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ArribaAbajoNota relativa a Barnabó Visconti, soberano de Milán en el siglo XIV

Maquiavelo era muy instruido y perspicaz para haberse dejado engañar con respecto a Barnabó, por el mal que de él habían dicho los aduladores del príncipe que le había destronado, como acaece siempre en semejantes circunstancias. Así es como en Francia el adulador de Carlo Magno, aquel monje Eginard, al que él colmó de dádivas, y a quien dio su hija en matrimonio, había acreditado, para encubrir el crimen de la usurpación de Pepino, la falsa opinión de que Childerico, y los últimos reyes de la primera raza, no eran más que unos holgazanes, indignos de reinar. Así como éste, después de haber sido destronado, fue encerrado por el usurpador, padre de Carlo Magno, en un claustro en donde no tardó en perecer; así también, habiendo sorprendido con traición a Barnabó su sobrino Juan Galeas, bajo pretexto de devoción, en el año de 1535, se apoderó de su persona y Estados y mandó meterle en el castillo de Trezo, en el que de allí en breve tiempo murió envenenado. Este Juan Galeas, que se puso inmediatamente a deslumbrar a los milaneses con la fundación de su vasta y famosa catedral, y al que los escritores de su tiempo se apresuraron a formar una genealogía que le hacía descendiente de Anglo, hijo o nieto de Eneas, no careció tampoco de unos que, para ensalzarle más, se echaron a desacreditar a Barnabó.

Es verdad que éste era duro y brutal, pero también amante de la justicia, y estaba dotado de la entereza de que se necesitaba a la sazón para gobernar a los hombres; de ello puede juzgarse por sus instituciones que, en el hecho, como lo dice Maquiavelo, fueron notables por su originalidad. Viendo que muchos deudores, los unos con mala fe y los otros por el desorden de sus negocios, no pagaban sus deudas, fundó una casa de corrección en que mandó encerrarlos, dando a su costa abogados a aquellos cuyos negocios estaban descompuestos, a fin de que no les faltase medio ninguno para restablecerlos y satisfacer después a sus acreedores.

Los hospicios que él fundó para los peregrinos que iban a Roma o volvían de ella, testificaban también no menos su humanidad que su piedad.

El siguiente rasgo, que es el más propio para dar a conocer su genio, es tanto más notable cuanto volvemos a hallarle, dos o tres siglos más tarde, entre las anécdotas añadidas a la vida de Enrique IV. Pero la prioridad no puede disputársele a Barnabó, porque hallamos este hecho en la crónica de su contemporáneo Pedro Azario, escribano de Novara, la que dando principio con el año de 1320 acaba en el de 1362, y no en el de 1262, como M. Ginguené lo dijo por inadvertencia en la Biografía universal y artículo de Azario.

Durante un invierno en que Barnabó había de pasar unas semanas con su corte en su palacio de Marignano, una tarde en que se había extraviado solo cazando en el monte, sin poder, al anochecer, hallar otra vez la senda para volverse, oyó finalmente algún ruido ocasionado por un leñador ocupado todavía en su faena, y se encaminó hacia aquella parte, abocándose con él sin darse a conocer. Le habló al principio de su estado con bondad, y el leñador se quejó muy libremente de su miseria, la que venía a agravar un castellano que Barnabó tenía en Lodi. «¡Ah!, prosiguió el aldeano, si este príncipe estuviera noticioso de las vejaciones de semejante castellano mandaría ahorcarle al punto». «Pero se le puede informar de ello». ¡Las gentes que le rodean se opondrían a esto! Barnabó rogó, finalmente, al leñador que interrumpiera su trabajo para conducirle fuera del monte, y le aseguró que le recompensaría con una determinada cantidad, que el prometió. No podía darla al instante porque no llevaba dinero consigo. El palurdo respondió de sopetón que le era necesario trabajar para sostener a su usitada familia, y se puso de nuevo a partir leña. Creyendo el príncipe que esta negativa provenía del miedo que el leñero tenía de no ser pagado, desprende el broche de plata que él tenía en su cintura y se lo entrega como una prenda de la recompensa prometida. Consiente éste en servirle de guía; lo hace subir el príncipe en las ancas de su caballo, y durante la travesía le incita, con suma familiaridad, a contarle francamente lo que se decía de Barnabó, y el aldeano se explica sin temor. Se queja bien pronto de haber cogido frío a caballo, y dice que quiere andar, Barnabó le deja apearse y afloja el paso de su cabalgadura para seguir a su conductor, al que aconseja que no fuerce el suyo. Continuaba su familiar conversación con él, cuando descubrieron a lo lejos gentes que venían con teas encendidas. «¡Hola, hola!, dijo el aldeano; van, sin duda, en busca del señor Barnabó, que, por amor a la caza, se extravía en el monte a menudo.» Estas gentes se acercan, reconocen al príncipe, se postran, y el leñador se queda pasmado de asombro y de miedo. Le tranquiliza Barnabó, y quiere que le acompañe hasta el palacio de Marignano. Habiendo llegado a él, manda conducir a este aldeano, cuyos vestidos no eran más que andrajos, a la más hermosa sala del palacio, que hagan allí una famosa lumbre para darle calor y que le hagan después cenar con él, a su propia mesa, en donde comúnmente no comía ninguno.

