La odisea del capitán Miranda
Félix Santos
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Ésta es la historia de una gran aventura culminada con éxito. Pero aunque termina bien no deja de ser una historia de perdedores, una historia de exiliados que jamás pudieron volver a su patria.
Es la historia de una hazaña muy singular. Porque sus protagonistas no eran precisamente aventureros, esa gente que huyendo del hastío de una vida monótona o por puro amor al riesgo se meten, en busca de emociones extraordinarias y despreciando peligros, en trances de resultado incierto. Por espíritu aventurero jóvenes de todas las épocas y de todos los países han protagonizado y siguen protagonizando auténticas proezas llevados por el ansia de vivir cosas extraordinarias, de alzarse con algún récord, por huir de una vida insípida y sin alicientes o por sentir las fuertes emociones del riesgo.
Los protagonistas de esta historia vivieron una gran aventura, una aventura homérica, que no deseaban ni buscaban. Lo hicieron por espíritu de supervivencia. A la desesperada. Por salvar la vida y también por salvar cosas tan valiosas como su libertad y su dignidad. Las circunstancias históricas que les tocó vivir no daban para tedios ni hastíos cotidianos. Esos son lujos de otras épocas.
Ésta es la historia de la insólita travesía del Atlántico en un improvisado velero de catorce metros de eslora, lo que suele llamarse un cascarón de nuez, realizada por once jóvenes exiliados en el verano de 1939.
Estos exiliados, tras haber pasado en plena juventud por las situaciones más dramáticas que haya tocado jamás vivir a generación alguna de españoles, se aventuraron a cruzar el Atlántico para escapar de la tragedia que les pisaba los talones.
Todos ellos habían combatido durante los tres años que duró la guerra civil por defender la República. Este dato objetivo define su perfil: eran jóvenes que habían arriesgado su vida por un ideal, por defender el régimen democrático republicano frente a los militares sublevados que habían convertido el golpe de Estado fallido del 18 de julio de 1936 en guerra civil.
Una guerra que los combatientes republicanos habían perdido. De modo que, derrotados, habían cruzado la frontera pirenaica y se habían encontrado en suelo francés cercados por la implacable tenaza de la adversidad. Soplaban malos vientos por toda Europa aquel año 1939.
Los jóvenes exiliados, sin embargo, no se dieron por vencidos. Habían sobrevivido a los tres años de guerra, la mayor tragedia de la historia española del siglo XX -y probablemente de todos los siglos de nuestra historia-, y ya en Francia, y a la desesperada, se las arreglaron para escapar del mayor cataclismo histórico jamás vivido en Europa.
—6→Esta huida de Europa a través del Atlántico, en un pequeño velero, es, por otra parte, una historia inédita. Hasta el momento solo era conocida por los familiares y amigos de los protagonistas. Había sido recogida y narrada, ciertamente, por la prensa venezolana y colombiana, y por alguna publicación del exilio, cuando los once protagonistas llegaron a aquel litoral del Atlántico. Pero seguidamente fue una historia que, como tantas otras, quedó oculta por la espesa capa de silencio que durante las épocas de franquismo intentó borrar de la opinión pública española todo rastro de las vicisitudes de los republicanos españoles exiliados.
El autor de esta narración tuvo conocimiento de la odisea por la que habían pasado en 1939 estos once compatriotas atravesando el Atlántico, por las noticias que le facilitaron Eduardo y Paulino Gómez Basterra, también exiliados en Colombia y amigos del capitán Miranda y de su mujer, Angelines. Eduardo Gómez Basterra puso en contacto al autor con ésta, quien, a punto de cumplir ochenta años, es hoy la única superviviente de aquella hazaña.
Angelines Hidalgo de Miranda me facilitó recortes de prensa y los documentos que conserva relacionados con aquel viaje a bordo del velero Alexandrine Eudoxie. Tanto ella, como su hija María del Carmen Miranda de Villalba contestaron amablemente a los sucesivos cuestionarios que les remitía Barranquilla, Colombia, siempre deseoso de conocer más detalles de aquella travesía. Toda esa documentación ha sido ampliamente utilizada en la narración de esta insólita aventura que ocurrió como se cuenta y documenta en las páginas que siguen.
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El 30 de julio de 1939 un viejo barco se hacía a la mar en el puerto francés de La Rochelle con rumbo a Cuba.
Sus ocupantes eran once españoles, muy jóvenes, que habían combatido en el Ejército de la República y, perdida la guerra, habían buscado refugio, como tantos otros, en Francia. El mayor de ellos, el capitán del barco, tenía 32 años. Los demás veintitantos. La más joven y única mujer del pasaje, Ángeles, tenía 18 años. Se había casado con el capitán unos meses antes.
El viaje que iniciaban era muy singular. Se proponían llegar a Cuba con un viejo barco de madera de unas dieciocho toneladas al que habían arbolado con dos palos para cuatro velas. Era una travesía que les reservaba muy serias dificultades.
Los once valientes navegantes responden por los nombres: Francisco Miranda, capitán de la Marina Mercante Española; Layo Rodríguez, oficial de la Marina Mercante Española; Elio Rodríguez, estudiante de Medicina de la Universidad Central de Madrid; Hostilio Rodríguez, doctor en Derecho; Manuel Pereira, maquinista naval; Marcos Hormiga, marino; Juan Francisco González, contable, José Junco, linotipista; Zoilo Hernández, caricaturista; Alberdi Sebastián, mecánico de aviación, y Angelines Hidalgo, joven de 19 años, esposa del capitán. Todos eran canarios menos un vasco y Angelines que era natural de Málaga.
La goleta, con un nombre horroroso, se llama Alexandrine Eudoxie. Quisieron cambiarle por el nombre de Libertador. Pero el cónsul de Cuba en La Rochelle, país bajo cuya bandera navegaba el barco, les pidió 20 dólares por la nueva matrícula. Demasiado dinero para la situación en que se encontraban. Desistieron. El viejo barco siguió con el mismo nombre con el que durante 50 años había estado transportando carbón entre la ciudad de La Rochelle y la cercana isla de Re, en la costa Atlántica francesa, al norte de Burdeos. Un cubano nacido en Canarias, Francisco Pérez Triana, había comprado el barco para regalárselo seguidamente a sus amigos canarios refugiados en Francia y en situación apurada.
La madrugada de aquel 30 de julio de 1939 la goleta, que tenía catorce metros de eslora y un ancho de cuatro noventa y cinco y disponía de un motor auxiliar de gasolina, salió del puerto de La Rochelle y se enfrentó al océano con mucha determinación.
Sus once tripulantes dejaban atrás los meses de exilio en Francia en que habían llevado una vida terriblemente dramática. Se adentraban en el mar experimentando una sensación de libertad recuperada. Ese alivio por escapar de las condiciones humillantes e inseguras en que malvivían en territorio francés no les dejaba resquicio para sentir inquietud alguna ante lo que el océano pudiera reservarles en una travesía como la que iniciaban con un barco tan insignificante1.
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Aquella mañana del 30 de julio de 1939, el capitán Miranda al timón del Alexandrine Eudoxie se sentía de nuevo como en su propia casa. Siempre se había sentido bien sobre un barco. Y aunque éste era de tan solo dieciocho toneladas, él confiaba en el pequeño velero y confiaba en su propia pericia como marino.
Y no temía al océano que había atravesado ya una docena de veces.
