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ArribaAbajoOpúsculos en prosa


ArribaAbajoDiscurso sobre la Literatura Española

Preliminar a las Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia



ArribaAbajoDiscurso preliminar


    Incorruptam fidem professis, sine amore
nec odio quisquam dicendus est.


Tacit. Hist. 1.º                


La literatura y las lenguas de los pueblos modernos de Europa se han ido formando en épocas distintas. La Italia fue la primera de las naciones europeas que vio perfeccionarse su idioma, manejado por el audaz y sublime Dante, por el delicado cuanto puro Petrarca, por el donoso y castigado Bocaccio. Siguiose a esta nación inmediatamente la España, que a fines del quintodécimo y principios del decimosexto siglo pulió su tosca lengua, tan desaliñada en los poemas de Gonzalo de Berceo, tan llena de argucias escolásticas, y en uno tan boba y pobre en las trovas de los copleros de la trecena y cuartadécima centuria. Todos saben que los Franceses no tuvieron idioma que a este nombre fuese acreedor hasta que los versos de Corneille y la prosa de los doctos Ermitaños de Puerto-Real le hubieron formado; los Ingleses, a quienes Shakespeare había presentado tal cual trozo sublime, anegado entre lodazales de la más repugnante barbarie, oyeron las primeras lecciones de buen lenguaje en no pocos pedazos de Milton; mejorose luego la lengua, hablada, sino siempre con corrección, casi siempre con acierto, por Dryden; y la fijaron al fin las plumas de Adisson, de Swift y de Pope. Muy más modernos Gellert, Haller y Gessner, han introducido la corrección en el tudesco, que repelen aún los sectarios de una nueva oscurísima escolástica, con nombre de estética, que calificando de romántico o novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse pueda, se esfuerzan a hacer del idioma y la literatura germánica tan desproporcionados monstruos, que comparado con ellos fuera un dechado de arreglo el que en su Arte poética nos describe Horacio.

Los siglos en que se apura y acendra un idioma; las circunstancias en que a la sazón se encuentra el pueblo que le habla, sobremanera contribuyen a la índole y carácter de la lengua. La indisputable primacía del toscano, comparativamente a los demás idiomas modernos, sin duda del estado de Florencia y la Italia toda en el tercio y cuartodécimo siglo proviene. Dividido el pueblo en bandos de Güelfos y Gibelinos, adictos los unos a la potencia eclesiástica, a la secular los otros, había sacudido el yugo de la superstición; y por otra parte la flaqueza de los emperadores había dado lugar a que por todas partes se formaran repúblicas, las cuales, puesto que mal organizadas para afianzar la propiedad y seguridad, individual, únicos manantiales perennes de toda estable prosperidad, mantenían empero nunca extinto el sagrado fuego del fuego de la libertad poética. De aquí la energía del idioma de Dante, de aquí la correcta expresión del Petrarca, y más castigada aún la del Bocaccio; que no es posible que las naciones donde es la superstición universal enuncien clara y distintamente sus ideas, acostumbradas a las densas nubes que constantemente su inteligencia ofuscan. La irreligión de los Italianos de los siglos duodécimo, decimotercio, decimocuarto, decimoquinto, y decimosexto era notoria en la Europa entera; varios sumos pontífices de aquella época, Gregorio IX particularmente y Juan XXII, han sido tildados de incrédulos por la historia; y nadie ignora cuán escandalizado con la falta de fe de los príncipes de la Iglesia se tornó el docto y religioso Erasmo de su viaje de Roma. Acháquese en buen hora esta universal incredulidad de los pueblos de Italia de aquellos siglos a la moral laxa que entre ellos reinaba, y que freno ninguno consentía, o admítase cualquiera otra explicación de un fenómeno que no es problemático; siempre es cierto que la libertad de pensar y expresarse, que de él es inevitable consecuencia, debió acarrear felicísimas resultas a la lengua, que entonces se formaba y perfeccionaba.

Muy menos venturosos fueron los Españoles. Desde las guerras civiles de D. Pedro el Cruel y el Bastardo de Trastamara, en medio de las zozobras que de la general anarquía eran consecuencia necesaria, habían cundido en la masa de la nación ideas de libertad civil y política, que echaron hondas raíces durante los reinados del flaco Juan II y del muelle y sensual Enrique IV. A vueltas de los disturbios nacionales se iba formando y perfeccionando el idioma: remontábase a veces Juan de Mena hasta rayar con lo sublime; destellaban en las coplas de Mingo-Revulgo de cuando en cuando sales epigramáticas; maridaba el Abulense a una portentosa erudición eclesiástica y profana una libertad de pensar en las materias religiosas, precursora de la reforma por Lutero y Calvino más tarde y con más fruto llevada al cabo; cultivaba el célebre Marqués de Villena las ciencias naturales, granjeándose nombradía de mágico, sin duda con descubrimientos de que nos ha frustrado la destrucción de sus manuscritos, quemados por la superstición; todo, en fin, anunciaba la aurora de un día más puro, cuando por irreparable desgracia de la nación española subieron Isabel y Fernando al trono de Castilla y Aragón. Fernando, que sin letras y sin espíritu marcial supo ahogar aquéllas y exaltar a éste; tenaz cuanto profundo en sus maquiavélicos planes, irreligioso adalid de la fe católica, perseguidor atroz sin fanatismo, y fautor despótico de la independencia del clero; Isabel, versada en letras; halagüeña en sus palabras, despiadada en sus acciones; tan afable en su trato, como implacable en sus venganzas; aparentando repugnancia al establecimiento de la Inquisición, y atizando socapa las hogueras en que perecieron veinte mil infelices víctimas durante su reinado; más accesible que su marido, no menos absoluta; irreprehensible y austera en sus acciones privadas, sin fe en la conducta pública; celosa de las comblezas de su esposo, soberana independiente de él en el gobierno de sus estados; reyes dotados ambos de altas prendas con feos vicios amancilladas; y que unos y otras en sumo menoscabo de la nación redundaron, por la antipatía a los fueros y derechos del pueblo y la insaciable sed de despotismo que a entrambos por igual los caracterizaba.

En tiempos tan contrarios a los sólidos progresos de los conocimientos humanos empezó el mejor siglo de la literatura española, que, menos poderosa que Alcides en su infancia, no bastó a sofocar las sierpes que en su cuna con estrechos ñudos la enlazaron. Había el sabio Antonio de Nebrija aplicado el mismo espíritu de análisis con que había estudiado las lenguas doctas, a perfeccionar, alimpiar, y fijar el idioma patrio; y poco después, en los primeros años del reinado de Carlos V, Garcilaso de la Vega y Juan Boscán, convencidos de la analogía que en la índole, y más aún en la prosodia de los idiomas toscano y castellano reinaba, trasladaron a España el metro florentino, y al fastidioso sonsonete de las coplas de arte mayor, al insípido ritornelo de las trovas de tres o cinco versos de siete y cinco sílabas, se sucedieron las variadas estancias, las majestuosas octavas, el severo y dificultoso terceto. Oyose entonces con melodía encantadora

El dulce lamentar de dos pastores:

la sonante cítara del amador de la Flor de Gnido exhaló sus tristes querellas, y pintó el merecido castigo de la cruda Anaxarte, convertida en piedra en pena de su desamor, con no menos brío que el lírico latino había cantado los tormentos de las hijas de Dánao, que con la sangre de sus esposos habían manchado el lecho conyugal. Caminaba a paso igual que la poesía la prosa; trasladábanse a la lengua castellana con más o menos acierto los primores de los autores clásicos griegos, romanos y toscanos; y la Pastoral del Taso, y la Farsalia de Lucano encontraban con intérpretes que no sólo el sentido, mas también las perfecciones, las gracias del Taso, la energía y el calor de Lucano reproducían.

En medio de estos adelantamientos nunca pudo la literatura española competir con la italiana. Así es comparable con la Jerusalén del Taso la Araucana de Ercilla, cual el poema de Estacio con la Eneida de Virgilio; y del Orlando Furioso al Bernardo de Valbuena hay la misma distancia que del libro de la cueva de San Patricio a la Odisea de Homero, o de las hazañas de San Cristóbal gigante a las de Ayax, Héctor y Aquiles en la Iliada. La explicación de este fenómeno la encontraremos en el estado político de las dos naciones, cuando se fijaron sus respectivos idiomas, y salieron a luz las obras maestras de poesía, historia y elocuencia.

Los dilatados reinados de Isabel y Fernando, el carácter absoluto de ambos, las opiniones del Cardenal Ximénez de Cisneros acerca de la obediencia que a los soberanos es debida, el vigor de su regencia, que nada dejó perder de cuanto de los privilegios de la nobleza y los fueros de las comunidades habían cercenado los Reyes Católicos en beneficio de la corona, poco a poco habían borrado en los ánimos, con las ideas anárquicas que la esencia del gobierno feudal constituían, las de verdadera libertad popular que con el establecimiento de las behetrías y las carta-pueblas otorgadas por los reyes en beneficio de las comunidades se habían ido formando. Si la insaciable codicia de los validos flamencos al arribo de Carlos V excitó el universal descontento, que en la guerra de las comunidades rompió luego, excepto tal cual pecho generoso, los nobles todos alzaron el pendón contra la nación y en favor del despotismo; las comunidades mismas se dividieron, y vencido el noble caudillo de los comuneros en los infaustos campos de Villalar, pereció en un infame patíbulo el postrero de los españoles. Las brillantes proezas de Carlos V, vencedor a orillas del Elba, al pie del Capitolio, y en los campos donde fue Cartago, convirtieron en sed de gloria militar el amor de la libertad en los ánimos briosos; desgracia la más funesta que a una nación pueda sobrevenir, porque son tantas las nobles prendas que constituyen un guerrero esforzado y un gran capitán, de tal manera deslumbra la aureola de gloria que en torno los ciñe, que ofuscados los ojos no saben distinguir las dotes del buen ciudadano, del íntegro magistrado, las cuales principalmente en el respeto a las leyes y en la resistencia a todo arbitrario poder se vinculan. Muy menos fatal es el avillanamiento de los ánimos soeces, dispuestos en todo tiempo a ser los sayones de la tiranía; este natural instinto de las almas corvas solamente a sus semejantes contagia, que nunca un espíritu noble miró sin repugnancia y asco las torpes genuflexiones del vil esclavo.

Vencida la Italia por las armas españolas, sujetos a sus reyes Nápoles y Milán, se vio renovar el fenómeno acontecido en Roma; ilustraron los vencidos a los vencedores, pulieron los españoles su lengua, a imitación de los italianos, y cultivaron la buena literatura que tan adelantada estaba en el pueblo sojuzgado. Gensque victa ferum victorem cepit. La Italia es la verdadera madre de nuestra literatura; a ella en mucha parte debemos los primores de nuestro idioma. Empero cuando la conquista de Nápoles y las guerras de Italia no era tan bozal nuestra lengua que fuese dable imprimirle al antojo de los escritores de aquella era el carácter y tipo que tuviesen por conveniente: desde la terciadécima centuria el mejor de nuestros monarcas, el sabio Alfonso X, había escrito poesías tan superiores a su siglo, como lo es el código de las siete Partidas, redactado bajo los auspicios de este excelente soberano, a los bárbaros estilos de la anarquía feudal; y ya hemos dicho que las letras hicieron en España no pocos progresos bajo los dos reinados que al de Isabel y Fernando precedieron. El continuo roce con los Árabes, que durante dilatados siglos poseyeron en todo o en parte nuestra península, y que mientras vivieron en ella hicieron en letras y ciencias cuantos progresos de un pueblo supersticioso y esclavo pueden esperarse, comunicó al castellano aquel estilo figurado, aquellas audaces exageraciones que en los orientales son tan frecuentes. Al abandonar la España los Musulmanes nos dejaron, no sólo muchas de sus voces y sus expresiones, sino también en mucha parte la índole de su idioma, sus osadas metáforas, el vivo colorir de sus expresiones, el arte en que a los mismos Griegos sacan ventaja de poner de bulto y pintar las ideas abstractas; arte que, si a veces perjudica y deslumbra al ideólogo severo, es la vida y el alma de la poesía, y con especialidad de los cantos líricos; arte que, no obstante la uniformidad, o, por mejor decir, la carencia de ideas, nos embelesa aún en los salmos hebreos, y de cuya magia todavía quedan vestigios hasta en la miserable y no inteligible antigua versión itálica, admitida no sé por qué en la Biblia vulgar, puesto que de San Jerónimo no sea.

Así la conquista de la Italia, al paso que mejoró y pulió la lengua castellana, no la hizo mudar de carácter; y la literatura española, muy más cultivada que hasta entonces lo había sido, nunca se encumbró a los elevados géneros que con tanto acierto habían tratado los italianos; que mal podían los espíritus que temblaban bajo un Torquemada, un Pedro de Arbués o un Lucero contrarrestar con el denuedo que Sarpi las pretensiones de la curia romana, poner patentes al mundo los miserables enredos y chismes que en las decisiones de los padres de Trento influyeron; o los esclavos del franciscano Cisneros denunciar a los pueblos los sistemáticos delitos de los monarcas, y hacer palpables las ventajas de la libertad política, como lo ejecutaba el ilustre autor del Príncipe y de los Discursos acerca de Tito Livio.

Iba creciendo la gloria marcial de los españoles al paso que se disminuía su libertad civil y política; sus victoriosas armas, después de asustar el continente europeo, abrían carrera más vasta en un mundo nuevo, donde, si bien los moradores pocas o ningunas dificultades al verdadero esfuerzo presentaban, la inmensidad de los espacios, la insalubridad de los climas, la absoluta carencia de mantenimientos el más constante denuedo arredraban. La novela con nombre de historia de Solís retrata a Hernán Cortés como un valiente conquistador, y le hace parecido a otros mil que como él lo han sido; muy más alto aparecería este claro varón si nos le pintara su coronista como él fue verdaderamente, imperturbable en medio de las arduas dificultades que para alimentar a un millar de europeos suscitaba un país inmenso, donde solamente malezas y pantanos se encontraban, y donde la falta absoluta de hierro hasta el solicitar materias nutritivas de la tierra estorbaba. Más dieron en que entender a Cortés la enemiga de Diego, Velázquez y la expedición de Pánfilo de Narváez que los decantados ejércitos de Montezuma, el pretenso ardimiento de Guatimozín, el arrojo de Xicotencal, y todo cuanto han fraguado los historiadores coetáneos del poderío del emperador de Nueva-España y de la belicosa índole de los republicanos Tlascaltecas. Empero un mundo nuevo en todo diferente del antiguo, en hombres, animales y plantas; insuperables estorbos que la vastísima extensión del país, la falta de mantenimientos, la insalubridad de los climas, lo impracticable de los caminos, lo fragoso de los más altos montes del orbe, lo raudo de los más caudalosos ríos presentaban, vencidos y allanados a esfuerzos de la más heroica constancia; tan nuevas y magníficas escenas no podían menos de exaltar y agrandar la imaginación de los españoles, influyendo poderosamente en el carácter de sus escritores.

Resulta, pues, de cuanto llevamos dicho que el carácter de la literatura española es parto de los sucesos de los postreros años del quintodécimo siglo y de todo el decimosexto, en que se pulió nuestro idioma y salieron a la luz pública nuestras obras maestras. Era la España supersticiosa y esclava, empero militar y victoriosa; temerosos corderos los españoles en presencia de un fraile o un inquisidor, eran leones impávidos a vista del enemigo: ni los arredraban los climas, ni los asustaban las distancias; arrostraban en las Américas el hambre y el cansancio, como en Europa el hierro de los enemigos, sus bandas jamás rompidas hasta la batalla de Rocroy. Cultiváronse con más o menos fruto aquellas partes de la literatura que pueden adelantarse sin enfurecer el fanatismo ni sobresaltar el poder absoluto; enmudeció la sana lógica, proscribiose la buena metafísica, o si las cultivaron algunos pocos, fue a escondidas del gobierno y la Inquisición, y con la perdurable zozobra de incurrir en el implacable enojo de ambos. La teología no fue más que el extravagante misticismo de la madre Agreda, o Santa Teresa de Jesús, o una bárbara cáfila de expresiones escolásticas sacadas de Escoto, de Suárez, de Santo Tomás o del Maestro de las Sentencias. Redújose la jurisprudencia civil a casos raros y cur-tam-varies, la canónica al estudio de las decretales de los papas; fulminó la Inquisición sus censuras contra todos los tratados de derecho natural, contra todas las historias eclesiásticas imparciales; arrogose un calificador estúpido el privilegio de desmentir hasta las verdades matemáticas, cuando con las sandeces de la teología de las escuelas no se avenían. Aplicaba Descartes el cálculo algébrico a la resolución de los problemas de geometría, inventaban Leibnitz y Newton el infinitesimal, mientras los españoles calificaban de matemáticos a los que aprendían solamente las proposiciones de Euclides. De suerte que si la literatura, que, como dice el abate Raynal, hermosea el edificio de la superstición, fue cultivada no sin fruto en España, las ciencias exactas, y más todavía las morales, retrocedieron; que no ignoran los enemigos de la razón humana que las ciencias, avezando al hombre a la investigación de la verdad, le llevan por la mano a aplicar el cálculo de las probabilidades a las nociones morales que le han sido enseñadas, y que una vez que llega a cultivar este estudio, se desploma derrocado por sus cimientos el reino de la mentira. Hasta D. Jorge Juan no hubo en España un geómetra que digno de mentarse sea: el pretenso mapa geodésico de la península, alzado en tiempo de Felipe II por el maestro Esquivel, no es cosa más probada que el origen español de la novela de Gil Blas, y dado que fuese cierto que se hubiera formado un mapa, acerca del cual los escritores coetáneos observan el más alto silencio, ignoramos si era exacto; ni era prueba, cuando lo fuese, de que las matemáticas racionales estuviesen muy cultivadas; que es cosa sabida que los errores en las operaciones geodésicas se pueden ceñir a límites harto estrechos, sin que estén muy adelantadas por eso las matemáticas trascendentales.

Precursor de Bacón de Verulanzio Luis Vives había el primero entre los modernos hecho palpable con razones convincentes la vaciedad del escolasticismo, y dictado las verdaderas máximas que habían de guiar a los que en investigar la verdad se ocuparan. Este ilustre español vivió la mayor parte de su vida lejos de su nación; y es indudable que, si nunca hubiera salido de ella, jamás se hubiera elevado su mente hasta concebir el plan de su obra acerca de la corrupción de las ciencias y de los medios de restaurarlas, mucho menos se hubiera atrevido a darla a luz. El primero que de los modernos filósofos presentó el dechado de la sana lógica fue a la verdad un español, pero ni discípulo ni imitador ninguno tuvo en su patria.

La erudición y el estudio de la historia y las lenguas antiguas con mejores auspicios se cultivaron, sin que por eso cesara el abominable tribunal de la Inquisición de perseguir con tesón infernal a cuantos en esta carrera, como en las demás, despuntaban. Abonan esta aserción las causas formadas al Mtro. Fr. Luis de León, una de las mayores lumbreras de España en el siglo decimosexto, al célebre Francisco Sánchez de las Brozas, y en tiempos anteriores a Antonio de Nebrija. Encarnizáronse más y más los inquisidores contra los que cultivaban las lenguas orientales cuando hubieron Lutero y Calvino predicado la reforma, y se esforzaron a procesar como sospechosos en materias de fe a todos cuantos procuraban entender en su original idioma los libros que contenían las reglas de moral y los dogmas de los cristianos. Todo el poder de Felipe II bastó apenas a librar de las garras del Santo Oficio al docto Arias Montano, cuyo único delito era haber dado cima a la edición de la políglota conocida con nombre de la Biblia Regia; y es de creer que si hubiera vivido algunos años más tarde el Cardenal Ximénez de Cisneros, nunca hubiera la Inquisición perdonado a uno de sus primeros caudillos el proyecto y la ejecución de la Biblia complutense. Los más de los prólogos de los libros de historia natural y física de aquella época, que en algo de los disparates escolásticos se apartaban, están llenos de amargas quejas, con más o menos rebozo articuladas, de los estorbos que a la investigación y propagación de la verdad se ponían, hasta que la prepotencia del Santo Oficio acalló aun los suspiros que exhalaba la razón oprimida. Algunos rabinos habían hecho una versión castellana del Antiguo Testamento; los protestantes españoles Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera pusieron luego en más culto castellano la Biblia entera; esto bastó a calificar de predicadores de calvinismo a cuantos en interpretar las Escrituras se afanaban, y la escandalosa cautividad del Mtro. Fr. Luis de León se fundó o se coloreó con su traducción del Cantar de los cantares. Tal era en aquellos tiempos el gobierno español; tal la suma de libertad que a los españoles había cabido en suerte; de modo que el fenómeno más extraordinario de esta época no es explicar la cortedad de sus conocimientos en muchas materias, mas sí desenvolver las causas de sus adelantamientos indisputables en muchos ramos de artes y letras.

Si la energía y la vida que a Tácito y a Salustio animan nunca alentó a los historiadores españoles, no es dudoso que en la historia de España de Mariana, en la de la guerra contra los Moriscos de las Alpujarras de D. Diego Hurtado de Mendoza, en la de la conquista de Méjico de Solís no pocas prendas de buenos escritores resplandecen. Penden en mucha parte las dotes de los historiadores antiguos de aquella pasión de libertad, en los pechos de los Griegos y los Romanos ingénita; este noble afecto constituye el carácter dominante de las Décadas de Tito Livio, y con él se coordinan subordinándosele todas las demás ideas. No así en España, donde el menor respiro de independencia hubiera sido irremisible delito a los ojos del disimulado cuanto cruel Felipe II, a los ojos del venal y supersticioso Duque de Lerma, a los del arrogante y suspicaz Olivares. Fue, pues, la historia en España un mero cuento de acontecimientos bélicos, de contiendas y guerras entre los ricos-hombres, de fútiles disputas acerca de vanos privilegios entre las diversas ciudades, de rebeliones de la aristocracia contra la monarquía, de disturbios suscitados por los hijos, hermanos y parientes de los reyes, de usurpaciones del cetro por colaterales y bastardos; mezquinos sujetos que nunca podían elevar el ánimo de los historiadores. Faltan en España más que todo varones dotados de virtudes civiles, varones que, como el canciller del Hospital en Francia, y luego los magistrados que con generoso esfuerzo se opusieron a la liga, supieran contrarrestar la anarquía en defensa de las legítimas potestades, y tener a raya el despotismo, amparando los fueros de los pueblos; así nuestros héroes, como los andantes caballeros, no hacen más que rebanar jayanes y arrollar escuadras, y casi nunca se oye resonar su voz en utilidad de la patria.

Los más de nuestros historiadores adoptaron el estilo de poner en boca de sus personajes largas arengas; estilo que por mezquinas razones han abandonado los escritores del siglo decimoctavo. En los razonamientos en que habla el sujeto propio que ocupa la escena, se pueden explayar los historiadores, y desenvolver las circunstancias en que se encontraba a la sazón el estado, los escondidos muelles de las acciones de los principales personajes, y más que todo el carácter y los proyectos del que habla; y esta exposición, si se presenta bien, es tan natural, da viveza y colorido tal a la acción, que transforma la historia en un drama, donde oímos y vemos a los actores, y que eso más es animada que más parecidas son las facciones y la fisonomía de los personajes retratados a lo que ellos realmente fueron. Bien sé yo que hay en las historias de todos los pueblos sus épocas fabulosas, y acaso más que en ninguna otra de las naciones modernas en la de España; bien sé que las historias de Pelayo y Hormesinda, de los amores de Florinda y Rodrigo, de Ximena y el Conde de Saldaña, de las hazañas de Bernardo del Carpio, y por ventura de las del Cid Rui Díaz de Vivar, tan verídicas son como la del viaje a la Luna del Paladín Astolfo en demanda del juicio perdido del señor de Brava y de Anglante. La historia de estos tiempos tenebrosos es en todas las naciones una novela más o menos bien entretejida, como la de los siglos que al de Milciades y Temístocles precedieron en la Grecia, la de los primeros quinientos años de Roma, y la de los reyezuelos cristianos de España desde las guerras civiles de Rodrigo y Witiza hasta la conquista de Toledo por Alfonso VI. Empero los personajes verdaderamente históricos, Alfonso X, Roger de Lauria, el Gran Capitán, Carlos V y su ilustre hijo D. Juan de Austria, el gran Duque de Alba, Antonio de Leyva, Hernán Cortés, etc., etc., estos tales tan bien estampado han dejado el tipo de su índole en la historia, que no es menos grave culpa en los escritores no dar a los razonamientos que en boca de ellos pongan el colorido que de ellos es peculiar, que lo fuera en un autor de tragedias retratar con los colores de Néstor a Diomedes.

Aventájanse en esta parte muy principal de la historia Solís y Mariana; el primero, si en los discursos de Xicotencal y Montezuma no los pinta como ellos en la realidad fueron, los retrata a lo menos al vivo, y conforme al carácter ideal con que al lector los ha presentado; et sibi constant. Mariana desenvuelve a veces con admirable sagacidad en las arengas de sus personajes, no solamente quién eran ellos, mas también el estado de las cosas y de las opiniones más generales en el tiempo en que los hace hablar. Léase el discurso que en boca de uno de los principales señores pone, cuando la rebelión contra Juan II: ¿quién no ve en él los progresos que habían hecho las ideas de libertad, cuán inculcadas y arraigadas en todos los ánimos a la sazón estaban? Compárese este razonamiento con las coplas de Mingo-Revulgo, y aun con las endechas de Juan de Mena acerca del abajamiento de la potestad real, y dígase si el escritor del siglo de Felipe III no conocía bien el carácter del de Juan II y Enrique IV.