Teniendo Barnabó, durante la cena, al leñador enfrente, le hablaba con la misma cordialidad que en el monte. Después de la cena mandó conducirle a acostarse en un magnífico cuarto, en que había una excelente y suntuosa cama, a la que no osaba llegarse el palurdo. Durmió en ella, al cabo, voluptuosamente. Al levantarse a la mañana siguiente, recibe el convite de pasar al lado del príncipe, que quiere verle; y el príncipe se apresura a preguntarle cómo ha pasado la noche. «Como en la gloria, responde el leñador; pero yo quisiera irme.» «Vengo en ello, responde Barnabó: pero antes me es preciso darte la recompensa que te prometí», y manda darle la cantidad prometida. Habiéndola recibido éste, se acelera a partir para comunicar esto a su mujer e hijos. «Un instante todavía, le dijo el príncipe; quiero que me pidas una gracia.» «¡Ah!, bien, replicó el leñador, alentado con tanta bondad: suplico a vuestra merced que mande restituirme el pequeño caserío que el castellano de Lodi me quitó.» «Le tendrás, y al instante; en presencia tuya voy a escribir la orden de devolvértele.» El regocijado aldeano partió lleno de amor y reconocimiento para con el señor Barnabó.

Un historiador del último siglo dice, refiriendo este rasgo, que Barnabó no permitía que en su nombre cometiesen vejaciones e injusticias; ¡era amante del orden y seguridad pública! No era menos singular en sus actos de rigor que en sus bondadosos rasgos, y la originalidad de que usaba en ellos tenía, necesariamente, la dureza de un genio extremadamente brutal. Las circunstancias en que él los manifestó de un modo más extraño, fueron aquellas en que tuvo que luchar contra las pretensiones de la corte romana sobre el Bolonés que formaba entonces parte de los Estados milaneses.

La ciudad de Bolonia había sido un feudo de los emperadores de Alemania hasta los tiempos de las turbulencias e interregnos del siglo XIII, en que, a la verdad, ella se abandonó al Papa Nicolás III (en el año de 1278), mientras que entregado Milán a una especie de anarquía republicana, forcejeaba contra la ambición de los Torres, que querían hacerse soberanos suyos. Pero cuando el arzobispo Juan Visconti lo fue legítimamente en el año de 1593, gozosos los boloneses con la sabiduría de su gobierno, se entregaron libremente a él. En balde quiso recriminar el Papa Clemente VI, pues el arzobispo Juan se manifestó firme; y quizá no es inútil decir aquí que él mismo, antes de Barnabó, había mostrado mucha originalidad en la resistencia de entregar esta provincia.

Habiéndole enviado el Papa legados para reclamarla, no quiso oírlos más que en su iglesia catedral, en la que, a este efecto, mandó levantar un trono magnífico y elevadísimo. Subió a él y se sentó, tomando en la mano izquierda su pectoral arquiepiscopal, y una espada desnuda en la derecha. Admitió después en su presencia a los legados. Habiéndole declarado éstos, en nombre del Papa, que si no le restituía el Bolonés se lo quitaría el Sumo Pontífice a viva fuerza, respondió el prelado: «¡Pues bien, id a decir a Su Santidad que el arzobispo Juan, con su pectoral y su espada, sabrá defender igualmente su jurisdicción espiritual y sus dominios temporales!» Luego que hubo sido informado el Pontífice de esta respuesta por sus legados, citó al prelado ante sus pies, amenazándole con la excomunión si él no comparecía. Allá iré, dijo el arzobispo; y mandó partir por delante un ejército de 16.000 hombres. Habían puesto ya el pie sobre el territorio pontificio; atemorizado Clemente salió a recibirle, como para ahorrarle una parte del camino al prelado: temió, sin embargo, encontrarse con él, y le despachó un legado para decirle que el arzobispo había hecho lo suficiente para probar su obediencia a la Santa Sede y que el representante de San Pedro quedaba satisfecho.

Habiendo permanecido pacífico poseedor del Bolonés el prelado, le había legado a Barnabó, ante el que Inocencio VI comenzó de nuevo las reclamaciones de la corte romana. Como Barnabó no se dignaba darle oídos, enviole Inocencio dos legados encargados de entregarle una bula, que contenía excomunión si él no restituía aquella provincia. Habiendo sabido el príncipe, quien a la sazón se hallaba también en su palacio de Marignano, que estos legados se acercaban, y que eran abades de Benedictinos, fue a esperarlos en un puente bajo el cual corrían las aguas del Lambro. Llegan los legados y presentan la bula; léela Barnabó, y por toda respuesta les pregunta de qué gustan más entre beber y comer. Conociendo ambos legados el genio del príncipe, y viendo debajo de sus pies el río, dicen que, ya que es preciso elegir, prefieren el comer. Oblígales entonces Barnabó a mascar y tragar la bula de pergamino, sin hacerles gracia de los cordones de seda que ataban el sello, y ni aun el sello, que era de plomo.