Venía de familia marinera. Su padre, Pedro Miranda Romero, había trabajado toda la vida en unos astilleros de barcos pesqueros en la Gran Canaria. Y tres de los hermanos del capitán eran también marinos.
Su padre había dejado unas notas escritas en un cuadernito, de 8 por 12, que la familia conserva como una reliquia. En un lenguaje sobrio, pero que tiene el vigor de la designación objetiva de los acontecimientos familiares que merecen no ser olvidados, va anotando las vicisitudes de los hijos y las propias. En esas notas ocupan un lugar medular las peripecias profesionales de los hijos marinos. Por ellas sabemos que Francisco Miranda, el capitán Miranda, atravesó por primera vez el Atlántico a los dieciséis años, en 1922, embarcado en la Guadalhorce.
El 12 de octubre de 1908 salió Perico (el hijo mayor) para la Palma y para La Habana salió el 17 por la tarde. El día 3 de julio de 1909 se examinó Pedro para capitán. Se embarcó mi hijo Pedro de oficial en la Compañía López y en el vapor Montevideo el día 20 de julio de 1909. El 5 de agosto de 1910 me mandó Perico 50 dólares. El 27 de marzo de 1920 compré la casa de la calle de la Rosa número 33. Costó 6200 pesetas más los gastos de Escritura. Me prestó mi hijo Perico 4000 pesetas para compra de la casa y yo írselas pagando como pueda. Septiembre 16 de 1920, le fui a entregar a mi hijo Perico mil pesetas a cuenta y por nada las quiso diciéndome que no pensara en eso. Mi hijo Paco salió de Las Palmas en la Guadalhorce para Puerto Rico y Nueva York el 6 de septiembre de 1922, primer viaje de agregado. Se cayó mi hijo Paco del palo mayor de la Guadalhorce y se partió una pierna el día 14 de diciembre de 1922 y lo traje a mi casa el 22 del mismo mes. El 12 de agosto de 1923 pasó mi hijo Pedro al Legazpi y fue para Filipinas, China y Japón el 6 de septiembre. El 5 de septiembre de 1923 salió mi hijo Paco de La Habana para Las Palmas de la Gran Canaria. El 17 de diciembre de 1923 transbordaron a mi hijo Pedro al Reina María Cristina. En el viaje del mes de diciembre de 1924 viniendo de Filipinas en el Claudio López corrió mi hijo Pedro un gran temporal. Salió mi hijo Paco de Cartagena para Orán y de allí el 14 de diciembre de 1924 para Chile. El 19 de junio de 1925 se examinó mi hijo Paco para Piloto saliendo muy bien. El 15 de mayo de 1926 salió mi hijo Ceferino para Cuba. Junio 10 de 1908. Puse a Pepe en casa de don Antonio Gómez a aprender como dependiente. El día 22 de marzo de 1914 me disparó un tiro a traición en la esquina de la lonja del menudeo Teófilo Rasa2. Agosto de 1923. En la clínica del doctor Capote se operó mi hijo Ceferino a las dos de la tarde. Salió para mi casa el 19, me costó operación y la estancia en la Clínica 740,00 pesetas, propina enfermera 25,00 pesetas. El 2 de febrero de 1924 empezó mi hijo Juan a —11→ aprender el inglés. El día 30 de julio de 1932 me dejaron en las lonjas con 300 pesetas de sueldo. El día 30 de noviembre de 1934 me dijo en las Lonjas el yerno de A. Morales don Elías Ramos que no me podían pagar sino 50 duros de sueldo porque estaba todo muy mal3. |
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El padre del capitán Miranda anotaba en un cuadernito los acontecimientos familiares.
El nombramiento de capitán de la Marina Mercante le había sido extendido a Francisco Miranda en la primavera de 1930. De modo que cuando el 30 de julio de 1939 iniciaron en el Alexandrine la travesía del Atlántico rumbo a Cuba, él tenía ya como capitán una veteranía de nueve años. La transcripción de su título dice:
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Angelines Hidalgo, la única mujer del pasaje, era una joven malagueña que había conocido al capitán en Madrid durante la guerra.
Meses antes de iniciarse la contienda civil era una adolescente que vivía tranquila y feliz en su Málaga natal. Cómo y por qué había llegado al pequeño velero de madera en el que navegaba rumbo a América corresponde al reiterado misterio del destino de los seres humanos. Las mismas preguntas podrían formularse respecto a los otros diez jóvenes tripulantes del barco.
Angelines Hidalgo de Miranda es la única de aquellos once jóvenes tripulantes del Alexandrine que sigue con vida. Reside en Colombia. La correspondencia mantenida con ella y con algunas de sus hijas nos ha permitido conocer detalles que ayudan a desvelar, al menos en parte, ese misterio del destino.
Vivíamos en Málaga. Yo era allí una muchacha feliz. Pero debido a que era muy delgada, mi madre me envió con mis tíos a Madrid, pues como decía mi tía el agua de Losoya era muy buena para mi salud. Mi tío era médico y diputado por Antequera, republicano también. Cuando empezó la guerra marchó para Antequera y en Córdoba le detuvieron junto con su compañero de apellido Manso, diputado también, y los detuvieron en la plaza mayor de Córdoba. A mi tío lo fusilaron. Antes de que todo esto ocurriera yo lo ayudaba a él en la enfermería, y es por esto que yo aprendí los primeros auxilios que luego puse en práctica cuando estalló la guerra civil. Done sangre siete veces. Me daban por esto un poco de lentejas, pan y un huevo, los cuales yo llevaba a mis primitas que apenas tenían que comer. Mi tía después se marchó con sus hijas a Málaga y mis otros tíos marcharon para Australia4. |
Se habían casado en Madrid en el otoño de 1938. A punto de concluir la guerra formaron parte de la riada de republicanos que cruzaron la frontera de los Pirineos buscando refugio en Francia.
