

- Finalmente, se recupera la relación inicial maestro-discípulo hasta el final del texto, con preguntas breves y largas respuestas, con asentimientos por parte de Luciano, o con dudas y reticencias del mismo que actúan como acicates para la argumentación del maestro.

No se mantienen, por lo tanto, las funciones asignadas al principio del texto, sino que se produce un desequilibrio de las mismas en favor de una tesis única, la antifrancesa; para ganar en eficacia ésta es compartida y desarrollada progresivamente por los dos interlocutores. De esta manera, Mercurio no sólo informa a Luciano de las «locuras de los hombres» (p. 29), sino que le explica sus causas desde el inicio del diálogo: «el capricho y conveniencia de uno solo» (p. 30), que es Francia; así logra persuadir a un Luciano ya informado, como Saavedra trataría de convencer a sus colegas de las delegaciones europeas.

Para llegar al apetecido resultado final se usan elementos propios del diálogo lucianesco28, pero manejados por Saavedra Fajardo en función de sus intereses políticos y de la urgencia de la situación. De ahí que la caracterización de los personajes sea mínima, que el humor aparezca sólo en praeparatio, el agradecimiento final y en dos leves detalles del texto, y que el marco espacio-temporal esté muy simplemente esbozado al comienzo y término de la conversación. Ésta se inicia abruptamente, sin un proemio, con una pregunta burlona de Luciano a Mercurio que hace las veces de acotación descriptiva: «¿De dónde, oh Mercurio, bañados los talares, cubierto el cuerpo de polvo y de sudor la frente, no sin descrédito de la deidad, pues la verdadera no está sujeta a las congojas y afanes?» (p. 29). El humor se mantiene en la respuesta del dios: «Tal está la tierra, que aun a los mismos dioses hace sudar» (p. 29). Y se complementa con la ironía subsiguiente de Luciano («Descuido es dellos, si ya no es castigo») y con acotación sobre la característica del dios parlero y mensajero de los dioses («... culpa es de tu inquietud y desasosiego natural dejar el reposo del cielo y bajar a la tierra...»). Ante la siguiente sátira de Luciano («Muy cortos de vista sois los dioses...»), Mercurio responde con otra acotación que presenta al malicioso Luciano convencional: «¿Aún no has perdido, oh Luciano, el impío veneno de tu lengua maliciosa?» (pp. 29-30), característica sobre la que se vuelve en la parte central del texto, cuando los dos personajes parecen tratarse como iguales y sostienen opiniones aparentemente contrarias con respecto al Príncipe de Orange:

LUCIANO.-  Aunque creo que el Príncipe de Orange atiende a su grandeza, no soy tan malicioso que piense que lo procurará con infidelidad...


(p. 47)                


MERCURIO  ¡Oh Luciano! Solamente con los dioses eres malicioso y con los hombres sencillo... si ya no es que hablas con ironía, o quieres obligarme a que te descubra cuanto oculta mi pecho...


(p. 47)29                


Salvo estas acotaciones, nada más en el texto puede caracterizar a los personajes a no ser su propio discurso, como si los lectores conocieran sobradamente a ambos, o como si el autor se desinteresara de ellos en aras de su tema. Por lo que respecta a sus palabras, Mercurio se muestra no sólo informado, sino razonador a la hora de presentar los hechos, sus causas y sus consecuencias; y Luciano más breve generalmente en sus intervenciones, pero provocando el que Mercurio se explaye, y con una cierta tendencia, cuando asiente, a la frase axiomática y generalizadora, como corresponde al personaje experimentado. Tan sólo en una ocasión vuelve a hacer gala del humor y la ironía, a propósito del discurso francés que pide ayuda a los holandeses para la conquista de Dunkerque, cuando replica:

LUCIANO.-  Lo mismo es esa petición que la de aquél que pedía a otro la espada para matalle con ella.


(p. 41)                


A excepción de esta respuesta, la conversación mantiene el tono serio y ajustado al tema propuesto, sin caer en digresiones ni divagaciones, con una economía propia de la urgencia política. Sólo al final del diálogo y una vez abordadas las espinosas y múltiples ramificaciones del conflicto europeo, se recobra la vena coloquial y humorística junto a detalles del marco espacial. Y es que al término de la conversación Mercurio exhibe su locuacidad proverbial sin necesidad de que Luciano le pregunte como al principio; sus parlamentos, si no tan largos, parecen brotar de un afán explicativo nada apresurado que le lleva a añadir argumentos, poner ejemplos y establecer relaciones de similitud no solicitadas por Luciano. Cuando éste se limita a asentir, plenamente informado y convencido, Mercurio insiste y se explaya:

  Añádese a todas estas razones otra no menos fuerte...


(p. 62)                


  Cuasi todos los males internos no se conocieron hasta que se padecen, como no los conocieron los Duques de Saboya...