Irritado el Papa, habiéndose ligado con otros muchos príncipes de Italia para forzar a Barnabó a la restitución del Bolonés y no atreviéndose Clemente a enviarle legados, le diputaron estos príncipes algunos embajadores, para declararle que si restituía esta provincia no obraría la liga contra él. Los recibió muy bien Barnabó en su palacio de Milán; pero luego que ellos se hubieron explicado, mandó traer los vestidos blancos destinados a los insensatos, mandó que los condujeran revestidos así a la puerta interior de su palacio, en donde fueron obligados a subir a caballo y permanecer expuestos por espacio de dos horas a la irrisión pública. Después de lo cual, y conforme a las órdenes que tenía él dadas, fueron paseados estos diputados por todas las calles de la ciudad, seguidos por las rechiflas del pueblo, y, por último, conducidos con el mismo traje y séquito hasta más allá de la frontera de los Estados de Barnabó.

Las desgracias de este príncipe ocasionaron después, al principado de Milán, la pérdida del Bolonés; pero su sobrino Juan Galeas le recuperó, y aun llegó en sus conquistas hasta los Estados pontificios, en los que se apoderó de Perusa, Espoleto y Nocera.

Barnabó era, sin duda, un príncipe muy considerado en su tiempo; porque el duque Leopoldo de Austria, del cual desciende el actual emperador, había venido en persona a casarse en Milán, en su palacio mismo, con una de sus cinco hijas. De él desciende principalmente el corto número de familias Visconti que pueden gloriarse de semejante apellido. Había tenido una grandísima cantidad de hijos, y a su muerte dejó treinta y dos vivos, sin contar los que estaban mamando todavía.




ArribaAbajo Extractos de los discursos de Maquiavelo sobre las décadas de Tito Livio


ArribaAbajo§ I

Es difícil que un pueblo que, después de haber tenido el hábito de vivir bajo un príncipe, cayó, por alguna casualidad eventual, bajo un Gobierno republicano, permanezca en él. (cap. 16 del lib. I)


Nos muestran numerosos ejemplos referidos por las antiguas historias, cuán difícil le es a un pueblo que, después de haberse habituado a vivir bajo un príncipe, se puso por algún acaecimiento bajo un gobierno republicano, el permanecer en él... No sabiendo raciocinar sobre las defensas ni ofensas públicas, se vuelve muy fácilmente a la obediencia de un príncipe.

El príncipe que no cuida entonces de asegurarse de aquellos súbditos suyos que son enemigos del nuevo orden que él establece, no constituye más que un Estado cuya existencia será breve774.

Pero como en todas las repúblicas, de cualquier modo que estén constituidas, no hay nunca más que cuarenta o cincuenta ciudadanos que consigan las plazas en que se manda, y que como este número es corto, le será fácil al príncipe el apoderarse de ellos, ya quitándolos775, ya confiriéndoles tanto honor que ellos, según su condición, puedan hallarse satisfechos776; lo restante puede contentarse fácilmente por medio de leyes e instituciones que proporcionen la seguridad general con la del príncipe. Si él las hace, y el pueblo ve que ningún accidente desordena el curso de estas leyes, bien pronto vivirá contento y sosegado. Para ejemplo suyo tenemos el reino de Francia, en el que no se vive con seguridad sino porque allí los reyes están sujetos a unas leyes en las que sus pueblos hallan la suya propia. El que ordenó este Estado quiso que estos monarcas dispusieran a su arbitrio de los ejércitos y erario público, pero que no pudieran disponer de lo restante de diferente modo que lo habían arreglado las leyes777.




ArribaAbajo§ II

Un pueblo corrompido que se puso en república no puede mantenerse en ella más que con una suma dificultad. (cap. 17, del lib. I)


Sin volver al ejemplo de Roma, me limito al de los milaneses, que, después de muerto el duque Felipe María Visconti, se constituyeron en república y no pudieron permanecer en ella más que dos años y medio, a causa de su extrema corrupción.

[...]

Cuando la masa es corrompida en un Estado, las buenas leyes no sirven ya de nada, a no ser que se confíe su ejecución a un hombre que pueda tener suficiente fuerza para hacerlas observar, de modo que la masa se haga con ellas virtuosa778; pero no creo que esto haya acaecido jamás, y ni aun que sea posible que esto acaezca. Cuando se vio restablecer una república caída en decadencia por la corrupción de la masa, no se restableció por la generosidad hecha virtuosa, sino únicamente por la virtud de algún sujeto de un superior mérito que, viviendo en medio de ella, hizo revivir allí buenas instituciones; e inmediatamente después de su muerte cayó ella de nuevo en sus anteriores vicios, como se vio en Tebas. La virtud de Epaminondas había podido, mientras él vivió, conservar allí la forma de república e imperio; pero luego que él hubo muerto volvió Tebas a sus antiguos desórdenes779. La vida de un hombre de semejante temple no puede ser jamás bastante larga, para que él tenga lugar de acostumbrar perfectamente al bien una ciudad habituada mucho tiempo hacia al mal. Y si este hombre, aun cuando él viviera muchísimo tiempo, o aun dos hombres virtuosos que se sucedieran, no pueden bastar para dirigirla completamente al bien, no puede menos de perecer ella repentinamente cuando falta uno de ellos, así como acabo de decirlo, a no ser que él le haya hecho renacer ya a costa de muchos peligros y sangre.