Fueron días dramáticos, de intensos sufrimientos, que Menchu Miranda, hija del capitán y de Angelines, describe en carta desde Barranquilla, Colombia:
Lo conoció en Madrid en 1938. Mi padre permanecía escondido, al estar perseguido por las tropas del general Franco. Debido a que el Gobierno Republicano tenía su sede en la capital española, mi padre permanecía la mayor parte del tiempo en este lugar y no en Canarias. Fue en una pequeña calle del barrio de Salamanca, en el otoño de 1938, donde mi padre conoció a la que iba a ser su futura esposa. A los tres meses de haberse conocido, le propuso matrimonio, ante la eminente ansiedad de mi padre de correr el riesgo de perderla por la frecuencia de misiones y viajes secretos que mi padre llevaba a cabo para el gobierno republicano, de las cuales solo se enteraba ella cuando finalizaban estas. Mis padres escaparon a través de los Pirineos a Francia ante la arremetida de las tropas del General Franco. Una vez cruzada la frontera, mi padre se encaminó a la capital francesa donde estaba instaurado el Partido Republicano. Ante la necesidad de llegar a París lo más pronto posible, dejó a su mujer en la frontera donde supuestamente estaría a salvo de Franco. Estuvo sentada sobre su maleta durante tres días y dos noches, en la mitad del inmisericorde invierno, sin moverse un solo segundo, siempre a la expectativa del regreso de su esposo. Todos en la frontera la miraban con compasión y veían en su rostro su frustración. Una de las personas del —13→ lugar le regaló un pedazo de pan con tortilla francesa, siendo esta su única comida en esos días de miseria y desolación. Después de esos días de soledad, fue reclutada junto a muchos refugiados españoles y llevada a una estación de ferrocarril, desde donde posteriormente fue trasladada a una especie de pesebrera. Estuvo interna durante tres meses, cuando más arremetía el invierno, cuando la comida era escasa, siempre manteniendo viva la esperanza de que Paco iba a volver por ella. Una vez cruzada la frontera, al separarse mi padre de mi madre, este fue capturado junto a muchos refugiados españoles, pero debido a la gran concentración de gente, el desorden y la desesperación de la gente, y ante la facilidad de mi padre para el idioma francés, logró escapar. Posteriormente se dirigió a París, a la dirección del Partido Republicano, a gestionar la liberación de su mujer. Debido a que existían numerosas gacetas entre Campos para que los familiares pudieran saber de los suyos, fue como pudo encontrar a su amada Angelines. Gracias a un intermediario, el entonces Cónsul de Cuba en Burdeos, pudieron legalizar los papeles para la liberación de su esposa. Fue una mañana cuando desde las rejas que rodeaban la pesebrera mi madre pudo ver la llegada de mi padre. A través de las rejas se pudieron tocar, sentir, después de tres largos meses de espera, tres meses durante los cuales nunca perdió la esperanza. A la mañana siguiente la sacó y se pudieron ir a vivir a Burdeos5. |
Ángeles Hidalgo de Miranda en la cubierta del Alexandrine.
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Les parecía mentira encontrarse a bordo del viejo velero que, con viento terral y las velas henchidas, había tomado una buena velocidad. Estaban exultantes. Cerca del mediodía de ese 30 de julio la marejada empezó a empinar sobre las olas al Alexandrine que seguidamente descendía en bruscas caídas. Varios miembros de la tripulación vaciaron sus tripas por la borda. El mareo les duraría varias horas. A pesar del oleaje, el viejo velero avanzaba con mucha firmeza y eso les mantenía de buen ánimo.
Atrás quedaban los meses de preparativos para hacer posible tan singular viaje. El Capitán Miranda había pasado semanas angustiosas buscando a su mujer por los Campos del sur de Francia y más tarde buscando a los compañeros marinos y paisanos con los que completó la tripulación del barco.
Y atrás quedaban los días de gestiones en París ante las organizaciones de ayuda a los republicanos españoles con el fin de conseguir los fondos necesarios para poder arbolar aquel barco de cabotaje y prepararlo para un viaje tan largo.
En medio de las dificultades e inquietudes de aquellos infernales meses fue una fortuna haber dado con el cubano de origen canario Francisco Pérez Triana que les regaló el barco y les puso en contacto con el cónsul de Cuba en Burdeos cuya ayuda resultó fundamental para ejecutar tan ambicioso y arriesgado proyecto.
A primeros de junio de 1939, una vez arbolado el Alexandrine, Francisco Miranda había sido nombrado capitán del barco por el Cónsul de Cuba en Saint Nazaire, José Carballal, en un documento conservado cuya transcripción dice:
Días después, la Administración de Aduanas Francesas había concedido el Pasaporte y Permiso de salida del Puerto de La Rochelle con destino a La Habana a Francisco Miranda, capitán del velero Alexandrine:
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La ayuda del cónsul de Cuba en Burdeos resultó fundamental para resolver los trámites administrativos del viaje.
—16→ —17→Vista del puerto de La Rochelle en 1939.
Vista de la bocana del puerto de La Rochelle (Francia) de donde partió el velero Alexandrine la mañana del 30 de julio de 1939. Fotografía tomada por el autor en el verano de 1999.
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Aquel mismo 30 de julio de 1939 en que los once jóvenes republicanos exiliados iniciaban desde La Rochelle (Francia) la arriesgada travesía del Atlántico con el proyecto de instalarse en Cuba, en un diario español, el ABC, aparecía publicado un artículo firmado por José María Pemán, de la Real Academia Española.
Lo titulaba «Sermón frente al mar gaditano». Su contenido ilustra suficientemente cual era la pulsación anímica de los vencedores embriagados por el éxito del fascismo en sus tres versiones: alemana, italiana y española. En momentos en que cientos de miles de españoles vivían un éxodo dramático del que la historia que aquí se cuenta no es sino una párvula muestra y cuando en el interior del país tenía lugar una feroz represión, el «gran poeta del nuevo Régimen» desplegaba una retórica deleznable:
No hace muchos días que mi dilecto y agudo Eugenio Montes, asomándose por la punta de Tarifa al Estrecho, sintiéndose, de espalda a pecho, entre Europa y África, y de brazo a brazo, entre el Atlántico y el Mediterráneo, nos decía: «Realmente aquí está el centro de la tierra. Y si es cierto que no hay otros planetas habitados, el centro del Universo». Sí, amigo Eugenio. Aquí. Ni en Ginebra, ni en La Haya, ni en Londres. Ni siquiera en el hall del hotel Condestable. Aquí, donde en este primer veraneo de la Paz, es decir, en esta hora propicia a ir ya articulando en razón lo que ayer se expelió en grito, siento yo el enorme derecho que España tiene a decir su palabra. Porque aquí, veraneando de verdad -es decir, no huyendo del verano hacia un segundo invierno nórdico, sino venciendo al verano, como a un toro, en su propio terreno latino-, aquí, frente a estas playas del sur, todavía con claridad mediterránea y ya con rumores oceánicos, se siente uno como en el centro y meollo de toda la vida española, que consistió, precisamente, en eso: en un trasvasar aquel mar en este, y un hacer audazmente que el Atlántico fuese también, para España, mare nostrum; mar Mediterráneo, que en medio de la Tierra resultó estar cuando nosotros duplicamos la Tierra. [...] Y así como ayer, en nuestra tarea de guerra, interior y ardiente, recogíamos todas las voces españolas, empecemos ya, en nuestro quehacer de paz, a sentirnos frente al mundo y a recoger las voces de todos los hombres de buena voluntad. Hay sobre la política de las cancillerías y los diplomáticos una política de los poetas y de los selectos. Hay, sobre el mapa de las aduanas un mapa de los espíritus. Atención, poetas, a esas voces. Algunas son bien claras, porque se levantan sin obstáculos. Claras y diáfanas nos llegan las voces del grupo Europa giovane, de Roma. Percibimos en Alemania una fuerte corriente espiritualista, que quisiera dar perfiles exactos y motivaciones últimas al gran impulso vital hitleriano: y mira hacia España, con sorpresa, como quien vuelve a una cátedra de Metafísica y Teología. Al oído de Berlín, en apoyo de ese asombro, le dice Austria su palabra vieja y experimentada. Escuchamos, próximas y fáciles, las voces hermanas de Portugal, que universalizan nuestra hora española y la sacan de todo posible cerrado sistema de pura visión territorial, centrípeta y europea. [...] Y hay que decirle a Inglaterra que el peligro de esa Europa, de esa Civilización, no está en Dantzig, ni en Checoslovaquia. Está en las siempre amenazantes fuerzas salvajes y prehistóricas que la circundan: en el asiatismo soviético, en la gusanera mongólica, en la Nigricia espabilándose. Y que cuando Roma se mete en cuña por Etiopía, o cuando España habla de Imperio, no provocan guerras, sino que asientan paces, poniendo baluartes ante los enemigos de Europa y de la Civilización...6 |
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Esta prosa del «gran poeta del nuevo Régimen», además de ditirámbica con los fascismos que enseñoreaban las tres naciones europeas, era ciega y sorda a la cruel realidad que la España derrotada vivía en el interior del país tras finalizar la guerra.