(p. 63)                


Precisamente la comparación con el caso de Saboya le permite abordar el tema italiano, anunciado al comienzo como el último punto geográfico que había contemplado en su «vuelta» por Europa; por ello Luciano cree cerrado el asunto propuesto e inicia la despedida y el agradecimiento por la información: «No menos has volado con el discurso que con las alas, pues dejándome favorecido con tan varias noticias, has llegado a las cumbres más altas de los Alpes» (p. 63). La alusión al vuelo y a lo alto sirve de nexo con el marco espacial que abría el coloquio, cuando Mercurio se refería a lo visto desde «la suprema región del aire»; por eso el dios, en su último parlamento, emplea, como al principio, el verbo «ver»: «Desde aquí veo que la discordia que subministra Francia...» (p. 63). Sin embargo, el incorregible mensajero parece haber olvidado el ruego de Luciano (relatar brevemente lo más notable) y despliega un aspecto del problema europeo que no estaba en el programa, la cuestión suiza, aprovechando que Luciano ha mencionado los Alpes. Ante la verborrea de su informador, que abarca desde los Alpes las llanuras italianas, un Luciano sospechosamente reticente y cortés cierra el coloquio con una nueva alusión a los dos niveles espaciales del marco, la tierra y el cielo:

No desciendas a ellas [las llanuras italianas]; porque hallándote tan vecino al cielo, corte tuya, abusaría yo de tu generosa cortesía si, después de haberte dado gracias por lo que con más humanidad de hombre que gravedad de dios me has referido, no te suplicase que vuelvas a tu esfera celestial.


(p. 64)                


El obsequioso interés de Luciano por no abusar de Mercurio no debe interpretarse sólo como el engarce estructural con el marco que abría el texto, sino que puede significar, además, un toque humorístico e irónico: el supuesto maestro se recrea en una exposición que él mismo califica de «prolija» («Temo haberte aburrido con tan prolija relación», p. 64), mientras que el discípulo que pedía información suplica ahora que cese la misma. Parece que la malicia lucianesca intuye que no conviene hablar de Italia abiertamente, en los términos en que se expresa Mercurio; éste relacionaba a los «dormidos» potentados italianos con la milicia romana que se pervirtió en Francia y regresó con Julio César para someterse al «yugo de la servidumbre», y ése puede ser el riesgo que acecha a los «potentados» italianos que permanecen pasivos ante el clamor guerrero que los circunda. La ironía sube de nivel si, como se deduce de la premura lucianesca por cortar la perorata, Saavedra estaba aludiendo a unos potentados concretos, el Papa y Venecia, que habían propiciado el Congreso de Münster. A este respecto resulta cuando menos curioso el que también se refiera a Italia en Suspiros... bajo la denominación de «potentados» (p. 120), y califique al entonces pontífice -Urbano VIII- de amigo de los franceses, advirtiendo casi proféticamente que su sucesor habría de alzarse contra ellos «si quisiere cumplir con sus obligaciones» (p. 121). Efectivamente, Inocencio X fue más pro-español, pero no debió de llegar al grado de complicidad antifrancesa que Saavedra deseaba; por ello, puede incluso atisbarse un matiz peyorativo en ese descenso abortado por Luciano, con su petición de que Mercurio no baje desde los Alpes a las llanuras de Italia.

La reticencia y la elipsis desembocan, pues, en humor e ironía al final de un diálogo que ha sido interpretado casi como un tratado de alta política, y en el que hay -no obstante- un deliberado propósito de literariedad. El propio Saavedra afirmaba, por boca de Mercurio, que Münster y Osnabrück eran «las fraguas donde se limpian y templan las armas de todo el mundo, y oficinas de ligas, invasiones, sorpresas y usurpaciones» (p. 32). Para él «La paz anda en las bocas, y la guerra en los corazones y en las plumas», así que en aquella oficina afila su propia pluma y no se limita a un tratado, sino que escribe un diálogo satírico revelador de lo que consideraba hipocresía francesa. Para ello se vale de un léxico preciso y sumamente duro en lo que concierne a Francia y al Príncipe de Orange; de una adjetivación concisa y escueta; de metáforas y comparaciones no muy abundantes, pero eficaces; y, en suma, de un estilo sobrio en el que todo está medido y sopesado. Desde la construcción de frases bimembres y trimembres, a las estructuras simétricas, las analogías y antítesis, o el sabio uso de la amplificatio, la enumeración y las intensificaciones, todos los recursos coadyuvan al razonamiento y a la argumentación concatenada, para crear la impresión de veracidad y conseguir la persuasión.

A dicho efecto contribuye el que Saavedra opte por el monologismo30 según avanza el texto, en justa correspondencia con su visión pragmática y poco heroica de los hechos. Pese a que la información de Mercurio resulte favorable a España, la impresión general del diálogo no delata apasionamiento a favor del país de su autor, sino que éste selecciona argumentos objetivos, algunos de ellos críticos o pesimistas para con la monarquía española, como cuando la reconoce ya cansada de dominar e intentando sólo conservar lo que posee (p. 38), a diferencia de la pujante y ambiciosa Francia. El resultado es una exposición sin pretensiones eruditas ni apenas auctoritas, en la que prima la compasión por los vasallos, a quienes duelen guerras, miseria y tributos, frente a la ciega ambición de sus gobernantes.

Para concluir, Locuras de Europa es un diálogo satírico muy lúcido, que utiliza hábilmente formas, estructuras y figuras literarias para denunciar, en un momento clave de la historia europea, la hipocresía, la confusión, las ambiciones personales y la torpeza de los países que temían la potencia decreciente de la Casa de Austria sin percibir la creciente amenaza francesa. Sólo un escritor y diplomático sagaz podía captar la funcionalidad31 ideológica del diálogo, y dar lecciones de política internacional por medio de dos personajes literarios intemporales y una forma clásica.





 
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