La corrupción y la poca aptitud para la vida libre de la república, provienen de las desigualdades que allí se hallan780, y cuando uno quiere restablecer la igualdad, es necesario tomar grandísimos medios, medios extraordinarios que pocos hombres saben o quieren emplear781.




ArribaAbajo§ III

Cuando un Estado monárquico empezó bien, puede mantenerse en él un príncipe débil; pero no hay ningún reino que pueda sostenerse cuando el sucesor de este príncipe es tan débil como él. (cap. 19, del lib. I)


Considerando la virtud y modo de obrar que tuvieron Rómulo, Numa y Tulio, estos tres primeros reyes de Roma, se ve qué suerte extremamente feliz tuvo esta ciudad bajo semejantes monarcas, de los cuales el primero fue belicoso y brutal, el segundo pacífico y piadoso, y el tercero igual a Rómulo en su ferocidad, más amante de la guerra que de la paz. Era necesario para Roma, en sus primeros principios, que después de Rómulo tuviera ella a un hombre como Numa, que fuera capaz de introducir en ella la civilización; pero fue después igualmente necesario que los otros reyes tuviesen el valor de Rómulo, sin lo cual esta ciudad se hubiera vuelto afeminada y despojo de sus vecinos782.

Esto presenta ocasión de hacer observar que el sucesor de un príncipe valeroso, aunque no tenga tanto brío como él, puede mantener su Estado por un efecto subsistente del rey que le antecedió783. Goza del fruto de sus fatigas; pero si acaece que él viva mucho tiempo, o que tras él sobreviene uno que no le sobrepuje en valor, su reino caerá en ruina necesariamente784. Si, por el contrario, dos príncipes, uno tras otro, son de un grandísimo valor, se ve con frecuencia que ellos hacen grandes cosas; y que estas cosas se ensalzan con su reputación hasta las nubes785. David fue, sin duda, un famoso hombre, bajo el aspecto de las armas, de la ciencia y juicio; fue tan eminente su valor, que después de haber vencido y abatido a todos sus vecinos786, dejó a Salomón, hijo suyo, un reino sosegado que éste pudo conservar con sus talentos para la paz, y por el efecto de la belicosa fama de su padre. Gozó felizmente de los frutos del valor de David; pero no pudo hacer gozar por entero de este reino a su hijo Roboam. No siendo éste igual a su abuelo bajo el aspecto de la valentía, y careciendo de una fortuna igual a la de su padre, no fue más que con sumo trabajo el heredero de la sexta parte únicamente de sus Estados.

Aunque Baisit, sultán de los turcos, gustaba más de la paz que de la guerra, pudo gozar del fruto de los trabajos de Mahometo, padre suyo, quien, habiendo abatido al modo de David a sus vecinos, dejó a su hijo un reino seguro, de modo que éste pudo conservarle fácilmente con el talento de la paz. Pero si el nieto de Mahometo, este Sali que actualmente reina, se hubiera hallado parecido a su padre hubiera perdido este reino: y le vemos, por el contrario, sobrepujar en gloria a su abuelo787.

Con arreglo a estos ejemplos, digo, pues, que a continuación de un gran príncipe, su sucesor, aunque débil, puede conservarse, a no ser que él sea como el de Francia, y que sus antiguas instituciones no bastan para sostenerle. Pues bien, los príncipes son débiles cuando no están habilitados siempre para hacer la guerra788.

De todo este discurso concluiré que el sumo valor de Rómulo proporcionó a Numa Pompilio la facilidad de gobernar Roma, durante muchos años, con el arte de la paz; pero que fue una grande dicha para Roma que después de Numa viniese Tulo, que, con su marcial arrogancia, se granjeó la fama de Rómulo. Anco, que le sucedió, fue dotado de un tal natural, que le fue posible permanecer en paz y hacer la guerra789. A los principios había tratado de permanecer en paz; pero habiendo advertido inmediatamente que sus vecinos le tenían por afeminado, y le apreciaban poco por esta razón misma, juzgó que, para conservar Roma, era menester que él se volviera hacia la guerra y se asemejara a Rómulo en vez de imitar a Numa.

Cuantos príncipes poseen Estados deben comprender por estos ejemplos que aquel de ellos que se parezca a Numa conservará o no su Estado, según que los tiempos o la fortuna le sean propicios o adversos; pero el que se asemeje a Rómulo y esté, como él, fuertemente provisto de prudencia y armas, le conservará en todos los casos, a no ser que una fuerza excesiva y tenaz se lo quite. Se puede decir con certeza que, si Roma hubiera tenido por su tercer rey a un hombre que no hubiera sabido con las armas restituirle su primera reputación, ella no hubiera podido nunca, o con una suma dificultad únicamente, asegurarse ni lograr los grandes triunfos que tuvo. Así, mientras que ella existió como monarquía, corrió el peligro de perecer bajo un rey débil o malo.