¿Cuál era la situación que vivía España en aquellos primeros meses de postguerra? De manera apretada podría describirse como sigue con trazos tomados de historiadores solventes:
Por todas partes se veían gentes despavoridas, familias errantes, en un trasiego de población indescriptible, unos en busca de lugares seguros y los más caminan sin descanso hacia sus hogares. Abarrotados los escasos vehículos o trenes, miles de españoles realizaron en aquellos días larguísimos recorridos a pie, al límite de la resistencia humana. Todos eran culpables mientras los avales y los informes favorables no demostraran lo contrario.
Los campos de concentración tuvieron carácter provisional. Su existencia solo se prolongó unos meses, fundamentalmente hasta el verano de 1939. Su finalidad fue la de acoger al Ejército republicano —20→ cautivo y servir de filtro para la depuración de responsabilidades, en busca de comisarios, militares de graduación, políticos significados, cargos públicos o personas de historial revolucionario, es decir, una finalidad clasificadora. La primera intención del Régimen fue abrir un gran proceso de investigación, pidiendo informes de cada prisionero, para proceder a su liberación si éstos eran positivos. Pero tal empresa se reveló desmesurada y complejísima por lo que se decidió que fueran los mismos cautivos quienes buscaran sus propios avales. La operación aval inundó todos los pueblos, en busca del cura párroco o la influyente persona de derechas («avalado sea Dios» se decía en vez de «alabado»). En los campos y en las prisiones solo se hablaba en aquellos días de avales, en la falsa creencia de que no le ocurriría nada a quien los consiguiera.
Toda la geografía española estuvo salpicada de centros de reclusión, muchos al aire libre, rodeados de alambradas, otros en edificaciones inhóspitas y destartaladas. En 1939 el número de campos de concentración se incrementó sobremanera para dar cabida a unos 700000 prisioneros. Tenemos noticia de al menos medio centenar de campos de concentración.
Los fusilamientos arbitrarios se dieron en todos los campos de concentración. Los comisarios, militares de graduación y dirigentes políticos eran las primeras presas, buscadas con afán.
Los encarcelamientos masivos hacían realidad la idea excluyente según la cual los vencidos no tenían sitio en el nuevo Estado. La cárcel era la expresión del apartamiento y de la limpieza profunda, no contra delitos de sangre, sino contra la «escoria» izquierdista en general.
Nunca en la historia de España se había puesto en marcha una estrategia de tortura masiva como la que practicó el Régimen de Franco desde el día de la victoria. Se restauraron métodos de crueldad primitiva basados en la descomunal paliza, que a veces concluía en la muerte.
Jóvenes falangistas y familiares de los «caídos» hacían visitas a las cárceles para propinar terribles palizas a los presos, simplemente por odio...7
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Pero si el verano de 1939 fue un verano peligroso en España -para los republicanos y demócratas en general, se entiende-, en Francia, la mayoría de la población lo vivió de manera alegre y confiada. Llama la atención, cuando se bucea ahora en las hemerotecas francesas y se lee la prensa de aquellas semanas del verano de 1939, en vísperas de que comenzara la guerra mundial en la que la maldad humana alcanzó cimas hasta entonces inéditas a lo largo de la historia, que los franceses, en general, pasaran aquel verano ajenos a lo que se les venía encima, a ellos, y a toda Europa.
Aun reconociendo que antes de que sucedan determinados acontecimientos es muy difícil saber de antemano si se van a producir o no, o si se van a producir de ésta o de otra manera, no es menos cierto que, a la altura de julio de 1939, un observador normal, cualquiera no empeñado en meter la cabeza bajo el ala, tenía indicios suficientemente fuertes para advertir lo que estaba a punto de suceder.
Esos indicios se habían ido acumulando desde la subida de Hitler al poder en 1933, y sobre todo, desde el cariz que tomaron las cosas durante la guerra civil de España. Con gran descaro Alemania e Italia se habían burlado a la vista de todo el mundo del Pacto de No-Intervención, ayudando masiva y eficazmente a los golpistas españoles. Mientras tanto, el gobierno francés del Frente Popular, presionado por la derecha que acusaba al Primer Ministro, el socialista Leon Blum, de estar dispuesto a arriesgar una guerra por sus simpatías ideológicas con los republicanos españoles, e Inglaterra adoptaban, medrosos, una política de no-intervención en la guerra civil española. Esa no intervención fue mal aceptada por el movimiento obrero francés que reclamó ayuda militar para los republicanos españoles. Pero lo más que consiguieron fue que el Gobierno francés hiciera la vista gorda al contrabando de armas hacia la República Española, lo que en la práctica estuvo muy lejos de equilibrar la ayuda masiva de alemanes e italianos a los sublevados.
En la mayor parte de la opinión pública francesa se había instalado la creencia de que los riesgos de una confrontación bélica con Alemania se habían ido conjurando acertadamente desde los inicios de la guerra civil española gracias a esa medrosa política de concesiones.
Al regreso de la firma de los Pactos de Munich que consagraron el desmembramiento de Checoslovaquia, país con el que Francia tenía suscrito un compromiso de defensa de su integridad territorial, en septiembre de 1938, el Primer Ministro francés, Daladier, y el Primer Ministro británico, Chamberlain, fueron aclamados por las poblaciones de sus respectivos países. La sociedad francesa anteponía, una vez más, lo que consideraba el interés de Francia y la preservación de la paz a la defensa de ese pequeño país con el riesgo de tener que enfrentarse con Alemania.
En marzo de 1939, cuando Hitler ocupó lo que quedaba de Checoslovaquia, Inglaterra y Francia cambiaron de actitud. Pareció como si finalmente despertaran a una realidad que se venía manifestando desde el comienzo de la guerra de España. Los gobernantes británicos y franceses parecieron darse cuenta por fin de cuáles eran las verdaderas intenciones de Hitler a quien la prensa francesa trataba con toda consideración.
Claro que esas cortesías en la prensa de los países democráticos poco podían extrañar cuando hasta la Iglesia Católica, a partir del pontificado de Pío XII, mantuvo un trato de especial deferencia hacia Hitler. El Papa Pío XII, elegido el 2 de marzo de 1939, dirigió una carta a Hitler días después de su ascensión al Pontificado con el siguiente encabezamiento: Illustri et Honorabili Viro Adolpbo Hitler, Supremo Germani ae Moderatori Eidemque Cancellarlo. Se dirá que son las fórmulas convencionales en los usos diplomáticos. Pero pocas dudas hay de que había por parte de Pío XII hacia Hitler algo más que trato convencional. Entre otros indicios lo prueba el hecho de que al mes siguiente, el 20 de abril de 1939, por —22→ expreso deseo del Papa Pío XII, el nuncio en Berlín Monseñor Orsenigo, ofreció una gran recepción para celebrar el cincuenta aniversario de Hitler. La iniciativa de Pacelli estableció inmediatamente una tradición. Todos los 20 de abril, hasta la muerte de Hitler, el cardenal Bertram (primado de Alemania) dirigía al Fürher «las más calurosas felicitaciones» en nombre de los obispos y las diócesis de Alemania, a lo que añadía «las fervientes oraciones que los católicos de Alemania elevan a los altares...»8.