Una cosa muy extraña es que en los siglos bárbaros que al establecimiento del nuevo tribunal de la Inquisición en Aragón y Castilla precedieron, el pueblo más tolerante de la moderna Europa fue el Castellano. A la verdad los concilios de Toledo, desde Recaredo y desde Sisebuto más particularmente, fulminaron penas contra los judíos, que fueron la principal causa de la conquista de España por los Musulmanes, porque, irritados con razón los Hebreos con el gobierno de los reyes godos, abrieron a los Mahometanos las puertas de la Península. Empero posteriormente a los triunfos de los Cristianos contra los Árabes se establecieron principios más humanos, y la fanática acción de Fernando III ni tuvo ejemplo en sus predecesores, ni de sus sucesores fue nunca imitada. Gobernó la hermosa Raquel con despótico dominio la Castilla, y si conjuraron los ricos-hombres la muerte de esta combleza de su monarca, no fue en calidad de Judía, mas sí de inaguantable y prepotente avasalladora de la nación. Cuando habla Mingo-Revulgo de los universales desórdenes del pueblo en su tiempo, se queja del poco aprecio que de su respectiva religión en Castilla hacían Moros, Judíos y Cristianos, sin manifestar preferencia a unos ni a otros.

  • Los de Cristóbal Mejía (los Cristianos).
  • Los de esotro tartamudo (los Judíos).
  • Los de Meco moro agudo (los Sarracenos).

¿Quién ignora que casi todas nuestras más ilustres familias están emparentadas con Judíos y Moros, y quién la diferencia que en los tres últimos siglos de limpieza de sangre y de nobleza se ha hecho? Las patrañas del Niño de la Guardia, de los Cristos azotados, de las hostias profanadas y chorreando sangre, todas han sido fraguadas por el clero después del establecimiento de la Inquisición, por cohonestar con tan ridículas imposturas las atrocidades de este abominable tribunal. Con la fundación del Santo Oficio empieza un nuevo estilo en los escritores, y hasta el idioma vulgar se llena de modismos y refranes, hijos del odio profundo que a cualquiera otra creencia que el papismo inculcan las instituciones y profesan los nacionales. La necesidad tiene cara de hereje, es la expresión que sustituye los clavos de diamante de la dura Necesidad de los antiguos; y hacer una herejía con uno significa cometer con él las más exquisitas crueldades. Ardían en las hogueras de la Inquisición de Valladolid ilustres caballeros, tiernas y nobles doncellas, inocentes religiosas, y ancianos sacerdotes tan respetables por la austeridad de sus costumbres cuanto por sus profundos conocimientos en las materias de religión y dogma; era el delito que tan horribles tormentos les acarreaba dudar de la existencia del Purgatorio, o expresarse acerca del libre albedrío, de la fe y de la gracia en los mismos términos que San Pablo; expiraban como el Hijo de María, orando por sus verdugos; eran calificados de herejes, y la lengua vulgar hacía de la herejía el vocablo sinónimo de cuanta perversidad puede caber en la postrera depravación de la humana naturaleza. Así la superstición embrutece en uno los entendimientos, y encrudece los ánimos, apagando la razón, enardeciendo la fiereza, y dispensando a los pueblos donde reina, con la inteligencia de las ostras, la sed de sangre de los tigres.

Figúrese el lector con qué precauciones tenían que hablar los historiadores de España de cuanto con las usurpaciones de la potestad eclesiástica estaba conexo. Las continuas competencias del clero con la autoridad real y con los privilegios de la nobleza; la liga de unos y otros cuando de avasallar y oprimir al pueblo se ha tratado, parte tan importante en la narración de los sucesos de las naciones de Europa, en balde es buscarla en nuestros historiadores. Españoles fueron todos cuantos imaginaron y fundaron el más funesto instituto que ha afligido el linaje humano, el de los frailes jesuitas; y si Quevedo en su historia de los Monopantos, y Palafox en sus doctos y piadosos escritos se esforzaron a mostrar los males que de la existencia de esta guardia pretoria del papismo, difundida por todo el universo, redundaban, en breve la persecución embargó la lengua de estos buenos patricios y sepultó sus escritos en un hondo olvido.

Todo historiador moderno que fuere crédulo y supersticioso nunca podrá ser leído, muy al revés de lo que con los antiguos sucede. Los continuos portentos de que las Décadas de Tito Livio están llenas son causa de que se lean con más gusto. Pende este efecto de la diferencia radical de una religión mística, espiritual y abstracta como la nuestra, y otra sensual, material y palpable, digámoslo así, cual la de los Griegos y Romanos. Los dioses de la Gentilidad eran mortales divinizados; desde Júpiter Óptimo Máximo, hasta la postrera de las deidades indigetes, todos eran hombres exentos de la mortalidad, mas no de las pasiones humanas; más fuertes y más poderosos que los mortales, sujetos empero a la fatalidad y al destino, como el más vil esclavo. El Dios de los cristianos es un espíritu inextenso que llena la inmensidad del espacio, una inteligencia que abraza ambas eternidades, sin que en ella haya sucesión de tiempos; que ve la inmensa cadena de todas las verdades posibles hasta sus más remotas consecuencias, sin que para ella existan premisas; ante cuyos ojos las más recónditas relaciones de todos los seres, o existentes, o posibles, son una mera percepción instantánea. Tan alta idea se aviene mal con una Providencia particular que interrumpe el curso de sus generales leyes por motivos mezquinos en su presencia; los únicos portentos que de ella pueden no desdecir son los que para fundar su Religión fueron indispensables; y habiendo ésta recibido su total complemento con la resurrección del Legislador, y la predicación de sus discípulos, parecen cualesquiera otros milagros no menos incompatibles con los dogmas religiosos que indignos de la Majestad Divina. Por eso las vidas de los santos, atestadas de prodigios, nos parecen tan insulsas y pueriles, mientras escuchamos enajenados las amenazas de Neptuno a los vientos que sin su licencia pretenden echar a pique la armada de Eneas, y contemplamos amedrentados el enojo de este dios cuando con su pujante tridente destroza a vista de las playas de Feacia la nave que lleva a Ulises a su cara Itaca. Así el milagro del obispo atanasiano que delante de Leovigildo llenó de confusión al arriano, sin que por eso mudara de religión aquel monarca; el del breviario mozárabe saliendo ileso de la hoguera que consumió el romano, y tanta cáfila de paparruchas del mismo jaez que la historia de Mariana deslustran, y son todavía muy más comunes en los más de nuestros historiadores, nos causan un inaguantable hastío, y se nos cae el libro de las manos. Bastará para figurarse de qué cáfila de patrañeros milagros están atestadas nuestras historias considerar que Feijoo ha insertado en sus obras una larga disertación acerca del toque de la campana de Velilla, probando con argumentos muy serios que nunca la tal campana se tocó por operación divina. El único de nuestros historiadores totalmente inmune de esta pueril credulidad es D. Diego Hurtado de Mendoza en su historia de la guerra de las Alpujarras; estadista y embajador en Roma, y cerca del concilio de Trento, conocía sobrado bien a los clérigos, y mal podía persuadirse de los portentos que ellos fraguan.

Generalmente hablando los historiadores nuestros sólo han imitado las externas formas de los antiguos, sin penetrar su médula, sin revestirse del generoso espíritu que los anima; no mal parecidos a aquellas figuras de cera que con bastante propiedad retratan las facciones, la estatura y el colorido, mas siempre privadas de brío, de lozanía y de vida. Así los cursantes de las aulas de Retórica se piensan que imitan a Cicerón cuando le pescan algunas frases, o que les inspira la musa lírica de Horacio cuando hacinan de él centones, incurriendo en el defecto del que por no apartarse de las huellas de aquel a quien sigue, se atasca en un atolladero de que no puede salir. Visible cosa es que tenía presente D. Diego de Mendoza el proemio de las Historias de Tácito cuando empezó la suya de la guerra de los Moriscos; copia es el uno del otro; mas quien a consecuencia se presumiese hallar en el diplomático historiador los valientes toques con que están delineados los caracteres de Galba, de Otón y de Vitelio, la animada escena del incendio del Capitolio, o de la batalla dada dentro de la propia Roma entre Vitelianos y Flavianos, todas sus esperanzas las verá frustradas.

Al lado de las historias se colocan las novelas, o los cuentos de sucesos fingidos, los cuales, por lo mismo que no son verdaderos, han de ser más verisímiles, porque si en la realidad nunca hombre fue constante con su propio carácter en todos los trámites de su vida, si en los más generosos pechos se encuentran ruindades que los afean, y en los más ruines acciones generosas que ilustran alguna época de su vida, el historiador que estos casos refiere ofrece en su abono el unánime y no controvertido testimonio de los coetáneos, que al novelista falta. Por eso es tan difícil apropiarse un carácter nuevo, y conformar con él en todas sus partes y con sus acordes proporciones el sujeto que de él se reviste, proprie communia dicere, sirviéndome de la expresión de Horacio. Antes de caracterizar el mérito de nuestros autores en este ramo es indispensable dar algunas ideas del género, según por mis meditaciones me las tengo yo formadas, para valuar por ellas el de los novelistas españoles.

Las llamadas novelas pastoriles más son largos idilios en prosa, o cuando más dramas entre zagales y zagalas, que novelas verdaderas. La uniformidad inherente a esta especie de escritos los condena a empalagar al menos delicado lector. Son los sucesos tan poco variados, tan uniformes los afectos, tan ceñidas las ideas, tan poco encarnizadas las enemigas, tan fácilmente satisfechos los amores, que ni la acabada perfección de Teócrito y Virgilio, los dos escritores más perfectos de los dos más perfectos idiomas, estorbaría que fastidiasen sus églogas, si no las hubieran hecho tan cortas. Garcilaso, que con tanta maestría entonó el canto pastoril en la primera de sus églogas, en que no excedió la medida de las antiguas, es inaguantable en la segunda, que quiso alargar sin coto. Si la Aminta y el Pastor Fido gustan, no es como idilios, sino como acciones dramáticas; la segunda especialmente es una verdadera tragedia, donde el terror, la compasión y todos los afectos trágicos poderosamente son excitados. Y si églogas como la segunda de Garcilaso son inaguantables, ¿quién podrá sufrir novelas pastorales en muchos abultados tomos, como la Diana de Montemayor, o de Gil Polo, la Galatea de Cervantes, y otras producciones de este jaez, a cuya lectura jamás pudo dar cima el leyente más esforzado?

Restan las otras novelas, unas cuyo principal objeto es pintar el origen y progresos de una pasión, y otras que, contando parte de la vida del héroe ideal, o bien toda entera, enlazan con ella los sucesos de la humana, desenvolviendo progresivamente el carácter del sujeto que retratan. A estas dos clases se ciñen todas las novelas posibles (a lo menos las que así merecen llamarse); y el examen de los requisitos que su perfección constituyen, eso más es importante, que siendo casi ignorado este género de los antiguos, carecemos de guías que nos den tan juiciosas y acertadas reglas cuales las que para otros escritos en Aristóteles, Cicerón, Horacio y Quintiliano encontramos.

Los medios de excitar vivamente los afectos del lector, la compasión, el terror, el odio, el cariño, etc., los mismos son en estos escritos que en los dramas, y según el carácter de los actores así se arrima la novela a la tragedia o la comedia. No está empero obligado a ceñirse el novelista a la unidad de lugar, tiempo, ni menos de acción; mas no se puede desentender de la de interés, si quiere que sus composiciones saquen lágrimas, infundan pavor y dejen una duradera y viva impresión en el ánimo de los lectores. Guárdese particularmente el escritor de fino y acendrado gusto de confundir las chocarrerías con los donaires, la sencillez con el tosco desaliño; sean inocentes y cándidos sus aldeanos, no soeces y zafios; no se arrastren por los suelos de miedo de encumbrarse a las nubes; acuérdese siempre el autor de que si la rústica pobreza excluye del prendido de las lindas villanas el brillo del diamante, los vivos colores de la esmeralda y el carbunclo, bien saben sustituir a estos arreos las guirnaldas de frescas rosas, de aromáticas violetas, de pomposas azucenas entretejidas.

Los hombres poco versados en el arte de escribir se figurarán acaso que excluyen nuestros preceptos la verdad del género de composiciones que más de ella sola saca todo su mérito, porque siendo las novelas cuentos de fingidos sucesos, en tanto les asiste un mérito real, en cuanto más los afectos, las expresiones de los actores son los que hubieran de ser cuando en la situación en que se les pone se encontrasen sujetos verdaderos que les fueran parecidos. Mas no nos equivoquemos: no es el arte una imitación de la naturaleza, tal cual ella es generalmente; que el buen imitador escoge en los objetos lo más vigoroso, y lo más puro que en muchos de ellos ve esparcido, y de estos variados rasgos, verdaderos y existentes todos, forma el tipo ideal, cuya concepción constituye el perfecto crítico teórico, cuya ejecución forma el acabado escultor, el sublime poeta, realizando el Júpiter de Fidias, el Aquiles de Homero, el Roger del Ariosto. En toda profesión, en todas clases hay hombres y mujeres dotados del tino natural que constituye el gusto práctico, que sin salir de su esfera se manejan con cierta gracia, hablan con cierta naturalidad, obran con cierto decoro que los hace dignos de ser mirados y estudiados como modelos de su clase. No se ha de confundir esta natural elegancia de costumbres con la virtud; las personas de que hablo son las que comúnmente llaman sujetos finos, no virtuosos. No quiero yo decir que se excluyan recíprocamente virtud y elegancia; muy lejos de eso, las más veces se avienen en uno, y aparece más amable la virtud ornada por las Gracias, mas es cierto que no es siempre por desgracia esta unión inseparable. De suerte que aun cuando retrate el novelista los vicios más horrendos, no ha de prescindir enteramente de este natural arreo que dejando a la perversidad todo su horror hace tolerable la presencia del malo; que tal es el secreto de pintar las ponzoñosas sierpes, y los más feos vestiglos, campeando eso más la hermosura del arte que son más disformes los originales.

Un solo caso hay en que debe el escritor novelista colorir con la mayor viveza la torpeza y disformidad del vicio, y es en aquellos pasajes en que se trata de que reciba la culpa el merecido castigo. No consiste éste en que triunfe o no el malo del hombre de bien; ni aborrezco yo las novelas en que muere aherrojado en prisiones o degollado en un patíbulo el héroe virtuoso, y acatado de los pueblos sube el perverso al trono. Pues tal es tan repetidas veces el deplorable desenlace de la historia verdadera, ¿por qué no la imitará en esta parte la novela? Mas lo que no hace, ni puede hacer el historiador, eso es la peculiar obligación del novelista; pintar al vivo los remordimientos, los sustos, las amarguras que roen y acibaran los inicuos pechos. No tema en tales casos una esforzada pluma descender al torpe lupanar con la deshonesta esposa del árbitro del orbe romano, rasgar cuantos velos sus adúlteros miembros cubren, señalar la villana mano abierta para cobrar el salario de un infame deleite, y mostrar patente a deshonrosas miradas, a lascivos tocamientos, a ósculos de baldón el vientre donde fue el generoso Británico engendrado. Y si un noble y nunca desmentido horror del vicio le anima, si palpita su pecho de enojo contra la villana simulación de Tiberio, no menos que contra la demencia atroz de Calígula, si envidia más la suerte de Bruto muriendo en los campos de Tesalia, la de Catón rompiéndose las entrañas en los arenales de Utica, que la triste gloria de César vencedor de la patria, usurpador de la soberanía, origen y tronco de tantos monstruos cuantos con nombre de emperadores deshonraron en la serie de los posteriores siglos a Roma y asolaron el universo, no tema entonces retratar con valientes pinceladas las más torpes escenas de la disolución, no tema sumirse en los lodazales de la más villana servilidad; que ni excitarán sus vivas imágenes deseos impuros, ni se resentirá su estilo de la bajeza de los sujetos que retrate.

No nos equivoquemos empero, ni confundamos con la verdadera moral la hipocresía de costumbres que con los arreos de sobrado escrupulosa decencia se reviste. El sabio por antonomasia aconsejaba a sus discípulos que sacrificasen a las Gracias; la austeridad ascética es debida a las falsas ideas de una superstición enemiga de los deleites sensuales, cuyo infalible como inmediato efecto fuera acabar con el linaje humano, dando por el pie con los gustos con que su reproducción se vincula. Cosa es sobremanera ridícula nivelar con los más horrendos delitos que son azote y oprobio de la humanidad una propensión, aunque algo excesiva sea, a los gustos amorosos. Confundir los galanteos con los hurtos, las calumnias, los rencorosos odios; las flaquezas que al deleite arrastran, con los asesinatos y las alevosías, desacreditar es las verdaderas reglas de sana moral, y restituir a vigor nuevo la paradoja de los estoicos, que todos los pecados eran iguales. No diré yo como Catulo que si ha de ser casto el poeta no importa que no lo sean sus versos; no alegaré que el justo Catón estrechaba en sus brazos a los mozos que de las mancebías salían, exhortándolos a que perseveraran en sus gustos, y no solicitaran a las castas matronas; ni recordaré que Catulo su amigo le dirigía epigramas que, gracias a la mentida delicadeza de nuestras acendradas costumbres, y nuestros cosquillosos idiomas, escandalizarían a la mayor parte de nuestros lectores, si a traducirlos palabra por palabra nos atreviésemos. Consagrada nuestra pluma a la propagación de la verdad, ninguna contemplación nos arredra, cuando de establecerla tratamos; y bien avenidos con nuestra conciencia, en inalterable paz con nosotros propios, poco nos importa ser tenidos por escritores de moral laxa por hombres que los más de ellos so la capa de anacoretas esconden las costumbres de sátiros, y eso más estrechan sus teóricas los ñudos de la castidad y la pureza, que en la vida práctica todos los eluden indistintamente. Confesamos que aquella molicie que afemina los ánimos, enflaqueciendo sus fuerzas, y robándoles la virilidad, atributo primero de la virtud, es funestísima; mas no son las halagüeñas imágenes del deleite las que este efecto producen. Antes que un puñado de Griegos desbaratara los innumerables escuadrones de Xerxes, y sembrara de millones de cadáveres los llanos de Maratón y Platea, y los mares de Salamina, había la dulce lira de Anacreonte resonado a Baco y los amores en los más blandos y deliciosos metros que hasta ahora han embelesado el linaje humano. Tibulo militó con gloria, y Horacio fue tribuno militar de Bruto, sin que el cuento de su fuga después de abandonar el broquel tenga otro fundamento que haber dicho él en una de sus odas que huyó, relicta non bene parmula, expresión que evidentemente no quiere decir otra cosa sino que acompañó la fuga del ejército entero roto por Octavio y Antonio; que es cosa clara que hombre que tan bien sabía lo que era decoroso como Horacio, se hubiera guardado muy bien de acusarse a sí propio de tan villana cobardía, como la de dar a correr, arrojando su escudo, en el calor de la batalla.

Dos caminos distintos se ofrecen al novelista que pinta los efectos del amor; esta pasión es unas veces un fuego abrasador que todo lo consume, una inextinguible y activa llama que corre por las venas y enciende las entrañas; afecto tiránico que quita la vista de los ojos, roba el juicio, aportilla la razón, hace enmudecer la conciencia, y ora pone el huso y la rueca en manos de Alcides, ora despeña a Safo del promontorio de Leucate. Este es el delirio de Dido en Virgilio, el del amante de Julia en Rousseau, no pocas veces el de Heloísa en sus cartas originales; éste el del apasionado Werther en Goethe. El otro amor más sosegado coge la rosa y arranca las espinas, paladea los amorosos gustos, sazona los deleites, y más prendado del sexo entero que de ninguno de sus individuos, su propia inconstancia es un nuevo homenaje que al amor tributa. Todas las dotes, todos los atractivos del bello sexo le incitan, por todos se apasiona; de aquí su natural mudable, en una sola cosa firme, en vincular sus glorias todas en la posesión de las mujeres. Este es el carácter distintivo de los poemas eróticos de Ovidio, éste el de algunas de las odas de Horacio, y el de muchas novelas modernas.

Habrase notado que no hablo de una especie de amoríos frecuentes en los quinientistas italianos, y en muchas novelas españolas y francesas del siglo XVII, con tanto donaire y gracia ridiculizadas por el severo Boileau. Califican estas insulseces de amor platónico, puesto que en ninguno de los escritos de Platón ni el más mínimo resquicio de semejante desvarío se encuentre. Cífrase este amor en no sé qué afecto desprendido de todo sensual deleite, en cierta incomprehensible unión de las almas, tal que si alguna real existencia en la naturaleza este desacierto tuviera, ni la hermosura, ni la juventud, ni aun la diferencia de sexos tendrían en este caso el más leve influjo. Pudiéramos definir este pretenso amor una especie de misticismo aplicado a las mutuas relaciones de ambos sexos. No dictaba en este estilo risiblemente triste, dice Boileau, el Amor los versos que suspiraba Tibulo. Los conceptos, los perpetuos sollozos, las muertes y resurrecciones de los amantes de que están atestadas las composiciones eróticas en prosa y verso de aquellos tiempos, y que ni la más leve impresión en el lector hacen, proceden de este mal gusto, introducido primero por el Petrarca, y llevado al extremo por sus sucesores. No es posible leer cuatro versos de las perpetuas lamentaciones amatorias de Herrera, que de ellas ha llenado todas sus perdurables elegías, sin convencerse de que ni nunca quiso, ni era capaz de querer, ni de formarse idea de lo que constituye el amor. Más fuego hay en una elegía de Tibulo, o en la égloga a Lycoris de Virgilio, que en los perpetuos incendios de estos enamorados poetas, siempre abrasándose por metáfora, y siempre fríos y helados en la realidad. Nunca es en ellos el amor aquella hoguera voraz que todo lo consume, aquella calentura ardiente que sume en un no interrumpido delirio a quien agita, aquel furor de Venus que, cual el estro de Baco, embarga la mísera Dido, aquel delirio estático que de la mente de Galo se ha apoderado, aquella desesperación que hace vagar continuo a Orfeo por los montes de la Tracia repitiendo inconsolable al son de su lira el nombre de la perdida Eurídice. ¿A quién han sacado lágrimas las eternas endechas de Periandro y su cara Auristela, ni las lamentaciones de tanto enamorado personaje como en la inacabable novela de Persiles y Sigismunda representan su papel? Menester es confesar que pocos autores han sido menos aptos para pintar el amor, y sus furores, y sus devaneos, que el inmortal autor de Don Quijote; sagaz escrutador de las ridiculeces y miserias de la humanidad, como el Damasipo de Horacio, reputaba sin duda por mera locura las ansias de los enamorados, y sólo lo ridículo que en ellas siempre se halla era lo que le daba golpe. Ingenios como el de Cervantes pueden muy bien imaginar patéticas situaciones, y poner en ellas a los amantes que retratan; mas así que los hacen discurrir, sus razonamientos acaban con cuanta compasión y lástima sus desdichas habían inspirado. ¿Puede verse cosa más insulsa que cuanto Dorotea, Luscinda y Cardenio acerca de sus amores se dicen recíprocamente? ¡Qué diferencia de los furores de Dido abandonada por Eneas, de los baldones con que afea a éste su alevosía, y de las casi melifluas y nunca desconcertadas razones con que se queja Dorotea a D. Fernando de su perfidia cuando encuentra en sus brazos a Luscinda, de quien es robador! No hablo de la canción desesperada de Grisóstomo; Cervantes siempre fue menos que mediano versificante, y no se podía encumbrar a la alteza que requiere la expresión del postrer vale de quien muere a manos de los desdenes de su desamorada dama. Los mezquinos conceptos con que Lotario declara su amor a Camila, antes hubieran debido excitarla a risa que moverla a corresponderle; y una Clori que tuviera un poco de razón y sentido común, no se curaría de tomar a su amante, de mancomún con el cielo, la pobre cuenta de sus ricos males.

La otra especie de amores menos veces se halla pintada en los autores españoles. El Amor al uso, comedia de Solís, una novela de D.ª María de Zayas, y otras pocas composiciones más, son los muy contados ejemplos que nos han dejado. Porque no se han de confundir con este amor las repugnantes escenas de disolución torpe que en nuestros poetas y novelistas son frecuentísimas, y que ofrecen el trasunto de las costumbres de España en los siglos decimosexto y decimoséptimo, época en que estaban más estragadas que en parte ninguna del orbe.

Siendo nuestro ánimo entretejer en todo este discurso la historia política con la literaria de España, mal pudiéramos pasar aquí en silencio el extraño fenómeno que en este período presentan las novelas de la Vida del Gran Tacaño, de Rinconete y Cortadillo, de La Gitanilla de Madrid, El coloquio de los perros Cipión y Berganza, El Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, El Diablo Cojuelo, y otras de observadores de las costumbres, que con más o menos tino se han esmerado en dejarnos el retrato de su siglo. A este mismo género pertenecen las comedias que como La Bella malmaridada, Santiago el Verde, Los melindres de Belisa, etc., de Lope; De fuera vendrá quien de casa nos echará, y casi todas las de Moreto; El Amor al uso de Solís, retratan a los hombres como a la sazón eran. En todas estas composiciones se notan desórdenes que en mucha parte ha enmendado después el transcurso de los tiempos, puesto que la diferencia de la situación en que hoy se encuentra la nación, comparada con la de aquellos siglos, también ha sido causa de que se pierdan prendas estimables que adornaban a los Españoles de entonces.

Las no interrumpidas guerras en remotos países que desde la expedición de Nápoles del Gran Capitán hasta la paz de Utrec sustentaron los Españoles; sus repetidos triunfos en ambos mundos; el señorío de Italia y de los Países Bajos, los aventurados viajes de los descubridores, conquistadores y pobladores de ambas Américas, con la arrogancia y soberbia de un pueblo dominador y valiente habían maridado los desórdenes y el disoluto abandono de vencedores que sin freno se entregan a sus más desordenados apetitos. Enriquecíanse los Españoles, ya con los despojos de la fértil y siempre avasallada Italia, ya con las pingües cosechas del suelo flamenco, ya con las nunca exhaustas minas de Méjico y el Potosí, y se tornaban a su patria opulentos cuanto corrompidos; acostumbrados a hollar a sus plantas la santidad de las leyes, los fueros más sagrados de la humanidad, a allanar por la fuerza cuantos estorbos la flaqueza de los vencidos les oponía; todo a sus ojos debía ceder al denuedo, todo ser patrimonio del ánimo esforzado. De aquí proceden las violencias y raptos tan frecuentes en nuestras comedias y novelas antiguas, como lo eran en la realidad; las inmortales enemigas, la sed de la venganza, eso más implacable que sin fuerza las leyes para amparar los derechos de los individuos, fiaba cada uno de su propia astucia o de su fuerza la posesión de los bienes sociales, y cifraba sus más preciosos intereses en reprimir a quien de ellos presumía privarle. Con esta prepotencia de los fuertes y esta artería de los menudos se hermanaba en todos una superstición que vinculaba en la creencia de las paparruchas del papismo la mayor y mejor parte de las obligaciones sociales; habían los casuistas escolásticos predicado sus torpes doctrinas, abrazadas por los jesuitas y propagadas por la infame Inquisición, que, mientras con una mano tapiaba cuantas rendijas podían permitir camino a la luz, abría con la otra un inmenso cauce a los corruptores sofismas que toda moral estragan, hasta que se hicieron generales en España; estado el más funesto a que pueda verse reducido un pueblo que, mientras no ha perdido el conocimiento del verdadero bien, siempre tiene a la vista la estrella polar que ha de ser su guía, cuando a lo bueno, lo útil y lo generoso se encamine; pero condenado a vagar sin dirección o a seguir una senda encontrada, cuando apaga la ignorancia la luz de la verdad, o cuando erróneas preocupaciones, a guisa de fuegos fatuos, le llevan a barrancos y despeñaderos. En la comedia de Moreto intitulada El imposible vencido, el protagonista, ordenado de clérigo a impulsos de un enamorado despecho, se pega de cuchilladas con el amante de su dama, a quien rondaba de noche, aunque sacerdote; costumbres análogas eran comunísimas entonces, y cuantos fuera de la Corte, con especialidad en la Andalucía, han vivido, saben que aún en nuestros tiempos están muy lejos de poderse calificar de desusadas. La resistencia a la justicia, las rondas repelidas a estocadas por los guapos, los asesinatos encomendados por los nobles a valentones, por vengar el honor de sus hermanas, o sus hijas, cuando eran los plebeyos osados a empañarle con sus galanteos; apenas hay comedia ni novela cuyo enlace y desenlace de la complicación de semejantes lances no penda. A un caballero no era decoroso medir sus armas con un villano, mas no por eso perdía sus fueros la venganza; y la traición y la alevosía se apellidaban noble indignación de un generoso pecho, cuando en daño de un plebeyo que se había acordado de que era hombre se usaban.

La anarquía que semejante situación de cosas introdujo forzosamente en la nación, allegada a la idea en que estaban empapados todos los Españoles, y que era debida a sus victorias y a su valor marcial, de que el nombre de Español afianzaba un derecho inconcuso de sustituir sus antojos a los preceptos de la ley, produjo en las clases inferiores no menor disolución que en los sujetos de más alta jerarquía. La sextadécima centuria y la primera mitad de la decimaséptima son dos períodos notables en la Europa entera por lo estragado de las costumbres en toda ella; verdad que comprueban de un modo irrefragable los documentos coetáneos, y que era inevitable consecuencia del estado de los pueblos en dicha época; mas en España militaban causas peculiares de corrupción que no subsistían en otras naciones. No era la menos eficaz el tesón con que se oponían los Españoles a la propagación de las doctrinas de la reforma religiosa; en todas partes donde se introdujo el protestantismo se tornaron más austeras las costumbres, ora sea por la natural propensión de todos los reformadores a profesar dogmas de privación y penitencia, ora porque en efecto la moral ascética, y enemiga de todo deleite de los cristianos primitivos, que los nuevos sectarios presumían restablecer, era diametralmente opuesta a las máximas laxas de los escolásticos y molinistas, que, como hemos dicho, exclusivamente en España se enseñaban. Omnipotente por otra parte el Gobierno cuando de reprimir el menor respiro de libertad se trataba, era el más flaco de la Europa entera para poner freno a los delitos que sólo los derechos de los particulares ofendían; que es cosa tan demostrada por la teórica, cuanto probada por la experiencia, que la fuerza con que defiende un gobierno los derechos privados es en razón inversa de la suma de libertad civil y política que disfrutan los ciudadanos. En Turquía disponen a su antojo los genízaros de las vidas y haciendas de los míseros moradores, en Persia es imposible caminar dos leguas sin ir en caravana, y en España los foragidos han andado poco menos que impunes siempre en cuadrillas; los nobles han sido, cuando no sus cómplices, sus protectores; y ha llegado el olvido de todo principio de justicia y orden social hasta celebrar en romances que andaban en boca de toda la plebe las proezas de los salteadores de caminos, presentando por dechado a una mocedad infatuada y pobre la vida de unos miserables que a poder de robos y asesinatos paraban en un patíbulo. Aun hoy día pocos son los Andaluces que no sepan de memoria los siete romances que dan cuenta de la vida y hechos de Francisco Esteban, apellidado el Guapo; y yo propio, sin ser muy viejo, me acuerdo de que habiendo ahorcado a un célebre ladrón llamado Antonio Gómez, un benévolo poeta celebró al punto sus hazañas en un romance que inmediatamente aprendieron y cantaban los chiquillos para enseñarse desde su más tierna celad a imitar los buenos ejemplos. Y es lo bueno que nunca el Gobierno ni la Inquisición, tan escrupulosos en ahogar cuanta semilla de libertad y razón columbran en cualquiera escrito, han hecho reparo en dejar libremente correr tamaños horrores; tantos y tan vigorosos han sido los esfuerzos que para estragar la nación se han hecho. Verdad es que por antídoto tienen las vidas de San Francisco de Asís, de San Francisco de Paula, de Santa Rosalía, y otras del mismo jaez; tales que si de consuno la estupidez y la demencia se hubieran apostado a escribir disparates, no pudieran haber salido de este concierto tan desatinados escritos.

Menester era esta larga digresión para que sirviera de preámbulo a lo que vamos a decir acerca de la Vida del Gran Tacaño, y de otras novelas en que se retratan al vivo las costumbres de los Españoles. Los lectores que no se hicieren cargo del exceso de la depravación universal, más las tendrán por caricaturas que por verdaderas y parecidas imágenes. Pablos, el héroe de la famosa novela de Quevedo, se encuentra en mil situaciones enteramente diversas, porque su carácter mudable le incita a querer probar todos los estados, y que tiene maña y ardid bastante para asociarse con la clase de sujetos que más le peta. En todos topa con los hombres más corrompidos que hallarse puedan, y repito que las costumbres que les atribuye Quevedo eran cabalmente las de las profesiones en que se ejercitaban. Monipodio en la novela de Rinconete y Cortadillo es el caudillo notorio de una banda de ladrones que viven pacíficamente en Sevilla desempeñando su oficio; los robados tratan con él del rescate de sus hurtos, y los ministros de la justicia, en vez de perseguir a él y a sus subalternos, entran a la parte en el producto de sus delitos. En La Gitanilla de Madrid vemos a los gitanos que forman un estado dentro del estado, que obedecen a leyes que les son peculiares, eligen sus caudillos, y no tiene su asociación otro objeto que robar y quebrantar todas las obligaciones sociales. Verdad es que en todos los países forman los malvados sociedades clandestinas; pero el vigor de las leyes que los persiguen estorba que tomen consistencia estas asociaciones, que se estrechen entre sí con vínculos de hermandad, y precisadas a esconderse bajo tupidos velos, nunca pueden ser ni extensas sus conexiones, ni apretados los ñudos que las ligan.

El roce con la Italia trajo a España la peste de los asesinatos pagados, tan frecuentes en aquel país en los postreros siglos. Consecuencia este abominable uso de la flaqueza de los reducidos y débiles señoríos en que estaba dividido aquel hermoso país, cundió en nuestra España tan fatal dolencia, y se arraigó con la venalidad de los jueces, y con una forma de enjuiciar que, eternizando los pleitos, abría la más ancha puerta a la arbitrariedad. Así no menos en nuestras novelas que en nuestras comedias salen a cada instante a la plaza asesinos con quien se concierta la muerte de un enemigo; el ajuste se hace como se pudiera celebrar el contrato de venta de una prenda, y nunca los asusta la severidad de la justicia, porque efectivamente raras veces eran por ella castigados.

Nunca hubo, dice Boileau, monstruo tan horrible que su retrato bien hecho no agradara. Así sucede con nuestras novelas, y eso más nos causan deleite sus pinceladas, que no es posible disimularse que, por muy estragadas que sean hoy las costumbres de los Españoles, han tenido notables mejoras, porque si bien ninguno de nuestros monarcas desde el reinado de Carlos II pueda citarse como un dechado de reyes, si bien ninguno ha dado muestras ni de un entendimiento perspicaz ni de un entrañable amor a sus vasallos, todavía la irresistible fuerza de las cosas, y el espíritu de filosofía y tolerancia que tan universal se ha hecho en Europa, han producido algunas mejoras en España, especialmente desde la expulsión de los jesuitas. De tres años a esta parte con el restablecimiento de estos frailes han cobrado nuevos bríos las más fatales instituciones, y todo anuncia que, sin una pronta y radical reforma, el país al mediodía de los Pirineos será en breve la Berbería cristiana. Apartemos empero la contemplación del doloroso espectáculo que ofrece en el día la cara patria, despedazada por las más ponzoñosas sierpes que pueblo ninguno abrigó en su seno, y tornemos a la historia de nuestra literatura.

El eminente arte de observar a los hombres que poseía Quevedo, su festivo ingenio, del cual, como de una abundosa vena, manaban los chistes y los donaires; las pinturas con suma viveza coloridas de los personajes que finge, y que con tanta propiedad a los sujetos existentes retrataban; una elocución siempre castiza, no pocas veces harmoniosa y elegante, naturalidad y gracejo en los coloquios, agudeza en los dichos; tantas dotes reunidas hubieran constituido de su vida del Gran Tacaño el más perfecto modelo, si sus chistes no hubieran con frecuencia degenerado en chocarrerías, si un cierto cinismo, que era en él ingénito, no le hubiera inducido a pintar torpes y sucias escenas que, no menos que mueven a irritación, levantan el estómago, y si el prurito de delinear siempre los objetos con valientes pinceladas no le hiciera incurrir en ponderativas expresiones, ineficaces a poder de abultadas. Defecto es general de nuestros escritores incurrir en chocarreros y juglares cuando aspiran a ser chistosos, y ni aun el ilustre autor de Don Quijote está siempre inmune de esta labe. Pende esto de que nunca fue el palacio de nuestros reyes escuela de finura y gracia; como el de Luis XIV en Francia, y ya en el decimosexto siglo el de Francisco I. Carlos V, el único de nuestros reyes dotado de algunas prendas sociales, la mayor y la mejor parte de su vida la pasó fuera de España, ora al frente de sus ejércitos, ora en sus dominios fuera de la Península; y ni el suspicaz Felipe II, ni el devoto Felipe III, ni el estúpido y enfermizo Carlos II podían gustar de aquella libertad de trato indispensable para que se desenvuelvan las facultades del espíritu humano. Felipe IV más puede calificarse de rey majo y libertino que de monarca popular; y si bien es verdad que reunía a literatos, poetas y pintores en su palacio, los pasatiempos en que se entretenían, las piezas de repente que componían, más propias eran de juglares y truhanes, que de doctos que se aprecian en lo que valen y no condescienden en desairadas bajezas. Felipe V mejor que monarca fue un muñeco coronado; incapaz de entendimiento, de voluntad y de energía, divirtiéndose en cazar moscas cuando en su consejo se ventilaban a su presencia los más arduos negocios, ni más ni menos que si cabe una estatua se trataran; y muy pocas ventajas sacó a su padre el flaco Fernando VI, gobernado al antojo de la Portuguesa, con quien tanto podía el soprano Farinelli. La increíble pasión de cazar sin parar llenó la vida entera de Carlos III, más ocupado en otear una chocha que en pulir a sus palaciegos; y Carlos IV sólo la decoración de monarca tuvo, dejando su poder todo entero en manos de Godoy, el más zafio y el más inepto de los humanos. De suerte que la aurora del fino gusto que durante el reinado de Carlos V con Garcilaso de la Vega, D. Diego de Mendoza, etc., había rayado, se cerró muy luego en una densa y oscurísima noche, donde nunca ni un falleciente rayo de luz ha penetrado. Nuestros Grandes de España, unos viven en compañía de toreros, carniceros y gitanas; otros entre inquisidores y frailes: figúrese el lector cuál es su urbanidad, cuál la finura de su trato.

No es culpa nuestra si parecen severas nuestras reflexiones; comprometidos con el público a desenvolver las causas del estado de nuestra literatura, no podemos menos de decir sin rebozo por qué se encuentran tan atrasados ciertos ramos. Muchos de nuestros escritores han derramado a manos llenas la sal en sus composiciones; mas siempre ha sido la sal andaluza, nunca la sal ática. Indispensable cosa era explicar la causa de este fenómeno, y los lectores sinceros verán que hemos atinado con ella.

Sin detenernos a circunstanciar menudamente el mérito del Lazarillo de Tormes, de La Pícara Justina, de Guzmán de Alfarache, de la Relación de la vida del escudero Marcos de Obregón, tan desatinadamente indicada como el modelo del Gil Blas de Santillana de Lesage, puesto que sea la obra de Espinel una de las más necias composiciones de la lengua castellana, y Gil Blas la obra maestra en su género de la francesa, empecemos el examen de Don Quijote, sin disputa la primera de las novelas modernas, y que aun después de Gil Blas y de Tom Jones ni émulo, ni siquiera imitador, en idioma ninguno tiene. Aun cuando fuera exacta la exagerada expresión de Montesquieu que no hay en España más obra acreedora a ser leída que ésta, en ella sola tuviéramos una que por una biblioteca entera valiese. Sea, si se empeñan en ello, el pueblo de nuestros autores un pueblo de pigmeos; las agigantadas dimensiones de este inmenso coloso siempre infundirán admiración y respeto, y nunca podrá menos de ser mirada con aprecio la nación que le dio el ser.

Cervantes es parecido a Homero, no sólo por haber vivido pobre, y porque después de su muerte varias ciudades han alegado la gloria de haber sido su cuna, mas también porque sus comentadores han encontrado en su Don Quijote todas las perfecciones, dotes y prendas, menos aquellas que en él hay. ¿Quién creerá que un tal D. Vicente de los Ríos ha compuesto una luenga, pesada y fastidiosa disertación, que él titula análisis, esforzándose a probar que Don Quijote es un poema épico, ni más ni menos que la Iliada de Homero, o la Eneida de Virgilio? ¿Quién se figurará que la Academia Española toda entera haya adoptado tan solemne adefesio, y puesto al frente de su magnífica edición de esta obra esta bellísima producción? Cierto, ni a Cervantes ni a ninguno de sus coetáneos pasó nunca por la cabeza tan desatinada idea; y su pretensa epopeya le vino, como los consonantes a los copleros, de repente, sin que él pensara que tal cosa hacía. Ni se presuma por eso que ignoraba este ilustre autor su propio mérito, ni el de su obra; bien sabía que había levantado un edificio que había de durar hasta los más remotos siglos, y bien claro lo dice en el prólogo a su segunda parte, y en otros mil pasajes; mas nunca se figuró que había hecho una epopeya. Sin duda que siendo el héroe de la Argamasilla el Aquiles o el Eneas de este poema, Sancho Panza es o el Patroclo o el fiel Acates. ¿Risum teneatis?

Es la admirable novela del caballero manchego una serie de aventuras, fundadas todas en la manía del héroe de resucitar la antigua andante caballería, para deshacer tuertos y enmendar agravios. Como a fuerza de cavilar en la ejecución de su plan ha perdido la cabeza, todo cuanto ve, todo cuanto oye, lo amalgama con las ideas de caballería de que la tiene atestada, y de aquí procede una perenne vena de chistes que pueden llamarle de situación, y es la oposición entre lo que realmente son en sí los objetos que se le presentan y el modo como el los considera. Esta es la razón por qué una no corta parte de las gracias de Don Quijote se traslada a todas las lenguas, y porque todas las versiones mueven a risa, puesto que la inimitable gracia de su estilo, la chistosa naturalidad de sus expresiones, y otras mil gracias que le adornan, ninguna versión las pueda trasplantar del patrio suelo; semejantes a aquellas plantas frondosas y lozanas en el sitio donde han venido, mas que se marchitan y mueren así que las mudan de la tierra donde nacieron.

Estaba por decir que es preciso ser tan loco como el héroe de Cervantes para figurarse que pueda ser un insensato el protagonista de una epopeya; mas considerado como héroe de novela, nunca otro más interesante que Don Quijote se ha presentado en la escena. Parece que tuvo su historiador presente la máxima de Horacio, que el justo se convierte en injusto, y el sabio en loco, cuando se apasiona sobradamente hasta de la propia virtud; y no es la novela entera otra cosa que la irrefragable prueba de esta importante verdad moral. El manchego es en todos los sucesos de ella un hombre enojado hasta la más violenta irritación con la humana perversidad, prendado hasta los más estáticos raptos de la virtud y la ideal belleza, y a quien su admirable y generoso entusiasmo persuade que le ha dotado el destino de una fuerza y un poder casi sobrenatural para socorrer menesterosos, amparar doncellas, enmendar sinrazones, y restituir a la tierra el siglo de oro y el reino de Astrea. ¡Qué desinterés, o más antes qué amable abandono en su conducta toda! En su primera salida, ni dinero, ni ropa, ni siquiera bastimentos de boca lleva consigo; consagrado al servicio del linaje humano, ni sospecha que puedan los hombres negarle su sustento, y si estos le faltan, los encantadores, las hadas, y otros seres superiores a la humanidad vendrán en su amparo. Menester es que le advierta el Castellano que le arma caballero que se ha de pertrechar de las cosas más indispensables para vivir, para que cuide de que las lleve su escudero consigo en sus otras dos salidas. Enamorado de su dama, no anhela disfrutar con ella los contentos del amor; todo se apura, todo se acendra en su generoso ánimo; ni siquiera ha visto a su Aldonza Lorenzo, mas idolatra en ella el prototipo de la beldad, de la honestidad, y de todas las virtudes. En vano le requiere de amores la desenvuelta cuanto donosa Altisidora; en vano pierde por él la vida, que no le restituyen los jueces del infierno sino a costa de las mamonas, pellizcos y alfilerazos de Sancho; en vano las lindas bailarinas de Barcelona se afanan por sacarle de quicio; que imperturbable y firme resiste a todas las tentaciones, arrostra todos los embates, y guarda inviolable fe a su dama, puesto que de apuesta señora en zafia y rústica aldeana transformada por la implacable ojeriza de malos encantadores.

El desprendimiento de todo interés personal jamás en ningún actor de novela ha llegado hasta el punto que en Don Quijote, y para gloria eterna de su historiador jamás ha sido tan verisímil. Una vez determinado el carácter del andante manchego, era absolutamente imposible que procediera de otro modo en cuantos lances se presentan, que fuera menos valiente, menos comedido, menos enamorado de su dama, menos liberal de su caudal, menos abstinente del ajeno. La bella infanta Micomicona le brinda con su mano y cetro, que ha de deber ella a su esforzado brazo; Don Quijote desecha sus ofertas por no faltar a la fe de su Dulcinea, y se parte sin tardanza en seguimiento de la menesterosa Infanta, sin esperar ni querer premio de su esfuerzo. Ni pueden menos con él las desventuras de las dueñas viejas que las de las reinas mozas y hermosas; que por acabar con las cuitas de la condesa Trifaldi y su escuadrón dueñesco sube con impávido pecho en Clavileño, y se dispone a hender los aires, por venir a singular batalla con el encantador Malambruno.

No era posible que se desenvolviese todo entero el admirable carácter de Don Quijote, si no le hubiera representado su historiador en situaciones totalmente diversas, y para esto era indispensable que fueran sus aventuras tan varias como inconexas. Así que la unidad de acción, una de las primeras leyes de la epopeya, se opone diametralmente al plan que en su obra Cervantes se propuso. Ridícula cosa parecerá a los críticos inteligentes nuestro empeño en refutar el disparatado aserto de Ríos; mas como le dio implícitamente su asenso la Academia Española, y que puede tanto con los más de los lectores la autoridad, se hace forzoso rebatir una idea que, una vez admitida, estorba que sean apreciadas en lo que realmente valen las inestimables dotes de esta obra inmortal.

Una sola vez huye el cuerpo al peligro Don Quijote; que es en la aventura del Rebuzno, donde salió Sancho tan malparado. Esta aparente contradicción es en Cervantes efecto del arte más fino. Sabía este juicioso autor que ninguno en todos los lances de su vida es constante con su propio carácter; que los más sabios y los más esforzados adolecen en ciertos instantes de las flaquezas de la humanidad; y quiso que el héroe manchego pagase el tributo de que nunca puede quedar enteramente inmune un mísero mortal. Pincelada atrevida cuanto feliz en una novela, y que sería un defecto inaguantable en una epopeya. Bien sé que ni aun en este lance es Don Quijote cobarde; que la necia sandez de Sancho no podía menos de disgustar a su amo; que no le obligaban las leyes de la andante caballería a tomar en este caso a pechos la defensa de su mal aconsejado escudero; mas siempre es cierto que pecó entonces más de sobra de prudencia que de arrojo. Nunca en Aquiles falta el valor, en Ulises la prudencia, ni la piedad en Eneas; y si Cervantes hubiera contemplado a Don Quijote como héroe de epopeya, no hubiera cometido tan solemne yerro.

Digo más; cuando compuso Cervantes la primera parte de su novela, ninguna idea se había formado del plan que en la segunda seguiría; y acaso sin la malhadada producción de Fernández de Avellaneda la postrera y mejor parte de los hechos de Don Quijote no hubiera salido a la luz pública. Esta falta de plan, que en un poema épico fuera intolerable, deja de serlo en una novela de tal naturaleza que su principal valor, como ya hemos notado, en la variedad y aun incoherencia de acontecimientos y lances se cifra.

Se ha de notar que la locura de Don Quijote, rematada cuando su primera salida, va disminuyéndose por grados, hasta que con la pérdida de la salud recobra al fin el juicio. En la primera parte los molinos de viento se le antojan gigantes, las manadas de ovejas ejércitos de combatientes, una vacía de barbero el yelmo de Mambrino, las ventas castillos, las sucias mozas de mesón bellas y enamoradas princesas, y hasta los clérigos encantadores, y las imágenes de la Virgen en sus andas reinas encantadas. Su lenguaje es el de los caballeros andantes, y hasta los arcaísmos de los libros de Amadís y Esplandián usa. En la segunda no siempre es loco, aunque siempre maniático; de mil tretas se vale el caballero de los Espejos para que venga con él a singular batalla, las ventas las reconoce por tales, el encantamiento de Dulcinea le parece increíble, y no queda enteramente persuadido de la verdad de él hasta que en el castillo de los Duques se le confirma el sabio Merlín. Si el cautiverio de Melisendra y el hallazgo del barco encantado le vuelven a sus antiguas locuras, no se obstina en ellas, como en los primeros tiempos, y los Duques tienen que recurrir a mil ardides y tramar con sumo arte la urdiumbre de sus engaños para que dé él crédito a sus fingimientos. Lo que nunca padece la menor alteración en Don Quijote es la invariable excelencia de su alma, su imperturbable amor de la justicia, su generoso ánimo, sagrario de todas las virtudes sin flaqueza, la actividad de una beneficencia sin tasa, procedente no de una blandura de corazón que con facilidad se mueve a compasión, empero de una fuente muy más abundosa y pura, de la obligación en que con verdad se cree constituido de consagrar todas sus facultades y su vida entera en beneficio del linaje humano y del reino de la justicia y la virtud en la tierra.

El más notable carácter después del de Don Quijote es evidentemente el de su escudero Sancho Panza. Con todos los hábitos de la educación de un zafio aldeano, tiene cierta sagacidad natural que le advierte de las celadas de los embusteros, y que es más común en los rústicos de España que en los de ningún otro país. Sancho es interesado, malicioso, nada escrupuloso en mentir; sin ser cobarde huye los peligros; y con todo eso el lector se prenda de él por el sincero cariño que a su amo tiene, y que, más que el poco crédito que a las promesas del gobierno de su ínsula da, le empeña en seguirle por barrancos y encrucijadas, sin escuchar las propuestas de Tomé Cecial, ni rendirse a cuantas tentaciones de abandonarle las locuras de Don Quijote le ocasionan.

Repetir que es la boca de Sancho un perenne manantial de donaires, fuera decir lo que todo el mundo sabe; mas no puedo menos de notar que nunca este escudero es juglar, y por eso sus chistes no le hacen despreciable. Panza no se propone decir gracias por divertir a las personas con quienes está; aun cuando se le lleva la Duquesa consigo con ánimo de entretenerse con sus dichos, todas sus respuestas y razones las dice él muy de veras, y no es culpa suya si excitan la risa de la Duquesa y sus doncellas. Provienen las gracias de Sancho de que, habiendo siempre vivido en compañía de rústicos patanes, su repentino roce con sujetos principales, y su manía de hablar perpetuamente y meterse en todas las conversaciones, son causa de que diga mil sandeces y cometa otros tantos graciosos desaciertos. Ya hemos dicho que no siempre son sus chistes exentos de chocarrería, que rayan a veces en sucios y asquerosos; no obstante, este vicio es menos frecuente en Don Quijote que en ninguna otra composición jocosa española.

La historia de los diez días que duró el gobierno de Sancho en la isla Barataria es uno de los mejores trozos de esta novela. Aunque en todo el transcurso de ella haya Cervantes retratado a este escudero como codicioso y no sobrado escrupuloso, en su gobierno se porta con un ejemplar desinterés, y en las más de sus decisiones falla con rara sagacidad y tino. No es ésta una contradicción; Cervantes sabía muy bien que un hombre bajo, repentinamente encumbrado a una alta dignidad, no se entrega los primeros días a sus depravados afectos; los principios siempre son buenos, cuando la elevación es inesperada; y los impulsos de la codicia y las soeces pasiones no se hacen obedecer hasta que, sosegado ya el ánimo, los atributos del poder pierden el embeleso de la novedad. Si Sancho falla con acierto las cuestiones que se le proponen, no hay para qué extrañarlo; que Cervantes nos le pinta como un rústico que antes peca de malicioso que de necio. Por otra parte, los prudentes consejos de su amo los tiene presentes a su memoria, y la atención que en los negocios pone, y que es debida al vivo deseo de acertar, por no deslucir a su amo que ha sido su fiador con los Duques, todos estos móviles de sus acciones hacen verisímil cuanto en ellas parece que de su ordinaria capacidad excede.

Engolfarse en circunstanciar las hermosuras en que abunda esta obra magistral fuera nunca acabar, y la forma y límites de este discurso no nos permiten alargamos. No podemos empero menos de recomendar el trozo donde describe Don Quijote la primitiva edad de oro, como uno de los más elocuentes y perfectos que en idioma ninguno se encuentran; acaso el único que en francés se le pueda comparar es el que, a imitación de Plutarco, pone Rousseau en su Emilio contra el uso de comer carne de animales.

La única novela española del siglo XVIII que citarse merezca es la historia de Fray Gerundio de Campazas del Padre Isla, jesuita. Fue el objeto de este ingenioso escritor enmendar ridiculizándolos los vicios de que adolecía el púlpito, y que eran tales cuales por el carácter de la sátira puede colegirse. Acometida la frailería en su alcázar, levantó los más desaforados gritos; y la siempre descarada Inquisición, no obstante el gran poder de los jesuitas, prohibió un escrito que podía contribuir a que cesaran desatinos tan absurdos como antireligiosos, pero en que cifraba la chusma frailesca una no corta porción de las estafas con que se enriquece. El más escandaloso abuso de los textos del viejo y nuevo Testamento, las más indecentes truhanerías aplicadas a la vida de Jesucristo y los santos, los más fútiles conceptillos, los equívocos más pueriles, y a veces más obscenos; en estos elementos se resolvían todos o los más de los sermones. Juntaban los predicadores con tan relevantes dotes la más completa ignorancia de la teología dogmática, de la tradición, de las obligaciones naturales, civiles y religiosas; era su acción y su voz no la de ministros de un Dios remunerador y vengador, encargados de publicar sus misericordias, y amenazar con su justicia, mas la de viles histriones que con malos entremeses quieren entretener a un público fatuo. Mas como estas infamias producían abundantísimas limosnas para los conventos de frailes mendicantes, que son en nuestra España los empresarios de las misiones y otras farsas religiosas, la Inquisición, que se cura mucho de las religiones, y nada de la Religión, vedó al punto la lectura de un libro que podía disminuir unas rentas fundadas en la estolidez ilusa del pueblo entero. Deja Fray Gerundio los estudios, y se mete a predicador, es el satírico título del capítulo en que empieza el héroe la carrera del púlpito; y este título es la expresión de un hecho notorio en España hasta para los chiquillos, a saber, que los predicadores son los frailes que interrumpen sus estudios y no aspiran a la dignidad de maestros. Y hemos de confesar, si queremos ser sinceros, que merced de la prohibición del Fray Gerundio, con corta diferencia los sermones de hoy día, especialmente los de los misioneros, pocas o ningunas ventajas sacan a los de este adalid de la sacra elocuencia.

Si consideramos ahora el mérito literario de Fray Gerundio, hallaremos que es tan inferior al de Don Quijote, que aun al paralelo se resiste. No podía ser menos. Uniformes siempre los lances, ceñidos a una reducidísima esfera los caracteres de los interlocutores, privada la novela de variedad, que es el alma del deleite, a los amenos o interesantes episodios del cuento de Cervantes sustituye el Padre Isla largas disertaciones de teología, máximas de elocuencia sagrada, refutaciones insulsas del Barbadiño; y como no hacen otra cosa Fray Blas y Fray Gerundio que predicar, sus sermones, puesto que entretenidos y chistosos sobre manera, empalagan al cabo al lector. Sin duda la enseñanza del maestro de escuela de Campazas y las lecciones de latinidad del dómine Taranilla provocan a risa; mas ¿cuánto no aburren los razonamientos del Padre Fray Prudencio, y en general todo cuanto serio contiene el libro entero? Acaso hubiera salido mejor esta novela si Fray Gerundio se hubiera poco a poco enmendado de sus desaciertos hasta llegar a ser un predicador tan elocuente como docto y piadoso, y si hubieran sido sus postreros sermones dechados de la sana elocuencia del púlpito, como lo son los primeros de cuantos desbarros a un loco rematado pueden ocurrirle. Pero el capital defecto de que adolece esta producción es su prolijidad; dos abultados tomos que contiene pudieran ceñirse a la mitad de uno, y entonces hubiera campeado el donaire tan natural como ameno del Padre Isla; y si hubiera seguido el plan de presentar enmendado a su héroe, habría podido ofrecer en sus últimos sermones modelos que con los de Bourdaloue y Massillón compitiesen. Alabemos, empero, el estilo siempre puro y castizo, las festivas y parecidas pinturas en que abunda esta obra, la ironía amarga con que de muchas vulgares supersticiones se burla el autor, el aborrecimiento y desprecio que a las opiniones laxas de moral profesa, dotes eso más recomendables que era el escritor miembro de la Compañía de Jesús.

A esta clase de escritos se pudieran reducir los viajes que, como el del pretenso Henrique Wanton al país de las Monas, esconden bajo la ficción de imaginarios pueblos la pintura de las costumbres, opiniones, leyes y estilos de su propio país, y también los que, figurando un viajante fantástico, como en las Cartas Marruecas de Cadahalso, le atribuyen las observaciones y reflexiones que los autores han hecho. El original del Viaje al país de las Monas es un libro italiano poco conocido y menos apreciado; pero el traductor, o más antes imitador español, ha añadido y mudado infinitas cosas de su original, dejándole indisputablemente muy mejorado. Cadahalso tuvo sin duda presente, cuando compuso sus Cartas Marruecas, las Persianas del inmortal Montesquieu; mas aun prescindiendo de la notable inferioridad de ingenio, nunca su obra hubiera podido competir con la del Presidente de Burdeos. La madura reflexión de Usbek, la satírica sagacidad de Rica de todos los asuntos promiscuamente tratan; todo lo examinan; todo lo bueno lo elogian y lo aprueban, todo lo malo lo vituperan y satirizan; palacio, magistratura, clero, leyes, costumbres, religión, ciencias, moral, todo lo escudriñan, de todo fallan, y no cierto con indulgencia ni miramientos. Cadahalso vivía en el pueblo más ignorante, más avasallado y más supersticioso de Europa; y la Inquisición y el Gobierno a porfía perseguían a cuantos la verdad más indiferente publicaban, como persiguen hoy, y perseguirán por los siglos de los siglos, mientras subsistiere aquélla, y no mudare éste de naturaleza; lo dicho basta para conocer, sin detenernos más en ello, cuán privada de fuego, acción y vida está la composición de Cadahalso. Este autor era indisputablemente hombre de talento, y en tal cual trozo de su obra se columbra: mas ¿qué vale la agilidad de pies a quien con pesados grillos los tiene trabados?

Pasemos al poema épico, que es el que por su naturaleza más se arrima a la novela. Divídese la epopeya en heroica y jocosa, como el drama en trágico y cómico. Pérdida dolorosa para la literatura es la del Margites, en que nos había dejado Homero el modelo del segundo género, como en la Iliada y en la Odisea el del primero, puesto que la Odisea más puede mirarse en mi entender como un género medio, como el de las comedias togadas de los Romanos, o el de los dramas patéticos de los Franceses. De la epopeya seria castellana en dos palabras concluiremos: ni La Austriada de Rufo, ni La Araucana de Ercilla, ni otros trescientos poemas calificados de epopeyas por sus autores tienen el menor viso de tales; y si los otros ramos de literatura no se hubieran cultivado con más fruto en España, en un renglón se habría concluido este discurso. Lo mismo digo del género mixto, que se puede llamar epopeya novelesca, en que se ejercitaron con acierto Bernardo Taso, padre de Torquato, y otros Italianos, y que encumbró hasta el último ápice de perfección el divino Ariosto. El Bernardo de Valbuena es un cuento disparatado, sin poesía, sin imaginación, sin arte; el autor tenía presente el dechado del Ariosto, y a su heroína la ha llamado Arcangélica, a imitación de Angélica; mas, aunque la hubiera llamado Serafina, no dejara ella de ser el más insulso personaje que dable sea. Con suma atención he leído este poema, que había oído alabar mucho siendo mozo, sin poder nunca haberle a las manos, y el único fruto que después de leído y releído de él he sacado, es poder aconsejar a mis lectores que no se prueben a sufrir los ratos de inaguantable fastidio que me ha causado.

La Mosquea y La Gatomaquia son imitaciones más felices de la Batracomyomaquia que con nombre de Homero corre; la última, menos cargada de incidentes y lances, me parece sacar muchas ventajas a la primera. Un juicioso crítico dice con razón que tábanos, mosquitos y otros asquerosos insectos no pueden ser actores de una epopeya jocosa, porque la idea de estos animales levanta el estómago, y que lo que es sucio no puede presentarse a la imaginación sin provocar a indignación y asco a los lectores. Lope de Vega supo zafarse de este inconveniente: Marramaquiz y Mizifuf, Zapaquilda y Micilda nada ofrecen de repugnante; el denuedo y la arrogancia del primero recuerdan no sin gloria del poeta el arrojo de Aquiles y la incontrastable furia de Rodomonte. La versificación es siempre fluida, poético el estilo sin pecar de culto ni conceptuoso, donoso sin chocarrería, y dotado de la increíble facilidad que en todas las obras de Lope resplandece, y que se puede mirar como característica de este escritor. Lejos de poner en boca de héroes verdaderos razones de juglares, lejos de convertir en burlescas caricaturas propias de Pulchinela las atrevidas imágenes del ingenio, como hace Quevedo en su poema jocoso de Orlando, atribuye con más acierto Lope a su Marramaquiz el terrible arrojo de Aquiles, y a Mizifuf la noble generosidad de Héctor. Así la primera de estas composiciones repugna a quien tiene acendrado el gusto con la lectura de los buenos modelos, y la segunda es una de las obras que, como El Cubo robado de Tassoni, o El Facistol de Boileau, se leen con satisfacción una y veinte veces.

El poema dramático es hijo de la epopeya, tanto que los Griegos reputaron a Homero por padre de su teatro. En este género de composiciones somos los Españoles, si a la muchedumbre de comedias, tragedias, tragicomedias, autos sacramentales, etc., atendemos, muy más ricos que todas las demás naciones juntas de Europa. Si el mérito de estas composiciones miramos, todavía ocupa nuestra escena un lugar muy eminente en la moderna historia literaria, puesto que ninguna de nuestras antiguas comedias sea, no digo yo perfecta, mas ni siquiera arreglada al arte, quiero decir a aquella pureza de formas que nos han dejado los Griegos vinculada en los ejemplos de sus poetas, y en los preceptos de sus críticos. No es nuestro ánimo escribir aquí la historia de nuestro teatro; acaso, si gozamos más larga vida, desempeñaremos esta tarea en una obra que tenemos meditada; el plan de este discurso preliminar no nos permite más que algunas reflexiones hijas del estudio de nuestros poetas dramáticos, y que son los últimos resultados de nuestras meditaciones en esta materia. Consideren nuestros lectores lo que vamos a decir, como aquellas proposiciones de óptica, de mecánica, o astronomía, donde da un autor las resultas de sus arduos y prolijos cálculos, sin corroborarlas con las demostraciones en que las funda, y que suponen la resolución de dificultosas ecuaciones diferenciales, y el uso más expedito del cálculo integral. Tan pingüe es la materia, que, por más que abreviarla queramos, no podremos menos de extendernos un poco.

Ni La Celestina, ni las obras que a su imitación luego se hicieron, tuvieron influjo notable en la forma de nuestro teatro, y las que el actor y autor Lope de Rueda representaba bien se pueden comparar a las que declamaba Tespis cuando estaba en su cuna el teatro griego. Como no nos proponemos escribir la historia del teatro español, no diremos por qué serie de sucesos a las composiciones dramáticas de Naharro, muy menos distantes de la verdadera comedia de los antiguos que las posteriores, se sucedieron, andando los tiempos, las de Calderón y Solís; que no se trata en esta portada del edificio de nuestra literatura de seguir escrupulosamente y día por día las épocas, mas sí de hacer ver cómo el estado político de la nación ha influido en el literario, y el puesto que en cada género de literatura compete a nuestra España entre las naciones cultas de la moderna Europa.

Ya en tiempo de Naharro eran nuestros frailes los más torpes y más disolutos de los mortales. Cuando introduce este poeta a un infame, sordo al honor, a los gritos de la conciencia, encenagado en el lodazal de los más hediondos vicios, pinta un fraile, porque en la frailería se ha encontrado en todos tiempos en España cuanto arroja más soez la escoria del linaje humano. Las comedias de Naharro se imprimieron sin contradicción en España (me parece que fue en Sevilla) a principios del siglo XVI, pero en breve cortó la Inquisición los vuelos a los poetas cómicos, y si permitió representar frailes en las tablas, fue pintándolos como dechados de santidad. Y no se ha de creer que la comedia del Diablo Predicador, en que con nombre de Fray Obediente Forzado se introduce a Lucifer en hábito de fraile francisco, predicando a los mundanos que den limosna a los religiosos de su Orden, se haya compuesto con ánimo de satirizar la frailería, como se piensan muchos: muy lejos de eso; el objeto que se propuso el poeta fue poner palpable la santidad de la regla y el mérito que las dádivas que a la religión de San Francisco se hacían tenían para con Dios, pues forzaba su omnipotencia al demonio mismo a que exhortara a los humanos a obra tan benemérita, en pena de haber endurecido los corazones de los fieles, induciéndolos a que negasen sus socorros a los hijos del seráfico patriarca. Permítaseme observar que no es de críticos prudentes atribuir a los escritores de otro siglo las ideas del presente, a los de un pueblo ignorante y supersticioso las de una nación culta y filósofa, las de un sabio académico a un zafio predicador o a un estúpido coplero. Sermones he oído y leído yo tan atestados de blasfemias y de indignidades tan extravagantes acerca de Dios, de Jesucristo y sus santos, que parece increíble que no hayan sido compuestos por un enemigo irreconciliable de toda religión, no ya del Cristianismo, con el fin de ridiculizar y hacer odioso todo culto de un ser sobrenatural. Esto no quita que sea para mí cosa demostrada que los tales sermones están escritos sin malicia, y que sus autores creían, sino contribuir a la gloria de Dios, a lo menos no hablar en desdoro de la Divinidad. Uno de ellos empieza su plática proponiendo a sus oyentes un casamiento, elogiando sin tasa a la novia, pintándola rica, hermosa, bien quista de los grandes de la tierra, ornada de todas las prendas, dotes y gracias; un solo defecto se le puede achacar, que es hija del diablo; la novia es la mentira... Mas no veo que sin pensar de la escena he pasado a tratar del púlpito; atajemos esta digresión, procedida acaso de la analogía entre predicadores y comediantes.

Difícil cosa es deslindar qué diferencia de comedias a tragedias hacían nuestros autores dramáticos, ni por qué Lope de Vega llamó comedias unas de sus composiciones teatrales, y tragedias otras. Cristóbal de Mesa, Lupercio Argensola, el autor de Nise lastimosa y Nise laureada, etc., compusieron tragedias que más o menos se acercaron a las griegas; mas las que llamó así Lope en nada se parecen a las de Sófocles y Eurípides. De suerte que no siendo posible formarse idea de lo que en la mente de nuestros poetas constituía la distinción, o más bien pudiendo afirmar, como cosa averiguada, que no distinguían las composiciones cómicas de las tragedias, tampoco las distinguiré yo tratando de las producciones dramáticas españolas de la decimaséptima centuria.

Si la fluidez de la versificación más fácil, si una elocución tan natural, puesto que sujeta a las dificultosas reglas de las quintillas en consonante, que parece que en la más libre prosa no era dable encontrar más adecuadas y propias expresiones, si la abundancia unida con la pureza y tersura del más castizo castellano bastaran para constituir el estilo propio de la comedia, nada faltaría en esta parte a Lope de Vega. Añádanse a estas dotes ya tan apreciables caracteres delineados a veces con felicidad, cual el de la Melindrosa en Los Melindres de Belisa, el de la Buscona en El Anzuelo de Fenisa, el del Marido disoluto en La Bella mal maridada, el del Desconfiado en la comedia de este nombre, el de la Celosa sin amor y por mera vanidad en El Perro del hortelano, etc., y crecerá más la idea del relevante mérito de nuestro fecundo autor. Sin ser tan intrincados los lances de las comedias de Lope como los de Calderón, lo son bastante para excitar poderosamente la atención; y por lo común son los desenlaces más verisímiles y más naturales las catástrofes.

Adolecen casi todos nuestros poetas dramáticos del defecto capital de no retratar nunca un carácter verdaderamente virtuoso; no porque sigan el juicioso precepto de Aristóteles, que quiere que los actores no sean exentos de flaquezas para excitar los afectos de compasión y terror, mas sí porque ninguno de ellos tenía cabal y exacta idea de la virtud moral. En el siglo decimoséptimo ya habían producido todas sus perniciosas consecuencias la Inquisición y el despotismo que por espacio de doscientos años se habían enseñoreado de la nación; el Tribunal de la Fe más particularmente no se ceñía a castigar a los doctos y a sofocar el saber, mas también amparaba y propagaba manifiestamente y sin rebozo las máximas de los moralistas de la escuela del probabilismo, y a escondidas y socapa la horrenda disolución de los molinosistas. La Inquisición es ciertamente la más villana, la más infame, la más execrable institución que la lamentable historia de los horrores y torpezas de los pasados y presentes siglos ofrece; tal es empero el respeto que a la verdad profeso, que ni aun este Tribunal será nunca el blanco de una calumnia de mi boca o de mi pluma. Dispuesto estoy a sustentar la verdad de lo que acabo de afirmar; es a saber, que a la Inquisición sola debe la España el oscuro quietismo que con nombre de molinosismo es en la nación tan general, que tiene inficionados los confesonarios, y desde ellos ha cundido en las familias, donde ha hecho espantosos estragos, desarraigando toda idea de sana moral en los ánimos en que se ha asentado, y aflojando los vínculos del pudor aun en aquellos donde no ha tenido cabida.

Consecuencia natural de tan equivocadas ideas acerca de la esencia de la virtud, es que aquellos que presenta visiblemente el poeta como dechados de ella, cometen acciones execrables según las máximas de la sana moral. En La Estrella de Sevilla Sancho Ortiz de las Roelas quita la vida a su mejor amigo, que iba a ser su cuñado, sólo porque se lo manda el Rey, y luego se deja condenar a muerte por no querer descubrir que éste le había mandado tan culpada acción. Ni el más leve remordimiento embate el alma de Sancho; siente a par de muerte el habérsela dado a su amigo, al hermano de su amada; se lamenta, sí, mas no se arrepiente. Tan incomprensible conducta procede de la fatal máxima, ya entonces universalmente acreditada, de que es el rey dueño absoluto de la hacienda y vida de sus vasallos, y que honran sus preceptos a aquel a quien da el cargo de que se las quite a otro. Esta opinión tan diametralmente opuesta a las primeras nociones de moral parecía tan inconcusa en la nación, que el célebre secretario de Felipe II, Antonio Pérez, hizo asesinar a Escovedo por mandado del Monarca, y confiesa en sus cartas este abominable delito como la cosa más natural y menos digna de vituperio. A cada paso se lavan con sangre derramada a traición los agravios recibidos; las más despiadadas crueldades son materia de encomio cuando se ejercitan contra los enemigos del rey y de la fe católica. Más descabellada es la moral de las comedias de santos; aquí San Isidro pasa los días en la iglesia en vez de hacer la labor que le tiene encomendada su amo, y su ángel de guarda conduce por él el arado y labra la tierra. Más allá un padre que teme que los Moros que van a entrar en Madrid roben el honor a sus hijas, las degüella todas por vía de precaución, sale a la batalla, vuelve vencedor, y las encuentra resucitadas por el poder de Nuestra Señora de Atocha. La tornera de un convento se huye de él con su amante, encomienda al irse las llaves a una imagen de la Virgen, vuelve arrepentida al cabo de largos años, y se encuentra con la Virgen que ha tomado su figura, ha desempeñado su ministerio, y nadie ha advertido su ausencia. Así, si miramos como escuela de moral la escena, apenas se hallará otra que más influya para estragar un pueblo que la española.

Dejando aparte defecto tan clásico, no puede negarse que muchas de nuestras comedias excitan sobre manera la conmiseración, más a la verdad por lo patético de las situaciones que por lo natural de las expresiones de los interlocutores; que hemos de confesar que si en los lances cómicos, y en los coloquios en que no se trata de exhalar quejas que el dolor arranca, son a veces nuestros poetas dechados de naturalidad, se dejan casi siempre llevar de la manía de ser conceptuosos cuando debieran ser afectuosos y tiernos. La dama de Sancho Ortiz, forzada a demandar justicia al Rey contra el matador de su hermano, a quien adora, y desempeñando esta tremenda obligación, cohechando luego al alcaide de la cárcel que encierra a su amante, y ofreciéndole medios para la fuga, que éste desecha, es visiblemente el modelo que imitó Corneille en su Ximena; y si los Franceses sus contemporáneos hubieran sido más versados en nuestra literatura, con más razón le hubieran achacado ser plagiario de Lope de Vega que de Guillén de Castro. No obstante aun en la elocución Lope, indisputablemente superior como versificante a todos los poetas dramáticos españoles, adolece menos de la manía de sustituir conceptos y agudezas a patéticos y tiernos lamentos que Calderón y Moreto.

Cuando Lope ha representado sucesos de los pasados tiempos, o de pueblos extraños, casi nunca ha hecho otra cosa que bautizar con nombres griegos, romanos, húngaros, polacos, o godos, a los Españoles del tiempo de Felipe II y Felipe III. No es empero tan general este defecto en él, que no retrate muchas veces con sumo acierto las verdaderas costumbres de otros países, y hasta de naciones salvajes. Citaré en prueba la feliz ocurrencia del Guanche que, comisionado para llevar unas frutas al gobernador español, habiéndose comido en camino la mitad, niega el hurto; reconvenido por una carta que llevaba en que se expresaba todo cuanto se le había dado, se figura que el papel ha sido su acusador, y queriendo en otra segunda ocasión repetir el hurto, entierra la carta para que no le vea, y sacándola luego muy satisfecho con su precaución, no sabe cómo explicar que le arguyan por ella de robo.

No es cierto, como lo han afirmado algunos modernos críticos, que adolezcan nuestras comedias del vicio de la uniformidad, que sean todas ellas parecidas, y que, mudados los nombres, se encuentre idéntico el enredo en todas. En Lope, en Moreto, en Solís, en Cañizares y aun en Tirso de Molina hay caracteres delineados con verdad y valentía; en las más de las comedias de figurón se retrata, a veces con suma felicidad, un carácter cómico; la credulidad risible de un escolar majadero en El hechizado por fuerza; la astucia, y si me es permitido usar de una voz, aunque baja, expresiva, las marrullerías de un hacendado sagaz y astuto en medio de los más arduos lances en que le ponen los disturbios civiles, en Yo me entiendo, y Dios me entiende; las locuras de una vieja beata, retrechera y aficionada a cortejos en La tía y la sobrina, etc. En las comedias que llamamos de capa y espada, es cierto que casi siempre pende el enredo de mujeres tapadas, hombres disfrazados, citas nocturnas, escondites y pendencias, que se concluyen con una o muchas bodas de repente. Mas este defecto más es consecuencia necesaria de los estilos y costumbres del tiempo, que argumento de esterilidad de ingenio de los autores dramáticos. Calderón es el que más ha usado y abusado de estos medios, y en todo su teatro no hay una comedia que pinte un carácter teatral, como no sea la del Garrote más bien dado, parto de un ingenio capaz de encumbrarse a las más altas regiones de la poesía dramática. ¡Lastimosa suerte, que un talento capaz de las combinaciones que para imaginar los caracteres del Capitán y el Alcalde de Zalamea se requieren, haya malgastado su tiempo en extravagancias, como La banda y la flor, Auristela y Lisidante, Las manos blancas no ofenden, y otras no menos desatinadas producciones!

Todavía es innegable que la contextura de lo que califican nuestros antiguos poetas de comedia famosa es tal que debía costar pocos afanes y vigilias su fábrica. Las más de las de capa y espada son lances inconexos sucedidos casi siempre en épocas muy diferentes, y en diversos países; sin más unidad de acción y de interés que de tiempo y lugar; cuatro conceptos enjergados en malas coplas de asonantes, Clicie enamorada del Sol, la Rosa reina del caduco imperio de las flores, el fénix que de sus propias cenizas, hijo y padre de sí mismo, renace, y otra cáfila de insulsos disparates. La mar es el bruto salado, el arroyo sierpe de plata, el concierto de las aves capilla de alados músicos, un león el bárbaro rey del valle; finalmente, todos los epítetos están con igual desacierto aplicados.

Con tantos y tan esenciales desvaríos, que más que en ningún otro son frecuentes en Calderón, las antiguas comedias, y más especialmente las de este poeta, producen en los lectores el efecto de que, una vez empezadas, es imposible abandonar su lectura. No son causa los chistes de los que llaman Graciosos, casi siempre insípidos, y privados hasta de aquella sal andaluza que en los dichos de los suyos derramó a manos llenas Moreto; mucho menos lo patético de los razonamientos cuando persigue la adversidad a los actores, que casi siempre prorrumpen entonces en miserables equívocos o pueriles conceptos; tampoco la magnanimidad y nobleza de sus generosos pechos, porque ni tenía Calderón ideas más puras de lo que constituye la verdadera virtud y el heroísmo que sus coetáneos, ni son más dignos de aprecio los héroes de sus comedias. Otra es la causa, y no importa menos el deslindarla para nuestra historia política que literaria.

Eran los Españoles del siglo de Felipe IV tan estragados en sus costumbres, como militares y valientes; acostumbrados a lidiar con los estorbos que más insuperables parecían, y a vencerlos, se había tornado en propiedad característica de su índole un tesón inflexible, y el poco vigor de la fuerza represiva de los privados delitos hacía comunes las venganzas que convertía la invencible entereza de los moradores en implacables enemistades y rencores. El asesinato del ofensor, aun cometido a manos asalariadas por el ofendido, en vez de deshonrar a éste lavaba su afrenta, con tal que no manifestase un ánimo apocado, y supiese con denodado pecho arrostrar los riesgos que de la ejecución, de su venganza eran necesaria consecuencia, en un país donde era hereditario el encono, y borrón el olvido de las injurias recibidas. Cuando semejante carácter es común en los nacionales, ofrece no sé cuál grandeza que pasma a quien en acción le contempla. En un pueblo donde los habitadores suplen con su energía la insuficiencia de la ley, y se sustituyen a la impotente magistratura, la tremenda potestad que se han arrogado infunde cierto pavor que se enseñorea de la imaginación, y les tributamos mal que nos pese un involuntario acatamiento. Así sucede con los más de los galanes de Calderón; más escrupulosos, menos vengativos, más obedientes a las leyes, excitarían menos atención sus acciones, que sin ser dignas de admiración nos pasman por extrañas, y sin movernos a lástima excitan poderosamente nuestra curiosidad. Atraviesa el espectador o el lector vivamente conmovido una intrincada maleza de sandeces y desatinos por llegar a la meta que desde lejos columbra, y tan clavados en ella tiene los ojos, tan absorto el pensamiento, que apenas distingue lo fragoso y erizado de los senderos por donde el autor le arrastra.

Si cuando los tudescos defensores del romantismo o novelería dijeron que cada pueblo debía cultivar una literatura peculiar y privativa, se hubieran ceñido a decir que cada nación debe pintar sus propias costumbres, y ornarlas con los arreos que más a la índole de su idioma, a las inclinaciones, estilos y costumbres de los nacionales se adaptan, hubieran profesado una máxima de inconcusa verdad. Mas lo descabellado de su proposición se cifra en que han supuesto que hay en cada país reglas diferentes y a veces diametralmente opuestas, que constituyen los preceptos de cada género de composición y poema; aserción no menos disparatada que si dijeran que las proporciones de los modelos de la escultura griega debían ser desatendidas por los modernos escultores. Las leyes de la epopeya y el drama las mismas son hoy que en tiempo de Homero y Sófocles fueron, y que serán en todos los siglos; y no porque las hayan quebrantado Lucano y Estacio, ni porque las haya violado Esquilo, pierden su fuerza, que no son los yerros de los antiguos de más autoridad contra la razón que los de los modernos. Obró, pues, Calderón y obraron los demás ingenios cómicos españoles con sumo acierto retratando las costumbres del siglo y el pueblo en que escribían, especialmente cuando no disfrazaban (yerro descomunal que casi siempre cometían) con nombre de Griegos y Romanos a sus paisanos y contemporáneos; pero se descarriaron del buen camino cuando hollaron bajo sus plantas cuantas reglas de composición dramática de los preceptos y ejemplos de los antiguos, del uso de la sana razón, de la observación de la naturaleza eran dimanadas. No son las reglas carriles por donde ha de dirigirse perpetuamente el que pretenda lanzarse en la carrera de las letras; son, sí, antorchas que le alumbran para que no se despeñe en barrancos y precipicios. La más puntual y rigorosa observancia de las reglas del arte hermosura ninguna ni poética ni oratoria engendra, mas enseña a enmendar los desaciertos y borrar las disformidades. A elogio ninguno es acreedor quien a no quebrantarlas se ciñe, si al mismo tiempo no le dicta su ingenio hermosos pensamientos, osadas y naturales figuras, y todo cuanto las dotes de una obra literaria constituye. Podrá decir: evité los yerros, mas no merecí prez y loa; y no pocas veces la empalagosa y nunca desmentida medianía de un autor arreglado al arte, y pobre de ingenio, es más fastidiosa que los desvaríos más desatinados de un ingenioso loco.

En La vida es sueño de Calderón y en otras composiciones dramáticas de este poeta y de Moreto se nota una filosofía algo menos circunspecta, un poco más de desprendimiento de las más soeces y villanas supersticiones que en las de los autores que bajo el reinado de Felipe III escribían. Más absoluto, más altivo, más avasallador el Conde-duque que el Duque de Lerma, fue menos mezquino en sus ideas, menos supersticioso, menos esclavo de la ralea frailesca. La ignorancia de Felipe IV, menos supina que la de su devoto y estúpido padre, se maridaba en aquél con una disolución de costumbres, que mal podía con el fervor de la religión avenirse. En las escenas de las monjas de San Plácido, por las cuales el autor de la nueva Historia de la Inquisición, el señor Llorente, pasa como por cima de ascuas, sin duda porque lo escandaloso que para ser puntual había de ser su cuento desdice de su profesión de sacerdote, representó el Monarca uno de los principales papeles. Las anécdotas del siglo XVII han conservado la memoria de las comedias de repente que en el cuarto del Rey se representaban, sacadas casi siempre de historias de la Escritura tratadas a lo burlesco, en las cuales hacían papel los más ilustres ingenios de aquella época, y el mismo Rey, y en que llegaba la befa de los más sagrados misterios a tanto, que ordenado Calderón de sacerdote, se abstuvo por escrúpulos de seguir participando de ellas. La respuesta que en una de estas farsas dio el que hacía de Eterno Padre al que figuraba el primer hombre, y que había dicho una prolija relación, bastará para que se formen nuestros lectores idea del desacato con que era la Religión tratada en estas concurrencias:


    Por Cristo crucificado
que, como soy pecador,
me pesa de haber criado
un Adán tan hablador.

En la comedia del Mariscal de Biron, del doctor Juan Pérez de Montalbán, pone éste en boca de su protagonista ideas acerca del suicidio y del temor de la muerte, más propias de un estoico criado en el pórtico de Atenas que de un católico español educado en la escuela de Santo Tomás, Suárez, o Escoto. Quiso la fatal estrella de España que pereciera antes de su desarrollo este informe embrión de libertad de pensar; la rebelión de Portugal, donde no cesó la Inquisición de tramar conspiraciones en favor del Rey de España, y más que todo la imponderable estolidez y la flaqueza de Carlos II, con quien pudo tanto la frailería que se llegó a persuadir que estaba endemoniado, y a sujetarse a que le conjuraran como energúmeno, restituyó a la Inquisición todo su pestilente influjo. ¡Época funesta para España, que sólo con la actual puede ser comparada!

A la época de Felipe IV pertenece también Moreto, el cual, si es su versificación menos fluida, menos harmoniosa que la de Calderón, y sobre todo la de Lope, sus planes muy mejor hilados, el desenlace de sus enredos muy más sencillo y natural, los donaires de sus Graciosos más festivos, las costumbres del país y del siglo con más propiedad y viveza retratadas, y más que todo los caracteres de los interlocutores dibujados con más maestro pincel, coloridos con más valientes rasgos, y más constantes consigo propios, le constituyen sin disputa el primero de nuestros ingenios cómicos. En las comedias de Moreto es la acción más una, menos repugnantes las irregularidades, menos monstruosos y extravagantes los yerros contra el arte. En poco está que en muchas de sus comedias se sujete a las tres unidades con todo rigor. Si no es su elocución tan fluida como la de Lope, ni tan poética como la de Calderón, campea casi siempre en ella tanta naturalidad, que merece estudiarse como el más perfecto dechado de diálogo, menos en aquellos trozos que se dejó arrastrar de la manía del concepto, dolencia universal de su siglo. Quítese la impertinente comparación del pez, el hilo, y la caña, y díganme si puede darse modelo más acabado que el coloquio de Diana y su amante en el baile, en la escena de El desdén con el desdén. ¡Cuántos trozos con no menos verdad y naturalidad escritos en La tía y la sobrina! ¡Cuántos en El estudiante Pantoja!

El Mariscal de Biron de Montalbán, y El villano del Danubio son dos comedias de aquel siglo en extremo notables, más porque una y otra están llenas de reflexiones hijas de una filosofía muy rara en los escritores coetáneos, que como producciones del arte. La primera respira el desprecio de la muerte unido al miedo de la infamia, afecto que nunca en los ánimos hidalgos muere. En la segunda el Villano afea delante del Senado de Roma los excesos y horrores que con los vencidos los Romanos cometen, con una energía propia del esforzado y generoso pecho de un republicano; valentía que eso más merece loarse que no era dificultoso reparar en alusiones que se equivocaban con las crueldades que con los flamencos habían ejercitado los Españoles. Sea como fuere, el razonamiento del Villano es un trozo de tan alta elocuencia, que con el más sublime de Corneille en este género puede cotejarse, sin temor de que de tan alta comparación salga deslucido.

A Calderón y Moreto sucedió Solís, que puesto que escritor de tan relevantes prendas en prosa no manejó sin primor el verso de sus comedias. El amor al uso es la mejor de todas ellas; retrato natural de las tretas del galanteo en los pueblos modernos, le asiste la preciosa propiedad de pintar las cosas como ellas son, y no como las fingen novelescos y mentidos convenios. El amor en los pueblos de Europa rara vez es otra cosa que el ansia de gozos, en pos de los cuales corren ambos sexos a porfía, disfrazando el uno con nombre de recato, y de pasión el otro, la corta escaramuza que al seguro vencimiento de aquél y al fácil triunfo de éste antecede. No pretendo yo satirizar por esta observación las costumbres de los Europeos modernos; la facilidad de satisfacer gustos vedados a los antiguos Griegos y a los Orientales de nuestro tiempo pende de la organización de nuestro estado social, a todas luces más perfecta que la de aquéllos y éstos. Mas no por eso es cosa menos risible ver en casi todas nuestras novelas los estorbos insuperables que a la satisfacción de sus amantes ponen sus damas, casi siempre prendadas de ellos, y que lidian contra los impulsos de su propio corazón y la porfía de sus enamorados con más valor y constancia que con el descomedido Tarquino la casta Lucrecia.


Quodumque ostendis mihi sic, incredulus odi.

Así es que nadie puede leer o ver esta comedia de Solís sin quedar prendado del desenfado y las gracias de cada una de las tres damas que en ella hablan, y creo que a las mujeres les sucede lo mismo con los galanes, La constancia de Isabel en La más constante mujer, dote podrá ser muy apreciable; mas lo cierto es que nunca envidié yo su amada a D. Carlos, ni hubiera dado un paso por derrocar su fastidiosa cuanto loable firmeza. La Gitanilla de Madrid, puesto que sacada de la excelente novela con el mismo título de nuestro incomparable Cervantes, ofrece lances verdaderamente dramáticos, y el carácter de Preciosa es uno de los más extraños y mejor desempeñados de nuestro teatro. Exceptuando en Triunfos de amor y fortuna, que mas bien es ópera o zarzuela, que comedia, el juicioso Solís se ha preservado de los desatinos tan comunes en Calderón.

Las comedias de figurón que en tiempo de Felipe V hizo de moda Cañizares se acercan mucho más a las de Plauto, Terencio y Molière que las de ninguno de sus predecesores. La comedia chistosa será siempre la que por antonomasia merezca este nombre; no porque no conocieran los antiguos la seria de los modernos, y aun acaso el drama, que la definición que de las togadas nos han dejado no se aviene mal con la contextura de lo que en estos últimos tiempos han llamado drama los Franceses, mas sí porque es muy más arduo empeño ridiculizar un vicio y ser chistoso sin pecar en juglar, acerar el odio contra la perversidad moviendo a risa el malo, ora de él propio, ora de los que engaña, poner patentes a los ojos de los espectadores, con ejemplos sacados de la vida común, las malas consecuencias que trae el vicio, y las buenas que acarrea la virtud, no aquella ascética que so pena de muerte eterna predican los histriones de sayal y capilla, mas sí la que so pena de odio y desprecio de sus conciudadanos está obligado a practicar quien vive en sociedad humana; enseñar y reprender, sin cesar de entretener y deleitar; más arduo, repito, es este empeño que arrancar algunos llantos con lances extraños o inverisímiles, poner en tosca prosa, o en desaliñados y prosaicos versos luengas y aburridoras pláticas, condenar a muerte en el teatro a un reo, hacer que le venga luego el perdón, y llenar el intervalo con comentarios, ora de Bobadilla, ora de Becearia.

El impulso que al humano entendimiento habían dado los filósofos del siglo XVII y principios del siguiente se empezó a resentir en España a fines del reinado del primer Borbón, puesto que en nada contribuyó el inepto y automático monarca. El Teatro crítico de Feijoo, el cual se propuso desterrar algunas paparruchas que en los países extranjeros solamente los hombres sin la más leve tintura de letras podían admitir, pero que en España fomentaba y amparaba la siempre infame Inquisición, fue el primer destello de una luz que, no habiendo podido prender por falta de pábulo, siempre ha permanecido falleciente y mortecina, y que los postreros sucesos totalmente, y acaso para siempre, han apagado. Varios académicos imaginaron el proyecto de resucitar los buenos estudios de la sana literatura; escribió el apreciable Luzán su Poética, en que corroboró los inconcusos preceptos de la antigüedad con ejemplos sacados de poetas españoles; y los partidarios del equívoco, que al culteranismo del siglo anterior habían sustituido Gerardo Lobo, la Monja de Méjico, y un Maestro León que en nada se parece al Maestro León coetáneo de Felipe II, se callaron o enmendados o corridos, siendo la publicación de las poesías del cura de Fruime el postrer aliento de esta moribunda secta. Los restauradores del gusto fino dieron con los preceptos el ejemplo; Montiano compuso dos tragedias, D. Nicolás Moratín tres con la comedia de La Petimetra; tradujo Huerta la Zaira de Voltaire, y escribió la Raquel, original suya.

La Petimetra apareció y desapareció muy en breve del teatro, y hemos de confesar que apenas tiene otra dote que la de una insulsa regularidad que ningún realce puede dar a lances que ni llaman la atención, ni mueven a risa, a un estilo sin color, a un enredo sin acción, a un desenlace sin interés. La petimetrería no es carácter cómico; la manía de vestirse y prenderse, si es excesiva en una mujer, podrá ocasionar tal vez la risa en una concurrencia particular, mas nunca parecerá cómica en un teatro; que ha de tener el poeta presente que, puesto que todo lo cómico es risible, no todo lo risible es cómico.

Los Menestrales de D. Cándido Trigueros, aunque premiados como la mejor composición dramática que para solemnizar el nacimiento de los infantes gemelos, hijos de Carlos IV, se presentó al concurso, es aún más defectuosa que La Petimetra. Toda ella está sembrada de máximas en sí muy buenas, mas inaguantables en el teatro, donde no se va a oír sermones, mas sí a ver una acción que cautive toda la curiosidad del auditorio, le entretenga y le divierta, de tal suerte que la lección de buena moral la saquen los oyentes, no de lo que se les ha dicho, sino de lo que han visto.

El Señorito mimado y La Señorita mal criada de Iriarte son muy superiores a las dos comedias de que hemos hablado; aquí los caracteres son más teatrales, se trasluce más conocimiento de las costumbres del siglo y la nación, porque los interlocutores de Trigueros así se semejan a Españoles como a Lapones o Moscovitas. La versificación de Iriarte, siempre limada, tersa y castigada, es no pocas veces animada; y si se nota en ella sobrado estudio, siempre es inmune de afectación, nunca peca en conceptuosa ni hinchada. Las exhortaciones nacen de los propios lances, y cuando se enoja Cremes es porque le da justo motivo su hijo o su criado, y se ve que no dirige al auditorio, sino al interlocutor, sus reprensiones y sus máximas. Con todas estas prendas todavía está el espectador atento, sí, mas no fuertemente conmovido, gustosamente entretenido, mas nunca deleitado, y sin poder más a risa excitado. En casi todas las composiciones de D. Tomás de Iriarte se encuentra todo cuanto puede alcanzar el estudio de los buenos modelos, un ímprobo trabajo, un juicio sano, junto con un mediano ingenio, y una imaginación estéril. La elocución de los interlocutores de las dos comedias de este autor siempre es pura y natural, raras veces cómica; nunca disparatan, mas tampoco les ocurre idea ninguna que digna de notar sea; jamás salen en sus acciones de su carácter, mas con ninguna acreditan que sea en ellos irresistible su impulso. Iriarte siempre tenía presente el precepto de Horacio; bien se ve que sus obras las limaba, atildaba y pulía sin cesar; sabía a fondo el arte, tenía gusto fino, exquisito juicio, mas faltole la rica vena, sin la cual poco pueden los más laboriosos esfuerzos. Escritor castigado sin calor, exacto sin imágenes, elegante sin elocuencia, versificador exento de aspereza, sin acertar con la fluidez, la buena contextura de los planes de sus dramas esconde mal la falta de lances cómicos, y si nunca corta en vez de desatar, tampoco son sus ñudos muy apretados, y por entre lo arreglado del enlace y desenlace, y la harmonía de las partes, se descubre la malhadada falta de fuerza cómica. Este poeta estimable será siempre leído sin hastío, y ocupará un honroso puesto entre los de segundo orden de nuestra nación.

Con más ingenio, más aptitud para observar a los hombres, más vigor de imaginación, elocución más poética, y más fuerza cómica, ocupó D. Leandro Moratín la escena española; y los aplausos que su primera obra El Viejo y la Niña le mereció, manifestaron que aguardaba de él el público la creación de un teatro cómico nacional. Las impertinencias de D. Roque, el mal humor de su criado Muñoz, enseñaron a los espectadores a distinguir el chiste gracioso de la chocarrería picaresca y de las truhanescas pilladas a que los habían acostumbrado los sainetes de D. Ramón de la Cruz. Ya en esta primera obra deja ver Moratín su sagacidad para observar con las costumbres, hijas del carácter del sujeto, las formas y modificaciones distintas de que se reviste, según las opiniones, estilos y leyes del pueblo donde vive. Las viejas del Barón y El Sí de las niñas se diferencian en cuanto a su carácter; la primera es casquivana, crédula y ambiciosa; su manía es lucir en la Corte, y subir a gran señora, por vengarse de los desprecios de las hidalgas de su lugar; la segunda, supersticiosa, interesada y zalamera, no lleva más fin que disfrutar la mucha riqueza del viejo con quien quiere casar a su hija; mas tanto una como otra son vivo trasunto de las viejas de nuestro país, especialmente las de fuera de la Corte. ¿Puede darse retrato más parecido de los señoritos de nuestros pueblos cortos, que el del amante de La Mogigata; que más se semeje al de un viejo agente rico, perpetuo asistente a los ejercicios devotos de San Felipe Neri, que el del padre de Clara?

El estrecho recinto a que en este discurso nos vemos ceñidos, y lo inmenso de la materia que en él tratamos, nos precisan a no detenernos en circunstanciar las dotes de este poeta, acaso el mejor ingenio cómico de cuantos hoy en Europa viven, y que sin los insuperables estorbos que presentan para toda mejora el Gobierno y la Inquisición, habría formado una escena arreglada y nacional en España. La historia del teatro que nos proponemos publicar en breve nos abrirá campo para apreciar su mérito y corroborar la aserción que hemos asentado.

También debemos a Moratín la versión de dos comedias de Molière, El Médico a palos, y La Escuela de los maridos, recibidas con aceptación del público. Al mismo tiempo que la segunda de estas composiciones, publicaba y hacía representar en Madrid el autor de este discurso una traducción de El Hipócrita, y La Escuela de las mujeres, escuchadas y leídas, especialmente la primera, con grande aplauso. Si la aprobación del público fuera seña infalible del mérito del escritor, poca duda me quedaría de haber acertado en mi versión; sólo diré que ha sido estímulo suficiente para concluir después la traducción de este autor, dechado de la verdadera comedia, y que esta versión saldrá muy presto a luz pública.

Los ilustrados y buenos patricios que a mediados de la pasada centuria quisieron restablecer las letras humanas, tributaron más cultos a Melpómene que a Talía. Mas el Ataulfo de Montiano y la Lucrecia de D. Nicolás Moratín merecen apenas citarse por otras prendas que las de su conformidad con las reglas del arte teatral. La acción de Guzmán el Bueno es muy más trágica, y está más bien desempeñada; Moratín, excelente versificante, y profundo en la inteligencia de nuestro idioma poético, no menos que versado en manejarle con maestría, acertó en este drama con el estilo verdaderamente trágico, que, cuanto sobre el epistolar y didáctico se encumbra, otro tanto más bajo que el de la epopeya se queda. El impávido pecho de Guzmán, que con generoso denuedo sacrifica la vida de su hijo a la conservación de la plaza que le ha sido encomendada, y en quien ninguna mella pueden hacer los lamentos de su madre, serían una acción a la cual ningún requisito para ser trágica faltara, si fuera bastante a llenar el espacio de cinco actos, mas solamente a un corto número de escenas puede dar campo; y cuando la acción está ceñida a tan estrecho recinto, no es dable excitar con energía los afectos, la piedad, la admiración, el terror, que exigen cierta latitud para mover con fuerza el ánimo.

El plan de la Hormesinda es sin duda más vasto, y puesto que no sea la oposición de Pelayo al enlace de su hermana con el Moro vencedor tan juiciosa y tan noble como el doloroso sacrificio de Guzmán, todavía presenta escenas que ocupan fuertemente el ánimo de los espectadores. En esta tragedia se dejó su autor no pocas veces arrastrar de su mucho ingenio; los bellísimos versos de ella lo son tanto, que de trágicos se pasan a épicos, sin que sea dable sobrepujar en nuestra lengua las admirables imitaciones del segundo libro de la Eneida que en boca de Pelayo pone Moratín cuando describe la batalla del Guadalete, donde pereció el poderío de los Godos. No porque sea mi dictamen que hayan de ser desterradas las comparaciones y otras figuras igualmente atrevidas del poema trágico, como afirman los Franceses; en esto, como en todo, mi norma son los Griegos, antes que parcos pródigos de estos adornos; mas no por eso se han de confundir los géneros, a poder de enaltecer y ornar aquel en que se escribe. La prueba irrefragable de que el estilo de muchos trozos de la Hormesinda es puramente épico, es que serían hermosísimos en una epopeya; por consiguiente en la tragedia están fuera de su quicio. Defecto de que sólo los grandes ingenios adolecen; mas defecto palpable que condena, acatando al delincuente, la crítica severa.

Cuando compuso Huerta su Raquel, aún no había estragado su buen ingenio con las indecibles locuras en que le despeñó luego su amor propio. Pureza de elocución, estilo poético, unidad de acción, enlace y desenlace natural son innegables prendas de este drama; mas la acción, que podrá parecer patética, no es ciertamente trágica, ni es posible que se duelan los espectadores de la muerte de una judía prostituta que ha avasallado el ánimo del Monarca, ni que se prenden del heroísmo de los más poderosos ricoshombres de la nación, que villanamente conspiran para asesinar a una flaca mujer. Tan poco teatral como el de la Raquel es el sujeto de la Numancia: la suerte de un pueblo tan constante y esforzado como el Numantino podrá causar admiración y pasmo en la posteridad más remota; mas la destrucción de una ciudad no es asunto dramático, ni épico. Homero no cantó el cerco y la quema de Troya, sino la saña de Aquiles; y si compuso Estacio la Tebayda, el aborto de su pobre ingenio no convida por cierto a que nadie siga sus huellas. Extraña cosa es que un poeta de tanto juicio, y tan empapado en el estudio de la antigüedad clásica, como lo estaba D. Ignacio Ayala, incurriera en tamaño yerro.

En estos últimos tiempos Cienfuegos y Quintana han compuesto, el primero las tres tragedias de Idomeneo, Zoraida, y La Condesa de Castilla, y el segundo El Duque de Viseo, y Pelayo. El Idomeneo es una desatinada mescolanza de máximas filosóficas, de escenas de pantomima, de disparates del protagonista, que por remate sacrifica a los dioses a su hijo, y se va por los mares, sin decir adónde; acaso a la Tebayda, a hacer penitencia por haber dado pie a tanto hato de desvaríos del poeta moderno. La Condesa de Castilla es una viuda del Conde, prendada de un Moro que ha dado la muerte a su marido; verdad es que su tierna edad en parte la disculpa, porque su hijo el Conde es un mozo de veinticinco años, y su amante con título de embajador viene a Burgos por gozar los suaves coloquios de su casta, hermosa y joven dama. La versificación y el estilo compiten con el plan; el castellano más se semeja a la lengua franca de los arraeces de Argel que al idioma de los Argensolas y Riojas.

Tanto Cienfuegos como Quintana se han dejado llevar de la fatal manía de querer afrancesar nuestra lengua, de todos los modernos idiomas el que menos con el francés se aviene. Un estadista no menos instruido en nuestra sana literatura que en materias políticas, el Marqués de Almenara, me decía un día que habiéndose probado a traducir al pie de la letra en castellano, y sin mudar ni la colocación de las voces, algunos trozos italianos o ingleses, había sacado un castellano puro y conforme a las reglas de nuestra gramática; mas que nunca pudo salirse con lo mismo con ninguna versión del francés. Dejo aparte que es risible empeño el de enriquecer tan abundante idioma como el nuestro con otro que lo es mucho menos, como el francés, y me ciño a apuntar el precepto tan sabido, desde Horacio acá, que los idiomas para remediar sus necesidades han de acudir a su primitiva fuente; y siendo la del nuestro el latín, mezclado con el árabe, de la lengua latina, de la griega, madre de ésta, y de la arábiga hemos de derivar los idiotismos y locuciones que necesitáremos, adaptándolos a la índole del castellano. No obstante, nunca Quintana ha dado en los excesos que Cienfuegos, y su Pelayo saca tantas ventajas a todos los dramas de éste, así en la invención como en la disposición y elocución, que fuera suma injusticia cotejar siquiera cosas que tanto entre sí distan.

La tragedia de Polixena es más moderna que cuantas acabamos de citar. Su autor nunca quiso consentir en que se representara, no atreviéndose a fiar la obra de actores que, exceptuando Máiquez, ni la más leve tintura tienen de declamación trágica. Del mérito de esta tragedia no soy yo juez competente; mis elogios parecerían hijos de mi afecto, y, si quisiera tratarla con rigor, me sucedería lo que a Dédalo: bis patriæ cecidere manus.

Poco diremos de las versiones. Una hay antigua del Cid de Corneille, que en muchas partes no desmerece de tan alto modelo. Las que hizo Olavide todas son insulsas y disparatadas; mala su versificación, peor su castellano, y ni huellas de las perfecciones y dotes de sus originales en ellas se rastrean. Llaguno fue más feliz en su versión de Atalía, trasladando con acierto los más de los primores de la más perfecta obra del príncipe de los poetas franceses a nuestro castellano. Aunque no con la propia superioridad, Huerta no deslució enteramente la Zaira de Voltaire, y últimamente algunos de los dramas trágicos de Alfieri han dado con intérpretes que en sus copias no han desfigurado la pintura original.

La composición teatral de especie mixta que los Franceses han llamado privativamente drama, presenta en El delincuente honrado de Jovellanos una de las mejores producciones de este género. Empero confieso que me parece en sí tan defectuoso y mezquino, puesto que he leído y meditado atentamente los ingeniosos paralogismos de Diderot, y las disparatadas aserciones de Mercier en su abono, que no me quiero detener a tratar del mérito de esta obra.

Los sainetes de D. Ramón de la Cruz no son en realidad otra cosa que nuestros antiguos entremeses con nombre distinto. Los chisperos de Madrid los aplauden sin tasa, y en un país donde no tienen muchos de los grandes ideas más sanas, no ya del decoro teatral, mas ni de la decencia en el trato, no es milagro que hayan dado tanto gusto en la escena como leyéndolos. Y cierto, si para merecer el dictado de ingenio cómico bastara representar con viveza y naturalidad las escenas más indecentes y torpes de miserables abandonados a los más repugnantes desórdenes, la prostitución sin disfraz, como sin freno, la ojeriza con todos cuantos dan muestra de mejor crianza, o pertenecen a menos baja jerarquía, la holgazanería sustentándose con la estafa, y ejercitándose para el robo, presidiarios y rameras remedando el estilo de la tragedia, y matándose a puñaladas por las espaldas, D. Ramón de la Cruz sería acreedor sin duda a este título; los que han leído a Terencio, Molière, Moratín, etc., dirán si le merece.

Nuestro discurso se alarga más de lo que quisiéramos, y vemos con sentimiento cuánto nos queda por decir acerca del teatro español; empero los otros géneros nos llaman. La poesía lírica es la que primero se presenta, y en esta parte la España se deja muy atrás a todas las demás naciones de Europa, ora se atienda al número de sus poetas, ora al mérito de sus poemas. Garcilaso, el Maestro León, Herrera, Rioja, Quevedo, los Argensolas, Lope de Vega, y el propio Góngora, cuando de la manía del estilo culto no se dejó dominar, todos presentan obras con las cuales las de Juan Bautista Rousseau no sufren cotejo, y algunas que hasta las de Gray eclipsan. La canción sobre las ruinas de Itálica de Rioja ni tiene modelo en la antigüedad, ni se iguala con ella ninguna de las odas de Píndaro y Horacio. Ateniéndonos a nuestro plan examinaremos, primero que califiquemos el mérito relativo de los líricos españoles, la causa de los adelantamientos de la nación en este ramo de poesía, mientras que tan atrasada la hemos visto en otros.

Ya hemos dicho que las locuciones y modismos que de la lengua arábiga tomó la castellana le comunicaron en parte la índole de los idiomas orientales, que con tanta viveza pintan y coloran los objetos externos, y dan vida y movimiento a las más abstractas ideas. El infernal tesón de la Inquisición en perseguir y proscribir cuanto con el cultivo de las ciencias morales está conexo, el universal terror en que perpetuamente se vían condenados a vivir cuantos a los estudios profanos se aplicaban con fruto, ciñó casi todo el saber a la teología escolástica, a una jurisprudencia fundada en decisiones de prácticos casuistas, como se había cimentado la moral en las de casuistas teólogos; y si algunos pocos siguieron aplicándose a la erudición sagrada y profana, solamente ocultando o disimulando las verdades que descubrían se podían librar del Tribunal infame; fue, pues, natural cosa que los poetas compusiesen y publicasen a porfía poesías devotas, para que a sombra de ellas les permitieran dar a luz las profanas; y efectivamente, de todos nuestros clásicos Garcilaso es acaso el único que no haya escrito versos devotos. De estas composiciones muchas eran un hacinamiento de conceptos, equívocos y puerilidades, cuentos de patrañeros milagros, ridículas trovas de poesías profanas o eróticas, pero en no pocas lucía el sistema del Cristianismo en toda su majestad y grandeza. Los mayores poetas españoles parafraseaban los salmos hebreos, los valientes pensamientos y osadas imágenes de Job, los encendidos suspiros de la enamorada Esposa de los Cantares. Revestíase el sublime Herrera de todo el estro de Moisés, cuando, habiendo a la cabeza de sus Israelitas atravesado a pie enjuto el mar Rojo, ve el brazo de Iehovah, que para el tránsito de su pueblo escogido las contenía, despeñar las olas sobre las olas, y sepultar en los abismos de la mar las cuatregas de Faraón, y sus peones y sus jinetes, para entonar el canto de loor de la victoria de Lepanto; resonaba su lira lamentando la temprana muerte del rey D. Sebastián, los pendones de Lusitania arrollados y derribados, sus legiones desbaratadas, derrocado y desmoronado su antiguo poderío, con son no menos doliente que el del arpa que acompañaba los lamentos de Judá, que sentado triste a las orillas del río de Babilonia recuerda las caras ondas del patrio Jordán huérfano de sus hijos, el templo de Iehovah hiermo de víctimas, de pueblo y sacerdotes, el alcázar de Sion sin guardas, Jerusalén viuda de sus moradores. El Conde de Rebolledo, menos que mediano poeta, se encumbra tanto en alas de Jeremías, en su paráfrasis de las Lamentaciones de este profeta, que merece estudiarse no pocas veces como modelo. Pende este fenómeno de la esencia misma de la religión cristiana.

Dos especies hay de cultos: los unos sensibles, materiales y palpables; los otros ideales, espirituales y abstractos. La religión judaica proscribiendo las imágenes, enseñando la doctrina de un Dios criador, condenando como la más abominable profanación el culto de los ídolos, se acercaba tanto al espiritualismo, que puesto que Moisés no le haya formalmente enseñado en el Pentateuco, en tiempos más cultos fue la opinión dominante, y excepto el Saduceo, autor del Eclesiastés o Coheleth, todos los demás autores de los libros hebreos y griegos del antiguo Testamento profesan el dogma de la inmortalidad del alma. Jesús se le enseñó a sus discípulos; San Pablo se alababa de ser fariseo, secta que no sólo la inmortalidad de las almas enseñaba, mas también la resurrección de la carne, esto es, la transformación de nuestros propios cuerpos de corruptibles y mortales en incorruptibles y exentos de la muerte.

Tales fueron los principios del Cristianismo desde su cuna, cuando San Juan, o el que con nombre de este apóstol compuso el cuarto Evangelio, cimentó en estos fundamentos la doctrina de la Trinidad, y todos los dogmas del platonismo. Porque se ha de notar que Jesús, que San Juan transforma en el Verbo, no es otra cosa que el Logos de Platón, la Divina Sabiduría, revestida de nuestra carne mortal, conversando con el linaje humano, y descubriéndole sus arcanos. La teología especulativa de los cristianos toda está fundada en tan atrevida y brillante idea, como fue la de admitir la existencia del increado y eterno Logos, identificarle con la humana naturaleza, y mirarle como el fundador de la nueva doctrina. Apropiose de este modo la religión cristiana toda la sublime teología del platonismo; abriose la imaginación fuera de la naturaleza un campo tan vasto, que los indefinibles límites del universo, si con sus dimensiones se cotejan, son como un punto matemático respecto de la inmensidad del espacio.

No nos paremos ahora en indagar cuánto los cimientos de edificio tan vasto son sólidos o deleznables, si se aviene o no con las demostraciones y probabilidades que de los recónditos abismos de la ideología saca a luz una lógica sagaz cuanto severa; que no es del poeta escudriñar las fuentes de donde las opiniones se derivan, y para él un error asentado es lo mismo que una verdad inconcusa. La poética del Cristianismo la misma será para el fiel creyente que para el incrédulo; grandiosa y sublime en su incomprensibilidad, en su severidad majestuosa y bella. No proviene lo escondido de los arcanos de la religión de las densas tinieblas que la escurecen, mas sí de los inexhaustos raudales de luces que de su centro sin cesar destellan, y que deslumbran y ofuscan los flacos ojos de los mortales. Así es invisible el disco del Sol a los ojos que alumbran su rayos, mientras que con su luz contemplamos cuanto el mundo encierra.

Aliméntase la poesía lírica de imágenes, y eso más se encumbra que son éstas más altas y grandiosas. Es la sublimidad el alma de la poesía lírica, y por eso ningún sistema religioso tanto como el del Cristianismo con ella se aviene. De aquí el relevante mérito de los más de los salmos del Maestro León, de las composiciones líricas de Herrera fundadas en la religión, de muchas de la novena musa de Quevedo, y de la oda a Cristo resucitado de un poeta moderno.

La perfección en el género lírico debida a la naturaleza de la religión de la nación no podía menos de influir en las odas y canciones que ninguna conexión con la religión tenían; por eso son dechados tan perfectos, no sólo nuestras odas y canciones cristianas, mas también las morales y las eróticas. La Inquisición dejó siempre cultivar en paz la poesía lírica, porque es la que menos directo influjo en la destrucción del error tiene. Sólo los inteligentes conocen de cuán acendrada razón los raptos de la imaginación del poeta lírico proceden, y con cuánto orden está el aparente desorden de la oda concertado; los más de los lectores se dejan arrastrar del impulso que les comunica el poeta, sin ver en él otra cosa que el entusiasmo de una imaginación arrebatada. Ora el papismo halaga y acaricia la imaginación; la razón es la que le asusta y le enoja.

Como en la égloga había presentado Garcilaso una de las más hermosas, si no la más hermosa de las poesías pastorales de nuestra lengua, su canción a la Flor de Gnido es también una de las más bellas odas eróticas. Se ha de notar que las canciones de nuestros poetas clásicos son odas verdaderas, sin que se pueda entre ellas y las que han nombrado odas señalar diferencia ninguna. No pintó Horacio el castigo de las Danaidas, ni los desesperados lamentos de Europa, con más fuerza y brío que el poeta español la metamorfosis de la cruda Anaxarte,


    En duro mármol vuelta y transformada.

Las exhortaciones que de ablandar su fiereza hace a la despiadada Flor de Gnido nacen naturalmente del asunto; primero le ha pintado la pasión que todo entero a su amador posee, y que cual ya a Sibaris, de Lidia prendado, le ha traído a paso tal que huye de la palestra polvorosa, y ya


    como solía
del áspero caballo no corrige
la furia y gallardía,
ni con freno le rige,
ni con vivas espuelas ya le aflige.

Como Horacio en su oda en loor de la vida descansada y exenta de zozobras del campo, se propuso el Maestro León en la primera de las suyas elogiar la vida rústica, añadiendo a las reflexiones que al que de las ilusiones del tráfago de los negocios está desengañado naturalmente ocurren, la pintura de un huertecillo plantado por manos de este religioso y docto varón, y que todavía subsiste a distancia de una legua corta de Salamanca, a la falda de una colina, donde está situada una casilla propia de los agustinos. La descripción de la Noche serena es la más natural expresión de aquel indefinido devaneo que en un ánimo religioso, a la manera de Platón, produce la contemplación del firmamento. Mas su oda maestra es sin disputa la Profecía del Tajo, en que, a imitación de la de Nereo a Paris robador de Helena, anuncia el río al forzador de la Cava la irrupción de los Moros, la pérdida de España, y el fin de la monarquía goda. Fuerza sería que cerrara los ojos a la evidencia el que se negase a confesar las muchas ventajas que lleva en ella el poeta español al latino. ¡Qué valentía en esta ideal!:


    Llamas, dolores, guerras,
muertes, asolamientos, fieros males
entre tus brazos cierras;
trabajos inmortales
a ti, y a tus vasallos naturales.

Todavía es más perfecto el Maestro León en sus paráfrasis de los salmos, y en muchos trozos de su traducción en verso de Job. La poesía lírica nada puede ofrecer más sublime que la pintura de la divina omnipotencia en el que empieza:


    Alaba, oh alma, a Dios: Señor, ¿tu alteza
   qué lengua hay que la cuente?

¿Cómo es posible pintar la nada de las criaturas y la grandeza del Criador de modo más enérgico, más conciso y más sublime que en los cuatro versos siguientes, donde dice hablando con Dios:


    Si huyes, desfallece el ser liviano,
   quedamos polvo hechos;
mas tornará tu soplo, y renovado
   repararás el mundo.

Un estudio profundo de la lengua castellana, y de los poetas españoles sus coetáneos, y que le habían precedido, una severa crítica, un oído sobre manera versado en la harmonía y el ritmo poético, distinguen especialmente a Herrera, a quien apellidó su siglo con el dictado de divino, a que le hacen de verdad acreedor sus cantos líricos, puesto que el petrarquismo que en sus inacabables elegías domina infunde miedo al más osado lector. A las dos composiciones maestras que ya de él hemos citado, se ha de agregar la oda a D. Juan de Austria después de la batalla de Lepanto, en que introduce a Apolo celebrando el impávido esfuerzo de Marte en la rota de los gigantes, pronosticando empero que ha de venir día en que las hazañas del vencedor de Lepanto oscurezcan y eclipsen las del numen de la guerra. Su canción al sueño respira la molicie, tanto como la otra el ardor marcial; y con tal tino ha manejado el idioma, con maestría tal están las sílabas encadenadas, que en la primera retratan sus fuertes sonidos el estrépito de las armas, el retumbar de los truenos, el ronco estruendo de las trompas bélicas, y en la última la dulzura del sueño, el blando sosiego del mundo de su beleño tocado, el silencioso y suave vuelo de sus perezosas alas.


    Suave sueño, tú que en tardo vuelo
las alas perezosas blandamente
bates, de adormideras coronado,
por el puro, adormido y vago cielo,
ven a la última parte de Occidente...

Mas quien elevó hasta el ápice de la perfección la poesía lírica, fue su paisano, y acaso su discípulo, Rioja. El afecto que la célebre canción a las ruinas de Itálica anima, es la melancolía filosófica que la presencia de las vastas reliquias de los edificios en que se ufanaba el humano poderío en los mortales infunde. Tremendos documentos de la flaqueza del hombre y la fuerza de la naturaleza, el moho que sus derribadas colunas carcome, el amarillo jaramago que en los fragmentos mal seguros de sus medio allanadas paredes crece, nos están contino señalando la honda sima que a nosotros, las obras nuestras, nuestros vicios y nuestras virtudes, en perpetuo olvido nos ha de sepultar un día. La aniquilada potencia del pueblo rey que fundó a Itálica, los soberbios edificios de esta colonia, la gloria de sus hijos, señores los unos del universo, ilustres otros por sus tareas literarias, todo se retrata con viveza a la mente del autor: las regaladas termas, el vasto anfiteatro, los palacios que habitaron los Césares hijos de Itálica, las piedras que publicaban sus hazañas; todo ha sido víctima del tiempo y la muerte. La sacra Troya, la altiva Roma, la docta Atenas se le representan entonces, y tan nobles ruinas aumentan su dolor. Por fin, en el silencio de la noche oye una lamentable voz que grita Cayó Itálica, Eco repite Itálica; y al oír tan claro nombre lanzan profundos gemidos las nobles sombras de los altos varones que en su antiguo esplendor la poblaron.

Mal podía el universal ingenio de Quevedo dejar de cultivar un ramo que tanto en su país y en su siglo florecía. Este hombre extraordinario, que unas veces se dejaba llevar del estragado gusto de su siglo, embutiendo en sus composiciones los más sofísticos conceptos, las agudezas más por los cabellos traídas, las más indecentes y zafias chocarrerías, otras gastaba los donosos chistes de la inagotable vena de sus gracias en enmendar los disparates que él propio con su ejemplo autorizaba; que en un mismo instante componía escritos de una devoción ascética, que parecen partos de un ermitaño de la Tebayda, y obras tan obscenas que se dejan muy atrás las de Meursio y Petronio; que en muchas de sus producciones se muestra un ingenio sin cultura, sin tintura ninguna de la antigüedad, que sólo al impulso de la naturaleza obedece, y en otras descubre su inmensa erudición, no sólo en las lenguas griega y latina, mas aun en la literatura oriental, en la cual fue efectivamente doctísimo; que ora huella a sus plantas las reglas, los preceptos todos de la poética, ora son sus obras el modelo más perfecto de regularidad y de escrupulosa sujeción al arte, nos ha dejado en las que bajo el pseudónimo sobrescrito del Bachiller Francisco de la Torre publicó, las poesías líricas castellanas que más por el patrón de las de Horacio están cortadas. No son por eso serviles imitaciones del poeta latino; que un ingenio tan original como el de Quevedo mal podía incurrir en la torpeza de ser un mero copiante. Hasta en las versiones de Horacio se columbra la independencia de ingenio del intérprete, que con su acostumbrada osadía castellaniza, digámoslo así, su original, y puesto que le atavíe con los mismos arreos que le ornaban, los corta a la española. Permítaseme citar en prueba de esta aserción las primeras estancias de la oda de Horacio sobre la medianía, en sáficos, como la latina.



    Muy más seguro vivirás, Licino,
no te engolfando por los hondos mares,
ni por huirlos encallando en playa
   tu navecilla.

A quien amare dulce medianía
no le congojan viles mendigueces,
ni le dementan con atruendos vanos
   casas reales.

Más hiere el viento los erguidos pinos,
dan mayor vaque las soberbias torres,
en las montañas rayos fulminantes
   dan batería.

Tan arreglados en sus composiciones todas ambos Argensolas, como Quevedo en las que quiso serlo, en sus poesías líricas se descubre casi siempre aquella filosofía que de no pocas de las de Horacio es el alma, mas nunca se encumbran a los sublimes pensamientos que en el cisne del Ofanto son tan frecuentes. El carácter que más resalta en las poesías de los dos hermanos es una razón siempre recta, un gusto acendrado; en todos sus escritos se manifiesta el conocimiento profundo de la lengua, que les mereció que de ellos dijera Cervantes que dos hermanos aragoneses habían venido a dar lecciones de castellano a Castilla; mas no les cupo en suerte tanto estro poético, tanta viveza de imaginación como rectitud de juicio. Ambos abundan en reflexiones morales, consecuencia de su meditativo espíritu; mas Lupercio las funda casi siempre en solos los preceptos de la razón; Bartolomé no pocas veces las entronca con ideas de religión y con máximas sacadas de un orden sobrenatural. Los sonetos son casi siempre composiciones líricas, y los mejores que tenemos son indisputablemente de los dos Argensolas, siendo notable que hasta los eróticos de Lupercio vienen a parar en una máxima moral; tan naturales en su entendimiento eran las reflexiones acerca de las acciones humanas. Citaremos en prueba uno de los mejores suyos, dirigido al sueño, rogándole que no turbe sus amores con espantosas imágenes, y que las reserve para asustar al tirano, representándole el tumulto popular rompiendo las ferradas puertas de su alcázar, o el sobornado siervo ocultando el hierro buido, o para atemorizar al rico avaro figurándole sus riquezas robadas con falsas llaves o con irresistible violencia, mas que deje al Amor sus glorias ciertas.

Lope de Vega es pocas veces comparable en sus odas con los líricos que hemos nombrado, mas en otra especie de poemas líricos, que son nuestros romances, es uno de los que más se aventajan. Estas composiciones no fueron conocidas de los antiguos, por lo cual es fuerza detenernos un poco a determinar su carácter y naturaleza.

Cuando empezó a revestirse de menos irregulares formas el castellano, se llamó román y luego romance, para distinguirle del latín, que puesto que bárbaro y desaliñado era general en las escuelas. Gonzalo Berceo, en su poema del Cid, dice que va a cantar las hazañas de este héroe en román paladino; y romance, como sinónimo de idioma castellano, es voz que ha quedado vinculada en nuestra lengua.

Andando el tiempo, llamaron romances las coplas en que se contaban las fingidas proezas de los primeros caballeros andantes, los amores de Rodrigo y la Cava, los de Ximena, hermana de Alfonso el Casto, y el Conde de Saldaña, los de su hijo Bernardo del Carpio, que en Roncesvalles ahogó entre sus brazos a Roldán cual hizo Hércules con Anteo, las hazañas de los doce Pares de Francia, y hasta las del troyano Héctor, al cual, no sé por qué, le convirtieron los escritores de caballería en un caballero andante tan generoso como valiente, que fue muerto cobarde y alevosamente por el traidor Aquiles. Los romances de Calaínos tantas veces citados por Cervantes son la historia del asesinato cometido por Carloto, indigno hijo de Carlo Magno, con el padre de Calaínos, y la venganza de este atentado.

Acrisolada la lengua en el sextodécimo siglo, pulieron los poetas las informes y toscas producciones de los anteriores siglos, y con nombre de romanceros se publicaron varias colecciones de romances que sólo los asuntos habían tomado de los antiguos. No se ciñeron empero a celebrar aventuras de andantes paladines; unos disfrazaron con traje y nombre de moras a sus damas, y convirtiéndose ellos en zegríes o abencerrajes, pintaron sus amores y celebraron la blandura de sus amadas, o lloraron sus desprecios. Otros explicaron sin rebozo sus amorosas cuitas; éste cantó al son de la pastoril zampoña, aquél vistió traje de gitano explicándose en su picaresca germanía; hubo romances jocosos, y este género los encerró todos desde la elevación de la oda hasta las burlas soeces de juglares. Mas como el romance está destinado a ser cantado, sólo aquellos en que se encuentran las propiedades de la poesía lírica son acreedores a este nombre cuando tratamos de fijar los géneros.

Los que con nombre de Belardo compuso Lope son de los mejores que tenemos. El romance se queda más bajo que la oda, mas nunca desciende al estilo familiar; si no son sus imágenes tan sublimes como en aquélla, si no se remonta el estro del romancero hasta expresar las ideas de Júpiter con palabras que de tan alta deidad no desdigan, siempre sus descripciones son rápidas y animadas, vivos los colores, poético y figurado el estilo, vigorosa la elocución, fuertes los afectos, nobles las comparaciones. La fluidez de la versificación es uno de sus más indispensables requisitos, ora se adopte el asonante, ora el consonante rigoroso. El poema destinado al canto ha de ser un dechado de harmonía poética, o es tan ridículo como las arias de las óperas bufas italianas, de las cómicas francesas, o los versos de nuestras zarzuelas. Lope es el que más que ninguno de nuestros poetas romanceros estas dotes posee; en segundo lugar viene Góngora, cuando no se despeña en los desatinos del estilo culto. De Góngora es un romance sobre la brevedad de la vida, lo falible de la esperanza, la firmeza del mal y lo instable del bien, donde se hallan estos hermosísimos versos:


    El bien es aquella flor
   que la ve nacer el alba,
   al rayo del sol caduca,
   y la sombra no la halla;
el mal la robusta encina
   que vive con la montaña,
   y de siglo en siglo el tiempo
   le peina sus verdes canas.
La vida es el ciervo herido
   que las flechas le dan alas;
   la esperanza el animal
   que en los pies lleva su casa.

D. Nicolás Fernández Moratín en el XVIII siglo cultivó con aplauso la poesía lírica, puesto que ninguna de sus odas sufra el cotejo con las de Herrera ni Rioja. Con más acierto resucitó los romances moriscos, y en algunos de ellos no desmerece de los mejores de los dos anteriores siglos.

Ni en sus odas filosóficas ni en sus odas sagradas ha llegado Meléndez a la sublimidad que constituye el poeta lírico, ni se pueden comparar sus sonetos con los de los Argensolas. Muy más feliz ha sido en sus romances eróticos; el de Rosana en los fuegos respira los afectos de un pecho abrasado del amor más fino. Mas donde este amable poeta más ha descollado ha sido en sus anacreónticas, que en breve examinaremos.

Sin la manía de atestar sus poesías de máximas filosóficas al redopelo las más veces traídas, sin el neologismo de sus afrancesadas locuciones, hubiera sido acaso Cienfuegos un lírico aventajado; que no es posible negarle calor de imaginación, viveza y brío en las pinturas. Mas el prurito de filosofar, la deplorable manía de sustituir voces sin harmonía, periodos sin cadencia a la hermosa rotundidad de nuestro estilo poético, una serie casi didáctica en las ideas, como si el orden poético fuera el de la análisis algébrica, deslucen dotes tan apreciables, y son nuevos estímulos para rebatir los erróneos sistemas que los más claros entendimientos vician y descarrían.

Quintana en sus odas ha evitado los escollos en que se estrelló el ingenio de Cienfuegos, sin que pueda pretenderse inmune de todos los defectos de éste. Uno y otro han cultivado poco nuestro idioma poético, tan noble, tan copioso en Garcilaso, en Herrera, en Rioja, en los Argensolas, y a veces en Lope, en Góngora y Quevedo. Lejos de mí la máxima de tapar con un pomposo follaje la vaciedad de ideas, de recomendar, ni aun de disculpar las nugæ canoræ, que forman el despreciable caudal de tanto mezquino coplero. Mas no basta la elevación y grandeza de los pensamientos, si no corresponde con ellas la elegancia de la elocución, la gala de la versificación, la fluidez y naturalidad del estilo, la facilidad y riqueza del consonante. En esta parte nunca podrá sincerarse Quintana del poco uso que del consonante ha hecho; los poetas modernos no se han de olvidar de que en nuestra versificación, en que se cuentan y no se miden las sílabas, el consonante es casi la única traba material que a los poetas queda, y si de ella se sueltan, privados sus poemas del mérito que en vencer las dificultades se cifra, en nada se diferenciarán de la prosa, y vendremos poco a poco al adefesio de Lamotte, que aconsejaba que se escribieran en prosa las tragedias y las odas.

No sé si el fenómeno de que voy a hablar es debido a causas físicas o morales; lo cierto es que los poetas líricos andaluces se han dejado siempre muy atrás los de las demás provincias de España. Sevillanos fueron Herrera y Rioja, y Sevillano es también Lista, que en sus odas se encumbra hasta igualarlos. Góngora, ingenio portentoso en medio de sus innumerables desaciertos, nació en Córdoba, y el Maestro León tuvo su cuna en Andalucía. Si la posteridad señala entre estos escritores un puesto al autor de la oda A Cristo crucificado, también dirá que el reino de Sevilla fue su patria.

La anacreóntica forma un ramo aparte en la poesía lírica; imaginada y perfeccionada por el alumno de Baco y las Gracias, los Griegos nombraron las composiciones que las del cantor de Teyos imitaban anacreonteia, y todos los pueblos que han tenido la dicha de instruirse en la escuela de la literatura griega le han conservado esta denominación. De nuestros poetas del septimodécimo siglo el que más de cuantos en este género se ejercitaron merece citarse es D. Esteban de Villegas, que en sus Delicias,


    A los veinte limadas,
a los catorce escritas,...

e propuso por dechado las composiciones líricas de Anacreonte. Pero además de que nunca Villegas escribió cosa que con las obras de Rioja, de Herrera, de los Argensolas competir pueda, en sus anacreónticas se hallan todos los defectos que de la corta edad del escritor son de esperar. Sin duda la pintura del pajarillo a quien un fiero rústico ha robado su amado nido, está llena de gracia y afectuosa ternura; son las locuciones tan naturales como poéticas, y el no quiero del rústico, con que se concluye, termina la patética escena con una pincelada maestra; mas con esta preciosa anacreóntica se encuentra en otras un arroyuelo hecho cinta de hielo, la abeja, verdugo de las flores, y otros disparates de la misma especie.

Cadahalso y D. Nicolás Moratín, que en el mismo género se ejercitaron, no podían cometer desaciertos que tan incompatibles eran con su acendrado gusto; mas ninguno de los dos acertó con un género que no era análogo con su talento. De suerte que cuando se presentó Meléndez en la lid, nadie se había llevado aún la palma de la poesía anacreóntica en España.

Convencido este amable poeta de que la servil imitación de tan acabado modelo como el alumno de las Gracias sólo mal formados abortos hubiera producido, se atrevió a seguir otro sendero. Las odas de Anacreonte son casi todas ellas poemas cortos, que como el drama y la epopeya abrazan toda entera una acción, con su prótasis, su enlace y desenlace, al cual llega por sus pasos contados, y este artificio es la fuente del embeleso con que se leen. Picado Cupido por la abeja, se queja a su madre, y ésta le responde con una severa reconvención: ¿quién no ve aquí todos los requisitos de la fábula dramática? ¿Quién no los observa en la visita de Marte al obrador donde forja Amor sus saetas; en el hospedaje que da Anacreonte al hijo de Citerea, que paga éste pasándole el pecho con una de sus flechas?

Otro es el espíritu de las anacreónticas de Meléndez, que no tanto se propone contar acciones y sucesos como pintar y colorir imágenes, no tanto narraciones como descripciones. Bajo este aspecto es sin duda el poeta español muy inferior al de Samos; mas ¿qué autor moderno puede sufrir tan desigual cotejo? En las obras poéticas las descripciones y hasta los afectos deben ir siempre subordinados a la acción; que es impertinente la más brillante pintura, el más patético y sublime trozo, si con naturalidad de la acción no nace. Un poema sobre las estaciones o sobre los meses hubiera sido tenido por los antiguos por un solemne disparate; si pinta Virgilio los estragos de una tempestad, es porque trata de las producciones de la tierra que arrasa, en una obra consagrada a dar preceptos de labranza; empero ningún poeta antiguo pinta sólo por pintar. Las anacreónticas de Meléndez no son a la verdad meramente descriptivas, pero el género que en ellas domina es el descriptivo. Con ánimo sereno y contento con su suerte, rodeado el poeta de dichosos zagales y zagalas alegres, se abandona, cabe su amada, a las suaves impresiones que excitan en su pecho las escenas de una naturaleza amena, y canta sus muelles y deliciosas sensaciones. No es aquí el hórrido clima, los empinados y tremendos montes de la Caledonia, no la temida majestad de los iviernos de Septentrión, no los ardientes bochornos de los arenosos llanos de la Lybia; mas sí los suaves calores de la Iberia, sus templados iviernos, sus floridas primaveras, los ricos oteros que el Tormes coronan, los valles por el manso y sosegado Zurguen regados:


    Ver ubi longum, tepidasque pæebet
Iupitter brumas.

Las anacreónticas de Meléndez nos arrebatan a estos campos amados de los Dioses, que tan muellemente ha sabido describir. Si no excitan ni tiernos afectos, ni violentas agitaciones, si no hacen brotar en el alma grandes y profundas ideas, cede el lector a una dulce molicie más irresistible cuanto más halagüeña, parecida a los deleites de la isla de Chypre que describe Fenelón, que por eso mismo que no movían a violentas pasiones, más invencible era su eficacia en los pechos de los mortales.

La elegía es también un ramo de la poesía lírica; mas el petrarquismo endémico de nuestros poetas de los dos siglos clásicos las ha privado de todo afecto verdaderamente patético, ni los de nuestros últimos tiempos, puesto que inmunes de este vicio, han compuesto elegías dignas de ser citadas.

Con algún más fruto cultivaron nuestros poetas el género satírico, puesto que aun en esta parte se han quedado muy atrás de los antiguos, y que entre los modernos les han sacado los Franceses grandes ventajas. Las sátiras de los dos Argensolas más son censuras morales y filosóficas reflexiones acerca de los vicios, que invectivas que atemoricen al vicioso, como las de Juvenal, o donaires tan picantes como chistosos que le ridiculicen, aumentando la aversión que se merece, como las de Horacio. La epístola satírica de Rioja combate con fuerza la loca solicitud de los que pasan la vida pretendiendo cargos, y humillándose ante los palaciegos; pero más bien es un elogio de la vida exenta de ambición y codicia que la expresión de un enérgico encono contra los ambiciosos. Los únicos contra quien se irrita el virtuoso y filósofo poeta son los frailes hipócritas, que, encenagados en los vicios más torpes, predican la virtud en las plazas y sitios públicos.


    No quiera Dios que imite a los varones
   que gritan en las plazas macilentos,
   de la virtud infames histrïones;
esos inmundos trágicos y atentos
   al aplauso vulgar, cuyas entrañas
   son infectos y oscuros monumentos.
¡Qué plácida resuena en las montañas
   el aura, respirando blandamente!
   ¡Qué gárrula y sonante por las cañas!

La sátira del Matrimonio de Quevedo está, como todas las producciones de este agigantado ingenio, llena de numen, mas también es una de aquellas en que más se desentendió de toda regla, más se abandonó a enormes desarreglos. En la pintura que de los desórdenes de Mesalina hace, acaso no anduvo lejos de la valentía de Juvenal; mas otros trozos de esta sátira son imágenes tan obscenas, con tan indecentes términos figuradas, que con el cinismo de Diógenes pueden apostarse. La que dirigió al Conde-Duque no adolece de ninguno de estos vicios, mas le falta viveza y energía.

El pseudónimo Jorge Pitillas a principios del decimoctavo siglo se burló con donaire y arte de los malos autores de su tiempo, y acaso es su sátira la mejor de las que en España se han hecho, o si alguna con ellas se iguala, es la que de Forner premió la Academia Española. Este último autor, que como Huerta compuso primero poesías escritas con tino, y como aquél se entregó luego a los más extravagantes dislates, acreditó en esta composición vena satírica, ingenio y pulso, no menos que desbarro en sus Discursos filosóficos.

Dos clases hay de poemas filosóficos; los primeros que con más propiedad se llaman didascálicos, y son aquellos en que se dan preceptos de un arte o ciencia, como las Geórgicas de Virgilio, el de la Naturaleza de Lucrecio, y el de la Agricultura de Arato. De esta especie es el de Pablo de Céspedes sobre la Pintura, del cual por desgracia solamente pocos fragmentos nos han quedado, y el de la Música de Iriarte. Lo poco que del primero poseemos será materia de eterno desconsuelo por lo que de él hemos perdido; el episodio en que con el motivo de la tinta introduce el elogio de los escritores que han ilustrado el linaje humano, de los grandes poetas, y especialmente de Virgilio, nada tiene que envidiar al más perfecto de cuantos en las Geórgicas de éste leemos.

No menos exacto, no menos arreglado Iriarte en su poema de la Música que en los demás escritos, tampoco se encumbra más alto. Una elegante medianía, una castigada uniformidad, una facilidad sin fluidez son casi siempre los atributos de este apreciable autor.

Los otros poemas filosóficos son aquellos en que como en los discursos sobre el hombre de Pope, y Voltaire, o los del orden de los seres de Meléndez y los sermones morales de Quevedo, se propone el poeta inculcar algunas verdades prácticas, o especulativas, ornándolas con todos los arreos de la poesía. Las locuciones de Quevedo son siempre poéticas, valientes y felices, empero muy ceñido el coto de sus ideas, casi siempre sabidas éstas, y tan original autor apenas tiene una suya propia en sus poemas filosóficos.

Meléndez trata sujetos más altos y variados; ora representa ensañados los volcanes vomitando caudalosos ríos de abrasadoras llamas que con temeroso estrépito se llevan en pavesas las densas selvas, las ricas mieses, las vastas y populosas ciudades, y amenazan el trastorno del orbe terrestre; ora la harmonía de los planetas que en sus concertados movimientos en torno de un centro común de gravedad a las invariables leyes de la atracción se sujetan. Este poeta no era geómetra, ni por consecuencia buen físico; mas (digámoslo con la venia de los matemáticos que componen versos) la profunda inteligencia de las ciencias físico-matemáticas poco vale para los poemas en que se describen los fenómenos de la naturaleza. Esta aserción parecerá acaso una paradoja, y si por tal la tuviera, eso menos me empeñaría en sustentarla, que habiendo, como el enano de Saturno de Micromegas, hecho muchos cálculos largos y muchos versos cortos, mi interés me induciría a llevar la opinión contraria; mas fundo mi dictamen en razones que me parecen inconcusas, y que voy a deducir.

No son los argumentos y los cálculos el alma de la poesía, mas sí las descripciones y las imágenes; ni es su blanco la verdad matemática o física por donde se descubren y apuran los escondidos muelles de la naturaleza, sino la verdad ideal que todos los fenómenos los eslabona con una idea primordial, arbitraria unas veces, y otras manifiestamente falsa. Así, por ejemplo, la tierra girando en torno de su eje produce la sucesión de los días y las noches, y empieza el crepúsculo así que el punto iluminado de la esfera terrestre se encuentra diez y ocho grados sexagesimales debajo del horizonte, pendiendo su duración de la mayor o menor oblicuidad del globo, etc... ¡Qué floridas ideas para hermosear los cantos de un alumno de las musas! Poeta, deja a los geómetras y a los astrónomos tan abstrusas verdades; píntame la Aurora colorando con su luz suave el universo, vertiendo llantos por la muerte de su caro hijo; muéstrame las flores que con ansia en tan preciosas lágrimas se empapan; enséñamela descogido el rubio cabello, y abriendo con sus róseas manos las puertas del palacio del Sol; preséntame a Febo que refulgente en su lucido carro se asienta, parecido al esposo que de su lecho nupcial sale, y cual un gigante terrible corre acelerado a la meta; que de las ondas orientales vaya a sumirse en las olas de occidente, y a descansar en brazos de Anfitrite de su inmensa carrera.

¿Por qué es tan propicia a la poesía la mitología griega? ¿Acaso porque, como sin fundamento ninguno lo han soñado algunos autores, bajo misteriosas figuras escondía la explicación de los fenómenos naturales? ¿En qué pruebas se funda esta aserción; ni qué física podían saber los que en tiempos anteriores a Hesiodo y Homero vivieron? ¿Cómo podían concertarse con la verdad sus ideas? Empero las fábulas religiosas de los Griegos poblaban de seres siempre activos y muchas veces agitados de pasiones el universo; seres que, si por lo común se escondían de la vista de los humanos, se les aparecían cuando querían; que, dotados de poder superior al nuestro, tenían nuestras virtudes y nuestros vicios, y con más fuerzas cometían mayores desaciertos. Por eso sus aventuras nos mueven por la parte humana que en ellas había, y nos pasman y asustan por la divina.

Acaso en prueba de que es indispensable el conocimiento de la verdadera física para tratar en hermosos versos de materias científicas, me dirán que Lucrecio, tan perfecto cuando en el exordio de su poema invoca a la madre de los Amores; tan sublime cuando las vanas fantasías de la superstición o los pánicos terrores de la muerte fulmina; tan terrible cuando pinta los estragos de la peste que asoló la Ática, es tan uniforme como prosaico cuando conforme a la ridícula física de Epicuro explica los fenómenos de óptica y astronomía. Mas si los versos en que desenvuelve Lucrecio las ideas físicas de los epicúreos son tan poco poéticos, no consiste en que sean éstos disparatados, sino en que estas materias pertenecen exclusivamente al dominio de la geometría, y nada tiene que ver con ellas la imaginación. Tan absurda cosa es probarse a versificar los descubrimientos de Newton sobre el sistema planetario, como los que hizo sobre el cálculo de fluxiones. Diranme que estrecho el campo de la poesía, como si no fuera muy más lato el de la ficción que el de la realidad; como si los hombres, que son de escarcha para la verdad y de fuego para las mentiras, carecieran nunca de objetos que los animasen y que los inflamasen. ¡Ah, pluguiera al cielo que sólo con el método y rigor geométrico habláramos de las verdades físicas y morales, que así atribuiríamos al dominio de la poesía todo cuanto enardece la imaginación, y nos convenceríamos acaso de que las ideas que más nos acaloran no son más ciertas que las ficciones mitológicas de los antiguos poetas griegos!

Volvamos a Meléndez y a sus poesías filosóficas. Aunque muy superiores sus descripciones de los grandes fenómenos de la naturaleza a las de los poetas españoles de los pasados siglos, los cuales, a decir verdad, nunca cultivaron este género, no son nunca comparables con las de Thomson y Saint-Lambert, ni sus reflexiones con las de Pope y Voltaire. Con dificultad se podía encumbrar a la alteza que se requiere para delinear las vastas, o tremendas, o sublimes escenas que el espectáculo de la naturaleza presenta, el amable autor del sueño de la pastora del Zurguen; y más de cuatro veces hubo de decirle Apolo:


    Pastorem, Tytire, pingues
pascere oportet oves, diductum dicere carmen.

Con esto se añade que ya entonces había empezado a viciar su estilo con las locuciones afrancesadas que el primero introdujo en nuestra poesía, desterrando el poético, osado y harmonioso idioma de Herrera, de Rioja y los Argensolas; defecto capital, que en sus imitadores ha llegado al último ápice, y que si por la oposición de los hombres de gusto fino no hubiera sido, hubiera dado al traste con la hermosa lengua castellana.

Entre los poemas filosóficos pueden colocarse las epístolas, en que casi todos nuestros poetas se han ejercitado. Los que más han sobresalido son indisputablemente los dos Argensolas, puesto que se han quedado muy atrás de Horacio, y que ni aun con Boileau son comparables. La epístola dirigida al célebre geómetra Lanz por un poeta moderno es de una nueva especie en este género; mas no estando aún impresa, no sabemos cómo pensará acerca de ella el público.

El autor de esta epístola, Meléndez y Quintana, puesto que el primero haya seguido en sus poesías principios muy distintos de los dos últimos, coinciden en que el blanco principal de sus versos ha sido desterrar las preocupaciones funestas, propagar las verdades útiles, y contribuir al triunfo de la razón y la libertad civil y religiosa. Despojadas las composiciones poéticas de Quintana, como las de M...1, de cuantos arreos a la elocución y a la versificación deben, nunca desmerecerán la atención del filósofo, y en cualquier idioma que se viertan conservarán las altas y generosas ideas que a los hombres acostumbrados a profundas meditaciones embelesan... De estos dos autores, el uno está prófugo de su patria, el otro gime aherrojado en un calabozo. Un día la posteridad alzará un monumento a la memoria de uno y otro, y condenará a ignominia perdurable la de sus perversos cuanto estúpidos opresores.

Hasta Iriarte y Samaniego ninguno de los poetas españoles se había ejercitado en la fábula, puesto que las que el primero intituló literarias más son preceptos de sana literatura, o críticas de escritores so color de fábulas, que poemas semejantes a los que con este título Fedro, Lafontaine y Gay escribieron. Todavía es cierto que en ninguna de las demás obras de este poeta hay tanta poesía como en ésta. La excelente crítica de Iriarte, su fino gusto, una amenidad de estilo que en él se maridaba con cierta mordacidad exenta de malevolencia, un conocimiento profundo de las letras humanas y del idioma castellano, han dado a sus fábulas aquella originalidad que coloca a un escritor entre los clásicos, y que en todas las otras poesías suyas en balde se busca.

Samaniego se arrimó mucho más al género de Fedro y Lafontaine, y, si no igualó al último, se dejó muy atrás al primero. Sin manejar con la maestría del poeta francés todos los estilos, sin que haya en sus fábulas aquella inefable gracia, aquel natural donaire, aquel colorido y aquella verdad que dieron motivo a comparar a Lafontaine con un fábulo que daba fábulas como un avellano produce avellanas, no reina en sus composiciones la uniformidad que en las del liberto de Augusto, que con su continua elegancia y su castiza elocución no deja de aburrir al lector. Fedro es poco dramático; sus interlocutores todos hablan de un mismo modo; Samaniego varía los estilos según difieren los caracteres de cada uno, siguiendo las huellas de Lafontaine, puesto que a pasos muy más cortos. De éste se puede decir lo que de los dioses de Homero, que cuanto los ojos humanos alcanzan en un espacioso y despejado horizonte, tanto se dejan atrás de un solo paso los inmortales; mas si no puede competir Samaniego con el gran maestro, ninguno de cuantos se han probado en este género en España sufre cotejo con él. Ni dudaría yo en darle la palma, si otros émulos que el inglés Gay o el alemán Gellert no tuviese.

Réstannos las poesías sueltas, entre las cuales pondremos las jocosas. Ya hemos dicho que los más de nuestros autores pecaban en truhanes cuando querían ser chistosos, deduciendo de nuestra situación política algunas de las causas de este efecto. La principal razón de él es la forma de nuestro gobierno; el despotismo, que es su esencia, no admite aquellas chanzas finas, aquellos donaires que excitan una ligera y blanda sonrisa. Penden éstos las más veces de alusiones que por entre un semitransparente velo se columbran, y que eso más contento dejan al lector que, adivinando el enigma que encierran, acredita su propia sagacidad. Ningún pueblo presenta dechados tan perfectos de esta especie de chistes como los que viven regidos por una monarquía contrapesada con ciertas leyes y usos que no puede violar el monarca a su antojo, y en que cuerpos independientes le oponen insuperables estorbos cuando pretende salvar ciertas vallas. En España ningún cuerpo hay que pueda tener a raya al déspota, como el clero no sea; y éste, en vez de contribuir jamás a mantener los fueros de la nación, se pone siempre de parte del soberano, a menos que pretenda éste cercenar sus riquezas o disminuir su influjo. Quien hubiera querido decir pullas con solapa de las más remotas alusiones acerca de la superstición, pensando tirar la piedra y esconder la mano, infaliblemente hubiera pagado tamaño atrevimiento en las hogueras de la Inquisición. Al ejemplo de este sangriento tribunal se ha conformado de tres siglos acá el Gobierno, y las burlas más inocentes han bastado a veces para causar la ruina de familias enteras. Los pueblos libres se explican con sumo vigor acerca de los que reputan por enemigos suyos; sus burlas son acerbas befas y escarnios infamantes; ese es el humour de los Ingleses, y las chanzas que de Catón, de Labieno y otros Romanos de aquel tiempo nos han quedado. Las naciones esclavas ni a quejarse son osadas, y el susto que la idea de sus opresores en ellas infunde no les deja libertad para ridiculizarlos, ni aun envolviéndose en densas tinieblas, porque siempre temen que la perspicacia de la tiranía atine en ellas con sus víctimas. En las monarquías donde no se ha soltado de todos sus frenos el soberano; donde suele a veces la opinión corregir la arbitrariedad; donde, si es frecuente la violación de los derechos individuales, y comunes los agravios, no se vedan totalmente las reclamaciones y las quejas; donde descargan muchas veces el azote en el inocente, mas no le ponen una mordaza para estorbar sus gritos; en semejantes gobiernos, que llaman monarquías moderadas, fundándose sin duda en las propiedades que nombra Tácito regias, florece este chiste donoso. Empero la España desde el reinado de los Reyes Católicos, y más especialmente desde Carlos V, ha sido una monarquía tan absoluta como la de los sucesores de los Califas, ni por sus prendas personales han sacado muchas ventajas nuestros monarcas a los Mustafaes y Selines. Tan apocados ha tenido el miedo los ánimos, que el portentoso ingenio de Quevedo, poniéndose de intento a escribir donaires, ha figurado las bodas de la berza con el repollo:


    Don Repollo y doña Berza,
de una sangre y de una casta,
sino caballeros rancios,
verdes fidalgos de España.

A tamañas insulseces ha tenido que abajarse el numen de nuestros más ingeniosos escritores cuando se han esforzado a decir chanzas.

Pasemos a aquellos escritos en prosa de que aún no hemos hablado. Los diálogos filosóficos, ora alegóricos en que se introducen fantásticos personajes, como en el Criticón de Gracián, en la Visita de los chistes de Quevedo; ora sujetos reales como en Los nombres de Cristo del Maestro León, son los que primero examinaremos.

De los diálogos unos son jocosos, como los más de los de Quevedo; éstos adolecen de los vicios que hemos señalado como inherentes a las obras chistosas de nuestros autores. A los diálogos de esta especie en tanto les asiste un mérito real, en cuanto llevan por blanco desterrar acreditados errores, o hacer palpables verdades útiles que mira el vulgo como mentiras. El más perfecto modelo de estas composiciones son los diálogos de Luciano; en ningún escrito aparece la superstición más risible, más extravagante la mentira; su Menipo se encumbra tan alto, y abaja en tal manera a Júpiter, que no es posible que un lector racional no saque de esta lectura el desprecio más desdeñoso a los sueños de la superstición. Si en El sueño de las calaveras, o en La visita de los chistes se hubiera probado Quevedo a escarnecer los errores y patrañas del papismo, no hubiera habido bastante leña en los montes de Sierra-Morena para reducirle en pavesas. Los dogmas de las religiones falsas son de todas las paparruchas las más ridículas, y una vena festiva encuentra en ellas una mina inagotable de risa cuando a ridiculizarlas se pone. El papismo, si es por una parte la más funesta de todas cuantas doctrinas ha abrazado el linaje humano, por otra es la más desatinada, la más inconsistente, y la que más a risa mueve. Precisados nuestros autores a respetar doctrinas tan despreciables, a venerar lo que hubieran debido escarnecer, a tributar adoración a cosas que son blanco de perpetua mofa para cuantos entendimientos no están ilusos, el más copioso manantial de chanzas finas cuanto chistosas estaba para ellos vedado, y mal se podían probar a imitar, no ya a Luciano, mas ni a Erasmo siquiera. ¿A quién ve Quevedo en su visita a los infiernos? No a los tiranos que han esclavizado los pueblos, no a los clérigos que con sus imposturas los han engañado, no a los frailes que a la filosofía del primitivo Cristianismo han sustituido los antisociales dogmas de la curia romana, y sus propias socaliñas, mas sí a poetas que han abusado del consonante, y que, habiendo puesto en un soneto escudos, habían hecho que siete maridos con mujeres honradas fueran cornudos. Tan mezquinos sujetos poco pueden interesar a los lectores.

Lástima es que la materia de Los nombres de Cristo sea en sí de tan poca importancia; que es innegable que cuanto puede el ingenio dar realce a las cosas que nada valen, tanto ha dado a su asunto el Maestro León. Mas si el platonismo convertido en religión dogmática es una inexhausta vena de sublimidad para el poeta, para el dialéctico lo es de contradicciones y sofismas, por la perpetua discordancia entre la inmensa elevación y magnitud del edificio y lo ruinoso y aéreo de sus cimientos. Es el platonismo una magnífica fantasmagoría; la imaginación cierra primero todos los portillos a la luz de la razón, y figura luego las más grandiosas, las más tremendas, o las más deliciosas escenas; mas si un rayo de luz disipa la oscuridad, al punto se deshace el encanto. El Maestro León, precisado por la naturaleza de su obra en muchas partes a ventilar los fundamentos en que estriba esta doctrina, descubre su ninguna solidez. Verdad es que no es posible pintar con más vigor y elevación los más altos misterios del Cristianismo, y es tal la fuerza de convencimiento del autor y su estático rapto, que sus argumentos nunca concluyentes siempre son persuasivos, y, si no satisfacen el entendimiento, arrastran la voluntad.

En la forma de sus diálogos siguió este gran escritor a Cicerón; quiero decir que sus interlocutores no se preguntan y responden, antes disertan sucesivamente y asientan sus doctrinas. Este modo de tratar las materias filosóficas deja más campo a la elocuencia, y en el género serio me parece en todo preferible al método socrático, el cual más veces es fuente de paralogismos que medio adecuado para indagar la verdad.

Las disertaciones filosóficas son por consiguiente las que más analogía con esta especie de diálogos tienen. Las que consagró Feijoo a rebatir vulgares preocupaciones, son muchas veces notables por una dialéctica concluyente, por lo bien hilado de los argumentos, y la lucida colocación de las pruebas, que unas a otras se ilustran. Puesto que los errores que rebate son por lo común tan extravagantes que con el mero gusto de una mediana razón sobra para desprenderse de ellos; que no pocas veces sustituye mentiras a mentiras; que nunca asienta aquellas verdades fecundas en corolarios que las tinieblas del ánimo disipan; finalmente que tributa acatamiento a cuanto embuste la Inquisición y el despotismo abroquelan con su férreo impenetrable escudo, todavía fue no poco provechoso el Teatro crítico de este autor, no tanto por las patrañas que desterró, como porque dio documento y ejemplo de examen de proposiciones inculcadas en los ánimos por la autoridad, sin estar arraigadas en el convencimiento. La perpetua seriedad de estilo de Feijoo, siempre puro, siempre correcto, las más veces noble, toca a veces en uniformidad, y engendra fastidio. Errores hay tan ridículos que no merecen un acometimiento serio, y que las veras parecen demás para rebatirlos. Mas no perdamos de vista las profundas tinieblas que envolvían la España cuando escribió Feijoo, y confesaremos que es su obra modelo del modo como han de refutarse las mentiras universalmente admitidas.

De las obras ascéticas, las unas dan preceptos de vida devota, y otras enseñan a elevar la mente a Dios por la oración. Las últimas de nuestros autores son por lo común mezquinas y risibles, como no sean las que, como materia de meditaciones, el Maestro Fray Luis de Granada y Palafox nos han dejado. Aquí la religión se reviste de toda su venerable y tremenda majestad, porque no se deslindan los fundamentos de sus dogmas, mas se profundizan las consecuencias que de la verdad de ellos resultan. La muerte considerada como el umbral de la vida perdurable; el alma citada a juicio ante su Criador, que de sus más ignoradas acciones, de sus pensamientos más recónditos, de sus más fugaces deseos le pide estrecha cuenta; los ojos de Aquel para quien son más claras las tinieblas del caos que los lucientes rayos del sol, escudriñando los senos de nuestro corazón; el cielo y los infiernos atentos al tremendo fallo; el mar sin fondo ni orillas de amargura perpetua volviendo por toda la eternidad en sus sonantes remolinos al precito, la gloria del justo para siempre a la fuente de felicidad, de luz y de verdad reunido; los mundos aniquilados, el voraz tiempo sumido en los abismos de la eternidad; el hombre resucitado sobre la tumba de los seres para recibir el premio o la pena que sus obras han merecido; estas son las altas ideas de las meditaciones religiosas del cristiano, que con fuerza digna de su alteza ofrecen las meditaciones de Fray Luis de Granada. La harmonía de estilo, la pureza de elocución, todas cuantas prendas constituyen un buen escritor se reúnen en sus escritos, utilísimos para el que en ellos tome lecciones de elocuencia, no menos funestos para los espíritus melancólicos, ilusos y preocupados, en quien no pocas veces su continua lectura ha engendrado la demencia.

Las reglas de la vía purgativa, principio de la vida contemplativa hasta las de la vía unitiva, término de ella, forman tal cáfila de desatinos y extravagancias cual apenas se pudiera aguardar de la locura humana, y estas disparatadas paparruchas componen lo que llaman los doctores papistas teología mística. Muchos de los que van por esta senda, que es de todas la más segura y perfecta, son favorecidos con visiones de cosas celestiales, no menos bien compaginadas que cuantas vio D. Quijote en la cueva de Montesinos. El Padre Villacastín y Fray Luis de Granada con otros muchos nos han dejado los preceptos de devoción tan acendrada, y Santa Teresa corroboró sus máximas con su ejemplo. Las cartas de esta Santa, que en muchos parajes son pauta del estilo epistolar, deslucidas con tanto adefesio, excitan la indignación y el desprecio en un trozo que sigue a otro que se ha leído con mucho gusto.

De nuestros sermones poco tenemos que decir: las misiones son títeres espirituales, y por lo general nuestros predicadores ni la más leve idea tienen de la elocuencia del púlpito.

Tal es el estado de nuestra literatura, tal la cultura del espíritu humano en España. Este Discurso es la respuesta corroborada con hechos a la cuestión, si las buenas letras pueden prosperar en los gobiernos despóticos. Contémplese el estado literario de nuestra nación, cotéjese con el político, y está el problema resuelto.

4 de Mayo de 1819.








ArribaAbajoExordio a las Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia


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Sobre el plan de estas Lecciones de Filosofía Moral y Elocuencia


Menester es que confesemos que las más de las recopilaciones de trozos selectos que de los autores castellanos de más nota hasta ahora se han hecho, antes que metódicas colecciones merecen el dictado de centones de fárrago y broza, en que el oro y las margaritas están enterrados. Sin duda la causa de este mal es la falta de tino, la carencia de acendrado gusto de los recopiladores, no menos que estos mismos achaques, de que casi todos nuestros mejores autores adolecen. No fueron solos Góngora y Jáuregui, Calderón y Lope, los escritores españoles que con un eminente ingenio juntaron el más depravado gusto; mácula casi universal es ésta en nuestra literatura; ni Solís ni el propio Cervantes se eximieron de ella. Requiérese, por tanto, mucho pulso en la elección de los trozos que como dechados se presentan; que si bien no todos han de estar totalmente inmunes de yerros, han de ser éstos tales que los que en las nuevas colecciones quisieren beber saludables y limpias y dulces aguas, no hallen ponzoñosos charcos, con hediondo azufre y sales mortíferas inficionados. ¡Cuán fácil cosa fuera en la colección de poesías, con nombre de Parnaso español, publicada por Sedano, en la de Escritores en prosa de Capmany, en la más moderna de Poesías selectas por Quintana, hallar repetidas pruebas de este vicio capital! ¿Qué es ver en la colección de poetas de don Ramón Fernández, junto con los Argensolas, Herrera, Rioja, y el Maestro León, un Diego Mejía colocado entre nuestros poetas clásicos, sin duda como Saúl entre los Profetas? A nuestros lectores toca fallar si a esta nuestra puede achacarse el mismo yerro; nosotros lo que aquí pretendemos, es decir por qué principios nos hemos guiado.

En el prospecto dijimos qué causas nos habían movido a seguir en estas Lecciones el orden de materias, más antes que poner de seguida todo cuanto de un mismo autor copiamos, y fuera inútil tarea repetir razones que nos parecen inconcusas. Hemos, pues, formado un número de capítulos, a que hemos reducido las materias todas: hemos así evitado la confusión que de una división en más crecido número hubiera resultado, y los capítulos son los que bastan a desvanecer la oscuridad, sin originar la confusión. Hemos puesto largos trozos, en cuanto nos ha sido dable; más cortos nada enseñan, y engendran aburrimiento y hastío. Eso más es necesario que sean más largos los trozos de los escritores que citamos, que son éstos más castigados y elegantes; que ¿a quién se esconde que los primores de la sana elocuencia en la perfecta harmonía y unidad de las partes se cifran, y que entonces resplandecen, cuando tiene el todo la conveniente magnitud? Hermosísima por sí sola es sin duda la pintura de la blanda paz de la naturaleza en una serena y sosegada noche del cuarto libro de la Eneida; empero lo que más realce le da es la natural oposición del descanso de todo lo criado con las tormentas que el pecho de la desventurada Dido furiosamente embaten. La belleza literaria no menos que la física se aviene mal con la suma pequeñez, y si no están las Gracias enteramente reñidas con lo diminuto, nunca la verdadera beldad puede figurarse enana. Fuera de que no es nuestro intento presentar máximas, reflexiones, o imágenes hermosas, que en tal caso algunas hubiéramos encontrado al espacio de uno o pocos renglones ceñidas, mas sí descripciones, pinturas, razonamientos que requieren un conjunto de partes artificiosamente distribuidas.

No hemos hacinado los escritores, porque, como ya dijimos, no es esta obra aborto de una impertinente indigesta erudición, antes parto de una acendrada crítica. Quevedo, Lope, Feijoo, Hurtado de Mendoza, Mariana, Solís, el Maestro León, Cervantes, son casi los únicos escritores en prosa que nos han dado los trozos que insertamos; si los autores de nuestro tiempo no han tenido parte en ella, excusado es que digamos el porqué, ni creemos que a ninguno de nuestros lectores se le esconda.

Extrañarase acaso que tan poco sea lo que de Fray Luis de Granada copiamos. Nadie más que nosotros está persuadido del soberano mérito de este escritor; ni nos hemos movido por razones literarias a excluir de él mil y mil elocuentes razonamientos y acabadas pinturas. Mas no nos hemos olvidado de que no son éstas meramente Lecciones de literatura, que también lo son de moral, y esto nos ha retraído de acotar más los escritos de tan bien cortada pluma. Es la materia de casi todos ellos la religión, y acerca de los dogmas y moral religiosa nos hemos conducido por los principios que voy a manifestar.

Compónense todas las religiones positivas de asertos de tres especies distintas. Son los unos verdades inconcusas, cuales por ejemplo la brevedad de la vida humana, lo deleznable de nuestros contentos, la inmensidad de la naturaleza, lo inacabable del tiempo, los embelesos y utilidades de la virtud, la fealdad y estragos del vicio. Los segundos son más o menos verisímiles, sin que ninguno pueda evidenciarse; en esta división se colocan la existencia de una o muchas naturalezas increadas, distintas de la materia, y señoras de ella; la multiplicidad de sustancias en el ser humano; la incorruptibilidad de unas, cuando se corrompen las otras; proposiciones todas que sujeta la sana filosofía al cálculo de probabilidades, graduando el asenso que se merecen por la suma de las que en su abono presentan. Son las terceras aquellas cuya falsedad es demostrable; cuales son las que atribuyen a las acciones humanas un mérito o demérito independiente de su moralidad natural, ora mandando un culto externo y exclusivo, ora vedando lo que no defiende la razón, suponiendo siempre que ha podido y querido comunicarse la Divinidad a los mortales por otro conducto que el de la razón humana. Los que llaman dogmas revelados son todos de esta última especie, sin que pueda existir uno cuya falsedad à priori no se demuestre.

Y como sea la verdad único estable cimiento de la sana moral, claro es que cuanto en mentiras se apoye, no es dable que pueda mirarse como reglas éticas de la vida humana. No es mi ánimo establecer que este o aquel sistema religioso sea incompatible con la más escrupulosa conducta y las costumbres más irreprensibles; lo que sí sustento, es que moral fundada en una religión positiva no es la moral de la naturaleza, y por tanto no es la sana moral. Avénganse cuanto quieran los preceptos religiosos con los morales, mas no aspiren a ser su sustentáculo y norma, que en tal caso sólo veo desorden, confusión y ruina. Pues cabalmente esto es lo único que en todos sus voluminosos y elocuentes escritos ha hecho Fray Luis de Granada. ¿Y cuáles han sido las resultas? Arredrar a los hombres del trato con los humanos, incitándolos a perpetua oración, esto es a continuas conferencias con imaginarios y fantásticos seres; raros y nunca vistos coloquios en que pregunta la locura y responde la necedad. Lejos de pretensos moralistas de este jaez las exhortaciones a las altas y varoniles virtudes, que al linaje humano tanto encumbran y enaltecen: ¿que cómo se sacrificará por esta patria terrenal y perecedera el que no tiene otra patria que la Jerusalén celestial, no otros conciudadanos que los monjes de la Tebaida, los mártires de Alejandría? ¿Cómo se prendará de los embelesos de la libertad civil y política el que a ninguna otra libertad aspira que a la de la divina Gracia, avasallando la parte irascible y concupiscible de su naturaleza? ¿A cuál dará la palma, a la incontrastable resignación del esclavo Epicteto y a la igualdad de ánimo del emperador Marco Aurelio, o a las desatinadas mortificaciones del ermitaño Hilarión, y los deliquios místicos del fundador de frailes Francisco de Asís? ¿No llama el propio Fray Luis de Granada ximios de virtudes a cuantos dechados de vida humana la antigua Grecia y Roma nos dejaron como inestimables mandas, a Sócrates y Foción, y Timoleón, y ambos Cipiones, y ambos Brutos, y ambos Catones? ¿Qué importa al varón espiritual que modere Trasíbulo la república, o que la aherrojen y ensangrienten los treinta tiranos, si los únicos tiranos que él ha de combatir son los enemigos del alma, sus únicas prisiones temibles las mazmorras cuyas puertas de diamante tiene eternamente cerradas el Príncipe de las tinieblas?

Y si esto es así, como lo es, ¿era conveniente atestar de tan perniciosas y soñadas máximas una obra destinada no menos a presentar modelos de elocuencia, que dechados de verdaderas virtudes? El tiempo, dice Tulio, que acaba con las ficciones de la opinión, fortalece las máximas de la naturaleza. Salgan nuestros lectores más justos, más tolerantes y mejores de la escuela de estas Lecciones, aficiónense con ella a la libertad, a la razón, a las leyes iguales y justas, y saldrán ciertamente más instruidos en la oratoria, la cual no es otra que el arte de hablar bien, junto con la práctica de bien obrar.

En las poesías hemos admitido no pocos trozos de las que llaman sagradas, sin creer por eso que de nuestros principios nos apartábamos. Una verdad hay filosófica, y otra poética; preside aquélla a los escritos en prosa, ésta es lo que los escolásticos llamaban forma esencial del poema. Nadie acude a los poemas por averiguar qué ha de creer, ni menos qué creía el poeta; que cierto ni estaba Virgilio persuadido de la verdad del vaticinio de Celeno, ni Horacio de la aparición de Baco, ni de ninguna de sus transfiguraciones Ovidio. Desatino fuera colegir de la oda a Cristo crucificado del autor de este artículo, la cual en nuestras poesías insertamos, que estuviese persuadido de las opiniones de los teólogos cristícolas acerca de la redención del linaje humano; la verdad poética está satisfecha cuando no desdicen punto las ideas del poema de las que establece el sistema de filosofía o religión en que va fundado. Tan arregladas están con la mitología gentílica las odas de Horacio a Venus, Mercurio y Baco, como conforme con los dogmas de la teología cristiana la oda a Cristo crucificado. ¿Pues en qué se diferencian verdades de naturaleza tan diversa? En esto:

La verdad filosófica es la exacta conformidad de una proposición con la existencia real del objeto, ora físico, ora moral, ora intelectual. El sistema de Newton es verdadero porque realmente se ejerce, como él lo dijo, la atracción en razón inversa del cuadrado de las distancias. Tucídides, Polibio, Hurtado de Mendoza son historiadores verídicos, porque, como ellos cuentan los acontecimientos, así sucedieron; y Locke ha escrito verdades en su Ensayo sobre el entendimiento, porque efectivamente proceden nuestras ideas y raciocinios del modo que lo observó este profundo ideólogo. Mas la verdad de los poemas de Homero, de Virgilio y de Ariosto no se cifra en que saliera Tetis de la mar a consolar a Aquiles, en que hiriera Diomedes a Venus y a Marte; no en que Minerva enviara dos sierpes a despedazar a Laocoonte con sus hijos; ni menos en que montado Astolfo en su hipógrifo trajera del orbe de la Luna el perdido juicio de Orlando. Empero estos tres admirables poemas casi nunca se apartan de la verdad poética, porque en las costumbres las pintan tales cuales en la realidad eran en el tiempo que sus héroes vivían; porque las fábulas que imaginan no se apartan en los dos primeros de la índole de la mitología griega, ni en el último de la creencia de las hadas y magos que a Europa trajeron los bárbaros del Setentrión que de ella se apoderaron, y que, amalgamada con la teología cristiana, estaba universalmente admitida en Italia y Francia cuando imperaba Carlo Magno; en fin, porque los actores de la Iliada y la Odysea, como los del Orlando Furioso, jamás se olvidan de su carácter, el cual en las dos primeras es conforme al que les señalaban las tradiciones populares perpetuadas por los rapsodas cíclicos, como en el postrero al que les suponían las antiguas leyendas de caballerías.

Pues la verdad poética de las religiones judaica y cristiana, que tanto en los salmos y en otros cánticos del Viejo Testamento resplandece, luce fulgidísima en el Maestro León, en el himno A la batalla de Lepanto de Herrera, y en no pocos poemas líricos de otros autores españoles. El autor de la Índole poética del Cristianismo, en esta materia como en todas cuantas su rara y estrambótica pluma ha tratado, se engaña de la cruz a la fecha (como dice el vulgar adagio) en cuanto de ella dice; y no es cosa extraña pues acometió y dio cima a su obra sin entender palabra de teología cristiana, sin examinar los libros de los primeros escritores de esta doctrina religiosa, sin conocer el idioma que hablaron Moisés y los Profetas, en cuyos libros fundaron los cristianos los suyos; creyendo sin duda que le bastaba hojear la versión de Homero por Bitaubé y Madama Dacier, y la Historia del pueblo de Dios del jesuita Berruyer, para fallar ex tripode acerca del carácter poético del cristianismo. Así su pretenso poema de Los Mártires es una ensalada compuesta de mil y mil yerbas, acedas aquéllas, amargas éstas, saladas estotras, y que juntas forman el más asqueroso y repugnante manjar que gustar pudo el paladar humano. Entre el poema de Los Mártires y la oda A Cristo crucificado media esta diferencia: que Chateaubriand no sabe lo que cree, y cree lo que no sabe, y el autor de la oda sabe lo que no cree, y no cree lo que sabe.

Con no poco sentimiento nos hemos visto precisados a excluir de nuestra colección cuanto con ciencias naturales y físicas dice relación. No ignoramos cuánto luce una valiente pluma en estas materias; sabemos que Plinio entre los antiguos y Buffón entre los modernos son escritores de primera nota. Mas en España padecemos total carencia de autores de esta especie, por lo poco o nada que estas ciencias se han cultivado. Apenas es dable figurarse cuántas paparruchas, cuando de las costumbres de los animales, de su organización, etc., hablan, hacinan nuestros autores. De la Introducción al símbolo de la Fe de Fray Luis de Granada quisimos poner algo de lo que de historia natural dice, empero es todo ello tal cáfila de desaciertos y patrañas, que en breve desistimos de nuestra idea. La ideología, la buena física, la sana política, la economía civil, la filosofía de la jurisprudencia ni se han cultivado, ni podídose cultivar en España; por consiguiente nada hemos podido insertar que con ellas tuviera conexión.

No se presuma el lector que hallará todos cuantos trozos hacen parte de esta colección totalmente inmunes de los vicios de estilo de que adolecen los más de nuestros autores, puesto que serán muy contados, o acaso ninguno, aquellos en que no encuentre muy apreciables dotes. Fatalidad nuestra es que, en saliendo de Fray Luis de León y Fray Luis de Granada, apenas se hallan en otros autores pedazos que se puedan ofrecer como verdaderos dechados. Mariana y Hurtado de Mendoza son los que a estos dos se siguen; mas aquél, siempre puro, es no pocas veces desaliñado; éste raya en oscuro a poder de afectar en su Historia de los Moriscos sentenciosa concisión. Permítasenos en este lugar hacer un cotejo de aquellos dos grandes autores; los estudiosos de las letras humanas fallarán si el juicio que de uno y otro hemos formado se acerca a la verdad.

Puesto que las similitudes que entre los grandes ingenios se descubren son siempre en extremo defectuosas, porque, guiados todos ellos del impulso de su alta inteligencia, cada uno vuela por regiones distintas, todavía es cierto que entre los clásicos franceses el que más a Granada se asemeja es Bossuet, como Massillón al Maestro León. León y Granada fueron ambos versadísimos en la antigua literatura eclesiástica y profana; ambos desterraron de su estilo los muelles y afeminados adornos, los retruécanos, las argucias y las sutilezas; ambos manejaron con indecible maestría el habla castellana; ambos la pulieron y perfeccionaron: Granada se deleitó más en la literatura sagrada que en la profana, la cual empero en alto grado poseía; León hallaba más embeleso en la imitación de los modelos de los siglos de Augusto y de Pericles. El idioma en el Maestro León es más terso y más cadente; en Fray Luis de Granada más osado y más vigoroso. En aquél luce más el buen tino y el acendrado gusto; en éste campea el alto ingenio y la vasta imaginación. La inteligencia del primero es más valiente; la razón del segundo más fuerte, más consiguiente y más metódica. Granada arrastra con su elocuencia, cual desatado raudal sin márgenes ni vallas; León, semejante a un purísimo y caudaloso río que por amenos prados se desliza, plácidamente nos lleva adonde van sus corrientes. El robusto estilo del primero linda a veces con la aspereza; la blandura del segundo nunca degenera en afeminada molicie. La pluma del Maestro Granada corría más suelta por las pinturas tremendas de las venganzas de la justicia divina, de la fealdad del pecado, de las grandezas de Dios, de la nada del ser humano; la del Maestro León se complacía en celebrar las misericordias de la redención, el infatigable afán del buen Pastor, el cariño del Padre universal, la mansedumbre del Príncipe de paz, la benignidad del Rey del siglo futuro. Aquél sólo de vida cristiana y devota da reglas; éste enseña en uno las obligaciones de la civil; aquél dedicó sus escritos al monarca; éste nunca mentó a los reyes en los suyos que para censurarlos o reprenderlos no fuese. Ambos se grangean el respeto de los lectores; pero mezclado con cierto involuntario temor el primero, con cariñoso afecto el segundo. En suma, la meditación de los libros de ambos y su continua lectura son acaso el estudio más provechoso para los que quisieran escribir dignamente en el idioma castellano.

Y aquí conviene rebatir el yerro de los que piensan que el estudio de los mejores dechados contribuye poco, cuando no perjudique, a la elocuencia. El arte de decir le dicta, según ellos, la naturaleza, y más vale escuchar sus preceptos que los de los retóricos; seguir sus impulsos que imitar a los escritores famosos, los cuales por eso mismo lo fueron que aprendieron de aquella gran maestra. Y si nosotros somos, como ellos, dóciles a sus inspiraciones, también como ellos cobraremos eterna gloria; ¿donde no, qué nos vale estudiar sus obras? Demóstenes no escribió reglas de elocuencia forense, ni Tucídides de historia, ni de epopeya Virgilio, ni de poesía pastoril Teócrito, ni Sófocles de tragedias. ¿Quién sabe si hubiera sido Quintiliano un buen orador? Corta la imitación los vuelos al ingenio, y los que en la lectura de los grandes escritores se ejercitan, rara vez traspasan el coto de la medianía.

¿Mas quién no ve la vaciedad de estos sofismas, que ni aun con el dictado de especiosos merecen alzarse? Sin duda los preceptos de la retórica no son otros que los de la naturaleza, aquél es más perfecto escritor que más atento ha seguido sus inspiraciones; empero por eso mismo se han de seguir con más escrúpulo las huellas de los que por la vía por ella indicada se han encaramado al templo de la inmortalidad. Decir que un autor no escribió la teórica de los escritos en que sobresalió, no es para colegir que no meditó en las reglas de ellos porfiadamente. ¿Y cuánto no hubo Demóstenes de aplicarse al arte de decir y escribir, pues sabemos que copió varias veces de su propio puño las historias de Tucídides? ¿No es Cicerón el mejor autor de preceptos de elocuencia que nos dejó la antigüedad, y Horacio el que con más tino dio reglas de poética?

Sin duda el imitador falto de ingenio y entendimiento sólo el esqueleto de sus modelos representa; mas el verdadero arte de imitación no es el copiar lineamentos, a guisa del muchacho de la escuela que sigue hasta los perfiles del seguidor que le dan para pauta, mas sí ver cuáles son las hermosuras y dotes peculiares de cada escritor, no estorbando esto aficionarse a uno más que a otro. San Crisóstomo leía sin cesar a Aristófanes, sin que en su estilo se eche de ver lo empapado que estaba en las comedias de este poeta. La imitación liberal (si se me permite usar aquí esta voz) no quita que sea original un autor; y de otro modo imitan Canova y Micael Ángel a los escultores antiguos, que un principiante que modela en yeso para vender a cientos las copias del Apolo de Belvedere.

Baste lo que hemos dicho para exordio o prólogo de estas Lecciones; ahora dirá el lector si hemos errado o acertado en la elección de materias.

Por iniciativa y a expensas del Excmo. Sr. Marqués de San Marcial y de Tibaja (q. s. g. h.) fueron impresas por primera vez las Obras de D. José Marchena en Sevilla, en la tipografía de E. Rasco Sanromán, Bustos Tavera I. Se acabaron de imprimir en Jueves 31 días del mes de Diciembre del año de 1896.