ArribaAbajo§ IV

El príncipe que entra en un Estado nuevo para él debe renovarlo allí todo. (cap. 26, del lib. I)


Cualquiera que se hace príncipe de un Estado o provincia, especialmente cuando está débilmente sentado en ellos, no tiene mejor medio para conservar este principado, desde que él es allí príncipe nuevo, que el de renovarlo todo. Es necesario que en las ciudades establezca él nuevos gobiernos con nombres nuevos, una autoridad nueva y nuevos hombres, y aunque haga ricos a los que eran pobres, como lo hizo David cuando llegó a ser rey: qui esurientes implevit bonis, et divites dimisit inanes790. Además de esto, debe edificar nuevas ciudades, destruir las viejas, trasplantar a los moradores de uno a otro paraje; en una palabra, no dejar nada sin mudanza en esta provincia y hacer que en ella no haya dignidad, puesto, estado, ni riqueza que no se miren con reconocimiento y como dimanados de él por los que los poseen791. Tómese por objeto de mira Filipo de Macedonia, padre de Alejandro, que, de reyezuelo que él era, llegó a ser, con semejantes medios, príncipe de la Grecia entera. El historiador de su vida dice que él hacía pasar a los habitantes de una provincia a otra diferente, como los guardas de rebaños trasladan sus ganados de unos pastos a otros. Pero estos medios son muy crueles y contrarios a las ideas, no solamente de la religión cristiana, sino también de la humanidad; por esto, viéndose precisado a abstenerse de ellos todo hombre sensible y honrado, debe primero vivir como particular que querer reinar con la ruina de tantas personas792. Pero el que, no limitándose a este sabio partido, quiera reinar en una provincia nueva, no puede menos que hacer este mal si quiere mantenerse793. Ciertas vías medias que algunos toman les son perniciosísimas, con el motivo de que no saben ser enteramente buenos, ni enteramente malos794.




ArribaAbajo§ V

El populacho es atrevido, pero en el fondo es debilísimo. (cap. 52, del libr. I)


Muchos romanos, después de la ruina de su patria que el paso de los franceses795 había ocasionado, habían ido a domiciliarse en Veyes contra los estatutos y prohibición del Senado. Para remediar semejante desorden, prescribió éste a los tránsfugas, por medio de edictos públicos y bajo determinadas penas, que se volvieran a Roma dentro de un tiempo fijo. Luego que estuvieron noticiosos de estos edictos, se mofaron al principio de ellos; pero después, cuando el tiempo señalado para obedecer se acercó a su término, todos se sometieron y volvieron796. Tito Livio refiere el hecho por el tenor siguiente: «Cada uno de estos hombres, todos los cuales eran feroces, obedeció a su propio temor». Ex ferocibus universis singuli metui suo obedientes fuere. Y realmente no puede hacerse una mejor pintura de la índole del vulgo en semejantes ocurrencias que la hecha en este pasaje. Es él audaz muy a menudo en sus discursos contra las providencias de su soberano; pero cuando después llega el castigo a acercársele, desconfiándose cada uno de su vecino, todos creen deber hacer prueba de su obediencia.

Así, pues, es cierto que cuanto se dice de la buena o mala disposición de un pueblo, debe reputarse como cosa de leve monta, si te hallas en una situación harto bien ordenada para que puedas contenerle, y si puedes dar providencias para no ser ofendido por individuo ninguno mal o bien dispuesto. No quiero hablar aquí más que de aquellas malas disposiciones que infunden en los pueblos cualquiera otra causa que la pérdida de su libertad, o de un príncipe a quien aman, si está vivo todavía797. Las malas disposiciones que dimanan de estas causas son formidables con superioridad a toda expresión798. Hay necesidad de remedios mayores para reprimirlas y contenerlas; en vez de que esto es fácil con respecto a las otras malas disposiciones, con tal que los pueblos no tengan jefe ninguno a quien poder recurrir. No hay nada, si se quiere, que por un lado sea más temible que un vulgo desenfrenado y sin cabeza; pero ni nada que por otro sea más débil799. Aun cuando tuviera él las armas en la mano, será más fácil reducirle si, sin embargo, puedes librarte del primer choque800; porque después, cuando los espíritus estén algo fríos, y cada uno vea que le es preciso volverse a su casa, comenzando, entonces, a dudar sobre la bondad de su causa y sobre la fuerza de su valor, pensarán en mirar por su salud, ya con la huida, ya con la sumisión. Por esto, un vulgo sublevado, que quiera evitar semejantes peligros, debería elegirse en su seno un caudillo801 y pensar en su defensa, como lo hizo el populacho de Roma cuando, después de la muerte de Virginia, se salió él de Roma y creó veinte tribunos, escogidos en su seno, a quienes dio el encargo de salvarle. Cuando la plebe no toma semejantes precauciones, le acontece siempre lo que decía ahora Tito Livio; es, a saber, que todos juntos son audaces, y que después cada uno se vuelve cobarde y débil cuando empieza a pensar en el peligro que le amenaza802.