Cuando en la primavera de 1939 fue evidente que el siguiente objetivo de Hitler era Dantzig, Inglaterra y Francia iniciaron negociaciones con Rusia para ver la manera de parar los pies a monsieur Hitler.
Pero el verano de 1939 la mayoría de la sociedad francesa lo pasó como cualquier otro verano, en un ambiente de fiestas, vacaciones y despreocupación.
La presencia de decenas de miles de republicanos españoles que pululaban clandestinamente por el país o se hacinaban todavía en los ignominiosos campos de concentración del sur en las riberas del Mediterráneo eran una prueba palpable de la tragedia que ya estaba viviendo Europa. Pero era un signo que los buenos burgueses franceses se negaban a reconocer. Cierta prensa los había llamado «españoles indeseables» y las capas de población acomodada los miraba con desprecio y conmiseración, como a mendigos que había que evitar.
Esa actitud de dar la espalda a los signos inequívocos de la tragedia que se aproximaba era fomentada desde algunos periódicos influyentes. Era, por ejemplo, el caso de Le Temps, el más influyente de todos, el de difusión nacional de más tirada, el diario de referencia de la época. A finales de julio, Le Temps publicó una crónica titulada «París: juillet 1939» en la que escribía:
Hace tiempo que París no presentaba una fisonomía de fiesta comparable a la que ha tenido en junio y julio de 1939. Había razones suficientes para que así fuera, y la primera era la necesidad. Francia vive desde hace diez años, exactamente desde el final de la inflación, sobre la más irracional de las ansiedades, establecida sobre la más irracional de las políticas. Piénsese que cada día tenemos un cierto número de periódicos de los llamados de «información»; que no tienen otra finalidad que la de anunciar nuevas catástrofes, catástrofes ineluctables, a un público nervioso, vuelto poco a poco histérico por esos reportajes de Apocalipsis. Yo estaba en Saint Cloude el día en que se corría el premio del Presidente de la República. Yo escuchaba retazos de conversaciones en las tribunas y entre la muchedumbre. Oficiales de permiso habían venido a pasar dos días a París; los hombres e iban y venían de hacer sus apuestas. Una cosa me llamó la atención: la discreción y el buen tono de las conversaciones. Ninguna palabra altisonante se pronunciaba. Nada de frases, nada de consideraciones generales. Palabras lanzadas al aire sin consecuencias, sin gravedad alguna. Ni mencionada la palabra «guerra». Se aludía a las pequeñas necesidades útiles, indispensables en una época un poco caótica e incierta; nada más. Los vigorosos caballos ganaban o perdían; las encantadoras mujeres, vestidas como una mañana de primavera o como un jardín de girasoles y alhelíes, subían y bajaban las escaleras o miraban a la muchedumbre; los clubmen que parecían salidos de una novela de Gyp, intercambiaban palabras parecidas a las que habrían dicho en 1875 o en 1905; los jóvenes se agitaban como queriendo hacer creer que serían enteramente distintos a sus mayores —24→ cuarenta años más tarde. El cielo era gris y ligeramente violáceo a la manera del ala de una paloma, los árboles verdes tenían una acidez agradable a la vista, como el gusto de un albaricoque verde cogido bajo la ventana, y el mundo parecía guardar su eterna juventud. El calificativo de «indeseables» aplicado a los extranjeros abundaba en la prensa. Primera página de un diario de La Rochelle. —23→Vista de la plaza de Verdún, en La Rochelle, en 1939. —23→No se ha hablado por doquier en este mes de julio sino de los fastos: la hermosa fiesta del conde y de la condesa Etienne de Beaumont...; la velada en casa de Lady Mendl...; el garden party de la embajada de Inglaterra en que cada uno testimonió su simpatía por sir Eric y lady Phipps, cuya próxima marcha sentimos todos... Y cuantos bailes, cenas, garden parties y bodas. ¡Jamás ha habido tantas bodas ni se ha bailado tanto! Es preciso hacer notar estos aspectos de París, el paso general de la angustia a la voluntad, de la incertidumbre a la recuperación. Las cosas han cambiado desde hace un año, constatémoslo. Encontraremos por aquí y por allá críticas prudentes -los críticos son siempre prudentes, se lo exige el oficio- para resaltar que nosotros buscamos, nosotros también, nuestros ejemplos en imágenes de amistad, de placer, de juego y de aturdimiento. Es verdad: nuestro coraje está hecho de esta necesidad de alegría, de este deseo de distraerse a cualquier precio. No somos una raza doliente y nos sermonean e intentan meternos en el camino de las altas virtudes y de las indignaciones solemnes. Nosotros preferimos la modestia y la energía cotidiana a esas frases grandilocuentes. No nos proponemos reformarnos ni reformar a los demás; queremos simplemente, y sin discursos, llegar hasta el final de nuestro quehacer cotidiano. Y el secreto de los gobiernos, si quieren gobernar Francia, está en aburrir lo menos posible a los franceses9. |
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La marejada del primer día de navegación cedió y durante tres días avanzaron con cierta placidez. El barco, con sus cuatro velas infladas por un suave viento, progresaba discretamente. A bordo empezó a discurrir una vida normalizada, con disciplina de horarios y distribución de guardias y otros trabajos y faenas. Por la noche descansaban en sus literas con un sueño sin sobresaltos, algo que ya tenían casi olvidado.
Al cuarto día de navegación, cuando el ánimo de los once tripulantes convalecía en un sosiego que desconocían desde que comenzara la guerra civil tres años antes, un repentino cambio meteorológico alteró esa normalidad.
A la caída de la tarde se levantó viento del nordeste. En unos minutos arreció a fuerte, el cielo se encapotó y se puso a llover furiosamente. El capitán Miranda que estaba descansando subió a hacerse cargo del timón y dio orden de que arriasen las velas.
Las olas que hasta ese momento no habían sobrepasado el metro o los dos metros de altura, se alzaban ahora a cuatro o cinco metros y de vez en cuando se les venía encima una ola que parecía una montaña.
El velero Alexandrine.
Se hablaban a voces y no se oían. El viento imponía su rugido de mar agitado y de choque con el maderamen del barco. El capitán ordenó recoger todo lo que el viento pudiera barrer de la cubierta. El mar zarandeaba al Alexandrine Eudoxie que se precipitaba sobre las simas o se encumbraba sobre las crestas del violento oleaje. El capitán se dio cuenta de que el viento y el oleaje arrastraban al barco y que era prácticamente inútil intentar enderezar el rumbo.
La nave estaba a merced del viento y de la fuerza del mar. Francisco Miranda se aplicaba por encima de todo a enfilar la proa de modo que los costados del barco quedaran protegidos y asegurada la estabilidad de la nave.
La lucha con el temporal duró toda la noche.
A la mañana siguiente, cuando más apurados estaban vieron que un pesquero español con matrícula de Luarca se les acercaba. Conscientes de que el temporal les había arrastrado frente a la costa española, temieron ser apresados y conducidos ante las autoridades franquistas. Eso supondría una alta probabilidad de ser fusilados.
