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Muerte de Tiberio

Pilar González-Conde

El año 37 d. C. murió Tiberio en su exilio de Capri, a donde se había retirado unos años antes. Los acontecimientos de sus últimos momentos de vida han sido relatados por Suetonio y Tácito, que difieren ligeramente sobre los mismos. Entre las personas que acompañaban al Príncipe estaban Macro (prefecto del pretorio, al mando de las unidades que componían la guardia del príncipe); Gaio (Calígula), el hijo menor de Germánico, ahora hijo adoptivo de Tiberio; y Tiberio Gemelo, nieto del Príncipe. Los dos últimos, como parientes vivos más próximos al monarca, eran potenciales sucesores.

Según Suetonio, la muerte del monarca hizo estallar el odio que la población de Roma sentía por él, debido a su supuesta crueldad, de manera que la plebe de Roma dudaba entre arrojar su cadáver al Tíber (haciendo un juego de palabras, el biógrafo dice que gritaban «Tiberio, al Tíber») o a las Gemonias (como si fuera el cuerpo de un ajusticiado).

El testamento de Tiberio dejaba como herederos a Gaio y a Tiberio Gemelo, pero la prematura muerte de éste, poco después de la del propio Príncipe y con las habituales sospechas de asesinato que acompañaban a las muertes de la familia imperial, dejó a Gaio la única legitimidad dinástica posible.

Los beneficiarios de la generosidad de Tiberio a través de sus disposiciones testamentarias eran, como se esperaba del Príncipe, la plebe y los soldados y las sacerdotisas del templo de Vesta (depositarias del documento), aunque en el pasado ya se había demostrado que estos donativos se podían retrasar indefinidamente si las arcas del Estado no estaban muy saneadas, tal y como había ocurrido con los testamentos de Augusto y Livia.

«(Tib., 73, 2). Hay quienes creen que le fue propinado por Gayo un veneno lento y mortífero; otros, que le fue negado el alimento que pedía al remitirle un ataque fortuito de fiebre; algunos, que fue ahogado con un colchón cuando, al volver en sí, buscaba el anillo que le había sido sustraído del dedo durante un desfallecimiento. Séneca escribe que, al presentir su fallecimiento, mantuvo durante un tiempo el anillo que se había quitado como para dárselo a alguien; que después se lo puso de nuevo en el dedo y yació durante mucho tiempo inmóvil con la mano derecha cerrada; y que, tras haber llamado a sus esclavos y no responderle nadie, se levantó de improviso y, al fallarle las fuerzas, dio consigo en el suelo no lejos del lecho.

(Tib., 75-76). El pueblo se alegró tanto por su muerte que, al primer anuncio de ella, unos corrían de un lado a otro gritando: "¡Tiberio, al Tíber!", otros rogaban a la madre tierra y a los dioses Manes que no otorgaran al muerto sede alguna sino entre los impíos, y otros amenazaban al cadáver con el garfio y las Gemonias, exasperados por el recuerdo de su antigua crueldad y por otra nueva atrocidad. Pues, como se había establecido por un decreto del Senado que el suplicio de los condenados se aplazara siempre hasta el décimo día, ocurrió casualmente que el día fijado para la ejecución de algunos de ellos era el mismo en que se anunció la muerte de Tiberio. Al implorar estos ayuda a los ciudadanos, porque no había nadie a quien suplicar e interpelar por hallarse ausente todavía Gayo, los guardianes, para no hacer nada en contra de lo ordenado, los estrangularon y arrojaron a las Gemonias. Por eso creció aún más el rencor, como si la crueldad del tirano perdurara incluso después de su muerte. Cuando se comenzó a trasladar el cadáver desde Miseno, aunque muchos gritaban que era mejor trasladarlo a Átela y quemarlo a medias en el anfiteatro, fue transportado a Roma por unos soldados y quemado en la pira con exequias públicas.

Había hecho el testamento por duplicado dos años antes, un ejemplar autógrafo y otro por mano de un liberto, pero ambos con el mismo modelo, y los había refrendado con la firma de personas incluso de la más baja condición. En él dejó como herederos a partes iguales a sus nietos Gayo, hijo de Germánico, y Tiberio, hijo de Druso, y ordenó que se sucedieran el uno al otro respectivamente. Hizo también legados a muchas personas; entre ellas, a las vírgenes vestales, pero también a todos los soldados y plebeyos de Roma a título individual, e incluso, en otro párrafo aparte, a los jefes de los barrios».

(Suetonio, Tiberius, 73, 2 y 75-76. Edición de Vicente Picón, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 388-389.)