ArribaAbajo§ VI

Cualquiera que llega de una condición baja a una suma elevación, lo consigue mucho más con el fraude que con la fuerza. (cap. 13, del lib. II)


Miro como cosa muy verdadera que no sucede nunca, o más que rarísimas veces a lo menos, que nacido un hombre en una condición humilde, llegue a un puesto eminente sin la fuerza o el dolo, a no ser que este puesto se le haya conferido por munificencia o dejado en herencia; pero no creo que se haya visto jamás que la fuerza sola haya bastado, mientras que a menudo se reconocerá que no hubo necesidad más que del fraude803. Lo verá claramente cualquiera que lea la vida de Filipo de Macedonia, la de Agatocles el siciliano y las de otros muchos de esta especie, que, de muy pequeña condición, y aun de baja ascendencia, llegaron a reinar o a ejercer grandes mandos. Xenofonte, por lo demás, nos muestra la necesidad de engañar, en su historia de Ciro804, cuando forma enteramente con fraudes la primera empresa de su héroe contra el rey de Armenia, y cuando le hace ocupar su reino, no con la fuerza, sino con embusterías. ¡Ah!, no se crea que por ello quiera yo concluir otra cosa de una semejante conducta, sino que un príncipe que quiere hacer cosas resplandecientes se pone en la necesidad de aprender a engañar805. Xenofonte nos presenta también a este héroe, engañando de muchas maneras a Viajares, rey de los medos y tío suyo materno; y muestra que Ciro, sin los engaños de que usó con él, no podía conseguir la grandeza a que llegó.

No creo que pueda decirse nunca que, entre los que nacidos de una humilde condición llegaron a empuñar el cetro, hay ni siquiera uno solo que lo haya hecho únicamente a viva fuerza y con franqueza806. Se halla, por el contrario, que hay muchos que lo lograron sin más medio absolutamente que el fraude, y de cuyo número es Juan Galeas, que, por este solo medio, quitó el Estado y mando de la Lombardía a su tío Messer Barnabó807.

Lo que los príncipes están precisados a hacer para su elevación, es también de necesidad en las nuevas repúblicas, hasta que se hayan hecho poderosas, y que no necesiten ya más que la fuerza para sostenerse. Como Roma empleó por todo estilo, unas veces por un efecto de la casualidad, y otras por elección, todos los expedientes necesarios para llegar a la grandeza, no dejó de hacer ella también uso de éste. ¿Le era posible, en sus principios, imaginar un engaño más fuerte que la estratagema de que se valió para proporcionarse algunos aliados, supuesto que, bajo este nombre de aliados hizo esclavos de su dominación a los latinos y demás pueblos de las inmediaciones? Después de haberse servido primeramente de los latinos para sujetar a los pueblos circunvecinos y adquirir la reputación de un Estado poderoso, se vio aumentada en tanto grado, luego que los hubo sojuzgado, que pudo derrotar después a cada uno de sus aliados. No echaron de ver los latinos que se habían convertido enteramente en esclavos suyos, más que cuando la vieron derrotar por dos veces a los samnitas y forzarlos a tratar con ella. Como esta victoria aumentó singularmente su reputación entre los príncipes distantes, que conocieron la fuerza del pueblo romano, sin que él les diera a conocer la de sus armas, los que la veían y experimentaban, entre los que se hallaban los latinos, concibieron celos y temor de ella. Esta envidia y temor fueron de tanta eficacia que no solamente los latinos, sino también las colonias que los romanos tenían en el Lacio, unidos con los campanos, a los que aun éstos habían defendido poco antes, se conjuraron contra ellos. De esto, aquella guerra que los latinos suscitaron contra Roma, no atacando a los romanos, sino defendiendo a los sidicinos contra los samnitas, que les hacían la guerra con el beneplácito de Roma808.

Es tan cierto que los latinos, por haber reconocido esta trapacería de los romanos pelearon contra ellos de este modo, que Tito Livio pone las siguientes palabras en la boca de Anio Setino, pretor latino, cuando habló sobre esta materia en su consejo: «¿Podríamos, les decía; podríamos sufrir el ser todavía esclavos a la sombra de un tratado hecho con buena fe por nuestra parte?» «Nam si etiam nunc sub umbra foederis aequi servitutem pate possumus, etc. (Lib. VIII, 3, 6 )

Así, pues, se ve que los romanos, en sus primeros acrecentamientos, hicieron tan grande uso del fraude que necesitaron de éste siempre los que, partiendo de un punto muy poco apreciado, querían subir a unos puestos sublimes; y que le condenan tanto menos cuanto mejor disfrazado está, como lo estuvo el de los romanos.