Pero el pescador de Luarca resultó ser persona con simpatías por la República derrotada. Y les ayudó a enderezar el rumbo. Sesenta años después, Angelines, hoy a punto de cumplir 80 años, cuenta aquel episodio resumiéndolo en pocas y concluyentes líneas:
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Después de aquel percance frente a las costas asturianas el mar se encalmó. El viejo velero retomó el rumbo hacia Cuba y durante días y días navegaron con buena marcha impulsados por vientos favorables.
Al mediodía el capitán Miranda hacía las mediciones con el sextante que iba anotando en el cuaderno de navegación. El instrumental de navegación que llevaba a bordo era el imprescindible. No habían dispuesto de dinero suficiente para comprar una radio. María del Carmen Miranda de Villalba, hija del capitán Miranda y residente en Colombia, lo recuerda en una de sus cartas:
Estimado amigo: sus cartas son para nosotros motivo de gran alegría. Nos pregunta por los instrumentos de navegación que llevaban a bordo. Llevaban el sextante, la brújula, el cronómetro, el mapa y el morse. No llevaban ningún aparato de radio, solo los instrumentos que le enumero que entre otras cosas mi madre los ha conservado como un gran tesoro. Quiero recordarle que mi padre conocía muy bien la ruta de América pues ya en tiempos de la Ley Seca en los Estados Unidos él zarpaba de Tenerife hasta Cuba pasando por Jacksonville llevando cebolla, travesía que duraba un año ida y regreso pues la hacía en velero. Como anécdota simpática le diré que el nieto marino que tiene mi mamá, de nombre Francisco Miranda Gutiérrez, se graduó ya en Méjico de tercer oficial y mi mamá le regaló estos instrumentos y él le contestó: «Abuela los guardaré de recuerdo pues esto ya no se usa». Un cariñoso saludo10. |
Al mediodía el capitán Miranda hacía las mediciones con el sextante.
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Durante aquellas largas jornadas de navegación el ánimo de los once tripulantes fue recuperándose. El día lo ocupaban en la limpieza del barco, en algunos arreglos que minuciosamente ordenaba el capitán, en labores de pesca y en la preparación de la comida.
En los ratos de asueto se enredaban en juveniles conversaciones más o menos abigarradas o se sumían en largos silencios con la mirada perdida en la contemplación del mar mientras fumaban cigarrillos de picado.
Sus conversaciones aludían a las incidencias del viaje, al tiempo que faltaba para llegar a Cuba o a lo que pensaban hacer una vez en América.
De la guerra civil y de los meses que la mayoría de ellos habían pasado internados en Campos de concentración al sur de Francia poco o nada hablaban. Sin embargo eran situaciones que no se les iban de la cabeza. Ocupaban sus silencios. Las rumiaban con la mirada perdida en la vastedad del mar. Necesitaban repasarlas una y otra vez, mientras con gestos distraídos daban profundas caladas a los cigarrillos que fumaban indolentemente.
Angelines tomando un improvisado baño durante la travesía.
Las historias de los once eran similares. Algunos, como el capitán Miranda, habían podido escapar el primer día, cuando eran conducidos a los Campos después de haber cruzado los Pirineos. Pero la mayoría de ellos habían pasado meses en los Campos de Argelès, Barcarés, Saint Cyprien...
De modo que la mayoría habían vivido esos meses historias parecidas. Zoilo Hernández, por ejemplo. Había cruzado la frontera en retirada desde Figueras a Port-Bou el 29 de enero de 1939. Su unidad se sumó a una evacuación ya iniciada. Miles de gentes en fuga llenaban las carreteras entre coches, camiones, carromatos y caballerías. Por las cunetas armas abandonadas, cañones, tanques averiados, ametralladoras. El miedo y la ansiedad en los rostros.
En un silencio impresionante, solo interrumpido de vez en cuando por el no lejano estrépito de cañonazos y detonaciones de obuses del frente ya roto, todo un pueblo avanzaba camino del exilio. La escena era bíblica: miles de seres humanos, oficiales y soldados del ejército republicano, pero también ancianos, mujeres, niños, avanzando lenta e incansablemente durante horas y horas. Llevaban consigo todo lo que habían podido rescatar. En viejas maletas, en hatillos improvisados, en sacos. Algunos habían asaltado los camiones de víveres y guardaban celosamente las subsistencias. Zoilo caminaba con el alma encogida contemplando el dantesco espectáculo en que había quedado convertida la España democrática por la que habían luchado.
Entre aquella interminable caravana de caminantes que zigzagueaba hacia la frontera francesa iba, en un automóvil facilitado por las autoridades republicanas, avanzando con la lentitud impuesta por el gran atasco de la carretera, el poeta Antonio Machado con —28→ su madre de 84 años, su hermano José y la mujer de éste. Les acompañaba el también escritor Corpus Barga11.
En la frontera una hilera de tropas francesas cubría la línea divisoria. Zoilo tuvo que entregar su pistola, como los demás oficiales. Los gendarmes franceses organizaron en grupos a los fugitivos para enviarlos a distintos Campos. Separaban a los hombres de las mujeres y los niños, sin contemplaciones, lo que ocasionaba resistencias y escenas muy dramáticas.
Con otros miles de refugiados Zoilo cruzó Cerbère e hicieron noche en Banyuls, cobijados en unos grandes establos a las afueras del pueblo.
Al día siguiente, tras una caminata que duró todo el día, llegaron a Argelès-sur-Mer. Al ver la playa cercada de alambradas de espino y a las tropas coloniales armadas vigilando, Zoilo intentó escapar corriendo con otros compañeros. Pero fueron atrapados por los guardias franceses y metidos en el Campo a empellones. Los soldados senegaleses, con bayoneta calada, flanqueaban la entrada y metían prisa a los aturdidos españoles a los que gritaban con gestos desconsiderados: «allez, allez, allez...».
Aquella primera noche Zoilo y sus compañeros tuvieron que improvisar para cobijarse unas tienduchas hechas con cañas, muletas, mantas y capotes. Acurrucados unos contra otros algo pudieron dormir, sobre todo a causa del cansancio acumulado.
A la mañana siguiente quedaron estremecidos cuando vieron que sacaban a la calle exterior del Campo, al otro lado de las alambradas, varios cadáveres arrastrados sobre mantas. El frío, las pulmonías y las colitis empezaban a hacer estragos entre quienes llevaban ya algunos días recluidos en el Campo.
Una de las mayores preocupaciones de los refugiados españoles era saber dónde estarían los demás miembros de la familia, los padres, la mujer, los hermanos, si habrían salido a Francia o qué sería de ellos si se habían quedado en España.
El capitán Miranda con su mujer, Angelines, sobre la cubierta del Alexandrine.
Esa inquietud seguía pesando sobre el ánimo de los once tripulantes del Alexandrine Eudoxie. Para aliviar ese drama reían la historia que había circulado por los Campos y que se contaban:
Un internado a quien separaron de su esposa al cruzar la frontera había podido localizarla en un refugio del norte de Francia y pudo, por fin, escribirla. Y entre otras cosas le decía lo siguiente: «Mi situación es mucho mejor, tanto que ya tengo una chavola para dormir».
La mujer recibió la carta, no muy bien caligrafiada y en vez de «chavola» leyó «chavala» y contestó: «Pues mira, me alegro de que me lo digas, las cartas boca arriba. Si tú duermes con esa chavala, yo duermo aquí con un guardia móvil que quita el hipo»12.