ArribaAbajo§ VII

El príncipe que, por medio de su deferencia con los gobernados, cree templar su osadía, se engaña comúnmente. (cap. 14, del lib. II)


Se vio a menudo que esta deferencia es no solamente inútil del todo, sino perjudicial, especialmente cuando la ejerces con hombres insolentes que por envidia u otros motivos te tienen odio809. Tito Livio lo testifica con motivo de la guerra entre los romanos y latinos. Habiéndose quejado los samnitas a los primeros de que los segundos los habían atacado, no quisieron los romanos impedir que los latinos hicieran esta guerra, para no irritarlos. La reserva de los romanos no solamente irritó a los latinos, sino que también les hizo volverse más osados contra ellos, y se declararon por enemigos suyos más pronto que lo hubieran hecho sin esto. Tenemos la prueba de ello en las palabras del pretor latino Anio, cuando decía en su consejo: «Habéis hecho prueba de su paciencia, negando las tropas que habíais prometido suministrarles cerca de doscientos años hace; y ninguno duda de que, con ello, hubierais debido enardecerlos contra vosotros. Sufrieron, sin embargo, sosegadamente este desaire; y aun, luego que hubieron sabido que preparábamos ejércitos contra los samnitas, aliados suyos, no salieron de su ciudad contra nosotros. ¿De qué les viene una tan grande moderación, sino del conocimiento que tienen de sus fuerzas y de las nuestras?» Tentastis patientiam negando militem: quis dubitet exarsisse eos? Pertulerunt tamen hunc dolorem. Exercitus nos parare adversus samnites foederatos suos audierunt, nec moverunt se ab urbe. Unde haec illis tanta modestia, nisi a conscientia virium, et nostrarum et suarum? Se reconoce claramente, por este texto, que la paciencia de los romanos no sirvió más que para engendrar la arrogancia de los latinos.

Así, pues, un príncipe no debe consentir jamás en bajar de su clase ni abandonar nunca cosa ninguna, a no ser que él no pueda o crea no poder retener lo que quieren obligarle a ceder810. Más vale verle casi siempre, cuando la cosa ha llegado a un punto en que no puedes cederla gustoso, que te la dejes quitar por medio de la fuerza, en vez de dejártela robar por medio de ésta811. Cuando la cedes por miedo no es más que para ahorrarte una guerra, y con la mayor frecuencia no la evitas. Aquel a quien, por efecto de una visible cobardía, hayas acordado lo que él quería, no parará en esto sólo. Querrá quitarte otras cosas; y se enardecerá tanto más contra ti cuanto menos te estime a causa de tu anterior flojedad, y que, por otra parte, no puedes menos de hallar tibios a sus defensores, con el motivo de que les parecerás cobarde o débil. Pero si habiendo descubierto prontamente las intenciones de tu enemigo preparas al punto tus fuerzas contra él, comienza a estimarte, aun cuando sean inferiores a las suyas, y los demás príncipes conocen que se aumenta entonces su aprecio para contigo812. Alguno de aquellos que, si te abandonaras a ti mismo, no te auxiliaría jamás, tiene ganas de ayudarte luego que te ve volar a la armas. Esto se refiere al caso en que tuvieras enemigos con que embestir: si carecieras ya de ellos, obrarías siempre prudentemente en devolver a alguno de los que lo hubieran sido lo que poseyeras todavía de las cosas que le pertenecen813; y deberías hacer esta restitución propia para ganártele, aun cuando por otra parte te hubieran declarado ya la guerra, porque este procedimiento le separaría infaliblemente de la liga de tus enemigos814.




ArribaAbajo§ VIII

Cuán peligroso es para un príncipe, así como para una república, el no castigar un ultraje hecho a una nación o particular. (cap. 28, del lib. II)


Puede conocerse cuánto la indignación, causada por la impunidad de los culpables, debe ocasionar de funesto si se considera lo que aconteció a los romanos por no haber castigado la perfidia de sus tres embajadores con respecto a los franceses815, para los cuales se había enviado a Clusi. Éstos atacaban esta ciudad de Toscana, y sus moradores habían pedido socorro a Roma. Los embajadores romanos, que eran tres Fabios, habían recibido el encargo de disuadir, en nombre del pueblo romano, a los franceses de hacer la guerra a los toscanos. Pero hallándose trabada ya la pelea cuando ellos llegaron, se pusieron inmediatamente del lado de estos últimos, contra los franceses, y enajenados éstos con la indignación que resentían, dejaron al punto la Toscana para dirigirse contra Roma. Su fuerza tomó incremento en su marcha, porque supieron que los diputados que ellos mismos habían enviado al Senado romano para quejarse de los suyos, y pedir que en satisfacción del perjuicio que se les había causado, se les entregasen o fuesen castigados de otro modo, no solamente no habían sido oídos, sino que, además, en presencia de ellos, los comicios habían creado tribunos a los tres pérfidos Fabios, y que aun les habían conferido la potestad consular.

Viendo los franceses honrados hasta este grado a los que no eran dignos más que de ser castigados, miraron esta conducta como ofensiva e ignominiosa para sí mismos, y enardecidos de ira e indignación cayeron sobre Roma y la tomaron, excepto únicamente el Capitolio816.

Ahora bien, no acaeció esta desgracia a los romanos sino porque habían faltado a la justicia; porque sus embajadores, que debían castigarse por haber obrado criminalmente contra el derecho de las naciones, eran colmados de honores por esta infamia misma.

Cuiden, pues, bien tanto los príncipes como las repúblicas, de no hacer nunca injuria grave a una nación, y ni a un simple particular; porque si ofendido gravemente un hombre, ya por el público, ya por un particular, no recibe satisfacción de ello, se vengará de un modo funesto siempre para el Estado. Si esto acaeciera en una república, la venganza del ofendido se dirigiría a arruinarla817; y si esta impunidad se verifica bajo el gobierno de un príncipe y el ofendido tenga algún honor, no estará nunca sosegado hasta que se haya vengado en el príncipe mismo, aunque debiera hallar su propia desgracia en el acto de su venganza818.

No podemos recordar un ejemplo más palpable de esta verdad que lo que sucedió a Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Tenía en su corte al joven Pausanias, tan noble como era hermoso; habiendo cogido Atalo, uno de los primeros cortesanos de Filipo, una pasión infame a este joven, y tratando en balde de hacerle consentir en los deseos de su brutalidad, concibió el designio de lograr, por medio de la falacia o la fuerza, lo que sabía no poder alcanzar de otro modo. Para este efecto convidó a Pausanias, con otros muchos caballeros de la nobleza, para un gran festín; y después de haber reducido a éstos a la brutalidad de la destemplanza con la abundancia de los vinos y manjares, hizo robar a Pausanias, al que por su orden condujeron a un lugar apartado, en el que no contento con profanarle le hizo profanar también por otros muchos. Pausanias se quejó muchas veces de este ultraje a Filipo, quien, después de haberle dado por mucho tiempo esperanzas de vengarle, no solamente no hizo nada que sirviera de satisfacción, sino que también añadió su propia injuria a la que se había hecho ya a este noble mancebo, porque propuso a Atalo para un gobierno de la Grecia819. Viendo Pausanias que un culpable tan infame, bien lejos de ser castigado era honrado, le olvidó, para dirigir todo su resentimiento contra Filipo, que no le había vengado; y en la mañana de un día solemne destinado a la celebración de las bodas de la hija de este rey, acordada en matrimonio a Alejandro de Epiro, al tiempo que yendo el monarca de Macedonia al templo para la ceremonia marchaba entre los dos Alejandros, el uno su yerno, y el otro su hijo, le asesinó Pausanias.

Este ejemplo, harto parecido al que me han suministrado los romanos, debe hacer la impresión en cuanto hombre a reina. El príncipe no debe tener nunca en tan poco a ninguno de sus súbditos que crea que agregando su propia injuria a la que uno de ellos haya recibido de un particular o palaciego haga que el ofendido no tenga la idea de vengarse, con detrimento del príncipe, aun cuando en ello hallara el de su propia persona.




ArribaAbajo§ IX

La fortuna ciega el espíritu de los hombres, cuando ella no quiere que se opongan a sus designios. (cap. 29, del lib. II)


Si se considera bien cómo van las cosas humanas, se reconocerá que a menudo sobrevienen accidentes contra los que los cielos no quisieron que los hombres pudieran preservarse820. Supuesto que esto acaeció en Roma, en que había tanto valor, tanta piedad y un orden tan perfecto, no es de extrañar que lo veamos acaecer frecuentemente en esta ciudad, en aquella provincia, que no poseen los mismos beneficios. Y como Roma es muy notable en la prueba que ella nos presenta del dominio del cielo sobre las cosas humanas, Tito Livio demostró ampliamente en la historia de esta ciudad, semejante verdad con hechos y raciocinios. Termina su exposición con las siguientes palabras: «Así ciega la fortuna los espíritus cuando ella no quiere que se reprima su fuerza, celosa de triunfar». Adeo obcaecat animos fortuna cum vim suam ingruentem refringi non vult.

No habiendo cosa ninguna más verdadera que esta conclusión: los hombres cuya vida se forma de grandes adversidades, o de una perenne prosperidad, no merecen censura ni elogios821; se verá con la mayor frecuencia que los que llegan a una gloriosa elevación o que caminan hacia su ruina, son conducidos como naturalmente por los cielos, que les proporcionan propicias ocasiones o les privan de la facultad de obrar con valor822.

Cuando la fortuna quiere que se obren grandes cosas, obra competentemente eligiendo a un hombre de un ingenio bastante vasto para conocer las ocasiones que ella va a presentarle, y de un valor bastante grande para poder aprovecharse de ellas823. Obra ella igualmente muy bien cuando, queriendo que sucedan grandes desastres, pone al frente de los negocios a aquellos hombres limitados, tímidos o torpes, que no saben más que auxiliarla en las ruinas que ella proyecta824. Si entonces se presenta alguno que tenga fuerzas para oponérseles, le hace perecer ella o le priva de todo medio de ejecutar ninguna empresa útil825.

Es, pues, mucha verdad que los hombres pueden dar auxilio a la fortuna; pueden dirigir, pero no cortar el hilo de sus operaciones. Sin embargo, no deben desanimarse jamás; porque no sabiendo el fin que ella lleva, y caminando ellos mismos por sendas desviadas y desconocidas, tienen siempre lugar de esperar, y por consiguiente de sostenerse con la esperanza en cualquiera circunstancia crítica o incómoda en que se hallen826.



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