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Tras dos semanas de navegación, llegaron días de calma chicha, sin asomo de viento alguno. Las velas del Alexandrine caían inmóviles como ropa tendida. El barco apenas se cimbreaba, parado en la soledad del océano.
Aprovecharon la situación para darse largos baños. Después de los meses vividos en los Campos en condiciones higiénicas deplorables, el aseo personal era una obsesión compartida por todos.
Al cabo de tres días consecutivos de ausencia de viento, algunos empezaron a ponerse nerviosos. Su inquietud se intensificó cuando el capitán Miranda encareció a todos que limitasen el consumo de agua a lo imprescindible y anunció que si la ausencia de vientos proseguía tendrían que racionar agua y alimentos.
Acosaban a preguntas al capitán. Francisco Miranda les daba explicaciones y aconsejaba paciencia y tranquilidad. En el mar pasa como en tierra. Todos recordamos que a veces vienen días y días en que ni un ligero temblor mueve las hojas de los árboles, les decía.
Algunos empezaron a tener dudas sobre el rumbo que habían seguido durante las semanas que llevaban navegando. Decían que habían ido demasiado al sur. Preguntaban al capitán que les explicase exactamente en qué punto del océano se encontraban. Y aunque el capitán Miranda les mostraba las cartas náuticas y sus anotaciones, no parecían quedar convencidos.
Y brotaron las discusiones.
Durante la travesía la pesca fue una actividad fundamental para su alimentación.
Angelines Miranda, la única de los once que hoy queda con vida, narra sobriamente en carta desde Colombia, de fecha 29 de marzo de 1999, el conato de rebelión que hubo y de qué manera ella dirimió la cuestión con argumento inapelable.
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Pero los vientos retornaron y el viejo velero retomó su marcha. Uno de aquellos días, a la caída de la tarde, se levantó del mar una niebla tan espesa que la cubierta del velero quedó convertida en un escenario de fantasmas.
Los tripulantes se hablaban a voces confundiendo la falta de nitidez de las formas con la falta de acústica. Esa noche de niebla cerrada les ocurrió lo que no esperaban, porque llevaban varias semanas navegando sin cruzarse con nadie.
Angelines, la mujer del capitán, lo cuenta en su citada carta de marzo de 1999:
El 1 de septiembre de 1939 ante la invasión de Polonia por Alemania, Francia había decretado la movilización general. Dos días más tarde declararía la guerra a Alemania.
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Pasados dos días de intensas nieblas, volvieron a navegar con cielo despejado y un ligero viento que henchía las velas.
Los jóvenes tripulantes del Alexandrine tuvieron que aumentar el tiempo que dedicaban a pescar. Pero no siempre se les daba bien. Las patatas y las lentejas escaseaban ya y el agua potable disminuía peligrosamente. Empezaron a limitar prudentemente las cantidades de lo que cocinaban.
El paso de las semanas sin que apareciera ningún indicio de que estuvieran próximos a tierra les angustiaba a todos. Pero esa inquietud, con ser grande, no era lo peor que les esperaba.
Uno de aquellos atardeceres apareció una línea de nubarrones negros por el horizonte, a popa. Hacía un calor de bochorno y soplaba el nordeste. Las nubes avanzaban a gran velocidad. Cuando se hizo noche cerrada el cielo estaba ya totalmente encapotado.
Lo que ocurrió lo dejó contado el periodista venezolano Domínguez Benavides en la crónica que publicó en la revista cuya cabecera se ha perdido, en octubre de 1939:
Durante aquellas terribles jornadas de lucha contra la galerna llegaron a despedirse, abrazándose, varias veces. Tantas veces cuantas tuvieron la evidencia de que el naufragio y la muerte de todos era inminente.
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Pasada la galerna, muertos de fatiga y con el barco maltrecho, sacaron fuerza para achicar el agua que inundaba la bodega hasta un metro e izar tres velas que relingaron, una, en lo que quedaba de palo mayor, y las otras dos, en el de mesana. Aunque con menos empuje, el viejo velero seguía navegando.
El capitán Miranda se aplicó a deducir, por estima, las coordenadas en que se encontraban. Durante los días de temporal no había dejado de pensar en las derivas a que el Alexandrine era arrastrado.
Los once sentían una mezcla de alegría por haber sobrevivido a un temporal de aquellas dimensiones y de incertidumbre por lo que todavía les pudiera quedar de viaje.
Pero esa incertidumbre pronto quedó despejada. Una bandada de gaviotas apareció sobrevolando el barco, posándose sobre los palos, observándoles con curiosidad. Estaban próximos a tierra. Como si fuera una ola poderosa sintieron un golpe de alegría. Les parecía increíble encontrarse a las puertas de América. Lo habían conseguido. De nuevo se abrazaron. Esta vez eran abrazos de júbilo y de mutua bienvenida a la nueva vida que les esperaba en un nuevo Continente.
Pero a esa íntima alegría le esperaba un nuevo contratiempo. Las autoridades venezolanas no autorizaron que aquel grupo de jóvenes republicanos españoles, rojos, desembarcaran en el país.
Este rechazo removió su dolorida conciencia de proscritos. Desterrados de España, humillados y ofendidos en Francia, el portazo de Venezuela, un país hermano, lo notaron como una cruel punzada en el corazón.
El periodista venezolano Domínguez Benavides abogaba en su crónica por la admisión en el país de los once jóvenes exiliados españoles. Pero el dictador José Vicente Gómez desoyó esas peticiones y les cerró las puertas de Venezuela.
El periodista venezolano, en su citada crónica, escribía:
Angelines Miranda se refiere al rechazo de las autoridades venezolanas con su habitual sobriedad:
Después de aquel espantoso temporal, con el barco averiado, pudimos llegar a las costas de Venezuela, de donde tuvimos que partir, pues no fuimos aceptados por las autoridades venezolanas. Zarpamos nuevamente y pasamos por las islas de Aruba y Curacao, para luego llegar a las costas Colombianas con nuestro desvencijado barco, remendado y casi desmantelado, donde gracias a la inteligencia de mi marido y el coraje de todos pudimos hacerlo caminar Al llegar aquí, a Puerto Colombia, fuimos auxiliados y admirados por la gente nativa del lugar. Cabe notar que recién llegados y mientras esperábamos el permiso para desembarcar, el barco se incendió y tuvimos que lanzarnos al mar, en la zona de «Bocas de Ceniza», zona infestada de tiburones, pero gracias a Dios vinieron unas lanchas prontamente en nuestro auxilio y nos llevaron a tierra. El fuego, fue controlado y el barquito nuevamente subsistió13. |
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Afortunadamente Colombia les recibió con los brazos abiertos. Hasta el punto de que el propio presidente de la República, el doctor Eduardo Santos, les visitó en Puerto Colombia.
El Boletín al servicio de la emigración española, publicado en México el 16 de noviembre de 1939 narraba la llegada de los once navegantes y las gestiones que Asociaciones de españoles residentes en Colombia pusieron en marcha para resolver la situación legal de los recién desembarcados:
El Alexandrine tocó primero en tierras venezolanas, pero las autoridades obligaron a los tripulantes a abandonar el país. Entraron también en Curacao y desde allí se encaminaron a Barranquilla. De la verdadera odisea de nuestros compatriotas puede dar idea el siguiente documento que copiamos:
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El capitán Miranda y su mujer optaron finalmente por quedarse en Colombia. La Compañía Nacional de Pesca y Refrigeración adquirió el Alexandrine, lo reformó y contrató a su capitán que fue destinado al puerto de Buenaventura donde continuó como capitán del viejo velero ahora convertido en barco de pesca.
En junio de 1940 el capitán Francisco Miranda solicitaba al Director General de la Policía Nacional de Colombia las cédulas de residentes para él y para su mujer. La instancia ha sido conservada por la familia. Su transcripción dice:
Poco después Francisco Miranda pasó a trabajar con una Compañía panameña, como parece deducirse del testimonio de su mujer en una de sus cartas:
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Han pasado ya sesenta años desde que aquellos once jóvenes españoles realizaran con éxito la homérica travesía del Atlántico en un pequeño velero haciendo frente a graves dificultades. Al escribir esta crónica, en la primavera de 2000, todos ellos han muerto, excepto la única mujer de la expedición, Angelines.
Pocas noticias ha podido rescatar el cronista acerca del destino de los otros nueve tripulantes. Uno de ellos, el mecánico de aviación Alberdi Sebastián, según varios testimonios, murió en accidente, pocos días después de llegar, al caerse en un balneario fracturándose la columna vertebral. La mayoría de los demás fijaron su residencia en Colombia, la tierra que les brindó su hospitalidad.
El Capitán Miranda y Angelines, su mujer, permanecieron también en Colombia donde fundaron «una linda familia» en palabras de Angelines. Tuvieron cinco hijos: María Libertad, Pedro, María del Carmen, María de los Ángeles y Francisco. En la actualidad Angelines tiene ocho nietos, uno de los cuales se encuentra estudiando Marina Mercante en México y lleva el mismo nombre que su abuelo.
La hija mayor, María Libertad, publicó un artículo, escrito en inglés, en una revista de Alburquerque (EE. UU.) explicando el porqué de su nombre y lo que significaba eso para sus padres. Vale la pena reproducirlo traducido al castellano:
Otra de las hijas del Capitán Miranda, María del Carmen, en carta desde Barranquilla, Colombia, explaya su testimonio con palabras también cargadas de sentimiento al evocar la figura de su padre:
Paulino Gómez Basterra, arquitecto residente en Bogotá, exiliado en Colombia desde niño, hijo de Paulino Gómez Sáiz, ministro de Gobernación con —43→ Negrín en 1938 hasta el final de la guerra a comienzos de 1939, conoció en Colombia al Capitán Miranda a quien trató durante muchos años. «Los de mi familia nos considerábamos como de la suya», dice, «hasta el punto de que mi primer traje fue un traje del Capitán Miranda. Era un traje dado la vuelta».
El capitán Miranda con Eduardo Gómez Basterra y Antonio Trias.
Su testimonio aporta datos complementarios sobre la figura y profesionalidad de Francisco Miranda:
Él era un buen técnico. Conocía mucho las mecánicas de las mareas, el comportamiento del río al salir al mar, el reflujo del mar que entraba un poquito en el Magdalena. Se convirtió en un luchador con buena preparación para guiar los barcos, para que llegaran al puerto de Barranquilla dentro del río. Ese río Magdalena es un río fuerte, en la desembocadura puede tener 200 ó 300 metros de anchura, o más, y forma un montón de ciénagas. Y entrar no era fácil. Él se convirtió en un líder de eso y fue reconocido por ello. Él era un hombre muy cariñoso pero tremendamente adusto. Era hombre de muy pocas palabras y un poquito sentencioso. Yo salí de la Facultad de Arquitectura y él quiso que yo iniciara inmediatamente una obra, y me ayudó económicamente a hacer la obra. Hicimos una sociedad que se llamaba «Edificar Limitada» y en verdad hicimos dos o tres edificios. Era un hombre valiente y bastante independiente. No le gustaba depender de nadie. Acabó siendo su propio armador. Los últimos barcos, el Pereira y otro, pasaron a ser casi de su propiedad. No volvieron a España ninguno de los que hicieron aquella travesía del Atlántico en 1939, que yo sepa. Ella, Angelines, sí regresó. Él no quiso. Decía que no volvería estando Franco. No quiso volver nunca14. |
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Sabemos por los testimonios recogidos que, salvo Angelines Miranda, ninguno de los otros diez protagonistas de esta singular travesía regresó a España. Como tantos otros exiliados españoles confiaron en poder regresar al término de la Segunda Guerra Mundial. Esa esperanza la vivieron con intensidad. Y con no menos intensidad vivieron la decepción que les produjo comprobar que las democracias vencedoras no tenían interés alguno en remover al dictador Franco.
Angelines Miranda, en una de sus cartas al autor de esta crónica que le preguntaba por los deseos que hubieran sentido de regresar a España, confesaba:
Menchu Miranda de Villalba, hija del capitán, en una de sus cartas confirmaba otros datos:
El capitán Miranda y su mujer echaron raíces en Colombia donde crearon una numerosa familia. Siempre expresaron su agradecimiento por la hospitalidad de este país hermano. Y como tantos otros exiliados que murieron lejos de España, suspiraron toda la vida por la tierra en la que habían nacido y crecido, que «nada hay más dulce que la tierra de uno y de sus padres, por muy rica que sea la casa donde uno habita en tierra extranjera y lejos de los suyos»15.
El capitán Miranda y su mujer, Ángeles, con sus cinco hijos.
El capitán Miranda falleció el 7 de septiembre de 1985 en Barranquilla, Colombia.
—45→Angelines Hidalgo de Miranda con su nieto Francisco Miranda Gutiérrez, oficial de Marina en México.
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El cronista se ha permitido solicitar a Angelines Hidalgo de Miranda un breve texto manuscrito en el que evocara la figura de su marido el capitán Miranda. Envió el siguiente texto:
Mi esposo era una persona fuera de serie. Lo mejor que me pudo pasar en mi vida fue encontrarlo, un ser tan humano, tan responsable, comprendía la vida. Eso sí, era muy callado, tenía mucho carácter. En el año 1943 estábamos en plena guerra mundial y él estaba en el Pacífico con los Americanos. Mi esposo mandaba en un barco y pasaba por el Canal de Panamá y no le pasaba nada mientras que a otros que salían los torpedeaban los submarinos que se encontraban en esa zona. Y mi esposo les contestó: yo voy bordeando la costa, voy bien pegado por la costa, porque los submarinos alemanes están fuera esperando a los buques. Así se jugaba la vida, porque navegar tan pegado a la costa es peligroso. Era un gran capitán de la Marina Española16. |
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Cuando a Angelines Miranda, 79 años, el cronista le pregunta si no le cogió miedo al mar después de aquella experiencia en que estuvieron a un paso del naufragio y de la muerte y si no había sentido temor a fracasar cuando el capitán Miranda planteó la travesía del Atlántico en barco tan viejo y tan pequeño, ella contesta con una rotundidad que no deja resquicio para duda alguna:
Sus recuerdos sobre la larga travesía también son positivos a pesar de la odisea que pasaron.
Después de aquella inolvidable aventura, ¿qué es y qué significa el mar para Angelines Miranda? Su respuesta pone de manifiesto la pasión por el mar de quien protagonizó como navegante, junto al capitán Miranda y los otros nueve compañeros, una de las más singulares proezas de la navegación a vela que jamás se haya realizado: