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Libro quinto

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Capítulo primero

Cómo Cortés y sus compañeros otro día entraron en Taxcala y del solemne rescibimiento que en ella le hicieron, y de las palabras que Magiscacín dixo a Cortés.

     Otro día después de comer, poniendo Cortés su gente en orden como solía caminar, salió de aquel pueblo acompañado de los principales dél, para ir a la gran ciudad de Taxcala. El camino, como aquella tierra es muy poblada, parescía hormiguero, según estaba lleno de los que iban y venían por aviso y mandado de los señores de Taxcala, los cuales habían salido más de legua y media de la ciudad a rescebir a Cortés, con más de docientas mill personas, muy en orden y concierto. Fueron las mujeres y los muchachos en la delantera, las cuales, como de su natural condisción sean compasivas, en viendo a los nuestros, comenzaron a llorar e aun hicieron hacer lo mismo a los nuestros, diciéndoles: «Seáis muy bien venidos, señores y amigos nuestros. Vuestro Dios os sane y dé salud, que muy heridos y maltratados venís. ¡Oh, malos y traidores mexicanos, que nunca han hecho cosa que no sea por traición! Nuestros dioses nos vengarán dellos y nos pagarán ésta con las demás.» Diciendo estas palabras, se allegaban a los nuestros, tocándoles y tentándoles las heridas, apiadándose con muchas lágrimas dellos.

     Así prosiguieron su camino hasta topar con los ciudadanos, que también los rescibieron con mucho amor e compasión. Luego llegaron los caballeros y gente de guerra, que abrazando con gran comedimiento a Cortés, se abrieron, metiéndole con todas u gente en medio hasta que llegaron los cuatro señores de Taxcala, de los cuales el más antiguo y principal era Magiscacín y así fue el primero que abrazó a Cortés, y luego los otros, por su orden y antigüedad. Tomáronle en medio, fueron con él hablando en muchas cosas de placer e contento. Los cerros y sierras, para ver este rescibimiento, estaban cubiertos de gente, la música a la entrada de la ciudad fue muy grande. Llevó Magiscacín a su grande y real casa a los otros señores e a otros Capitanes y principales, y los demás que no pudieron estar con Cortés se repartieron por las casas de los caballeros, e cada uno, según su posibilidad, procuró de regalar e apiadar a su huésped.

     Magiscacín como vio a Cortés en su aposento y casa, dándole su cama, le dixo: «Señor, huelga y descansa, pierde todo cuidado y pesadumbre, que en tu propia casa estás. Yo luego mandaré llamar sabios maestros en la cirugía, que te curen, si el que tú traes no lo sabe hacer mejor. Todo lo que fuere menester para ti y para los tuyos sé cierta que no faltará, y pues sano y aun enfermo sabes tan bien trabajar, descansa ahora algunos días para que con mayores fuerzas y aliento vuelvas a tu empresa comenzada, que, según yo te he prometido e confío de tí, saldrás con ella con mucha gloria y honra.» Diciendo esto, le mandó traer de comer, y comiendo él con él le dixo otras muchas y muy amigables palabras, a que Cortés, como el que bien lo sabía hacer, respondía, reconosciendo la merced que con tanto amor en todo Magiscacín le había hecho, el cual, por hacerle más fiesta, mandó que después de la comida, en el patio de la casa, se le hiciese un festival y alegre baile. Los demás españoles, como tenían más nescesidad de descansar que de ver bailes, cada uno reposó en su casa lo que pudo.



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Capítulo II

Cómo Cortés halló en Taxcala a Joan Páez, capitán, y de lo que con él había pasado Magiscacín, y Cortés después le dixo.

     Ya que Cortés hubo reposado y recreádose algún tanto, Joan Páez, su Capitán, el cual con ochenta hombres había dexado en Taxcala cuando pasó a México a socorrer a Pedro de Alvarado, le vino a ver. Holgóse con él, preguntóle muchas cosas, especialmente del tratamiento que Magiscacín y los otros señores le habían hecho. Respondióle que muy bueno y que entre todos los señores tlaxcaltecas Magiscacín le era verdadero amigo, y que Xicotencatl, como bullicioso y envidioso no le tenía buena voluntad y que de la pérdida se había holgado tanto como pesado a Magiscacín. Después que [entre] él y Cortés hubieron pasado muchas cosas y que Cortés se advertió para lo que había de hacer, supo de algunos que se lo dixeron, cómo Magiscacín, entendiendo que los mexicanos se habían rebelado, dixo a Joan Páez: «Si te atreves a ir a socorrer a tu General con esos españoles que tienes, yo te daré cient mill hombre de guerra, y mira que creo tendrá nescesidad, porque los mexicanos son infinitos y grandes traidores y tan enemigos de cristianos, que no [se] les dará nada morir diez mill dellos porque un cristiano muera y poco a poco no quede ninguno.» Joan Páez dicen que le respondió que le besaba las manos por la merced e que donde estaba el General Cortés con tanta y tan buena gente no habría menester socorro, especialmente contra mexicanos, y que él le había mandado quedar y esperar allí, que no osaría al hacer hasta que otra cosa, o por carta o por mensajero, con señas le fuese mandado; e verdaderamente Joan Páez no se atrevió, o porque los enemigos eran muchos, o porque en el mandar y ser obedescido era muy severo Cortés, que es lo que más en la guerra le sustentó, pero con todo esto, como Cortés entendió que con aquel socorro se pudiera excusar la gran pérdida y mortandad de los suyos, invió a llamar muy enojado al Joan Páez, al cual, aunque se excusaba y defendía por muy buenas razones, no admitiéndole alguna, le riñó bravamente y trató con muy ásperas palabras, diciéndole que era un cobarde y que no merescía ser Capitán de liebres, cuanto más de hombres, y españoles, y que estaba en puntos de mandarlo ahorcar e que jamas le entraría de los dientes adentro e que había sido traidor a su General e homicida de sus compañeros e que por estarse holgando, pudiendo ir con tanta seguridad a tan buen tiempo, se había quedado, poniendo vanas excusas; que se fuese con el diablo y no paresciese más delante dél y no tuviese de ahí adelante nombre ni cargo de Capitán, pues tan mala cuenta había dado de sí, e que no le replicase más palabra, porque le mandaría ahorcar.

     Salióse muy triste y muy afrentado el Joan Páez, aunque merescía más. Quedó Cortés con el enojo con una gran calentura, que fue causa, como diré, que se pasmase la cabeza y estuviese en riesgo de morir, considerando, lo que nunca se le quitó del corazón hasta que subjectó a México, el afrenta y gran daño que por no ser socorrido le habían hecho los mexicanos.



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Capítulo III

Cómo Cortés, sabiendo de Ojeda lo que Xicotencatl y los de su parcialidad decían, se mandó velar, y del gran peligro de morir en que estuvo.

     Mandó Cortés a Ojeda, que era el que con los tlaxcaltecas tenía más amistad y sabía mejor la tierra, que buscase comida por los pueblos comarcanos para los españoles que estaban y de nuevo habían venido, el cual fue; e como el General de los tlaxcaltecas, que era Xicotencatl, estaba mal con los cristianos y tenía muchos de su bando y parescer, especialmente a los hombres de guerra, por haberle oído decir mal de los españoles, muchos de los pueblos decían a Ojeda: «¿A qué vino esa ciguata de Cortés y esotras ciguatas de sus compañeros? (y ciguata quiere decir «muchacha o mujer moza»). Venís a comernos lo que tenemos; llevástesnos el maíz a México, dexastes los más de los compañeros muertos, vosotros venís heridos, huídos, destrozados y hambrientos. Mejor sería que con nuestras mujeres fuésedes [a] amasar pan, que vosotros no sois más de para comer».

     Mucho sentía Ojeda estas palabras y sentía claro que salían de Xicotencatl. No osaba, por la nescesidad en que los españoles estaban, responder como quisiera, antes, como cuerdo e como quien ya sabía la lengua, respondía templadamente, diciendo: «No os maravilléis que vengamos así, pues sabéis que la fortuna se muda y conoscéis a los mexicanos, que son muchos y traidores, e antes habíades de tener por honra y gloria vuestra que, pues os distes por nuestros amigos vengamos a favorescernos de vosotros, que sois caballeros y valientes, y los tales ni suelen ni deben decir palabras afrentosas a los afligidos y que vienen a vuestra casa a favorescerse de vosotros.»

     Con estas e otras palabras que respondía Ojeda, los hacía callar y sacaba lo que quería. Dixo a Cortés lo que pasaba, y como todo nascía del odio que Xicotencatl tenía a los cristianos, Cortés que a sus oídos le había oído decir semejantes cosas, aunque las cocía bien su pecho y le llegaban a las entrañas, dixo a Ojeda: «No se os dé nada, que estamos en tiempo de sufrir y desimular cosas hasta su tiempo; yo os prometo que si vivo, que él me lo pague todo junto, de manera que nunca más hable», y porque no subcediese alguna desgracia, rebelándose la parte de Xicotencatl y no le tomasen descuidado, por los que estaban sanos y buenos repartió las velas, de manera que ni de día ni de noche dexaban de velar. Tuvo esta diligencia y cuidado todos los más días que en Taxcala estuvo, que fueron cincuenta, aunque Magiscacín, su verdadero amigo, le decía que siendo él vivo no podía ser parte Xicotencatl para ofenderle. Cortés, no mostrando que por Xicotencatl lo hacía, le respondió que la gente española doquiera que estaba se velaba, así para excusar inconvenientes y daños que los hombres dormidos no pueden evitar, como para estar exercitados y acostumbrados a que no les hiciesen de mal cuando menester fuese. Paresciéronle muy bien a Magiscacín estas razones, e replicó: «Háceslo cuerdamente y no sin causa; siendo tan pocos, habéis salido con tantas victorias contra tantos.»

     En el entretanto que estas cosas pasaban, como Cortés había siempre peleado estando herido y no había tenido lugar de curarse la cabeza, comenzósele a pasmar, y los enojos, que ayudaban, pusiéronle en tan grande peligro e riesgo, que el cirujano y los otros médicos le desahuciaron, afirmando que no podía vivir. Sacáronle muchos huesos, y él sintiéndose mortal, no le pesaba tanto de morir, cuanto del gran desmán que habían de venir a los negocios que en su pecho trataba. Estuvieron con su enfermedad muy tristres e afligidos sus compañeros; suplicaban con gran calor a Dios le diese salud y que no los dexase huérfanos de tal caudillo, cuyo valor tenían en tanto que sin él les parescía que no podían acertar en cosa. Quiso Dios que, sacados los huesos, comenzó a tener mejoría e ir convalesciendo, aunque de la mano no había acabado de sanar, por tener dentro el pedernal de una flecha.

     Ahora digamos las demás cosas que en el entretanto que Cortés sanaba, en esta ciudad subcedieron.



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Capítulo IV

Del descontento que los españoles tenían, y de cómo requirieron a Cortés se fuese, y de lo que él les respondió.

     Muy descontentos estaban los más de los compañeros de Cortés, así por lo que los indios de la parcialidad de Xicotencatl les decían, como porque deseaban verse la vuelta de la mar para tornarse a Cuba, hostigados y escarmentados de los muchos y grandes trabajos que habían padescido y de los que padescían. Nunca se juntaban de diez en diez e de veinte en veinte y de más o menos número, que no dixesen: «¿Qué piensa Cortés hacer de nosotros? ¿Quiere por ventura acabar estos pocos que quedamos? ¿Qué le hemos merescido? Dice que nos quiere mucho y quiébranos la cabeza. Estamos heridos, destrozados, cansados, hambrientos, sin sangre ni fuerzas, flacos, en tierra de enemigos, pocos nosotros y ellos infinitos, nosotros en tierra ajena, ellas en la suya; dícennos mill afrentas, y si por Magiscacín no fuera, no quedara hombre de nosotros, e al fin es indio como ellos, infiel, ajeno de nuestras leyes y costumbres, fácilmente mudará parescer; moriremos todos mala muerte. ¿Qué pensamos, o qué hacemos, que nos vemos ir a fondo y callamos? ¿No veis cuán insaciable es la cobdicia deste hombre, de procurar honra y mando, que estando como está tan a la muerte, anda dando trazas cómo volver a México y meternos en otra pelaza como la pasada, donde acabemos? Quien tiene en tan poco su vida, ved en qué tendrá la nuestra. Si no somos nescios, volvamos por nosotros, que él no mira que faltan hombres, armas, artillería y caballos, que hacen la guerra, y más en esta tierra que en otra, y, lo que es principal, no le sobra la comida, porque cada día la tenemos menos; los indios se cansan de darla y otros no quieren, por lo mucho que a causa de Xicotencatl nos aborrescen; e si el exército de mexicanos viene sobre nosotros, fácilmente, como éstos también son indios e mudables, se aliarán y concertarán y nos entregarán vivos para que nos sacrifiquen; desimulan ahora con nosotros, para hacer carnicería cuando más seguros estemos, y así han dicho muchos dellos que nos engordan para después comernos. No es menester que aguardemos a este tiempo; miremos por nosotros, e juntándonos, en nombre de todos y de parte del Rey, le hagamos un requerimiento para que, sin poner excusa ni dilación, salga, luego desta ciudad y se vaya a la Veracruz antes que los enemigos tomen los caminos, atajen los puertos, alcen las vituallas y nos quedemos aislados e vendidos, protestándole todas las muertes y daños e menoscabos que nos puedan venir.»

     Concertados todos, o los más, de hacer este requerimiento, aunque hubo algunos (aunque pocos) de contrario parescer, juntos los principales dellos con el Escribano, le hicieron el requerimiento que se sigue:

     «Muy magnífico señor: Los Capitanes y soldados de este exército de que vuestra Merced es General, parescemos ante vuestra Merced y decimos que ya a vuestra Merced le es notorio las muertes, daños y pérdidas que habemos tenido, así estando en la ciudad de México, de donde ahora venimos, como al tiempo que della salimos, e después de salidos, en todo el camino hasta llegar a esta ciudad donde al presente estamos; y como la mayor parte de la gente del exército es muerta, juntamente con los caballos, e toda la artillería perdida y las municiones gastadas e acabadas, e que para proseguir la guerra y conquista comenzaba nos falta todo, y demás desto, en esta ciudad, donde, al parescer, se nos ha hecho buen acogimiento y mostrado buena voluntad, tenemos entendido, y aun es cierto, que nos quieren asegurar e descuidar con fingidas palabras e obras, e cuando menos lo pensáremos, dar sobre nosotros e acabarnos, como han comenzado y tenemos por la experiencia visto, porque no es de creer ni se debe tener por cierto que estos indios nos guarden fee ni palabia, ni vayan contra sus mismos naturales y vecinos en nuestra defensa, antes se debe entender que las enemistades y guerras que entre ellos ha habido se han de volver en amistades y paces, para que, haciéndose un cuerpo, sean más poderosos contra nosotros y nos destruyan y acaben; de todo lo cual habemos visto y entendido principios y ruines señales en los principales desta ciudad, como ya a vuestra Merced le constará e habrá entendido; y demás desto vemos que vuestra Merced, que es nuestra cabeza y General, está mal herido y que los cirujanos que le curan han dicho que la herida es peligrosa e que temen poder escapar della; todo lo cual, si vuestra Merced bien lo quiere mirar y examinar, son bastantes causas e razones para que salgamos luego desta ciudad y no esperemos a peores términos de los que al presente los negocios tienen; e que porque tenemos noticia que vuestra Merced pretende y quiere, no advirtiendo bien en las urgentes y bastantes causas que hay para que esta conquista cese, llevarla adelante y proseguir la guerra, lo que, si así fuese, sería nuestra fin e total destruición; por lo dicho e otras cosas que dexamos: Por tanto, a vuestra Merced pedimos y suplicamos y si es nescesario, todas las veces que de derecho somos obligados, requerimos que luego salga desta dicha ciudad con todo su exército e vaya a la Veracruz, para que allí se determine lo que más al servicio de Dios y de Su Majestad convenga, y en esto no ponga vuestra Merced dilación, porque nos podría causar mucho daño, cerrando los caminos los enemigos e alzando los bastimentos y dándonos cruel guerra, de suerte que no seamos después parte para defendernos y salir desta tierra; que si así fuese sería mayor daño que dexar la guerra en el estado en que está; e de como así lo pedimos y requerimos, vos, el presente Escribano, nos lo dad por testimonio, e protestamos contra vuestra Merced y sus bienes todos los daños, muertes y menoscabos que de no hacerlo así se nos recrescieren; e a los presentes rogamos que dello nos sean testigos, e de como así lo pedimos, requerimos y protestamos, y para ello, etc.»



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Capítulo V

De lo que Cortés respondió y del razonamiento que les hizo.

     Cortés, oído este razonamiento, aunque entendió que los menos y de menos suerte y arte eran los que se le hacían, deseosos de volver a Cuba, o de querer más servir a otros que pelear, como si todos fueran de aquel parescer, honrándolos en su repuesta, les hizo esta plática:

     «Señores y amigos míos, cuyo maravilloso y singular esfuerzo en tantos trances y peligros tengo conoscido: Es tanto el amor y voluntad que os tengo, por las muchas y muy buenas obras que de vosotros he rescebido, que so pena de ser muy ingrato, estaba obligado a hacer, no solamente lo que tantos me rogáis y mandáis, pero lo que cualquiera de vosotros me dixere, e si esto es así o no, vosotros lo sabéis, a quien ninguna cosa he negado que yo pudiese e os estuviese bien; pero como ésta que me pedís deshace y escurece la gloria e honra que en tanto tiempo y con tantos trabajos habéis adquerido, si os paresce, por las causas que luego diré respondiendo a las vuestras, no conviene que os la conceda. Decís que estáis pobres, destrozados, cansados, heridos, sin armas, sin caballos, sin artillería, en tierra de enemigos, e que con facilidad, para acabaros, se podrán concertar con los mexicanos, e que nos vamos a la Veracruz para que desde allí nos volvamos a Cuba. Si bien lo miráis, no son éstas causas ni razones de pechos e corazones españoles, que ni por trabajos jamás se cansaron, ni por muertes ni pérdidas se acobardaron. Vosotros sois los mismos que ayer érades, y no sé por qué boca habéis dicho palabras tan contra vuestra autoridad. Ya los más estáis sanos, gordos y bien sustentados; ninguno, loores a Dios, ha muerto; hemos hallado aquí cincuenta o sesenta españoles; llamando a los de la Veracruz y los que están en Almería, seremos muchos más de los que éramos cuando por aquí pasamos abriendo el camino a pura fuerza de armas: la munición no ha faltado toda, que con la que hay nos podemos entretener en el entretranto que yo doy en orden en hacer pólvora, cuanto más que a la fama de lo que habéis hecho, cada día vendrán españoles con armas y caballos; ni hay por qué temer porque Xicotencatl no nos sea amigo ni que los tlaxcaltecas se confederarán con los mexicanos: lo uno porque si los hubieran de hacer no aguardaran a que sanáramos, que en sus casas y en sus camas que nos dieron nos pudieron haber muerto; es muy grande y muy antiguo el odio que tienen a mexicanos; lo otro, porque Magiscacín, a quien sigue toda la Señoría de Taxcala, es tan de nuestra banda, que primero morirá que consienta tan gran maldad. Siempre, señores, estando sin guerra, la deseastes, y estando en ello os mostrastes ardidos y bellicosos. Hacer lo contrario (que es lo que me pedís) es no responder a quien sois, perder el nombre de españoles, escurescer lo hecho, perder lo ganado cortar el hilo a la tela comenzada. Si nos vamos de aquí, ¿do podemos ir que no sea en figura de fugitivos? Los tlaxcaltecas nos menospresciarán, perseguirnos han los mexicanos, que dondequiera tienen sus guarniciones, y los cempoaleses y totonaques, ¿qué honra nos pueden hacer más de la que a medrosos, vendidos y fugitivos? Doquiera que desta manera vamos, seremos afrentados, iremos corridos de nosotros proprios, los árboles y matas nos parescerán que son enemigos; ¿Qué, pues pensáis, señores, que es vuestro designio?, ¿Dónde teníades vuestro valor y esfuerzo, que venistes a pedir cosa tan afrentosa, tan dañosa, tan contra vuestra autoridad? Pesad, pesad primero los negocios e primero que los propongáis, los rumiad y miraldos bien, que más quisiera la muerte, que delante de otra nasción me hubiérades hecho este requirimiento. Esforzáos y animáos, que todo nos sobrará, cobraremos a México, seremos señores e si la fortuna nos quisiere en todo ser adversa, más vale que muramos peleando, que no acabemos huyendo, cuanto más que yo sé de los tlaxcaltecas que quieren más ser vuestros esclavos que amigos de mexicanos. E porque más os certifiquéis de que tenemos en ellos las espaldas seguras, yo los quiero probar contra los de Tepeaca, que los días pasados mataron dos españoles, e si no los halláremos amigos, yo buscaré honrosa ocasión cómo salgamos de aquí y nos vamos a la Veracruz; e porque veáis que en todo deseo daros contento, los que no quisierdes atender a esta prueba (que creo que si querréis) yo os inviaré a la Veracruz; pero mirá que os acordéis que en pocas o ningunas cosas de las que os he dicho he salido mentiroso.»

     Pudieron tanto estas palabras, tuvieron tanta fuerza e autoridad, que todos los que habían sido en el requerimiento, muy alegres y contentos mudaron parescer y prometieron de nunca dexalle, y fue la causa, según se puede entender, el prometerles Cortés que en la guerra de Tepeaca harían lo que quisiesen; pero la más cierta es ser condisción del español nunca dexar de ir a la guerra que se ofresce, porque hacer lo contrario lo tiene por afrenta y menoscabo.



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Capítulo VI

Cómo los mexicanos inviaron sus embaxadores a los tlaxcaltecas, prometiéndoles perpectua amistad si mataban a los españoles.

     Pasados algunos días, en que los mexicanos se ocuparon en rehacer sus casas, cubrir las puentes, proveer la ciudad, y los que de fuera habían venido se volvieron a sus tierras, hechos ya sus sacrificios y dadas las gracias a sus dioses, por la matanza que en los españoles habían hecho, como supieron que los tlaxcaltecas habían salido a rescebir a Cortés y a los demás que con él habían quedado, recelándose dél no se rehiciese y los tlaxcaltecas le ayudasen, entrando los principales señores del imperio mexicano en su consejo, después de mucha y larga altercación, para asegurar sus negocios e que los tlaxcaltecas con ayuda de los españoles no tomasen más brío ni alas, ni los cristianos cobrasen coraje para vengarse, determinaron de inviar de los más principales y sabios en el razonar seis embaxadores con presentes de las cosas de que más los tlaxcaltecas carescían, que eran sal, mantas ricas, plumajes e otras cosas con que, si no fueran tan valerosos, fácilmente los pudieran persuadir.

     Caminaron los embaxadores bien instructos, e informados de lo que habían de decir e hacer al dar de los presentes. Llegaron a Taxcala, inviaron delante algunos de sus criados con señales de paz e que venían embaxadores mexicanos, los cuales entrados, la Señoría de Taxcala los salió a rescebir al templo mayor, donde con algunos caballeros los aguardaron donde la Señoría solía entrar en su consulta e determinar los negocios. Los que estaban en aquel Ayuntamiento e Cabildo, representando la majestad y Señoría de Taxcala, eran los cuatro grandes señores della e otros algunos que gobernaban la república, muchos Capitanes antiguos e personas de consejo, parientes y deudos de los cuatro señores.

     Llegados al templo los embaxadores mexicanos, mandándolos entrar la Señoría, la embaxada que dieron fue la siguiente:



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Capítulo VII

Cómo, hechas sus cerimonias, los embaxadores mexicanos propusieron su embaxada, y de lo que Magiscacín respondió, mandándolos salir.

     Entrando los seis embaxadores, quedando los que con ellos venían fuera, hechas primero, a su costumbre, las solemnes cerimonias en negocio tan arduo y con gente tan principal convenientes, ofrescidos los muchos y grandes presentes que llevaban, el que era más viejo y más principal, tomando la mano oyéndole con gran atención la Señoría, habló en esta manera:

     «Muy valientes y muy poderosos señores que en este lugar juntos representáis la sola e muy insigne Señoría de Taxcala: Los Príncipes, grandes señores y caballeros e ciudadanos del imperio mexicano, por nosotros sus embaxadores muchas veces os saludan e piden y ruegan: que ante todas cosas nos deis crédito y entera fee a todo lo que de su parte os venimos a decir, para que con toda fidelidad y secreto llevemos la repuesta que nos diéredes.» Calló, acabando de decir esto, esperando lo que la Señoría respondía. Entonces Magiscacín dixo: «Proseguid vuestra plática, embaxador mexicano, que esta Señoría sabe que lo sois e daros ha en todo lo que dixerdes crédito como si presentes estuviesen los Príncipes del imperio mexicano que os invían.»

     El embaxador, oyendo esto, hecha de nuevo otra cerimonia, prosiguiendo su embaxada, dixo: «Ya, poderosos señores, dicen por mí los Príncipes mexicanos, sabéis que de muchos años acá e de tiempo inmemorial, entre nosotros e vosotros ha habido e hay bravas y crueles guerras, haciéndose de la una parte a la otra e de la otra a la otra grandes daños, muertes y estragos, siendo vecinos y partiendo términos, profesando una religión y siendo, de una lengua e aun viviendo casi debaxo de unas mismas leyes e costumbres, y, lo que mucho hace al caso, siendo vuestros antepasados y los nuestros deudos e parientes. Querrían, pues, los señores mexicanos poner fin a tan bravas y encendidas guerras, e que entre ellos y vosotros, hecho un perdón e olvidadas las muertes, e injurias rescebidas, hubiese perpetua paz para que unidos fuésedes más poderosos, y de común consentimiento debellásemos y subjectásemos a nuestro imperio, e vuestra Señoría lo mucho que sabemos que hay que conquistar, e se repartiese por mitad entre los unos y los otros. Dicen más, que viniendo en esta confederación y amistad, gozaréis de la sal, aves, plumajes, plata, oro, piedras y otras cosas de que vosotros carescéis y el imperio mexicano abunda; e que como hasta ahora las guerras han sido encendidas, que las amistades sean firmes e perpectuas; pero que para que lo que os piden tenga el efecto e fin deseado e que todos vivamos en dichosa y bienaventurada paz, conviene que a estos pocos cristianos, que tan heridos y maltratados escaparon de nuestras manos, los sacrifiquéis y no dexéis más vivir, pues sabéis que en todo son muy diferentes de nosotros; introducían nueva religión, de que nuestros dioses están muy enojados; dábannos otras leyes y manera de vivir, usurpaban nuestras haciendas, forzaban nuestras hijas y mujeres, derrocaron nuestros ídolos, hicieron justicia públicamente, como si fueran señores de la tierra, prendieron al Emperador Motezuma, murió por su causa, e poco a poco pretendían enseñorearse de nuestras personas.

     «Fueron grandes las causas y razones por donde matamos a los más dellos e a los otros herimos y echamos de nuestra ciudad y tierra, y si vosotros los rescebís e ayudáis y socorréis, será poner leña al fuego con que todos os abraséis, porque, como lo veréis, han de pretender hacer lo mismo que con nosotros, ca si los ayudáis y con vuestra ayuda nos vencen, tendrán fuerzas para subjectaros después a vosotros, y así, lo que los dioses no permitan, perderemos todo nuestro imperio y señorío, los dioses nos negarán la salud, las victorias y los demás bienes. No es razón que tengáis cuenta que son vuestros amigos y que se vienen a amparar con vosotros, porque esto érades obligados a guardarlo si fueran de vuestra ley y dellos en su tierra y patria hubiérades rescebido algunas buenas obras y no temiérades, como debéis temer, que criáis en vuestra casa el dragón que después os coma. Esto es lo que los Príncipes mexicanos os invían por nosotros a decir; ruegan os con la paz, piden os como amigos miréis por vuestra libertad y señorío, e si al hicierdes, protestan que toda la culpa que de los daños que a vos y a ellos se recrescieren será vuestra, e que ellos con los dioses y con vosotros desde hoy para siempre se descargan.»

     Acabó de hablar el embaxador, a Magiscacín, en nombre de la Señoría, rescibiendo e agradesciendo los presentes, dixo: «Negocio es este que es menester bien mirarle. En el entretanto que determinamos lo que se debe responder, os iréis a vuestras posadas.» Con esto los embaxadores se salieron, quedando los señores tlaxcaltecas consultando la repuesta.



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Capítulo VIII

De la consulta de los señores tlaxcaltecas y de cómo Magiscacín defendió la parte de los españoles y echó de las gradas abaxo a Xicotencatl.

     Contrarios efectos obró la embaxada y razonamiento de aquel embaxador, porque Xicotencatl y los que eran de su parte, como estaban mal con los nuestros, holgáronse con ella, no entendiendo el engaño que dentro tenía. Magiscacín, como los amaba y era tan sagaz e prudente, conosciendo que debaxo de aquellas comedidas palabras e falsos ofrescimientos estaba el daño, no sólo de los españoles, pero de los tlaxcaltecas, tomando la mano, porque era el más antiguo de los que habían de responder, volviéndose a Xicotencatl e a los otros señores, les habló desta manera: «Muy valientes esforzados caballeros que siempre habéis puesto en la fuerza de vuestro brazo los subcesos prósperos de fortuna: Bien será que con las melosas y blandas palabras de los mexicanos no os engañéis, entendiendo ante todas cosas que los que de tiempo inmemorial acá nos han sido capitales enemigos, no pretenden ser ahora nuestros amigos por nuestro provecho, sino por el suyo y aun por dañarnos más, y esto veréis en que siendo muchos más que nosotros y habiendo de la una parte a la otra tantos recuentros y refriegas, en que muchas veces han vencido e otras han sido vencidos, piden paz como si fueran pocos e siempre hobieran llevado lo peor. Pídennos que violemos y quebrantemos los derechos y buenas leyes de amistad, diciendo que los cristianos no son de nuestra religión, como si la fee dada a todo género de hombres no se debiera guardar, especialmente por nosotros, que tanto nos presciamos dello: pídennos asimismo que los matemos; ninguno por cierto tal hará, porque es negocio cruel y de bestias más que de hombres, porque, ¿qué honra ni gloria se puede sacar ni alcanzar en matar a los que tenemos asegurados, enfermos, afligidos y cansados y que de nosotros se confían y a quien nosotros como a hermanos salimos a rescebir y hospedamos en nuestras casas? Muertos éstos, lo que los dioses no permitan, los mexicanos se hallarán con sus fuerzas antiguas, e viéndonos sin la defensa de los cristianos, seguros del gran daño que con su ayuda les podemos hacer, proseguirán contra nosotros mejor la guerra, quebrándonos la palabra que ahora nos dan; ya los conoscéis tan bien como yo y entendéis su fin y motivo; más vale que lo que ellos pretenden hacer de nosotros lo hagamos nosotros dellos. Los cristianos convalescen ya e presto estarán recios y no son tan pocos, que con menos podremos asolar y destruir a México y gozar a su pesar de los bienes y prosperidades suyas. Este es mi parescer y no creo que habrá nadie entre vosotros que sea del contrario, si no es enemigo de los dioses y su patria.»

     Acabado que hubo Magiscacín, Xicotencatl, que era el Capitán general, no se pudo sufrir, como el que no podía ver a los españoles, que sin largo razonamiento no dixese que lo mejor era muriesen los españoles y tuviesen amistad con sus vecinos, e que esto era el guardar la religión y palabra y que no se había ni debía hacer otra cosa, porque los cristianos eran malos y pulilla de sus haciendas y honras, y que debían ser luego llamados los embaxadores, para que se les diese la repuesta conforme a lo que pedían. Magiscacín y los que le seguían contradixeron esto; levantáronse los de la parte de Xicotencatl y defendiendo su partido, hubo entre todos mucha discordia, aunque los más seguían a Magiscacín, y así porfiando y contradiciéndose los unos a los otros, vinieron a palabras tan pesadas, que Magiscacín dio una coz a Xicotencatl que lo derrocó del asiento y echó a rodar por las gradas del cu, diciendo que era traidor a su patria e a los dioses, e que los cristianos eran muy buenos y tan valientes cuanto el había visto por sus ojos, pues siempre había salido vencido, y que ni los tlaxcaltecas ni los mexicanos juntos y confederados eran poderosos contra ellos, e que él que algún día pagaría como malo que era.

     Desta manera se deshizo aquella junta y consejo, sin dar otra repuesta a los embaxadores mexicanos más de lo que habían oído y visto los cuales se fueron harto confusos de lo pasado sin osar pedir la repuesta. Xicotencatl no las tenía todas consigo, por la contradición de Magiscacín y porque ya los españoles estaban sanos y para pelear.



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Capítulo IX

Cómo Cortés dio las gracias a Magiscacín sobre lo que había pasado y cómo Xicotencatl pidió se hiciese guerra a los de Tepeaca.

     Luego otro día que esto pasó, y según algunos dicen aquella misma noche Cortés se fue al aposento de Magiscacín, acompañado de algunos Capitanes y caballeros, como tenía de costumbre, al cual, con mucha gracia y amor echó los brazos encima, que, cierto, los dos se amaban mucho; rindióle las gracias, diciéndole: «¡Oh, muy valeroso y muy prudente caballero, honra y gloria de la Señoría de Taxcala! ¿Cuán yo y los nuestros te podremos pagar la merced que sabemos nos has hecho en la consulta pasada despidiendo afrentosamente a los embaxadores mexicanos y tratando tan mal y con tanto esfuerzo a vuestro General Xicotencatl? No sé cuál tenga en más, la obra (que no puede nascer sino de pecho valeroso) o la voluntad y amor con que por nuestra causa te pusiste contra los tuyos. Cierto, tengo entendido que el verdadero y solo Dios en quien los cristianos creemos para la salvación y remedio de vosotros, alumbra tu entendimiento y te da, si lo quieres confesar, nuevas fuerzas para resistir y nuevas palabras para persuadir lo que quieres. ¿Qué fuera de nosotros si llegando, como llegamos, a Taxcala tan pocos, tan destrozados, tan heridos y tan enfermos, que no hubo hombre de nosotros que pudiese servir a otro dieras lugar a la indignación y malquerencia que siempre Xicotencatl nos ha tenido sin haberle hecho por qué? Páguete nuestro Dios (que es el que solo puede hacer mercedes) tu obra y voluntad, que yo e los míos confesamos que aunque derramemos la sangre por ti y muchas veces pongamos la vida al tablero, no te pagaremos la menor parte de lo que te debemos; y pues yo no puedo con iguales obras coresponder a las tuyas, quedo contento con hacer lo que debo y es en mí, que con las palabras más claras y más eficaces que puedo te muestro el amor grande que acerca de ti está en mi corazón prometiéndote, como espero en mi Dios, que dándome prósperos subcesos en la vuelta a México, serás el mayor señor que habrá en este nuevo mundo, que ya, loado Dios, estamos de salud mejores y no vemos la hora que andar a las manos con los mexicanos, capitales enemigos vuestros y nuestros.»

     Acabándole de decir estas tan comedidas y agradescidas razones, le tornó afectuosamente a abrazar, no sin lágrimas de ambos, del contento que el uno en hablar y el otro en oír rescibía.

     Holgó tanto Magiscacín con la vista y agradescimiento de Cortés, que con palabras graves y llenas de contento le respondió, tomándole las manos: «Valentísimo Capitán, amigo mío y en amor más hijo: No es menester que te diga lo mucho que te amo y lo mucho en que tengo tu valerosa persona, pues se paresce por las muestras que he dado desde que te conoscí hasta la hora presente, ni aun es menester que tanto te encarezca lo que por ti he hecho, pues tú meresces más, e yo, para hacer el deber, estoy obligado a más. De la mejoría tuya y de los tuyos estoy muy alegre, porque sé que estando vosotros con salud y fuerzas, ni Xicotencatl que él te rogará con la paz y te servirá en la guerra que se ofresciere, especialmente en la que ahora quieres emprender contra los de Tepeaca, donde algunos de los tuyos han sido muertos alevosamente y otros maltratados.»

     Con esto Magiscacín concluyó su repuesta, y tomando de la mano a Cortés se salió con él hasta despedirle en la calle, y no fue esto tan oculto que Xicotencatl no lo supiese, y por envidia o porque ya no podía más, haciendo del ladrón fiel, determinó otro día de hablar a Cortés y ofrescérsele, y así no se le cociendo el pan, después que supo lo que Cortés había pasado con Magiscacín, como era hombre bullicioso y de agudo ingenio, viendo que no era parte para contrastar a Cortés, determinó de irle a hablar y así lo hizo. Fue por el camino pensativo, como el que imaginaba como de tan clara culpa se podría desculpar.

     Cortés, que más sabía que él, como le dixeron que Xicotencatl estaba en el patio, le salió a rescebir con mucha gracia y contento, preguntándole, primero que nada dixese, cómo estaba y diciéndole otras palabras de amor, que no poco lo confundieron; deshízole la trama del razonamiento que traía pensado, porque según él después dixo, pensaba de hablar a Cortés como a hombre enojado, y así, le hubo de hablar como a hombre que antes mostraba contento con su venda, que pesar, y así, después de pasadas algunas razones de comedimiento, asidos de las manos, se fueron ambos a sentar, donde estando presente la caballería española y tlaxcalteca, Xicotencatl habló desta manera a Cortés:

     «No puedo negar, Capitán invencible, que he procurado por todas las vías posibles deshacer tu poder y escurecer la gloria que tan justamente en nuestra tierra has ganado, porque, como mejor sabes, en todos los provechos cada uno, naturalmente, quiere más para sí que para otro, especialmente en negocios de honra, donde el hijo la quiere ganar con su padre. Bien sabes que yo, como Capitán general de los valientes y esforzados tlaxcaltecas, debía y estaba obligado a ganar nombre y gloria para mí y para los míos y que cuanto el adversario fuese más bravo, tanto la gloria de haberle vencido había de ser mayor. He procurado, como has visto, ganar ésta de ti y de los tuyos; helo intentado muchas veces, y tantas he llevado lo peor, o porque, como paresce eres más valiente, o porque debes de tener razón, o porque ese Dios en que los cristianos creéis debe ser muy poderoso. Por cualquiera causa destas, o por todas, yo determino de no porfiar más contra ti ni contra los tuyos, antes te pido y suplico me rescibas en tu gracia y amor y te sirvas de mí e de los que yo a cargo tengo, a tu voluntad, porque en todo me hallarás como a cualquiera de los tuyos; y porque lo puedas ver presto, ya sabes que la provincia de Tepeaca, comarcana a la nuestra, sigue el bando y parcialidad de Culhúa y que en ella han sido muertos y maltratados algunos de los tuyos; yo te ofresco mi persona y gente para la venganza dello, y paresceme que primero que México, allanemos y aseguremos estas provincias amigas y devotas del imperio y nombre mexicano, así para que nos queden las espaldas seguras, como para ir con más gente, con mayor nombre y más temidos.»

     Dicho esto, calló, esperando lo que Cortés respondería, el cual, aunque entendió que por fuerza y no de corazón le había dicho tan buenas palabras, respondiéndole con otras semejantes, o mejores, procurando hacerle verdadero amigo, abrazándole con mucho amor, le dixo así:

     «Sabio y valiente Capitán de los valientes y esforzados tlaxcaltecas: Tú has hecho, procurando ganar honra de tu enemigo, lo que has podido hasta ahora y estabas obligado a ello, por lo cual no hay que culparte; pero, pues ya, como dices, has hecho todo tu deber y has entendido, por la razón que tenernos y porque sumamente poderoso es el Dios que adoramos, que adelante será tan balde porfía como lo ha sido hasta ahora, seamos amigos verdaderos y, juntos, allanemos esas provincias y volvamos sobre México, donde para ti y para tus descendientes ganarás la honra y fama que siempre como valiente y esforzado has procurado, que de mi parte te prometo que, olvidado de los enojos pasados, te haré todas las mejores obras que pudiere, hasta ponerte en aquella dignidad y estado que tú deseas.»

     Mucho mostró holgarse con esto Xicotencatl, el cual, replicando pocas palabras, aunque de mucha amistad, despidiéndose de Cortés, muy contento se volvió a su casa.



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Capítulo X

Cómo Xicotencatl volvió a hablar a Cortés sobre la guerra de Tepraca, y de cómo primero que la comenzase invió sus mensajeros, y lo que los de Tepeaca respondieron.

     Cincuenta días eran pasados después que Cortés estaba en Taxcala, curándose de sus heridas y aún no estaba bien sano, porque las heridas con el poco refrigerio habían sido malas de curar, cuando el General Xicotencatl, teniendo prevenida la gente de guerra, le tornó a hablar diciendo que ya no se podían sufrir las desvergüenzas y atrevimientos de los tepeaqueases y mexicanos, y que pues le habían muerto doce cristianos, y dexando los enemigos a las espaldas, no podía ser la guerra segura contra México, se determinase de comenzar luego aquella otra guerra, y que él estaba presto para ir en su servicio con la gente que lo pidiese. Cortés, aunque más nescesidad tenía de curarse que de ponerse en guerra, por no mostrar flaqueza, que nunca se halló en él, respondió muy al gusto de Xicotencatl, diciéndole que se aprestase, porque él estaba determinado de hacer un bravo castigo en los de Tepeaca y en las guarniciones mexicanas, que les daban favor e ayuda. Con esto se despidió Xicotencatl, el cual no se durmió en las pajas. Cortés, en el entretanto, aunque estaba bien indignado de la muerte de sus españoles y de las de un Fulano Coronado y de otro que las guarniciones mexicanas habían muerto en el despoblado, tomando los caminos para que ningún español pudiese ir ni venir a la mar, reportándose, por parecer la guerra más justa, invió sus mensajeros a los señores y principales de Tepeaca, rogándoles dexasen de le hacer guerra, pues era injusta, y que era más razón ser amigos de los tlaxcaltecas, que eran sus vecinos y tan valientes, que no de los mexicanos, que no sabían guardar amistad ni palabra que diesen e asimismo, que ya sabían cuán alevosamente le habían muerto sus españoles, e que como quisiesen ser vasallos del Emperador de los cristianos, dexaría de tomar dellos justa venganza y los rescibiría a su amor y amistad y los defendería e ayudaría contra los que los quisiesen hacer agravio, y que hecha el amistad que con ellos deseaba trabar, entenderían, el tiempo andando, cuán bien les estaría, ansí para el aumento de su tierra y señorío, como para desengañarse de la falsa y cruel religión en que vivían, y que si quisiesen hacer otra cosa, que él, como a rebeldes y contumaces les haría cruel guerra, de manera que cuando quisiesen su amistad no les aprovechase.

     Fueron los mensajeros y dieron su embaxada, la cual, oída por los de Tepeaca, hicieron burla della, paresciéndoles que como uno a uno y dos a dos habían muerto aquellos españoles, así podrían ofender a los que con Cortés estaban; y como los prósperos subcesos en gente favorescida y que no habían bien probado a qué sabían las tajantes espadas de los españoles, engendraba soberbia y demasiado orgullo, respondieron que no querían su amistad ni la de los tlaxcaltecas, y que siendo vivo el gran señor de México no habían de servir y obedescer a señor que jamás vieron ni oyeron, y que ellos tenían buena ley y religión, rescibida de muy antiguo y guardada con gran cuidado y que estaban determinados de morir en ella y no oír otra, teniendo por capitales enemigos a los que contra la suya fuesen, queriéndoles persuadir otra, y que sobre esto no había de haber más razones, y que así, quedaban con las armas en la mano, esperando para o matar a sus enemigos o morir primero a sus manos que otra cosa hiciesen.

     Vueltos con esto los mensajeros, Cortés llamó a los señores de Tlaxcala. Díxoles lo que los de Tepeaca habían respondido y cómo él determinaba de hacerles cruda guerra, pidiéndoles su parescer; y paresciéndoles que era bien se hiciese así hicieron la gente que había de ir con los suyos.



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Capítulo XI

De lo que la señoría de Taxcala respondió, y de cómo Cortés salió a hacer la guerra.

     Como la Señoría de Taxcala vio tan determinado a Cortés para lo que ella tanto deseaba, holgó mucho de oír lo que había propuesto, y respondiendo Magiscacín en nombre de toda la república, le dixo: «Invictísimo Capitán: Muchas gracias doy a mis dioses por verte ya con más salud y tan amado desta Señoría, porque siendo tú nuestro Capitán y caudillo nada puede subceder que no sea a nuestro gusto y contento, y si mi cansada edad no me lo estorbara y mi presencia no fuera tan nescesaria para proveerte desde esta ciudad en la guerra, por ninguna cosa dexara de ir contigo, pero en mi lugar te servirá un hijo mío que ahora comienza a seguir la guerra, y delante de ti, cuando estéis en el campo, a nuestro uso, le armarán caballero. En lo demás que a esta Señoría toca, te besa las manos por la merced que le haces, darte ha con su General Xicotencatl, que presente está, cincuenta mill hombres de guerra sin los de carga, y si fuesen menester docientos mill no te faltarán. Acompañarte han otros señores, con su gente y armas, desta Señoría, de manera que en lo que a nosotros tocare, no tendrás qué pedir. De ti ciertos estamos que donde tu persona estuviere tendremos la victoria cierta; y porque ésta no se dilate y los de Tepeaca y sus aliados no hagan más daño, así en los tuyos como en los nuestros, sal hoy, porque el enemigo buscado, por valiente que sea, pierde mucho del orgullo, y tu Dios, que tantas victorias te ha dado, te favorezca e ayude en esta jornada, para que volviendo vencedor, como deseamos, tomes de México justa venganza.» Dichas estas palabras, todos los demás señores se levantaron muy alegres, diciendo a una que lo que señor Magiscacín había dicho era lo que ellos querían.

     Habida esta consulta y hecha esta determinación, Cortés, por darles contento y porque viesen cuán bien se aprestaba, mandó luego descoger las banderas, tocar los atambores y trompetas, aderezar las armas y armar los caballeros, echando bando que en aquel día había de salir. Visto esto, Xicotencatl, que era hombre bellicoso, mandó tocar los caracoles e otros instrumentos de guerra, fue por los señores y Capitanes, apercibiéndolos que cada uno recogiese su gente, aunque como era tanta, en aquel día no se pudo aprestar.

     Dicen los que lo vieron, que fue cosa muy de ver la gana con que los unos y los otros se aprestaban, el ánimo grande que los unos rescebían con los otros, el bullicio de todos. Salió primero Cortés, dexando cargo a Alonso de Ojeda y a su compañero Joan Márquez, que acaudillasen y recogiesen el exército de Taxcala, al cual con sus Capitanes y caudillos vinieron los de Cholula y Guaxocingo.

     Salió Cortés muy en orden de guerra, enarboladas las banderas, tocando los pífaros y atambores; acompañóle buen trecho fuera de la ciudad su grande amigo Magiscacín, donde, al despedirse, le encomendó mucho su hijo. La demás gente que no había de ir a la guerra, hasta los niños se derramó por aquel campo para ver a Cortés. Echáronle todos, a su rito y costumbre, muchas y grandes bendiciones, deseosos todos de verle volver con victoria, y no iba tan desacompañado de gente de guerra tlaxcalteca, que no llevaba cuatro o cinco mill flecheros para si, en el entretanto que la demás gente salía, se le ofresciese algún rencuentro.



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Capítulo XII

Cómo después de haber salido Cortes salió la demás gente, las devisas que los señores llevaban y la extraña manera con que al hijo de Magiscacín armaron caballero.

     Partido Cortés, llegó aquella noche camino de Tepeaca, a una parte que se dice Cunpancinco, donde estuvo tres días hasta que el exército de Tlaxcala, de quien llevaba cargo Alonso de Ojeda, llegó. Salieron, así de tlaxcaltecas como de cholutecas y guaxocingos, según la opinión de los más, sobre ciento y cincuenta mill hombres de guerra.

     Salieron todos de Taxcala lo más ricamente adereszados que pudieron y en muy gentil orden, tendidas las banderas de sus Capitanes y la de Taxcala, debaxo de la cual iban las demás. Y porque hace al gusto y sabor de la historia decir las devisas que los señores y el Capitán general llevaban como armas e insignias de sus alcuñas y linajes, es de saber que el General Xicotencatl en su estandarte y bandera llevaba una hermosa y grande garza blanca, tan al natural texida de plumas, que parescía estar viva. La devisa de Chichimecatl, otro señor, era una rueda de plumas verdes con orla dura de argentería de oro y plata. Pistecle, que era otro señor, llevaba por devisa un arco con sus empulgeras y en cada una un pie de tigre y en la empuñadura asimismo una mano de tigre. Estos tres eran los más principales, aunque, los dos reconoscían en algo a Xicotencatl. Iban debaxo destos otros muchos Capitanes y caudillos con sus banderas y devisas. Iban todos en hilera, por donde cabían, de veinte en veinte, y donde no de diez en diez, y como todos iban vestidos de blanco y en las rodelas y cabezas llevaban altos y ricos plumajes, sonando sus instrumentos de guerra, parescían por extremo bien, especialmente reverberando en el argentería plumajes el sol.

     Ocupaban por do iban gran espacio de tierra. Llegaron a buena hora a do Cortés estaba, el cual los salió a rescebir un tiro de arcabuz; hízoles hacer salvas con las escopetas; rescibiólos con gran ruido, de atambores y trompetas; abrazó a Xicotencatl y a los otros dos señores, repartiólos Ojeda por sus cuarteles. Parescía el campo una muy gran ciudad.

     Otro día de mañana los corredores de la Señoría de Taxcala prendieron ciertas espías de Tepeaca, traxéronlas a Cortés, el cual las entregó a aquellos señores para que dellas hiciesen a su voluntad, los cuales, echado bando por todo el exercito para que viesen armar caballero al hijo de Magiscacín, después de haberse puesto todos en rueda, haciendo una hermosa y gran plaza, levantadas las banderas, haciendo señal de callar, con gran ruido de música, puestos en medio ciertos caballeros y algunos sacerdotes con unas navajas en una espada, con la cual sacrificaron las espías, sacáronlas primero los corazones, haciendo ante todas cosas cerimonias. Cuando esto se hacía, el caballero novel estaba algo apartado, armado a su uso ricamente. Mandóle un caballero de aquellos que hiciese fuerte rodela y que se cubriese bien; tiróle fuertemente el corazón de una de las espías, y hecho esto, baxando el mancebo la rodela, con la mano llena de sangre le dio una recia bofetada en el carrillo, dejándole los dedos sangrientos señalados en él. Estuvo recio el mancebo, sin mudarse ni demudarse. Paresció esto mal a Cortés, como parescerá a cualquiera quo esto lea; díxoles que por qué trataban tan mal a caballeros en el campo y que de aquella manera probaban el valor y esfuerzo del que se armaba caballero, porque si siendo reciamente herido no caía, como aquél había hecho, era bastante prueba que cuando se viese en la batalla no se rindiría con fuertes golpes de su adversario. Calló Cortés, aunque todavía le paresció mal.



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Capítulo XIII

Cómo aquel día dieron en la tierra de Zacatepeque, y del duro y bravo recuentro que allí hubo con los de Tepeaca.

     Aquel día, o según la más cierta opinión el siguiente, así la gente de Cortés como la de Taxcala, dieron en unos muy crescidos, espesos y altos maizales de Zacatepeque, pueblo subjecto a Tepeaca, en medio de los cuales había una cava grande de tierra muerta, y de la otra parte puesta en celada, mucha ente de guerra, aguardando a los de Cortés para tomarlos de sobresalto, y así, en pasando que pasaron la cava los nuestros, con grande alarido y furia, valientemente fueron salteados; pero como los nuestros andaban en busca dellos, reportándose, un poco, para ver lo que habían de hacer, los escopeteros y ballesteros en breve hicieron harto estrago en ellos. Los de a caballo, aunque eran pocos y no podían en los maizales aprovecharse de los caballos como quisieran, se emplearon en ellos, alanceando muchos de los que huían.

     En el entretanto, por aquella parte por do los tlaxcaltecas peleaban, los enemigos les hicieron mucho rostro, hiriéndose y matándose con gran coraje los unos a los otros, aunque los tlaxcaltecas, así por ser animosos y guerreros, como por el favor que en los nuestros sentían, llevaban lo mejor.

     Fue muy reñida aquel día esta batalla, porque de refresco acudían muchos de los de Tepeaca. Ya los españoles y los caballos, como la tierra era mullida, andaban cansados; estaban confusos, porque en tierra extraña y tan cubierta de los maizales, no sabían por dónde entrar ni salir, hasta que Ojeda, que iba en un caballo muy crescido, devisó ciertos edificios casi media legua de donde estaban en seguimiento de los enemigos; con muchos tlaxcaltecas guió allá. Llegado que fue allá, vio que eran unos grandes y reales aposentos; apeóse y entró dentro matando los que estaban puestos a la defensa; subió a lo alto con algunos señores tlaxcaltecas; tendió la banderea y estandarte de Taxcala, para que viéndola Cortés y los suyos acudiesen allí.

     Eran estos aposentos en el pueblo de Acacingo. Ya el sol se quería poner cuando yendo de vencida los enemigos, muchos dellos, no sabiendo lo que pasaba, huyeron a los aposentos, donde fueron presos y muertos por los tlaxcaltecas que en ellos estaban. Cortés, mirando por do podría salir a lo raso, que era ya hora, vio la bandera; holgóse mucho con ello, tiró con todos los suyos hacia allá, mostróle Ojeda desde lo alto por do había de subir, señoreó toda la tierra, considerando lo que después podría hacer. En el entretanto, de rato en rato, hasta que ya cerró bien la noche, acudían tlaxcaltecas con mucha cantidad de enemigos presos. Mandábalos Cortés subir arriba a lo alto, y para espantar a los demás, hacíalos echar de allí abaxo, donde se hacían pedazos, porque los aposentos eran muy altos y los arrojados daban sobre piedras.

     Hubo aquella noche para los tlaxcaltecas gran banquete de piernas y brazos, porque sin los asadores que hacían de palo, hubo más de cincuenta mill ollas de carne humana. Los nuestros lo pasaron mal, porque no era para ellos aquel manjar.

     Estuvo Cortés allí tres días con harta nescesidad de comida  y agua, aunque siempre peleando, donde muchos indios hicieron grandes y muy notables desafíos los unos con los otros. Finalmente, después de muchas muertes, no acudiendo más enemigos. Cortés se fue a Tepeaca, donde lo que subcedió diremos luego.



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Capítulo XIV

Cómo Cortés fue a Tepeaca y entró en ella sin resistencia, y de lo que más subcedió.

     Marchó Cortés con su campo muy en orden el camino de Tepeaca sin subcederle cosa que de contar sea, y como los señores y principales della, después del desbarato pasado se habían ido a México, entró Cortés sin resistencia en ella. Asentó el real de los españoles en un patio grande, junto a una torre fuerte y bien alta, mandando que junto a su alojamiento estuviesen Marina y Aguilar, lenguas que fueron harto provechosas y nescesarias. El demás exército de los tlaxcaltecas se asentó fuera del pueblo, en unos grandes llanos, porque dentro no podía caber y por ser señor del campo, aunque los Capitanes y señores tenían sus aposentos en las casas más fuertes del pueblo.

     Estuvo el un campo y el otro, según la más común opinión, en estos asiento más de cuatro meses, aunque Ojeda en su Relación dice más de seis. Los españoles hicieron muchas correrías donde prendieron y mataron muchos de los enemigos. Hicieron muchas entradas en otras pueblos, aunque siempre padescieron mucha nescesidad de comida y agua, en especial después que se acabó un charco que estaba entre dos sierras, que tenían hecho aposta, como xagüey, para recoger las aguas llovedizas; y por estar los bastimentos alzados padescieron los nuestros gran nescesidad dellos, la cual no tenían los indios amigos, por la carnescería que tenían de carne humana; y como la nescesidad es maestra de los ingenios, cayeron algunos de los nuestros en que los perrillos de la tierra, que son de comer, iban de noche y de día a comer de los cuerpos muertos. Iban allá los ballesteros y harían su caza y volvían tan contentos como si hubieran cazado perdices.

     Estando por muchos días en esta nescesidad los nuestros, vino un cacique tepaneca, de paz; traxo a Cortés alguna comida, aunque poca, según los más son miserables y mesquinos; tratóle muy bien Cortés, pretendiendo que lo que quedaba de pacificar se hiciese sin rompimiento ni derramamiento de sangre. Comenzó desde aquel lugar a inviar sus Capitanes, unos por acá y otros por allá, con instrucción que lo que pudiesen hacer por bien y por amor no lo hiciesen por mal. Invió a Diego de Ordás con docientos españoles y muchos indios amigos a Tecamachalco, el cual [tuvo] diversas refriegas con los indios de aquel pueblo; fue y vino cinco veces a él, y como era grande y muy poblado, no se pudo subjectar tan presto. Finalmente, aunque se hicieron fuertes en las quebradas de una sierra, donde mucho se fortalescían, los sacó dellas y fue en su seguimiento, haciendo en ellos gran matanza y después, al cabo, prendió más de dos mill y quinientos dellos, que traxo a Tepeacu, con que acabó de allanar aquel pueblo.

     Cortés hizo esclavos a los presos, herrólos en los rostros, inviando libres a las mujeres y muchachos a su tierra. De los esclavos entregó el quinto a los Oficiales del Rey; los demás repartió entre los que lo habían menester y otros invió a Taxcala para que los tuviesen en guarda hasta que él volviese. Hizo Cortés este castigo, lo uno porque habían sido traidores y quebrantado la palabra, lo otro por amedrentar y espantar a los demás rebelados, que no poco aprovechó, porque, no temen tanto la muerte como ser esclavos, y es la causa que como de su natural condisción son holgazanes, no quieren con la servidumbre ser compelidos a trabajar. Fue esta nueva fuera del valle de Yzucar y hasta Zapotitlán, Tepexe, Acacingo y otros muchos pueblos, a los cuales, como, después diré, fue Cortés y envió sus Capitanes.



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Capítulo XV

Cómo estando Cortés en Tepeara, los mexicanos tentaron de matar con traición a los cristianos y cómo les descubrió, y el castigo que hubo.

     Inviando Cortés por diversas partes sus Capitanes con la gente que cada uno había menester, con la menos se quedaba en Tepeaca, esperando a ver lo que cada uno de los Capitanes avisaba que había de proveer, lo cual fue ocasión que los mexicanos, que eran más maliciosos que otros indios, tratasen con los de aquella comarca que matasen a los nuestros. Esto dicen que fue en una de dos maneras: la una que los unos y los otros se diesen de paz, hiciesen muchos servicios a los nuestros, asegurándolos hasta verlos desarmados, y que descuidados, de noche o de día, con las mismas armas, los más valientes matasen a los nuestros. La otra es, y ésta se tiene por más cierta, que las guarniciones mexicanas, como vieron repartida la gente de Cortés en diversos Capitanes y en diversas partes, que tiniendo aviso adónde acudía el Capitán cristiano que menos gente llevaba, todos los vecinos de los otros pueblos con las guarniciones mexicanas diesen sobre aquél de noche o de día, y que así irían sobre cada uno de los otros Capitanes, y que desta manera acabarían en pocos meses a los españoles; y porque muerta la cabeza, que era Cortés, se podía esto hacer mejor que con ninguno de los otros Capitanes viendo que Cortés quedaba con pocos españoles y que no se velaba mucho, a causa de que en Tepeaca no había muchos indios naturales della y que algunos de los pueblos comarcanos estaban allanados, aunque temían mucho a Cortés, se determinaron los Capitanes de las guarniciones mexicanas con los de la provincia cercar a Cortés en los aposentos donde estaba, y entrándole, matarle o pegar fuego a la casa, para que ni él ni ninguno de los suyos pudiesen escapar, para lo cual tenían gran aparejo, por repartirse los indios amigos y en mucha cantidad con los Capitanes españoles; pero como esta traición no pudo ser tan secreta que algunas mujeres, parientas o amigas e hijas de los de la liga no lo supiesen, y ellas saben poco callar, aficionándose a Marina, la lengua, que era mexicana, paresciéndoles que como extraña de la nasción española y como mujer de su ley e generación las guardara secreto, dos de las que sabían la traición, estando con ella en buena conversación y pasatiempo, después de haber merendado, que estonces más que en otro tiempo se descubren los corazones, le dixeron: «Marina: El amor grande que te tenemos y ser tú de nuestra ley e generación, por lo cual estás obligada a querernos mucho más que a los cristianos, nos fuerza a descubrirte lo que pasa, para que con tiempo te recojas con nosotras y no mueras mala muerte, antes seas señora y estés en tu libertad.» Marina sospechó luego lo que querían decir; acariciólas mucho, diciendo mal de los cristianos, diciendo que no deseaba cosa más que verse libre. Ellas estonces, como vieron tan buena entrada, descubrieron la traición más largamente que aquí va contada. Marina les agradesció mucho el aviso, prometióles de guardar secreto y aun avisólas, para más asegurarlas, que no lo dixesen a otra persona. Con esto, despidiéndose a su tiempo dellas, se vino do Cortés estaba, al cual dixo que mandarse llamar a Aguilar para que en lengua castellana dixese lo que ella quería descubrir, en la que Aguilar estando captivo había aprendido. Vino Aguilar, y Marina descubrió todo lo que con las indias había pasado. Mandólas llamar Cortés, confesaron sin tormento, encartaron a muchos de los indios que se habían dado por amigos, hizo Cortés gran castigo en ellos, escribió a sus Capitanes que se viniesen, velóse con más cuidado en el entretanto, no permitiendo que alguno de los suyos estuviese descuidado. Hay otros [que] dicen que en la comida pretendieron los mexicanos matar a los nuestros, que pudieron más fácilmente si Dios, cuyo negocio se trataba, no les fuera a la mano. Como quiera que sea, aunque la segunda traición es la más cierta, Marina fue la que, siendo tan leal como se ha visto, la descubrió.



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Capítulo XVI

Cómo en el entretanto que Cortés estaba en Tepeaca, indios de México publicaron que Cortés y los suyos eran muertos, y cómo mataron a Saucedo y otras desgracias acaescidas a españoles.

     Los señores y principales de México, sabiendo cómo Cortés estaba en Taxcala e que ya comenzaba a hacer correrías, recelosos de que algunos pueblos que estaban por ellos tiranizados y opresos no se levantasen y hiciesen del bando de Cortés y de los tlaxcaltecas, inviaron camino de la Veracruz y por otras partes ciertos Capitanes, hombres esforzados, con las cabezas de algunos caballos de los que habían muerto en México, y tambien con las cabezas de algunos españoles, publicando por do iban que ya era muerto Malinche (que así llamaban a Cortés) por Marina la india, y que no había quedado hombre español ni caballo. Pudo este engaño tanto, que levantaron a otros indios por do pasaban, para que matasen a los españoles que en sus pueblos estaban.

     Caminaron estos falsos mensajeros hasta llegar a Tustebeque, adonde estaba Saucedo, al cual había dexado Diego de Ordás con ochenta españoles al tiempo que desde Tepeaca había Cortés inviado a llamar al Diego de Ordás. Asimismo, a esta sazón estaba en Chinantla un Fulano de Barrientos, por mandado de Cortés. Acontesció, pues, que Saucedo invió a llamar al Barrientos con un español, a que se viniese debaxo de su bandera, pues era Capitán y tenía gente con quien podría estar más seguro. Respondió Barrientos que no le conoscía y que allí le había mandado estar Cortés y que allí estaría favoresciendo a los indios de Chinantla hasta que otra cosa le mandase. Volviendo el español con esta repuesta a Tustebeque, ya que llegaba media legua cerca de los aposentos, vio grande fuego levantado y que por lo alto ardían bravamente los aposentos. Creyó el español que, por algún descuido, las indias haciendo pan habían pegado fuego a la casa. Llegó al río, no oyó bullicio ni rumor alguno de gente, antes, en llegando al río, vio que venía hacia él una canoa con tres indios, porque los demás estaban escondidos; pasó (que no debiera) de la otra parte, donde no hubo saltado en tierra cuando los indios, que estaban a punto para ello, le comenzaron a herir. Defendióse lo que pudo, pero como eran muchos matáronle luego. De tres indios chinantecas que consigo llevaba, los dos se escaparon echándose al agua: el otro murió con su amo, porque no le dieron lugar a hacer lo que los otros.

     Fue grande la matanza que los indios hicieron en aquellos españoles, porque a los unos quemaron vivos en las aposentos, y a los otros, que andaban descuidados por el pueblo, mataron, aunque algunos dellos vendieron sus vidas lo mejor que pudieron, como los que veían que no podían escapar, matando y haciendo el estrago que pudieron en los enemigos; pero como eran tantos, no pudo hombre dellos escapar. Dieron los indios chinantecas que huyeron las nuevas desto a Barrientos, el cual, por una parte, se holgó de no haber ido donde Saucedo estaba; por la otra quedó muy confuso, muy triste y pensativo, así por aquella gran pérdida, como por el peligro grande en que él quedaba de que los indios donde estaba no hiciesen dél otro tanto. Aumentóle esta congoxa la falta que le hacía un su amigo y compañero llamado Joan Nicolás, que poco después deste desastre murió de enfermedad que le dió. Todos estos males causó la traición y ardid de los mexicanos, que, como adelante diré, nunca pensaban sino cómo matar a los nuestros.



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Capítulo XVII

Cómo Diego de Ordás fue sobre Guacachula, la guerra que hizo y la presa que traxo.

     Prosiguiendo Cortés la guerra, invió a Diego de Ordás y a Alonso de Avila con docientos hombres de a pie y algunos de a caballo a que entrasen por la tierra de Guacachula. Saliéronles al encuentro los indios; hubieron una brava y reñida batalla que duró muchas horas, donde los dos Capitanes, así gobernando como peleando, lo hicieron valerosamente. Mataron gran cantidad de los enemigos, pero todavía porfiaron otros días, en que llevaron lo peor. Volvieron estos Capitanes con presa de más de dos mill hombres y mujeres, aunque al principio, por espantar a los demás, no se daba vida a hombre. Herraron a ellos y a ellas en las caras. Repartiólos Cortés como convenía, invió los demás con Ojeda y Joan Márquez a Taxcala, a que los señores de aquella provincia se sirviesen dellos y se los guardasen, los cuales se holgaron mucho dello. Diéronle muchas gracias; inviéronle comida, que la había bien menester. Con la una presa y con la otra, como todos son vengativose, mostraron mayor contento del que el hombre generoso debe tener cuando vence, tratándolos mal de palabra y aun de obra.

     Volvieron Ojeda y su compañero, y como en el entretanto, en lo de Tecamachalco, los nuestros habían hecho grande estrago, toparon en el camino que iba a Taxcala y a Cholula muchos indios tlaxcaltecas y cholutecas, cargados de indios muertos, que había hombre que llevaba dos a cuestas y otros que llevaban cuatro muchachos juntos, atados por los pies como si fueran gallinas. Decían que para comer en fresco en sus fiestas, y de lo que quedase hacer tasajos, cosa cierto bien horrenda y que de haberse quitado tan abominable costumbre Dios ha sido muy servido, y ellos dello están bien confusos.



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Capítulo XVIII

Cómo el señor de Guacachula invió secretamente a darse de paz a Cortés y con qué condisción, y lo que respondió.

     Entendiendo el señor de Guacachula lo mal que le iba con los españoles y los tlaxcaltecas sus amigos, o porque mudó parescer, o porque hasta estonces había resistido, por dar contento a las guarniciones mexicanas, viendo que ya Cortés se había apoderado de Tepeaca y de los otros pueblos comarcanos y que llevaba hilo de no dexar cosa enhiesta, queriendo de dos males escoger el menor, determinó de ser antes amigo de Cortés, extraño en todo de su nasción y linaje, que sufrir las molestias, denuestos y afrentas que los mexicanos hacían a los suyos, y así, secretamente, por ser primero socorrido y favorescido, que sentido y muerto, invió dos deudos suyos, de quien él se confiaba, a Cortés, los cuales, llegados adonde estaba, con sola la lengua, que no quisieron que otros estuviesen presentes, le dixeron:

     «Gran Cortés, hijo del sol, espanto de tus enemigos: El señor de Guacachula, cuyos criados nosotros somos, te saluda cuanto saludarte puede y te suplica nos des crédito en lo que de su parte te dixéremos. Dice que si hasta ahora ha resistido a tus Capitanes no lo ha hecho por probar sus fuerzas y poder con el tuyo, que él confiesa que no puedes ser vencido, sino de miedo de cincuenta mill mexicanos que están en su tierra amenazándole que si no se defiende de ti le han de matar con todos los tuyos; y como ha visto que ni él ni ellos son parte para resistirse, quieren tu amistad y que le tengas por servidor y quiere reconoscer por supremo señor a ese gran Emperador de los cristianos en cuyo nombre vienes, y cree que debe ser muy grande y poderoso señor, pues tú, que tanto vales, publicas que eres su criado. Por tanto, te suplica le rescibas debaxo de tu amparo y favor, porque de mucho tiempo atrás está harto de ver los denuestos y afrentas que los mexicanos hacen a los suyos, tomándoles las mujeres, forzándoles las hijas, usurpándoles las haciendas; la cual tiranía y servidumbre, porque va siempre en crescimiento, quiere ver quitada de su tierra; porque desea que primero lo remedies que sea sentido dellos, nos invía a ti tan solos y tan sin presentes, que es fuera de nuestra costumbre y usanza.»

     Cortés, que de su natural condisción era clemente y piadoso, holgó por extremo con esta embaxada; condolescióse de la tiranía que aquel señor padescía, alegróse de poder ser parte para librarle della y deshacer otros tuertos y desaguisados que los mexicanos costumbraban hacer. Determinó de favorescer muy de veras a aquel señor, para que conoscida por otros su clemencia, sin venir a las manos se diesen a él. Respondió a los mensajeros: «Yo creo todo lo que habéis dicho y vuestro señor lo ha acertado en querer ser mi amigo y vasallo del Emperador de los cristianos, porque ya ninguno será parte para ofenderle. Desharé y castigaré los agravios que los mexicanos le han hecho, de manera que él quede muy contento de querer mi amistad y arrepiso de no haberla procurado antes. Decilde que vea por dónde quiere que vayan mis Capitanes con treinta o cuarenta mill tlaxcaltecas, porque yo los inviaré luego, de manera que cuando los mexicanos no piensen, los míos estén sobre ellos.» Con esto, muy contentos y muy de secreto se partieron con la repuesta los mensajeros.



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Capítulo XIX

Cómo Cortés invió a Diego de Ordás y a Alonso de Avila con docientos españoles, y cómo se engañaron creyendo que los de Guacachula les trataban traición.

     No se tardaron los mensajeros en volver, avisando a Cortés por dónde habían de ir los suyos, para hacer el hecho que tenían tratado. Despachó luego Cortés a los Capitanes Diego de Ordás y Alonso de Avila con docientos españoles y mucha gente tlaxcalteca; guiáronlos los mensajeros por buen camino y derecho atravesaron tierra de Guaxocingo. Allí, como los de Guacachula hablaron con los de aquel pueblo varias y diversas cosas tocantes a la guerra que contra as guarniciones mexicanas iban a hacer, y al presente no había de los nuestros intérprete que pudiese bien entender ni dar a entender la lengua mexicana, un español que se halló a las pláticas, tomando uno por otro y entendiéndolo mal, dixo a los Capitanes que se habían confederado los de Guaxocingo y Guacachula para poner a los indios de Culhúa, con quien poco antes se habían confederado y hecho amigos. Creyeron esto los Capitanes, porque siempre los nuestros, andaban recatados y no estaban nada ciertos del amistad de los indios, como extraños en todo. Determinaron de no pasar adelante, prendieron a los mensajeros de Guachachula y a los Capitanes y otros principales de Guaxocingo; volviéronse a Cholula, y de allí escribieron una carta a Cortés con un Domingo García y le inviaron los presos. Motolinea dice que los Capitanes nuestros eran Andrés de Tapia, Diego de Ordás, Cristóbal de Olid; y Ojeda en su Relación, los ya dichos.

     Cortés como leyó la carta, pesóle de lo que decía, aunque no se determinó en creer lo que en ella venía, por parescerle que los mensajeros de Guacachula le habían hablado con gran calor y lágrimas, y porque de los de Guaxocingo tenía buena opinión. Examinó con mucha cordura los mensajeros y a los Capitanes cada uno por sí, y entendió de la confesión de todos que pasaba al revés de lo que la carta decía y que el español, o de miedo o porque entendió mal, se había engañado, entendiendo uno por otro, ca lo que estaba concertado y lo que los mensajeros dixeron a los otros indios era que meterían a los cristianos en Guacachula y que luego podían matar a los de Culhúa. Entendió el español que los de Culhúa habían de matar a los españoles después de metidos en el pueblo. Averiguado esto así, alegre Cortés de que los indios fuesen leales, los soltó, haciéndoles grandes caricias y satisfaciéndolos cuanto pudo, para que no fuesen quexosos; y para más satisfacerlos y porque no acaeciese algún desastre y por ser el negocio de tanta importancia y porque se acertase mejor, determinó de irse con ellos.



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Capítulo XX

Cómo Cortés se partió con los mensajeros de Guacachula, y de lo que en el camino le acontesció.

     Cabalgó, pues, Cortés y Pedro de Alvarado con él, con cuatro o cinco de a caballo y otros tantos de a pie; adelantáronse los indios: comenzó a llover tanto que el agua les daba a la rodilla, llegaron al rio de Cholula, el cual iba muy crescido y la puente era de vigas no bien juntas. Apeóse Alvarado, metiendo de diestro su yegua, y como las vigas estaban mojadas, deslizó la yegua, metió la una mano entre viga y viga, y por sacarla, con la fuerza que hizo, dio consigo en el río, y si de presto Alvarado no soltara la rienda, diera consigo abaxo. Nadó la yegua, que era muy singular, y salió de la otra parte; paróse como esperando a su amo, sin irse a una parte ni a otra. Cortés como vio esto, mandó a Alonso de Ojeda que le pasase el caballo a nado; quitóle Ojeda la silla, cabalgó en él en cerro, sin desnudarse, y como tenía cuenta con la rienda, con la furia del agua, llevando la espada sin contera, con la otra mano y se hirió sin sentirlo en un pie en los menudillos.

     Pasó Cortés y los demás por la puente, llegaron a Cholula, y como ya a Ojeda se le había resfriado la herida, comenzaba a coxquear y no se podía menear, de lo cual pesó bien a Cortés, porque era hombre para cualquier trabajo. Mandó a los indios de Cholula que lo llevasen en hombros a Tepeaca en una hamaca, avisándoles que mirasen por él como por sus ojos, si no querían ser todos muertos. Los indios, en quien más que en otra nasción puede mucho el miedo, le llevaron a Tepeaca salvo, aunque no sano.



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Capítulo XXI

Cómo los indios de Guacachula, desmintiendo las velas, cercaron a los capitanes mexicanos y cómo pelearon con ellos y [a] la mañana los ayudó Cortés.

     Aquella noche que los mensajeros llegaron a Guacachula, los vecinos del pueblo y los que Guaxocingo y tlaxcaltecas, pasada la mayor parte della, procurando salir verdaderos, engañando las centinelas, cercaron a los Capitanes mexicanos. Comenzaron a pelear bravamente con ellos y con los demás, confiados de que Cortés no podría tardar muchas horas, aunque los Capitanes cristianos les ponían gran ánimo, peleando ellos valerosamente, porque los indios enemigos eran más de treinta mill y de los más escogidos del imperio mexicano y estaban fortalescidos y como en su casa. Cortés partió de Cholula una o dos horas antes del día; caminó bien apriesa, dio sobre los enemigos con dos o tres horas de sol. Los de Guacachula, que tenían sus espías para cuando viniese, supiéronlo luego; saliéronle al encuentro con más de cuarenta prisioneros. Dixéronle: «Ahora, señor, verás cómo te diximos verdad y que el español se engañó.» Cortés les replicó que decían verdad; abrazó a algunos, llamándolos tiacanes, que significa «valientes», palabra con que ellos mucho se honran y animan.

     Llevaron a Cortés a una gran casa donde estaban cercados los mexicanos, peleando más valientemente que nunca, como los que peleaban más por las vidas que por ofender. Teníanlos cercados los del pueblo y los tlaxcaltecas y guaxocingos. Llegado Cortés, dieron sobre ellos con tanta furia y tantos, que ni Cortés ni los españoles fueron parte (aunque lo procuraron) para impedir que no los hiciesen pedazos sin dexar hombre a vida de los Capitanes, que eran muchos. De la otra gente murieron infinitos, así antes como después de llegado Cortés; pero los demás, perdiendo totalmente el ánimo con su venida, huyeron hacia do estaba una guarnición de más de treinta mill mexicanos, los cuales, sintiendo lo que en el pueblo pasaba, venían a socorrer a sus amigos. Llegados, comenzaron a poner fuego en la ciudad en el ínterin que los vecinos estaban embebecidos en matar enemigos; pero como lo sintió Cortés, salió a ellos con los de a caballo y con los escopeteros; rompiólos, alanceó muchos, retráxolos a una alta y grande cuesta, siguiólos hasta encumbrarlos, donde encalmados los unos y los otros, ni podían ofender ni ser ofendidos. Encalmáronse dos caballos, el uno dellos murió luego, y de los enemigos, sin herida, ahogados del calor y cansados de la subida, cayeron muchos muertos en tierra, y llegando de refresco muchos indios amigos, casi sin resistencia de los contrarios, hicieron tanto estrago que en breve estaba el campo vacío de vivos y lleno de muertos.

     Vista esta matanza, que fue una de las grandes que en mexicanos se había hecho, los que quedaron vivos desampararon sus alojamientos. Los nuestros, siguiendo la victoria, saquearon todo cuanto toparon sin dexar cosa; quemaron las casas, en las cuales hallaron muchas vituallas, tomaron, así de los muertos como de otros que prendieron, ricos plumajes, argentería, joyas de oro y plata, piedras presciosas, muchas de las cuales parescían porque lo debían [ser], de las que los nuestros habían perdido a la salida de México. Traxeron los indios para contra los cristianos lanzas mayores que picas, tostadas las puntas, pensando con ellas matar los caballos, y no se engañaban si supieran jugarlas, pero si no es en el flechar, en todas las demás armas tienen poca destreza.

     Tuvo este día Cortés de gente que acudió de Guaxocingo y Cholula, sin los tlaxcaltecas, más de sesenta mill hombres de guerra, a su modo bien adereszados. Fue cosa de considerar la brevedad con que tanta gente se juntó, porque Guacachula era pueblo de no más de cuatro mill vecinos, pero como de los mexicanos habían rescebido siempre malas obras, deseosos de la venganza, tuvieron alas en los pies, que la indignación y enojo les dio.

     Guacachula está en llano, tiene un río a la una parte, que en el verano le sacan los vecinos todo en acequias para regar sus sementeras y huertas, y así es muy fresco de verano. Tiene una barranca por la cual va un arroyo; encima della está un albarrada o cerca con su pretil, de dos estados en alto, que era la fuerza del pueblo, por la mucha piedra que tenía para arrojar de allí abaxo. A la parte de ocidente tiene muchos cerros pelados, bien ásperos. Después acá, como allí se fundó un monesterio de frailes Franciscos, reducido a pulicía por ellos, tiene otra traza. Danse en esta tierra árboles de Castilla, especialmente los que son de agro, y así se dan las mejores granadas, limas y naranjas del mundo, y lo mismo los higos. Tiene un templo de bóveda, bien sumptuoso.

     Estuvo aquí Cortés tres días, tomando lengua de los pueblos comarcanos para ver lo que después le convenía hacer. Estando en esto, le vinieron mensajeros de un pueblo que se dice Ocopetlayuca, ofresciéndose en nombre del señor dél y de los demás moradores a su servicio, diciendo que querían hacer lo que los de Guacachula. Está este pueblo tres leguas de estotro, al pie del volcán cuya comarca veinte leguas alderredor, como en su lugar diremos, es la más poblada y la más fértil de todo lo que hasta ahora en estas partes se ha descubierto.



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Capítulo XXII

Cómo Cortés desde Guacachula se fue a Yzucar y echó de allí las guarniciones mexicanas que había, y de cómo allí, eligió por señor del pueblo a un muchacho que fue el primero que en las Indias se bautizó.

     Como Yzucar, que es un pueblo, como después diré, grande y fresco, estuviese no más de cuatro leguas de Guacachula, entendiendo los más dél la pujanza de Cortés y que no había fuerzas para resistirle y que las guarniciones mexicanas (que pasaban de ocho mill hombres) que tenían en sus casas, les hacían más daño que si fueran enemigos, determinaron, para librarse de los mexicanos, no obedescerles, antes, como sus vecinos, inviar de secreto a llamar a Cortés, el cual, vistos los mensajeros, vino y entró con mucha gente. Fue de los de Yzucar bien rescebido; trabó luego batalla con los mexicanos, los cuales aunque eran pocos, porfiaron hasta que Cortés los rompió. Mató los más, siguió los vivos hasta un río que estonces, como llovía, iba muy crescido, el cual no tenía puente, porque la que había, que era de vigas postizas, la furia del agua las había llevado. Ahogáronse allí los que pensaron, huyendo, escapar. Quemó Cortés luego los templos e ídolos, así por quitar las fuerzas a sus enemigos como por el menosprecio de su religión vana. Hacía esto Cortés cada vez que los pueblos se le ponían en defensa; y así, los que de paz se le daban, lo primero que pedían era que no les quemase los templos ni derrocase sus ídolos. Condecendía con ellos, porque estonces vía que no era tiempo de hacer otra cosa.

     Muertos casi todos los mexicanos y librados de su opresión los de Yzucar, como su señor se había ido a meter con los mexicanos, pidieron a Cortés que de su mano les diese señor. Cortés, inquiriendo a quién le podría venir de derecho, supo que después del señor que tenían, el más propinco heredero de la casa y estado era un muchacho de hasta doce años, bien apuesto y de buena gracia, hijo del señor de Guacachula e nieto del señor de Yzucar. A este nombró Cortés por señor, nombrando asimismo dos caballeros viejos y de mucha experiencia, que hasta que tuviese edad la gobernasen a él y al pueblo.

     Hecho este nombramiento, con que todos los de Yzucar se holgaron mucho, porque aunque algunos de más edad lo pretendían, a ninguno con tanta razón como a este muchacho convenía, baptizáronle los religiosos Franciscos. Fué su padrino Pedro de Alvarado, por lo cual le llamaron don Pedro de Alvarado, al cual llevando después los religiosos para instruirle en las cosas de nuestra sancta fee, andaba triste y atemorizado, creyendo, como en su vana religión había visto, que le llevaban a sacrificar, que ansí dixo después que sus padres solían hacer, por lo cual un día preguntó a un religioso:«Padre, ¿cuándo me han de matar y sacrificar?», y entendiendo estonces el religioso que la tristeza que traía era de aquello que pensaba, le llegó a sí, halagóle mucho y sonriéndose, le dixo: «Hijo mío, ¿y por esto andabas triste?; no me lo dixeras antes. No temas, alégrate y regocíjate, que en la casa de Dios, a quien tú has de servir y adorar, no matan a ninguno, antes los defienden, porque nuestro Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y así en lo demás de nuestra religión con el tiempo verás muchas cosas que te darán contento.»

     Oyendo esto el muchacho, se alegró mucho y dixo que era buena cosa ser cristiano y que el Dios que no quería que nadie fuese sacrificado debía de ser misericordioso, manso y benigno.

     Fué este muchacho el primero que de los idólatras fué rescebido en la casa de Dios por el baptismo. Y porque hoy Yzucar es uno de los buenos pueblos de aquella comarca, será bien decir algo de su asiento y partes en el capítulo siguiente.



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Capítulo XXIII

Del asiento y fertilidad de Yzucar y de cómo Cortés mandó llamar y algunos vecinos que se habían huído.

     Es Yzucar en temple más caliente que frío, abundante de fuentes y arroyos, que por el regadío hacen su tierra muy fértil y el pueblo el más fresco que hay en aquella comarca. Está asentado en llano, aunque tiene sierras cerca. Danse en él todas las más fructas, así de Castilla como de la tierra, muy sazonadas y sabrosas, en especial de las que son de Castilla, naranjas, limas, higos, y asimismo se hace mucha y muy buena hortaliza. Coge[n] ahora mucho trigo y maíz los moradores, los cuales andaban y andan vestidos de algodón, más bien tratados que los de otros pueblos, porque cogen mucho algodón.

     Tenía muchos templos del demonio, sumptuosos y bien labrados. El río que corre junto al pueblo tiene grandes y altas barrancas. Sácanse dél, así por la copia del agua, como por la buena corriente que tiene, muchas acequias con que se riega una fértil vega que tiene, en la cual a esta causa hay mucha y muy buenas heredades. Todo esto es ahora mejorado, y Cortés lo miró estonces con cuidado. Tenía más gente Yzucar que Guacachula.

     Estando, pues, en este pueblo Cortés, entendió que los indios que habían sido de contrario parescer, cerca de que no se llamasen los españoles, se habían metido en la sierra, y los españoles e indios amigos les habían tomado toda su ropa e que el señor se había ido a México. Soltó ciertos prisioneros que halló ser de aquella parcialidad; hízoles buen tratamiento, rogóles que recogiesen la demás gente y que llamasen a su señor y que les prometía toda la seguridad que quisiesen, diciéndoles que aunque los españoles eran tan valientes como vían, no hacían mal a quien no se lo hacía e que a los que venían de paz rescebían como a hermanos. Aprovechó tanto esto, que dentro de tres días se volvieron todos e Yzucar se pobló como de antes estaba; tanto puede la clemencia y liberalidad del vencedor. Con todo esto, el señor no vino, o porque se temió que Cortés no le tratase mal, o porque era pariente del señor de México.

     Asentado desta manera el pueblo, tornó a haber disensión sobre la elección del nuevo señor entre los de Yzucar y Guacachula, porque los de Yzucar quisieran que subcediera en el señorío un hijo bastardo de un señor del pueblo que Motezuma matara; los de Guacachula querían que subcediese el muchacho que estaba elegido, el cual, al fin, quedó en el señorío hasta que su abuelo vino de paz, ofresciéndose muy al servicio de Cortés, el cual le volvió en el señorío. Murió el mozo algunos años después, cuyo hermano subcedió no muchos años después al restituido.

     Antes que Cortés saliese deste pueblo, era tanta la fama y nombre que cobró, que vinieron peor sus mensajeros a la obediencia ocho o diez pueblos bien lexos de allí a darse por sus amigos y servidores, diciendo que no habían muerto cristiano alguno ni tomado armas contra ellos.



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Capítulo XXIV

Cómo Cortés volvió a Tepeaca y de allí invió a sus Capitanes, unos a asegurar el camino de la Veracruz, y otros a pacificar otros pueblos, y de un nuevo modo de crueldad con que mataban a los nuestros.

     Hechas estas cosas, Cortés, por la comodidad que allí tenía, se volvió a Tepeaca, de adonde invió luego a Alonso de Avila con docientos españoles y buena cantidad de indios amigos contra el pueblo de Tecalco, en el cual no le hicieron resistencia los vecinos, porque le desampararon, y lo mismo hicieron otros, huyéndose a la sierra; y viendo Alonso de Avila que no podía hacer nada ni hallaba ocasión en que poder señalarse, mohino se volvió a Tepeaca, de donde Cortés, sabiendo el daño que los indios hacían en el camino de la Veracruz, porque a su salvo, así a los que venían del puerto, como a los que venían de las islas o de Castilla, si no caminaban muchos juntos o iban muy recatados y bien armados, hacían el daño que querían, salieron para remediar este daño, por mandado de Cortés, Cristóbal de Olid y Joan Rodríguez de Villafuerte, con docientos españoles y muchos indios amigos. Fueron por cuadrilleros Joan Núñez Sedeño, Alonso de Mata e un Fulano de Lagos, con cada cincuenta hombres; llegaron a un pueblo que se dice Yztacmichitlán, el cual todo estaba de guerra; detuviéronse los nuestros, corriendo la tierra ocho días; padescieron gran hambre, porque de tal manera los enemigos les alzaron los mantenimientos, que ni aun perrillo hallaron que comer.

     Entraron en el pueblo y hicieron fuertes en unos aposentos que tenían cinco salas grandes. Los enemigos, pensando tomarlos allí y que ninguno se les escapase, pusieron fuego de noche a los aposentos por la parte que soplaba el viento, y así en media hora se abrasaron aquellos edificios; y como los nuestros se velaban, no se hubo emprendido el fuego cuando saltaron en el patio, haciendo rostro a los enemigos, a los cuales, como pelean mal de noche, rompieron fácilmente, matando algunos. Hiciéronse luego a lo largo y de allí otro día, como los enemigos no los esperaban ni había remedio de comida, marcharon hacia una provincia que se dice Tlatlacotepeque, la cual estaba alzada, retirada toda la gente en escuadrones en la sierra, los cuales, como muchos y bien armados salían a matar y prender los españoles que en busca del General venían del puerto; tomábanlos tres a tres y cuatro a cuatro, y el modo que tenían era que una guarnición dellos de dos o tres mill hombres se salía a un despoblado que se dice de las Lagunas, baxo del pueblo de Teguacán, y allí prendieron a los que no se dexaban primero matar, los llevaban a este pueblo, cabeza de toda la provincia de su nombre, y metíanlos en una cocina, según dice Mata en su Relación, donde tenían buen fuego; dábanles a comer, aunque no muy bien; mostrábanlas amor, para que se descuidasen y engordasen, y cuando al parescer dellos estaban más contentos, daban de sobresalto con mucha grita sobre ellos. Hacíanlos salir de la cocina, y como a toros o otras fieras los esperaban que saliesen al primer patio, donde con muchas varas tostadas los agarrocheaban, y si allí no caían, los esperaban otros nuevos agarrocheadores al segundo patio, donde el que se libraba del segundo, aunque se tornase pájaro, no podía escapar de ser miserablemente muerto. Cierto, este era nuevo y nunca visto género de crueldad, como inventado por el demonio, a quien tenían por maestro. Era lástima ver las señales de las manos ensangrentadas por las paredes, los gritos y voces que daban, padesciendo tan cruel muerte. Los unos, como canes rabiosos, abalanzándose al que primero topaban, le ahogaban con los dientes y las manos; otros, que más paciencia y sufrimiento tenían, conosciendo lo que por sus pecados merescían y que no podían escapar de morir, hincados de rodillas, las manos levantadas al cielo, esperaban la muerte, en muchos, a lo que se puede creer, principio de vida eterna. Después, hechos pedazos, los inviaban, como cuartos de venados, en presente, a sus amigos, y, lo que era mayor crueldad, vivos inviaban algunos españoles, para que con aquel género de muerte o con otros más cruel los sacrificasen, haciéndoles saber que cuanto más corridos y fatigados fuesen aquellos hombres, tanto más, después de muertos, serían sabrosos de comer, de los que esta crueldad usaban.

     Los Capitanes que invió Cortés traxeron treinta o cuarenta principales, que como a fieras pudieron cazar. Hízolos Cortés meter en un patio, y ellos, entendiendo que habían de morir, desnudos en carnes hicieron un areito o danza, que duró media hora, cantando su muerte y encomendando sus ánimas a los dioses, o por mejor decir, a los demonios, y así esperaron la muerte como si fuera alguna buena nueva. Fueron todos pasados a cuchillo. Sonóse esta nueva por aquella tierra y refrenáronse de ahí adelante, temiendo morir como ellos.



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Capítulo XXV

De lo que un indio de los que así prendieron, antes que le justiciasen, confesó cerca de lo pasado, y de otras cosas.

     Ser así lo que en el capítulo pasado está dicho, muéstralo claramente lo que un indio, clara y espontáneamente confesó delante de Cristóbal de Olid y Villafuerte. Este indio, dicen unos que fue preso; otros, y esto se tiene por lo más cierto, que una noche se vino do el real de los nuestros estaba, y que o arrepentido de lo hecho, o por poner miedo, dixo por una cuenta que ellos hacen de granos de maíz, que él y sus amigos, en el camino que va de México a la Veracruz habían muerto cincuenta y cinco cristianos, en comprobación de lo cual, sacó luego de una hoya hecha a mano, cerca de una torre, una cabeza de cristiano que no había más de tres días que lo habían muerto en el despoblado, yendo con cartas de Cortés a la Veracruz, la cual era de un Fulano Coronado, harto conoscido entre los españoles e indios. Mata, que estonces era Escribano y después fué Regidor de la Puebla, dio por testimonio cuya era, para prosceder mejor contra los delincuentes y para certificarlo al General cuando con él se viese.

     En este pueblo hallaron unas casa y aposentos bien soberbios y en ellos una casa de fundición con sus fuelles, herramientas y carbón, y en una cámara muchos panes de liquidámbar, de que no poco los nuestros se maravillaron. Había en esta casa en tres patios tres estanques que se cebaba[n] de un río que, llenos, pasaba de largo por sus muescas que cada estanque tenía.



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Capítulo XXVI

Cómo el cacique de aquel pueblo entró con cierta gente en aquellos aposentos y salió sin ser sentido, y de otras cosas que acaescieron.

     Aloxados los nuestros en estos aposentos y velándose con todo cuidado, entró una noche el cacique del pueblo, acompañado de algunos principales, y, lo que más fue, de algunas mujeres también principales, en los aposentos. Andúvolos todos, entró en la fundición, vio lo que los nuestros hacían y salió sin ser sentido al entrar ni al salir, que ni la ronda topó con él, que fuera gran negocio, ni las velas pudieron entenderlo, hasta que de lexos el cacique y sus compañeros dieron voces, como haciendo burla del descuido de los españoles, que paresció grande, por entrar vestidos, como siempre andan, de blanco, que es el color que de noche sólo se paresce y devisa; pero no faltó quien dixo que como entre ellos hay muchos hechiceros, por arte del diablo habían entrado y salido.

     Salieron de aquí los nuestros; fueron adelante hacia las lagunas, a un pueblo que se decía Xalacingo, donde estuvieron cinco o seis días, que en todos ellos no pudieron descubrir grano de maíz, tanta era la solicitud y diligencia que tenían en esconderlo, por que los nuestros muriesen de hambre, ya que ellos no los podían matar, hasta que un marinero, escondidamente, fue a la cumbre de unos montes, de los cuales descubrió un gran valle con mucha gente; dio aviso dello; fueron los nuestros, prendieron sin contradición algunos dellos, tratáronlos bien; soltáronlos luego, porque paresció ser gente sin culpa de las muertes de los españoles. Comieron los nuestros del maíz que aquéllos tenían; hartáronse aquel día, porque los demás habían ayunado; hicieron alguna mochila, aunque no como quisieran, aunque la habían bien menester.

     Estuvieron los españoles por estos y por otros pueblos sin tener recuento ni subcederles cosa notable treinta días y más, en todo el cual tiempo, que fue cosa de mirar en ello, ni ellos supieron de Cortés ni Cortés dellos, de que los unos y los otros no tuvieron poca pena. La causa fue estar la tierra de guerra, que dos ni cuatro españoles, por no dar en manos de muchos enemigos, osaban salir; y así cuando estos Capitanes y su gente hallaron a Cortés en Tepeaca no se puede decir lo que los unos con los otros se alegraron, porque los unos tenían por muertos a los otros. Entendió Cortés de la relación de los Capitanes, que no convenía entrar más la tierra adentro, sino volviéndose a Taxcala, dar orden en cómo se hiciese la guerra contra México, porque ganada aquella ciudad, eran fáciles de ganar las demás, así las que estaban cerca como las que lexos.



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Capítulo XXVII

Cómo Cortés desde Tepeaca despachó mensajeros a la Veracruz, e de las nuevas que tuvo de Barrientos.

     No aprovechó tan poco el haber Cortés inviado aquellos Capitanes, aunque no mataron gente, porque no los esperaron, que algún tanto no se asegurase el camino, creyendo los indios que siempre había de andar por allí guarnición española, y así pudo Cortés inviar sus mensajeros a la Veracruz, rogando a los que allí estaban le inviasen alguna gente y los caballos que pudiesen, sin hacer notable falta en la Villa Rica, porque quería rehacerse de gente y armas para volver sobre México. En el entretanto que los mensajeros iban, los principales de Tepeaca, viendo cómo Cortés se había enseñoreado de toda la provincia y de otros muchos pueblos, se unieron a él, pidiéronle perdón de su rebeldía, prometiéronle verdadera amistad y que en el entretanto que el señor venía, que se había ido a Guatemuza, señor de México, les diese señor a su voluntad, y de su mano, porque aquél tendrían y obedescerían como a su señor natural. Cortés los rescibió con mucha gracia, dióles por señor a un principal, deudo muy cercano del otro, aunque más anciano y de más prudencia e juicio. Hiciéronse en esta elección las acostumbradas cerimonias y muchas fiestas, las cuales para Cortés fueron más alegres que otras que había visto, por la gran alegría que rescibió con la nueva que le traxeron unos indios mercaderes, que fue que Barrientos estaba vivo y sano en Chinantla y que era tan amado del señor y los demás de aquella provincia, que tomándole por su caudillo, habían hecho guerra a sus vecinos y ganado con ellos mucha honra; y cierto el Barrientos era valiente, diestro y animoso, y lo que más era, sabio y ardid en las cosas de la guerra, con las cuales partes, quedando solo, se dio tan buena maña, que, no solamente no le mataron, como pudieran y como sus vecinos habían hecho con Saucedo, pero se gobernaron y rigieron por él.

     Invióle a llamar Cortés, y no sin copia de españoles, así por honrarle, como por que no se lo defendiesen los indios, los cuales le entregaron con mucho amor y voluntad y le dieron mucha comida y otros dones. LIoraron con él a la despedida, rogáronle que los favoresciese con el Capitán general Cortés, y que allí quedaban todos a su servicio, y que si algún Capitán hobiese de inviar a aquella tierra, que no fuese otro sino él, pues le conoscían y sabían cuán sabio y valiente era. Barrientos se lo prometió, el cual no viendo la hora que verse con Cortés y los suyos, no se detuvo en más razones. Llegado que fue al real de los nuestros, Cortés le salió a rescebir; dióle muchos abrazos y hízole mucha honra, diciéndole: «Los soldados que tan bien aprueban como vos, justo es que todos los honremos», dando con estas palabras a entender que así honraría al que, como Barrientos, lo hiciese, con el cual se holgó por extremo la demás gente, dándole la norabuena de su venida y de su buena andanza, preguntándole en particular muchas cosas que fueron gustosas, así para el que las contaba como para los que las oían.



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Capítulo XXVIII

Tepeaca dio viruelas en los indios, y cómo como poco antes que Cortés saliese de fundó una villa que llamó Segura de la Frontera.

     El negro que consigo había traído Narváez con viruelas que, según está dicho, las había pegado a los indios de Cempoala, vinieron su poco a poco cundiendo como mancha hasta dar en Tepeaca, donde della y su comarca murió mucha gente, de tal manera que los perros tiraban dellos estando vivos, porque en los muertos se cebaban como sus amos, y esta es la causa por qué a los indios les pesa mucho de que los nuestros les llamen perros; y si no fuera por los españoles, que como sabían qué enfermedad era, dixeron a los indios que no se bañasen ni se rascasen, y los que esto hicieron, ni murieron ni quedaron hoyosos. Los nuestros, aunque no tuvieron esta enfermedad, como les faltaba la carne y el pan de Castilla y vino, y el maíz es sanguino, porque los perrillos los habían acabado, no estaban muy sanos y deseaban volver a Taxcala, que era tierra de amigos y más bien proveída, lo cual viendo Cortés e que toda aquella comarca ya estaba pacífica, determinó, primero que se volviese a Taxcala, para seguridad de los españoles e de los indios amigos, fundar una villa en el lugar más fuerte que en Tepeaca halló. Hízolo así e una casa fuerte. Llamó a la villa Segura de la Frontera. Dexó en ella por Alcaide al Capitán Pedro Dircio, y por Regidor, con otros, a un Francisco de Orosco. Dexó la gente que le paresció convenir para la fuerza y población de la nueva villa, en la cual dexó algunos que estaban enfermos porque donde habían enfermado, sanarían mejor, tiniendo cuidado dellos sus amigos, que estaban más desocupados que los que con Cortés iban, a causa de la guerra, para que se habían de apercibir.



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Capítulo XXIX

Cómo Cortés desde la nueva villa de Segura despachó [a un hidalgo] con cuatro navíos de Narváez a Sancto Domingo, e cómo vino a ver a Cortés el señor de Chinantla.

     Algunos días después que vino Barrientos no se pudo sufrir el señor de Chinantla, que por su persona, acompañado de muchos principales y con muchos dones, no viniese a ver a Cortés, el cual le salió a rescebir, ya obligado por lo que con Barrientos había hecho. Honróle mucho y sentóle a su mesa, lo cual hacía con pocos, en una silla de espaldas, lo cual aquel señor (porque no faltó quien le avisó dello), tuvo en tanto, que de ahí adelante ponía a los españoles sobre su cabeza, dimos, porque no se pusiesen en camino y siendo que solos ellos en el mundo merescían ser servidos de toda las otras nasciones. Usó Cortés desta manera de honra con algunos señores, y con los más le aprovechó mucho, ca siempre en los ánimos generosos de cualquier nasción que sean, puede más la honra que el provecho.

     Tiene esta tierra de Chinantla, que no es razón pasarlo en silencio, estando setenta leguas de la mar, un ojo de agua tan salada que della se hace muy blanca e muy hermosa sal. Hay algunos otros pueblos en esta provincia en los cuales hay algunas lagunas salidas, de las cuales se hace sal, pero no tan buena como la deste ojo. Dase en algunos pueblos destos aquel palo tan presciado que llaman guayacan. E como ya Cortés veía que los negocios se iban encaminando de manera que su principal propósito, que era de ir sobre México, se efectuase, despachó a un hidalgo, persona de confianza, con algunos otros españoles que para su seguridad con él fueron a la Veracruz para que, con cuatro navíos que allí estaban de la flota de Narváez, fuese a Sancto Domingo por gente, armas, artillería, pólvora, caballos, paños, lienzos, zapatos y otras muchas cosas. Dióle asaz la plata y oro que para esto era menester. Escribió al licenciado Rodrigo de Figueroa e al Audiencia, dando cuenta de todo lo subcedido desde que los mexicanos le habían echado de su ciudad hasta aquel día, encaresciendo cuanto pudo cuánto convenía inviarle socorro e ayuda de todo lo que inviaba a pedir, por la gran esperanza que tenía de recobrar a México. Y porque todo lo que sentía no lo podía declarar en aquella relación que inviaba, como a testigo de vista suplicaba se diese entero crédito [a] aquel hidalgo que inviaba, con poder de obligarle, si faltase dinero, para lo que fuese menester, y sobre todo con señas particulares del que inviaba, para que hiciese fee y se le diese crédito a lo que dixese. Escribió por sí una carta de creencia con el oro y plata. Invió para aquellos señores y para otros sus amigos joyas de oro y plata, plumajes ricos, piedras, cosas fundidas y labradas así con piedras como con martillos, ropas y otras cosas las más extrañas que pudo, claras muestras de la gran prosperidad de la tierra.

     Llegados a Sancto Domingo los navíos, leídas las cartas y relación, holgaron mucho todos con tan prósperas y buenas nuevas. Dio el Audiencia, como en negocio tan importante y en donde Dios y el Emperador habían de ser muy servidos, el calor que pudo. Moviéronse muchos a ir, y tantos, que a no estorbarlo el Audiencia, la Isla se despoblara, que esto tiene el ánimo español, que por ir a mayores cosas, aunque en sí tengan muy gran dificultad, dexa con voluntad la quietud presente. No lo consintió el Audiencia, permitiendo que sólo fuesen aquellos cuya ausencia no hiciese notable falta, aunque para el calor déstos fueron algunas personas de cuenta, como en su lugar diremos.



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Capítulo XXX

Cómo Cortés se partió para Tlaxcala y lo que pasó con Martín López, e cómo le invió adelante a cortar la madera.

     Cortés procurando, por holgarse con los señores de Tlaxcala, de tener la Pascua de Navidad allí, que era de ahí a doce días, dexando, según está dicho, gente de guarnición en Segura de la Frontera, determinó de aprestarse, y como vía que México no se podía ganar (que era su principal motivo) sin hacer los bergantines, mandando llamar a Martín López, sabio en aquel menester, le dixo que diese industria cómo se hiciesen seis bergantines y dixese su parescer cerca de mayor o menor número y de mayor a menor grandeza. Martín López le respondió que menos de doce bergantines eran pocos para la grandeza del alaguna y que todos no habían de ser de un tamaño, porque los más pequeños, como más ligeros, serían para seguir y alcanzar, y los mayores para esperar y romper, y que se hiciese uno mayor que todos, para Capitán. Finalmente, con el parescer de otros que también entendían de la navegación y arte de fabricar navíos, se concluyó que se hiciesen trece bergantines grandes y pequeños para que no hubiese parte por donde se pudiese acometer la ciudad que no nadasen tres o cuatro juntos; y porque esto se pudiese hacer con más presteza e Cortés se pudiese ir a la ligera, invió adelante, a Tlaxcala, a Martín López con todos los oficiales, para que cortasen la madera, inviando a decir a los señores de Tlaxcala que en el entretanto que él iba, que sería presto, diesen favor a Martín López e todos los indios que fuesen menester para cortar la madera, e que tuviesen entendido que sin aquellos navíos que pretendía hacer no se podía ganar México. Ellos hicieron lo que Cortés les mandó, porque vían que también hacían su negocio.

     Hecho esto, Cortés, inviando dos días antes toda la gente, así española como índica, se partió con veinte de a caballo. Vino a dormir (según dice Motolinea) a Guatinchán, pueblo de sus amigos; otros dicen (y el Marqués en su Relación) a Cholula. Como quiera que sea, hasta llegar a Taxcala le salieron a rescibir, no sólo los pueblos que estaban en el camino, pero los de la comarca, con muy gran alegría y reverencia, como a triunfador y vengador de sus injurias; especialmente los de Cholula y Guaxocingo le hicieron el más solemne rescibimiento a su modo, que jamás a Príncipe ni señor se hizo, porque usaron con él de todas las cerimonias y solemnidades que en sus leyes y ritos hallaron. Diéronle una sumptuosa cena, que él y los suyos habían bien menester, según iban en pretina de la hambre de Tepeaca.

     Hechas, pues, todas las fiestas que en su rescibimiento pudieron, otro día de mañana, juntándose todos los principales de la provincia, le suplicaron que porque del mal de las viruelas habían muerto muchos señores, que quisiese de su mano poner los señores que le paresciese. Cortés les agradesció el comedimiento, preguntó por los deudos más cercanos de los muertos, eligió aquellos con voluntad y parescer de los que presentes estaban, hiciéronse luego, según tenían de costumbre, nuevas fiestas, teniendo de ahí adelante en más a los elegidos y aun ellos a sí mismo, por haberlo sido de mano de Cortés, a quien más que como a hombre veneraban y acataban.



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Capítulo XXXI

Cómo Cortés entró en Tlaxcala y del rescibimiento que se le hizo, y de una plática que un señor al entrar en la ciudad le hizo, y de lo que Cortés respondió.

     Al tiempo que los señores de Tlaxcala supieron que Cortés llegaba a una legua de la ciudad, aunque estaban con luto por la muerte de Magiscacín y de otros señores, mudando las ropas de luto que, aunque eran blancas, eran toscas y de poco valor, en rojas festivales y de alegría, comenzaron a salir en ordenanza, cada uno en el lugar que le convinía. La gente de guerra salió en orden con sus banderas y señales; los ciudadanos, Gobernadores y Regidores, con las insignias y armas de la ciudad, y con ellos toda la demás gente del pueblo que pudo salir, con ramos y rosas en las manos, y de trecho a trecho, un cuarto de legua, levantaron algunos arcos triunfales cubiertos de rosas y flores. Salieron con la música, que en paz y en guerra usaban, después se seguía una danza o baile de más de cuatro mil hombres, por extremo a su modo bien adereszados. Iban cantando las victorias que Cortés y sus ciudadanos los tlaxcaltecas habían ganado en la provincia de Tepeaca. Cortés, que muy comedido era, sabiendo el rescibimiento que se le hacía, se dio priesa para que le tomase más cerca de la ciudad. Topó a un cuarto de legua della con él, y como en el principio iban los señores y Gobernadores después de la gente de guerra, apeóse y con él otros caballeros. Abrazóles, diéronse la bienvenida y estada los unos a los otros, y hecha cierta señal para que la música cesase y todos estuviesen callados, un caballero de los más principales y más sabio y diestro en el razonar, de toda la Señoría escogida para aquello, estando así los españoles como los indios muy atentos, hizo a Cortés este razonamiento:

     «Muy valiente, muy sabio y muy clemente Capitán, hijo del sol, que todos estos títulos meresces y te convienen: Esta gran Señoría del Tlaxcala, en cuyo nombre yo te doy la bienvenida, se ha mucho alegrado con tu presencia, aunque hasta ahora con las muertes que en ella ha habido ha estado muy triste. Hasle sido grande alivio en sus trabajos, como eres gran defensa y amparo en sus guerras, gran gloria y honra en su quietud y sosiego; seas, pues, mill veces bien venido. Tu Dios, que, como vemos, es tan poderoso, te alargue la vida, dé mucha salud, aumente tu honra y estado, engrandesca tus hazañas, perpetúe tu memoria, dilate tu señorío, hágate a tus enemigos temeroso y a tus amigos afable y dadivoso, déte siempre mayores victorias, seas aun de los que no te conoscieron amado y servido, vuele tu nombre y fama por todas las nasciones del mundo, seas para tus descendientes lustre y ornamento, no pueda la envidia escurecer tus claros hechos, sean honrados y favorescidos los de tu linaje y casa, antepóngate tu Rey y Emperador a todos sus valientes y victoriosos Capitanes, honre y ame a los hijos que tuvieres, y plega a nuestros dioses, que hasta ahora nos han dado los bienes que les hemos pedido, que de aquí adelante nos den larga vida, mucha hacienda, para que por largos años todo lo empleemos en tu servicio, y quieran ellos, si nuestros sacrificios y oraciones algo valen, que con tan buen pie entres en esta ciudad que della salgas tan pujante contra aquella muy grande, muy fuerte e muy enemiga nuestra, la ciudad de México, que sin muertes de los tuyos y de los nuestros y con poca sangre la rindas, subjectes y pongas debaxo de tus pies, tomando cruel y brava venganza de la muerte y destruición de los tuyos y de los daños (aunque han rescibido más) que nos han hecho, para lo cual, aunque muchas veces te lo hemos ofrescido, de nuevo ofrescemos nuestras personas y haciendas; y si éstas no bastaren, que puedas vender nuestros hijos, porque tenemos entendido, según de lo pasado ha parescido, que en tu buena dicha y ventura la Señoría de Tlaxcala ha de hacer tan notables cosas que en todo este mundo sea la señora y la cabeza.»

     Acabado de hacer este razonamiento, el orador hizo a Cortés un gran comedimiento, apartóse a un lado, esperaron aquellos señores con mucho sosiego lo que Cortés diría, el cual respondió así:

     «Muy esforzados y muy valerosos señores y amigos míos, favor e ayuda grande para conseguir las victorias que deseo. En gran merced os tengo el amor y afición que, después que os distes por mis amigos, placerá a mi Dios, de quien todos los hombres resciben el ser y todos los demás bienes, que como me ha dado tan buenos y dichosos principios, así me dará los medios y fines para que Su Majestad sea servido y alabado, y vosotros, señores y amigos míos, conosciéndole como nosotros le conoscemos, alcancéis mayores victorias de vuestros enemigos. Deos este solo y verdadero Dios todos los bienes y bendiciones que me deseáis, cúmplanse vuestros deseos, dilátese por muchas leguas vuestro señorío, deos buenos temporales, alargue vuestras vidas, levante vuestras casas y linajes; que en lo que en mí fuere, para la venganza de vuestros enemigos y engrandescimiento de vuestra honra y gloria, no sólo gastaré mi hacienda, pero derramaré mi sangre y la de los míos; y porque todo ha de magnifestar las obras, como cuando sea tiempo las veréis, no quiero deciros más palabras.» Las cuales dichas, aquellos señores, muy alegres, y Cortés con los suyos, volvieron a cabalgar, entrando en medio de aquella caballería en la ciudad de Tlaxcala.



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Capítulo XXXII

Del sentimiento que Cortés hizo por la muerte de su amigo Magiscacín, y cómo eligió señores, y entre ellos un hijo de su amigo.

     Otro día por la mañana todos los señores y principales de la Señoría, con no tan ricas mantas, mostrando el sentimiento que por la muerte de Magiscacín tenían, fueron a ver a Cortés. Diéronle cuenta cómo su verdadero y grande amigo Magiscacín había muerto, con otros muchos señores y caballeros, de la enfermedad de las viruelas, que tanto daño había hecho desde el Puerto a aquella provincia, y que estonces era tiempo de mostrar cuánto lo amaba, honrando a un hijo ligítimo que le quedaba, en quien la memoria y generación de tan valeroso padre había de vivir y resucitar. Contáronle muy por extenso y con muchas lágrimas el seso y prudencia grande con que había gobernado aquella Señoría; cómo en su tiempo siempre había sido vencedora; los sanos y maduros consejos que daba; la justicia que mantenía, cuán amado y respetado era de todos y la gran falta que por esto les hacía; y que él, como por la obra había visto, le debía más que ninguno de su nasción, cuanto más de la extraña, y cómo desde que había empezado a enfermar hasta que murió había mentado muchas veces el nombre de su muy amado amigo Cortés, deseando verle a su cabecera primero que muriese, para consolarse con él, y cómo, en última despedida, decirle cosas grandes que para la gobernación de la tierra convenían mucho. Cuando llegaron a este punto los que hablaban, no pudo Cortés detener las lágrimas, de que no poco aquellos señores se consolaron, viendo que tan claras muestras dada del amor que a Magiscacín tenía, y así, magnifestándole también con palabras, les dixo: «Señores y amigos míos: Ninguno más que yo puede ni debe sentir la muerte de mi querido y verdadero amigo Magiscacín, porque desde la hora que se me dio por amigo hasta que murió, en público ni en secreto, dixo ni hizo, ni aun creo que pensó, cosa que fuese contra la lealtad y firmeza que en verdadera amistad debe haber. Tenéis todos gran razón de sentir tanto como sentís su fallescimiento, porque os ha faltado el más valeroso, el más cuerdo y sabio Gobernador que vuestra Señoría ha tenido; pero, pues es nescesario y forzoso el morir, y a lo hecho no puede haber remedio, confiad que Dios, entre los vuestros, si le conoscierdes y adorades, os dará otro y otros tan valerosos como él, porque como tiene cuidado de cada uno de nosotros, así le tiene de las repúblicas y congregaciones, proveyéndoles, faltando personas bastantes para su gobernación, de otras tales o mejores. En lo demás que pedís, nombre y elija a su hijo por su heredero y subcesor y cabeza principal en vuestra república, hacerlo he con toda voluntad y amor, porque el gran valor del padre meresce que el hijo sea muy honrado.» Diciendo esto, mandó llamar al muchacho, que sería de doce años y que bien, en su arte y manera, mostraba ser hijo de tal padre. Armóle delante de toda la Señoría caballero, al modo hispánico, de que aquellos señores mucho se maravillaron y alabaron la buena manera y gentiles cerimonias de armar caballero. Baptizáronlo luego, por que también fuese caballero de Jesucristo. Llamáronle don Lorenzo Magiscacín, no poniéndole otro apellido de nuestra nasción, teniendo respecto a la nobleza e virtud de su padre. Hecho esto, lo nombró por señor del estado de su padre; e a otros caballeros y señores asimismo, donde es de considerar la gran opinión en que Cortés estaba y lo mucho que era respectado y venerado, pues en nasción extraña, tan a contento della, daba y quitaba señoríos y estados.



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Capítulo XXXIII

En el cual se da cuenta cómo Magiscacín antes de su muerte pidió el baptismo, y de otras señales que mostró de cristiano, y cómo Cortés puso luto por él.

     Amaba tan de veras Magiscacín a los nuestros y parescióle tan bien nuestra sancta religión y modo de vivir, que, como ya estaba de la conversación de Cortés e de un religioso e un clérigo que con él andaba, medianamente instructo, viniendo Dios en él, para que no perdiese las buenas obras que había hecho y fuese de los viejos el primero que se salvase, dixo a Martín López, que fue el que se adelantó para hacer cortar la madera, que él se vía cercano a la muerte; y que pues no podía dexar de morir, quería morir como cristiano y rescebir el agua del baptismo, sin el cual, como le habían enseñado, ninguno se podía salvar; e que en su gentilidad entendía que las ánimas habían de tener en el otro mundo gloria o pena, según las obras que hubiesen hecho cuando estaban en sus cuerpos; y que lo mismo le había enseñado Cortés y los religiosos, salvo que convenía creer en un solo Dios, criador del cielo y de la tierra, y que vía claro ser vanidad y burla lo que de sus dioses se creía y tenía e que le pesaba de haber estado tantos años engañado, por lo cual todo, le rogaba que primero que espirase lo baptizase. Martín López se alegró mucho con esto; pero los religiosos no estaban lexos y él no sabía cómo se había de hacer, suspendiólo, despachando con toda furia mensajeros a Cortés, haciéndole saber lo que pasaba, el cual invió luego a Fray Bartolomé de Olmedo, con quien Magiscacín se alegró por extremo. Hízole el religioso las preguntas que convenía; respondió muy bien a ellas, que quería ser cristiano, vivir y morir en la fee y ley que los cristianos vivían y morían. Acabado de decir esto, rescibió el agua del baptismo, puestas las manos con gran devoción y fee, y de ahí a poco dio el alma a Dios, que la crió y alumbró, y cierto paresció que Magiscacín había de tener tan dichoso y bienaventurado fin, por lo que en la conversación de los cristianos había mostrado, preguntándoles, cosas de nuestra sancta fee; y como vía que los nuestros hacían tanta reverencia y acatamiento a la cruz, sabiendo lo que representaba y cómo Jesucristo, Dios nuestro, muriendo en ella, había redimido el linaje humano, la tenía en su casa en el principal aposento della y cada día dos veces, hincado de rodillas, la adoraba e incensaba con sus propias manos, diciendo que desto rescebía gran consuelo, el cual, de su tan buena muerte, rescibió nuestra gente, especialmente Cortés, que también, como los españoles, le había enseñado. Traxo luto al modo de Castilla todo el tiempo que en Tlaxcala estuvo, que entendido por los tlaxcaltecas, lo tuvieron en mucho.

     El hijo que subcedió en la herencia, salió tan honrado y de tan buen entendimiento que cuando Cortés fue la primera vez a España, con importunidad le rogó le llevase consigo, diciendo que deseaba ver y besar los pies a Príncipe tan grande y señor de tanta y tan valerosa gente. Cortés le llevó consigo, y después de haberle cumplido sus deseos murió y honró Cortés su enterramiento tanto que le enterraron como si fuera algún señor de Castilla, que esto tiene los nobles della.

     Subcedió en el mayorasgo otro su hermano, que se llamó don Francisco Magiscacín, el cual fuera tan valeroso como su padre si no muriera en un año de gran pestilencia que hubo en esta tierra, que fué el de mill e quinientos e quarenta y cuatro. Subcedió otro hermano que se llamó don Joan Magiscacín, porque los otros no dexaron hijos, y así los descendientes déste subceden en el estado del padre, los cuales, que paresce traerlo de herencia entre los taxcaltecas, son los que más aman a los nuestros y los que de los nuestros son más amados y aun entre los suyos tienen ganada más reputación que los demás señores, porque con razón se les dio y los tiempos venideros por las escripturas se le dará mayor.



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Capítulo XXXIV

Cómo Cortés entendió en dar priesa cómo la madera se cortase, y procuró saber de los negocios de México.

     Tiniendo cuenta Cortés con el hacer de los bergantines, que era uno de los principales medios con que México se había de recobrar, pidió cortadores de madera, los cuales en pocos días echaron grandes árboles en tierra, cortados a su tiempo y sazón, para que después de hechos los bergantines durasen más; e así hoy, que ha más de cuarenta años que se hicieron, están enteros y sanos en las atarazanas de México, guardados, con razón, en memoria de tan notable hecho. Invió a la Veracruz por las velas, clavazón, sogas y la demás xarcia que era menester, de los navíos que él había echado al través, aunque otros dicen, y es lo más cierto, que no había ya que traer, sino que se proveyó lo mejor que pudo de cosas de la tierra, como lo hizo en lo de la pez que, como le faltase, ciertos marineros fueron a una montaña que cerca de la ciudad estaba, de donde le sacaron mucha y muy buena, aunque los naturales nunca habían dado en ello, por no usarla ni haberla menester. Y en el entretanto que Cortés entendía, en esto, no se descuidaba en procurar saber lo que en México pasaba, para prevenirse con tiempo, aunque nunca pudo tener claridad, a causa que como las espías habían de ser tlaxcaltecas y en los bezos e orejas y otras señales eran tan conoscidos que no se podían disfrazar, y la guarda e vela que en México había era grande y muy continua, no se atrevían a ir a México; solamente, o de mercaderes que seguramente andaban por toda la tierra, o de algunos mexicanos que los tlaxcaltecas tomaban, se pudo saber que en lugar de Motezuma habían alzado por señor a Cuetlauac, su hermano, señor de Iztapalapa, el que rebeló la tierra antes que Motezuma muriese, y el que soltó Cortés, que no debiera, antes de las guerras, el cual era hombre astuto, bullicioso y guerrero, y así fue el auctor y causa principal de echar los españoles de México. Fortalescióse con toda diligencia con cavas y albarradas e con otros muchos pertrechos e armas, dando orden cómo se hiciesen muchas e muy largas lanzas, que a saberlas jugar les aprovecharan mucho; y por tener así la gente de México como la de su comarca mejor de su mano, haciendo, lo que suelen hacer Príncipes valerosos, publicó que él soltaba los tribuctos y todos los demás pechos por un año e más si la guerra durase más tiempo. Invió presentes a los señores, prometiéndoles de extender sus estados. Invió a los pueblos subjectos al imperio mexicano, que muriesen primero que rescibiesen ni proveyesen a los cristianos, y que si los matasen le inviasen las cabezas, porque les haría grandes mercedes. Dio, finalmente, a entender grandes a todos los amigos y enemigos, vasallos y no vasallos, que les convenía para aquello estar todos concordes y amigos si no querían que gente extraña los mandase y tuviese por esclavos. Ganó con esto mucho crédito, así entre sus vasallos, como entre los que no lo eran; obligólos a todos, dióles grande ánimo y púsoles el coraje que en su lugar parescerá. Todo esto era así y en nada se engañaron los que lo dixeron, salvo en que cuando esto pasaba reinaba Guatemuza, sobrino de Motezuma, por fin y muerte de Guetlauaca, que había fallescido de las viruelas.



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Capítulo XXXV

Cómo Guatemuza se adereszó para la guerra, y de las cosas que hizo e dixo para contra los cristianos.

     Era tan grande el odio que los mexicanos, así antes que Motezuma muriese, como después, tuvieron a los españoles, que con ninguna buenas obras se les pudo aplacar, antes, de subcesor en subcesor, vino cresciendo tanto hasta Guatemuza que, tiniendo por valentía e mayor opinión entre los suyos mostrarse mayor enemigo de los nuestros que su predecesor, procuró hacerle ventaja en cuanto pudo, imaginando, pensando y consultando cómo pudiese no dexar hombre a vida de los nuestros ni aun de los tlaxcaltecas, que tan por amigos de los nuestros se habían declarado. Invió ante todas cosas muchos y muy ricos presentes (porque estos muchas veces más que las armas suelen hacer la guerra), a los señores así subjectos al imperio, como a los exentos dél, diciéndoles lo mucho que convenía no dar lugar a que los cristianos se arraigasen en la tierra, porque, como habían visto, de día en día se hacían más señores, destruyendo lo mejor que tenían, que era su religión; prometióles con esto ricos casamientos, confederaciones, y adelantamientos de sus estados, con las cuales cosas atraxo a sí muchos, aunque hubo algunos que no quisieron, o por el miedo que tenía a los nuestros o por verse vengados dellos por sus antiguas enemistades.

     Hecho esto, a todos los que en México y cerca dél estaban, de cualquier condisción y estado que fuesen, se les mostraba humano y tan dadivoso que en pocos días gastó el tesoro de los Emperadores de México. Hacía que todos los días se hiciese exercicio de flecha, de macana y de las demás armas, para que estuviesen exercitados y sin miedo contra los nuestros; alzó los mantenimientos que pudo de la comarca, para que los nuestros no tuviesen que comer; juntó dentro de la ciudad inumerable copia de gente; retraxo gran cantidad de mujeres, niños e viejos a los montes; hizo muchas canoas; levantó y fortificó grandes y muchas albarradas; prometió grandes mercedes a los que contra los cristianos se señalasen. Finalmente, no dexando ninguna vía y modo con que pudiese defenderse y ofender, cuando vió que todo lo tenía a punto, inviando cada día para saber lo que Cortés hacía, cuando supo que ya se ponía en camino, juntando en su palacio imperial a todos los señores, Capitanes y hombres valientes, sentados todos, él en pie, oyéndole con gran atención, les hizo el razonamiento que se sigue.



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Capítulo XXXVI

Del razonamiento que Guatemuza hizo a los mexicanos y a los otros sus amigos, animándolos contra los nuestros.

     «Ya, Príncipes, grandes señores, caballeros, Capitanes y ciudadanos, veis el estado en que hoy está puesto el imperio mexicano y cómo desta vez ha de caer para no poder jamás alzar cabeza si no hacemos en su defensa lo que debemos, o si se defiende, como es razón, levantarla entre todos los imperios del mundo (si algún imperio hay que con el nuestro igualarse pueda). Señorearse ha sobre todas las nasciones, pondrá y quitará reyes, inviará por tierras no sabidas ni conoscidas sus Capitanes, no habrá reinos que no le reconoscan, ni quien de ahí adelante sea tan atrevido que ose tomar armas contra él. Y porque más claro veáis lo que hemos de hacer, este mi razonamiento tendrá dos partes: la primera será en breve recontaros lo que todos hemos visto cerca destos nuevos hombres; la segunda, poneros delante de los ojos cuánto os conviene hacer hoy más que nunca el deber, de donde nascerá la conclusión de mi fin y designio. Ante todas cosas, varones fortísimos, ¿quién de nosotros, unos por vista y otros por oídas, no sabe los grandes y muchos daños que estos cristianos, arrojados y echados por la mar, aún no bien entrados en nuestra tierra, hicieron, queriendo lo que, con mucho nuestros dioses se han enojado, derrocar sus imágenes, introducir nueva religión y nuevas leyes, pretendiendo hacerse señores de nuestra tierra, ciudades y casas y, lo que peor es, de nuestras personas? Prendieron al gran señor Motezuma, que como cobarde vivió y murió; quemaron y hicieron justicia de Qualpopoca, y, finalmente, como si hubieran nascido en nuestras casas y heredado el imperio mexicano y nosotros fuéramos los advenecidos y esclavos, hicieron y deshicieron en nosotros y en nuestras cosas a su voluntad y contento, hasta que ya, no pudiendo sufrir los dioses su desvergüenza y crueldad, levantándo[se] mi predescesor Cuetlauaca, digno por esto de gloriosa y perpetua memoria, tomaron de aquellos cristianos justa y cruel venganza, matando más de seiscientos dellos, unos miserablemente ahogados en el agua, otros hechos pedazos en la tierra, y muchos que tomamos vivos en el templo que tomaron para su defensa, en venganza de sus maldades sacrificados; y los que de tan gran destrozo con su Capitán Cortés quedaron vivos, enfermos, heridos y destrozados, huyendo como liebres, se metieron por las puertas de los tlaxcaltecas, pidiendo como mujeres socorro y favor a nuestros enemigos, de los cuales, si hacemos el deber, confío en los dioses que no menos que de los cristianos nos vengaremos; y pues, como veis, los dioses son de nuestra parte y hemos de pelear por su honra, por nuestra vida, por nuestra libertad, por nuestro imperio, por nuestra hacienda, por nuestros hijos y mujeres, por nuestra nasción y linaje, ¿quién de vosotros puede haber tan cobarde que, aunque desnudo y sin armas, como fiero león, no se meta por las armas de nuestros enemigos y no quiera primero morir que perder uno de los bienes contados, cuanto más todos? La ciudad en que estamos es fortísima; la comarca della llena de fortísimos guerreros vasallos y amigos nuestros; tenemos recogidos muchos mantenimientos, hechas muchas y muy fuertes armas, levantadas muchas y muy grandes albarradas, quitadas todas las puentes, y en número los que en la ciudad estamos somos más de nuevecientos mill hombres de guerra, sin más de otros tantos que acudirán de refresco. Cortés tiene pocos cristianos, y de tlaxcaltecas y otros sus amigos no puede traer docientos mill; de manera que somos muchos para pocos, y, lo que más es, que estamos en nuestra ciudad; que para echarnos della otro poder que el de los dioses no basta. No veo la hora que estos nuestros enemigos no caigan en nuestras manos; tarde se me hace el ensangrentar mi espada en sus cuerpos, paresce que no estoy en mí hasta verme con ellos; alegróme mucho que seáis tales, que para seguirme no es menester rogároslo; sé que moriréis donde yo muriere y sabed que yo moriré primero que os dexe. En el bien de pelear está la victoria; en la victoria, vuestra fama, nombre y gloria, que hasta los últimos fines de la tierra se extenderá y durará para siempre. Deseastes batallas y en ellas para siempre quedastes vencedores; dilatado habéis vuestro imperio, vengado vuestras injurias, ennoblescido vuestro linaje, illustrado vuestra nasción, y porque menos que esto no puedo esperar para lo por venir, sólo os ruego hagáis todos lo que me vierdes hacer, que desta manera yo espero que los dioses serán muy servidos, y todos los que después de nos vinieren dirán: «Tal Emperador para tales vasallos y tales vasallos para tal Emperador.»

     Hecho este tan bravo y vano razonamiento, todo aquel auditorio, que era muy grande y de muchos y ricos señores, muy quedo hablando unos con otros, levantó un ruido y susurro como de enxambre de abejas, alabando unos el alto razonamiento de su señor, otros diciendo que ya deseaban verse en la batalla. Después que todos hubieron desta manera hablado, levantándose dos grandes señores parientes de Guatemuza, en nombre de todos respondieron así:



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Capítulo XXXVII

De la repuesta que dieron los señores a Guatemuza.

     «Muy poderoso y muy esforzado Emperador y Capitán nuestro: Todos los que presentes estamos, de quien depende todo el resto del imperio mexicano, te besamos las manos, por el cuidado que como buen Príncipe tienes de tus reinos y señoríos. Mucho nos has obligado con el amor que a nos, a nuestra patria, a nuestra nasción, y, lo que más es, a nuestra religión, muestras, queriendo primero, morir delante de nosotros, que feamente ser vencido. Haces lo que debes a la suprema dignidad de Emperador que tan justamente posees, e cierto, si como los dioses dieron a Motezuma por Emperador para nuestra injuria y afrenta, te hubieran a ti dado su ceptro y silla imperial, no solamente no hubieran los cristianos entrado en nuestro imperio, para tener nescesidad de echarlos dél, pero no hubieran pasado de Cempoala, ca poco aprovecha que el exército sea de leones si el Capitán es ciervo, y más fácilmente vencerá el exército de ciervos tiniendo por Capitán al león, que el exército de leones tiniendo por Capitán al ciervo; porque no es cosa nueva que desmayando el Capitán, por valientes que sean los soldados, no desmayen luego, y así, aunque éstos no sean muy valientes, viendo que lo es su Capitán, se animan y menosprescian cualquier peligro. Grande es y dichosa nuestra suerte en tenerte en negocio tan grande por Capitán y caudillo, y esperamos que no menos dichosa será tu fortuna en tener a quien mandes y rijas tantos, tan fuertes y animosos Príncipes, señores, caballeros, Capitanes y soldados, los cuales, viendo tu determinación y entendiendo lo mucho que les importa el bien pelear, no te dexarán sin que primero dexen la vida. Venga Cortés y sus cristianos y tlaxcaltecas cuando quisieren, que siendo tú nuestro caudillo y dándonos los dioses, como han comenzado, favor, son pocos los que vendrán, aunque fuesen muchos más; y pues tienes soldados a tu gusto y voluntad y nosotros en ti Capitán cual no supiéramos desear, no hay más que responderte de que hechos, como es razón, sacrificios a nuestros dioses, con alegres y fuertes ánimos esperemos a nuestros enemigos, y si te paresciere, los vamos a buscar.»

     Dada esta respuesta, que fue tan soberbia y vana como al razonamiento de Guatemuza, todos muy contentos, dos a dos y cuatro a cuatro, se salieron de aquella gran sala, donde se determinaron, como después lo hicieron, de morir primero que rendirse; y como estaban esperando este tiempo, fue cosa de ver el bullicio, diligencia e cuidado de todos, el adereszar de las armas, el acaudillar de los soldados, el tomar las cabezas y los puestos de donde los suyos habían de pelear, los razonamientos y pláticas que los soldados hacían a sus Capitanes, los avisos que los unos y los otros se daban.

     Entre tanto que estos aparatos se hacían, digamos cómo Cortés se rehacía y aprestaba para dar sobre ellos.



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Capítulo XXXVIII

Cómo Cortés se rehizo y se aprestó para venir sobre México.

     No pudo tanto la diligencia y solicitud de Guatemuza, ni fueron, aunque valieron mucho, de tanto poder sus embaxadas, promesas y amenazas, que no hubiese muchos señores que se acostasen al bando y parcialidad de los tlaxcaltecas, así porque eran valientes, como porque estaban aliados con los cristianos, que tanto se habían señalado, aunque es lo más cierto, por la envidia e odio que a los mexicanos tenían, por ser tiranos y opresores de las otras gentes. Otros se estaban a la mira, no osando determinarse, porque por la una parte vían la fortaleza grande de México y su casi infinita gente, por otra el gran valor de los cristianos y el esfuerzo e destreza de los tlaxcaltecas; desta manera estuvieron neutrales, esperando la batalla, para seguir al vencedor.

     Entendiendo esto Cortés, aunque no muy claramente, por la dificultad de las espías, dio muy gran priesa en que se labrase la madera para los bergantines; hizo muchas picas y muchos escaupiles, mandó adereszar las escopetas y ballestas; mandaba hacer, así a los suyos como a los tlaxcaltecas, que cada día se exercitasen en las armas que cada uno había de usar. Invió mensajeros a otros amigos de los tlaxcaltecas, nunca parando, sino trabajando siempre cómo saliese con su deseada empresa. Ayudó mucho a su buena diligencia su buena fortuna, que pocas [veces] aprovecha el saber cuando ésta falta, ca como después que había estado en México y prendido a Motezuma, la fama de tan próspero subceso y la grandeza, riqueza y fertilidad de aquellos reinos se había derramado por todo el mundo y volado hasta donde de las Indias no se tenía noticia, deseando muchos, especialmente los de Cuba y Sancto Domingo, como más vecinos, y otros de las Canarias y algunos de España, de ver nuevas tierras y gozar de la prosperidad que prometían, dexando sus casas y quietud por verse en mayor estado, con alegre ánimo se arrojaron a los peligros de la mar y a los que después en aquestas partes tuvieron. Llegaron, pues, al puerto en diversos navíos cantidad de españoles, pero como venían muchos navíos juntos, no saltaran en tierra muchos españoles, y así no llegaban a Tlaxcala cuando más sino treinta, y como algunos venían con menos número, dieron ocasión a los indios del despoblado y aun a los de Tepeaca, que los acometiesen, como lo hicieron, según atrás está dicho, donde perdieron las vidas por buscarlas mejoradas, en lo cual puso Cortés el mejor remedio que pudo. Finalmente, aunque murieron desta manera algunos españoles, los demás, con harto deseo de ver a los nuestros, llegaron a Tlaxcala, y como de día en día se iban recogiendo, vinieron a hacer un buen golpe de gente, que no poco animó a Cortés y le encendió a que apresurase su partida primero que los tlaxcaltecas se resfriasen o la buena ocasión se le fuese de la mano.



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Capítulo XXXIX

Cómo Cortés hizo alarde de los suyos, y de una solemne plática que les hizo.

     Después que Cortés tuvo a punto todo lo que era menester, mandando el segundo día de Navidad, por la mañana, después de dicha misa, que se hiciese señal, cómo ya los españoles estaban avisados, para que delante de toda la Señoría de Tlaxcala se hiciese reseña y alarde de los que había, tenía ya Cortés la noche antes señalados Capitanes de a pie y de a caballo, que fueron los mismos que, como atrás hemos dicho, lo habían sido. Hízose la seña con gran ruido de trompetas y atabales; acudieron todos los señores, Capitanes y caballeros tlaxcaltecas e otros que habían venido de Cholula, Guaxocingo e otras provincias, que tuvieron noticia que aquel día se había de hacer el alarde.

     Salieron los nuestros, porque sabían que habían de ser mirados y aun porque pretendían ser temidos aun de sus amigos, cuanto pudieron bien armados. Hízose la reseña en una gran plaza, cerca del gran templo mayor. Cabalgó Cortés, el cual y su caballo iban armados con una ropeta de terciopelo sobre las armas, su espada ceñida e un azagaya en las manos. Otros dicen que al hacer de la reseña estuvo asentado a la puerta de la sala, que caía sobre la plaza, en una silla de espaldas, con mucha auctoridad, y que después de hecho el alarde, con los de a caballo, escaramuzó que no poco bien paresció a los indios. Lo uno y lo otro pudo ser.

     Salieron en el alarde primero los ballesteros, los cuales a la mitad del puesto, con mucha gracia y presteza armaron las ballestas y las dispararon por lo alto, haciendo luego su acatamiento y reverencia a Cortés; tras éstos iban los rodeleros, los cuales, llegando al puesto que los ballesteros, echaron mano a las espadas, y cubriéndose con las rodelas, hicieron ademán de arremeter, y envainándolas luego, hicieron su acatamiento a Cortés y pasaron adelante. Siguiéronse luego los piqueros, los cuales calaron sus picas, mostrando querer acometer, haciendo la reverencia que los demás. Los últimos en la orden de a pie fueron los escopeteros, los cuales, haciendo una muy hermosa salva, pusieron pavor a los indios. Tras éstos, de dos en dos, con lanzas y adargas, pasaron los de a caballo, y después, por la misma forma, corrieron sendas parejas, escaramuzando con ellos Cortés, lo cual por extremo dio gran contento a los indios, animólos y encendiólos en un deseo ardiente de verse con los enemigos mexicanos, porque entendían que con el ayuda a favor de gente tan valiente, tan diestra y tan exercitada, no podían dexar de alcanzar victoria de sus enemigos, y envidiosos de aquel orden y manera de alarde, dixeron a Cortés que ellos querían hacer otra reseña para el día siguiente, de que Cortés rescibió contento, el cual halló que tenía de los suyos cuarenta de a caballo e quinientos y cuarenta de a pie, y nueve tiros, aunque con poca pólvora. De los de a caballo hizo cuatro escuadrones de a diez cada uno, y de los peones nueve cuadrillas de a sesenta cada una, en las cuales iban los Capitanes y los demás Oficiales del exército, a los cuales, todos juntos, los unos a caballo y los otros a pie, desde su caballo les hizo la plática que se sigue:

     «Cuando considero, señores y hermanos míos, fuertes columnas sobre las cuales Dios en este nuevo mundo edificará nuevo edificio, el tiempo pasado y le cotejo con el presente, me alegro mucho e doy gracias a Dios. Bien os acordaréis los que comigo os hallastes con cuánto derramamiento de sangre, con cuánta pérdida de fuertes y valientes compañeros, fuimos echados de aquella gran ciudad de México y perseguidos los que quedamos hasta esta provincia de Tlaxcala, llegando a ella pocos, y esos heridos, los mas enfermos, hambrientos y destrozados. Fuimos de los tlaxcaltecas como hermanos suyos rescebidos. Muchas veces, con el largo contraste de fortuna, desmayastes, deseando veros en vuestra tierra y pidiéndome que nos hiciésemos a lo largo. Toda adversidad, bien sé, que trae consigo aflición y desconfianza, pero si miráis el estado presente, entenderéis la razón que yo tuve en rogaros no volviésemos las espaldas, ca es cierto que nunca navegaría el piloto si pensase que siempre había de durar la tempestad. Súfrese el trabajo con la esperanza del sosiego y pásase la noche mala con esperanza del buen día. El ánimo fuerte y constante, como no debe ensoberbecerse con la prosperidad, así no debe desmayar en la adversidad. Ved, señores, la diferencia del tiempo pasado al presente y quedaréis corridos de haber desfallescido, no acordándoos que Dios, que fue poderoso para dar poder a nuestros enemigos contra nosotros, ese mismo, volviendo por nosotros, había de socorrernos. Véoos muchos, muy bien armados, sanos, fuertes y recios, tan respetados y amados de los tlaxcaltecas y sus amigos, que no menos confían de vosotros que de sus dioses, y así tienen por cierta la victoria contra los mexicanos, comunes enemigos nuestros y suyos. Los amigos entre quienes estamos no nos pueden faltar, porque habiéndose declarado por de nuestra parte, les conviene primero morir que dexar de pelear, porque serán tratados peores que esclavos de los mexicanos, perderán su dulce patria, su amada libertad, serán sus hijos y mujeres esclavos como ellos. Nosotros hemos de pelear por nuestras vidas, por nuestra honra, por la venganza de tantos y tan buenos compañeros como perdimos, y lo principal es, por la defensa y predicación de nuestra sancta fee y por el servicio que en esto, después de Dios, a nuestro Rey e señor haremos. Los mismos sois que, siendo yo vuestro Capitán, muchas veces, no siendo tantos como ahora, habéis peleado con cient mill y docientos mill indios, y nunca sino una vez, habéis sido vencidos, y esto porque lo quiso Dios así por nuestra soberbia. Puestos, pues, los ojos y corazones en Dios, con alegre ánimo pues todo está tan a punto que no podemos desear cosa, emprendamos y acometamos este negocio, que aunque, como tan importante, tenga dificultad, soy cierto que con el favor divino saldremos con él. Servirse ha Dios y el Rey; illustraréis vuestras personas, desterraréis al demonio, ennoblesceréis vuestra nasción, enriqueceréis vuestros deudos, lo cual todo, siendo así, no resta sino que con César digamos: «Echada es la suerte.» Vamos, no donde los hados, sino donde Dios y los pecados de nuestros enemigos nos llaman: y porque os veo ya tan deseosos de venir a las manos, que más palabras os serán superfluas y pesadas, séaos aviso que pasado mañana, hecho el alarde de nuestros amigos, saldremos de aquí.»

     Hecho este razonamiento, sin dar la mano la alguno de los Capitanes que respondiese, a una voz todos, muy alegres, dixeron: «Ya se nos hace tarde para vernos con aquellos perros. Dios nos favorezca, que con tal caudillo cierta tendremos la victoria.» Dicha esta breve repuesta, sonaron las trompetas y atambores, corrieron los de a caballo e después se fueron todos a comer, que era hora.



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Capítulo XL

Del alarde y reseña que otro día, a imitación de los nuestros, los tlaxcaltecas hicieron.

     Deseosos los tlaxcaltecas de parescer en lo que pudiesen a los cristianos, determinaron de hacer reseña de los combatientes que a Cortés podían dar, y así, después que todos estuvieron apercebidos y Cortés hubo oído misa, en aquel mismo lugar que se había hecho el alarde de los cristianos, en su presencia y de todos los nuestros, hecha con sus trompetas y caracoles señal de entrada, comenzaron en la primera hilera a salir los cuatro señores y cabeceras principales de la Señoría de Tlaxcala, en los cuales, por no perder su preeminencia, iba el mozo hijo del prudente y buen Magiscacín. Estos iban ricamente vestidos a uso de guerra, con rodelas y macanas, saliéndoles de las espaldas, una vara en alto sobre la cabeza, muy ricos plumajes con que ellos parescían más bravos, y como usaban horadar los bezos y las orejas y en los hoyos llevaban encaxadas piedras ricas, parescían más bravos. Llevaban tomado el cabello con una venda de oro o plata, en los pies ricas cotaras, que ellos llaman cacles. En pos destos cuatro, como pajes, iban cuatro mozos muy bien apuestos, con ricas flechas y arcos para cuando los señores los hubiesen menester. Luego se seguían cuatro estandartes con las insignias y armas de la Señoría de Tlaxcala, ricamente labradas de pluma; llevábanlas cuatro capitanes muy principales. Luego por hileras, de veinte en veinte, pasaron sesenta mill flecheros, yendo de trecho a trecho un estandarte con las armas del Capitán de cada compañía.

     Cuando los primeros llegaron do Cortés estaba, le hicieron grande acatamiento, inclinando sus estandartes. Levantóse a ellos Cortés, quitándoles la gorra. Los demás como iban pasando inclinaban las cabezas con muy buena gracia y destreza, que la tenían más en esto que en otra cosa.

     Dispararon las flechas por lo alto, que, como eran tantas, quitaban la luz del sol, porque como son tan diestros disparaban en un momento diez y doce flechas. Tras déstos pasaron los rodeleros, que serían más de cuarenta mil. Cerró el alarde y reseña el número de los piqueros, que serían más de diez mill. Fueron por todos, según Motolinea dice, cient mill, pero, según Ojeda, que, en suma, escribió lo que vió, fueron ciento e cincuenta mill.

     Acabado este alarde, que tardó en pasar más de tres horas, Xicotencatl, que era el capitán general, estando en un alto de do podía ser oído y señoreaba todo el exército, haciendo señal que callasen, les dixo estas pocas palabras: «Muy valientes e muy esforzados señores Capitanes y soldados de la Señoría de Tlaxcala: Ya sabéis cómo mañana hemos de salir de aquí en compañía del invencible Cortés y de sus compañeros, para que juntos, a fuego y a sangre, hagamos cruel guerra a nuestros enemigos los mexicanos. Bástaos, para deciros que hagáis el deber, traeros a la memoria que sois tlaxcaltecas, nombre bravo y espantoso a todas las nasciones deste mundo, y así, no quiero deciros que peleéis por vuestra libertad, por vuestra honra, por vuestra patria, por vuestros dioses, por vuestra vida y por vuestros amigos, pues tengo en tanto perder el nombre de tlaxcalteca no haciendo el deber, que perder todo lo que tengo dicho, y pues son superfluas más palabras a soldados tan de antiguo valientes, diestros, venturosos y animosos, dexando el tiempo para las obras, no le gastemos en más razones.» Con esto, para juntarse otro día, se fue cada uno a su casa.



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Capítulo XLI

De los navíos y personas señaladas que en ellos vinieron en ayuda de Cortés.

     Primero que estas cosas subcediesen, estando Cortés en Tepeaca y luego que llegó a Tlaxcala, quiso Dios, para el castigo de México y para acabar sus abominables y nefandos pecados, que algunos de los navíos que llevaban otra derrota, como los de Garay, e otros, que llevaban otro fin, como fueron los que Diego Velázquez inviaba en favor e ayuda de Narváez, se juntasen todos, y no pudiendo hacer otra cosa, sirviesen a Cortés, y por que más claro se vea el proveimiento de Dios en esto y la buena ventura de Cortés, es de saber que primero llegó un navío cuyo maestre se llamaba Hernán Medel. Este traxo caballos, gente y armas y entre ellos a Joan de Burgos, hombre de suerte, que vino con criados, armas y caballos y sirvió después muy bien en la conquista de México, y conquistado, fué Alcalde y tuvo mucha reputación hasta que murió.

     Pocos días después vino otro navío cuyo Capitán se llamaba Pedro Barba, natural de Sevilla, que después en la conquista fue natural de un bergantín, y el maestre se llamaba Alonso Galeote, que fué muy buen soldado y a la vejés cegó. Traía este navío muchos mancebos hijosdalgo, que fueron bien necesarios de aquella edad, para los trabajos que padesieron. Estos dos navíos invió Diego Velázquez para deshacer a Cortés y rehacer a Narváez, de manera que la salud le vino de su enemigo.

     Francisco de Garay desde Jamaica invió a descubrir desde la Florida hasta Pánuco, y de sus Capitanes el primero o segundo fué un Fulano de Pineda, el cual quiso señalar mojones con Cortés cerca de la Villa Rica y vino a dexarle la mayor parte de la gente que traía e volverse sin hacer nada. En socorro déste invió Garay a Antonio de Camargo con dos navíos. Este fue al que no rescibieron bien los indios de Pánuco, y así le fue forzado venir al puerto de la Villa Rica con mucha hambre y sed, porque los indios no le habían dexado saltar en tierra. Estuvo en el río treinta días surto. Cortés escribió a su Teniente le diesen todo lo nescesario y le avisassen no pasase de allí, por que no se perdiesen. Saltaron muchos hijosdalgo en tierra, los cuales no pararon hasta verse con Cortés. Como Garay de todos estos navíos no tenía nueva, invió en socorro de Camargo a Miguel Díaz de Aitos, que fué uno de los mejores conquistadores que hubo. Murió muy viejo e muy rico en México; traxo muy buena gente y caballos.

     Todos estos navíos dieron a Cortés soldados y Capitanes a cumplimiento del número que tenemos dicho, aunque Jerónimo Ruiz de la Mota, varón muy cuerdo y curioso, en sus Memorias dice que fueron quinientos y noventa. Estos fueron los que llegaron a Tlaxcala. De los que después vinieron estando Cortés en Texcuco diré en su lugar.



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Capítulo XLII

De las ordenanzas que Cortés hizo y mandé pregonar para la buena gobernación del exército, y cómo castigó a algunos que las quebrantaron.

     Considerando Cortés que sin leyes no se podía bien gobernar el exército, pretendiendo estorbar pecados y desafueros que la gente de guerra más que la de paz suele cometer, para que viniese a noticia de todos y nadie sin su pena las osase quebrantar, mandó pregonar las ordenanzas siguientes:

     «Ordena y manda Hernando Cortés, Capitán general y Justicia mayor en nombre de Su Majestad en esta Nueva España:

     Primeramente que ninguno blasfeme del sancto nombre de Dios ni de su sancta Madre ni de ningún sancto, so pena que según la calidad de su persona será gravemente castigado.

     Item, manda y ordena que ningún español riña con otro ni eche mano a espada ni a otra arma, so pena que, según está dicho, será castigado.

     Item, ordena y manda que ninguno sea osado de jugar el caballo ni las armas ni el herraje, so pena que será afrentado.

     Item, ordena y manda que ninguno fuerce mujer alguna, so pena de muerte.

     Item, ordena y manda que ninguno por fuerza tome ropa a otro, ni castigue indios que no sean sus esclavos.

     Item, ordena y manda que ninguno sea osado salir a ranchear ni hacer correrías sin su expresa licencia.

     Item, ordena y manda que ninguno captive indios ni saquee casas hasta tener para ello facultad.

     Item ordena y manda que ninguno sea osado a hacer agravio a los indios amigos ni tratar mal a los de carga, so pena que será castigado.»

     Publicadas estas ordenanzas, puso luego tasa en el herraje y vestidos, que estaban en subidos prescios, lo cual, aliende que aprovechó mucho, dio bien a entender el seso, valor y bondad de Cortés, el cual, como ya tenía tan advertidos a los suyos, ninguno quebrantó ordenanza, por principal que fuese, que no le castigase, ca como en el Capitán es alabada la clemencia con el vencido, así no se debe descuidar en ser severo contra los que quebrantasen sus leyes y preceptos, pues de guardarlos o quebrantarlos pende el vencer o ser vencido; y así, porque un español que se llamaba Polanco tomó cierta ropa a un indio, le mandó dar cient azotes, y porque dos negros suyos, que no tenía cosa de más valor para su servicio que a ellos, tomaron a unos indios una gallina y dos mantas, los mandó ahorcar, sin que ninguno fuese parte para que les diese otro castigo, diciendo que la ley se había de guardar más enteramente por los de su casa que por los de fuera. A un español mandó afrentar públicamente, porque unos indios se le quexaron que les había desgajado un árbol; a un Fulano de Mora, porque tomó por fuerza una gallina a un indio, le mandó ahorcar, e ya que le habían quitado la escalera, a importunación de todos los Capitanes, estando medio muerto, le quitó la soga, y quedó tal de la burla, que en más de un mes no pudo tragar a placer. Con este castigo e con los demás fue Cortés tan obedescido que ninguno más en su tiempo, y así todo le subcedía acertadamente.



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Capítulo XLIII

Del razonamiento que Cortés hizo a los tlaxcaltecas al tiempo de su partida.

     Ya que todos los tlaxcaltecas y los de Cholula y Guaxocingo estaban juntos en la Señoría de Tlaxcala, mandando que todos los más se juntasen en aquella gran plaza donde se habían hecho los alardes, por un intérprete les hizo este razonamiento:

     «Señores Capitanes y los demás amigos míos que presentes estáis: El haberos rogado que os juntéis en este lugar ha sido para deciros dos cosas: la una, que pues os habéis declarado por enemigos de los mexicanos, también enemigos míos, y me habéis dado vuestra fee y palabra de no mudar propósito, determinados de morir primero que hacer con ellos amistad, hagáis todo vuestro deber y peleéis como siempre habéis hecho, no perdiendo, antes aumentando, la gloria que habéis ganado de las batallas pasadas, porque si de otra manera lo hacéis, que creo y tengo por cierto no haréis, perderéis afrentosamente las vidas, y los que quedáredes vivos, en perpectua servidumbre con vuestros hijos y mujeres; y como haciendo lo que sois obligados tendréis en mí fuerte escudo y las espaldas seguras, así, si dexáredes de hacerlo, el mayor enemigo que tendréis será a mí, porque yo sé que los mexicanos holgarían de tener comigo amistad porque yo os desfavoresciese, que es lo que yo, siendo vosotros buenos, jamás haré. La segunda cosa es que, pues sabéis que México, por estar en el alaguna, no se puede tomar sino con los bergantines que se están labrando, deis, para que se acaben, el calor e ayuda que habeis dado para que se comiencen, tratando bien y amigablemente a los españoles que los labran los que quedáredes en esta ciudad, que yo os prometo que no serán menos de mí gratificados los que esto hicieren que los que comigo van contra México, pues sin los unos ni los otros no se puede hacer la guerra. En lo demás dexá a mí el cargo de vuestra honra, libertad y acrescentamiento de tierra y señorío, porque estoy determinado de no volver de México hasta poneros a todos en vuestra antigua libertad y deshacer los agravios e injurias que de los mexicanos habéis rescebido y poneros después en tanta gracia con el Emperador, Rey, mi señor, que a vosotros y a vuestros descendientes haga muy grandes y señaladas mercedes, y si de los que pensábales ir comigo, algunos os queréis quedar, no rescibiré pesadumbre dello, porque más valen pocos que peleen con gana que muchos contra su voluntad.»

     Hecha esta plática, los señores que más cerca estaban de Cortés, por sí e por los suyos, en pocas palabras, respondiéndole a las dos cosas, dixeron que nunca tanto deseo habían tenido de pelear y morir defendiendo su libertad como estonces, e que así, cada uno por sí e todos juntos, le guardarían la palabra dada; que primero quedarían ahogados en el alaguna, que vivos volviesen sin vencer, y que en lo que tocaba a los bergantines y buen tratamiento de los que los quedaban haciendo, que descuidase, porque lo harían todo como lo mandaba, mejor que si presente estuvieren, porque entendían que sin aquellas grandes canoas no se podía tomar México.

     Dada esta repuesta, la demás multitud, que era grande, con las cabezas y manos dio a entender que así se cumpliría lo que los señores habían prometido, y como el día siguiente había de ser la partida, todos se fueron a sus casas para adereszar y llevar, como suelen, su comida.



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Capítulo XLIV

Cómo Cortés salió de Tlaxcala y de lo que más subcedió.

     Otro día, que fue de los Inocentes, mandó Cortés hacer señal de salir el exército para México. Fue cosa muy de ver cómo oída misa y hecha su oración, invocando el favor del Espíritu Sancto, los españoles salieron en su orden, al toque de los atambores y pífaros, tendidas las banderas, mirados con gran regocijo de una infinita multitud de hombres que quedaban y de las mujeres, y niños que gran trecho de la ciudad los salieron acompañando. Era cosa de oír las bendiciones y rogativas de las mujeres, diciendo unas: «Vayan en buen hora los cristianos; su Dios les dé victoria.» Otras decían: «Mirá cómo van los fuertes a quebrantar la soberbia de los mexicanos.» Muchas, con lágrimas de alegría, decían: «Nuestros ojos os vean volver victoriosos: Denos los dioses por vuestra mano venganza de aquellos perros mexicanos, que cuando volváis os serviremos y haremos mill regalos.» Fue también cosa no menos digna de mirar el concierto, plumajes, banderas, ruido de trompetas, caracoles, teponastles e otros instrumentos de guerra, con que salieron casi ochenta mill hombres, porque los demás, a cumplimiento, a ciento y cincuenta mill se quedaron en Tlaxcala hasta que se acabasen los bergantines y fuesen nescesarios en el cerco de México, donde, como adelante se dirá, pelearon, no como indios, sino como romanos. Llevaron muchos hombres de carga; iban muy proveídos de comida, muy alegres y regocijados, como si ya volvieran con la victoria. Iban cuatro Capitanes generales, sin otros muchos, lucidamente armados, y como la gente era mucha e vestida de blanco y en buen concierto y en los plumajes reverberaba el sol, parescían tan bien que los nuestros se holgaban mucho de verlos. Acaudillábanlos, después de sus Capitanes, los dos compañeros que ya se entendían con ellos, Joan Márquez y Alonso de Ojeda. Decíanles las indias en su lengua: «Nuestros dioses vayan con vosotros y os vuelvan victoriosos a vuestras casas; haced como valientes, que ya es llegado el tiempo en el cual, con el favor de los invencibles cristianos, las tiranías y maldades de los mexicanos se acabarán.»

     Con este despedir, los de la ciudad se volvieron, y el exército en su orden como salió comenzó a marchar más apriesa. Llegó aquella noche a un pueblo, seis leguas de Tlaxcala, llamado Tezceluca, que quiere decir «lugar de encinas». Es pueblo subjecto a Guaxocingo, donde leos señores dél, sabida la venida de Cortés, le salieron a rescebir alegremente. Acogiéronle con mucho amor, diéronle bien de cenar y a los nuestros, acariciaron mucho a los huéspedes tlaxcaltecas, pasaron entre ellos muchas cosas aquella noche, tocantes al honor de Cortés y de los suyos y al deseo que todos tenían de verse libres de la dura servidumbre de los mexicanos.



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Capítulo XLV

Cómo Cortés prosiguió su camino, y lo que en él le pasó.

     Deste pueblo partió Cortés, comenzando a subir una muy larga cuesta que tiene tres leguas hasta llegar a la cumbre, puerto agrio y estonces dificultoso y peligroso. Parte términos con tierras de Tezcuco. Durmió en el monte, en tierra de Guaxocingo, donde el frío fue tan grande que a no templarle las grandes lumbres que hicieron, por la mucha leña que había, o padescieran gran trabajo, o murieran los más, helados.

     Siendo de día prosiguió Cortés su camino todavía por el monte, envió adelante cuatro de caballo y otros cuarto peones a que descubriesen tierra y diesen aviso de lo que viesen, los cuales, no andando un cuarto de legua, hallaron grande espesura de muy gruesos y altos pinos y en el camino a mano muchos atravesados, recién cortados. No quisieron volver luego a dar aviso de lo que habían visto, pensando que adelante estaría el camino desembarazado y que los árboles que allí estaban atravesados serían para algún edificio, pero desegañáronse yendo adelante, porque estaba el camino tan embarazado que en ninguna manera pudieron pasar. Volvieron a Cortés, dixéronle lo que pasaba, el cual les preguntó si habían visto alguna gente. Respondiéronle que no, el cual, entendido esto, se adelantó con todos los de a caballo y algunos de pie para descubrir si por alguna parte había alguna celada. Mandó a los demás que con todo el exército y el artillería caminasen a toda furia e que les siguiesen mill indios, algunos con hachas, los cuales fueron de tanto provecho, que cortando árboles y ramas gruesas, como iban viniendo los demás del exército, apartando las ramas y trozos, limpiaron y desembarazaron el camino, de manera que pudo pasar el artillería y los caballos sin peligro ni daño, aunque, hasta venir a esto, se padesció muy gran trabajo, porque aliende de los pinos que había, que eran muchos y muy gruesos, había otros árboles muy crescidos y malos de cortar, y cierto los enemigos se descuidaron con parescerles que con haber ocupado tanto el camino, los nuestros ni los indios amigos pudieran pasar, y si en camino tan fragoso acudieran o, como pudieran, estuvieran en celada, no pudieran dexar de hacer muy gran daño y estorbar que los nuestros no pasasen. Pusiéronse en otros pasos más llanos, creyendo que Cortés volviera por el mismo camino que había venido cuando en México entró de paz. Cortés, como sagaz, para desmentir a los enemigos, porque de Tlaxcala a México hay tres o cuatro caminos, fue por éste que decimos, y acertólo, porque a ir por do primero había ido, hallara muchas y muy grandes celadas, muchos y grandes hoyos con estacas agudas, cubiertas por encima con mucha destreza, hechos en el camino y fuera dél, donde los de a caballo corrieran muy gran riesgo, y los de pie se vieran en mucho trabajo.



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Capítulo XLVI

Cómo Cortés subió a la cumbre de aquel monte, y cómo desde él señoreó la tierra, y de la refriega que hubo con los enemigos.

     Pasado aquel mal paso, subida una legua, los nuestros se pusieron en la cumbre de aquel puerto, de la cual, descubriendo las lagunas y la imperial ciudad de México, con los otros muchos y grandes pueblos que dentro y en su contorno tiene, dieron gracias a Dios prometiendo de no volver hasta recobrar a México, o perder las vidas, que tan de buena voluntad ofrescían para este negocio; y porque todos fuesen juntos, repararon un rato los delanteros, y llegados los que venían atrás en concierto, baxaron a lo llano, que hasta él les quedaban de andar tres leguas.

     Los enemigos, que desde las sierras los descubrieron, comenzaron a hacer muchas ahumadas, dando aviso los unos a los otros; dieron grita, apellidaban toda la tierra, e ya que estuvieron más de cient mill juntos, tomaron unas hoyas por donde los nuestros habían forzosamente de pasar. Arremetió Cortés a ellos con veinte de a caballo, e aunque llovían sobre él y sobre los otros flechas, alancearon muchos, rompieron al orden que traían, y como luego acudieron los demás españoles, fueron desbaratados, quedando muchos muertos y captivos y huyendo muchos mal heridos.

     Desta manera los nuestros, sin rescebir daño, desembarazaron el camino, prosiguiendo por un gran llano, donde los caballos valían y podían mucho. Llegaron a un gran pueblo que se dice Guautepec, subjecto al señor de Tezcuco; durmieron allí aquella noche, y como no hallaron en el pueblo persona alguna y supo Cortés que cerca de allí había más de cient mill hombres de guerra de los mexicanos, que inviaban los señores de Tenuxtitlán y de Tezcuco contra los nuestros, hizo ronda y vela toda la noche, remudando por sus cuartos diez de a caballo. Veló él la prima; apercibió toda la gente. Durmió él poco aquella noche, porque velaba para sí e para los suyos; pero los contrarios no intentaron cosa, o porque de noche no lo acostumbran, o porque no osaron, sabiendo por sus espías con cuánto cuidado velaba Cortés.

     Otro día por la mañana salió de allí para Tezcuco, que está tres leguas, de donde por todas partes, tres leguas adelante y tres leguas y más de ancho, desde el alaguna hasta la ladera del monte, iba todo muy poblado y de buenos edificios, porque el señorío y ciudad de Tezcuco no era menor que el de México. Moviendo Cortés para aquella ciudad, salieron a él cuatro indios principales, ricamente adereszados, con una vara y bandera de oro; la vara pesaría hasta cinco o seis marcos.

     Cortés, que entendió ser aquella señal de paz, hizo alto para ver, llegados aquellos mensajeros, lo que querían, los cuales, conosciendo luego a Cortés por las señas y devisa que llevaba, yéndose derechos a él, le saludaron con mucha gracia y reverencia y le dixeron cómo Quaunacucín, su señor, les inviaba a suplicarle no permitiese que los suyos hiciesen daño a su tierra e a ofrescérsele que con todo su exército se aposentase en su ciudad, porque allí sería muy bien hospedado, servido y proveído de todo lo que menester hubiese y que podía ir muy sin recelo, porque le sería, como parescería por la obra, buen amigo, pues el valor de su persona lo merescía, y los mexicanos lo habían hecho con él tan mal.



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Capítulo XLVII

De lo que Cortés respondió a los embaxadores y cómo se fue a Quatichán, y de lo que más subcedió.

     Mucho holgó Cortés con esta embaxada, aunque le paresció fingida. Saludó más afablemente al uno de los embaxadores más que a los otros, porque le conoscía de antes, y es ansí que entre las otras virtudes y gracias que Cortés tenía, era de tanta memoria que al que una vez hablaba y sabía su nombre, aunque después pasasen muchos años, le conoscía y hablaba por su nombre, y así a todos los de su exército nombraba por los suyos y se acordaba de qué pueblo y tierra eran naturales, tanto que cuando el escribano no se acordaba, lo decía él. Reparado, pues, un poquito, para pensar lo que respondería, considerando que ya estaba entre tantos enemigos y si respondía ásperamente los indignaba, y si con amor, mostraba temerlos, templando lo uno con lo otro, les respondió por las lenguas que fuesen bien venidos y que él holgaba que quisiesen su amistad, que viniesen de paz, pues con la guerra no podía ganar nada, y que en nombre de Su Majestad tendría por amigo a su señor, y así le ampararía y defendería contra los que lo quisiesen ofender; pero que pues mostraba serle amigo, que le rogaba que, pues cuando salió de México, cinco o seis leguas de Tezcuco, en ciertas poblaciones a él subjectas, le habían muerto cinco de a caballo e cuarenta y cinco peones y más de trecientos tlaxcaltecas que cargados venían, e le habían tomado mucha plata e oro, que pues no se podían excusar desta culpa, que la pena fuese volverle lo que les habían tomado, pues en los muertos no había remedio, y el castigo había de ser asolarlos a todos; y si esto no hiciesen, que él proscedería contra ellos por todo rigor, de manera que por cada español muriesen mill dellos, y que como hiciesen el deber, les perdonaría las injurias pasadas, e no lo haciendo, se las demandaría crudamente. Ellos le respondieron que aquello se había hecho por mandado del señor de México, y que la plata y oro y lo demás se habían llevado los señores mexicanos que se habían hallado en aquel recuentro y que el señor de Tezcuco no tenía culpa, pero que ellos buscarían todo lo que pudiesen y que ellos se lo darían. Con esto le preguntaron si aquel día iría a su ciudad o se aposentaría en una de dos poblaciones que son como arrabales a Tezcuco; llámase la una Guatinchán, y la otra Guaxuta; están a una legua e a media de la ciudad. Deseaban ellos esto por lo que adelante subcedió.

     Cortés, para que no le armasen alguna celada, les dixo que no se había de detener hasta llegar a su ciudad de Tezcuco. Replicaron ellos que fuese enhorabuena e que ellos se iban adelante a apercibir a su señor y a adereszar la posada para él y para los suyos. Con esto se despidieron, y Cortés fue marchando y con todo recato entró por una de las dos poblaciones, que está una legua de Tezcuco, de la cual le salieron a rescibir con mucha comida ciertos principales. Fue luego de allí a Guaxuta, que está media legua, donde también con mucho amor, ofresciendo lo que hobiesen menester, los rescibieron sin dar muestras de otra cosa, y como toda aquella tierra estaba muy poblada, parescía, según había sumptuosas casas y aposentos, que allí era el cuerpo de la ciudad; pero yendo adelante, entró en lo más poblado della, de donde le salieron a rescebir a su costumbre con ramilletes de flores en las manos y lleváronlos a una casa muy grande que había sido palacio de Quaunacaci, señor de Tezcuco, padre del que a la sazón era.

     Cupieron en esta casa todos los españoles y muchos de los indios amigos, y como al entrar vio Cortés que no había mujeres, viejos, ni niños, mandó primero que todos se alojasen, que ninguno de los suyos, español ni indio, fuese osado de salir de la casa sin su expresa licencia, so pena de la vida. Esto hizo por dos causas: la una, por asegurar los indios de aquella ciudad, para que traxesen a sus mujeres y hijos; lo otro, para que si quisiesen usar de alguna traición, no matasen alguno de los suyos desmandado, y estuviese fuerte para si acaso le quisiesen acometer.



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Capítulo XLVIII

Cómo, subiendo ciertos españoles a las azoteas, vieron cómo los vecinos de Tezcuco desamparaban la ciudad, y lo que sobre ello Cortés proveyó.

     Este día, que fue víspera de Año Nuevo, después de haber entendido los nuestros en aposentarse, espantados de que en tan gran ciudad hubiese tan poca gente y que la que había anduviese tan rebotada, creyendo que de temor no parescía, se descuidaron algún tanto; pero algunos dellos, deseosos de ver más a placer aquella ciudad, ya que el sol iba decayendo, se subieron a las azoteas del palacio, que eran muy altas y de donde no solamente lo llano, pero gran parte de los altos se señoreaban. Vieron, pues, que no poca admiración les causó, gran ruido y bullicio de gente, que unos con sus hatos a cuestas, otros con los hijos en los brazos, otros llevando de las manos a sus mujeres y parientas, a gran priesa se metían en sus canoas, yendo la laguna adentro hacia México. Vieron asimismo que otros muchos que, o por parescerles así, o por no tener canoas, con no menos priesa se subían a las sierras con sus haciendas y familias.

     Estuvieron los nuestros buen rato mirando esto, porque era cosa de ver el bullicio con que tanta gente dexaba su ciudad, como hormiguero que dexa su lugar para ir a otro. Cortés, sabiendo esto de algunos que lo vieron, que con toda priesa le dieron mandado, mandó llamar a muchos de los principales de la ciudad. Díxoles cómo Don Hernando, que consigo traía, era hijo de Nescualpilcintle, su gran señor, y que se lo daba por Rey y señor, pues Caunacusint, su señor, se había pasado con los enemigos y había alevosamente muerto a Cucuzcasín, su hermano y señor, por cobdicia de reinar, a persuasión de Guatemucín, mortal enemigo de los cristianos. Dichas estas palabras, procuró estorbar la ida de los demás; pero como era tarde y anochesció luego, no pudo, aunque procuró por todas las vías posibles, haber a las manos al señor que todo lo había rebelado, el cual, por asegurar a Cortés y a los suyos y hacer mejor su hecho, había, según tenemos dicho, inviado aquellos mensajeros, de que tanto más se receló cuanto más comedimientos y ofrescimientos le habían hecho. Los que quedaron en Tezcuco comenzaron a venir a ver su nuevo Rey e señor y a poblar su ciudad. Estos fueron de los que se habían recogido a la sierra, y en breve estuvo la ciudad tan llena y tan poblada como de antes. Sirvieron e ayudaron por estonces a los nuestros cuanto pudieron, viendo que, no sólo no les hacían mal, pero los trataban muy bien, tanto puede con todas nasciones el buen tratamiento, y porque en su nuevo Rey conoscieron verdadero amor para con los nuestros, tanto que deprendió nuestra lengua y, como he dicho, se llamó don Hernando, parque en su baptismo fue su padrino Hernando Cortés.



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Capítulo IL

Cómo desde a tres días comenzaron algunos pueblos a venir de paz, e de lo que más subcedió.

     Después de haber estado Cortés tres días en la ciudad de Tezcuco sin haber rencuentro alguno con los indios, porque por estonces ni ellos osaban venir ni acometer a los nuestros, ni los nuestros osaban desmandarse, así por lo que Cortés les había mandado, como porque se recelaban de algunas emboscadas, por la comodidad que para ello había, y porque siempre pretendió Cortés más por bien que por mal atraer a los indios, y así, estando con esta determinación, vinieron tres señores, el de Guatinchán y de Guaxuta y el de Autengo, tres poblaciones bien grandes, encorporadas con la de Tezcuco, los cuales, como aquellos que cuando quieren, lo saben bien hacer, llorando, le dixeron los perdonase y rescibiese en su servicio y amistad, que si se habían ausentado, la causa era el miedo que los mexicanos con su venida les habían puesto, a cuya causa se habían ausentado; mas ahora que estaban en libertad, le servirían con todo corazón y serían verdaderos vasallos del Emperador de los cristianos y que estuviese cierto que no habían peleado contra él, e que si alguna vez lo habían hecho, era más por fuerza que de su voluntad.

     Cortés les dixo por las lenguas, bien contento de su venida y desculpa, que ya sin más pruebas debían de tener conoscido el buen tratamiento que les había hecho y que en haber dexado su tierra habían hecho mal, pues desconfiaban de lo que tan conoscido tenían, pero que era mejor venir tarde que nunca al verdadero conoscimiento; y pues, como mostraban, se ofrescían por sus verdaderos amigos, que él los perdonaba y rescebía debaxo de su amparo y amistad, con tal aditamento que supiesen los castigaría gravemente si sintiese que le eran traidores, y que con esto podían volverse a sus casas, y traer sus mujeres e hijos. Ellos, aunque mostraron contento desto al parescer de los nuestros, no le llevaban, y así se volvieron, y de ahí a poco, por no contradecirse, o porque de miedo no ostaban hacer otra cosa, volvieron a sus casas, con sus mujeres y hijos, lo cual sabido por los señores de México, les inviaron sus mensajeros, reprehendiéndolos y riñéndoles mucho lo que con los cristianos habían hecho, haciéndose amigos y esclavos de sus capitales enemigos y contrarios en el linaje, lengua, costumbres, y lo que más era, en religión, de que los dioses estaban muy ofendidos; y que si lo habían hecho por miedo, que no le tuviesen, pues por sus ojos habían visto el estrago y matanza que en seiscientos españoles habían hecho, y que por exercitarse, más que por destruirlos, habían tenido guerra con los tlaxcaltecas, ca el imperio de Culhúa era sobre todos los del mundo; y que si por no dexar sus tierras se habían confederado con los cristianos, no se les diese nada, porque en las tierras de México les darían donde mejor pudiesen poblar.

     Los señores destos pueblos, considerando que les convenía sustentar lo que habían prometido, atando los mensajeros, los llevaron a Cortés, los cuales confesaron sin tormento a lo que habían venido, aunque lo dixeron de otra manera como sagaces y astutos, o como los que venían para esto bien enseñados. Confesaron que venían de México y por mandado de los señores dél, pero a rogar [a] aquellos señores fuesen a México, como amigos de los cristianos, a ser terceros y medianeros para la paz que los señores mexicanos pretendían tener con los nuestros. Desta confesión se rieron mucho los señores confederados y dixeron a Cortés no le engañasen aquellos falsos, porque México no estaba de aquel propósito, sino en destruir a los cristianos a fuego y a sangre. Cortés, aunque entendió que mentían los mensajeros y que aquellos señores decían verdad, haciendo como dicen, del ladrón fiel, por atraer a sí a los mexicanos, si pudiese, mandó desatar a los mensajeros. Díxoles que él los creía e que a esta causa no los mandaba ahorcar. Dióles algunas cosillas, rogóles que de su parte y de la dellos contasen a los señores mexicanos todo lo subcedido, y que pues él no quería guerra, aunque tenía razón para ello, que fuesen sus amigos y que ya sabían que los que antes le habían hecho guerra eran muertos, los más a sus manos, y los otros por justicia de Dios; que ellos no tenían que tener respecto a nadie más de lo que les convenía; que mirasen, como buenos, por la conservación de sus tierras y casas, y que si de otra manera lo hiciesen les llovería encima, y que desto, mensajeros se fueron con esto muy contentos, más por verse sueltos que por lo que les contentaba lo que Cortés les había dicho. Prometieron de volver con la repuesta, aunque nunca lo hicieron.

     Los señores de Guatinchán y Guaxuta quedaron por esta buena obra en mayor crédito y amistad con el General, el cual por obras y palabras se lo dio bien a entender para confirmarlos más en su amor.



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Capítulo L

De la conjuración que hubo entre algunos españoles contra Cortés y cómo se supo, y del castigo que hizo en Villafaña.

     En el entretanto que esta cosas pasaban, la fortuna, que jamás está en un ser, procuraba de volver el rostro a Cortés, y así, habiendo, como acontesce entre muchos, algunos quexosos del General, procuraron por medio de un Fulano de Villafaña, lo más secretamente que pudieron, levantarse contra él y elegir a Francisco Verdugo, hombre valeroso, cuñado y heredero de Diego Velázquez, casado con hermana suya, y esto sin que él lo supiese, porque estaban determinados, cuando de su voluntad no quisiese aceptarlo, forzarle a ello. Fueron en esta conjuración casi trecientos hombres; unos quexosos de que Cortés no los trataba tan bien como ellos quisieran; otros, y éstos eran los más, porque tenían en las entrañas a Diego Velázquez y deseaban que sus cosas fuesen adelante. Ya, pues, que algunos dellos, de los más animosos y más indignados, estaban determinados de dar de puñaladas a Cortés y apellidar el nombre de Francisco Verdugo en nombre de Diego Velázquez, uno dellos, que así Dios lo ordenaba y quería en tan gran negocio servirse de Cortés, se fue lo más secreto que pudo adonde él estaba e apartóle en lo más retraído de su aposento y díxole con el rostro demudado y la voz alterada: «Señor, si me concede vuestra Merced la vida y promete no descubrirme y en lo que se ofresciere hacerme merced, le diré un negocio que importa mucho saberlo, y si esto vuestra Merced no me concede, moriré primero que lo diga.» Cortés, entendiendo que debía ser cosa importante, liberalmente le concedió todo lo que pedía. Estonces aquél le dixo que supiese que él era uno de los que estaban determinados de matarle y elegir a Francisco Verdugo, e que el que lo muñía y tramaba y tenía las firmas de casi trecientos hombres era Villafaña, y que a éste convenía prender luego si quería saber y remediar el negocio. Llamábase éste que descubrió la conjuración Fulano de Rojas.

     Cortés, nada alterado, antes dándole a entender que ninguno era parte para ofenderle, llamó de secreto a Gonzalo de Sandoval, su alguacil mayor; dióle mandamiento para prender a Villafaña y avisóle procurase tomarle un papel que traía en el pecho. Fue Sandoval con su guarda a poner en execución lo que Cortés le mandó, arremetió a Villafaña y primero que le pudiese quitar el papel, se lo había echado en la boca y se había comido la mayor parte. Apretáronle la garganta, hiciéronle echar lo que quedaba donde estaban escriptos trece o catorce nombres de personas principales, de los cuales estaba bien satisfecho Cortés.

     Echáronle en prisiones, confesó luego sin tormento que él había sido el muñidor de la liga y conjuración, y con tormento y tormentos no quiso descubrir a nadie, diciendo que él solo tenía la culpa y que los nombres que en el papel se hallaron, con otros muchos que él se comió, los había él escripto de su mano para hacer memoria cómo trataría el negocio con ellos, e que hasta aquella hora ellos estaban salvos y él solo condemnado.

     A Cortés, aunque entendió lo contrario, no le pesó desta confesión, porque deseaba, castigando a uno, reconciliar así todos los demás. Concluyó el proceso, sentenció a muerte al Villafaña, mandóle ahorcar a vista de todos los del real, maravillados todos los que sabían la trama del secreto que había tenido y del esfuerzo con que había negado por salvar a los que él mismo había metido en la danza.



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Capítulo LI

Cómo Cortés otro día mandó llamar a todos los suyos y del razonamiento que, leídos los nombres del papel, les hizo.

     Otro día, después de haber oído misa Cortés, mandó llamar a todos sus soldados. Honró más de lo acostumbrado [a] aquellos cuyos nombres o firmas tenía en el papel, e ya que todos estuvieron juntos, así los que sabía que eran de su parcialidad, como los de la de Diego Velázquez, les habló desta suerte:

     «Caballeros y amigos míos, virtud y fidelidad tengo muy conoscida de muchas pruebas que he visto en los trances y peligros que después que a estas partes venimos he visto: No os he llamado para persuadiros hagáis lo que hasta ahora habéis hecho comigo, porque esto sería dubdar de vuestra bondad, sino para deciros lo que en vuestras palabras debéis de estar recatados, para que sin enojo o con él no se os suelte palabra que paresca ser contra la fidelidad que debéis guardar a vuestro General y Justicia, que de vuestra voluntad elegistes, rescebistes y jurastes; porque si entre pocos nunca falta un malo, entre muchos no pueden faltar algunos que, tomando con ánimo dañado palabras airadas e descuidadas, procuren e intenten de destruir en vosotros la fidelidad, que es la más presciosa joya de los hijosdalgo, maculando vuestra honra y la de vuestros deudos y descendientes. Esto digo por lo que con Villafaña (que Dios perdone) nos ha pasado, cuya traición no permitió Dios que por muchos días estuviese encubierta, el cual, por hacer su error más calificado, siendo un hombre nascido no más de para caluniar y malsinar, contrahizo los nombres y firmas de los más principales de vosotros y de quien yo estoy más confiado, y en este papel que os leo hay algunas, porque las demás se comió, por encubrir mejor su maldad, aunque, como el que sabía que había de morir, lo hizo como cristiano en no afirmarse en el artículo de la muerte en lo que falsamente había escripto, porque no permite Dios que la innocencia del que no pecó sea mucho tiempo culpada. Yo soy tan vuestro, ámoos tanto, deseo, quiero y procuro tanto vuestro adelantamiento, que ni los trabajos de mi persona, ni el derramar de mi sangre ni el perder mi vida, tendría en nada con que, señores, vosotros fuésedes en toda prosperidad adelantados. Uno soy, vosotros muchos, e yo sin vosotros no soy ni puedo nada, porque ni soy más que un hombre ni puedo más que por uno, y así como los que sois más podéis más y veis más, os ruego por el grande amor que os tengo, que si yo errare en algo me advirtáis, e si alguno, por lo que no sé, estuviere de mí quexoso, no se quexe a otro que a mí, y si se quexare sea a persona de quien yo pueda tener verdadero crédito; y sabed, señores y amigos míos, que si cualquiera de vosotros estuviese en el lugar que vosotros en nombre del Rey me pusistes, tendría tantas zozobras y más que yo, e por esto dicen que la guerra paresce sabrosa al que no la prueba y que vee más el que vee jugar que el que juega. El culpado pagó lo que debía y los innocentes quedáis comigo en mayor crédito y reputación. El que pretendiere parescer a Villafaña ni podrá ni permitirá Dios que sea menos afrentosamente castigado que él, ca al que Dios pone en este lugar para la gobernación y bien de muchos, siendo su celo como lo es el mío, le guarda y defiende de toda traición. Yo os he dicho a lo que os hice llamar, descubiértoos he mi pecho, no me queda otra cosa. Si algo, en público o en secreto cerca desto, o de otras cosas, me quisierdes decir, oirlo he de buena gana y agradescerlo he.»

     Acabado de hacer este razonamiento, a que así los culpados como los sin culpa estuvieron muy atentos, los unos más inflamados, los otros desimulando lo que sentían, mudando parescer y alegres de que no fuesen descubiertos, dixeron a Cortés que todos le amaban entrañablemente y deseaban servir como a Capitán e Justicia, por tan merescido nombre y título, y que se holgaban de que como padre y señor los hubiese advertido de lo que se debían recatar. Cortés se holgó mucho con todos, mostrando de ahí adelante a los más sospechosos mejor rostro y obras, con las cuales los volvió a su amor con tanta a mayor firmeza que a los que de antes tenía, aunque con todo esto, de ahí adelante se recató tanto, que jamás se quitó cota y jubón fuerte, y cuando sus muy amigos pensaban que dormía le hallaban velando, y cuando creían que estaba echado le hallaban que andaba mirando lo que los suyos hacían, de manera que de sueño ni de reposo tenía hora cierta para ser de repente salteado. Andaba de noche y de día con alguna guarda de los más amigos, cuyo Capitán era un Fulano de Quiñones.



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Capítulo LII

Cómo Cortés tuvo ciertos recuentros con los de Iztapalapa, e de un gran peligro en que se vió.

     Estuvo Cortés sin salir de Tezcuco ocho o nueve días, fortalesciendo parte de la casa en que posaba, porque toda no podía, por ser grandísima. Cerró puertas, hizo saeteras, levantó pretiles en la parte que mejor le paresció, bastecióse de lo nescesario para más de cuatro meses, recelándose de que los contrarios le cercarían; pero como vio que en todo este tiempo no le acometían ni daban muestra dello a los que con su licencia salían, aunque bien adereszados por la ciudad, determinó de buscar a sus enemigos, y así, salió de Tezcuco con docientos españoles, en los cuales llevaba diez e ocho de a caballo y treinta ballesteros e diez escopeteros e cuatro mill indios amigos tlaxcaltecas. Fue boxando hacia el Mediodía el alaguna, yendo por la orilla hasta llegar a una ciudad que se dice Iztapalapa, que por el agua está dos leguas de México y seis de la de Tezcuco.

     Tenía Iztapalapa más de diez mill vecinos, y estonces la mitad della y aun las dos tercias partes puestas en el alaguna, y al presente lo más della, está en tierra firme. Tiene una hermosa fuente junto al camino que va a México, donde los que vienen de España para México se refrescan y son rescebidos de sus amigos.

     El señor desta ciudad, que era hermano de Motezuma y a quien los indios después de su muerte habían alzado por señor, había sido el principal que había hecho la guerra contra los españoles y echádolos de México, y así por esto como porque sabía que todavía estaban de mal propósito, fue Cortés contra ellos, viendo que ni por amenazas ni buenas palabras querían venir en su amistad. No pudo ir tan secreto Cortés que los de Iztapalapa no fuesen luego avisados por los de la guarnición de México, con humos que hicieron de las atalayas, las cuales eran las casas y templos de los demonios, que todos eran torreados. Sabiendo. esto los de Iztapalapa, metieron luego la más ropa que pudieron y las mujeres e niños en las casas que estaban dentro del agua, y dos leguas antes que Cortés llegase parescieron en el campo algunos indios de guerra y otros por el alaguna, a su modo bien armados. No salió toda la gente con exército formado, porque pretendieron, como después lo intentaron, metiendo a los nuestros en la ciudad, matarlos con un nuevo ardid, y así, comenzaron los del agua y los de la tierra a escaramuzar, con los nuestros retrayéndose y reparando hasta llevar a los nuestros aquellas dos leguas y meterlos en la ciudad, a la entrada de la cual salió todo el golpe de la gente. Pelearon más de tres horas los unos con los otros bravamente hasta que después de haber los nuestros muerto muchos dellos, dieron con los demás al agua, donde más con la priesa y alteración que con la hondura della, que no llegaba más de hasta los pechos, y todos son nadadores, se ahogaron algunos; los demás saltaban en las canoas, donde otros los recogían. Con todo esto, fue tan reñida y sangrienta la batalla, que de los enemigos murieron más de cinco mill, y de los tlaxcaltecas pocos y de los españoles ninguno, los cuales hobieron gran despojo, pusieron fuego a muchas casas, y si la noche no viniera acabaran de destruir el pueblo, porque estonces más que otras veces, como los que se vengaban de los daños rescebidos, se señalaron tanto que no se podía dar a ninguno ventaja conoscida.

     Ya, pues, que hartos de pelear se querían aposentar, los de Yztapalapa dos horas entes habían rompido una calzada que estaba como presa dos tercios de legua de la ciudad, entre la alaguna dulce y la salada. Comenzó con gran ímpetu a salir el agua salada y dar en la dulce; estonces, con la cobdicia de la victoria, los nuestros no sintieron el engaño, antes, como está dicho, siguieron el alcance, y como los enemigos estaban sobre aviso, habían despoblado todas las casas de la tierra firme; cresció tanto el agua que ya comenzaba a cubrir el suelo donde los nuestros estaban. Acordóse Cortes cómo había visto rota la calzada, dio luego en el engaño, hizo a toda priesa salir la gente, mandando que nadie se detuviese si no quería morir anegado. Salieron a toda furia, que sería a las siete de la noche, pasando el agua en unas partes a vuelapié y en otras a los pechos y a la garganta. Perdieron el despojo, ahogáronse algunos tlaxcaltecas, acabaron de salir a las nueve de la noche, y a detenerse tres horas más, corrían todos mucho riesgo. Tuvieron ruin noche de frío, como salían tan mojados, y la cena fue ninguna, porque no la pudieron sacar. Todo se les hizo liviano, considerando que a no ser con tiempo avisados, no quedara hombre que no muriera. Los de México, que todo esto supieron, dieron luego por la mañana sobre los nuestros, porque los duelos fuesen doblados. Fuéles forzado, peleando, retirarse hacia Tezcuco; apretábanlos mucho los enemigos por tierra y por agua, aunque dellos quedaron tendidos los que más se atrevían. Los del agua fueron los que menos peligraron, porque se acogían luego a las canoas. Los nuestros como estaban mojados y muertos de hambre y los enemigos eran muchos y venían de refresco, no osaron meterse en ellos, contentos con defenderse y matar a los que podían. Llegaron desta a manera a Tezcuco, murieron algunos de los indios amigos, y un español, que fué el primero que murió peleando en el campo.



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Capítulo LIII

De la congoxa que Cortés tuvo aquella noche, y de cómo otro día se le ofrescieron de paz ciertos pueblos.

     Estuvo Cortés aquella noche bien pensativo, revolviendo en sí diversos pensamientos, ca por la una parte se holgaba de haber escapado de tan gran peligro y muerto en su propio pueblo tantos enemigos, y por la otra estaba congoxoso de haberle sido forzado retirarse, y a esta causa creía que los enemigos, así los de México como los confederados, habrían tomado ánimo y puesto miedo a otros para que no viniesen de paz; pero como la matanza hecha no pudo ser oculta y ninguno de los españoles había quedado muerto, porque el que mataron le traxeron secreto consigo, desmayó mucho a los enemigos y encendió la voluntad a los que estaban dubdosos, y así par la mañana vinieron ciertos mensajeros de la ciudad de Otumba, donde fue la memorable batalla, y de otras cuatro ciudades junto a ella que están de la de Tezcuco a cuatro e a cinco e a seis leguas.

     Estos mensajeros, entrando donde Cortés estaba, con las devisas y señales de mensajeros, seguros en todas partes, haciéndole gran reverencia, diciendo cada uno la ciudad en cuyo nombre venía, dando los cuatro la mano al de Otumba, que era más sabio y más principal, brevemente habló en esta manera:

     «Muy valiente e invencible Capitán: Nos los embaxadores de Otumba y de las ciudades a ella comarcanas, en nombre dellas y de los señores que las gobiernan, te suplicamos nos perdones los enojos que con las guerras pasadas te hemos dado, que han sido más por fuerza que contra nuestra voluntad, por las amenazas y miedos que a la contina los mexicanos nos han puesto, tratándonos mal con las guarniciones que cerca de nosotros tienen, como lo han hecho con todos los que se han dado, y como hemos vuelto sobre nosotros y visto que andábamos errados y que contra tus fuerzas no hay poder en nosotros que resista, te suplicamos nos perdones y rescibas en tu gracia, con que te prometemos de serte verdaderos servidores y amigos y que desde hoy damos la obediencia y vasallaje al gran Emperador de los cristianos, en cuyo nombre vienes.»

     Mucho holgó Cortés con esta embaxada, quitósele la congoxa, que no le había dexado reposar, desimuló gravemente el gran contento que rescibió, agradescióles la venida, y porque no sabía si era debaxo de engaño, les dixo que aunque se ofrescían de paz, tenía entendido cuán culpantes eran por lo pasado; que para que los perdonase y creyese, convenía que ante todas cosas le traxesen atados aquellos mensajeros que habían ido de México y a todos los que de aquella ciudad estuviesen en su tierra, e que haciendo esto entendería que eran leales y verdaderos amigos, e que con esto se podían volver a sus tierras y estar en ellas quietos y pacíficos. Hízoseles de mal esto, respondieron muchas cosas, y aunque mucho porfiaron, no pudieron sacar de Cortés otra repuesta, y al fin, como no pudieron más, dixeron que ellos eran leales y verdaderos amigos y que por la obra lo verían de ahí adelante y que ellos procurarían cuanto pudiesen traer presos a los que les mandaba, y que si no pudiesen, que en otras cosas que se ofresciesen vería cuán de veras se le habían ofrescido, como a la verdad después lo hicieron.



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Capítulo LIV

Cómo Cortés invió a Gonzalo de Sandoval con docientos hombres de a pie e veinte de a caballo a dos cosas muy importantes, que se dirán.

     Estando Cortés, como dicho hemos, en Tezcuco y viendo que sus negocios no se hacían tan bien como deseaba, a causa que las guarniciones mexicanas tenían tomados los principales pasos, así los que iban a Tlaxcala, donde se labraba la madera para los bergantines, como los que iban a la Veracruz, de donde esperaba socorro, y así, por asegurar los caminos y hacer los negocios acertadamente, despachó a Gonzalo de Sandoval, Alguacil mayor del exército, con veinte hombres de a caballo y docientos de a pie, escopeteros, ballesteros y rodeleros. Estos fueron el día siguiente, después que vino de la refriega de Iztapalapa. Allegábase a esto la nescesidad que tenía de echar de la provincia ciertos mensajeros que inviaba a la Señoría de Tlaxcala para saber en qué términos andaban los bergantines y proveer otras cosas nescesarias para la Villa Rica de la Veracruz.

     Despachado, pues, Sandoval para estos dos efectos, mandóle Cortés que después que hubiese puesto en los términos de Tlaxcala a los mensajeros, volviese a la provincia de Chalco, que confina con la de Cuyoacán, e que porque le habían inviado los de aquella provincia a decir que aunque eran de la liga y Señoría de Culhúa, deseaban ser vasallos del Emperador de los cristianos y servidores y amigos suyos, y que no lo osaban intentar por miedo de las guarniciones mexicanas que alderredor tenían, les diese favor e ayuda. Certificado que pasaba así y no había otra cosa, Sandoval, prosiguiendo su camino con los indios de Tlaxcala que habían traído el fardaje e con otros que habían venido ayudar a los nuestros y volvían con algún despojo de las refriegas pasadas, subcedió que adelantándose los indios, creyendo iban bien seguros con que en la rezaga venían los españoles, que salieron de la alaguna y de otras partes donde estaban en celada muchos mexicanos y dieron en los tlaxcaltecas, mataron algunos dellos y a los demás quitaron el despojo, pero pagaron luego la culpa de su atrevimiento, porque viendo Sandoval la polvareda e oyendo las voces e gritos que los indios más que otras nasciones dan, arremetió con gran furia con los de a caballo y hallando a los mexicanos envueltos con los tlaxcaltecas, embistió en ellos. Alanceó y mató muchos, desbaratólos a todos; llegaron luego los peones, que con las escopetas y ballestas hicieron grande estrago, de manera que los que dellos quedaron vivos, dexando el despojo que habían robado y aun sus propias armas, se acogieron al alaguna y a unas poblaciones que cerca de allí estaban. Los tlaxcaltecas y mensajeros de Cortés, muy alegres, cargados de nuevos despojos, entraron por la Señoría de Tlaxcala, en la cual, como deseados y como vencedores, fueron muy bien rescebidos, teniendo siempre en más el valor y esfuerzo de los españoles.



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Capítulo LV

Cómo Gonzalo de Sandoval fue a Chalco y de la refriega que con los mexicanos hubo, y de cómo los de Chalco vinieron a ver a Cortés.

     Puestos los mensajeros en salvo, Sandoval volvió con su gente la vuelta de Chalco, y como en las sierras estaban siempre las guarniciones mexicanas para señorear los caminos y a los que por ellos fuesen y viniesen, baxaron en mucho concierto más de diez mill dellos. Hicieron alto en un llano cerca de Chalco, presentando batalla a los nuestros, los cuales arremetieron con gran furia a ellos, rompieron los de a caballo los escuadrones mexicanos, trabóse la batalla, estuvo en peso cerca dedos horas, pero como los nuestros mataron y hirieron a los caudillos, los demás, desbaratados en breve, dexaron el campo. Desembarazado desta manera el camino, los de Chalco, que tenían sus espías y sabían ya la victoria que los nuestros habían ganado, yendo los nuestros y saliendo ellos, se vinieron a encontrar en el camino. Holgáronse por extremo los unos con los otros; los españoles, por tener más amigos para su negocio, y los de Chalco por verse libres de la tiranía y servidumbre de los mexicanos. Acariciaron mucho aquella noche a los nuestros, en especial a Sandoval, que era discreto y valeroso Capitán.

     Motolinea dice que los de Chalco se ajuntaron luego con los nuestros y que desta manera se riñó la batalla, quemando los vencedores los ranchos y asientos de los vencidos, llevando mucha presa, y que otras veces habían perdido. Lo que está dicho atrás, tengo por más cierto, porque conforma con lo que Cortés después escribió al Emperador.

     Otro día de mañana, habiendo primero hablado Sandoval muchas cosas con los principales de aquella provincia, determinó de partirse para Tezcuco, donde Cortés estaba, y como los hijos de los señores de Chalco y Tlalmanalco, que es la cabeza de aquella provincia, e otros principales, deseaban ver a Cortés, se fueron con él acompañados de muchos criados y vasallos, llevando, como tienen de costumbre, algunos presentes y entre ellos ciertas piezas de oro que pesarían hasta cuatrocientos pesos. Salió Cortés a la puerta de la sala a rescibir a los dos hermanos, los cuales, haciéndole gran reverencia, después de haberle ofrescido el presente, como la muerte de su padre era fresca, con lágrimas en los ojos, se comenzaron a desculpar por no le haber venido a ver, pero, que supiesen que le serían leales y verdaderos amigos y que se venían a ofrescer por vasallos del Emperador, así porque vían que ganaban en ello, como porque su padre antes de su muerte muchas veces les había mandado se diesen a los españoles, parque era gente belicosa y que pretendía deshacer tiranías, y que cuando estaba al punto de la muerte les había dicho que de ninguna cosa llevaba tan gran pena como de no haber visto y hablado primero que muriese a Cortés y que con este deseo le había estado esperando muchos días; e que ya que él no podía ver cumplido su deseo, les mandó y rogó que en viniendo que viniese por aquella tierra se le ofresciesen y tuviesen por padre y señor, e que si luego que vino no le habían venido a ver, había sido la causa el temor que a los de Culhúa tenían e que tampoco osaran venir estonces si el Capitán Gonzalo de Sandoval no les asegurara el camino, y que asimismo no osarían volver si no les daba otros tantos españoles, y que bien sabía él que en guerra ni fuera della los de Chalco le habían sido enemigos, ni aun cuando en su ausencia los mexicanos combatían a Alvarado, y que cuando les dexó dos españoles para recoger maíz, los habían siempre servido y guardado y después llevados seguros a la provincia de Guaxocingo, que era enemiga de los de Culhúa.

     Acabadas de decir estas y otras palabras, limpiándose los ojos, hecha cierta cerimonia de reverencia, esperaron a ver lo que Cortés respondería.



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Capítulo LVI

De lo que Cortés respondió a los señores de Chalco y de cómo mandó a Sandoval volviese con ellos y de allí se llegase a Tlaxcala.

     Conosciendo Cortés que aquellos señores esperaban repuesta a todo lo que le habían propuesto y suplicado, con la gracia y afabilidad acostumbrada les dixo que de la muerte de su padre le pesaba mucho y que pues no podía, por ser ya muerto, agradescerle la voluntad que siempre le había tenido, le agradescería de presente y en cuanto viviese con ellos, pues tan buenos caballeros eran y tan bien habían cumplido lo que su padre les había mandado; y que tuviesen por muy cierto que como cuerdo y hombre  de experiencia, en el artículo de la muerte, donde especialmente los padres por la despedida suelen decir a sus hijos las más importantes y substanciales cosas que saben, les había dicho lo que les convenía para de ahí adelante poseer su estado seguro y alanzar de sí el duro y áspero señorío de Culhúa; y que perseverando en lo que su padre les había mandado, se vengarían de las injurias rescebidas, porque él no les faltaría, y que en lo demás que pedían les diese españoles con quien volviesen seguros a su tierra, lo haría de muy buena gana, para que entendiesen, como en lo demás, los favorescía cuando menester lo hubiesen.

     Ellos a estas palabras, con demasiada alegría, haciendo muchas reverencias, lloraron de contento, como antes lo habían hecho de pesar, lo cual es efecto de causas contrarías cuando son intensas; diéronle muchas gracias, ofresciéndosele de nuevo con las personas, hijos e mujeres, y por que más quedasen obligados, primero que de allí partiesen, mandando llamar a Sandoval, le dixo que con la gente de a caballo y de a pie que le paresciese, fuese luego a acompañar y poner en su tierra aquellos señores, y que después de hecho esto se llegase a la provincia de Tlaxcala y traxese consigo los españoles que allí estaban y a Don Hernando, hermano de Cacamacín.

     Partió luego Sandoval bien en orden, puso aquellos señores en su tierra sin acontescerle cosa memorable, aunque los enemigos, como solían, estaban sobre las sierras. Fué bien rescebido y regalado de los de Chalco. Pasó de ahí a Tlaxcala, tiniendo en el camino algunos recuentros y, finalmente, trayendo consigo a los españoles y al Don Hernando, dentro de cinco o seis días volvió a Tezcuco.



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Capítulo LVII

Cómo, llegando Don Hernando el indio, Cortés lo eligió por señor de Tezcuco, y de la gente que luego vino a esta nueva.

     Cortés, cuando supo que Sandoval venía con tan buen despacho, le salió a rescebir a la puerta de la calle, así por honrarle, que bien lo merescía, como por rescebir a Don Hernando, a quien deseaba dar contento para atraer a sí a los tecuzcanos y hacerlos de su bando. Abrazó a Sandoval, y después que le hubo dado la bienvenida, abrazó al Don Hernando; hízole muchas caricias, dióle a entender lo mucho que le deseaba ver y cómo tenía determinado hacerle señor de Tezcuco, pues su hermano era tan malo que se había pasado con los mexicanos. Con estas palabras, tomándole por la mano, se entró a su aposento, donde le hizo sentar y tomar colación, preguntando primero a Sandoval, que él no lo entendió, qué pecho traía y con qué propósito venía, y sabiendo cuán fixo y estable venía en su amistad, con mayor gracia y afabilidad le trató, diciéndole que como él perseverase en el amistad de los españoles y atraxese a sus vasallos, le haría tan gran señor como había sido, Motezuma, porque esperaba en Dios que antes de muchos días desharía la tiranía mexicana.

     Don Fernando le respondió a esto cuerda y avisadamente (ca cierto era prudente y grande amigo de los españoles), que lo que su hermano lo había hecho de mal, esperaba él de hacerlo de bien y que asaz tenía entendida la tiranía mexicana y que cosa tan mala no podía durar mucho tiempo, por tener ofendidos a tantos reinos y señoríos y tener por enemigos a los cristianos, a los cuales su Dios a ojos vistas había dado tan grandes y señaladas victorias, y que él con el autoridad del señorío de que le hacía merced en nombre del Emperador de los cristianos, procuraría poblar su ciudad y provincia como antes estaba, para que todos juntos hiciesen brava guerra a los mexicanos.

     Esto dicho, que mucho contento dio a los nuestros, Cortés, tornándole a abrazar, mandó llamar los intérpretes, a los cuales dixo que luego llamasen a los principales y demás vecinos que a la sazón en la ciudad estaban, porque quería darles por señor a Don Hernando, que de derecho subcedía en el señorío, y que se adereszasen de fiesta y traxesen toda la música, para que con la solemnidad que acostumbraban le rescibiesen por señor. Desto holgaron los más de los vecinos, aunque les pesó a otros, entendiendo que el poder y fuerzas de Cortés se fortificaba más para subjectar y hacerse señor de los indios, que tanto se recataban de reconoscer señor de otra nasción.  Mandó asimismo Cortés a los suyos que todos se vistiesen y adereszasen de guerra, con las trompetas, atambores y atabales que había; y hecho en el patio, a la costumbre de los indios, de hierbas, flores y rosas, un alto y hermoso xacal, ya que para el efecto los unos y los otros se juntaron, salió Cortés con mucha música, llevando consigo a su lado al que había de ser nuevo señor, asentándole par de sí en un banco, y sentado él en una silla de espaldas y toda la demás gente en pie, hecha señal de que todos callasen, a los vecinos y al nuevo señor hizo la plática siguiente:



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Capítulo LVIII

De la plática que Cortés hizo a los ciudadanos y nuevo señor de Tezcuco, y de cómo ellos le juraron por señor.

     «Entendido habréis, caballeros y los demás vecinos desta gran ciudad y reino de Tezcuco, que como en el cuerpo humano sin la cabeza los demás miembros no tienen fuerza ni vida ni cada uno puede usar el oficio para que fue hecho, así vuestra muy grande y señalada república, después que su cabeza y señor se apartó de vosotros, ha estado inquieta, desasosegada y divisa en muchas parcialidades, con contrarios y diversos paresceres, como donde hay tanta discordia por falta de la cabeza, no puede haber en los miembros, que sois vosotros, fuerzas ni vigor para sustentaros, antes os vais apocando, yéndoos a tierras y señoríos ajenos, dexando vuestra dulce y amada patria. Viendo yo esto, aunque vosotros no me lo agradescáis, determiné inviar a llamar a Don Hernando, que presente veis, hermano legítimo de vuestro ingrato señor Quaunacacín, para que subcediendo como ligítimo heredero en ese señorío, como vuestro natural señor os favoresca, ampare y mantenga en justicia, al cual daré yo toda ayuda y favor para que él sea respectado de los suyos y temido de sus enemigos y vosotros viváis en quietud y sosiego, llamando como a estado seguro a vuestros deudos, amigos y ciudadanos, para que de hoy en adelante vuestra república florezca más que nunca. Rescebirle heis y jurarle heis a vuestro ricto y costumbre por vuestro señor natural, y por que no penséis que sospecho mal de vuestra fidelidad, cerca desto no os quiero decir más, por decir a Don Hernando lo que con vosotros debe hacer.

     «Ya, pues, Don Hernando, sabéis que sois cabeza, y que como en ella está el entendimiento para entender, los oídos para oír, los ojos para ver y la lengua para hablar, todas estas cosas con gran cuidado las habéis de emplear en cómo los viciosos sean castigados y los virtuosos remunerados, ca desta manera vuestra república irá siempre en crescimiento, y sabed que como no hay cosa más buena que el buen Gobernador, así ninguna cosa más mala que el malo, el cual aunque tenga mucha guarda, no puede dormir seguro de los suyos como el bueno, que por doquiera que va, aunque vaya solo, todos miran por él.»

     Hecho este razonamiento, esperó que le respondiesen, y como había hablado con los caballeros y ciudadanos, tomando el más antiguo la mano, respondió por todos en esta manera:

     «Entendido hemos todos los que presentes vees, muy valiente y muy sabio Capitán de los cristianos, la gran falta que nos ha hecho nuestro señor y los muchos daños que de su ausencia se han seguido, y así, estamos muy obligados par el remedio que al presente pones, con darnos por señor a Don Hernando, ligítimo subcesor y heredero en el reino y señorío de Tezcuco, del cual esperamos que seremos, como dices, bien gobernados y mantenidos en justicia, y así será causa que los demás que en México y en otras tierras están derramados, se junten y, como antes, ennoblescan su ciudad; por lo cual, Don Fernando, Rey e señor nuestro, hoy, como a ligítimo subcesor de tu hermano, para mientras los dioses te dieren vida, te rescebimos y juramos por nuestro Rey e señor natural y prometemos a nuestros dioses, a ti y a todos los que presentes están de te obedescer en todo lo que nos mandares, como no sea contra nuestra religión y contra nuestra patria, y así, te suplicamos que como a tuyos nos rescibas y ampares debaxo de tu favor y autoridad real.»

     Diciendo estas palabras, él y los demás, en señal de reconoscimiento y vasallaje, hicieron cierta cerimonia, inclinando las cabezas, y luego, prosiguiendo su plática, dixo: «Los dioses inmortales te hagan dichoso, venturoso contra tus enemigos; en tus dichosos años y días nos dé Dios nuevas victorias, muchos amigos, guenos temporales y todo nos subceda próspera y dichosamente.»

     Acabada esta repuesta, hizo señal con la mano, tocaron los cuernos y caracoles, teponastles y los demás instrumentos, en testimonio de su gran contento, tras lo cual se siguió luego la música de los españoles, que muy suave, alegre y regocijada les paresció, la cual acabada, respondiendo Don Fernando, dixo estas palabras:

     «Rey soy ya e señor vuestro, de vuestra voluntad rescebido y jurado. Los dioses me sean contrarios, la tierra me niegue sus fructos, las fieras despedacen mi cuerpo, mis vasallos se rebelen, mis amigos me dexen y desamparen, todo me subceda al revés, siniestra y desdichamente, si en lo que en mí fuere no os tratase piadosamente, si no executare vuestras leyes, si no cumpliere vuestros previlegios, si no os defendiere de vuestros enemigos, si no os mantuviere en justicia.» Diciendo esto se levantó en pie, llegaron los principales, hincadas las rodillas, inclinadas las cabezas. Abrazólos en nombre de todos los presentes y ausentes, mandóse apregonar por Rey e señor de Tezcuco, y con gran ruido se tendieron por el aire las banderas y estandartes reales con las armas del nuevo Rey y de la ciudad.

     Concluído desta manera este tan solemne acto, se levantó Cortés, y tomándole por la mano, tratándole con más respecto que antes, le traxo a su aposento, donde le dixo cómo se había de haber con sus vasallos y qué orden tendría para atraer a los demás, los cuales como supieron la nueva elección, de veinte en veinte y de ciento en ciento se volvieron a la ciudad, que no poco contento dio a Cortés.



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Capítulo LIX

De cómo los señores de Guatinchán y Guaxuta vinieron a decir a Cortés cómo todo el poder de Culhúa venía sobre él y de lo que él respondió y hizo.

     Dos días después de la elección de Don Fernando, ya que los más de los tezcucanos habían vuelto aa la ciudad y Cortés ganaba cada día mayor autoridad y crédicto, vinieron de repente, muy alterados los señores de Guatinchán y Guaxuta a Cortés, diciéndole que supiese de cierto cómo todo el poder de Culhúa venía sobre él y los suyos, determinados de no dexar hombre a vida, y que toda la tierra estaba llena de enemigos; por tanto, que viese lo que habían de hacer, porque ellos no estaban determinados si traerían sus hijos y mujeres adonde él estaba, o los meterían la tierra adentro, tanto era su temor. Cortés, nada alterado desta nueva, les respondió que no tuviesen miedo ni saliesen de sus casas, porque aunque fuesen más que las hierbas del campo, no había por qué, estando él allí, que temer, especialmente siendo crueles y tiranos, y que no era bien por vía alguna mostrar que los temían, pero como hombres valientes y de consejo recogiesen las mujeres, niños y viejos en las casas más fuertes, y los demás estuviesen apercebidas y pusiesen sus velas y escuchas dobles por toda la tierra, y en viendo o sabiendo que los contrarios venían, se lo hiciesen saber, porque saldría luego con su gente, así la de a caballo [como] con la que de a pie fuese más menester, y verían la riza y estrago que en ellos hacía.

     Con esto, muy animados se volvieron a su tierra aquellos señores, poniendo al pie de la letra por obra lo que Cortés les había dicho, lo cual hicieron con mucho concierto y ánimo, por el que rescibieron en tener tan seguras las espaldas.

     Cortés luego aquella noche apercibió toda su gente, puso muchas velas y escuchas en todas las partes que vió ser nescesario; no se hizo vela por cuartos, porque ninguno durmió aquella noche, esperando que ellos o los otros o todos juntos  fueran acometidos, que fuera fácil a los enemigos, según eran casi infinitos, si tuvieran ánimo. Con este cuidado también estuvieron lo más del día siguiente y los enemigos no vinieron ni perturbaron a los señores de Guatinchan y Guaxuta, o porque no osaron, o porque de sus espias, que es lo más creíble, entendieron cuán a punto estaban los unos y los otros, y así, como gavilanes de poca presa, se ocuparon en hacer daño en los indios de carga que proveían a los españoles, de los cuales mataron muchos alderredor del alaguna e hicieron otros saltos, procurando tomar indios vivos, especialmente tlaxcaltecas, sus mortales enemigos, para despacio encruelescerse en ellos, sacrificándolos con diversos tormentos; y para hacer esto y otros mayores daños se confederaron con dos pueblos subjectos a Tezcuco, los más cercanos al alaguna, donde hicieron acequias, albarradas y otros muchos reparos para desde allí, a su salvo, hacer todo el daño que pudiesen.



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Capítulo LX

Cómo Cortés dio sobre aquellos pueblos y ellos le pidieron perdón, y lo que sobre esto hizo.

     Entendiendo esto Cortés, para atajar el fuego que de secreto se iba encendiendo, y estorbar los daños que se hacían, otro día que esto supo salió con doce de a caballo y docientos peones, dos tiros pequeños de campo y algunos tlaxcaltecas. Andada legua y media, que poco más había hasta los pueblos, topó con unas espías, mató algunas, prendió a las más, alanceó a muchos que se le pusieron en defensa. Llegó a los pueblos, batió los fuertes, hizo mucho daño, porque quemó muchas casas, desportilló las albarradas y forzó a muchos que echándose al agua salvasen las vidas.

     Con esta victoria volvió tan alegre cuanto los otros quedaron de tristes, confusos y perdidosos, de los cuales otro día por la mañana tres principales con algunos que los acompañaban, vinieron a Cortés, diciéndole palabras de grande arrepentimiento, suplicándole con grandes reverencias (que las hacen bien a menudo) que no los destruyese más y que con la emienda que habría, vería cuán arrepentidos estaban de lo hecho, en lo cual habían sido engañados, y que primero morirían mill muertes, que en ningún tiempo rescibiesen en sus pueblos a los mexicanos. Cortés, como vio que de su voluntad se había venido y que no eran personas de mucha cuenta y que eran vasallos de Don Fernando, a quien deseaba hacer placer, los perdonó con buena gracia, amenazándolos bravamente de que si otra les acaeciese, no dexarían hombre a vida. Fuéronse con esto.

     Otro día volvieron de la misma población unos indios descalabrados, diciendo cómo los mexicanos habían vuelto a fortalescerse en sus pueblos y que defendiéndoselo bravamente les habían muerto e algunos, heridos y prendido a muchos, y que a no defenderse se señoreaban de los pueblos; y que pues ellos habían hecho el deber y cumplido lo que habían prometido, le suplicaban estuviese a punto para cuando le diesen aviso que los enemigos venían, para socorrerlos y destruirlos, porque tenían por cierto que habían de volver con más gente para meterse en los pueblos. Cortés les agradesció lo hecho, hizo curar los heridos, de que ellos rescibieron gran contento; díxoles estuviesen muy sobre aviso, puestas espías y que cuando  entendiesen que los enemigos venían le diesen noticia, porque luego saldría él en socorro, de manera que otra vez no volviesen. Con esto, muy contentos, aunque descalabrados, se volvieron a sus pueblos.



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Capítulo LXI

Cómo los de Chalco pidieron socorro a Cortés y de lo que respondió y de cómo le vinieron mensajeros de tres provincias.

     En el entretanto vinieron mensajeros de la provincia de Chalco, también harto nescesitados del favor de Cortés, porque como se habían declarado par amigos de los cristianos y dados por vasallos del Emperador, los de Culhúa les hacían brava guerra, no dexándolos de noche ni de día. Suplicaron con grande instancia a Cortés les diese españoles con que se defendiese[n], y le avisaron que supiese que los enemigos tan encarnizados que cada día convocaban y percebían gentes para acabarlos del todo, y que a él le convenía dar socorro, así porque ellos ya eran suyos, como porque muertos ellos, otros de los amigos se saldrían afuera y los enemigos contra él se harían más poderosos. Mucha fuerza tuvieron estas palabras y no poco movieron el pecho a Cortés; pero como cada día esperaba de inviar gente a Tlaxcala para traer los bergantines, no se determinó a darles el socorro que pedían, porque sin hacer falta notable y correr mucho peligro no podía acudir a tantas partes, aunque en todo hacía lo que podía, y así, con las mejores palabras que supo, les dixo que porque a la sazón quería inviar por los bergantines y para ello tenía apercebidos a todos los de las provincias de Tlaxcala, de donde se habían de traer en piezas, y tenía nescesidad, por los infinitos enemigos, que de por medio había, de inviar para ello toda la más gente de a caballo y de a pie que pudiese no podía darles al presente el socorro que pedían; pero que pues las provincias de Guaxocingo y Cholula e Guachachula eran vasallos del Emperador y amigos de los cristianos, fuesen a ellos y de su parte les rogasen, pues vivían tan cerca, les ayudasen y socorriesen, inviando gente de guarnición en el entretanto que él les socorría. Ellos, aunque no quedaron muy contentos con esta respuesta, por no perder su amistad, se lo agradescieron, porque en más tenían un español que cincuenta mill indios, y rogáronle que pues ya no se podía hacer otra cosa, para que fuesen creídos, les diese una carta suya y también para que con más seguridad y osadía se lo osasen rogar, porque entre ellos y los de las dos provincias, como eran de diversas parcialidades, había habido diferencias de donde habían nascido antiguos odios.

     Estando en esto, llegaron mensajeros de aquellas provincias, Guaxocingo, Guacachula y Cholula, y estando presentes los de Chalco, dando primero, como suelen, sus presentes, dixeron a Cortés cómo los señores de aquellas provincias no habían sabido dél después que había partido de la provincia de Tlaxcala, aunque siempre habían tenido sus velas puestas por las sierras y cerros que confinan con su tierra y sojuzgan las de México, para que viendo ahumadas, que son señales de guerra, le viniesen a ayudar y socorrer con sus vasallos y gente, y que porque acá habían visto más ahumadas que nunca, venían a saber cómo estaba y si tenía nescesidad, para luego proveerle de gente de guerra.



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Capítulo LXII

De lo que Cortés respondió a los mensajeros y cómo confederó e hizo amigos a los de Chalco con ellos.

     Gran contento rescibió Cortés con tan buena embaxada, y más por ofrescerse tan buena ocasión en que pudiese confederar a los de Chalco con los de aquellas provincias; y así para hacer esto mejor, mandando dar de beber a los mensajeros, que eran personas principales y entre ellos los más sabios, haciéndoles otras caricias, les dixo que a ellos agradescía mucho su venida, y [a] aquellos señores la enviada y el ofrescimiento, que tenía en tanto cuanto era razón, y que así a él y a los suyos de ahí adelante tenían más obligados para hacer por ellos todo lo que se ofresciese, y que al presente no tenía nescesidad de su socorro, porque, bendicto Dios que les daba fuerzas y ánimo, aunque cada día se juntaban más enemigos, había salido siempre victorioso de los recuentros y batallas que con ellos había tenido, y que aunque fuesen muchos más, pensaba, con el favor de su Dios, como había hecho, destruirlos; pero que si algo se ofresciese en que los hubiese menester, como a sus hermanos, los enviaría a llamar; y que pues dellos tenía tanto crédicto y confianza y ellos habían llegado a tan buen tiempo, que los de Chalco estuviesen presentes, les rogaba mucho que olvidades y echadas pasiones aparte, pues ya todos eran sus amigos y vasallos del Emperador, se confederasen, y de ahí adelante se hiciesen buena amistad y se aliasen y confederasen, por que desta manera se vengasen de los de Culhúa, y que nunca, para mostrar su esfuerzo y valor, habían tenido mejor ocasión, que los de Culhúa molestaban y fatigaban a los de Chalco, a los cuales les rogaba socorriesen y ayudasen en el entretanto que él inviaba por los bergantines, y que por este placer les prometía de hacerles muy buenas obras cuando menester lo hubiesen.

     Mucho se holgaron los unos y los otros con estas palabras, porque se sintieron muy favoreseidos, y así, con mucho amor, hecha cierta cerimonia, se hicieron amigos en nombre de sus repúblicas y lo fueron de ahí adelante, tanto que en el discurso de la guerra se ayudaron y favorescieron como hermanos.



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Capítulo LXIII

Cómo Cortés supo que los bergantines estaban hechos y que había llegado un navío al puerto, y del hecho que hizo un español.

     Los soldados que Cortés había dexado, con Martín López en la provincia de Tlaxcala, haciendo los bergantines, que fueron la fuerza de los nuestros, tuvieron nueva cómo había llegado al puerto de la Veracruz una nao en que venían, sin los marineros, treinta o cuarenta españoles, y entre ellos algunos ballesteros, ocho caballos y escopetas y pólvora, cosas para en aquel tiempo harto nescesarias y bien deseadas, y como aquellos soldados no habían sabido cómo les iba en la guerra a los de Cortés ni tenían seguridad para pasar donde ellos estaban, tenían gran pena y estaban allí detenidos otros españoles que no se atrevían a venir, aunque deseaban mucho traer a Cortés tan buena nueva; pero como entre los españoles jamás faltaron hombres que con grande ánimo dexasen de abalanzarse a grandes cosas, por muy peligrosas y dificultosas que fuesen, un criado de Cortés, mozo de hasta veinte y cinco años, aunque estaba pregonado y mandado so graves penas que ninguno saliese de Tlaxcala sin expreso mandado de Cortés, como vido que con cosa ninguna su señoría habría más placer que con saber de la venida de la nao y del socorro que traía e que a tan buen tiempo estuviesen acabados los bergantines, aunque la tierra estaba tan peligrosa, se salió de noche, la cual caminó a muy grande furia con el mantenimiento que pudo sacar, metiéndose de día en las partes más ocultas y secretas que podía hallar. Víóse dos o tres veces en trance de morir. Finalmente, como hombre venturoso y de gran ánimo y esfuerzo, llegó muy alegre a Tezcuco, de que no poco se maravilló todo el real de los españoles, e aun el de los indios amigos, como hombres más temerosos y que sabían mejor que los nuestros las crueldades de los enemigos y los muchos que dellos había en los pasos más peligrosos; le miraban y aun tocaban con las manos como cosa muy extraña, dieciendo que si no se había hecho invisible, no sabían cómo había podido pasar sin que le matasen. Aquella noche en los dos reales, por las buenas nuevas, se hicieron alegrías, dieron al mancebo muchos de los principales y Cortés las albricias que pudieron, aunque él las merescía muy grandes.



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Capítulo LXIV

Cómo Cortés invió a Sandoval por los bergantines y de lo que más le mandó y él hizo.

     Muy lleno de grandes esperanzas con tan buenas nuevas tenía Cortés el pecho, las cuales le rebosaban por la boca, porque después de dar gracias a Dios, decía palabras prometedoras de prósperos subcesos y con que mucho animaba y aliviaba a los suyos de los trabajos pasados, por que no se le fuese de las manos su próspera fortuna. Desde a tres días que rescibió la nueva, despachó a Gonzalo de Sandoval con quince de caballo y docientos peones para que traxese seguro por sus piezas los bergantines y la gente que con ellos había de venir. Mandóle con esto que de camino destruyese, quemase y asolase el pueblo de Zultepeque, que los nuestros después llamaron el pueblo morisco, subjecto a la ciudad de Tezcuco, que alinda con los términos de Tlaxcala, porque los naturales dél habían muerto cinco hombres de caballo e cuarenta y cinco peones e trecientos tlaxcaltecas que venían de la villa de la Veracruz a la ciudad de México cuando Cortés estaba cercado en ella. No creyendo que tan gran traición se hiciera a los nuestros, aumentó la indignación y coraje de Cortés hallar cuando llegó a Tézcuco, en los adoratorios o templos de los indios, los cueros de los cinco caballos con sus pies y manos y herraduras, cocidos y tan bien adobados como en todo el mundo lo pudieran hacer, y no contentos con esto, para mayor magnifestación de su traición, que ellos tenían por señalada victoria, ofrescieron a sus ídolos la ropa y armas de los desventurados españoles. Hallaron con esto la sangre dellos derramada y sacrificada por todos aquellos adoratorios y templos, que cierto fue cosa de tanta lástima que les renovó todas las tribulaciones y trabajos pasados.

     Sandoval, que desto no menos enojado estaba que Cortés, tomó el negocio bien a cargo, aunque Motolinea dice que en este caso siempre se excusaron los de Tezcuco de haber prendido y muerto los españoles, afirmando haberlo hecho las guarniciones de México, que después llevaron a sacrificar y comer los españoles a Tezcuco pero estonces, para que esto no sea creíble, no crean nada amigos los tezcucanos de los nuestros, y así, conforme a lo que Cortés escribió al Emperador, y otros conquistadores, dixeron [que] los de Tezcuco fueron en esta maldad; y porque parescerá dificultoso de creer que sin gran resistencia y muertes de los indios fuesen presos y muertos tantos españoles, diré cómo pasó.



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Capítulo LXV

De la traición con que los del pueblo morisco prendieron y mataron tantos españoles.

     Yendo, pues, todos aquellos españoles juntos, confiados en ir tantos, pasaron por aquel pueblo, en el cual los vecinos les hicieran muy buen rescibimiento para mejor asegurarlos y hacer en ellos la mayor crueldad que nunca se hizo. Ya que del pueblo habían salido, aunque otros dicen antes de entrar, baxando por una cuesta que hacía un mal pasa muy estrecho y angosto, que por los lados no se podía subir ni daba lugar donde los hombres se meneasen, cuanto más los caballos, llevándolos de diestro, e yendo unos en pos de otros, por el angostura del paso, los enemigos, que estaban puestos en celada de la una parte y de la otra, con tanta furia y alarido los tomaron en medio, que en muy breve espacio, matando dellos, los demás tomaron a manos para traerlos a Tezcuco, donde, con muchas invenciones de crueldades, los sacrificaron y sacaron los corazones, untando, con ellos los rostros de sus ídolos.

     Motolinea, aunque cuenta esto mismo, dice que es más de creer que los tomaron de noche, durmiendo, porque por toda aquella tierra no hay cuesta agra ni que allegue a un tiro de ballesta, ni que sea menester apearse del caballo para subirla ni baxarla, y que este camino es de todos bien conoscido, que va de la Vereacruz a México, y que el principal pueblo donde esto acaeció fué donde hoy está la venta de Capulalpa. A esto lo que se puede decir es que no vive más el leal de cuanto quiere el traidor, y que hombres asegurados no es mucho que los maten, aunque sea en llano, especialmente habiendo sido tantos en prenderlos y matarlos, y que no fuese de noche paresce claro por dos cosas: la una, porque los indios jamás acometían de noche, y la otra porque los españoles siempre se velan, y en lo que toca el camino, poco hay dél que no tenga cuestas y barrancas.



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Capítulo LXVI

Cómo Sandoval se partió e de un rétulo que vio, e del castigo que en el pueblo hizo.

     Salió Sandoval con gran determinación de asolar y destruir aquel pueblo, así por lo que Cortés le había mandado, como porque un poco antes que llegase al pueblo halló escripto de carbón en una pared blanca de una gran sala que había en unos aposentos: «Aquí estuvo preso el sin ventura de Joan Juste, que era un hijodalgo de los cinco de a caballo.» Gran lástima puso este letrero a los que le leyeron, porque era uno de los más valientes y de más consejo que en el real se pudiera hallar, y así, todos unánimes los que con Sandoval iban, determinaron de vengar a fuego, y a sangre tan gran maldad; pero los del pueblo, conosciendo la traición grande que habían hecho, sabiendo que Sandoval se acercaba, aunque eran muchos y se pudieran poner en resistencia, determinaron a toda priesa, con todos los niños y mujeres, salirse dél. Sandoval los siguió, alanceó a muchos, prendió y captivó muchas mujeres y muchachos que no pudieron andar tanto, los cuales se dieron después por esclavos, atenta la gravedad del delicto. Siguió el alcance, alanceando y matando no tantos cuantos pudiera, porque como iban en huída y desordenados no pudieron hacer resistencia.

     Aplacó su saña Sandovaal con la sangre de los muertos y con la poca resistencia y más con los ruegos y lágrimas, que acerca de los caballeros pueden mucho, que las mujeres y muchachos derramaban, arrojándosele a los pies del caballo, confesando la crueldad de su delicto; pidieron misericordia por sí, por sus padres y maridos. No se dexó Sandoval rogar mucho, que condisción es del ánimo fuerte y generoso ser piadoso con el rendido. Mandó hacer alto y que nadie de los suyos pasase adelante ni diese herida a indio alguno aunque pudiese, y así, antes que de allí partiese, haciendo señal de paz, hizo recoger la gente que quedaba en el pueblo y la que había ido adelante. Vinieron todos a su presencia, aunque algunos con recelo. Juntos todos, confesaron su maldad, diciendo que el demonio los había engañado y persuadido que lo hiciesen y que bien vían que en su mano estaba su muerte o su vida; que hiciese como valiente caballero en dar vida a los que se la pedían y que bastase la sangre que había derramado y los que había preso y captivado, y que le prometían de nunca más creer al demonio y de ser muy leales vasallos del Emperador y grandes amigas de los cristianos.

     Con estas y otras palabras que la nescesidad y aprieto en que se vían les enseñaba, acabaron de ablandar el pecho a Sandoval y a sus compañeros, el cual, con palabras graves y severas, los amenazó, con que si otra vez, les acaesciese otra tal, aunque fuese de palabra, contra algún español, que los había de quemar hasta los niños en las cunas, y que estuviesen ciertos que estonces no bastarían ruegos ni lágrimas. Con esto los dexó, diciéndoles que se acabasen de juntar e hiciesen el deber, como después lo hicieron.



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Capítulo LXVII

Cómo en el entretanto que Sandoval caminaba, los españoles salieron con la tablazón de los bergantes.

     Al tiempo que Sandoval proseguía su camino, Alonso de Ojeda, Joan Márquez e Joan González y otros dos españoles determinaron, porque se les había acabado el tiempo en que Cortés les había mandado traxesen los bergantines, salir con ellos, aunque eran pocos, para meterse por tierra de guerra. Estos mismos españoles, saliendo de Tezcuco aquella noche, anduvieron catorce leguas, de manera que otro día bien temprano llegaron a Tlaxcala, apercibieron la gente, estuvieron cinco días en hacer esto; al sexto salieron con la ligazón, y demás aparato a un pueblo que se dice Gaulipa, donde se había de juntar la gente de guerra para asegurar los españoles y tamemes. Juntáronse ciento y ochenta mill hombres, estuvieron en aquel pueblo ocho días detenidos, aguardando que Cortés inviase algún Capitán con gente a rescebirlos al camino, aunque los tlaxcaltecas, como eran tantos y tan valientes, muchas veces dixeron que no eran menester más españoles para que ellos pusiesen en Tezcuco los bergantines sin que un palo se perdiese, y que primero morirían ellos sin quedar hombre a vida, que consentir llegar a los tamemes. Alonso de Ojeda, por no pasar de lo que su General le había mandado, aunque con tanta gente iba seguro, detúvose un poco, no mostrando cobardía, sino diciéndoles que aunque se acertase y subcediese bien, lo que el soldado hace contra el mandamiento de su Capitán no es bueno y meresce ser muy bien castigado, porque no está obligado a más de a obedescer, especialmente a Cortés, que tan valeroso y sabio Capitán era. Con esto no porfiaron los indios, viendo que como ellos hacían, se ha de obedescer al Capitán.



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Capítulo LXVIII

Cómo Sandoval topó con los que traían los bergantines y el orden con que venían.

     Con todo esto, viendo que el Capitán que esperaban se detenía, partió Ojeda de Guaulipa, hizo noche en unas cabañas que eran términos de la gente de guerra de Capulalpa, y estando aquella noche velándose los señores de Tlaxcala y sus Capitanes por su orden y concierto, que a su modo le tenían bien grande, a hora de media noche oyeron los nuestros cascabeles, que eran de tres caballos en que venían tres españoles de la compañía de Gonzalo de Sandoval, el cual, adelantándose una legua de todos los demás de su compañía, como había visto grandes fuegos, invió aquellos tres a descubrir qué cosa era, y él los siguió con dos compañeros solos. Los tres, como reconoscieron que era la gente de los bergantines corrieron con gran alegría hacia los nuestros, a los cuales dixeron que allí venía el Capitán Sandoval y que la demás gente quedaría una legua de allí. Llegó luego Sandoval, aunque Ojeda dice que quedó con el cuerpo del exército, por la matanza que el día antes había hecho, y que los tres de a caballo volvieron luego a darle la nueva de lo que pasaba. Sea como fuere, va poco en esto.

     Otro día, bien de mañana, alzó el real Ojeda, marchando con el orden y concierto con que había salido de Tlaxcala, y como Sandoval también partió de mañana, viniéronse a topar a la mitad del camino, donde tendidas las banderas del un exército y del otro, tocando de ambas partes la música que traían, fue grande el alegría que los unos con los otros rescibieron. Apeóse Sandoval, abrazó a aquellos señores tlaxcaltecas y a los Capitanes y Alférez, holgóse mucho con ellos, agradesciéndoles mucho la venida y el grande ánimo con que se habían determinado de salir sin esperarle. Ellos le preguntaron cómo quedaba el General, y, respondiéndole que bueno y con deseo de verlos, le replicaron que mayor le traían ellos de verlo a él, porque ya no vían la hora que los bergantines se armasen para verse a las manos con los mexicanos.

     En estas y otras razones se detuvieron un rato, y como era de mañana tornaron a marchar, repartiendo Sandoval la gente española de a caballo y de a pie, de manera que la mitad iba en la vanguardia y la mitad en la retroguardia. Y porque fue de ver y digno de escrebir el concierto con que marchaban, decirlo he en el capítulo que se sigue. Vinieron eaquella noche a dormir al pueblo morisco, donde habían muerto a Joan Juste y a Morla y sus compañeros y tomádoles la plata que llevaban.



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Capítulo LXIX

Donde se prosigue el orden y concierto con que iban los indios hasta llegar a Tezcuco.

     Traían la tablazón e ligazón de los bergantines más de ocho mill hombres de dos en dos, sin salir el uno del otro, que era cosa bien de ver y así bien digna de escrebir e oír, pues se ha visto pocas veces que la tablazón e ligazón de trece fustas se llevase en hombros veinte leguas por tierra cuajada de enemigos. Duraba el orden desde la vanguardia hasta la retroguardia casi dos leguas. En la delantera iban ocho de a caballo y cient españoles de a pie; a los lados della, por Capitanes de más de diez mill hombres de guerra, Ayutecatl y Teptepil, señores de dos principales de Tlaxcala, y en la rezaga venía por Capitán con otros diez mill hombres de guerra muy bien adereszados Chichimecatle, uno de los más principales señores de aquella provincia, con otros Capitanes que traía consigo. La demás gente de guerra, que era la que dixe, se volvió porque no era menester.

     Había en este orden sargento mayor y otros sargentos y un General que iba e venía, poniendo en concierto la gente; llevaban las banderas tendidas, no cesando el ruido de la música; andaba el General siempre al lado del General Sandoval. Caminaron por este concierto y orden hasta llegar a los términos de Culhúa, donde, como diré, se trocó el orden.



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Capítulo LXX

Cómo, entrando, por los términos de México, se trocó el orden, y de lo que dixo el Capitán que llevaba la delantera.

     Como entraron con este orden los indios tlaxcaltecas por la tierra de Culhúa, recelándose los Maestros de los bergantines de alguna emboscada, porque toda era tierra de enemigos, determinaron de mudar el orden, mandando que en la delantera fuese la ligazón de los bergantines, y que la tablazón se quedase atrás, porque era cosa de más embarazo, por si algo les acaeciese, lo cual, si fuerra, había de ser en la delantera. Chichimecatl, que traía con su gente de guerra la tablazón y había venido siempre en la delantera, tomólo por gran afrenta, diciendo que por la tierra de sus enemigos quería entrar como había venido, en la vanguardia, y que primero moriría que consintiese tal afrenta, que él y los de su linaje habían siempre seguido la guerra y que jamás se habían puesto sino en los lugares donde había de acudir el ímpetu y furia de los enemigos, y que así, a la entrada de México había de ir él delantero, y que sobre esto no le porfiasen, porque con su gente se volvería a Tlaxcala. Los Maestros le replicaron cuán entendido tenían su gran esfuerzo y valor e que no lo hacían por afrentarlo ni tener su persona en menos, sino porque la tablazón convenía quedase atrás, por ser de más embarazo, si los enemigos saliesen; y que para esto convenía que él y los suyos, que eran más valientes, quedasen atrás, para que si los delanteros huyesen, él los rescibiese y hiciese cara a los enemigos; y que porque no había otro que como él lo pudiese hacer, le rogaban mudase lugar y no lo rescibiese por afrenta, pues por darle más honra lo hacían. El, persuadido, aunque con harta dificultad, dixo que lo haría, pero que no habían de ir españoles, en su goarda. Sandoval condescendió con él, porque, cierto, era muy valiente y de gran consejo en la guerra y holgó que ganase aquella honra, pues ya no iba en la delantera.

     Llevaban los Capitanes dos mill indios, cargados con su vitualla, y así con este orden y concierto, prosiguieron su camino, en el cual se detuvieron tres días. Adelantándose Martín López, halló a Cortés comiendo y le dixo: «Señor, bien comerá vuestra Merced hoy con el presente que le traemos; acuérdese vuestra Merced a su tiempo del servicio que le he hecho.» Cortés no pudo comer más de contento, levantóse de la mesa, abrazólo y apercibióse para salir.

     Al cuarto día entró en la ciudad de Tezcuco Sandoval con toda su gente, con gran contento y ruido de todas músicas, que cierto fue cosa muy de ver, así por el orden y multitud de gente con que entraron, como por las hermosas devisas y ricos adereszos que traían, con que mucho lucían. Saliólos a rescibir Cortés, vestido de fiesta, aunque armado de secreto, con todos los demás sus compañeros que tenía. Rescibió con grande alegría aquellos señores tlaxcaltecas y a los Capitanes y demás gente. Mirábanle y revenciábanle, como a cosa del cielo, y así le llamaban hijo del sol.

     Tardó tanto en entrar la gente, que desde que los primeros comenzaron hasta que los postreros acabaron se pasaron más de seis horas sin quebrar el hilo de la gente; e después que ya todos hubieron entrado, Cortés, acompañado de aquellos señores, se volvió a su aposento, donde de nuevo, haciéndoles grandes caricias, agradesciéndoles las buenas obras que habían hecho, los mandó aposentar y proveer de lo nescesario lo mejor que ser pudo. Ellos al despedirse le dixeron que venían con gran deseo de verse con los de Culhúa, que viese lo que mandaba, porque ellos y su gente y la demás que quedaba en Tlaxcala estaban de propósito de se vengar o morir con los cristianos, y que tenían por cierto, según eran grandes las maldades de los de Culhúa, que por muchos más que fuesen, con el ayuda y favor de los cristianos, los destruirían e asolarían y se enseñorearían de sus mujeres, hijos y tierras e haciendas, y que en esto estaban tan determinados que, aunque lloviesen mexicanos o las hierbas se tornasen hombres, no habían de volver paso atrás sin que primero venciesen o perdiesen la vida en la demanda.

     Cortés holgó cuanto debía con tan buena determinación; respondióles que nunca los tlaxcaltecas (según él había oído decir) jamás habían hablado ni peleado sino como nascidos para la guerra y ganar en ella gran prez y honra; que reposasen y descansasen, que presto les daría las manos llenas.



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Capítulo LXXI

Cómo llegada la tablazón y ligazón de los bergantines, vino socorro de españoles y caballos que habían venido de Sancto Domingo, y de lo que Cortés les dixo y ellos respondieron.

     Encaminaba Dios los negocios de Cortés tan prósperamente, que no habían acabado de llegar los tlaxcaltecas con la ligazón y tablazón de los bergantines, que de tanta importancia fueron, cuando luego tuvo nuevas cómo habían llegado navíos al puerto, que fué al principio del mes de Marzo del año de mill e quinientos e veinte e uno. Llegó primero el tesorero Julián de Alderete, que fué el primero tesorero de Su Majestad en esta Nueva España. Vino con él el almirante Don Diego Colón, de España a Sancto Domingo, en fin del año de quinientos y veinte, con quien vino mucha gente, y a este mismo tiempo los indios de la costa que llaman de Las Perlas, que es cosa notable, se rebelaron, matando muchos españoles, tanto que los que quedaron, dexando la tierra, se vinieron a Sancto Domingo y con el Tesorero y otros se embarcaron en cuatro navíos con muchos caballos y armas.

     Traía el tesoro Alderete un navío por sí, en que traía criados, caballos y armas. Vino Rodrigo, de Bastidas, vecino de Sancto Domingo, con dos navíos, el uno muy grande, cuyo Capitán era Jerónimo Ruiz de la Mota, natural de Burgos, que también fue después Capitán. Venían en este navío, como era tan grande, muchos hijosdalgo, y entre ellos Francisco de Orduña, muchos caballos y armas y otros pertrechos.

     Vino asimismo otro navío del Licenciado Ayllón, Oidor de la Española, también con hombres, armas y caballos. Llegaron a tan buen tiempo queno pudo ser mejor. Serían los hombres de guerra casi docientos y los caballos e yeguas de silla más de ochenta, muchas y muy buenas armas, artillería y munición bastante, con la cual se hizo después gran hacienda, de manera que con los que Cortés tenía y después llegaron halló casi mill hombres de armas tomar, con que, como era razón, estaba muy contento. Fueron rescebidos estos Capitanes y la demás gente con gran alegría en la villa de la Veracruz, de la cual se despacharon lo más breve que pudieron, porque cada día se les hacía un año hasta verse con el General, el cual hasta ver los nuestros no sosegaba, y así, cuando llegaron a Tezcuco, porque vinieron en muy gentil orden, los salió a rescebir, acompañado de sus Capitanes y otros soldados de preeminencia. Rescibió al Tesorero y a Jerónimo Ruiz de la Mota y a los otros Capitanes con muy grande alegría y contento, tanto que primero que le dixesen palabra les dixo:«Caballeros muy deseados: Más de mill veces seáis bien venidos, que Dios, cuyo negocio tratamos, os ha traído buenos y sanos para adelantaros en esta tierra y tomaros por instrumento para que su sancta fee se plante y el demonio pierda la silla que tanto tiempo ha tenido usurpada.» Con esto los abrazó, y a ellos de alegría se les arrasaron los ojos de agua, y respondiendo por todos el Tesorero, como Oficial del Rey, le dixo: «Todos nuestros trabajos, valeroso y venturoso Capitán, merescedor de la empresa que entre las manos tenemos, damos por bien empleados, porque claro se nos trasluce la victoria que Dios nos ha de dar contra su adversario el demonio, y esperamos en Dios que pues a tan buen tiempo venimos, le hemos de hacer algún gran servicio, para que de nosotros que de perpectua memoria.» Y Jerónimo Ruiz, que muy entendido y leído era, a esto añidió otras muchas, buenas y avisadas razones.

     Desta manera entraron en Tezcuco, hundiéndose la ciudad del ruido que las músicas hacían, así de los tlaxcaltecas, que como a hermanos los rescibieron, como de leos españoles, que como a su sangre los deseaban. Hiciéronse aquella noche muchas alegrías; regocijáronse el otro día tanto los unos con los otros, que no se podía entender en cuales había más contento, o en los que vinieron, por haber llegado a tan buen tiempo, o en los que estaban, por ver que ya tenían la empresa en las manos.



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Capítulo LXXII

Cómo se armaron los bergantines y de la manera cómo se echaron al agua y con cuánta devoción y solemnidad.

     En el entretanto que estas cosas pasaban, los Maestros de los bergantines se dieron la priesa posible en armarlos, e ya que estaban para echarlos al agua, como estaban más de media legua del alaguna y un arroyo que iba a ella llevaba poca agua, abrieron una zanja por él, tan ancha que cupiesen los bergantines, y porque no era posible que en tan poca agua nadasen los bergantines, de trecho a trecho hicieron presas, de manera que era nescesario saltar casi dos estados, e para que no se quebrasen fue menester hacer invenciones e ingenios con que, aunque con trabajo, sin peligro, saltaban. Subcedió, que fue cosa misteriosa, estando surtos en una de las presas, que fuexon doce, se levantó un bravo viento, tras el cual se siguió un muy bravo aguacero; desamarráronse los bergantines que estaban amarrados, como quiera dieron aviso los indios, y a detenerse un poco los españoles, saltaban con el aire, que los llevaba fuera de la presa donde estaban, y los unos con los otros se hacían pedazos. Acudieron los Maestros, atravesaron vigas al cabo de la presa, para que si no los pudiesen detener, reparando el primero en las vigas, los demás se detuviesen, pero antes que [se] viniese a esto, saltando gente en el agua, los amarraron de suerte que estuvieron fixos, para con seguridad echarlos a la alaguna, que ya no quedaba más de una presa, de donde, como debían de hacer gran salto, fue nescesario con picos y almadanas romper algunas piedras grandes, represando el agua un poco atrás. Finalmente, con grande industria, hicieron uno como deslizadero para que, soltando la presa aunque con mucha furia, sin peligro del gran salto, los bergantines, el uno tras el otro, diesen el alaguna. Iban todos adereszados como convenía, aunque las velas cogidas, porque con la furia del agua y viento que les daba en en popa, no subcediese alguna desgracia. Iban advertidos los pilotos de, en saltando en el alaguna, hacerse a lo largo, porque con la furia del agua los bergantines no topasen los unos con los otros.

     Hecho esto así, aquella mañana se juntó todo el exército de españoles y tlaxcaltecas, que era cosa bien de ver, por la orilla del alaguna, de aquella parte por donde los bergantines habían de saltar en el agua; y como había tanto riesgo, armada una gran tienda y en ella puesto un altar, revestido un sacerdote y confesados los más de los españoles, con gran devoción, después que hubo bendecido el agua, dixo la misa al Espíritu Sancto, que los españoles oyeron con lágrimas y contrición, suplicando a Dios apartase y librase de todo peligro aquellos bergantines, sin los cuales no se podía hacer la guerra tan cómodamente contra los que tenían sus casas dentro del agua y tantas canoas de donde podían ofender y defenderse. Cortés, que en todo género de virtud, como debe el buen caudillo, se adelantaba de los demás, en este día, oyendo la misa, derramó tantas lágrimas y rezó sus devociones con tanta eficacia, que a los demás provocaba a mucha devoción.

     Acabada la misa, quitada el sacerdote la casulla, con el misal en la mano y un hombre par dél, que le llevaba el aceite e hisopo, e otros con candelas encendidas e una cruz delante, todos destocados e hincados de rodillas, llegó do los bergantines estaban, que era cerca de la tienda; bendíxoles, dixo muchas oraciones, suplicando a Dios con muy grande instancia los librase de todo peligro, así del agua, fuego, aire y tierra, como de los enemigos. Dichas muchas oraciones, después de haber invocado el socorro y favor de la Virgen sin mancilla y de los Sanctos y Sanctas, especialmente del abogado Sant Pedro y Sanctiago, sanctiguó los bergantines y echóles agua bendicta, hecho lo cual, vuelto a los españoles, les dixo: «Señores, yo he hecho todo lo que he podido; ahora todos y cada uno de vosotros ponga en su pecho por intercesor a Dios, el Sancto o Sancta a quien más devoción tuviere, para que multiplicados, como la Iglesia canta, los intercesores, Dios dé buen subceso a tan importante negocio. Hiciéronlo así todos con la mayor devoción que pudieron, y hecha luego señal para soltar la presa, salieron con gran furia los bergantines, sin tocar uno en otro, y sin peligro saltaron en el alaguna, y derramados por ella, como estaba concertado, soltaron las velas, tiraron muchos tiros, descogieron los Capitanes las banderas, tocaron la música que tenían; respondióles de tierra el exército de los españoles y el de los indios. Dio tan extremado contento, que no con menos que con lágrimas le magnifestaron. El sacerdote, que aún no se había desnudado al alba, hincándose de rodillas, levantadas las manos al cielo, dixo aquel cántico de «Te Deum laudamus» el cual acabado, Cortés se volvió a su alogamiento, a entender en lo demás que le restaba de hacer.



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Capítulo LXXIII

Cómo Cortés invió [a] Alonso de Ojeda a la Villa Rica por dos tiros y de lo que le subcedió en el camino, y cómo a la vuelta Cortés le encargó la gente Tlaxcalteca.

     Luego como Cortés llegó a sus alogamientos, llamó a Alonso de Ojeda y a otros dos españoles, sus amigos.  Díxole que sacase consigo cuatro o cinco mill hombres tlaxcaltecas y se fuese a la Villa Rica la Vieja y que traxese dos tiros de artillería de hierro grueso, que había dexado allí una nao grande que había venido de Jamaica. Partióse luego Ojeda con aquella gente, acometiéronle algunos de los enemigos, e tuvo con ellos algunas escaramuzas en que llevaron lo peor los enemigos. Dábanles en otras partes desde las sierras los de Culhúa grita a los tlaxcaltecas; pero no osaban decendir, de temor, por el grande ánimo y esfuerzo, aliende del que de su natural tenían, que tomaban con la compañía de los españoles, y así los que no eran muchos les huyeron, y los que eran muchos, cuando se atrevían, salían descalabrados.

     Desta manera Ojeda llegó a la mar, desencabalgó los tiros, dio orden cómo con facilidad se llevasen puestos en unas barbacoas o lechos de madera, cada uno por sí, y asimismo las cámaras. Llevaban cada lecho veinte indios en los hombros; remudábanse de trecho a trecho. Llevó también Ojeda ciertos barriles de sardina y otras cosas que halló en la costa, que entendió que no daría poco contento al real de los españoles, que nunca estuvo muy harto hasta tener la tierra subjecta. Partió con este recaudo, atreviéronsele algunos, como le vieron embarazado con aquellas cargas, pero él iba tan advertido y los indios de guerra tan en orden, que antes deseaban topar con enemigos, que buscar caminos por donde fuesen más seguros. Finalmente, después de algunos recuentros, de que siempre salieron con lo mejor, entrando por los términos de Tlaxcala, de todas las alcarías los salían a rescebir mucha gente con comida. Holgóse mucho Ojeda con ellos, y los unos y los otros, como parientes y amigos y de una nasción. Entró en Tlaxcala, descansó él y sus compañeros aquel día. Hospedáronle muy bien los señores de la provincia, diéronle de refresco otros indios de carga y otra gente de guerra, porque la que traía venía cansada; proveyéronle muy bien de todo lo nescesario; salieron con él más de dos leguas, porque, cierto, tenían muy en el corazón a Cortés, no queriendo jamás salir a partido de los que los mexicanos les hacían, respondiendo que ni quebrarían el juramento que habían hecho, ni reposarían hasta morir o hacerlos esclavos.

     Despidióse Ojeda de aquellos señores y caballeros, vino a dormir a Xaltoca y otro día a Guaulipán, donde estuvo dos días descansando. Partió de allí y vino a Capulalpa, y otro día, a dos horas de la noche, entró en Tezcuco. Invióle a llamar Cortés, que estaba ya acostado. Rescibiólo con mucha alegría, preguntóle muchas cosas, especialmente cómo estaba el Teniente y los demás de la Villa Rica, y como de todo le dio muy buena razón y traxo, tan buen recaudo y vio que los indios todos le eran aficionados y que entendía bien la lengua, le dixo a Alonso de Ojeda: «Los que como vos hacen con tanto cuidado lo que se les encomienda, merescen que sus Capitanes los honren y aventajen de los otros, para que ni ellos queden quexosos ni los que estuvieren a la mira desmayen. Ya sabéis cómo de Tlaxcala ha venido mucha gente, que con los que había y han venido hay más de ciento y ochenta mill hombres. Determino de encomendároslos todos y que vos seáis su General; por tanto, haced el deber como hasta ahora lo habéis hecho, que en lo que yo pudiere os favoresceré.» Ojeda le besó por esto las manos, diciendo que asaz le pagaba los servicios que le había hecho, y que en lo de adelante vería con cuánto mayor cuidado le serviría. Con esto se despidió muy contento. Luego por la mañana los carpinteros hicieron cepos para encabalgar los tiros que se traxeron.



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Capítulo LXXIV

Cómo Cortés, sin decir adónde iba, salió otro día con mucha [gente] a bojar el alaguna, y de lo que le subcedió.

     Después que la gente de Tlaxcala hubo reposado del camino y vio Cortés que estaban algo desabridos por no venir a las manos con los mexicanos, apercibió treinta de a caballo y trecientos peones e cincuenta ballesteros y escopeteros y seis tiros pequeños de campo, y mandó que con Ojeda saliesen treinta o cuarenta mill tlaxcaltecas, y sin decir a persona alguna dónde iba, porque se recelaba, y con razón, de los de Tezcuco, que diesen aviso a los mexicanos, salió de la ciudad y fue a la mano derecha, que es hacia el norte, a la otra vuelta, e andadas cuatro leguas, topó con un muy grande escuadrón de enemigos. Rompió por ellos con los de a caballo; desbaratólos, dexando, muchos muertos; puso los demás en huída. Los tlaxcaltecas, como son muy ligeros, los siguieron bravamente; mataron muchos de los contrarios, no tomando hombre a vida, porque estaban ya de las antiguas injurias y agravios muy sedientos de su sangre. Señaláronse aquel día hasta la noche, que duró el alcance, cuatro o cinco Capitanes tlaxcaltecas que para entre ellos se mostraron leones, matando pór sus manos muchos Capitanes y principales de los enemigos; volvieron, aunque algo heridos, de que ellos no venían poco contentos, cargados de ricos despojos de plumajes, mantas y rodelas. Viniéronse derechos a do Cortés estaba, y como varones muy animosos, le dixeron: «Señor, con tu favor e ayuda esperamos que nosotros y nuestros hijos nos hemos de vestir y armar de los despojos que a estos perros mexicanos, quitándoles las vidas, hemos de tomar.» Cortés, hablándoles graciosamente, les respondió que lo que decían habían comenzado a cuniplir por la obra, y que así lo habían de hacer todos los Capitanes, que tan valientes fuesen como ellos.

     Acercándose la noche, no tiniendo dónde ir a poblado, asentó su real en el campo. Durmió aquella noche muy sobre aviso y no con menos recaudo los tlaxcaltecas, que después de haber asentado su real, estuvieron casi toda la noche con muchos fuegos encendidos, tocando atabales y caracoles, festejando la victoria pasada, cantando venganza contra sus enemigos. Velaron por sus cuartos lexos del real, en compañía de los de caballo, cada cuarto más de mill hombres.

     Otro día por la mañana, Cortés, hecha señal, sin decir adónde iba, por el recelo que tenía de los de Tezcuco que consigo llevó salió del alogamiento y prosiguió su camino. Llegó a un pueblo que se dice Xaltoca, que está puesto en otra laguna diversa de la que está entre México y Tezcuco, que es la de la mala agua y que ninguna cosa cría, ni en la otra que llaman dulce, que es tan grande como la salada, que es tan grande como la que cerca a México, sino otra tercera que está a la parte del norte, que tiene tres buenos pueblos y de harta gente. El uno llama Atlaltepeque y el otro Zumpango, donde se hace mucha cal, y el otro Xaltoca, abundante en pescado. Tiene muchas acequias anchas y hondas y llenas de agua, que hacían la población muy fuerte, porque los caballos no podían entrar a ella, y así, los vecinos, como si estuvieran tan fortalescidos que con fuerza humana no se pudieran combatir, dieron muy gran grita a los españoles, haciendo muy gran burla dellos, tirándoles muchas varas y piedras. Los españoles, a quien la mofa encendía más la ira, los de a pie con rodelas y espadas, se arrojaron a las acequias, que algunas veces el agua les llegaba a los hombros; rescibieron en los morriones muy duros y fuertes golpes. Finalmente, aunque con muy gran trabajo y con algunas heridas, entraron en el pueblo, haciendo lugar a los que los seguían, así indios como españoles. Hicieron allí mucho estrago con solas las espadas, que tuvieron harto lugar de emplearse. Echaron fuera los enemigos, quemaron gran parte del pueblo y con él los mantenimientos que hallaron. Salieron aquella noche de allí y fueron a dormir una legua adelante, donde hechos agua tuvieron la cena tan liviana que casi no comieron nada, y como la cama había sido dura, en amanesciendo tornaron el camino, en el cual hallaron que los enemigos desde lexos, sin osarlos acometer, les dieron gran grita. Los nuestros los siguieron, y como, la ventaja era grande, no los pudieron alcanzar.

     Desta manera, sin hacer nada estonces, llegaron a un muy grande y hermoso pueblo que se dice Guautitlán, que es hoy de Alonso de Avila Alvarado, Regidor de México, sobrino de Alonso de Avila, que tanto se señaló en esta conquista. Hallaron este pueblo despoblado, porque el señor dél, que era muy principal, de temor de los nuestros se había ido, y la demás gente de guerra estaba en México, que está cuatro leguas de allí. Los nuestros durmieron allí aquella noche en los aposentos del señor y no sin gran recato, no los tomasen de sobresalto.

     Otro, día siguiente, pasando adelante hacia México, llegaron a un pueblo que se dice Tenayuca, que está dos leguas de la gran ciudad de México. Llegaba hasta allí estonces el alaguna. Entraron en el pueblo sin ninguna resistencia, e sin detenerse allí pasaron a otro pueblo que se dice Escapuzalco, una legua de México, que todos estos pueblos están alderredor del alaguna. Todo esto pasaron sin resistencia y así no pararon, por el deseo que Cortés tenía de llegar a una gran ciudad que estaba un cuarto de legua de allí, que se decía Tacuba, por donde pasaron los españoles cuando salieron de México desbaratados, a quien dicen los viejos de aquella ciudad que los suyos nunca los ofendieron. Residía en esta ciudad el tercero señor de la tierra, cuyo descendiente es hoy Don Antonio Cortés. Estaba fuerte de gente y de muchas acequias de agua, las cuales, por los muchos manantiales de la tierra eran más anchas y hondas que la de otros pueblos, e aunque los vecinos della se pusieron en defensa, que estaban para ello muy a punto, Cortés les entró; mató algunos, y los demás, que eran muchos, echó fuera de la ciudad, y como sobrevino la noche no hizo otra cosa más de aposentar a los suyos en una casa del señor, que era tan grande que cupieron todos en ella a placer. Veláronse con el cuidado que solían.



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Capítulo LXXV

Cómo otro día los tlaxcaltecas saquearon la ciudad, y cómo Cortés estuvo allí seis días escaramuzando, siempre con los enemigos.

     Otro día en amanesciendo, los tlaxcaltecas y los demás indios amigos comenzaron a saquear y a quemar la ciudad, salvo el aposento donde los españoles, aunque se dieron tanta priesa que dél quemaron un cuarto, aunque algunos dicen que por ser las casas de terrados fue mayor el ruido y espanto que el daño que hicieron, y esto decían ellos que lo habían hecho por vengarse de la matanza que en los nuestros y en sus naturales habían hecho cuando de México, saliendo desbaratados, pasaron por aquella ciudad. Lo que sé decir es, como testigo de vista, que para haber rescebido tan buenas obras, no nos quieren mucho.

     Estuvo Cortés seis días en esta ciudad, en ninguno de los cuales estuvo ocioso, antes siempre tuvo encuentros y escaramuzas con los mexicanos que estaban cerca de ellos, e hubo algunos recuentros con tanta grita y barahun,da, como suelen, que paresció que el cielo se venía abaxo. Los tlaxcaltecas, como deseaban mejorarse con los mexicanos y los mexicanos se tenían por valientes, era cosa de ver los desafíos que entre los Capitanes y principales soldados había, desafiándose uno a uno, dos a dos y cuatro a cuatro. Las más veces los mexicanos llevaban lo peor y en los particulares desafíos no había más que morir o vencer, porque se querían tan mal y tenían por tanta gloria llevar el brazo o cabeza del vencido a los suyos, que jamás se tomaban a vida. Decíanse los unos a los otros tantos denuestos, tan extraños y encarescidos, que era cosa de ver; pero entre otras cosas, no son de pasar en silencio, lo que los mexicanos decían a los tlaxcaltecas. Decíanles: «Vosotros, mujeres mancebas de los cristianos, nunca osastes llegar adonde ahora estáis sino con el favor de vuestros amigos los cristianos. A vosotros y a ellos comeremos en chile, porque no nos presciamos de teneros por esclavos». Los tlaxcaltecas respondían: «Nosotros, como a gente bellaca, temerosa y sin fee, siempre os hemos hecho huir y nunca de nuestras manos habéis escapado menos que vencidos. Vosotros sois las mujeres y nosotros los hombres, pues siendo tantos y nosotros tan pocos jamás habéis podido entrar en nuestros términos como nosotros en los vuestros. Los cristianos no son hombres sino dioses, pues cada uno es tan valiente que a mill de vosotros espera y mata.»

     Con estas y otras injurias se encendían y enojaban tanto los unos contra los otros, que como canes rabiosos se despedazaban sin dar lugar a que, si no era en la figura, paresciesen hombres, sino fieras.



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Capítulo LXXVI

De las cosas que los mexicanos decían a los españoles y de lo que Cortés les dixo y ellos respondieron.

     Prosiguiendo en su coraje los mexicanos, deseosos de vengarse de los nuestros, saliendo por la calzada, fingían huir para meterlos en alguna celada donde los pudiesen tomar a manos y sacrificarlos, que es lo que ellos más deseaban y en que más mostraban el odio que les tenían, y como vían que no salían con esto, otras veces los convidaban a la ciudad, diciendo: «Entrad, esforzados, a pelear. ¿Por qué perdéis tan buena ocasión, que hoy seréis señores de México?» Otros decían: «Venid a holgaros, que la comida hallaréis aparejada. ¿No queréis?, pues aquí moriréis como antaño.» Otros: «Ios a vuestra tierra, que ya no hay Motezuma que haga lo que vosotros queréis.»

     Entre estas pláticas, Cortés, con todo recato, poco a poco se fue llegando a una puente que estaba alzada; hizo señas a los de la una parte y de la otra, que callasen. Ellos, por ver lo que diría, sosegándose, le dixeron que hablase. El estonces les preguntó si estaba allí el señor, porque deseaba decirle cosas que mucho le convenían. Ellos le respondieron: «Todos los que veis son señores; decid lo que queréis»; y él, como no estaba allí el señor, calló un poco. Ellos, sintiéndose desto agraviados, le deshonraron bravamente, diciéndole, entre otras cosas: «¿Tú piensas, Cortés, que ha de ser la de antaño, y que es viva aquella gallina de Motezuma? Mal lo has pensado; que de ti y de los tuyos hemos de hacer un gran banquete a los dioses.» Cortés se rió; no les respondió palabra, porque hablaba con canalla, y diciéndoles un español que para qué parlaban tanto estando encerrados y sin comida, por la falta de la cual, aunque más valientes fuesen, si no se rendían habían de morir de hambre, replicaron con doblado enojo que no tenían falta de pan, pero que cuando la tuviesen comerían de los españoles y tlaxcaltecas que matasen, pues tenían la caza delante. Con esto arrojaron ciertas tortillas, diciendo: «Malaventurados, comed, que tenéis hambre; que a nosotros, por la bondad de los dioses, todo nos sobra y apartáos de ahí, si no haremos os pedazos.» Dichas estas palabras, gritando todos, tornando con mayor furia a la pelea, la cual no dexaron hasta volver bien descalabrados, Cortés, como no pudo hablar con Guatemuci, e que para esto había venido, al cabo de los seis días, determinó de volverse por el camino que había venido a Tezcuco, salvo que no fué por Xaltoca, que es a trasmano.



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Capítulo LXXVII

Cómo Cortés, volvienda a Tezcuco, siguiéndole los mexicanos, les puso celadas y mató muchos dellos.

     Los enemigos, como vieron levantar el real de los nuestros, creyendo que iban huyendo, determinados de seguirlos, los dexaron dormir aquella noche en la ciudad de Guatitlán para más asegurarlos, y luego otro día de mañana, saliendo de allí los nuestros, los enemigos, más espesos que granizo, los comenzaron a seguir, pero los de caballo, revolviendo de cuando en cuando, les hacían por un rato perder la furia, porque a los que alcanzaban dexaban tales que no volvían jamás a la burla. Con todo esto, como los españoles todavía marchaban, pensando que iban huyendo, como eran tantos, quedase el que quedase, los seguían bravamente, tanto que fue nescesario que Cortés usase de algún ardid, de los que solía, y así, mandó a la gente de a pie que se fuese adelante y que no se detuviesen, proveyendo, para la defensa dellos, que en la rezaga fuesen cinco de caballo, y quedándose él con veinte, mandó a los seis se pusiesen en cierta parte en celada y a otros seis en otra y a otros cinco en otra, y él con otros tres, poniéndose en otra, les dixo que cuando él apellidase ¡Sant Pedro! o ¡Sanctiago!, diesen en los enemigos, que con el cebo de ir tras los españoles, irían descuidados, pensando que todos iban juntos adelante. Fue así como Cortés lo pensó, el cual, desde que vio que había pasado gran multitud de gente, apellidando ¡Sant Pedro!, de súbito dieron todos los de caballo en ellos, y como los desbarataron fue fácil de hacer gran matanza en ellos. Siguiéronlos, dos leguas por tierra llana, quedando a pequeños trechos muchos de los enemigos muertos, con lo cual los vivos escarmentaron de tal suerte que no los osaron más seguir.



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Capítulo LXXVIII

De lo que demás de lo contenido en el capítulo pasado Ojeda dice en su Relación.

     Cerca de lo contenido en el capítulo antes déste, Ojeda, que a todo se halló presente, dice otras cosas no dignas de pasar en olvido en la Relación que, aprobada con otros testigos, me invió. Dice, pues, que cerca de Xaltoca, una legua antes, salió mucha gente de los enemigos a meterse en Xalcota, y como por allí los caballos no podían correr, a causa de las acequias y por ser la tierra marisma, Cortés dixo a Ojeda que con la gente de quien tenía cargo fuese en su seguimiento. Ojeda con los señores tlaxcaltecas y con sus soldados siguió el fardaje. Tomaron los tlaxcaltecas gran cantidad de mujeres y muchachos, y así entraron por el pueblo sin hallarse otro español, sino uno que se decía Martín Soldado. Hicieron gran riza en los enemigos, matando y robando, y desde a poco llegaron los de a caballo, el primero de los cuales fué un Hernán López.

     Los indios de Xalcota desampararon el pueblo, y pasándose de la otra parte de las acequias, por estar más seguros, se comenzaron a defender bravamente de los tlaxcaltecas, que iban en su seguimiento; pero como llegaron los españoles de a pie y de a caballo, rompieron por ellos, abrasaron el pueblo, y aquella noche vinieron a dormir a otro donde el General asentó su real. Ojeda aposentó su gente media legua adelante en otro pueblo y otros aposentos, donde los señores tlaxcaltecas por sus personas velaron y repartieron las velas y las espías.

     Ocupaban los escuadrones una gran legua, porque como acudió gente eran ciento y ochenta mill hombres.Yendo así marchando el campo hacia Guatitlán, como Cortés iba contento y en las burlas era no menos gracioso que sabio, y cuerdo en las veras, viendo a Ojeda acaudillar tan gran número de gente, dixo a algunos caballeros que con él iban, presente Ojeda: «Por cierto, señores, que si Ojeda fuese a su tierra y dixese que había sido Capitán de ciento y ochenta mill hombres y de más de mill Capitanes y caballeros, que, como a cosa de disparate, le tirarían de la falda y aun dirían que de mosquitos era mentira, cuanto más de hombres.»

     Con esta conversación, que la tenía muy buena, llegaron a Guatitlán, donde en un cu hallaron tres mujeres metidas por su natura por unos palos muy agudos que les venía a salir por la boca, nuevo género, cierto, de diabólica y bestial crueldad. Dixeron algunos, que en castigo de los adulterios que habían cometido, estaban puestas así para que pagasen por la parte que habían pecado.

     Salieron de Guatitlán. Como los indios amigos eran tantos y ocupaban tanta tierra, levantándose entre ellos algunas liebres (que las hay en abundancia en esta tierra) las tomaban a manos vivas y las llevaban a Ojeda, el cual las daba al General, el cual dixo: «El cobarde, por mucho que huya, viene a manos del animoso.»

     De allí pasó a otros pueblos que están asentados en el alaguna e allí vieron la mucha priesa con que infinitas canoas metían en los pueblos varas tostadas, flechas, piedras y otras municiones. Dieron los indios tlaxcaltecas en los aposentos reales, robaron más de quinientos cueros de grandes tigueres e mucho oro y ropa rica. Desto dió aviso Ojeda a Cortés, porque vio a muchos de los tlaxcaltecas vestidos de ropa rica, de que ellos carescían, y que en las cabezas y brazos traían piezas de oro, que por su pobreza nunca usaron. Iba con Ojeda su compañero Joan Márquez. Díxoles Cortés: «¡Oh!, pese a vosotros, cataldos y tomaldes el oro, que no han menester, y dexaldes los cueros y ropas con que se vestan, y honren, en premio de su esfuerzo y diligencia.»



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Capítulo LXXIX

Cómo Ojeda y Joan Márquez cataron a los indios tlaxcaltecas, y del oro que les hallaron, y cómo por esto muchos dellos se ausentaron.

     No dixo Cortes a sordos lo que está dicho arriba, porque luego con toda diligencia, porque se les había de pegar algo comenzaron a catar los indios; recogieron hasta tres mill pesos de oro; pero otro día, cuando volvieron a hacer lo mismo, hallaron que se habían ido, porque no los catasen, más de diez mill hombres, que a lo que se podía presumir, según lo pasado, llevaban más de veinte mill pesos; pero catando a algunos de los otros, hallaron mill y sietecientos pesos, y cuando vino el otro día faltaban ya más de cincuenta mill hombres, que también se cree llevaban grandísima cantidad de oro. Andando desta manera Ojeda, halló a unos indios al rincón de un cu, que tenían escondida detrás de un pilar una carga de ropa rica, liada en un cacastle. Comenzóla a desliar; díxole un indio que le dexaxe, que era naboría del General. Ojeda vió que mentía, porque por menos lo suelen hacer; descogió la carga, y dentro della halló un mástil blanco, que sirve de pañetes pequeños; tomólo el indio, metióselo debaxo del brazo. Disimuló Ojeda hasta ver qué más había en la carga, y cuando vio que todo era ropa, quitóle el mástil; halló dentro dos ídolos de oro, muy fino, con sus alas, envueltos en algodones, y los algodones y ellos salpicados de sangre. Pesaban los ídolos casi cuatrocientos pesos. Halló asimismo media braza de chalchuíes, piedras entre ellos ricas; había al pie de ciento, ensartados todos en un hilo grueso de oro que pesaba once o doce castellanos. El indio, como vio el pleito mal parado, díxole, que también lo saben hacer con muy buenas palabras: «Señor, pues me has tomado el oro, dame parte destos chalchuíes.» Ojeda corrió la mano por el cordón y dióle la mitad dellos, con que el indio quedó bien contento. No se prosiguió más en catarlos porque ya faltaban casi la tercia parte, aunque los señores, o porque no los cataron, o por vergüenza, no se osaron ir.

     La ropa que llevaron de despojo en este tiempo, valía más de trescientos mill ducados. Ojeda, guardando los chalchuíes, llevaba descubiertos los ídolos para darlos al General; topó con Cristóbal de Olid, que salía de con él, el cual le dixo: «¡Oh, qué buenas joyas, Ojeda! Dádmelas, que yo las daré al Capitán.» Dióselas Ojeda, y como era río vuelto, no supo si las vio Cortés. Halló Ojeda entre los chalchuíes uno labrado con una cara de hombre, que le daban por él en Tlaxcala quince esclavas, y si quisiera ropa, más de docientas cargas.



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Capítulo LXXX

De lo que Ojeda escribe que acaeció a Cortés en Tacuba cuando se subió a un alto, y de la gracia que Pedro de Ircio dixo a su Alférez.

     Estando Cortés en Tacuba, dice Ojeda que muchas veces mandaba subir una silla a lo alto de un cu, y que asentado en ella, mirando hacia México, daba mill sospiros, acordándosele del gran desmán que por su culpa y presunción le había subcedido. Arrasábansele los ojos de agua, y, cierto, con razón, porque para en aquel tiempo ningún Capitán en el mundo hizo tan gran pérdida. Revolvía consigo, como el que tan gran negocio traía sobre sus hombros, por qué vía podría restaurar el mal pasado, señorearse de aquella tan rica, tan fuerte y tan poderosa ciudad; y escarmentado de lo pasado, como algunas veces yo le oí, aunque tenía más gente y a punto los bergantines, nada confiado desto, lo encomendaba todo a Dios, y así le subcedió [que] un día, juntándose los mexicanos y los nuestros en la calzada, trabaron una muy brava escaramuza, y por socorrer los nuestros al Chichimecatl, señor de Tlaxcala, y a otros señores que estaban en gran riesgo, ainas cogieran a manos a tres españoles, donde un Joan Bolante, que no debía de ser muy hidalgo, Alférez de Pedro Dircio, soltó la bandera en el agua. Iba en la bandera una imagen de Nuestra Señora. Pedro Dircio, aunque se vio en aquel aprieto, recogiendo la bandera, se volvió al Alférez, diciendo: «¡Oh, traidor; crucificaste al Hijo y quieres ahora ahogar a la Madre!» Este dicho, contándose después al Emperador, dixo, como era prudentísimo: «Capitán que en tal aprieto decía gracias, consigo las tenía todas.»

     Esta misma tarde llegó una canoa junto a la calzada. Echó en tierra sólo un indio, bien dispuesto de cuerpo y a su modo bien armado, el cual en su lengua, haciendo fieros, comenzó en voz alta a maltratar [a] los españoles, desafiando a cuantos estaban en el real, que uno por uno saliesen a matarse con él. Dichas estas palabras, comenzó a jugar de su espada y rodela, y acabando de decir e hacer esto, dixo: « ¡Ea, cristianos!; ¿qué estáis parados?; salga ya alguno de vosotros con quien este día haga yo fiesta y sacrificio a mis dioses, que están ya sedientos de la sangre de vosotros, por las muchas ofensas que después que venistes les habéis hecho.»

     Salió luego a él un bien determinado soldado que se decía Gonzalo Hernández, el cual se fue derecho a él con buen denuedo, pero cuando el indio vio que ya se acercaba, o porque le hubo miedo, o porque para él y para otros tenían armada celada, saltó en el agua. El español, enojado de la burla, echándose en pos dél, aunque huía bien, le alcanzó y dio de estocadas, e ya que le estaba cortando la cabeza, acudieron muchas canoas de gente de guerra; pero como esto, vieron los nuestros, acudieron luego algunos, y, finalmente, si no fuera por los ballesteros y las voces que el General daba, y que un Diego Castellanos había muerto de un xarazo a un señor, con cuya muerte se ocuparon y aun desmayaron, sacaran y llevaran vivo al Gonzalo Hernández, el cual, como, salió de su poder con hartos golpes, aunque había dado muchas heridas, luego los de las canoas se retraxeron, metiendio en una dellas al indio desafiador, alcual con la mayorr honra que pudieron llevaron a su casa.



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Capítulo LXXXI

Cómo Cortés entró en Tezcuco y del regocijo con que fué rescebido.

     Hechos así los negocios Cortés durmió en un pueblo cerca de Tezcuco, para otro día de mañana entrar en él. Súpolo aquella noche Sandoval, que había quedado con la demás gente por General en lugar de Cortés. Mandó hacer aquella noche regocijos y que para el día siguiente todos estuviesen a punto para rescebir a Cortés, a quien ya los suyos deseaban ver, porque dél ni de los demás que con él habían ido hasta estonces habían sabido cosa, como tampoco Cortés dellos, y así los unos con deseo de entrar en Tezcuco y los otros con deseo de salirlos a rescebir, fue cosa de ver cómo todos, para cuando se encontrasen, se adereszaron. Salió Sandoval media legua larga de la ciudad, porque más no convenía, a caballo, con algunos caballeros, y los demás españoles por su orden, con sus atambores y banderas tendidas. Salieron con ellos muchos vecinos y personas principales de la ciudad, también con su música de caracoles y trompas.

     Salió Cortés de donde había dormido, no de mañana, porque mandó ordenar todo el real, los tlaxcaltecas por hilera, de veinte en veinte, y los texcucanos entre ellos, todos muy lucidos, los más vestidos de camisas y mantas ricas que ellos antes no alcanzaban, tomadas en los saltos y batallas que con los mexicanos habían temido. Llevaban oro y mucha sal, de que siempre habían estado nescesitados. La mitad de los señores de Tlaxcala, ricamente adereszados con plumajes ricos y otros despojos, iban en la retroguarda, y la otra mitad, por la misma manera, en la vanguardia, los Capitanes y Alféreces cada uno con su compañía, y como la gente era mucha y tan lucida y campeaba tanto, por ir vestida de blanco, lucía mucho y parescía muy bien; tomaban mucha tierra.

     Cortés partió los de a caballo y de a pie, de manera que él con los unos se puso en la delantera de los indios, y los otros mandó que fuesen en la rezaga, de manera que siempre llevaban a los indios en medio, a los cuales regía su Capitán Ojeda. Iban las trompetas y atambores delante y detrás, y cerca de Cortés su bandera y estandarte. Iban los indios muy contentos, como era razón, de muchas cosas, que eran haber puesto los bergantines en salvo, vencido batallas y en ellas muerto a muchos de sus capitales enemigos, haciendo la salva para los muchos que después habían de matar en el cerco de México; iban cargados de despojos ricos de joyas y sal. Desta manera, marchando los unos y los otros, se vinieron a juntar media legua de Tezcuco, donde Sandoval, inclinando su bandera, se apeó para besar las manos a Cortés; abrazáronse con grande amor, y lo mismo los unos españoles con los otros. Fue cosa de contento ver el alegría y ruido de música con que se rescibieron y cómo honraron los de Tezcuco a aquellos señores tlaxcaltecas, mirándolos y respectándolos como a más que indios.

     Desta manera a horas de comer entró Cortés en Tezcuco, donde lo que después hizo, se dirá en los capítulos siguientes.



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Capítulo LXXXII

Cómo los tlaxcaltecas se despidieron de Cortés, y cómo vinieron mensajeros de Chalco a pedir socorro.

     Como la provincia de Chalco era tan provechosa a los señores de México, así por la mucha renta que della tenían, como porque della se proveían de maíz, madera, leña y otras cosas, la cual tiene dos puertos, para provisión de México, muy principales, el uno se llama Chalcoatengo, y el otro Ayocingo, pesábales mucho que los vecinos de aquella provincia se hubiesen rebelado y pasado a los españoles, y así, pensando por mal hacer lo que no podían por ruegos ni halagos, determinaron de juntarse gran cantidad dellos, para destruirlos. En este comedio, que fue dos días después de entrado Cortés en Tezcuco, los tlaxcaltecas, como venían ricos y contentos, pidieron licencia a Cortés para volverse a su tierra y gozar lo que llevaban con sus hijos y mujeres, diciendo que cuando fuese tiempo volverían para hacer la guerra a México. Cortés los despidió con mucha afabilidad y contento, trayéndoles a la memoria lo mucho que dellos confiaba y lo bien que les iría en el despojo de México, como de lo pasado lo habían entendido.

     No hubieron acabado de salir los tlaxcaltecas, cuando, de parte de los señores de Chalco, vinieron mensajeros a Cortés, haciéndole saber cómo los de Culhúa con gran poder venían sobre ellos, por las razones ya dichas, pidiéndole que pues ellos eran ya vasallos del Emperador y servidores y amigos suyos, que con toda presteza, antes que los negocios viniesen a peor, los socorriese, porque ellos estaban determinados de morir primero que volver a la servidumbre mexicana y dexar de ser vasallos de un tan poderoso y buen señor como él les había dicho, ni dexar el amistad de tan valientes y esforzados amigos, con cuyo favor e ayuda pensaban, no sólo resistir a sus enemigos, pero vengarse dellos, como las injurias rescebidas merescían. Cortés rescibió bien los mensajeros, holgóse de que los de Chalco estuviesen tan enojados con los mexicanos y tan firmes el amistad con los españoles, porque pensaba en el cerco de México (como lo hizo) ayudarse mucho dellas, y así, sin más dilación, despachó luego a Sandoval con veinte de a caballo y trecientos peones, al cual encargó que marchase a toda furia y con todo cuidado y diligencia favoresciese aquellos señores, pues eran amigos y tan leales vasallos del Emperador. Sandoval partió luego, hizo noche en Tlalmanalco, seis leguas de Chalco, que es la cabecera, seis leguas adelante de la cual estaba la guarnición mexicana en Guastepeque.



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Capítulo LXXXIII

Cómo Sandoval llegó a Chalco y allí ordenó lo que había de hacer, y de un bravo recuentro que hubo con los mexicanos.

     De Tlamanalco caminó Sandoval a Chalco, donde halló mucha gente junta, así de aquella provincia como de las de Guaxocingo y Guacachula, que estaban esperando el socorro, y dando orden en lo que se había de hacer; partiéronse luego, tomaron su camino hacia Guastepeque, donde estaba la guarnición de Culhúa, de donde hacían gran daño a los de Chalco. La guarnición que era de mucha gente, salió al encuentro contra los de Chalco y los nuestros a un pueblo cerca de Guastepeque. Los de Chalco, como llevaban las espaldas seguras con los españoles, con grande ánimo rompieron con los mexicanos. Adelantáronse Sandoval y Andrés de Tapia, que aquel día hicieron maravillas. No pudieron los mexicanos sufrir mucho tiempo las muchas lanzadas y bravas cuchilladas de los españoles, desampararon el campo, retraxéronse a aquel pueblo de donde habían salido. Los nuestros los siguieron, mataron a muchos y a los vecinos del pueblo echaron dél, los cuales ya habían sacado las mujeres y niños.

     Reposaron y comieron los españoles, aunque los indios amigos, especialmente los tlaxcaltecas, algunos de los cuales holgaron de venir esta jornada, se ocupaban en buscar ropa, porque aquella tierra es de mucho algodón.

     Estando así los españoles descuidados y los amigos ocupados en robar, volvieron los enemigos de repente con gran furia y grita; entraron en el pueblo hasta la plaza de los aposentos principales, echaron muchas varas, flechas y piedras, con que hirieron, primero que se apercibiesen, a muchos de los nuestros, los cuales tocando al arma se recogieron, y con ellos los amigos, e así juntos salieron a grande priesa, los cuales lo hicieron tan bien que antes de una hora los echaron otra vez del pueblo; siguieron el alcance más de una legua; mataron muchos dellos. Volvieron aquella noche harto cansados, a Guastepeque, donde estuvieron descansando dos días.



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Capítulo LXXXIV

Cómo Sandoval fué a Acapistla, donde requirió a los mexicanos se diesen de paz, y de la batalla que con ellos hubo.

     Supo allí Sandoval que en un pueblo más adelante, dos leguas de Guastepeque, que se decía Acapistla, había mucha gente de guerra de los enemigos. Fue allá por ver si darían de paz e a requerirles con ella. Este pueblo, según después Cortés escribió al Emperador, era muy fuerte y puesto en un alto, aunque Motolinea dice que en llano. Como los mexicanos vieron que los de caballo no podían subir a lo alto donde ellos estaban, sin esperar a requerimientos de paz, cuanto más a responder, llegando los nuestros, comenzaron con gran grita y palabras afrentosas a pelear con ellos, echándoles desde lo alto muchas galgas, varas y flechas, con que de sí arredraban a los nuestros. Los indios amigos no se osaban acercar, por la dificultad de la subida y peligro que en ello corrían, lo cual, como vieron Sandoval y Andrés de Tapia, que muy valientes y animosos eran, apeándose de los caballos y embrazando las rodelas, dixeron, volviendo la cara a los compañeros: «Hidalgos, grande mengua será la nuestra, que estos perros, porque no los podemos acometer con caballos, piensen que han de hacer burla de nosotros. Bien será que sepan que no hay lugar fuerte para españoles. Subamos, caiga el que cayere, que nunca mucho costó poco.» Desta manera los dos juntos, apellidando «¡Sanctiago, Sanctiago y a ellos!» comenzaron a subir, rescibiendo muy duros y graves golpes; siguiéronlos otros muchos; rodaban unos, arrodillaban otros; finalmente, tiniéndose unos a otros, porfiaron tanto, que con el ayuda de Dios, aunque fue mucha la defensa, entraron en el pueblo. Fueron heridos de los hombres señalados en esta entrada Andrés de Tapia, Hernando de Osma; los otros eran muchos. Los indios amigos, como vieron subir a los españoles con tanto ánimo y que iban ganando tierra a los enemigos, siguiéronlos de tropel, y así los unos y los otros hicieron tan gran matanza en los enemigos y dellos se despeñaron tantos de lo alto, que todos los que allí se hallaron afirman que un río pequeño que cercaba casi aquel pueblo, por más de una hora fue tan teñido en sangre, que no pudieron beber por estonces los nuestros dél, aunque estaban bien sedientos por el cansancio y el gran calor que hacía. Motolinea (por [que] no quiero dexar de decir lo que hallé escripto) dice que echaron a los mexicanos del pueblo a lanzadas y cuchilladas y fueron en su alcance media legua hasta un río pequeño, de grandes barrancas, de donde se despeñaron muchos, tanto que de todos (que eran muchos,) quedaron pocos vivos por no querer la paz o por no merescerla, y que de dos arroyos el uno fue tinto en sangre y del otro bebieron. En esto tiene gran crédito lo que Cortés escribió, o por verlo él por sus ojos, o por saberlo de muchos testigos de vista.

     Hecho esto, Sandoval. se volvió a Tezcuco, quedándose los de Chalco muy contentos en su tierra y con deseo de volverse a ver otra vez con los mexicanos. Fueron Sandoval y Andrés de Tapia más bien rescebidos de Cortés que nunca, porque cierto, así ellos como los demás mostraron bien el grande y singular esfuerzo que en semejantes trances la nación española suele mostrar.



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Capítulo LXXXV

Cómo ido Sandoval, los mexicanos revolvieron sobre los de Chalco, y cómo antes que allá fuese Sandoval los de Chalco habían vencido.

     En sabiendo que supieron los de México que los españoles y los de Chalco habían hecho tanto daño en su gente, determinaron de inviar sobre ellos ciertos Capitanes con mucha gente, y esto tan presto, que los españoles no tuviesen lugar de poder socorrerlos. Como los de Chalco tuvieron aviso desto, inviaron a toda priesa a suplicar a Cortés les tornase a inviar socorro; Cortés lo hizo así con el mismo Sandoval, y así con la misma gente de pie y de caballo. En el entretanto que los de Chalco despacharon, llegaron las guarniciones mexicanas. Salieron los de Chalco al campo con ánimo español más que índico, como los que habían andado en compañía de españoles y los tenían cerca, y que por horas los esperaban. Presentóse la batalla de una parte y de la otra en un gran campo, con mucho ardid y ánimo; los mexicanos, por tener en poco a los de Chalco y haber tanto tiempo antes que los tenían subjectos y tener espiados a los españoles, que para aquel tiempo no podían venir en socorro; los de Chalco, no estaban menos animosos, ni con menos coraje salían a la batalla, porque como ya libres de la antigua subjección y aliadas con gente tan valiente, les habían perdido todo temor y respecto; antes cebados en ellos, deseaban tomar venganza de todo.

     Encendidos desta manera los unos y los otros, rompieron, según sus fuerzas, con gran furia los unos con los otros; trabóse de tal suerte la batalla que por grande espacio, no se pudo conoscer la victoria. Finalmente, muriendo muchos de los mexicanos, quiso Dios que los de Chalco saliesen victoriosos. Siguieron el alcance buen trecho, haciendo gran matanza, como los que tenían a España en el cuerpo; tomaron cuarenta vivos y entre ellos un Capitán.

     Fué para ellos esta victoria de tanta importancia, porque alanzaron de su tierra a los que los trataban peor que a esclavos, que no se puede creer. Cuando Sandoval llegó, halló los campos poblados de muertos y huyendo por el agua en canoas los mexicanos que quedaron. Llegado que fue, los de Chalco muy ufanos por la victoria pasada, mostrándole los muertos, le entregaron los vivos y con aquel Capitán dos principales, y esto hicieron para que luego los inviase a Cortés, porque sabían que dello había de rescebir contento. El invió dellos y dellos dexó consigo, por asegurar más a los de Chalco. Estuvo con toda la gente en un pueblo que era frontera de los mexicanos, y después que le paresció que no había nescesidad de su estada, se volvió a Tezcuco, trayendo consigo a los otros prisioneros que le habían quedado.



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Capítulo LXXXVI

Del socorro que vino a Cortés, y cómo de los prisioneros invió dos a los mexicanos.

     Como ya el camino para la villa de la Veracruz desde Tezcuco estaba seguro, de manera que podían ir e venir por él, los de la Villa tenían cada día nuevas de Cortés y él dellos, lo que antes no podían. Inviáronle con un mensajero ciertas ballestas, escopetas y pólvora, con que hubieron gran placer, y desde a dos días le inviaron otro mensajero, haciéndole saber que al puerto habían llegado tres navíos y que traían mucha gente y caballos y que luego los despacharían; creo que eran los mismos de quien atrás hemos hablado. Con todo esto, procuraba Cortés, por todas las vías y formas que podía, atraer a los mexicanos a su amistad, por no destruirlos y descansar de los trabajos de las guerras pasadas, y así, dondequiera que podía haber alguno de México, le prendía, y sin hacerle mal, sino todo buen tratamiento, le tornaba a inviar a México, para que por aquella vía los mexicanos se ablandasen y viniesen a lo bueno. Persistiendo en esto, el Miércoles sancto, veinte y siete de Marzo del año de quinientos e veinte e uno, hizo traer ante sí a aquellos  principales de México que los de Chalco le habían inviado. Díxoles si algunos dellos querrían ir a México, que les daría libertad con tal que le prometiesen hablar de su parte a Guatemucín y a los otros señores mexicanos y les dixesen que no curasen de tener más guerra con él, pues habían de llevar siempre lo peor, y que se diesen, como antes lo habían hecho, por vasallos del Emperador, porque no los quería destruir ni había venido a eso, sino a ser su amigo. Ellos, aunque se les hizo de mal, porque tenían temor que yendo con aquel mensaje los matarían, dos dellos se determinaron de ir, pidiéndole una carta, no porque los mexicanos la habían de entender, sino porque viesen que Cortés los había soltado e inviado libres, encargándoles aquel mensaje. Cortés escribió la carta y cerrada se la dio, dándoles a entender con la lengua que lo que en la carta iba era lo mismo que él de palabra les había dicho, e así se  partieron, y Cortés mandó a cinco de a caballo saliesen con ellos hasta ponerlos en salvo; pero ni de los mensajeros ni de la carta hubo repuesta, antes, como hombres empedernidos y obstinados, cuando más con paz, los convidaban, tanto más respondían con guerra, como luego se dirá.



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Capítulo LXXXVII

Cómo los mexicanos revolvieron sobre los de Chalco, e haciéndolo saber a Cortés, respondió que él quería ir al socorro.

     El Sábado sancto los de Chalco y otros sus  aliados e amigos inviaron a decir a Cortés que los de México venían sobre ellos,  porfiando de vengarse. Mostráronle pintados en un paño blanco grande los pueblos con sus nombres que contra ellos venían e los caminos que traían; rogáronle con grande instancia, por ser sobrada la gente, que en todo caso los socorriese. Cortés les respondió que desde a cuatro o cinco días inviaría socorro. Ellos al tercero día de Pascua de Resurrección volviendo, le dixeron que era menester que con toda brevedad los socorriese, porque a más andar se acercaban los enemigos. Cortés les dixo que él quería ir a socorrerlos e mandó pregonar que para el viernes siguiente estuviesen apercebidos veinte y cinco de a caballo y trecientos peones.

     Estando los negocios desta manera, el jueves antes vinieron de paz a Tezcuco, traxeron gran presente de ropa los mensajeros de las provincias de Tucupán e Mexcalcingo e Autlán, grandes pueblos, con otros sus vecinos que estaban en su comarca. Dixéronle y con muy gran voluntad que venían a darse por vasallos del gran señor de los cristianos y a ser sus amigos, porque ellos no habían muerto español, ni ofendido en otra manera a Cortés, el cual los rescibió y trató muy bien. Respondióles alegremente y en breve, porque estaba de partida para Chalco, que él en nombre de Su Majestad los rescebía y ampararía contra sus enemigos, como al presente quería hacer por los de Chalco, y con esto se fuesen en buen hora, hasta que más despacio los pudiese hablar. Ellos se despidieron muy contentos dél, porque pocos o ningunos iban menos.

     El viernes siguiente, que fueron cinco de Abrill del dicho año, salió Cortés de la ciudad de Tezcuco con treinta de a caballo y trecientos peones, que estaban ya apercebidos, y dexó en ella otros veinte de a caballo e trecientos peones, y por Capitán dellos a Gonzalo de Sandoval. Salieron con Cortés más de veinte mill amigos tlaxcaltecas y tezcucanos y en su ordenanza, como siempre solía. Fue a dormir a una población de Chalco, llamada Tlalmanalco, donde fue bien rescebido y aposentado, y allí, porque estaba una buena fuerza, después que los de Chalco fueron nuestros amigos, siempre tuvieron una buena guarnición, porque era frontera de los de Culhúa.

     Otro día, que se le llegaron más de otros cuarenta mill amigos, llegó a Chalco a las nueve del día, sin detenerse más de hablar a aquellos señores y decirles que su intención era dar una vuelta en torno de las lagunas, porque para estonces estarían ya los bergantines prestos, y si alguna falta tenían, enmendados. Como les hubo dicho esto, aquel día, a vísperas, partió de allí e llegó a una población de la misma provincia donde asimismo se les llegó mucha gente. Durmió allí aquella noche; y porque los naturales de aquella población le dixeron que los de Culhúa le estaban esperando en el campo, mandó que al cuarto del alba toda la gente estuviese en pie apercebida.



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Capítulo LXXXVIII

Cómo otro día partió Cortés de allí, y cómo halló un peñol muy fuerte, y de la manera que tuvo en acometerle.

     Otro día, en oyendo misa, comenzó a caminar Cortés, tomando él la delantera, con veinte de a caballo, mandando ir en la rezaga los diez que restaban, y así, con gran cuidado, pasó por entre unas sierras muy agras. Como a las dos, después de mediodía, llegó a un peñol muy alto e muy agro, encima del cual estaba mucha gente de mujeres y niños, y todas las laderas llenas de gente de guerra. Comenzaron luego, como suelen, a dar grandes alaridos, haciendo muchas ahumadas, tirando a los nuestros con hondas y muchas piedras, flechas y varas, por manera que llegándose cerca rescebían mucho daño, y aunque Cortés había visto que no le habían osado esperar en el campo, parescíale que era otro el camino y que le había errado, según los de Chalco le dixeron, que no menos que en el campo le esperarían. Estuvo Cortés muy dubdoso qué haría, porque pasar adelante sin hacerles algún mal sabor y que los indios amigos pensasen que de cobardía lo hacía, parescíale mal caso, y acometer, cosa temeraria por la terrible fortaleza que el peñol tenía, era atrevimiento demasiado. Finalmente, queriendo más morir que dar muestra de temor, comenzó a dar una vista en torno del peñol, que tenía casi una legua; vióle tal que le paresció locura ponerse a ganarlo, y aunque pudiera, cercándole, poner en nescesidad de darse a los que en él estaban, no quiso, por no detenerse, y así, abrazándose con aquel dicho que dice: «Al mayor temor, osar», determinó de subir el risco por tres partes que él bien había visto. Mandó a un Cristóbal Corral, Alférez de sesenta hombres, que él siempre traía consigo, que con su bandera acometiese y subiese por la parte más agra, y que ciertos escopeteros y ballesteros le siguiesen. Mandó a Joan Rodríguez de Villafuerte y a Francisco Verdugo, Capitanes, que con sus gentes e con ciertos ballesteros y escopeteros subiesen por la otra parte, y que asimismo Pedro Dircio y Andrés de Monjaraz, Capitanes, acometiesen por la otra parte con los ballesteros y escopeteros que quedaban, e que todos a una, en oyendo soltar una escopeta, aunque Motolinea dice tocar una trompeta, acometiesen con grande furia e ímpetu, determinados de morir primero que volver atrás; e luego, en disparando la escopeta, fue cosa de ver, apellidando ¡Santiago, y a ellos! con cuánto esfuerzo acometieron los nuestros. Ganaron a los enemigos dos vueltas del peñol, que no pudieron subir más, porque con pies y manos no, se podían tener, a causa de la increíble aspereza y agrura del cerro, especialmente que los de arriba, como gente fortalescida, echaban de lo alto con ambas manos, y muchas veces dos y tres hombres juntos, tan grandes piedras que haciéndose pedazos por el camino hacían gran daño. Finalmente, fue tan recia la defensa, que habiendo herido más de veinte españoles, mataron dos, el uno de los cuales perdiendo el sentido, de una pedrada que le habían hundido los cascos, Cortés con un cuchillo de escribanía se los levantó, y desta manera tuvo lugar, primero que muriese, de confesarse; y a tener los enemigos más entendimiento, no quedaba español vivo, y en fin, como Cortés vio que en ninguna manera podía pasar de las dos albarradas e que se iban juntando muchos de los contrarios en socorro del peñol, que todo el campo estaba lleno dellos, hizo señal de recogerse. Baxaron los Capitanes con su gente, arremetieron los de caballo a los que en el campo estaban, rompiéronlos y alanceándolos los echaron del campo, y matando en ellos, duró el alcance más de hora y media.



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Capítulo LXXXIX

Cómo Cortés combatió otro peñol, y cómo ambos se le dieron de paz, y de lo que le dixeron y él les dixo.

     Como era mucha la gente que los de caballo siguieron, derramáronse a una parte y a otra, y a esta causa reconoscieron mejor la tierra, de manera que después de haberse juntado, hubo algunos que dixeron que habían visto otro peñol no tan grande ni tan fuerte, con mucha gente, una legua de allí, y que por lo llano, cerca dél había gran poblazón y que no podían faltar las dos cosas que en el otro habían faltado, la una el agua, y la otra la facilidad de poderle entrar. Informado desto Cortés, aunque harto mohino de haber hecho tan poco en el otro peñol, se holgó con aquellas nuevas, por suplir en lo uno lo que había faltado, en lo otro, y así, sin más detenerse, partió luego de allí e fuese aquella noche cerca del otro peñol, adonde él y la gente pasó harto trabajo, porque tampoco halló agua ni en todo aquel día habían bebido ellos ni sus caballos; y como la cena que llevaban no era muy grande, pasaron aquella noche con no menos hambre que sed, oyendo a los enemigos el grande estruendo que con atabales e caracoles e grita hacían, y en siendo de día claro, Cortés con algunos Capitanes, comenzó a mirar el risco, el cual le paresció no menos fuerte que el otro, pero tenían dos padrastros más altos que él, que por todas partes le señoreaban, y no tan agros de subir. En éstos había mucha gente de guerra para defenderlos. Cortés con sus Capitanes y con otros hidalgos que le acompañaban, embrazando sus rodelas, se fueron a pie hacia el un padrastro, porque los caballos los habían llevado a beber una legua de allí. El intento de Cortés era ver estonces la fuerza del peñol y por dónde se podía combatir, y como la demás gente lo vio ir así, aunque no se les había dicho nada, siguieron tras dél, y como por entre los padrastros llegaron hasta la falda del peñol, los que estaban en los padrastros como en lugar menos fuerte aunque alto, creyendo que los nuestros querían acometer, desamparáronlos, o por miedo, o por socorrer a los suyos, que estaban en el peñol. Como Cortés vio el desconcierto de los enemigos y que tomados aquellos dos padrastros se les podía hacer desde allí mucho daño, muy al descuido y sin bullicio mandó a un Capitán que de presto con su gente tomease el padrastro más agro y fuerte. Hízolo así el Capitán, y Cortés con la otra gente comenzó a subir el cerro arriba, donde estaba la más fuerza de la gente. Ganóles luego una vuelta y púsose en una altura que casi igualaba con lo alto, de donde los enemigos peleaban, lo cual así a los españoles como a los indios paresció cosa imposible, y de lo que más se maravillaron que fuese tan sin sangre y peligro de los nuestros.

     En este comedio un Capitán se dio tan buena maña que con su gente puso su bandera en lo más alto del cerro, y desde allí comenzando a soltar escopetas y ballestas, hacía tan mala vecindad a los enemigos, que ellos viéndose apretados por lo alto y por lo baxo, e que si el negocio iba adelante habían de perescer todos, hicieron señal, poniendo las armas en el suelo, que se querían dar. Visto esto por el General, como siempre era su motivo traerlos por bien, aunque ellos eran malos y los más merescían muerte, mandó hacer señal también de paz.



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Capítulo XC

Do se prosigue cómo los deste peñol se dieron de paz y con ellos los del otro, y lo que más pasó.

     Los indios, como vieron esto, dexadas las armas, baxaron todos a lo llano, donde los Capitanes y principales, pidieron en nombre de todos los demás, perdón a Cortés por lo pasado, diciendo que en lo de adelante lo enmendarían, y que bien vían que era trabajar en balde tomarse con los españoles, que tan fuertes y valientes eran, pues para contra ellos no había fuerza, castillo ni sierra que ellos luego no lo allanasen, y que lo que habían de hacer por fuerza y a costa de su sangre y vida, lo querían hacer de su voluntad, para que con razón se lo agradesciese; y que para que viese cuán de voluntad se le daban y querían ser sus amigos y vasallos del Emperador, inviaron luego a los del otro peñol a decirles que luego se diesen de paz, y lo mucho que lo acertaron en hacerlo. Cortés a este punto mostró más contento; díxoles que él se holgaba mucho de que entendiesen de las españoles dos cosas, la una que para ellos no había cosa fuerte, la otra que cuando son vencedores, son benignos y clementes y que con gran facilidad perdonan las injurias y agravios, amparando y defendiendo como a bienhechores los que se les rinden, y que hiciesen luego lo que decían, porque si los del otro peñol perseveraban en su mal propósito, pagarían cruelmente por sí y por los otros. Respondiendo a esto, luego cuatro o cinco Capitanes, con muchos que los acompañaron, a toda priesa fueron al otro peñol. Dixéronles lo que había pasado y que los españoles tenían alas, que subían adonde los páxaros no podían, que se diesen luego, como ellos habían hecho, y que los españoles eran de tan buen corazón que en rindiéndoseles los ofensores no sabían levantar el espada ni acordarse de agravios rescebidos, como con ellos habían hecho, y que, como lo entenderían adelante, aquellos cristianos hasta vencer eran bravos y crueles, pero que después de vencedores eran clementes y piadosos, y que siendo esto así, valía más hacer de grado luego lo que después habían de hacer por fuerza.

     Los del peñol, oídas estas razones de sus naturales y amigos, aunque estaban muy fortalescidos, como les faltaba el agua, y cercados habían de perescer de sed, baxados del peñol los Capitanes y hombres principales, se fueron con sus amigos do Cortés estaba, al cual pidieron con lágrimas perdón de lo pasado. El los rescibió y perdonó con gran afabilidad, mostrando bien por la obra ser verdad lo que los que habían ido a traerlos habían dicho de palabra. Hecho esto, estuvo allí dos días, de donde invió a Tezcuco los heridos, e otro día se partió para Guastepec.



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Capítulo XCI

Cómo Cortés partió para Guastepec y de cómo allí fué rescebido, y de la frescura deste pueblo, y cómo de allí pasó a Yautepec.

     Aquel día a las diez de la mañana que partió del peñol llegó Cortés a Guastepec, do fue bien rescebido. Aposentóse en una gran casa que estaba en la huerta del señor y los demás en otros aposentos alderredor de aquella casa, que era muy principal y fabricada conforme a la grandeza y frescura de la huerta, la cual en aquel tiempo era la mejor que en todo este Nuevo Mundo ni en el antiguo hallar se podía, porque tenía de circuito dos grandes leguas y por medio corría un hermoso río poblado de la una parte y de la otra de muchos y frescos árboles, y de trecho a trecho, como dos tiros de ballesta, había aposentos e jardines graciosísimos, poblados de muchas verduras y flores e rosas y de todas las flores e frutas que la tierra llevaba. Había dentro caza de conejos y liebres y venados mansos, aves las que se podían haber, muchas sementeras, muchas fuentes de clara y hermosa agua, especialmente una que regaba la mayor parte de la huerta, con caños encalados; es una de las buenas fuentes del mundo. Finalmente, tenía esta huerta, aliende de los edificios, peñascos graciosos, y labrados en ellos escaleras, cenaderos, oratorios y miradores, todo lo que se puede pedir y desear para hacer muy apacible y deleitosa cualquiera muy sumptuosa y real huerta, y así Motezuma la tenía en mucho y con aparato real se iba a recrear a ella.

     En esta huerta reposó aquel día Cortés con todo su exército; haciéronle los naturales todo el placer y servicio que pudieron, especialmente el señor, que muy rico y comedido era. Otro día de mañana se partió, y a las ocho del día llegó a una poblazón bien grande que se dice Yautepec, en la cual mucha gente de guerra de los enemigos le estaba esperando; y como llegó, paresció que querían hacer alguna señal de paz, o por el temor que tuvieron, o por engañar a los nuestros, pero luego sin más acuerdo, ni hacer resistencia, comenzaron a huir, desamparando su pueblo. Cortés no se quiso detener; siguiólos con treinta de a caballo, dio tras dellos bien dos leguas hasta encerrarlos en otro pueblo que se dice Xiutepec, donde alancearon y mataron mucha gente.

     En este pueblo hallaron los nuestros la gente muy descuidada, porque llegaron primero que sus espías; mataron algunos que se quisieron poner en defensa, tomaron muchas mujeres y muchachos, y todos los demás huyeron. Cortés estuvo dos días en este pueblo, creyendo que el señor dél se viniera a dar de paz, y como nunca vino, cuando se partió hizo poner fuego al pueblo, que esto convenía estonces; e antes que dél saliese, vinieron ciertas personas del pueblo, de atrás, llamado Yautepec, los cuales le rogaron los perdonase e que ellos de su voluntad querían ser vasallos del Emperador de los cristianos e amigos verdaderos de los nuestros. Cortés los rescibió de buena voluntad, porque en ellos se había hecho buen castigo, y así no les dixo más de que por el castigo pasado verían cuánto les convenía perseverar en el amistad que ofrescían.



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Capítulo XCII

Cómo Cortés fué a Quaunauac, fuerte y grande pueblo, y cómo por el ánimo de un indio tlaxcalteca vino a ser señor dél.

     Aquel día que Cortés se partió, llegó a las nueve de la mañana a vista de un pueblo estonces muy fuerte, que se llama Quaunauac, dentro del cual había mucha gente de guerra, muy lucida, y era tan fuerte el pueblo por la cerca de muchos cerros y barrancas que la rodeaban (porque había alguna de diez estados y más de hondo) que ningún hombre de a caballo podían entrar sino por dos partes, y éstas estonces los nuestros no las sabían, y aun para entrar por aquéllas habían de rodear más de legua y media. También se podía entrar por puentes de madera, pero teníanlas, por miedo de los nuestros, alzadas, y a esta causa estaban tan fuertes, y a su parescer, y aun al de los nuestros, tan a su salvo, que aunque fueran diez veces más los españoles e indios amigos no los tuvieran en nada, y así, cada vez que los nuestros se atrevían a llegarse hacia ellos, los enemigos a su placer les tiraban muchas varas, flechas y piedras, haciendo más daño que rescebían, aunque con todo esto, siempre porfiaron los nuestros, paresciéndoles (como fue) que no había de faltar manera cómo les poder entrar, y así, estando en la furia del combate, un indio tlaxcalteca, muy valiente y animoso, pasó por un paso muy peligroso, de tal manera que los enemigos nunca le vieron, e como ellos de súbito y sin pensarlo le vieron cerca de donde ellos peleaban, creyendo que los españoles les entraban por allí, ca nunca pudieron dar en que indio se atreviese a pasar por allí, y así ciegos, desatinados y espantados, comenzaron a ponerse en huída, y el indio tras dellos, en pos del cual siguieron luego tres o cuatro mancebos, criados de Cortés, e otros dos soldados de una capitanía. Pasaron de la otra parte Cortés con los de caballo; comenzó a guiar hacia la sierra para buscar entrada, y como entre los nuestros y los enemigos no había más que una barranca a manera de cava, estándose tirando los unos a los otros muy embebecidos, sin atender, como diestros en guerra, a más de lo que hacían los españoles que habían pasado tras del indio, de improviso, con grande ánimo y grita, desnudas las espadas, hiriendo y matando, dieron sobre ellos, los cuales, como salteados y fuera de todo pensamiento que por las espaldas se les podía hacer alguna ofensa, porque no sabían que los suyos hobiesen desamparado aquel paso por donde los nuestros entraron, embazaron y perdieron de tal manera el ánimo, que no acertaban a pelear. Los nuestros mataban en ellos y hacían sin resistencia gran carnicería, y desque reportándose un poco, cayeron en la burla, comenzaron a huir e ya la gente española de a pie con muchos tlaxcaltecas estaba dentro en el pueblo, quemando y saqueando las casas. Los enemigos que en ellas estaban, a toda furia las desampararon, y huyendo, se acogieron a la sierra, aunque murieron muchos dellos, y los de caballo, siguieron y mataron también muchos, y después que hallaron por donde entrar al pueblo, que sería a mediodía, aposentáronse en las casas de una huerta, porque lo hallaron todo casi quemado, e ya bien tarde el señor de aquel pueblo, con algunos otros principales, viendo que en cosa tan fuerte no se habían podido defender, temiendo que allá a la sierra los irían a buscar, acordaron de venir a darse de paz, prometiendo de guardar de ahí adelante el amistad. Cortés los rescibió muy bien y reprehendiéndoles que por qué habían querido que los destruyesen y quemasen sus casas, respondieron (cosa cierto donosa) que por satisfacer más por sus culpas y delictos, quisieron más consentir primero se les hiciese daño, porque hecho, los nuestros después no tendrían tanto enojo dellos.



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Capítulo XCIII

Cómo Cortés fue a Suchimilco, y del trabajo que en el camino pasó, y de la guerra que hizo a los del pueblo.

     Después de haber Cortés dormido aquella noche en el pueblo, siguió su camino hacia México por la mañana e por una tierra de pinares despoblada e sin ningún agua e con un puerto que tiene casi tres leguas de subida. Pasáronle los nuestros con grandísimo trabajo y sin beber, tanto que muchos de los indios amigos perescieron de sed. Pararon a siete leguas de donde habían salido, en unas estancias, aquella noche, y por ir con la fresca y sentir menos el camino, salieron en amanesciendo; llegaron temprano a vista de una gentil ciudad que se dice Suchimilco, la cual está asentada en el alaguna dulce; y como los vecinos della estaban avisados de la venida de los nuestros, tenían hechas muchas albarradas e acequias e recogida mucha munición de varas, flechas y piedras y alzadas las puentes de todas las entradas de la ciudad, la cual está de México cuatro leguas.

     Estaba dentro mucha y muy lucida gente, determinada de se defender o morir. Cortés les invió a decir, lo que siempre solía, que era mejor se diesen de paz, excusando los daños que se les podían seguir, que no perseverar en su mal propósito, pues tendrían entendido lo que les había subcedido a los demás. Ellos, como eran tantos y tan fortalescidos, hicieron las orejas sordas, dando por repuesta el tirar flechas y varas.  Cortés, visto esto, ordenó su gente, hizo apear a los de caballo, y puestos todos en orden y concierto, se apeó él y con ciertos peones escopeteros, ballesteros y rodeleros, que llevaban cargo de rodelar a los ballesteros y escopeteros, acometió la primera albarrada, detrás de la cual había infinita gente de guerra, y como comenzaron a disparar los ballesteros y escopeteros, diéronles tanta priesa e hiciéronles tanto daño, sin rescebir casi ninguno, que los del albarrada, no pudiéndolo sufrir, feamente la desampararon, e los españoles, con ánimos de tales, se echaron luego al agua y pasaron, aunque bien mojados, adelante por donde hallaban tierra firme, y en media hora poco más, que pelearon con los enemigos, les ganaron la principal parte de la ciudad e una muy fuerte puente en la cual estaba la principal fuerza. Los que la defendían se echaron en el agua, metiéndose en sus acales, y los demás retrayéndose e haciendo lo mesmo, pelearon fuertemente con los nuestros hasta la noche. Unos daban voces pidiendo paz, e otros peleaban valientemente; e moviendo tantas veces paz e peleando, juntamente, cayeron los nuestros en el astucia y ardid, que era por entretener a los nuestros y alzar ellos sus haciendas y poner en cobro las joyas y ropas que tenían guardadas, y también por dilatar tiempo en el entretanto que les venía socorro de México.

     Este día mataron los indios dos españoles, porque se desmandaron de los otros a robar y vinieron en tanta nescesidad que nunca pudieron ser socorridos. Esto suele hacer la demasiada cobdicia.



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Capítulo XCIV

Do se prosigue la batalla y se trata de un caso extraño que subcedió a Cortés.

     En la tarde pensaron los enemigos cómo podían atajar a los  nuestros de manera que no pudiesen salir de su ciudad con las vidas, e juntos muchos dellos determinaron venir por la parte que los nuestros habían entrado, los cuales como los vieron venir tan de súbito, espantáronse de ver su ardid y presteza. Cortés estonces, viendo que el negocio iba perdido, con seis de caballo arremetió a ellos, rompiólos, y muchos, de temor de los caballos, se pusieron en huida, aunque otros fueron tan valientes que con sus espadas y rodelas esperaban a los de a caballo. Abrió Cortés el camino para que todos los suyos pudiesen salir tras dél, los cuales, cuando se vieron fuera de la ciudad, aunque había muchos trampales, hirieron y mataron a muchos de los enemigos, y como eran tantos, trabóse de tal manera la batalla, que los nuestros, no solamente se cansaban de matar y herir, pero los caballos andaban ya fatigados de tal manera que el de Cortés, como trabajaba más, andando de acá para allá, no pudiendo sufrir el trabajo, se dexó caer en el suelo. Cortés se apeó con gran presteza, y tomando la lanza con ambas manos, la jugó de manera que no menos mal hacía con el regatón que con el hierro. Defendiéndose desta manera un rato de muchos que le tenían rodeado, llegó allí un tlaxcalteca con su espada y rodela, que no supo por dónde entró. Díxole: «No tengas miedo, que yo soy tlaxcalteca.» Ayudóle luego a levantar el caballo, que  estaba ya algo alentado, e a subir en él a Cortés. Acudió luego un criado suyo, y tras él muchos españoles. Miró Cortés en el indio, que le paresció bien alto y muy valiente.

     Revolvió Cortés con los compañeros sobre los enemigos; dióles tanta priesa que desampararon el campo sin volver a su ciudad, y en el entretanto que los que tenían caballos para ello y los tlaxcaltecas seguían el alcance, Cortés, con otros de a caballo que no podían seguirle, se volvieron a la ciudad, y aunque era ya casi noche y razón de reposar, mandó cegar de tierra y piedra las puentes alzadas por do iba el agua, para que los de a caballo pudiesen entrar y salir sin estorbo, y no se partió de allí hasta que todos aquellos malos pasos quedaron muy bien adereszados y con mucho aviso y recaudo de velas. Pasó aquella noche durmiendo a ratos, rescibiendo a los que del alcance volvían, aunque no fue grande, porque ya anochescía cuando se acabaron de romper los enemigos.

     Otro día por la mañana cabalgó Cortés, buscó con gran cuidado por sí y por las lenguas aquel indio que le había ayudado, para honrarle y favorescerle, agradesciéndole lo que por él, en tan gran peligro, había hecho, y después de haberle buscado con toda la diligencia posible, ni entre los vivos ni entre los muertos lo pudo hallar, porque llevarle preso los indios no lo acostumbraban. Creyó, según Cortés era devoto de Sant Pedro, que en aquella aflición y trance le socorrió e ayudó en figura de tlaxcalteca. Duróle a Cortés el cuidado hartos días de saber de aquel indio, y jamás pudo saber nada más de lo que presumió.



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Capítulo XCV

De un bravo y soberbio razonamiento que Guautemucín, señor de México, hizo a los suyos, persuadiéndolos y exhortándolos a que de improviso diesen sobre Cortés en Suchimilco.

     Como supo Guautemuza que los nuestros estaban a Suchimilco, llamando a los señores y Capitanes, para animarlos e indignarlos contra los nuestros, para que con la presteza posible se efectuase lo que él tanto deseaba, les dixo con gran coraje: «¿Qué es esto, señores y valientes Capitanes, que estando nosotros vivos, en nuestra gran ciudad de México, cabeza del mundo, después de vencidos rotos y desbaratados y muertos más de seiscientos destos perros cristianos, vuelvan delante de nuestros ojos a rodear nuestra ciudad, robar, destruir y quemar nuestros pueblos, levantar otros que en nuestro servicio teníamos, vencieron los fortalescidos en los peñoles, que no bastaran nuestros dioses a hacerlo, [y]  por doquiera que van, como tigres y leones, son vencedores? Las manos me quiero comer de rabia y pelarme las barbas, de que no hayamos puesto remedio. ¿Qué esperamos, señores, sino que vencidos y rendidos los pueblos y ciudades que están alderredor de la nuestra, con mayores fuerzas vendrán sobre nosotros estos perros cristianos, enemigos nuestros y de nuestros dioses? Ya el negocio está puesto en términos que, no solamente nos conviene pelear por nuestros amigos, por nuestra gloria y fama, por nuestra hacienda, por nuestra ciudad, por nuestras mujeres y hijos, sino por nuestras vidas, por nuestra libertad y, lo que más es, por nuestros dioses. ¿Para qué queremos las haciendas, los triunfos ganados, los amigos, las mujeres y hijos y las vidas, si hemos de perder la libertad y permitir que nuestros buenos dioses, de quien tantas mercedes hemos rescebido, sean tan gravemente ofendidos, que ellos con sus templos tan afrentosamente sean quemados y deshechos? Si os duele su honra, si os acordáis que sois mexicanos, señores del mundo; si tenéis en la memoria las victorias ganadas y los grandes reinos y señoríos que vosotros y vuestros antepasados ganaron, no sé cómo os podéis sufrir sin que, como leones furiosos, arremetáis y saltéis contra tan malos hombres. Cuando faltaren los arcos, las varas, las macanas y rodelas, las piedras y las demás armas,  de que asaz tenéis abundancia, aguzad los dientes, dexad crescer las uñas, para que despedazando, con los dientes y deshaciendo con las uñas a estos perros, venguéis a vos y a vuestros dioses de las injurias rescebidas, atajando las que os pretenden hacer, y para esto ninguna ocasión se ha ofrescido tan buena como la presente, que están Cortés y los suyos en Suchimilco, como en su casa, descuidados. Acometámoslos de súbito, por el agua y por la tierra con todo nuestro poder, que no se nos puede escapar hombre dellas que no muera, y así muertos con su Capitán, los que están en Tezcuco quedarán para sacrificarlos vivos a nuestros dioses, los cuales, volviendo por su honra, no dubdéis sino que serán en nuestra ayuda y favor.»



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Capítulo XCVI

De lo mucho que los mexicanos se encendieron contra los nuestros con el razonamiento de su señor, y de cómo luego pusieron por obra lo que les dixo.

     Pudo, tanto y tuvo tanta fuerza el soberbio razonamiento de Guautemuza con los suyos (que valiente y facundo era) que no se podría decir cuán encendidos quedaron todos a poner por la obra, sin faltar punto, todo lo que su señor les dixera; y como naturalmente y tan de atrás eran enemigos de los nuestros, la plática brava de su señor hizo en sus pechos y corazones lo que en el fuego encendido,hace el aceite, y así, ciegos de enojo y ardiendo en ira, no respondiendo palabras compuestas y ordenadas, como en otros casos hacían, saliendo como furiosos de ayuntamiento y congregación, olvidados de la comida, sin decir más que: «¡Mueran los perros cristianos!», los unos apercibieron las canoas, que eran más de dos mill, en las cuales entró luego la gente de guerra, que serían más de doce mill hombres; los otros apercibieron y juntaron los que habían de ir por tierra, que casi no tenían cuento; y para no ser sentidos, primero que llegasen a Suchimilco, no llevaron por el camino las banderas levantadas ni tocaron los instrumentos de guerra ni hicieron otros alborotos por donde fuesen sentidos, sino como diestros cazadores, fueron callando, por no levantar la caza, teniendo por entendido que si los nuestros no huían, no podían escapar de muertos o presos.

     Salieron desta manera, haciéndoseles larga la jornada, aunque era bien corta, braveando, como ellos suelen, más que los de otras nasciones, los unos con los otros, diciendo cómo habían de matar y hender. Cortés, que en el entretanto no dormía, tiniendo sus espías dobladas, supo cómo venía gente. Subióse a una torre de un templo, para ver, como sagaz Capitán, qué gente y en qué orden y por dónde venía y por qué partes podría acometer, para proveer en lo que más conviniese. Vio como langosta muy espesa, así por el agua como por la tierra, venir tanta gente que a otro que no fuera de su ánimo y esfuerzo pusiera gran terror y espanto. Abaxó muy alegre, desimulando en su pecho el peligro que se ofrescía; dixo a sus Capitanes: «Estos perros vienen por el agua y por la tierra, pensando que nosotros estamos descuidados; armémoslos con quesos, que este es el día en que se han de hallar muy nescios.» Dichas estas palabras, sin hacer ruido, por que los enemigos entendiesen que estaban descuidados, ordenó su gente española e indica, púsola en dos o tres partes, por donde le paresció que le podían acometer los enemigos. Acabado de hacer esto y de haberse él comendado a Dios, andando de una parte a otra, vio llegar los que venían por el agua y los que venían por la tierra, casi a un tiempo, que los unos cubrían el agua y los otros la tierra. Fuése a los suyos, díxoles palabras de gran virtud y esfuerzo. Los Capitanes que de los enemigos venían delante traían desnudas en las manos las espadas que en la muerte grande de los españoles habían tomado; llegáronse poco a poco con gentil denuedo, apellidando los nombres de sus provincias y apellidando todos «¡México, México! ¡Tenuxtitlán, Tenuxtitlán!», paresciéndoles que con solo el apellido de México Tenuxtitlán los nuestros habían de desmayar. Amenazáronlos, dixéronles palabras injuriosas, y entre ellas, que con aquellas espadas, que la otra vez en México les habían tomado, los habían de matar y sacar los corazones para ofrescer a sus dioses. Los nuestros callaron, guardándose para la obra, y como, los enemigos se fueron acercando, se trabó la batalla bien brava y reñida, como diré.



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Capítulo XCVII

Cómo se trabó la batalla y cómo la vencieron los nuestros.

     Después que todo lo tuvo Cortés tan a punto como convenía y vio que los enemigos se acercaban, y con tanta furia, a trecho de romper, viendo que por la tierra firme acudía la mayor fuerza del exército, mandando hacer señal, salió con veinte de a caballo e con quinientos indios tlaxcaltecas, los cuales repartió en tres partes, para romper por otras tantas. Mandóles que desque hubiesen rompido, se recogiesen al pie de un cerro que estaba media legua de allí, donde también había muchos de los enemigos. Díxoles: «Caballeros: De otros tan grandes y mayores trances como éste nos ha sacado Dios con victoria; pocos son éstos para los que nosotros en su virtud y nombre podemos vencer.» Divididos en la manera dicha e dichas estas palabras, cada escuadrón, apellidando, «¡Sanctiago!» rompió con gran furia por su parte por los enemigos, a los cuales desbarataron, alancearon y mataron muchos. Recogiéronse al pie del cerro, donde Cortés mandó a ciertos criados suyos muy sueltos y ligeros, que, bien arrodelados, procurasen de subir por lo más agro dél, y que él, entretanto, con los de a caballo rodearía por detrás, que era más llano, y tomarían a los enemigos en medio, y fue así que como los enemigos vieron que los españoles les subían el cerro, volvieron las espaldas, y creyendo que huían a su salvo, toparon con los de a caballo, y así embazaron y casi se les cayeron las armas de las manos. Hicieron los nuestros y los indios tlaxcaltecas tan grande estrago en ellos, que en breve espacio mataron más de quinientos; los demás se salvaron huyendo a las sierras.

     Los de a caballo, que eran quince, porque los otros seis acertaron a ir por un camino ancho y llano, alanceando en los enemigos, los cuales, a media legua de Suchimilco, dieron sobre un escuadrón de gente muy lucida, que venía en su socorro, desbaratáronlos asimismo e alancearon algunos, e ya que se hubieron todos juntado donde Cortés les había dicho, que serían las diez del día, volvieron a Suchimilco e a la entrada hallaron a muchos españoles que con gran deseo estaban esperando a Cortés, deseosos de saber lo que le había subcedido. Contáronles el grande aprieto en que se habían visto con los enemigos y cómo habían hecho más que hombres por echarlos del pueblo y que habían muerto gran cantidad dellos y tomádoles dos de las espadas españolas con que ellos estaban tan soberbios. Dixéronles asimismo cómo los ballesteros no tenían ya saetas ni almacén.

     Estando en esto, llegó Cortés, el cual, antes que se apease ni hablase palabra, por una calzada muy ancha asomó un grandísimo escuadrón de los enemigos dando grandes alaridos. Arremetió a ellos Cortés con sus compañeros, a los cuales rompiendo, forzó a que por el un lado y el otro della se echasen al agua. Quedaron muertos los que no hicieron otro tanto, que fue en gran cantidad. Hecho esto, muy cansados se volvieron a la ciudad, la cual Cortés mandó quemar luego, no dexando cosa en ella más de los aposentos donde él y los suyos estaban, para que no hubiese dónde meterse los enemigos. Desta manera estuvo allí tres días sin pasarse mañana ni tarde que dexase de pelear.



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Capítulo XCVIII

Cortés salió de Suchimilco y cómo todavía los enemigos le seguían, y cómo revolvió sobre ellos hasta que le dexaron y cómo entró en Cuyoacán.

     Pasados los tres días, dexando quemada y asolada toda la ciudad, que puso gran espanto después a los moradores della, porque, cierto, según dicen los que la vieron, tenía muchas y muy fuertes casas, grandes y sumptuosos templos de cal y canto y otras cosas muy notables, que el mismo Cortés en la Relación que desto escribió dexa de decir, por seguir su brevedad, salió  al cuarto día por la mañana a una gran plaza que estaba en la tierra firme, junto a la ciudad, donde los naturales hacían sus tiánguez, y estando dando orden cómo, diez de caballo fuesen en la delantera e otros diez en medio de la gente, y él con otros diez en la rezaga, los de Suchimilco, con gran grita dieron sobre los nuestros por las espaldas, creyendo que de miedo se iban huyendo. Cortés con los diez de a caballo de su compañía, revolvió sobre ellos, e habiendo alanceado muchos dellos, los compelió a volver las espaldas, e así los siguió hasta meterlos en el agua, de tal manera que tuvieron por bien de no volver a probar más su ventura. Volvió Cortés, y por el orden que había comenzado prosiguió su camino, e así llegó a las diez de la mañana a la ciudad de Cuyoacán, que está de la de Suchimilco dos leguas. Hallóla despoblada; aposentóse en las casas del señor y estuvo allí aquel día que llegó, porque en estando que, estuviesen prestos los bergantines, pensaba de poner cerco a México, y así le venía muy a cuenta ver la dispusición desta ciudad y las entradas y salidas della y por dónde los españoles podían ofender o ser ofendidos, y así otro día que llegó, tomando consigo cinco de a caballo y docientos peones, se fue hasta el alaguna, que estaba muy cerca, que entra en la gran ciudad de México, donde vio tanto número de canoas por el agua, y en ellas tanta gente de guerra, que ponía espanto, aunque a él más que aquéllo no lo acobardaba.

     Llegó a un albarrada que los enemigos tenían hecha en la calzada, mandó a los peones que la combatiesen, y aunque fue muy recia de combatir y en la resistencia hirieron diez españoles, al fin la ganaron y mataron muchos indios, aunque los ballesteros y escopeteros se quedaron sin saetas y pólvora, que a revolver los enemigos sobre los nuestros, pudieran hacer muy gran daño, aunque adonde podían andar los caballos, hacían gran estrago y ponían gran espanto. Desde aquí vio Cortés cómo la calzada iba derecha por el agua, bien legua y media, hasta dar en México, y cómo ella y la otra, que va a dar a Estapalapa, estaban llenas de gente sin cuento. Visto bien el sitio y disposición de la ciudad, entendió lo mucho, que convenía para poner el cerco a México, asentar allí una parte de su real de la gente de pie y de a caballo. Hecha esta consideración, recogiendo los suyos, se volvió quemando las casas y torres de aquella ciudad y destruyendo y haciendo pedazos cuantos ídolos podía topar.



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Capítulo IC

Cómo Cortés fué a Tacuba y de los recuentros que tuvo con los vecinos de la ciudad, y de cómo le llevaron dos españoles vivos.

     Deseoso Cortés de volver adonde había dexado los demás compañeros, determinó desde Cuyoacán dar la vuelta por la ciudad de Tacuba, aunque ya la había visto otra vez, por ver la comodidad que podría haber para asentar otra parte de su real para el cerco de México, donde se endereszaban todos sus pensamientos y cuidados, como el que veía que toda la suma de sus negocios consistía en señorearse de aquella ciudad, y así, otro día se partió para la ciudad de Tacuba, que estaba dos leguas pequeñas de allí, a la cual llegó a las nueve del día, alanceando y matando por unas partes y por otras indios que a nubadas, como pájaros, salían del alaguna, por dar en los indios de carga que llevaban el fardaje de los nuestros, a los cuales no pudieron empecer, a causa de la buena orden que llevaban; antes, su atrevimiento les costaba muy caro, porque a los que más se atrevían les costaba la vida. Hostigados desta manera algunos, los demás dexaron libremente pasar a los nuestros. Ojeó Cortés lo mejor que pudo de camino el asiento donde podría poner la otra parte de su real y no se quiso detener más en Tacuba para este efecto, pues bastaba lo que había visto, y para otro no había para qué.

     Los de México, que se extendían por tierra muy cerca de los términos de Tacuba, como vieron que los nuestros no paraban en aquella ciudad, creyendo que de miedo pasaban adelante, cobraron grande ánimo, y así, con gran denuedo, acometieron a dar en medio del fardaje, pero como los de a caballo venían bien repartidos y todo por allí era llano, revolvieron de tal suerte sobre ellos, que aunque eran casi infinitos, los desbarataron, aprovechándose bien dellos, sin rescebir, que fue cosa maravillosa, los de a caballo ningún daño, aunque para Cortés y mayor para ellos, subcedió una gran desgracia a dos mancebos, criados suyos, que le seguían a pie, por ser ligeros; que apartándose dél, lo que nunca habían hecho, los tomaron los indios vivos, sin ser vistos de los nuestros. Lleváronlos do nunca más parescieron; créese les darían cruda muerte. Pesó mucho a Cortés desta desgracia, porque a la verdad eran muy valientes, muy sueltos, y en los recuentros y batallas pasadas se habían mucho mostrado, y quisiera Cortés agradescerles y pagarles sus buenos servicios. Salió de los términos desta ciudad sin rescebir más daño que el dicho. Comenzó a seguir su camino por entre otras poblaciones, donde tampoco le faltaron recuentros, porque todo hervía de enemigos.

     Aquí dice Cortés que alcanzó la gente suya que había dexado, y que allí supo cómo faltaban aquellos dos mozos que tanto él amaba, y así, muy enojado, por vengar su muerte e porque los enemigos, todavía le seguían como canes rabiosos, se puso con veinte de a caballo detrás de unas casas en celada, y como los enemigos vieron a los otros diez con toda la gente de pie y fardaje ir adelante, cebados en la caza que pensaban hacer, iban en su seguimiento a toda furia por el camino adelante, que era muy ancho y muy llano, no se temiendo de cosa alguna. Pasado que hubieron buena parte dellos, apellidando Cortés «¡Sanctiago, Sanctiago!» dió reciamente en ellos, de manera que antes que se le metiesen en las acequias que estaban cerca, había muerto más de cient principales por extremo lucidos, cuyas armas y ropas tomaron los Capitanes tlaxcaltecas, que volvieron a la refriega, sabiendo que el General quedaba atrás, delante del cual (tanto confiaban de su valor) que peleaban como leones. Los enemigos, no sabiéndoles bien tan mala burla, no curaron más de porfiar en su propósito; volviéronle a cencerros atapados, como dicen, sin ir peleando, que lo hacen sin discreción e sin oirse unos a otros cuando tienen algún buen subceso.

     Este día durmió Cortés dos leguas adelante, en la ciudad de Guatitlán, que allí los suyos llegaron bien cansados y trabajados de dos cosas, la una de siempre pelear y no ir hora seguros, la otra de la mucha agua que aquella tarde les dio encima, de manera que les entraba por los cabezones y les salía por las piernas. Hallaron la ciudad despoblada; ninguna cena. Comenzaron a hacer fuegos, en que no trabajaron menos que en lo pasado, por estar la leña mojada, y así, se hincheron más de humo, que se calentaron ni enjugaron.

     Otro día, porque deseaba que amanesciese, hechos patos de agua, comenzaron a caminar bien de mañana, alanceando de cuando en cuando algunos indios que les salían a gritar, como haciendo burla de que fuesen tan mojados, con que muchos dellos se amohinaban tan de veras, que hicieron a hartos de los enemigos que la risa y mofa se les volviese en muerte.



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Capítulo C

Cómo Cortés prosiguió su camino y aquella noche fué a dormir a Tezcuco, y de cuán bien fué rescebido.

     Prosiguiendo Cortés su camino sin acontescerle cosa memorable, llegó a una ciudad que se dice Citlaltepec. Hallóla despoblada; descansó allí un día, donde se acabaron de enxugar los mojados, e otro día a las doce llegó a una ciudad que se dice Aculma, subjecta a la ciudad de Tezcuco, donde fue aquella noche a dormir.

     Supieron los que estaban en la ciudad la venida de Cortés; saliéronle a rescebir, una hora antes que se pusiese el sol, los que pudieron, porque los demás convenía que quedasen en la ciudad, por los rebatos, como diré, que habían tenido; y topándose los unos con los otros, se dieron la bienvenida y llegada, abrazándose tan amorosamente que no sabían los unos apartarse de los otros. Desta manera los unos y los otros, poco antes que anocheciese, por dar contento con su llegada a los que estaban en Tezcuco, se dieron priesa a entrar antes que el sol se pusiese. Fué rescebido Cortés como padre, como señor, como amigo, como Capitán, como triunfador, que de todos estos títulos era digno el que en todo se mostraba tal. Hizo el alegría mayor la pena que todos antes habían tenido en no saber los unos de los otros. Contóles Cortés sus prósperos y dichosos subcesos, dando gracias a Dios que en todo tanto le había favorescido, prometiéndoles, como si lo viera presente, que en breve, según iban los negocios, se habían de ver señores de aquella gran ciudad, de la cual tan afrentosamente y con tanta pérdida de los suyos habían sido echados. Enterneciéronse todos mucho a esto, con la memoria de lo pasado; contóles por orden los muchos y grandes rebatos en que se había visto después que salió de aquella ciudad, y ellos a él lo mucho que habían echado menos su presencia, porque habían tenido grandes sobresaltos, aunque todo les había subcedido bien, como los naturales de la ciudad andaban de mala, y como cada día les decían que los de México Tenuxtitlán con todo su poder habían de venir sobre ellos, que no poco temor causaba a los más, especialmente viéndolo ausente, pero que o en su buena ventura o porque Dios no había querido alzar la mano dellos, siempre habían sido victoriosos.

     Con estas y otras razones gustosas para todos, bien tarde se fueron [a] acostar, aunque no tenían colchones mollidos.



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Capítulo CI

De lo que pasó a Cortés, y cómo fueron tratados en Chinantla Barrientos y Heredia, y de la astucia de Barrientos, con que se hizo temer.

     Halló Cortés en Tezcuco muchos españoles que de nuevo a seguirle en aquella jornada habían venido. Traxeron algunas armas y caballos, e decían que todos los otros que en las islas estaban morían por venir a servirle, aunque Diego Velázquez lo impedía a muchos. Cortés les hizo todo el placer que pudo, dióles de lo que tenía, con que volaba tanto su nombre, que se tenía por dichoso el que a servirle venía.

     En este comedio vinieron muchos pueblos a ofrescerse, unos por miedo de no ser destruídos, otros por temor que a mexicanos tenían, otros por ser favorescidos y vengarse a su tiempo. Desta manera se halló Cortés con buen número de españoles y con grandísima multitud de indios, que no poco hacía al caso. E porque lo que adelante diré de la carta e industria de Barrientos, no se puede entender sin que primero diga otras cosas, es de saber que después que la primera vez que Cortés entró en México, procuró luego informarse de algunas provincias y de las granjerías, así de labor como de minas, que se podían hacer para el adelantamiento de la Hacienda real. Invió después de bien informado, por consejo de Motezuma, a una provincia que se dice Chinantla, que es hacia la costa del Norte, la cual no era subjecta al imperio de Culhúa, encima de la Villa Rica, treinta leguas, dos españoles, que el uno se decía Hernando de Barrientos y el otro Heredia, para que descubriesen oro e hiciesen relación de los secretos de la tierra, y trocándose aquel próspero tiempo de Cortés con la afrentosa y sangrienta salida de la ciudad de México, los de las otras provincias mataron cruelmente a los españoles que Cortés había inviado (que había sido a diversas partes) y alzáronse con las granjerías, y como se habían rebelado todos, ni Cortés pudo saber de Barrientos ni Barrientos dél por más de un año.

     Fueron venturosos aquellos dos españoles en caer en aquella provincia que no reconoscía al imperio mexicano, antes era grande enemiga suya. Rescibiéronlos muy bien y tratáronlos mejor que a sus naturales, tanto que el señor de la provincia hizo Capitán a Barrientos contra los de México, sus enemigos, que le daban guerra, por tener españoles consigo, y esto después que Motezuma murió, porque antes no osaban. Salía siempre vencedor. Tenía el compañero en otro pueblo, que también peleaba y era Capitán de los indios. Susustentaron los dos aquella provincia, así para que no viniese en poder de los mexicanos, como para que no se levantasen contra los nuestros. Confirmólos en este propósito con el ardid de que un día usó, porque como acostumbrase a llamarlos al sonido de la escopeta, disparando, y no viniesen, recelándose de alguna traición, derramó por el suelo de un aposento un poco de pólvora, y llamando allí a los principales, estando sentados, como suelen, en cuclillas, tiniendo una varilla en la mano encendida por el un cabo, les dixo muy enojado: «Vosotros, ¿qué pensáis? ¿Entendéis que yo no sé vuestros pensamientos y que no sé por qué dexastes de venir cuando hice señal con la escopeta? Mirad cómo andáis y no os engañe el diablo, que yo soy poderoso, tocando con esta vara en este suelo, de quemaros a todos, sin que yo resciba daño, y porque lo veáis, mirad lo que hago.» Diciendo esto, pegó fuego a la pólvora, la cual, en un momento encendida, les quemó las nalgas, y como era poca y echada con tiento, fue mayor el espanto que les causó que el daño que les hizo.

     Aprovechó tanto este ardid, que de allí adelante le temieron, reverenciaron y obedescieron como a cosa del cielo, diciendo que del cielo era venido, pues sacaba fuego del suelo, y así cuando supieron que muertos tantos españoles, los demás con dificultad se habían escapado de las manos de los mexicanos e ido a Tlaxcala heridos y destrozados, le dixeron a él y a sus compañeros Heredia que no saliesen de la provincia, porque sabían que los otros sus compañeros eran muertos y que quedaban muy pocos vivos. Ellos se estuvieron quedos y daban muchas gracias a Dios por no haberse hallado en aquella refriega, aunque no creyéndolo luego por no parescerles posible, adelante se certificaron.



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Capítulo CII

Cómo los de Chinantla inviaron dos indios, y con ellos la carta de Barrientos, y de lo que más subcedió.

     Después desto, sabiendo los indios de Chinantla que había españoles en la provincia de Tepeaca, por darle contento, lo dixeron a Barrientos y a su compañero, los cuales, no creyéndolo, no les dieron crédito ni mostraron el contento que mostraran estando certificados dello, lo cual viendo los indios, les dixeron que pues no lo creían, aunque la tierra estaba peligrosa, que ellos inviarían dos indios valientes, grandes caminantes, que de noche caminasen y de día se escondiesen, donde de los enemigos no pudiesen ser habidos. Barrientos holgó mucho dello y se lo agradesció, y así escribió luego a los españoles que en Tepeaca podían estar, una carta del tenor siguiente, trasladada al pie de la letra de su original:

     «Nobles señores: Dos o tres cartas he eescripto a vuestras Mercedes, y no sé si han aportado allá o no, y pues de aquéllas no he visto repuesta, también pongo dubda haberla de aquésta. Fágoos, señores, saber cómo todos los naturales desta tierra de Culhúa andan levantados y de guerra e muchas veces nos han acometido, pero siempre, loores a Nuestro Señor, hemos siedo vencedores, y con los de Tustebeque y su parcialidad de Culhúa  tenemos guerra. Los que están en servicio de sus Altezas y por sus vasallos, son siete villas. Yo e Nicolás siempre estamos en Chinantla, que es la cabecera. Mucho quisiera saber adónde está el Capitán, para le poder escrebir y hacer saber las cosas de acá; y si por ventura me escribiéseredes adonde él está e inviáredes veinte o treinta españoles, irme hía con dos principales, naturales de aquí, que tienen deseo de ver y hablar al Capitán, y sería bien que viniesen, porque como es tiempo ahora de coger el cacao, estórbanlo los de Culhúa con las guerras. Nuestro Señor las nobles personas de vuestras Mercedes guarde como desean. De Chinantla, a no sé cuántos del mes de Abril de 1521 años. A servicio de vuestras Mercedes, Hernando de Barrientos.»



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Capítulo CIII

Cómo el Capitán que estaba en Tepeaca, rescibió la carta y la invió a Cortés, y de lo que con ella se holgó.

     Los indios que llevaron esta carta diéronse tan buena maña que caminando fuera de camino y por despoblado, no llevando otra carga consigo que la comida, en pocos días, sin subcederles desgracia ni ser sentidos, llegaron a Tepeaca. Dieron la carta al Capitán que Cortés allí había dexado. Leyóla con gran contento y alegría y envióla luego a Tezcuco donde Cortés estaba, con ciertos españoles, para que con más seguridad la llevasen. Leyóla muchas veces, y así la puso en la tercera carta y Relación que el Emperador invió.Holgó por extremo de que Barrientos fuese vivo, así porque era valiente y sabio en las cosas de la guerra, como por tener de tan larga experiencia tan conoscida de fidelidad de los de Chinantla, porque como en tanto tiempo no había sabido de Barrientos, y la incostancia de los indios es grande, tenía dél, como de los demás españoles, tragada la muerte.

     Escribió luego a Barrientos el estado en que estaban sus negocios y lo mucho que se había holgado que fuesen vivos y que hobiesen salido victoriosos en las batallas que en aquella tierra habían tenido, y que a los de Chinantla les agradescería a su tiempo lo bien que lo habían hecho, y que ellos se holgasen y no tuviesen pena aunque por todas partes estuviesen cercados de enemigos, porque, placiendo a Dios, más presto de lo que pensaba les aseguraría el camino como libremente y sin daño alguno pudiesen ir y venir. Con estas cosas les escribió otras particularidades que a hombres tan cercados y tan deseosos de verse con su Capitán y con los suyos dieron gran contento y esperanza.



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Capítulo CIV

Cómo Cortés, después de haber vuelto a Tezcuco entendió en acabar de aprestar los bergantines para la guerra.

     Después que Cortés hubo dado vuelta a las lagunas, en que tomó muchos avisos para poner el cerco a México por la tierra y por el agua, comenzó a fornescerse lo mejor que pudo de gente y de armas, dando priesa en que se acabasen de aprestar los bergantines, de los cuales he hablado antes, según la relación de algunos; y ahora, por no dexar cosa por tratar, que pertenezca a la verdad desta historia, diré lo que el mismo Cortés dice, que lo tengo por más cierto, porque dello paresce no haberse los bergantines echado al agua.

     Luego, pues, que Cortés llegó a Tezcuco, aunque de antes la tenía comenzada, prosiguió una zanja, bien media legua en largo, desde donde los bergantines se armaban hasta la laguna. Andaban en esta obra ocho mill indios cada día, naturales de la provincia de Culhuacán y Tezcuco. Tardaron en abrir la zanja cincuenta días porque tenia más de dos estados de hondo y otros tantos de ancho. Llevábanla toda chapada y estacada por los lados, de manera que pusieron el agua que por ella iba en el peso del alaguna, y así, sin trabajo y peligro, los bergantines se podían llevar, aunque Martín López, por cuya industria ellos se hicieron, dice lo que atrás tengo dicho, que se hicieron presas y artificio para el salto del agua. Finalmente, dice Cortés, y con razón, que la obra fue grandísima y mucho para ver, y que se acabaron los bergantines y se pusieron en la zanja a veinte y ocho de abril del aquel año, y según dice Motolinea, por el número dicho, entendieron en la obra cuatrocientos mill indios.

     Echó Cortés los bergantines al agua con la cerimonia y solemnidad que diximos, e luego entendió en hacer alarde de la gente, del cual [se] trata así en el capítulo siguiente.



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Capítulo CV

Cómo Cortés hizo alarde de la gente que tenía y eligió Capitanes para los bergantines.

     Como los bergantines, ya del todo aprestados, se hubieron echado al agua, determinó Cortés hacer alarde, así de los hombres como de armas y caballos. Apercibiólos dos o tres días antes, para que tuviesen lugar de poder adereszar sus armas y hacer otras cosas para aquel caso, nescesarias. Venido el día, mandó Cortés tocar su trompeta; juntóse mucha gente de fuera, por ver el alarde, que fué bien nuevo y aun espantoso a los naturales.

     Púsose a caballo Cortés, aunque otros dicen que se sentó en una silla con un Escribano que escrebía los nombres de los soldados, armas y caballos. Halló que eran nuevecientos españoles, de los cuales los ochenta y seis eran de a caballo; ciento y diez e ocho ballesteros y escopeteros, (Motolinea dice dos más) y sietecientos y tantos peones, piqueros y espadas y rodelas y alabarderas, sin los puñales que algunos traían. De los principales, llevaban algunos cotas, y otros cotas y armas de algodón encima. Halló tres tiros de hierro gruesos e quince pequeños de bronce, con diez quintales de pólvora y muchas pelotas. Había herreros que hicieron muchos casquillos e otros que hicieron saetas. Esta fue la gente, y no más, con que el muy valeroso y bien afortunado Cortés cercó a la más fuerte, a la más rica, la más grande, la más poblada y la más insigne ciudad de todas las hasta hoy descubiertas en este Nuevo Mundo, y tiene partes para serlo también entre las del antiguo.

     Hecho desta manera el alarde, fortalesció luego los bergantines, puso en cada uno un tiro, e en la capitana dos en la proa; los demás dexó para el exército. Eligió Oficiales del campo y Capitanes, así para las guarniciones de tierra como [para] las del agua. Nombró por Maestro de campo a Cristóbal de Olid, natural de Baeza; por Capitán a Pedro de Alvarado, natural de Badajoz; a Gonzalo de Sandoval, natural de Medellín, que siempre fué Alguacil mayor, Capitán; pero de tal manera a estos tres, que fueron como Generales de sus guarniciones en Tacuba, Cuyuacán y Tepeaquilla, porque en estas tres partes se repartió todo el exército. Fueron Capitanes de infantería Jorge de Alvarado, hermano de Pedro de Alvarado; Andrés de Tapia, natural de Medellín; Pedro Dircio natural de Briones; Gutierre de Badajoz, natural de Ciudad Rodrigo; Andrés de Monjaraz, vizcaíno, nascido en Escalona; Hernando de Lema, gallego.

     De los bergantines fueron Capitanes Joan Rodríguez de Villafuerte, natural de Medellín; Joan de Xaramillo, de Salvatierra en Extremadura; Francisco Verdugo, de tierra de Arévalo; Francisco Rodríguez Magarino, de Mérida; Cristóbal Flórez, de Valencia de Don Joan; Garci Holguín, de Cáceres; Antonio de Carvajal, de Zamora; Pedro Barba, de Sevilla; Jerónimo Ruiz de la Mota, de Burgos; Pedro de Briones, de Salamanca; Rodrigo Morejón de Lobera, de Medina del Campo; Antonio de Sotelo, Joan de Portillo, natural de Portillo. Dio Cortés a Sandoval y a Alvarado seis bergantines, y déstos pusieron dos en la calzada que va de Tlatelulco a Tenayuca, de lo cual trataré más largo adelante.

     Esta relación, tan debida a los que bien trabajaron, debo yo a Jerónimo Ruiz de la Mota, varón sagaz, muy leído y cuerdo y de gran memoria y verdad en lo que vio.



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Capítulo CVI

Cómo, hecho el alarde y elegidos Capitanes, mandó pregonar de nuevo, las ordenanzas, y de las armas falsas que hizo dar.

     Hecho el alarde y elegidos los Capitanes y Oficiales del exército, según dicho tengo, mandó Cortés, con toda la solemnidad que pudo, pregonar las Ordenanzas que atrás están escriptas. Encargó mucho a los Capitanes que las guardasen e hiciesen guardar, trayéndoles a la memoria cómo ninguna cosa se podía hacer acertada en la guerra no guardándose con toda severidad las leyes y reglas con que la guerra se sustenta y mantiene en el deber. Habló por sí a cada una de las personas principales, diciéndoles que si habían de ser sus amigos y darle contento, que fuesen ellos los primeros en el cumplir y guardar aquellas Ordenanzas, porque a su imitación y exemplo, los demás las guardarían enteramente, y que no se descuidasen, porque cada uno, según la calidad de su persona sería castigado, y que en lo que él hiciese, que sería el primero en cumplirlas, verían los demás lo que debían hacer; y cierto, ninguno las guardó tan bien como él, ca da gran fuerza y vigor a la ley cuando el que la hizo la cumple. Publicadas desta manera las Ordenanzas y encomendadas con tanto cuidado, los mejores las obedescieron y guardaron con gran cuidado que fue la causa por qué la guerra se hizo más acertadamente.

     Estando, después de hecho esto, Cortés asentando los negocios y cosas que convenían para el cerco, como sagaz y sabio Capitán, deseoso de saber si para cualquier rebato los suyos estaban prestos, de secreto, comunicándolo con muy pocos, dio un arma falsa. Dióle gran contento ver la presteza con que los de a caballo cabalgaron y el ánimo con que salieron por aquellas calles, los unos yendo al alaguna a ver si los enemigos habían desembarcado, y los de a pie acudiendo a su bandera y Capitán para ver lo que se les mandaba. Esto, hizo ciertas veces, al cabo de las cuales se ordenó aquella conjuración, de que traté muchos capítulos antes déste, que aquí tornaré a referir, por no dexar cosa que de nuevo tenga entendida que pertenezca a la verdad desta historia; y así dicen que muchos de los que con Narváez vinieron, amigos y servidores de Diego Velázquez, tomando de secreto por cabeza de la conjuración al tesorero Alderete, criado que había sido de don Don Fulano, de Fonseca, Obispo de Burgos, el cual favorescía a Diego Velázquez, por industria de un Villafaña, y según dicen, ayudándole Garci Holguín, tomando firmas, unas verdaderas y otras falsas, trataron de matar a Cortés y elegir por Capitán, sin que él lo supiese, a Francisco Verdugo. Acometieron también de secreto a Alonso de Avila, el cual, como leal y buen caballero, se lo reprehendió mucho, diciéndoles que de motines nunca se habían seguido, sino muchos desconciertos y que tenían el General que habían menester y que se engañaban en querer otro que por ventura, tiniéndole, según son todas las cosas, estarían más descontentos. Finalmente, descubierta la acusación, como en ella había, con verdad o con mentira, muchas personas principales, el que más lo bullía que era el Villafaña, aunque se comió las más de las firmas al tiempo que le prendieron, otro día amanesció ahorcado a una ventana. Con la muerte déste se apaciguó el motín, y Cortés, como dixe, fue tan cuerdo que de ahí adelante habló y trató mejor [a] aquellos de quien tenía sospecha. Dicen los que lo oyeron a la boca de Cortés, que supo de quién le avisó que Alderete con los de su bando tenían concertado que estando en misa, al tiempo del alzar, echasen una toca a Cortés a la garganta, y que luego le diesen de puñaladas. Cortés habló [a] aquellos de quien se fiaba y tenía por amigos; mandóles que uno a uno y dos a dos, armados de secreto, entrasen en la iglesia, y él entró con solos tres o cuatro. Miró a Alderete, que ya estaba allá, con tanta severidad que luego se salió de la iglesia y no hubo efecto la traición y subcedió lo que dicho tengo.



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Capítulo CVII

Cómo Cortés invió a Alonso de Ojeda a Cholula a cierto negocio, y de ahí a que apercibiese a los de Tlaxcala y a los demás amigos para ir sobre México.

     Luego que se apaciguó aquella conjuración, vinieron ciertos principales de Cholula a quexarse a Cortés de los de Topoyanco, vecinos suyos, porque se les entraban en sus términos, alegando lo mismo los de Topoyanco. Invió Cortés luego, porque deseaba dar contento a los indios, a Ojeda, al cual llamó un paje, dicho Bautistilla. Venido, le dixo que fuese a Cholula y desagraviase a los que hallase agraviados, o los concertase lo mejor que pudiese, de manera que quedasen amigos, y que hecho esto se partiese luego a Tlaxcala y apercibiese la gente de guerra para que dentro de diez días todos estuviesen en Tezcuco para ir sobre México; y para incitarlos más dixo que les avisase que si dentro de aquel tiempo, no venían, que haría la guerra sin ellos y no gozarían de la victoria y despojos que pensaba haber de sus capitales enemigos.

     Ojeda fue a Cholula, donde fue muy bien rescebido, así dellas como de los otros contendores, y dexando algunas menudencias que acontescieron. Ojeda dio las tierras a cúyas eran, dexando a los unos y a los otros amigos. Traxéronle en presente cuatro hermosas mujeres con guirnaldas de rosas en las cabezas, costumbre usada entre ellos cuando querían hacer algún gran servicio.

     Habló a los de Topoyanco y a los de Cholula; díxoles que de ahí adelante no se quexasen más, porque se enojaría mucho el General y les podría costar caro, y que viesen qué gente podrían dar de guerra para poner el cerco a México. Los de Topoyanco prometieron doce mill hombres, y hartos más los de Cholula, porque era y es muy gran poblazón.

     Hecho esto, se partió luego a Tlaxcala, do fue muy bien rescebido, porque los de aquella provincia fueron los que más amaban a los españoles; y después de haber descansado aquella noche, estando otro día de mañana juntos en las casas del Capitán general Xicontencatl los señores y Capitanes de aquella Señoría y provincia, los saludó en su lengua, de parte de Cortés, con mucha gracia y comedimiento, con que ellos mucho se holgaron. Díxoles cómo ya se iba cumpliendo su deseo de verse vengado de sus enemigos los mexicanos, y que supiesen que si dentro de diez días no inviaban la gente de guerra, que sin ella Cortés comenzaría la guerra contra los mexicanos y que se quedarían sin la gloria y despojos de aquella victoria; por tanto, que procurasen, pues eran los más valientes indios del mundo, hallarse los primeros en cosa tan señalada y por ellos tan deseada, tan honrosa y provechosa, y que luego sin más dilación los Capitanes inviasen sus señas para que recogiesen y apercibiesen toda la gente en el entretanto que él iba a apercebir otros pueblos.

     Dado este recaudo, Xicotencatl y su hermano Teotlipel, que gobernaba por Tiangueztatoa, hijo de Magiscacín, y Chichimecatleque, el de Ocotelulco, y Aguaoloca, señores y cabezas, respondieron lo que se sigue:



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Capítulo CVIII

De lo que Xicotencatl, en nombre de toda la senoría de Tlaxcala, respondió a Ojeda.

     Dado por parte de Cortés en esta manera el recaudo, Xicotencatl, como Capitán general, y de su condisción orgulloso, sin hacerse mucho de rogar, tomando la mano para responder por sí y por la Señoría de Tlaxcala, dixo:

     «Mucho nos hemos holgado estos señores e yo de que los negocios estén en tal estado, que sea menester que nosotros vamos y tan presto, y asimismo no holgamos de que no otro, sino tú, nos lo venga a decir, porque te queremos mucho, aunque estamos corridos de que piense Cortés, hijo del sol, o que somos tan poco sus amigos, o tan poco enemigos de los mexicanos, que por cosa alguna habíamos de perder ocasión tan deseada, en la cual rescibiremos dos muy grandes contentos; el uno, satisfacer y contentar a nuestros corazones, tomando venganza de aquellos perros; el otro, servir a tu valeroso e invencible Capitán, a quien amamos y queremos tanto los tlaxcaltecas que moriremos por él; e ya que él no lo meresciera, por ser enemigo de nuestros grandes enemigos, cualquiera otro que contra ellos nos pidiera ayuda, se la diéramos, porque nuestro contento y gloria es andar en guerra, especialmente tiniendo tan justas causas como ahora tenemos, y como tú sabes, pues nunca hemos vuelto la cara ni a ellos ni a otros enemigos, no hay razón para pensar que luego que nos avisases no nos habíamos de aprestar, y así, antes que vayas de aquí verás cómo luego despachamos nuestras señas y banderas, e que con toda brevedad salgamos a lo que tanto habemos deseado.»

     Concluyó Xicotencatl con estas palabras, que bien parlero era, y diciendo lo mismo los otros señores, Ojeda, contento de la repuesta, salió a entender en lo que más le quedaba.



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Capítulo CIX

Cómo Ojeda entendió en recoger la gente y de lo que con ella le acontesció.

     Era Ojeda muy diligente, y como con amor hacía lo que Cortés le mandaba, no dormía ni comía con reposo hasta hacerlo lo mejor que podía, y así, saliendo de dar aquel recaudo, invió luego a llamar a los señores de Zacotepec, que eran de Chichimecatlequi y Tequepaneca, a los cuales con gran cuidado les encargó que con toda brevedad despachasen la más gente de guerra que pudiesen. Prometiéronlo y hiciéronlo así. Apercibió también al señor de Compancingo, que se decía Axiotecatl, el cual también con harto cuidado y voluntad aprestó luego su gente. Salió Ojeda por la comarca [a] dar priesa a los que habían de ir a la guerra, volviendo luego a Tlaxcala, donde, desde que entró hasta que salió, estuvo seis o siete días, en los cuales dio a los tlaxcaltecas la priesa posible; y como vio que no se despachaban tan presto  como él quería, porque tiene tal costumbre que diciendo: «Luego, luego», se tardan en concluir lo que prometen, tomó los que pudo, que estaban apercebidos, por delante; llevólos hasta Guaulipa, aunque ellos le decían no tuviese pena, que presto vendrían los demás. Estando, pues, en Guaulipa con los señores que llevó por delante y obra de cuatro mill hombres entre sirvientes y apaniaguados, a una hora de la noche que hacía buena luna, entró mucha gente, de manera que amanescieron al pie de treinta mill hombres, y en aquel mismo día, cuando anochesció, había más de sesenta mill, y cuando el otro día vino, en la noche se hallaron al pie de docientos mill, todos contados por xiquipiles.

     Partió luego, Ojeda de Guaulipa. Fue a dormir a Capulalpa, yendo en la delantera todos los señores en ordenanza. Era tanta la gente y tan bien ordenada que los señores habían entrado en Capulalpa y los de la rezaga no había acabado de salir de Guaulipa, con ir el camino lleno y el trecho del un pueblo al otro ser muy grande, que paresce cosa increíble. Fuéle forzado esperar allí aquel día, esperando que acabase de entrar la gente de la retroguarda. Partió otro día de Capulalpa; vino a dormir dos leguas de Tezcuco, de cuya entrada será bien hacer capítulo, porque la prolixidad no dé fastidio.



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Capítulo CX

Cómo entró Ojeda con los tlaxcaltecas y Cortés los salió a rescebir.

     Había Cortés despachado otros mensajeros para otros pueblos de los confederados, haciéndoles saber que pues los bergantines con que a los mexicanos había de hacer tan gran guerra estaban acabados, y ellos habían dado su palabra de en siendo llamados acudir luego, que lo hiciesen, pues les iba en ello verse libres de la servidumbre y tiranía de los mexicanos. Respondieron los más muy bien, aprestándose luego a lo que se les mandaba, por el deseo grande que tenían de verse a las menos con sus enemigos, y así, como más cercanos, llegaron primero los de Cholula y Guaxocingo. Viniéronse a Chalco, porque así Cortés se lo había mandado, porque junto por allí habla de entrar a poner el cerco a México.

     Poco después comenzaron a entrar los tlaxcaltecas. Adelantóse Ojeda; halló a Cortés en el acequia, que iba por los acipreses, que era por donde echaron los bergantines; díxole cómo los tlaxcaltecas llegaban muy cerca. Holgóse mucho Cortés; preguntóle si traía buen recaudo, y como le respondió que traía todos los señores y más de ciento y ochenta o docientos mill hombres, a la cuenta que los señores  daban, dixo muy alegre: «Volved luego y deteneldos, porque yo quiero salir a rescebir a esos señores y a su gente.» Cabalgó luego Cortés con ciertos de a caballo. Salió al rescebimiento y vió la más bien lucida y más bien ordenada gente que jamás había visto. Dixo a los caballeros que con él iban: «Grandes muestras nos da Dios de que hemos de hacer gran negocio.» Topó luego con los señores, que venían ricamente adereszados. Abrazólos, díxoles muchas y muy buenas palabras y volvió acompañado dellos, hablando muchas cosas, hasta entrar en su aposento. Mandólos luego aposentar lo más regaladamente que pudo, de que ellos se tuvieron por bien pagados. Entraron cinco o seis días antes de Pascua de Espíritu Sancto. La demás gente, según dice Ojeda, no acabó de entrar en los tres días siguientes ni cabían en Tezcuco, aunque es pueblo muy grande.

     Fue cosa de ver el ánimo y deseo de pelear con que entraban los tlaxcaltecas, como después por la obra lo mostraron. Espantábanse los unos de los otros, viendo que eran tantos.



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Capítulo CXI

De una solemne plática que Cortés hizo a los suyos antes que cercasen a México.

     Estando ya toda la gente junta y los bergantines aprestados, mandó Cortés que se juntasen todos los españoles y con ellos los señores tlaxcaltecas, para que después supiesen por las lenguas lo que Cortés había dicho a los suyos, y desque todos estuvieron juntos, les habló en esta manera:

     «Caballeros, hermanos y amigos míos: Nunca, después que entramos en aquesta nueva tierra, se ha ofrescido ocasión tan importante como al presente tenemos, para que yo más de propósito y con más cuidado pensase de antes lo que ahora os diré, porque como el negocio presente, que presto, con el favor de Dios, intentaremos, es el mayor y de más riesgo que yo me acuerdo haber visto, oído, ni leído, así conviene que con toda prudencia y esfuerzo de ánimo se trate y vosotros me estéis muy atentos; pues del persuadiros ser así, como ello es, lo que os diré, depende toda vuestra honra, adelantamiento y descanso. Bien sabéis, tomando el negocio de atrás, cómo Dios fué servido que ni Diego Velázquez ni Francisco Hernández de Córdoba, ni Joan de Grijalva, ni otros que lo intentaron, saliesen como nosotros, ni entrasen en este Nuevo Mundo con tan dichosos y bien afortunados principios, que no podían dexar de prometer grandes y prósperos fines, a los cuales, no llegamos, o por mi soberbia, confiando de la mucha gente que tenía, menospreciando a Motezuma, o por pecados nuestros y oculto juicio de Dios, el cual después acá, o por conoscer nosotros nuestras faltas, o por usar de mayor misericordia y creer que por otros medios que nosotros pensábamos, el demonio perdiese su antigua silla, fue servido, saliendo tan pocos y tan destrozados de aquella gran matanza, guardarnos y poner en corazón a los tlaxcaltecas, siendo tan persuadidos a ello, que no nos matasen. Tráxonos sanos y recios a esta ciudad, donde después que llegamos sin saber cómo, sino por su inefable providencia, así de las Islas como de España, viniendo por otros fines, se hayan juntado tantos y tan buenos caballeros e hijosdalgo con armas, caballos y otras cosas para la guerra nescesaria, que tenemos para de tantos por tantos el más lucido y fuerte exército que entre romanos y griegos yo he leído. Tenemos trece bergantines, acabados y echados al agua, que son, después de vuestra fuerza, la mayor fuerza que pudiéramos tener para combatir tan grande y tan fuerte ciudad, contra los cuales no habrá cosa fuerte, porque con ellos entraremos por sus calles, que son todas de agua; batiremos las casas fuertes, amontonaremos y desharemos sus canoas aunque son infinitas; la comida para algunos meses, así de los nuestros, como de los indios amigos, yo la tengo en casa, y grande aparejo, cercada México, para que nos venga de diversas partes y en ella no pueda entrar; de manera que cuando con la espada no pudiéremos, con la hambre nos enseñorearemos de nuestros enemigos. Armas y munición tenemos bastante, docientos mill indios amigos, y los más dellos tlaxcaltecas, muy valientes, como sabeís, y por extremo deseosos de vengarse de los mexicanos. En sitio, somos mejores y más fuertes que nuestros enemigos, porque con los bergantines somos señores del alaguna, y con los caballos, del campo, para podernos, lo que nuestros enemigos no pueden, retirarnos, cuando se ofrezca, por tierra firme. Pues tratar de vuestro esfuerzo y valentía y buena ventura en la guerra no hay para qué, pues muchos menos de los que estáis ahora juntos habéis salido con grandes empresas. Este negocio, principalmente, es de Dios, a quien venimos a servir en esta jornada, procurando como católicos, con su favor e ayuda, alanzar el Príncipe de las tinieblas destos tan grandes y espaciosos reinos, lo cual, como espero, hecho, se le hará gran servicio.

     «Fuera deste fin y motivo, que es y debe ser el principal, considerad, caballeros, a lo que os obliga el nombre de españoles, nada inferior del de los romanos y griegos; considerad cuán bien os estará vengar las muchas y crueles muertes de los vuestros; considerad que ya el volver atrás es peor, y no solamente ha de ser con afrenta, pero con muerte desastrada; considerad que todas las victorias habidas y trabajos pasados, no rindiendo a México, han de ser de ninguna ayuda y provecho, porque desta ciudad se mantienen y gobiernan todas las demás provincias y reinos, como del estómago en el cuerpo humano se sustentan los demás miembros; considerad, finalmente, que nunca mucho costó poco y que conviene que cada uno tenga prevenida y tragada la muerte, porque en tales casos es forzoso el morir y derramar sangre. Los que muriéremos, moriremos haciendo el deber, y los que viviéremos, quedando, como espero, victoriosos, tendremos descanso, quietud y honra para nos y para los que de nosotros descendieron, contentos yalegres, como deben los caballeros y hijosdalgo, de haber, por la virtud de nuestras personas, adelantado nuestra hacienda, ennoblescido nuestro linaje, illustrado nuestra nasción, servido a nuestro Rey; por lo cual conviene que, pues los premios que se prometen son tan grandes, que en vosotros cresca el ardid, esfuerzo y orgullo, poniendo toda vuestra esperanza en Dios, ordenando vuestras conciencias y perdiendo rancores, si algunos hay; que con estos presupuestos, según de vuestra natural inclinación sois de animosos, invencibles, deseosos de honra y gloria, creo ya estáis tan persuadidos, que por mejor decir, tan encendidos, que ya creo que os habrá parescido largo mi razonamiento con el deseo que tenéis de veros ya a las manos con vuestros enemigos; pero he dicho lo que habéis oído como aquél, que como vuestro Capitán y caudillo, estoy obligado a ello, no por añadiros ánimo, que éste siempre le tuvistes, sino para que trayéndoos a la memoria quién sois y lo que intentáis, lo emprendáis con mayor alegría y contento.»



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Capítulo CXII

Del público consentimiento, y alegría con que Cortés fué oído y de lo que muchos, unos a otros, se dixeron.

     Como Cortés hubo hecho este razonamiento, y los antiguos y los que poco antes vinieron entendieron la mucha verdad que trataba, contentos y alegres, mirándose los unos a los otros, sin determinarse, especialmente los caballeros, cuál dellos tomaría la mano para responder en nombre de los demás, se fueron a Cortés algunos de los más principales, como fueron Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Alonso de Avila y otros desta suerte. Dixéronle que ya no deseaban cosa tanto como verse con los enemigos, pues el morir en tal demanda no había de ser menos honroso que el quedar con la vida vencedores. Alabáronle mucho las muchas y buenas cosas que había dicho, el celo y voluntad con que las había tratado y cuán clara y evidentemente, como sabio y valiente Capitán, había tratado los negocios de la guerra. Dixéronle, en reconoscimiento desto, que aunque de lo pasado tenían tanta experiencia, que para lo que les mandaba en lo por venir, los hallaría tan a su mano que ninguna cosa tendrían por tan principal como seguir su voluntad, en lo cual creían que  acertarían mucho y que tendrían la dicha y ventura que en otras cosas, siguiéndole, habían alcanzado; y que pues todo estaba ya tan a punto, que no restaba más que sitiar a México, le suplicaban lo hiciese luego, pues la oportunidad y coyontura estaban tan en las manos.

     Cortés, muy contento de ver cuán bien estaban todos en el negocio, respondiéndoles con la gracia que solía, les dixo que él era no más de un hombre y no para más que otros, y que el autoridad que tenía, en nombre del Rey y por el Rey, la había rescebido dellos, y que así, sin ellos, no podía acertar en lo que pretendía y deseaba, por lo cual estaba muy alegre, así de que todos estuviesen de su parescer, como de que para executarle y ponerle por obra, por la mayor parte fuesen todos tan valientes y de tanto esfuerzo y consejo, que no sin razón, mediante el favor divino, se pudiese tener por cierta la victoria; y que en lo demás el quería sitiar luego la ciudad por tres partes, como antes tenía con ellos comunicado.

     Con esto, aquellos caballeros, con los cuales había ido otra mucha gente, se despidieron de Cortés. Los demás, todos llenos de grandes esperanzas, los unos con los otros comunicaban el negocio, y como de todos era tan deseado, aunque eran diversos los paresceres, porque muchos en negocios dubdosos, cuyas salidas son inciertas, no pueden tener todos un parescer, en esto, a lo menos unánimes y concordes, venían todos en que, muriendo o viviendo, les convenía no mudar pie del cerco hasta señorearse de México, o que todos quedasen muertos. Hicieron los celosos de sus conciencias y los que tenían de qué, luego sus testamentos, dexando los unos a los otros el cuidado de cumplirlos. Confesáronse también muchos y reconciliáronse los que estaban entre sí discordes y enemigos, y hechas estas diligencias, con gran contento y alegría, se comenzaron a disponer al negocio que ya entre las manos tenían, esperando cómo Cortés ordenaría y dispondría su exército.



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Capítulo CXIII

Cómo Cortés ordenó su exército, y cómo primero salieron todos los españoles en orden a la plaza con los indios amigos.

     Para este fin mandó Cortés tornar a salir a la plaza toda la gente española e índica en orden de guerra, para repartir la gente en sus capitanías, lo cual hizo el segundo día de Pascua por el orden siguiente: Repartió (dexando para sí trecientos hombres, con los cuales había de meterse en los bergantines y ser caudillo dellos por el agua) en tres Capitanes como Generales o Maestres de campo toda la demás gente, para que por tres partes, como diré, sitiasen a México. A Pedro de Alvarado dio, treinta de a caballo y ciento e cincuenta peones de espada y rodela e diez e ocho ballesteros y escopeteros, con sus Capitanes, dos tiros de artillería y más de treinta mill indios tlaxcaltecas, aunque Cortés dice en su Relación más de veinte y cinco mill, para asentar en Tacuba. A Cristóbal de Olid, en compañía del tesorero Alderete, dio treinta y tres de a caballo, diez e ocho ballesteros y escopeteros, ciento y sesenta peones, dos tiros y cerca de treinta mill tlaxcaltecas, para que se pusiese en Cuyoacán. A Gonzalo de Sandoval, su Alguacil mayor, dió treinta y tres de a caballo, aunque él dice veinte y cuatro, cuatro escopeteros, trece ballesteros, ciento y cincuenta peones de espada y rodela, los cincuenta dellos mancebos escogidos, que él traía en su compañía, con toda la gente de Guaxocingo, Cholula, y Chalco, que a lo que dice Motolinea, eran más de cuarenta mill indios, y éstos habían de ir a destruir la ciudad de Estapalapa y tomar asiento do mejor le paresciese, para su real, juntándose primero con la guarnición de Cuyoacán y pasando adelante por una calzada del alaguna, con favor y espaldas de los bergantines, para que después, entrando Cortés con ellos por el alaguna, más a su placer y con menos riesgo asentase, como dixe, Sandoval, do mejor le paresciese. Para los trece bergantines con que él había de entrar escogió, fuera de los Capitanes, los más de los trecientos hombres, que fuesen hombres de la mar y exercitados en navegaciones, diestros, valientes y de huir consejo, de los cuales halló muchos, especialmente a Martín López, que fue hombre que dixo y hizo, el cual tenía todo el cuidado de la flota como aquel por cuya industria se habían hecho los bergantines, en cada uno de los cuales iban veinte y cinco españoles con su Capitán y Veedor y seis ballesteros y escopeteros.



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Capítulo CXIV

Cómo se partieron los maestros de campo, y de ciertas diferencias que hubo entre ellos.

     Dada la orden que tengo dicha, los dos Capitanes que habían de estar con su gente en las ciudades de Tacuba y Cuyoacán, después de haber rescebido las instrucciones de lo que debían hacer, se partieron de Tezcuco a veinte y dos días de Mayo. Fueron a dormir dos leguas y media de allí, a una poblazón buena que se dice Aculma, donde aquellos Capitanes, sobre el alogamiento de sus gentes, tuvieron pasión, que para en aquel tiempo, pasando adelante, fuera bien dañosa. Cortés, como lo supo, porque luego fue avisado, para que el negocio no fuese adelante, invió un caballero (créese que era Alonso de Avila) a que los reprehendiese mucho y dixese el enojo con que quedaba. También dicen que les escribió y afeó bien el negocio. Aquel caballero, ido adonde los dos Capitanes estaban, los reprehendió y apaciguó, y como respectaban tanto a Cortés, aunque tenían los pechos acedos, no lo osaban mostrar.

     Hubo también, antes que estos Capitanes saliesen de Tezcuco, en todo el real de Cortés alguna alteración y murmuración, por haber querido ser General de la flota, paresciendo a algunos principales de su compañía (que iban por tierra) que ellos corrían mayor peligro (tanto, donde quiera que iba, valía su persona), y así le riquirieron que fuese en el exército por tierra y no en el alaguna en la flota. Respondió que más peligroso era (como ello es) pelear por el agua, que por la tierra, y de más, cuidado mirar por la flota que no por el exército, y que a esta causa convenía más que su persona fuese en el armada, que no en el exército por tierra, pues a todos convenía mirar por lo que más cumpliese. Convencidos con esta repuesta, callaron, vista la razón que tenía, porque por la tierra muchas veces habían probado su ventura, y por el agua hasta estonces nunca.

     Los Capitanes, al parescer muy amigos, después de la reprehensión, otro día fueron a dormir a un pueblo que hallaron despoblado, del cual se había ido la gente a México. Luego, al tercero día, entraron temprano en Tacuba, que también estaba, como todos los pueblos de la costa del alaguna, desierto. Aposentáronse en las casas del señor, que son muy hermosas y grandes, y aunque era ya tarde, los naturales de Tlaxcala dieron una vista por la entrada de las calzadas de la ciudad de México y pelearon dos o tres horas valientemente con los de la ciudad, hasta que la noche los despartió y se volvieron a Tacuba sin daño.



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Capítulo CXV

Cómo los dos Capitanes fueron a quitar el agua dulce a México y adereszaron algunos malos pasos, y de otras cosas que hicieron.

     Otro día de mañana los dos Capitanes acordaron (como Cortés les había mandado) de ir a quitar el agua dulce que por caños de madera, guarnescidos de cal y canto, entraba en la ciudad de México. El uno dellos fué al nascimiento de la fuente con veinte de a caballo y ciertos ballesteros y escopeteros. Llegó el Capitán, y aunque había mucha gente en defensa, cortó y quebró los caños, peleando bravamente con los que se lo procuraban estorbar, lo cual hacían por el alaguna y por la tierra. Murieron muchos indios, y de los nuestros salieron heridos algunos, pero al fin, después de haberse reñido aquella batalla con grande porfía de los unos y de los otros, los nuestros acabaron de romper los caños y quitaron el agua a la ciudad, que les hizo más daño que les pudieran hacer muchos enemigos que sobre ellos fueran. Fue este grande ardid e hizo mucho efecto.

     En este mismo día los dichos Capitanes hicieron adereszar algunos malos pasos, puentes y acequias que por allí alderredor del alaguna estaban, porque los de a caballo pudiesen libremente y sin peligro correr por una parte y por otra. Hecho esto, en que con aquel día se tardaron otros cuatro, en los cuales siempre tuvieron grandes rencuentros con los de la ciudad, de los cuales murieron muchos, y de los nuestros fueron algunos heridos, ganáronles muchas albarradas y puentes. Hobo entre los de la ciudad y los de Tlaxcala bravas hablas y desafíos, diciéndose los unos a los otros cosas bien notables y para oír.

     El Capitán Cristóbal de Olid con la gente que había de estar en guarnición en la ciudad de Cuyoacán, que está dos leguas de Tacuba, se partió, y el Capitán Pedro de Alvarado se quedó en guarnición con su gente en Tacuba, donde cada día tenía escaramuzas y peleas con los indios. Llegó aquel día Cristóbal de Olid a Cuyoacán a las díez de la mañana; aposentóse en las casas del señor de allí. Hallaron despoblado el pueblo.



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Capítulo CXVI

Cómo otro día de mañana salió Cristóbal de Olid a dar una vista, y de lo que le subcedió.

     Otro día de mañana salió Cristóbal de Olid con hasta veinte de a caballo y algunas ballesteros e con seis o siete mill tlaxcaltecas a dar una vista a la calzada que está entre México y Eztapalapa, que va a dar a México. Halló muy apercebidos los contrarios, rota la calzada y hechas muchas albarradas. Pelearon con ellos, y los ballesteros hirieron y mataron a algunos, y esto continuaron seis o siete días, que en cada uno dellos hubo muchos recuentros y escaramuzas, e una noche al medio della, llegaron ciertas velas de los de la ciudad a gritar a los de nuestro real. Las velas de los españoles apellidaron luego: «¡Arma!» Salió la gente y no hallaron a los enemigos, porque mucho antes del real habían dado la grita, la cual, como era de noche y todo estaba sosegado, paresció a los nuestros, como la oían tan bien, que estaba cerca. Púsoles algún pavor, por ser cosa tan de repente y ser cosa tan pocas veces usada, y como la gente de los nuestros estaba dividida en tantas partes, los de las guarniciones deseaban la venida de Cortés con los bergantines. Con esta esperanza estuvieron aquellos pocos de días hasta que Cortés llegó, como adelante diré. En estos seis días jamás tarde y mañana faltaron recuentros y notables desafíos, para su modo, entre los unos indios y los otros. Señaláronle mucho los tlaxcaltecas, así porque de antiguo eran más valientes que los mexiecanos, como por el ánimo que los nuestros les ponían. Los de a caballo corrían la tierra, y como estaban cerca los unos reales y los otros, alancearon muchos de los enemigos, cogiendo de la sierra todo el maíz que podían para sustentarse a sí y a sus caballos y aun para proveer a los demás.

     Es el maíz, como he dicho, trigo de los indios, buen mantenimiento para hombres y caballos y que hace gran ventaja al de que se sustentan los de las Islas.



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Capítulo CXVII

De la consulta que Guautemucín tuvo en México con los de su reino sobre la guerra, y de una plática que les hizo pidiéndoles su parescer.

     Viendo el nuevo señor de México, Guautemucín, cómo cada día se le iban muchas gentes a Cortés, que solían, aun de su voluntad, ser del imperio mexicano, y que de lexos tierras le venían mensajeros de muchos señores, ofresciéndole su amistad, y gente de guerra, y que por otra parte, por su grande esfuerzo y consejo, había conquistado y puesto debaxo de su señorío de César, su señor, muchas provincias, todas pacificadas, y que ya tenía los bergantines en el agua, que fué lo que más pena le dió, a tan grande exército de españoles e indios amigos para sitiar a México, determinó de juntar los Capitanes y señores de su reino, para tratar del remedio; y cuando los tuvo a todos juntos, les habló desta manera:

     «Valientes y esforzados Capitanes, poderosos señores, que habéis reconoscido y reconoscéis al imperio mexicano: He querido que nos juntemos hoy todos, para que como hijos desta gran ciudad nuestra, donde nascimos, demos orden cómo la libremos de la servidumbre y crueles tratamientos de los cristianos, que tienen los negocios puestos en tales términos que nos conviene mirar mucho por lo que de hemos hacer, ca por la una parte veo que está más poderoso Cortés; tiénenos quitada el agua, estamos forzados a hurtarla con canoas, y esto con gran peligro nuestro; acúdele mucha gente de nuestros naturales; ofrescénsele muchos señores; su exército de españoles tiene muy fornido; tiene echados los bergantines al agua, que es la mayor fuerza con que nos puede hacer daño; sítianos por todas partes, para que repartida nuestra gente sea menos fuerte y nosotros no podamos proveernos de mantenimientos y armas sin mucho riesgo. Por otra parte, veo que estamos en nuestra casa, que somos muchos y muy bien adereszados, y que para echarnos della, haciendo nosotros el deber, es menester mucha más gente. Nuestra ciudad no es como las otras, porque aliende de que es muy grande y populosa, está toda fundada sobre agua, y aunque entren bergantines, cada casa es una fortaleza; los de caballo no tienen por donde corran; las puentes tenemos rotas, pues cegarlas no pueden sin muchas muertes dellos. Nuestros dioses, si no resistimos, se volverán contra nosotros. Por nuestra patria, libertad y religión conviene que muramos, y si, lo que no puedo creer, los cristianos pudieren más, con morir defendiéndonos, quedaremos contentos, pues es peor perder la hacienda, honra, libertad y tierra, que la vida, caresciendo destas cosas, que la hacen contenta y ufana; muchos, por no vivir mucho tiempo con alguna grave pena, se matan de su voluntad, por no vivir vida penosa, queriendo perderla, siendo tan amable, de una vez, que morir mucho tiempo viviendo. Yo os he puesto delante de los ojos el pro y el contra deste negocio, y he dicho a lo que más me inclino. Ahora vosotros decir vuestro parescer, para que escojamos lo que fuere mejor.»



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Capítulo CXVIII

De la respuesta de los Capitanes y señores mexicanos y de la diversidad de paresceres que entre ellos hubo.

     Después que Guautemucín, que con gran cuidado fue oído, acabó su razonamiento, comenzaron todos a hablar muy quedo entre sí, y como su señor les daba libertad para decir su parescer y no todos sintiesen una cosa, comenzaron, hablando recio, a decir lo que sentían, y variando los unos de los otros, porque los que de sí mucho confiaban [y] ya había persuadido la postrera parte del razonamiento, respondieron que la guerra en todas maneras se debía proseguir, para de una vez concluir el negocio, por las razones que Guautemucín había dicho y por otras muchas que se podían decir. Otros, que con más cordura y peso consideraban lo uno y lo otro, deseosos de la salud y bien público, fueron de parescer que no sacrificasen los españoles que tenían presos, sino que los guardasen, para hacer las amistades con los españoles, volviéndoselos sanos y libres. Otros, que no se osaban determinar a la una ni a la otra parte, dixeron que en el entretanto que ni lo uno ni lo otro se hacía, que hechos sus sacrificios, consultasen a sus dioses sobre lo que debían hacer, y que conforme a lo que respondiesen, aquello les parescía se debía hacer.

     El rey Guautemucín, aunque, por lo que mostró, parescía inclinarse a la guerra, todavía quisiera paz. Finalmente [paresciendo] bien a todos aquel medio, Guautemucín dixo que tendría su acuerdo con los dioses.



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Capítulo CXIX

Cómo Guautemuza sacrificó cuatro españoles y cuatro mil indios, y cómo se determinó de seguir la guerra.

     Luego otro día por la mañana, sin que en otra cosa se entendiese, mudadas las ropas, el rey Guautemucín con todos los principales de su consejo se fue al templo, a aquella parte dél donde estaban los dioses de la guerra, el cual, aunque mancebo, iba con harto mayor cuidado que su edad demandaba, revolviendo en su pecho grandes cosas e inclinándose, a lo que después dél se entendió, más a hacer algún concierto con Cortés, que a romper con él, temiéndose de lo que después le subcedió; pero por no dar su brazo a torcer, viendo que los más de los suyos eran de parescer contrario, como entró en el templo, mandó luego sacrificar cuatro españoles que tenía vivos y enjaulados, los cuales murieron como cristianos, dando gracias a Dios que morían por su fee. Mandó luego, después que los sacerdotes, con gran cerimonia y contento, les hubieron sacado los corazones y ofrescídolos a los ídolos, que se hiciese el acostumbrado sacrificio de indios, donde, según la más común opinión, fueron sacrificados cuatro mill. Hecho este sacrificio, o por mejor decir, carnicería, hizo su oración al demonio, el cual dicen que le respondió que no temiese a los españoles, pues vía cuán pocos eran y tenía entendido ser mortales como él, y que tampoco se le diese nada por los indios que con ellos venían, porque no perseverarían en el cerco, y que al mejor tiempo se irían, que no era creíble que aunque eran sus enemigos, no lo fuesen más de los españoles, que en todo les eran contrarios, e que con grande ánimo saliese a ellos y los esperase, porque él también ayudaría a matarlos, pues le eran tan enemigos.

     Con esta repuesta tan falsa y tan mentirosa, como dada por el padre de mentira, Guautemucín salió muy contento; mandó alzar las puentes, hacer albarradas, meter bastimentos, velar la ciudad, armar cinco mill canoas. Con esta determinación e adereszo estaba cuando llegaron Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid a combatir las puentes e a quitar el agua a México, e así confiado en aquella repuesta, no los temió, antes, teniéndolos en poco, los amenazaba, diciendo: «Malos hombres, robadores de lo ajeno; presto perderéis lo ganado y la furia, si porfiáis, en vuestra locura. Con vuestra sangre aplacaremos a nuestros dioses y la beberán nuestras culebras, y de vuestra carne se hartarán nuestros tigres y leones, que ya están cebados con ella»; e a los tlaxcaltecas, que era cosa de reír, decían a unos: «Cornudos, esclavos, putos, gallinas, traidores a vuestra nación y a vuestros dioses, pues sois tan locos que no os arrepentís de vuestro mal propósito, levantándoos contra vuestros señores; aquí moriréis mala muerte, porque, o vos matará la hambre, o nuestras espadas, o vos prenderemos y comeremos, haciendo de vosotros sacrificio, en señal del cual os arrojamos esos brazos y piernas de los vuestros, que por alcanzar victoria sacrificamos, con promesa que os hacemos de no parar hasta ir a vuestra tierra y asolar vuestras casas y no dexar hombre ni mujer en quien reviva vuestra mala casta y linaje.»



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Capítulo CXX

De lo que los tlaxcaltecas respondieron, y de lo que siente Motolinea acerca de la repuesta de los dioses.

     Los tlaxcaltecas, que se tenían por más valientes, riéndose destas bravezas, les respondían: «Más os valdría daros, que porfiar en resistir a los cristianos, que sabéis cuán valientes son, y a nosotros, que tantas veces os hemos vencido, y si porfiáis en vuestra locura, no amenacéis como mujeres, y si sois tan valientes como presumís, haced y no habléis, porque es muy feo blasonar mucho y llevar luego en la cabeza; dexad de injuriarnos y hablar de talanquera y salid al campo y en él veremos si hacéis lo que decís, y estad ciertos que ya es llegado el fin de vuestras maldades y que se acabará muy presto vuestro tiránico señorío, y aun vosotros, con vuestras casas, mujeres y hijos, seréis destruídos y asolados, si con tiempo, como os avisamos, no mudáis de parescer.»

     Estas y otras muchas palabras pasaron entre los mexicanos y tlaxcaltecas, aunque hubo también obras, por los desafíos y recuentros que entre ellos pasaron, en los cuales las más veces se aventajaban los mexicanos.

     Ahora, viniendo a lo del aparescer del demonio, diré lo que Motolinea escribe, que con cuidado de muchos años lo escribió después de haberlo bien inquerido, e yo en esta mi Crónica deseo dar a cada uno lo que es suyo. Dice, pues, y así es probable, que el demonio no aparescía a los indios, o que si les aparescía era muy de tarde en tarde, y que los sacerdotes, por su interese y para atraer a los señores y al pueblo al culto y servicio de sus dioses, fingían que el demonio se les aparescía y hablaban con él, y así nunca decían al pueblo sino cosas de que rescibiese contento, para que ofresciese sus ofrendas e intereses, los cuales tienen gran mano en las cosas sagradas, cuanto más en las profanas, de adonde es de creer que los sacerdotes que estonces estaban en el templo, porque no cesase su falsa religión y grande interese, o fingieron que el demonio decía que se hieciese la guerra, o  usaron de alguna maña y ardid para que hablando ellos paresciese hablar el demonio, especialmente entendiendo que los más de la ciudad estaban inclinados a que la guerra se hiciese.



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Capítulo CXXI

Cómo Xicotencatl, Capitán de sesenta mill infantes, se volvió a Tlaxcala, de donde le traxeron; y traído, le mandó Cortés ahorcar.

     Dicho he cómo la gente de Tlaxcala tardó tres días de entrar en Tezcuco y cómo después que toda estuvo junta, ordenando Cortés las guarniciones que habían de estar en el cerco de México, inviando a Pedro de Alvarado que sitiase la ciudad con treinta mill tlaxcaltecas, cuyo Capitán era Xicotencatl, que nunca, hasta que lo pagó todo, anduvo de buen arte, y cómo Gonzalo de Sandoval por la parte de Iztapalapa asimismo fue a poner cerco con muchos indios amigos, y con ellos por Capitán Chichimecatl andando para esto la gente española y la índica revueltas, subcedió que por cargar un indio, primo hermano de un señor llamado Piltechtl le descalabraron dos españoles. Apaciguóle Ojeda, con promesa que le hizo de darle licencia que se volviese a Tlaxcala, porque a saberlo Cortés, sin dubda los ahorcara o afrentara malamente. Ido, pues, aquel señor a su tierra, Xicotencatl, que estaba con Pedro de Alvarado, supo la ida de aquel señor, y como siempre tuvo el pecho dañado y nunca había hecho cosa que no fuese por fuerza, procurando cuanto podía dañar a los españoles, secretamente una noche, sin que nadie lo supiese, con algunos amigos y criados se descabulló, procurando con su ausencia resfriar las voluntades de los que él tenía a cargo, y que poco a poco se fuesen todos tras dél. Pedro de Alvarado le echó luego menos por la mañana; sintió mal del negocio y escribiólo luego a Cortés, el cual, a la hora, porque también le paresció muy mal, inviando a llamara Ojeda y a su compañero Joan Márquez, los despachó para Tlaxcala, mandándoles que luego, sin detenerse punto, se partiesen y le traxesen preso a Xicotencatl y a los demás señores que hallasen haberse ausentado del exército. Ellos se partieron luego a Tlaxcala, a la cual llegados, prendieron a Xicotencatl, y luego él se demudó y turbó, dándole el corazón en lo que había de parar. Díxoles, lo que suelen los que para su culpa no tienen disculpa, que por qué no prendían también a Piltechetl, que también se había venido del exército. Ojeda le respondió que aquel señor se había venido a curar, y con su licencia, y que él no había tenido para qué venirse; con todo esto, no osaron hacer otra cosa que llevar también a Piltechtl, porque ya estaba sano.

     Llegados que fueron a Tezcuco con los presos, Cortés no los quiso ver. Mandólos echar en el cepo, y desde a dos horas mandó que a vista de todos los indios, en una horca alta ahorcasen a Xicotencatl y que el intérprete en voz alta dixese la causa de su muerte y traxese a la memoria las maldades y fieros que en Tlaxcala había hecho cuando los españoles se vieron en tanta nescesidad. Murió, aunque era orgulloso y valiente, con poco ánimo, conosciendo bien que sus malos pasos le habían traído al punto en que estaba, y así, no acertó a pedir perdón de sus delictos. Ya que estaba muerto, acudieron muchos indios, tanto que sobre ello se herían a tomar de la manta y del mástil, y el que llevaba un pedazo dél, creía que llevaba una gran reliquia.

     Atemorizó la muerte deste Capitán mucho a todos los indios, así amigos como enemigos, porque era mucho estimada y temida de los unos y de los otros la persona de Xicotencatl. Y porque el lector deseará saber qué es lo que se hizo con Piltechtl, decirlo he en el capítulo siguiente.



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Capítulo CXXII

Cómo Cortés quiso ahorcar a Piltechtl y cómo riñó ásperamente a Ojeda cuando supo lo que había pasado.

     Ahorcado Xicontencatl, que fue gran freno para que de ahí adelante ninguno desamparase su caudillo, por amedrentar más a los indios de su exército, determinó también de ahorcar a Piltechtl; mandóle sacar del cepo y que le pusiesen dende al otro; pero Ojeda, a quien como cristiano remordía la conciencia, aunque por otra parte temía de Cortés o castigo o ásperas palabras, cuales oyó, le dixo la poca culpa que Piltechtl tenía, porque él había dado licencia para que se fuese a Tlaxcala, por excusar que su Merced no mandase ahorcar a dos soldados españoles que eran de los valientes de su exército, y que, por tanto, le suplicaba no hiciese justicia de aquel señor. Cortés se halló algo atajado, porque le pesó de haber determinádose de mandar ahorcar a Piltechtl y haberle puesto en aquella aflición. Enojóse mucho conOjeda y tratóle ásperamente de palabra, diciendo que fuera bien que luego que traxo los presos, le dixera la poca culpa que Piltechtl tenía, o no le traxera en son de preso, aunque él había mandado que todos los que hallase en Tlaxcala traxese consigo. Ojeda le replicó lo que pudo, y finalmente, Cortés, considerando otros buenos servicios que había hecho, no le castigó, y hablándole algo blandamente, Ojeda le dixo: «Pues ahora sepa vuestra Merced otra cosa; que Xicotencatl me daba dos mill ducados porque le soltase, y si me diera cient mill  no lo hiciera, porque no osara.» Estonces Cortés, sonriéndose, le dixo: «Pues, majadero, ¿por qué no tomastes los dineros y luego le traíades, que quien había de perder la vida, poco se le diera de dexaros los dineros?» Con esto se despidió Ojeda y se comenzó a entender en dar furia a la guerra.



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Capítulo CXXIII

Cómo Cortés se embarcó, y de una notable victoria que en el peñol hubo.

     En sabiendo que supo Cortés que sus guarniciones estaban en los lugares donde les había mandado asentar, aunque quisiera ir por tierra, para dar orden en los reales, determinó con los trecientos hombres que le quedaban embarcarse, porque en aquel negocio donde se requería gran concierto y cuidado y donde había más riesgo y ventura, y así, otro día después de la fiesta de Corpus Christi, viernes, a las cuatro, del alba, hizo salir de Tezcuco a Gonzalo de Sandoval, Alguacil mayor, con su gente, para que se fuese derecho a la ciudad de Iztapalapa, que estaba de allí seis leguas pequeñas. Llegó a ella a poco más de medio día. Comenzó a quemar la ciudad y a pelear con la gente della, la cual, como vio el gran poder que Sandoval llevaba, acogióse al agua en sus canoas, y Sandoval se aposentó en la ciudad y estuvo en ella aquel día esperando lo que Cortés le mandaba y lo que le subcedía. Despachado desta suerte Sandoval, Cortés se metió en los bergantines y se hizo a la vela y al remo, y al tiempo que Sandoval andaba quemando la ciudad, llegó a vista de un muy fuerte y grande peñol que estaba cerca de aquella ciudad, todo rodeado de agua y por lo alto muy fortalescido de albarradas y en ellas mucha gente de guerra que consigo tenían sus mujeres y hijos, determinados de morir primero que de rendirse. Habían concurrido allí de los pueblos del alaguno, porque ya sabían que el primero rencuentro había de ser con los de Iztapalapa y estaban allí para defensa suya y para ofender a los nuestros si pudiesen, y no pudiendo, morir, como lo hicieron; y como vieron llegar la flota, comenzaron a pedir socorro, haciendo grandes ahumadas, porque todas las ciudades del alaguna lo supiesen y estuviesen apercebidos, y aunque el motivo de Cortés era de ir a conibatir la ciudad de Iztapalapa por la parte que estaba en el agua, revolvió sobre el cerro, porque le tiraban muchas piedras y flechas. Saltó con ciento y cincuenta compañeros, púsolos en orden, e yendo él adelante, aunque era el peñol muy agro y alto, le comenzó a subir con mucha dificultad. Porfió tanto que les ganó las albarradas que en lo alto tenían hechas para su defensa; entró de tal manera que ninguno de los enemigos escapó, ecepto las mujeres y niños, a quien mandó que no tocasen. Hiriéronle veinte y cinco españoles; no murió ninguno, que fue muy gran cosa, y así la victoria fue una de las más señaladas que Cortés alcanzó y que más espanto puso a los enemigos, porque les paresció que aquéllos eran inexpugnables.



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Capítulo CXXIV

De otra muy señalada victoria que Cortés hubo de los mexicanos por el agua.

     Como los de Yztapalapa y del peñol habían hecho ahumadas, luego los de México y de las otras ciudades que están en el alaguna conoscieron que Cortés entraba ya por el alaguna con los bergantines, y de improviso, como los que estaban apercebidos, se juntó una muy gran flota de canoas. Era cosa de ver, que el agua estaba toda casi cubierta, y los cerros, con los fuegos y ahumadas, parescían arder.

     Ciertos señores y principales tomaron quinientas canoas de las mayores y más fuertes; adelantáronse para pelear con los nuestros, pensando vencer, e si no, tentar lo que podían navíos de tanta fama. Las demás canoas, que eran muchas, en gentil concierto, iban siguiendo. Cortés, como vio traían su derrota hacia él, a gran furia, con el despojo del peñol, se embarcó con los suyos; mandó a sus Capitanes que en ninguna manera fuesen adelante, sino que juntos, en buen concierto, estuviesen quedos para que pasando los enemigos, que de miedo no osaban acometer, acometiesen sin orden ni concierto, y así, acercándose, dieron, como suelen, gran grita, bravoceando y diciendo palabras feas. Con todo esto, no pararon a tiro de arcabuz, esperando que las demás canoas llegasen, porque con las suyas no se atrevían.

     Estando así queda la una flota y la otra, deseando Cortés que aquella victoria naval, en la cual había de consistir todo el negocio, fuese muy señalada, porque si no era con los bergantines no se podía alcanzar, quiso Dios que aunque traían sus canoas empavesadas y en tan gran número que no se podían contar, que de improviso sobreviniese un viento terral, por popa de los bergantines, tan favorable a tiempo que parescía milagro. Estonces Cortés, alabando a Dios, dixo a sus Capitanes: «¡Ea, caballeros, que Dios es con nosotros, pues tan claramente nos favoresce! Tiéndanse las velas, apréstense los remos, y con mucho concierto rompamos por estos enemigos de Dios y nuestros.» Hizo señal, e luego todos con gran furia embistieron en las canoas, que con el tiempo contrario comenzaban a huir; deshicieron, con el grande ímpetu que llevaban los bergantines, muchas canoas; echaban otras a fondo, haciendo maravilloso y espantoso estrago; mataron infinita gente; siguieron el alcance, como el viento les era tan favorable, más de tres leguas, hasta encerrarlos en las casas de México; prendieron algunos señores y a muchos caballeros e otra gente. Los muertos no se pudieron contar, más de que el alaguna estaba tinta en sangre. Fue causa esta segunda victoria de que de ahí adelante los nuestros fuesen señores del agua y los enemigos perdiesen gran parte del ánimo. Fuéles el viento contrario, y como eran tantas canoas, estorbábanse las unas a las otras.



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Capítulo CXXV

De otra tercera victoria que Cortés hubo de los mexicanos.

     Los de la guarnición de Cuyoacán, que podían mejor que los de Tacuba ver cómo venían los trece bergantines, como vieron el buen tiempo que traían y cómo venían desbaratando todas las canoas de los enemigos, que era, según después dixeron, cosa de ver y de que mayor contento rescibieron; y porque también estaban con gran deseo de ver a Cortés, que consigo traía tanto favor, porque los de Cuyoacán y Tacuba estaban entre tanta multitud de enemigos, que milagrosamente Dios los anima[ba] para que no desfalleciesen, y enflaquescía los ánimos de los enemigos para que no se determinasen a acometer a los nuestros en su real, que si lo hicieran, según eran infinitos, no pudieran dexar de perescer los españoles, aunque siempre estaban apercebidos y determinados de morir o ser vencedores, como aquellos que se hallaban muy apartados de toda manera de socorro, salvo de aquel que de Dios esperaban; y así como de la guarnición de Cuyoacán vieron cómo con su flota Cortés seguía las canoas, tomaron su camino hacia México, así los de a pie como los de a caballo, e trabaron una brava pelea con los indios que estaban en la calzada y les ganaron las albarradas que tenían hechas y les tomaron ambas puentes que tenían alzadas, y con el favor de los bergantines, que iban cerca de la calzada, los indios de Tlaxcala seguían bravamente a los enemigos y dellos mataban y dellos prendían e otros se echaban al agua, de la otra parte donde no iban los bergantines, y así fueron siguiendo esta victoria más de una gran legua, hasta llegar a la entrada donde Cortés había parado con los bergantines, como después diré.



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Capítulo CXXVI

Como Cortés saltó en tierra y sacó tres tiros gruesos, y de lo que con ellos hizo.

     Como los bergantines anduvieron bien tres leguas, dando caza a las canoas, las cuales escaparon, metiéndose entre las casas de la ciudad, e como era ya después de vísperas, mandó Cortés recoger los bergantines; llegó con ellos a la calzada, y allí determinó de saltar en tierra con treinta hombres, por les ganar unas dos torres de sus ídolos, pequeñas, que estaban cercadas con su cerca baxa de cal y canto, de adonde los enemigos pelearon bravamente con los nuestros, por se las defender, pero al fin, aunque con harto peligro y trabajo, se las ganaron, y luego Cortés hizo sacar en tierra tres tiros de hierro gruesos que él traía; y porque lo que restaba de la calzada desde allí a la ciudad, que era media legua, estaba todo lleno de enemigos e de la una parte y de la otra de la calzada, que era agua, todo lleno de canoas, con gente de guerra, hizo asestar el un tiro de aquellos, y después de cebado lo mandó soltar por la calzada adelante. Hizo mucho daño en los enemigos, a causa de estar la calzada cuajada dellos; atemorizó mucho aquella gente, tanto que por estonces no osaron más pelear, aunque si supieran la desgracia, porfiaran a vengar el daño que el tiro había hecho, porque al dispararle se descuidó el artillero de tal manera que se emprendió toda la pólvora que quedaba, aunque era poca. Tuvo estonces Cortés gran sufrimiento de no tratar mal al artillero, que lo merescía, por no desabrirle y ser persona diestra en aquel menester, y luego esa noche proveyó que fuese un bergantín a Iztapalapa, donde estaba Gonzalo de Sandoval, que era dos leguas de allí, para que  traxese toda la pólvora que había; y aunque al principio deste negocio la intención de Cortés había sido, luego que entrase con los bergantines, irse a Cuyoacán y dexar proveído cómo anduviesen a mucho recaudo, haciendo el mayor daño que pudiesen, pero como aquel día había saltado en la calzada y les había ganado aquellas dos torres, determinó de asentar allí real e que los bergantines estuviesen allí junto a las torres e que la mitad de la gente de Cuyoacán e otros cincuenta peones de Sandoval viniesen otro día.



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Capítulo CXXVII

Cómo aquella noche, fuera de su costumbre, los enemigos dieron sobre Cortés.

     Proveído esto, aquella noche estuvo Cortés muy a recaudo con su gente, porque estaban en muy gran peligro, e toda la gente de México acudía allí por la calzada e por el agua. Avino, pues, que a la media noche, fuera de su costumbre y uso, confederados para esto y habiéndolo tratado de antes, pensando que los nuestros dormirían descuidados y que tendrían la caza en las manos, dieron en canoas y por la calzada gran multitud de enemigos sobre Cortés, y como no saben acometer ni toman ánimo sino dando grita, fueron primero sentidos e oídos que pudiesen hacer algún daño, aunque por venir tan sin pensarse, pusieron a los nuestros en gran temor y rebato, porque si no era cuando tenían muchas y grandes victorias y se iban señoreando de sus enemigos, jamás acometían de noche; pero como los nuestros estaban muy apercebidos, comenzaron a pelear con ellos, así por tierra como desde los bergantines, y como cada bergantín traía un tiro pequeño de campo, comenzaron a dispararlos y a tirar los ballesteros y escopeteros, y como estas municiones alcanzaban más que las flechas de los indios y ellos eran tantos, aunque los nuestros tiraban a bulto, por la escuridad de la noche, hicieron mucho más daño que rescibieron, y así los indios tuvieron por bien, hallándose burlados en lo que pensaron, retraerse, no osando ir aadelante, porque rescibieran mayor daño, y así dexaron a los nuestros lo que quedó de la noche sin acometerlos más. En este sobresalto se vio bien el admirable esfuerzo y reportamiento de Cortés, que, como si fuera de día y estuviera con grandes ventajas, guió el negocio, en el cual se señalaron muchos, y entre ellos Alonso de Avila y Martín López, que era el que regía la flota, y otros de cuenta, de los cuales en su lugar haré mención.



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Capítulo CXXVIII

De la brava refriega que otro día Cortés tuvo con los mexicanos, y de cómo les ganó una puente e un albarrada.

     Otro día en amanesciendo llegaron al real de la calzada donde Cortés estaba quince ballesteros y escopeteros y cincuenta hombres de espada y rodela e siete o ocho de a caballo de los de la guarnición de Cuyoacán, e ya cuando llegaron hallaron que Cortés y los suyos andaban muy a las manos con los enemigos de la ciudad, que venían en canoas, y con los que estaban en la calzada, los cuales eran en tanta multitud que por el agua y por la tierra no vían salvo gente de guerra. Daban tantos gritos y alaridos que parescía hundirse el mundo.

     Cortés, que ya tenía los oídos a estas voces, y los ojos a ver millares de hombres, esforzándose para que los suyos no desmayasen, peleó bravamente, poniéndose en la delantera por la calzada adelante; ganóles una puente que tenían quitada e un albarrada que tenían hecha a la entrada. En estos pasos, que eran tan peligrosos y dificultosos, por la gran resistencia que los enemigos hacían, mostraron bien los nuestros su gran esfuerzo y espantoso porfiar, los cuales con los tiros y con los  de a caballo hicieron tanto daño en los enemigos, que casi lo encerraron hasta las primeras casas de la ciudad; y porque de la otra parte de la calzada, como los bergantines no podían pasar, andaban muchas canoas, que hacían gran daño con varas y flechas en los nuestros, hizo Cortés romper un pedazo de la calzada, junto a su real, e hizo pasar de la otra parte cuatro bergantines. Fue esta diligencia y aviso de tanta importancia, que como pasaron de la otra parte, se dieron tan buena maña, que encerraron todas las canoas en las casas de la ciudad, de tal manera que por ninguna vía osaban salir a lo largo, e por la otra parte de la calzada los otros bergantines pelearon bravamente con las demás canoas, que eran más y de más gente. Finalmente, después de haber muerto muchos de los enemigos, y deshecho muchas casas de la ciudad, atreviéndose a entrar por las calles, que hasta estonces no lo habían osado hacer, por los muchos baxos y estacas que había, pero como hallaron canales por donde entrar seguros, fueron siguiendo el alcance de las canoas tomando algunas dellas, quemando algunas casas del arrabal, de donde rescibían daño, allanando por allí el camino para proseguir adelante. Desta manera vino la noche, que los despartió.



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Capítulo CXXIX

De la refriega que Sandoval hubo, y de la industria que Cortés tuvo para que pasase la gente.

     Estando desta manera la guerra trabada, sin esperanza alguna de confederación y concierto, otro día Sandoval con la gente que tenía en Iztapalapa, así de españoles como de indios amigos, se partió para Cuyoacán, de adonde hasta la tierra firme viene una calzada que dura casi legua y media. Caminando Sandoval por esta calzada, a obra de un cuarto de legua, llegó a una pequeña ciudad, que también estaba en la alaguna, aunque por muchas partes della se podía andar a caballo. Los vecinos salieron de allí e comenzaron a trabar batalla con Sandoval. Duró la batalla buena pieza e al cabo los desbarató y mató muchos dellos, e porque los que quedaban ni sus vecinos no se atreviesen a pelear otra vez con españoles e quedasen de aquello bien escarmentados, les destruyó e quemó toda la ciudad sin dexarles casa donde se meter; y porque Cortés había sabido que los indios habían rompido mucho de la calzada y la gente no podía pasar sin gran dificultad, invióle dos bergantines para que le ayudasen a pasar, de los cuales hicieron puente por donde los peones pasaron, lo cual hicieron con harta contradición de los enemigos, e desque hubieron pasado, se fueron a aposentar a Cuyoacán, y Sandoval con diez de a caballo tomó el camino de la calzada donde Cortés tenía su real. Hallóle peleando, apeóse luego con sus compañeros y comenzaron a pelear con los de la calzada, con quien los de Cortés andaban revueltos. Allí los enemigos con una vara tostada arrojadiza atravesaron un pie a Sandoval e hirieron muchos de los nuestros, pero con los tiros gruesos e ballestas y escopetas hicieron tanto daño, que ni los de las canoas ni los de la calzada osaban ya llegar con aquel atrevimiento y orgullo que solían.

     Desta manera estuvieron los nuestros seis días en continuo combate con los enemigos, ayudando mucho los bergantines, porque iban quemando alderredor de la ciudad todas las casas que podían, y, lo que importó mucho, descubrieron canal por donde podían entrar alderredor y por los arrabales de la ciudad, y llegaron a lo grueso della; y esto y el buen pelear de los nuestros hizo por aquellos días que no acudiesen ni con un cuarto de legua las canoas de los enemigos al real de los nuestros, que de antes venían tantas que era espanto.



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Capítulo CXXX

Cómo Cortés invió a Sandoval a que acabase de cercar a México, y lo que sobre esto pasó.

     Otro día Pedro de Alvarado, que estaba por Capitán de la guarnición que estaba en Tacuba, hizo saber a Cortés cómo por la parte de Tepeaquilla, por una calzada que iba a unas poblazones de tierra firme e por otra pequeña que estaba junto a ella, los de México entraban y salían cuando querían, y que creía que viéndose en aprieto se habían de salir todos por allí, aunque Cortés más deseaba esto, que se hiciesen fuertes, porque en tierra firme se podía mejor aprovechar dellos, donde los caballos se enseñoreaban del campo y las resistencias duraban poco; pero porque estuviesen del todo cercados y no se pudiesen aprovechar en cosa alguna de la tierra firme, proveyéndose, entrando y saliendo, de lo que menester habían, aunque Sandoval estaba herido, le mandó que fuese a asentar su real a un pueblo pequeño adonde iba a salir la una de las dos calzadas, el cual se partió con veinte y tres de a caballo e cient peones y diez e ocho ballesteros, quedando cincuenta peones a Cortés de los que tenía de antes y en llegando que fué otro día, asentó su real donde Cortés le había mandado, y en una calzadilla que estaba a partes quebrada, entre Sandoval y Alvarado, se pusieron Cristóbal Flórez e Jerónimo Ruiz de la Mota con sus dos bergantines, de que eran Capitanes, los cuales defendieron la entrada y salida y ofendieron cuanto pudieron.

     Desta manera quedó cercada por todas partes la muy poderosa y muy fuerte ciudad de México, de modo que sin ser sentido o visto ninguno de los enemigos podía salir ni entrar.



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Capítulo CXXXI

Cómo Cortés determinó de entrar por la ciudad adentro, y de las victorias que aquel día alcanzó.

     Repartidos los exércitos y tomados sus asientos o hechos fuertes en ellos, como Cortés vio que tenía algo encerrados a los enemigos, y por la otra parte la mucha gente de guerra de amigos que le acudía, determinó de entrar a la ciudad por la calzada, todo lo más que pudiese y que ellos al fin de la una parte y de la otra se estuviesen para hacer espaldas a los nuestros, mandando que algunos de a caballo y peones de los que estaban en Cuyoacán, se viniesen al real, para que entrasen con él. Ordenó asimismo que diez de a caballo se quedasen a la entrada de la calzada, para asegurar las espaldas, así a él como a algunos que quedaban en Cuyoacán, parque los naturales de las ciudades de Suchimilco y Culhuacán, Yztapalapa, Ocholobusco, Mexicalcingo, Cuitlauac y Mezquique, que estaban en el agua y se habían rebelado, eran en favor de México, y no les hiciesen daño por las espaldas, e quitábales el peligro la provisión de los diez de a caballo que habían de andar en la calzada e otros tantos que había siempre mandado estar en Cuyoacán con más de diez mill indios amigos. Mandó, por consiguiente, a Sandoval y a Pedro de Alvarado que por sus estancias acometiesen aquel día a los de la ciudad, porque él quería por su parte ganarles lo que más pudiese, y así salió por la mañana del real y entró a pie por la calzada adelante con tanto ardid y esfuerzo que a los suyos ponía gran ánimo y a los enemigos temor. Topó luego con los enemigos, que estaban en defensa de una quebradura que tenían hecha en la calzada, tan ancha como una lanza, y otro tanto de hondura, y en ella tenían hecha un albarrada, con que estaban bien fortalescidos. Pelearon allí gran rato los unos y los otros valientemente, habiendo muchos heridos de la una parte y de la otra; pero al cabo los españoles, como canes rabiosos, viendo derramar su sangre, con gran coraje, olvidados del trabajo, se dieron tanta priesa y porfiaron tanto, que ganaron el albarrada y siguieron por la calzada adelante a los enemigos  hasta llegar a la entrada de la ciudad, donde, porque hubo otra más notable victoria, la dexaré para el capítulo siguiente.



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Capítulo CXXXII

Cómo Cortés ganó una torre e una puente muy fuertes.

     Prosiguiendo Cortés (según está dicho) por la calzada adelante,  llegó a la entrada de la ciudad, donde estaba una torre de ídolos muy fuerte y al pie della una puente muy grande levantada, con una muy fuerte albarrada. Por debaxo de la puente corría con mucho ímpetu gran cantidad de agua que ponía miedo mirarla, y así, luego que llegaron los nuestros, con la dificultad que se les representó, tuvieron alguna desconfianza, la cual perdieron luego que vinieron a las manos, con el valor del pelear. Eran innumerables las flechas y varas e piedras que desde la torre y de la otra parte de la puente los enemigos tiraban, y para que hubiese remedio de ganarles aquel paso tan peligroso, dio orden Cortés cómo ocupando los rodeleros y detrás dellos los escopeteros y ballesteros a los enemigos, los bergantines, que estaban de la una parte y de la otra, se juntasen, y así hubiese lugar de hacer más daño y desde los bergantines saltar en el albarrada, y así, sin peligro y con menos dificultad mucho de la que pensaban, ganaron aquella torre y albarrada, que fuera imposible ganarla sin los bergantines, pues como los enemigos vieron ganado aquel paso, desmayando, comenzaron a desamparar el albarrada. Los de los bergantines salieron luego en tierra, e Cortés con los suyos pasó el agua y también los de Tlaxcala y Guaxocingo, Cholula y Tezcuco, que serían más de ochenta mill hombres, los cuales cegaron con piedras y adobes aquella puente.

     Aquí Diego Hernández, aserrador, que se halló en el hacer de los bergantines, trabajó más que mill indios. Era hombre de espantosas fuerzas, porque con una piedra tamaña como una naranja, que él tiraba por medio de los enemigos, no hacía menos daño ni lugar que si la echara un tiro de artillería; tenía grande ánimo, aunque no tanto consejo. Conoscíle yo harto viejo y fue mi vecino algunos años, y en aquella edad parescía ser cierto lo que dél algunos de sus compañeros me dixeron.

     En el entretanto que esto se hacía, los nuestros, yendo adelante, ganaron otra albarrada que está en la calle más principal y más ancha de toda la ciudad, y como aquélla no tenía agua, fue más fácil de ganar. Siguieron los nuestros el alcance por la calle adelante, hasta llegar a otra puente que tenían alzada, salvo una viga ancha por donde pasaban, e puestos por ella y por el agua en salvo quitáronla luego.



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Capítulo CXXXIII

De la brava refriega que en este paso hubo, y cómo Cortés ganó otros pasos hasta llegar a la entrada de la plaza.

     Tenían los enemigos de la otra parte de la puente hecha otra grande albarrada de barro y adobes. Los nuestros, como llegaron a ella y no pudieran pasar sin echarse al agua (y esto era muy peligroso), repararon probando su ventura con pelear cuanto pudiesen, que lo habían bien menester, por la gran priesa que los enemigos les daban, porque aliende de que de la una parte y de la otra de la calle había infinitos dellos, que con mucho coraje peleaban, desde las azoteas, que también estaban cubiertas dellos, con las piedras y varas hacían gran daño en los nuestros. Estuvieron desta manera los unos y los otros dos horas, e viendo Cortés que ya se sustentaban los enemigos,  defendiéndose más de lo que convenía, mandó asestar dos tiros a la calle e que el artillero los disparase lo más a menudo que pudiese, y que lo mismo hiciesen los ballesteros y escopeteros. Diéronse los unos y los otros tanta priesa y hicieron tanto daño en los enernigos, que en breve perdieron mucho del ánimo y afloxaron algo. Los nuestros lo conoscieron, y así, ciertos dellos, armados con armas de algodón, que eran bien pesadas, se arrojaron al agua; pasáronla, aunque no sin harto peligro e golpes que de los contrarios rescibieron, los cuales, como vieron tan gran atrevimiento y que con él habían salido los nuestros, desampararon el albarrada y azoteas, que por dos horas habían defendido; huyeron bien sin orden; dieron lugar a que el resto del exército de Cortés pasase sin peligro. Hizo cegar aquel paso con los materiales del albarrada e con otras cosas que a la mano halló. En el entretanto que esto se hacía, porque era cargo de los indios amigos y de algunos españoles que con ellos iban, los demás con algunos indios tlaxcaltecas prosiguieron el alcance la calle adelante, hasta que a dos tiros de ballesta llegaron a otra puente que ni estaba levantada ni tenía albarrada; estaba junto a una de las principales plazas y aposentos de la ciudad. Estaba esta puente desta suerte así, porque los mexicanos no creyeron ser posible que los nuestros pudiesen ganar tantas puentes ni llegar hasta allí, y así lo pensaron los nuestros, a quien Dios daba más victorias que podían pedir ni pensar.

     Vista esta coyontura y que allí era todo tierra firme, mandó Cortés asestar un tiro en la boca de la plaza, con el cual los enemigos, que eran tantos que no cabían en ella, rescibieron gran daño, porque no se disparaba tiro que no matase a muchos y hiciese gran daño. Con todo esto, los nuestros no se osaban determinar de entrar en la plaza, porque, como dicen, estaban en sus casas y eran innumerables; pero Cortés, que ya no temía el agua, porque allí no la había, y le parescía que no era de  perder aquella ocasión ni mostrar cobardía a los contrarios, dixo a sus compañeros, que estaban cansados de pelear: «Caballeros, ¿dónde podemos, mejor que aquí, aventurar nuestras personas y dar a entender a estos perros lo mucho que Dios puede y hace por nosotros, pues los tenemos arrinconados siendo tantos, que si esperan, los unos a los otros se estorbarán?» Diciendo estas palabras, sin esperar más repuesta, como el que sabía lo que tenía en los suyos, diciendo: «¡Sanctiago, y a ellos!», acometió.



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Capítulo CXXXIV

Cómo Cortés entró en la plaza y huyeron los enemigos y revolviendo luego sobre los nuestros los hicieron retirar.

     Acometió Cortés con su gente con tanta furia, que, como los de la ciudad vieron la determinación de los nuestros tan puesta en obra y vieron la gran multitud de sus enemigos y amigos nuestros, aunque dellos sin los españoles tenían muy poco temor, volvieron las espaldas, y los nuestros y los indios amigos dieron en pos dellos hasta encerrarlos en el circuito del templo de sus ídolos, el cual estaba cercado de cal y canto y era tan grande como una villa de cuatrocientos vecinos, el cual desampararon luego por la gran priesa que los españoles y los indios amigos les daban. Estuvieron en él y en las torres un buen rato, pero como los mexicanos vieron que no había gente de a caballo, que ellos mucho temían, volvieron sobre los nuestros, y por fuerza los echaron de las torres y de todo el patio y circuito, en que se vieron en muy grande aprieto y peligro, aunque en semejantes trances Cortés los animaba mucho, e como iban más que retrayéndose, hicieron rostro debaxo de los portales del patio, e como los enemigos los aquexaban tan reciamente, los desampararon y se retraxeron a la plaza y de allí los echaron por fuerza hasta meterlos por la calle adelante de manera que el tiro que allí estaba desampararon, no pudiendo sufrir la fuerza de los enemigos, y así se retiraron con muy gran peligro, el cual rescibieran de hecho, si no acudieran tres de a caballo, los cuales arremetieron con gran furia y grita por la plaza adelante. Como los enemigos los vieron, creyendo ser más, echaron a huir. Los de a caballo mataron algunos dellos, ganáronles el patio y circuito de donde habían echado a sus compañeros, y haciéndose fuertes diez o doce indios principales es una muy fuerte y alta torre que tenía cient gradas y más hasta lo alto, cuatro o cinco españoles se la subieron por fuerza, y aunque los indios se la defendieron gran rato valientemente, se la ganaron, e sin dexar hombre a vida los mataron a todos, e si no acudieran luego otros cinco o seis de a caballo, los enemigos revolvieran, ya desengañados de que no había más de los tres de a caballo.

     Los que acudieron y los tres que estaban echaron una celada en que mataron de una vez más de cuarenta de los enemigos, e como ya era tarde, Cortés mandó hacer señal de recogerse. Su gente lo hizo, y a este tiempo cargó tanta de los enemigos, que a no hacer rostro los de a caballo, fuera imposible no rescebir los nuestros muy gran daño, y a no haber antes Cortés prevenido que se cegasen los malos pasos que atrás quedaban, estaba cierta la victoria por parte de los enemigos. Cegáronse tan bien aquellos pasos, que los nuestros pudieron en buen orden retraerse, revolviendo de cuando en cuando los de a caballo, lo cual hicieron cuatro veces o cinco, alanceando a los que quedaban en la retroguarda.



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Capítulo CXXXV

Cómo los enemigos fueron siguiendo a Cortés y cómo a otra parte pelearon Sandoval y Alvarado.

     Con todo esto, los enemigos iban tan emperrados y tan sedientos de la sangre de los nuestros, que aunque siempre rescibían daño, los nuestros no los podían detener que no los dexasen de seguir. Todo el día se gastara en esto, si los enemigos, para aventajarse y hacer daño a los nuestros a su salvo, no tomaran ciertas azoteas que salían a la calle, de donde llovían piedras tan espesas como granizo. Los de a caballo sintieron luego que eran muy ofendidos y que si paraban se habían de ver en gran peligro; salieron a toda furia, y tras dellos los demás españoles, arrodelándose las cabezas, y los indios amigos cubriéndose lo mejor que podían, y así sin peligrar ningún español, aunque hubo hartos heridos, llegaron a su real, dexando puesto fuego a las más y mejores casas de aquella calle, para que cuando otra vez volviesen por allí, de las azoteas no fuesen ofendidos.

     En este mismo día Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, cada uno por su parte, con su gente, pelearon valerosamente y acontescieron cosas de notar, de las cuales adelante haré particulares capítulos, porque hubo personas, así de cargos, como particulares, que en este memorable cerco hicieron cosas señaladas, y aunque estaban los reales y sitios de los españoles unos de otros apartados más de legua y media (que tanto por todas partes se extendía la población de la ciudad), era tanta la gente de los enemigos que a todas partes acudía, que parescía que en cada una dellas estaba el poder del mundo, y así paresció milagro el vencimiento y venganza que dellos tomó Dios, en castigo y penas de tantas veces y con tan feos pecados como había sido ofendido, por mano de los españoles, a los cuales, como paresce por lo dicho y parescerá por lo que se dixere, proveyó de grande esfuerzo, sufrimiento y consejo.



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Capítulo CXXXVI

Cómo Don Fernando, señor de Tezcuco, acudiendo con mucha gente en favor de Cortés hizo una plática a sus hermanos, y lo que respondió el mayor dellos.

     Dicho he mucho atrás cómo Don Fernando, señor de Tezcuco, era muy aficionado a los españoles, y que aunque muchacho, procuraba contentarlos, atrayendo, así a los suyos, como a otros, a su amistad, reconosciendo bien la merced que Dios le había hecho, por mano de Cortés, en darle tan gran señorío, habiendo otros que no con menor título lo podían pretender, y así, correspondiendo a lo que tan obligado estaba, procuró cuanto pudo cómo todos sus vasallos acudiesen a la parte de Cortés y peleasen con los mexicanos, sus vecinos, amigos antiguos y parientes, y para hacer esto con más autoridad y concordia de todos los de su estado como tenía seis o siete hermanos mancebos, bien dispuestos y valientes y que cada uno tenía muchos amigos, juntándolos a todos, les habló en esta manera:

     «Muy queridos y amados hermanos míos, que sois la gloria y fuerza de mi reino y con quien debo comunicar mis pensamientos: Juntado os he en este lugar para deciros lo que todos vosotros habéis visto y entendido de mí, y es, que si me  amáis como a hermano y señor vuestro, rescibiré extremado contento en que toméis esta guerra en favor del invencible Cortés, contra los mexicanos, por propia vuestra, pues sabéis que los mexicanos han sido siempre tiranos y nos tienen más por vasallos que por amigos, procurando que  así nosotros como todos los comarcanos, y aun los que están bien lexos, pierdan su antigua libertad, en que sus antepasados les dexaron. A los cristianos, como tienen razón y son buenos, clementes y piadosos, favoresce mucho su Dios, y me paresce, a lo que de lo pasado he visto, que este Dios suyo los ha inviado de tan lexas tierras por azote y castigo destos tiranos y para vengarnos de los agravios que nosotros y otros muchos hemos rescebido dellos, los cuales vencidos y deshechos, como presto lo veréis, nosotros, siendo en favor de Cortés, quedaremos libres y muy señores y más poderosos contra los que se nos atrevieren, que yo sé que han de quedar muy corridos y aun temerosos los que no hubieren favorescido a Cortés. Por tanto, tú, Yztlixuchll, que eres el mayor de tus hermanos y tan valientes y exercitado en la guerrea como todos sabemos ser tan bueno en ella, serás General de todo el exército y lo repartirás entre tus hermanos, para que todos vayan por Capitanes, y Cortés y los mexicanos entiendan el gran poder de Tezcuco y lo que amamos a los unos y aborrescemos a los otros». Dichas estas palabras, callando los demás hermanos, con gran reverencia respondió el mayor así:

     «Muy poderoso señor nuestro y muy amado hermano: No hay cosa que tú mandes, que nosotros, los ojos por el suelo, no la hagamos, aunque fuera contra razón, cuanto más habiendo tanta. Yo  te beso las manos muchas veces por la merced que me haces y por la confianza que de mí tienes; yo procuraré, jutamente con mis hermanos, darme tan buena maña en este negocio que tú [te] tengas por muy bien servido y Cortés quede muy obligado a siempre conoscer la buena obra que le haces.»

     Era este mozo de veinte y cinco o veinte y seis años, y como dice Motolinea, que le conosció, muy esforzado e un poco alocado. Llamóse después Don Fernando, como su hermano; fue muy amado y temido. Salió con cincuenta mill combatientes muy bien adereszados y armados; tomó él los treinta mill para entrar por la calzada por donde Cortés estaba, y los otros veinte mill, partidos igualmente, fueron con sus Capitanes a los otros dos reales.



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Capítulo CXXXVII

Cómo Cortés rescibió al General y a los otros Capitanes sus hermanos, y de lo que más pasó.

     Como este socorro era tan nescesario y llegó a tan buen tiempo, Cortés, que muy bien sabía acariciar a sus amigos y honrarlos cuando convenía, no contentándose con salir él a rescebir al General, dio con toda presteza aviso a otros Capitanes de los dos reales que hiciesen lo mismo que él, y que a los Generales y demás personas principales dixesen muy buenas y comedidas razones, agradesciéndoles la venida. Salió, pues, Cortés, acompañado de los más principales caballeros de su real, buen trecho, a rescebir al General tezcucano, hermano de Don Fernando; abrazáronse con gran amor y voluntad, lo cual después que hubo hecho Cortés con muchos de los otros Capitanes y personas señaladas, el General tezcucano le dixo estas palabras:

     «Invencible Capitán de los cristianos, amigos nuestros: Don Fernando, mi Rey, señor y hermano, por mí te saluda muchas veces y dice que tu Dios, como él espera, te dé victoria contra estos tiranos que al presente cercanos tienes; ofréscete cincuenta mill combatientes y dice que cuando fueren menester más, te los inviará, porque ya tiene a todos los de su reino tan inclinados a tu servicio y tan contrarios de los mexicanos, que sin mandárselo muchas veces, de su voluntad vendrán a ayudarte. Esto es lo que el Rey, mi señor, me mandó que dixese; lo que yo de mí tengo que decirte es que no se ha ofrescido jornada ni empresa de guerra que como ésta me haya dado alegría y contento, porque veo que entre otras muchas causas, hay dos muy principales: la una, ser tú y los tuyos tan buenos y tan valientes; la otra, ser los mexicanos tan malos y habernos hecho malas obras, y así, te doy la fee y palabra como caballero, hijo de Rey y hermano de Rey, de no te faltar ni volver desta guerra hasta quedar muerto o salir vencedor.»

     Mucho se alegró Cortés con tan buenas palabras, y tornándole a abrazar, tratándole como a Príncipe, le respondió así: «Gran señor y valentísimo Capitán: Tú seas muy bien llegado a este mi real, donde de mí y de los míos serás como señor y hermano nuestro tratado. Al Rey, tu hermano, beso muchas veces las manos por la merced e ayuda que de presente me hace y por la que me ofresce para cuando sea menester. Nunca entendí menos del amor que me tiene, y así, en lo que se ofresciere me hallará tan adelante, que a ninguno tanto, y porque esto ha de parescer por la obra, quiero ahora responderte a ti. En merced grande te tengo la gran voluntad con que a ayudarme has venido, y a ninguno pudiera el Rey, tu hermano, como a ti, cometer tan grande empresa, porque aliende que eres de alto linaje, has mostrado tu persona en las batallas que se han ofrescido muy valerosamente, y así, tengo entendido que en ésta, que es la mayor y más importante que hasta hoy se te ha ofrescido, has de ganar inmortal gloria y fama, de suerte que, como espera en Dios, vivo y sano y muy triunfante, volverás al reino de tu hermano.»

     Acabadas de decir estas palabras, que grandemente alegraron y animaron al General tezcucano, con gran ruido de la una música y de la otra, le llevó a su tienda. Los Generales de los otros dos reales rescibieron a los tezcucanos cuanto puedieron alegre y honrosamente, donde se ha de considerar el contento y alegría que con tan buen socorro los nuestros rescibirían, y el pesar y dolor que sentirían los mexicanos en ver venir contra ellos y con tanta determinación tantos y tan bien apuestos enemigos, a los cuales ellos habían subjectado y tenían por vasallos y por amigos, y aun muchos dellos, que hacía su dolor más grave, parientes, hermanos, padres y hijos; quebrantándose en esto el vínculo y fuerza de la consanguinidad, que tanto, cerca de todas las nasciones, puede.



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Capítulo CXXXVIII

Cómo vinieron los de Suchimilco y otros amigos, y de lo que a Cortés dixeron, y él les respondió.

     Estaban muchos indios a la mira, aguardando a ver a lo que se determinarían los tezcucanos, que eran muchos y poderosos, y como vieron que tantos y con tanta voluntad seguían la parte de Cortés, los vecinos de Suchimilco, ciudad situada en la alaguna, que está cuatro leguas de México, y ciertos pueblos otomíes, que es gente serrana y en gran cantidad, esclavos del señor de México, determinaron hacer lo que los tezcucanos, porque tenían más nescesidad de ser libertados y redemidos de las grandes vexaciones que, a la continua, de los mexicanos rescebían, y como estaban recelosos y aun temerosos de no haberlo hecho antes, probando, como dicen, el vado, los unos y los otros inviaron a Cortés sus embaxadores, los cuales, después que le hubieron ofrescido ciertos presentes, como lo tienen de costumbre, le dixeron que los señores de Suchimilco y los pueblos de aquella serranía, que llamaban otomíes, le besaban las manos y que le suplicaban les perdonase el no haberse ofrescido antes a su servicio, y que lo habían dexado de hacer, no por falta de amor que le tuviesen, ni por no estar más nescesitados que otros de su favor y amparo, siendo hasta estonces gravemente oprimidos, sino porque esperaban la coyontura que al presente tenían para mejor servirle y ellos hacerlo sin que los mexicanos y sus amigos les pudiesen ir a la mano; que si les daba licencia, vendría luego los más que pudiesen a servirle en aquella guerra y que también traerían vitualla. Cortés, después que los hubo oído con mucha atención y buena gracia e vio que los negocios desta manera se iban prósperamente encaminando, tratando muy bien a los embaxadores, les dixo que de muy buena voluntad les admitía su disculpa y les agradescía mucho que a tan buen tiempo se hubiesen determinado de venirle a ayudar, porque para ellos sería lo mejor, ca tenía entendido que muy presto, con el ayuda de Dios, se venían vengados y libres de los agravios y tiranías que habían rescebido. Díxoles que luego viniesen, porque de ahí a tres días pensaban combatir la ciudad a fuego y a sangre.

     Con esto, muy alegres los embaxadores, prometiéndole de volver con toda presteza con los demás sus señores y amigos, se despidieron, los cuales, vista la repuesta tan a su gusto, se aprestaron con tanta diligencia, que otro día entraron por el real de Cortés más de veinte mill hombres de guerra, con mucha vitualla, como lo habían prometido. Fueron rescebidos de Cortés con gran contento, porque, como luego diré, proveyeron parte del real y le aseguraron el que estaba en Cuyoacán.



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Capítulo CXXXIX

Cómo Cortés repartió los bergantines para el combate de la ciudad, y de la plática que hizo a los suyos antes que la combatiese.

     Como por el real de la calzada donde Cortés estaba, había quemado con los bergantines muchas casas de los arrabales de la ciudad y no osaba asomar canoa ninguna, por todo aquello, parescióle que para suficiente seguridad de los suyos, bastaba tener en torno de su real siete bergantines, y así, acordó de inviar al real de Sandoval tres bergantines, y otros tantos al de Pedro de Alvarado, encomendando mucho a los Capitanes dellos que porque por la parte de aquellos dos reales los de la ciudad se aprovechaban mucho de la tierra en canoas y metían agua, fructa, maíz e otras vituallas, que corriesen de noche y de día los unos y los otros del un real al otro, y que demás de impedir que no entrase provisión a la ciudad, harían espaldas a las gentes de los reales todas las veces que quisiesen entrar a combatir la ciudad. Desta manera se fueron donde mandó los seis bergantines, que fue cosa bien nescesaria y provechosa, porque no se pasaba día ni noche que no se hiciesen muy buenos saltos en los enemigos tomándoles muchas canoas e mucha provisión, haciendo en ellos todo el estrago que podían.

     Estando ya todo a punto y proveído lo nescesario y acabada de venir toda la gente de los indios amigos que venían en su socorro, juntos todos los españoles que tenía en su real, Cortés les habló desta suerte:

     «Caballeros y hermanos míos: Ya veis cómo Dios favoresce nuestro negocio, y [por] mejor decir el suyo, haciéndonos merescedores de que seamos instrumento cómo su sacro Evangelio se predique y extienda por este Nuevo Mundo y se desarraigue la falsa y cruel religión destos idólatras, que tan hondas y tan esparcidas había echado sus raíces. Si El es con nos, como paresce tan claro por la obra, ¿quién será contra nos? Para no perder su ayuda, sin la cual no podemos nada, conviene que de nuestra parte hagamos todo nuestro poder en purificar y limpiar nuestras conciencias, para que seamos dignos de ser favorescidos y amados de Dios, que, sin merescerlo nosotros, tan benigno y clemente se nos muestra, tiniendo principalmente los ojos y el corazón puestos en su servicio y en la conversión destos indios mexicanos, que no han querido admitir ni rescibir quien les predique, por la cual razón, ya que otras cesasen, pueden justamente ser conquistados. Tras este motivo, que es en quien habemos de poner todo nuestro pensamiento, se siguirá la prosperidad de bienes temporales, con los cuales los espirituales se sustentan, y pues para venir a esto es nescesario venir a las manos con nuestros enemigos, bien será, caballeros y hermanos míos, que no es menester decíroslo, os animéis y esforcéis mucho a resistir y vencer las muchas y grandes dificultades que se han de ofrescer hasta tomar esta ciudad, que después que estuviere en nuestras manos y debaxo de nuestro poder, todos los trabajos pasados nos serán suaves y sabrosos con el premio que esperamos; y porque cerca desto me paresce que no es nescesario deciros más, os advierto, para que hagáis lo que dicho tengo, que de aquí a dos días comenzaremos a combatir esta ciudad a fuego y a sangre, pues para nuestro fin no tenemos otro medio.»

     Hecha esta plática, que animó y esforzó tanto a los suyos que ya los dos días que quedaban hasta verse con los enemigos les parescían años, mandó a la lengua o intérprete que dixese a los Generales y Capitanes y a las demás personas principales que presentes estaban, que se apercibiesen y apercibiesen a los suyos, porque desde a dos días comenzaría el combate de México, donde conoscería si lo que hasta estonces les habían dicho conformaba con las obras, y que ya tenían dónde meter las manos para ser muy ricos y vengar sus injurias y mostrar el valor de sus personas, y que tendría gran cuenta con los que más valientemente lo hiciesen, para honrarlos y ponerlos en mayor estado, y que, por el contrario, al que viese cobarde le mataría primero que con su muerte los enemigos se animasen, y que pues en tan cruda y brava guerra no se excusaba el morir y rescebir heridas que procurasen morir como valientes, ca desta manera tendrían cierta la victoria y los muertos quedarían honrados y los vivos ricos y estimados.

     Con estas palabras, rescibiendo nuevo ánimo y esfuerzo, respondieron que a eso habían venido, o a morir, o salir victoriosos, y que por la obra vería cuán determinados venían de hacer esto, pues entendían cuánto les importaba concluir y acabar este negocio. Con esto se deshizo aquella junta y cada uno procuró apercebirse para el combate lo mejor que pudo.



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Capítulo CXL

Cómo pasados los dos días, Cortés comenzó el combate, y de lo que aquel día pasó.

     Pasados los dos días, el tercero por la mañana Cortés y los suyos con gran devoción oyeron misa, encomendándose a Dios, podiéndole favor e ayuda y perdón de sus culpas y pecados. Hizo oración el sacerdote, suplicando por la victoria, y vuelto a Cortés y los suyos, les dixo pocas y muy sustanciales razones, trayéndoles en suma a la memoria lo que Cortés poco antes les había dicho, encomendándoles mucho que los unos fuesen bien con los otros, y que su principal intento en aquel combate fuese atraer a los enemigos a paz e conoscimiento de su engaño y error. Esto hecho, que mucho inflamó y encendió a los nuestros, salió Cortés de su real con veinte de a caballo y trecientos españoles e con gran muchedumbre de amigos y tres piezas de artillería, e prosiguiendo en gentil orden y concierto por la calzada adelante, a tres tiros de ballesta del real, toparon con los enemigos, que ya los estaban esperando. Rescibiéronlos con los mayores alaridos del mundo, haciendo gran burla dellos, confiados de la gran fortaleza en que estaban, que ésta siempre da mayor esfuerzo a los que desde ella se defienden, porque como los tres días antes no se les había dado combate, aunque no faltaron algunos rencuentros, habían abierto todo lo que los nuestros habían cegado del agua y teníanlo de tal manera reparado, que estaba muy más fuerte que de antes y muy peligroso de ganar; pero Cortés, a quien estos peligros ni otros no desmayaban, porque estuvo siempre muy entero, mandó repartir los bergantines con mucho concierto, y que juntos, fuesen por la una parte y por la otra de la calzada basta llegar al primer paso, do había gran multitud de enemigos, y que llegados allí los rodeleros arrodelasen a los escopeteros y ballesteros y que hiciesen todo el daño que pudiesen, y él con los tres tiros asestados contra el albarrada comenzó a ofender, y como por tres partes se vieron los enemigos tan aquexados, porque los nuestros, como ellos eran tantos, no perdían tiro y caían como moscas, comenzaron a afloxar, así en los gritos como en la obra, y apretándolos los nuestros, comenzaron a desamparar el fuerte.

     Los españoles e indios amigos, ganada aquella albarrada y puente, pasaron de la otra parte, y como iban victoriosos, dieron con gran ánimo en pos de los enemigos, hiriendo y matando en ellos a su placer hasta que se fortalescían en otra puente y albarrada de las muchas que tenían hechas, de las cuales, aunque con más trabajo, ganaron los nuestros algunas. Echaron a los enemigos de toda la calle e de una plaza de unos aposentos muy grandes de la ciudad. Reparó allí Cortés, y como sagaz, para no verse en peligro a la vuelta, mandó que de allí no pasasen los suyos, y él entendió luego en cegar con piedras y adobes todos los pasos que los enemigos habían abierto. Tuvo tanto que hacer en esto, que aunque le ayudaban más de diez mill indios, cuando acabó era ya más de vísperas, y en todo este tiempo los españoles e indios amigos jamás dexaron de pelear, escaramuzando con los de la ciudad y echándoles celadas, en que mataron muchos dellos. Cortés, de rato en rato, con los de caballo alanzeaba cuantos podía, hasta que los acorraló y retraxo a los aposentos, de manera que no osaban llegar adonde los nuestros estaban.



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Capítulo CXLI

Cómo Cortés, por consejo del General de Tezcuco, quemó muchas casas, y de lo que le movió a ello.

     Porfiando los enemigos en su propósito, fortalesciéndose en las azoteas, de donde hacían gran daño a los nuestros, el General tezcucano dixo a Cortés que nunca se haría cosa buena si, como iban ganando tierra a los enemigos, no les iban derribando las azoteas. Cortés, viendo que los mexicanos estaban muy rebeldes y que mostraban determinación de morir o defenderse, coligiendo dello cosas, la una, que había poco o nada de la riqueza que al salir de México habían perdido; la otra, que le daban ocasión y aun forzaban a que totalmente los destruyese, aunque desta postrera tenía más sentimiento en el alma, determinó de tomar el consejo del General, que fué bien seguro, y excusó en el discurso de la guerra muchas heridas y muertes de los nuestros y de los amigos.

     Movió a Cortés poner por obra este consejo, como él lo escribió al Emperador Don Carlos quinto, el querer atemorizar y espantar, pues por buenas razones no podía, a los mexicanos, para que viendo el daño que de aquella manera comenzaban a rescebir, para excusar su destruición, viniesen en conoscimiento de su yerro, y así, comenzó luego a poner fuego a todas las casas y a aquellas grandes de la plaza, de donde la otra vez e de la ciudad echaron a los nuestros, que eran tan grandes, fuertes y espaciosas que cualquier Príncipe con más de seiscientas personas de su casa y servicio se podía aposentar en ellas. Quemó asimismo otras casas que junto a ellas estaban, que aunque eran algo menores, eran muy hermosas y frescas y donde Motezuma tenía todas las diferencias de aves que en estas partes había, y aunque desto pesaba a Cortés, pesaba mucho más a los enemigos, que grandemente lo mostraron, así los de la ciudad como los otros sus aliados, porque éstos ni otros nunca pensaron ni jamás pudieron entender que fuerzas de hombres, siendo ellos vivos, bastaran a entrar tan adentro de la ciudad y quemar tan grandes y fuertes edificios, lo cual les puso harto miedo y los desmayó mucho.

     Cortés, como era ya tarde, recogió su gente, para volver a su real. Los enemigos tenían de la quemazón de las casas tan gran coraje, que viendo que los nuestros se volvían, con grande ímpetu cargaron sobre ellos, dando en la retroguardia; pero como toda la calle estaba buena y para correr, revolvían de cuando en cuando los de a caballo y de cada vuelta alanceaban muchos, aunque con todo esto no dexaban de porfiar, dando grita a las espaldas.

     Este día, aliende de la pena que rescibieron los mexicanos  de ver entrar a los nuestros tan adentro en su ciudad y quemar edificios que ellos tenían en tanto, sintieron gran dolor y afrenta en conoscer a los de Chalco, Cuchimilco, otomíes y los de los otros pueblos, que habían sido sus pecheros y tributarios, apellidar cada uno su nombre y derramar la sangre de aquellos a quien como a señores solían respectar y obedescer. Dióles asimismo pena lo que los tlaxcaltecas les decían, mostrándoles los brazos y piernas de los muertos a sus manos, los cuales decían que aquella noche cenarían de sus carnes y que lo que sobrase guardarían para almorzarlo otro día, como de hecho lo hicieron.

     Desta manera volvió Cortés a su real con los suyos, sin haber perdido ningún español e pocos de los indios amigos, que fueron los que de cubdiciosos se cargaron demasiadamente de los despojos que tomaron. Los nuestros llegaron a su fuerte ya que anochescía, cansados, pero contentos, y los enemigos se volvieron tristes, cansados y afrentados, y con todo esto, tanta fue su dureza y pertinacia, que no quisieron pedir paz, aunque la matanza deste día fué muy grande y no menos la quema de las casas, porque, sin las principales que dixe, quemaron otras muchas.

     Los Capitanes de los otros dos reales con los seis bergantines hicieron mucho en divertir los enemigos, para que no se juntasen todos a una parte, porque fuera imposible vencerlos, porque aun así, aunque morían muchos, eran tantos que no parescía que faltaba alguno. Todos, finalmente, se retraxeron a sus reales sin rescebir daño ni acaescerles desgracia, que fue gran cosa para haber durado tanto la batalla y haber sido con tantos.



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Capítulo CXLII

Cómo Cortés volvió otro día al combate, y del trabajo que pasó en tornar a cegar lo que los enemigos habían abierto.

     El otro día que se siguió, por la mañana, después de haber Cortés oído misa,  que nunca la perdía pudiendo oirla, tornó lo más presto que pudo a combatir la ciudad por la misma orden y con la misma gente que el día pasado, porque los contrarios no tuviesen lugar de abrir las puentes que él había cerrado y hacer las albarradas; mas por bien que Cortés madrugó, madrugaron más los enemigos, ca de las tres partes y calles de agua que atravesaban la calle que iba del real hasta las casas grandes de la plaza, las dos dellas estaban ya como los días antes y más fortalescidas, porque hubo más cuidado  de defenderlas, tanto que muchos dellos perescieron de cansancio, de hambre y falta de sueño, porque toda la noche ocupaban los que así perescían en rehacer lo que los nuestros deshacían y no podían hacer otra cosa, porque el rey Guautemucín daba gran priesa y lo más de la noche andaba con los obreros. Por esta causa el combate de aquel día fue más recio y de muy mayor peligro y tanto que duró desde las ocho horas de la mañana hasta la una después de mediodía, y como el sol tomaba a los unos y a los otros sobre cansados, padescieron tan gran trabajo que se encalmaron muchos de los enemigos. Gastaron los nuestros toda la munición y almacén, de suerte que ni pólvora, ni pelotas, ni saetas les quedaron; quebraron las más de las picas, traxeron casi deshechas las rodelas, abollados los cascos, de las macanas y piedras, y las espadas maltratadas. Con todo esto, ganó Cortés dos puentes y dos albarradas, y como él dice en su Relación, éste y los demás combates fueron más peligrosos que los de otras partes, porque para ganar cualquiera de las albarradas y puentes era forzado echarse a nado los españoles y pasar de la otra parte, y esto no lo podían ni osaban hacer todos, porque era fácil a los enemigos alcanzarlos a cuchilladas, a cuya causa fuera casi imposible la victoria, si por los lados no hubieran quemado los nuestros las azoteas, de donde los que saltaran en tierra rescibieran gran daño. Con todas estas dificultades, los españoles, así por tener presente a Cortés, que les daba gran ánimo, como porque ya estaban determinados de morir o vencer, hicieron aquel día maravillas, y las mismas hicieron Alvarado y Sandoval con sus gentes por su parte, porque ganaron otras dos puentes y albarradas.

     Con esta victoria se volvió Cortés, dexando cegadas las dos puentes, aunque al retirarse rescibió algún daño, porque cargaban los enemigos como si los nuestros fueran huyendo, los cuales venían tan ciegos que no miraban en las celadas que los de caballo les ponían, en que caían y murieron muchos dellos. Este día, aunque muy cansados y más heridos que el pasado, se recogieron los nuestros más temprano al real.



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Capítulo CXLIII

Donde se dice qué fue la causa por qué Cortés, tomadas y cegadas las puentes, no llevaba el real adelante, volviéndose siempre a su puesto.

     Podrá dubdar alguno, y con razón, que hubiere leído los dos combates pasados, qué sea la causa por qué Cortés, como iba ganando tierra, no asentaba luego su real, volviendo de nuevo a un mismo trabajo, ganando con tanta dificultad y riesgo tantas veces unas mismas albarradas y puentes, que paresce, como él dice en su Relación, que o era negligente, o no era para sustentar lo que una vez ganaba, y así, no faltaron en aquel tiempo algunos que no lo entendían, que culparon a Cortés porque no iba mudando el real como iba ganando, diciendo que le pudiera  poner la primera vez en la plaza. Responde él mismo, como el que tan bien sabía hacer sus negocios, que por dos causas era imposible hacerlo, o que ya que lo hiciese, estaba cierto el perdimiento de todos; la una causa era ser los españoles muy pocos para sustentar y defender de noche las albarradas y puentes, porque todos eran nescesarios para pelear el día, y cansados y sin dormir era imposible hacer algo de noche ni de día; la otra, puesto el real en la plaza de la ciudad, aliende de que no tuviera Cortés de dónde se proveer de bastimentos y municiones con la facilidad que donde había asentado, los enemigos eran infinitos, y el cercador (como dice Motolinea) quedara cercado y acorralado para no poderse valer, ca de noche y de día, a todas horas, dieran sobre él los enemigos como hombres que estaban en su casa y tenían dónde se recoger, y desta manera, habiendo de estar en vela y pelear de noche y de día y a todas horas, no pudiera ser posible sustentarse muchos días, cuanto más conseguir la victoria, y así tuvo Cortés por mejor el ganar muchas veces unas mismas puentes que llevar el exército adentro de la ciudad, ca estando siempre donde estuvo les quitaba las vituallas y municiones, y con hambre y con guerra, poco a poco, como lo hizo, iba comiendo los enemigos hasta acabarlos.



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Capítulo CXLIV

De la mucha gente de los pueblos del alaguna, que vino en favor de Cortés, y de cómo formó un grueso exército de indios amigos, y lo que hicieron.

     Por todo este tiempo los vecinos de Iztapalapa, Ocholobusco, Mexicalcingo, Mezquique, Cuitlauaca e los naturales de otros pueblos que estaban en el alaguna dulce habían estado neutrales, de manera que ni hacían daño a los cristianos ni favorescían a los mexicanos, no determinándose a la una ni a la otra parte hasta ver cómo se ponían los negocios de los cristianos, y como vieron que eran tan poderosos y que todo les subcedía bien, tanto que por ser sus amigos los de Chalco eran poderosos para hacerles mal y daño, determinaron de declararse por amigos de los españoles, así por excusar el inconveniente dicho, como por gozar de la libertad en que vían se habían puesto sus vecinos, y para esto, de conformidad, inviaron sus mensajeros a Cortés, los cuales, en nombre de aquellos pueblos, le suplicaron los perdonase por no haber hecho antes esto y que mandase a los de Chalco y a los otros sus vecinos que no les hiciesen más daño, y que de ahí adelante los podía mandar como a criados, porque ellos venían con determinación de servirle tan bien como los de Chalco.

     Cortés les respondió que él no tenía enojo dellos, sino sólo de los mexicanos, porque porfiaban en no querer ser sus amigos, y que para que él creyese que de veras se le ofrescían, porque era su determinación no levantar el real hasta tomar por paz o por guerra a la ciudad de México y ellos tenían muchas canoas para le ayudar, le hiciesen placer de apercebir todas las que pudiesen con toda la más gente de guerra que en sus pueblos había, para que por el agua, en compañía de los bergantines, anduviesen de ahí adelante en su ayuda. Rogóles asimismo que porque los españoles tenían pocas y ruines chozas donde recoger y cargaban las aguas, que hiciesen en el real todas las más casas que pudiesen, trayendo con las canoas, de las casas más cercanas de la ciudad, adobes y madera.

     A lo uno y a lo otro respondieron con muy buena gracia, diciéndole que las canoas de guerra estaban a pique y que las casas las harían luego. Con esto se despidieron, y otro día, que fué bien de ver y que dio harta pena a los mexicanos, vinieron con gran multitud  de canoas y piraguas, a su modo muy bien armadas, y así madera y adobes, de los cuales con gran presteza hicieron para los españoles tantas casas de la una parte y de la otra de las dos torres de la calzada do Cortés estaba aposentado, que desde la primera casa hasta la postrera había más trecho que cuatro tiros de ballesta. Había más de dos mill personas con españoles e indios de su servicio en estos aposentos, porque todos los demás, que eran ya casi docientos mill indios amigos, se aposentaron en Cuyoacán, que estaba legua y media del real y cerca de los otros reales.

     También estos indios proveyeron de algunos mantenimientos a los españoles, de que tenían estrecha nescesidad, porque ochenta y más días que duró el cerco se mantuvieron con cerezas, de que hay grandísima cantidad y duran más tiempo que las de España, y de tortillas, de las cuales no se hartaban. Fue por algunos días gran regalo algún pescado, de que éstos mismos proveyeron, porque se entienda que no solamente los españoles pelearon con infinidad de enemigos, pero con la hambre y con el frío y calor e otros trabajos, que merescen para sus descendientes gran remuneración.



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Capítulo CXLV

Cómo Cortés determinó de combatir la ciudad por tres o cuatro partes, para que se les diese de paz, e de lo que sobre esto pasó.

     Después que ya no quedaba pueblo que algo valiese en la comarca de México, que no se hubiese dado a Cortés, de suerte que libremente los indios de aquellos pueblos entraban y salían de los reales de los españoles, unos por ayudar, otros por comer, otros por robar y por ver y mirar lo que pasaba, a que los hombres suelen ser naturalmente inclinados, Cortés, que dos o tres días arreo había entrado por la parte de su real en la ciudad de México, sin otras tres o cuatro que había acometido, llevando siempre lo mejor y hecho gran estrago en los enemigos, creyendo que de cada hora se movieran a pedir paz y amistad, la cual deseaba como la vida, y viendo que esto no aprovechaba, determinó de ponerlos en más nescesidad, por ver si podría hacerlos venir a lo bueno, y así, proponiendo de que no se le pasase día que no combatiese la ciudad, ordenó, con la gente que tenía, entrarles por tres o cuatro partes, y para esto hizo venir todos los hombres de guerra de aquellos pueblos del alaguna con sus canoas, e ya que por la mañana se habían juntado en su real más de cient mill combatientes, diciéndoles por la lengua que los mexicanos, obstinados en su error, no querían paz, que tanto les convenía, sino ser pasados a cuchillo e quemados en sus casas, que pues por bien no querían hacer la razón, que por mal, apretándolos cuanto pudiese, les quería forzar a ella; por tanto, que les rogaba mucho que no apartándose de los bergantines, como él lo ordenaría, hiciesen todo su poder hasta rendir o acabar todos los enemigos. Ellos respondieron con gran ánimo que así lo harían e que no habían venido a otra cosa. Visto esto, Cortés mandó que los cuatro bergantines con la mitad de las canoas y piraguas, que serían hasta mill y quinientas, fuesen por la una parte, y por los otros tres con la otra mitad fuesen por la otra e corriesen todo lo más de la ciudad en torno, quemando y abrasando las casas y haciendo el mayor daño que pudiesen, y él entró por la calle principal adelante; hallóla toda desembarazada; fue hasta las casas grandes de la plaza, porque ninguna de las puentes estaba abierta; pasó adelante a la calle que va a salir a Tacuba, en que había otras seis o siete puentes, e de allí proveyó que Alonso de Avila entrase por otra calle con sesenta o setenta españoles e que seis de a caballo fuesen a los españoles, para los asegurar. Fueron con ellos diez o doce mill indios amigos. Mandó a Andrés de Tapia que por otra calle hiciese lo mismo, y él con la gente que le quedaba siguió por la calle de Tacuba adelante. Ganaron tres puentes, las cuales cegaron luego e porque ya era tarde se volvieron al real con la victoria que aquel día Dios les había dado, dexando para otro día lo que les quedaba de hacer.



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Capítulo CXLVI

De la victoria que otro día tuvieron los reales españoles y de la porfía grande de Guautemuza.

     Deseaba mucho Cortés que toda la calle de Tacuba se ganase, porque la gente del real de Pedro de Alvarado se juntase y comunicase con la suya e pasasen del un real al otro, y que lo mismo hiciesen los bergantines, ca desta manera tenía entendido que con mayor  brevedad concluiría en negocio, y así, el día siguiente volvió a entrar en la ciudad por el orden que el día pasado, y acometió con tan gran denuedo, que por doquiera que iba, como a león furioso, le hacían lugar. Retraxéronse este día tanto los enemigos hasta lo interior de la ciudad, que paresció a los nuestros tenerles ganadas las tres cuartas partes de la ciudad. No menos buen subceso tuvieron los del real de Alvarado e Sandoval, porque ganaron muchas puentes y albarradas y se señalaron mucho y rescibieron muy poco daño. De aquel día y del pasado tuvo para sí Cortés que resultara el quererse dar de paz los enemigos, la cual él, con victoria y sin ella, la deseaba y procuraba, dando dello todas las muestras que podía, inviando por momentos, como dicen, recaudos al rey Guautemucín, diciéndole muchas y muy buenas cosas, acariciándole unas veces y amenazándole otras; pero todo era trabajar en balde, porque estaba tan emperrado y tan ciego de ira y enojo, que siempre cerró los oídos al buen consejo, diciendo: «Morir o vencer»; lo cual fué causa de que muchos de los suyos, deseándolo, no se osasen dar. Ganadas, pues, muchas victorias, este día los nuestros se volvieron a sus reales con mucho placer, aunque con pena de ver que los mexicanos estuviesen tan determinados de morir, que no quisiesen salir a ningún partido.



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Capítulo CXLVII

De la desgracia que a Pedro de Alvarado acontesció por quererse aventajar y señalar.

     La fortuna, que nunca por mucho tiempo muestra el rostro de una manera, se trocó con Alvarado en la manera siguiente, el cual cebado (que es lo que a los más engaña) con las victorias pasadas y prósperos subcesos, paresciéndole que siempre había de ser así, se descuidó en lo que Cortés, su General, más le había avisado. Como, pues, hubiese ganado muchas puentes y albarradas y para sustentarlas pusiese velas de pie y de caballo, de noche, en ellas, e la otra gente se fuese al real, que estaba tres cuartos de legua de allí, e como este trabajo era insufrible, acordó de pasar el real al cabo de la calzada que va a dar al mercado de México que es una plaza harto mayor que la de Salamanca, toda cercada de portales a la redonda, y para llegar a ella no le faltaba de ganar sino otras dos o tres puentes aunque eran muy anchas y peligrosas, y así estuvo algunos días, que siempre peleaba y había victoria; y como de los días antes había conoscido flaqueza en los enemigos, así por la priesa que él les daba, como por los bravos combates con que Cortés los apretaba, determinó de les pasar e ganar una puente de más de sesenta pasos de ancho y de hondo dos estados; pasóla, aunque con gran dificultad, y así por la furia con que acometió, como por lo mucho que los bergantines le ayudaron, ganada esta puente, siguió tras de los enemigos, que iban puestos en huída, si no la figieron para hacer lo que luego hicieron. Dio priesa Alvarado que se cegase aquel paso, pero como no reparó hasta verle bien ciego, como convenía para que los caballos pudiesen entrar y salir, siguiendo la victoria, quedó por cegar, y como los enemigos vieron el peligro que atrás quedaba y que los españoles que habían pasado no eran más de cuarenta o cincuenta con algunos amigos y que los de a caballo no podían pasar, revolvieron sobre ellos tan sin pensar y con tanto ímpetu que les hicieran volver las espaldas y echarse al agua. Tomaron vivos tres o cuatro españoles, que a vista de los nuestros luego sacrificaron. Fue cosa harto lastimosa que, pidiendo favor, no pudiesen ser socorridos. Murieron diciendo palabras de muy cristianos, aunque no les dieron lugar a muchas, porque luego les sacaron los corazones, y así Alvarado perdió esta vez, por adentarse, sin la consideración que convenía. Retráxose a su real, llevando bien aguado el placer que de las victorias pasadas había rescebido.



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Capítulo CXLVIII

Cómo Cortés supo esta desgracia, y de lo que con Alvarado pasó.

     Llegado que fue Cortés a su real, supo luego, como estaba ya más cerca del de Alvarado, el desmán que le había subcedido, que fue la cosa de que más le pesó por caer en Alvarado, a quien él mucho quería, y más, como era razón, por haber dado ánimo y esfuerzo a los enemigos, que tan de caída iban, porque como ello fue, volvieron tan sobre sí, que de ahí adelante por muchos días anduvieron muy orgullosos y desvergonzados, de suerte que mofando de los nuestros, los contrahacían y remedaban diciendo: «Manda, Capitán», y lo demás no acertaban; otros decían: «¡Ay sancta Malía!» (que la r no la pronuncian); otros decían: «Sayo, bonete, zapatos!» y cierto, este desmán paresció ser principio de otros que después subcedieron.

     Pasó Cortés bien mohino al real de Alvarado, para informarse mejor de lo que pasaba y reprehenderle, porque unos le culpaban mucho, y otros no tanto. Miró do había pasado su real, y como le halló tan metido dentro de la ciudad y consideró los muchos y malos pasos que había ganado, se maravilló, y viendo cuán valerosamente lo había hecho y que fueran malas gracias reprehenderle, como lo había pensado, alabóle lo que había hecho y con amor y blandura le reprehendió el descuido de no haber cegado por su persona aquel paso sin encomendarlo a nadie, como a muchas veces se lo había dicho. Encargóle encarescidamente tuviese de allí adelante especial cuidado, y comunicó con él otras cosas muy importantes a la conclusión del cerco. Defendióse Alvarado, aunque en algo confesó su descuido, con la gran priesa que los suyos le daban, conoscida la flaqueza de los enemigos, a que primero que Cortés ganase el mercado, se aventajase en cosa tan importante de todos los demás que combatían la ciudad, porque ganado el mercado, restaba poco de hacer y lo que quedaba de la ciudad no se podía sustentar, a cuya causa Alvarado, por no contradecir a tantos que así le ahincaban, puso el pecho al negocio, y como tengo dicho, con el gusto de las victorias pasadas y las importunaciones y persuasiones de los que [le] incitaban, no advirtió a lo que tanto convenía, descuidándose con encargarlo a otros.

     Esto mismo acontesció a Cortés en su real, que fue muy importunado de todos los de su compañía que tomase el mercado y se metiese cuanto pudiese la ciudad adentro; pero él, que mejor que ellos entendía los negocios, hacía como dicen, orejas de mercader, disimulando unas veces y contemporizando otras, encubriéndoles el porqué no lo hacía, representándoles; algunas veces los grandes inconvenientes que se ofrescían, porque para entrar en el mercado había muchas azoteas, puentes y calzadas rompidas, de tal manera que cada casa por donde había de pasar estaba hecha como isla en mitad del agua, cosa que después puso a los nuestros en grande aprieto.



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Capítulo CIL

De algunas entradas que Cortés hizo, y de lo que respondió al tesorero Alderete, que le importunaba se metiese más en la ciudad.

     Pasado esto, Cortés hizo algunas entradas en la ciudad por las partes que solía. Combatían los bergantines y canoas por dos partes y él en la ciudad por otras cuatro. Mató muchos de los contrarios, porque cada día le venía gente de refresco, señalándose mucho, no sólo él y sus Capitanes, como en su lugar diré, pero otras personas particulares, de las cuales no se esperaban hazañas tan extrañas. Desta manera pasaron algunos días que Cortés y sus Capitanes volvían siempre con victoria, que fue causa que todos los españoles, y entre ellos principalmente el tesorero Alderete, porfiasen importunadamente se metiese la ciudad adentro y tomase el mercado. Dilatábalo Cortés cuanto podía, por dos cosas: la una, por ver si Guautemuza y los suyos mudarían propósito; la otra, porque los enemigos estaban muy juntos y muy fuertes e muy determinados de morir, y que cada casa dellos, por el agua de que estaba cercada, era un fuerte. Con todo esto, como los españoles por veinte días enteros no habían hecho otra cosa que pelear, y casi siempre se hallaban en un mismo puesto, abriendo los enemigos de noche lo que ellos con tanto trabajo cegaba de día, como la tela de Penélope, sentían esto tanto, por concluir con trabajos tantas veces repetidos, que, no satisfechos de las razones que Cortés les daba, le porfiaron, tomando a poner por intercesor a Alderete, o que les diese otras razones más bastantes, o que hiciese lo que todos le suplicaban. Cortés respondió estonces a Alderete y a otras personas de calidad que con él venían: «Señores: vuestro deseo y propósito es muy bueno, y ninguno de vosotros ni todos juntos lo deseáis tanto como yo, e veo que para importunármelo tenéis razón, y pues tanto me apretáis que me hacéis decir lo que no querría, sabed que lo he dexado de hacer, porque no todos como vosotros pondrán el hombro a este negocio que es tan peligroso. y dificultoso, que me recelo que algunos que mucho bravean han de perder y hacernos perder, que es lo que yo mucho sentiría porque en la guerra hace más daño el que huye que provecho el que va venciendo; y si con todo esto os paresce que acometamos, como decís, porque no digáis que yo sólo me quiero extremar en contradecir lo que todos pedís, veldo bien, que a lo que os determináredes me hallaréis, y acordaos que si vinierdes en ello, os digo que habemos menester bien las manos.» Alderete le replicó que todo lo tenían visto y que ninguno había que no estuviese de aquel parescer, y que más querían ponerse a cualquier peligro, por grande que fuese, que trabajar tantas veces sin provecho, y que no había hombre dellos que no tuviese tragada la muerte, para no dexar por temor della de hacer todo lo posible, o para vengarla, o salir con la victoria. Al fin pudieron tanto estas y otras razones, que Cortés respondió: «Sea, pues, así, caballeros; encomendámonos a Dios, que con varones tan determinados doquiera me podré yo arrojar.»



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Capítulo CL

Cómo otro día Cortés dio orden en lo que se había de hacer para dar el combate.

     Determinado ya Cortés de echar el negocio a un cabo, llamó a consejo a las personas más principales y de más saber en

las guerras, con las cuales comunicó y trató el cómo se había de dar el combate, para que viniese en execución su deseo; y tratado lo hizo saber a Gonzalo de Sandoval y a Pedro de Alvarado, diciéndoles cómo otro día siguiente había de entrar en la ciudad y trabajar cuanto pudiese de llegar al mercado. Escribióles como por vía de instrucción, inviando, para más satisfacción suya, dos criados bien informados, a que Gonzalo de Sandoval por la parte de Tacuba se viniese con diez de a caballo a cient peones e quince ballesteros y escopeteros al real de Pedro de Alvarado, y que en el suyo quedasen otros diez de a caballo, dexando concertado con ellos que otro día que había de ser el combate, se pusiese en celada detrás de unas casas, haciendo que levantaban el real y que huían con el fardaje, porque los de la ciudad saliesen tras dellos y las celadas les acometiesen por las espaldas; e que con los bergantines que tenían y con los otros tres de Pedro de Alvarado ganase aquel mal paso donde Pedro de Alvarado había sido desbaratado, e que sin apartarse de allí, a toda priesa le cegase; y hecho esto, con gran tiento pasasen adelante, de suerte que en ninguna manera se alexasen ni ganasen paso sin dexarlo primero ciego y adereszado, e que si pudiesen sin mucho riesgo y peligro ganar hasta el mercado lo procurasen, y esto no era menester decírselo, que no deseaban otra cosa, porque él había de hacer lo mismo; pero que supiesen que aunque les inviaba a decir esto, no era para obligarles a que ganasen paso de que les pudiese venir algún desbarato o desmán, y que esto decía porque conoscía de sus personas que habían de poner el rostro donde él les dixese, aunque supiesen perder las vidas; y porque ellos habían de combatir por sola una parte y él por muchas, les invió a pedir setenta o ochenta hombres de pie, para que otro día entrasen con él, los cuales vinieron con los criados de Cortés aquella noche a dormir al real, como les había mandado.



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Capítulo CLI

Del razonamiento que Cortés hizo a los suyos y del orden que dio en el combate.

     Oída misa, que fue bien de mañana. estando todos juntos, Cortés les dixo: «Caballeros y amigos míos: Bien sabéis los que estáis presentes y saben los demás que están en los otros reales, cómo muchas y diversas veces me habéis persuadido, rogado e importunado que nos metamos la ciudad adentro y procuremos tomar el mercado, porque ganado este, la ciudad será nuestra. Yo, como habéis visto, por todas las vías que he podido lo he excusado, por las causas y razones que ya os he dicho; pero al fin habéis podido más que yo e no puedo dexar de hacer lo que me rogáis. Ya está dada la traza de lo que  han de hacer Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado. Ahora resta que conforme a la que diéremos, pues hemos de combatir por muchas partes, nos dispongamos más que nunca a hacer el deber, de suerte que los Capitanes no pasen de lo que se les mandare y los soldados no hagan más de lo que ellos les dixeren, porque  por querer aventajarse un Capitán o un soldado, no gobernando el ánimo con discreción, muchas o las más veces se pone en peligro de donde no sale, o si sale, con mucha pérdida y a gran riesgo de la compañía y algunas veces de todo el exército. Lo que intentamos y emprendemos es muy dificultoso; pero después del favor divino, con dos cosas lo alcanzaremos, conviene a saber, con seso y esfuerzo, y es bien que de una vez, estando como estáis determinados, probemos nuestra ventura. Muchos acuden en nuestro favor; armas y municiones no nos faltan; los enemigos aunque están fortalesecidos, están acorralados, y ganado el mercado y algunas casas, siempre valdrán menos. Encomendémonos a Dios y a Sant Pedro y Sanctiago, nuestros abogados; sean en nuestra ayuda, que creo si serán, pues de nuestra parte habemos hecho todo lo que ha sido en nosotros. Ahora, si hay algo de que me avisar, haceldo, por que no quede cosa por intentar que convenga.»

     Ellos, contentos de haberle oído, le respondieron que no quedaba más de que mandase e ordenase lo que se debía hacer, y así ordenó luego Cortés que los otros bergantines guiasen las tres mill canoas y piraguas, como la otra vez, por las calzadas. Repartió la gente de su real en tres compañías, porque para ir a la plaza del Tatelulco, había tres calles; por la una había de entrar el Tesorero e Contador con sesenta españoles e veinte mill indios, ocho caballeros, doce azadoneros e muchos gastadores para cegar las acequias, allanar las puentes y derribar las casas; por la otra calle había de entrar Andrés de Tapia e Jorge de Alvarado con ochenta españoles e más de diez mill indios e ocho de a caballo, e a la boca desta calle, que era la de Tacuba, habían de quedar dos tiros para asegurarla. Cortés había de ir por la otra calle angosta con cient peones e ocho de a caballo. Entre los peones había veinte y cinco ballesteros y escopeteros e con infinito número de amigos, avisados los de a caballo, que a la boca de la calle se habían de detener, sin que en ninguna manera le siguiesen hasta que él se lo inviase a mandar.



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Capítulo CLII

Cómo Cortés acometió con su gente y del bravo y peligroso combate de aquel día.

     Desta manera ordenado todo, según dicho es, después que Cortés hubo entrado

bien adentro sin hallar resistencia, se apeó del caballo y tomó una rodela, y con los suyos en buen concierto y denuedo acometió a una albarrada bien fuerte y con mucha gente que estaba del cabo de una puente. Asestóle un tiro pequeño y con los ballesteros y escopeteros que llevaba le dio por un buen rato recio combate hasta que la ganó. Pasó adelante por una calzada que tenían rota por dos o tres partes, las cuales estaban todas fortalescidas por los enemigos. Dividió su gente Cortés; combatió todas tres partes; no las defendieron mucho, porque los indios amigos, que eran en gran cantidad, les entraban por las azoteas e por otras partes, que parescía que ya la victoria era por los nuestros, porque como todos entraron a un tiempo y cada cuadrilla por su cabo, hicieron maravillas, matando hombres, deshaciendo albarradas, ganando puentes y destruyendo casas. Los indios amigos siguieron la calle adelante sin hallar quien se lo contradixese. Cortés se quedó con obra de veinte españoles en una isleta que allí se hacía, porque vio que ciertos españoles andaban envueltos con los enemigos, los cuales los retraían algunas veces hasta echarlos en el agua, porque eran muy muchos y les tenían ventaja en el lugar; pero con el favor de Cortés revolvieron sobre ellos hasta echarlos lexos de sí. Demás desto se detuvo allí Cortés por guardar que por ciertas traviesas de calles los de la ciudad no saliesen a tomar las espaldas a los españoles que habían seguido la calle adelante, los cuales a este punto inviaron a decir a Cortés que habían ganado mucho de la ciudad y que se hallaban cerca de la plaza del mercado, y que en todas maneras querían pasar adelante, porque ya oían el combate que Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado, daban por su parte. Cortés les invió a decir que en ninguna manera pasasen adelante sin que primero las puentes que ganasen cegasen muy bien, de manera que si tuviesen nescesidad de retraerse, lo pudiesen hacer sin peligro, pues sabían que en aquello consistía el vencer o perderse. Ellos le replicaron que las puentes que habían ganado las tenían cegadas muy bien y que si se quería certificar dello que viniese a verlo, porque hallaría ser así lo que le decían.



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Capítulo CLIII

Del gran riesgo y peligro en que Cortés se vio, por no estar bien ciega una puente.

     Al tiempo que los de Cortés habían pasado una puente que tenía doce pasos en ancho y el agua que por ella pasaba era de hondura de más de dos estados, hinchéronla de madera e cañas de carrizo e poca tierra e adobes, y como pasaban pocos a pocos e con tiento, no se había hundido la madera y cañas, y ellos, con el gusto de la victoria, iban embebecidos, sin atender a lo que tanto les importaba y de que tantas veces, con tanta diligencia les había avisado Cortés. Pensando, pues, que todo quedaba fixo, llegó Cortés a aquella puente, que con justo título, de ahí adelante se pudo llamar la puente desdichada, donde, como diré, murieron tantos españoles. Halló que ya los suyos venían en huída, porque los enemigos entendieron el peligro grande que de la mal cegada puente atrás quedaba, los cuales, como perros rabiosos, dieron en ellos. Cortés, como los vio venir tan desvalidos e tan sin tiento, comenzóles a dar voces diciendo: «¡Tened, tened!, ¡volved, volved el rostro a los enemigos!» Ellos, o porque pensaron que la puente quedaba bien ciega, o porque el miedo no les dio lugar a oir y reparar, dieron consigo en la puente, la cual, como había estado llena de madera y carrizo, abaxóse toda aquella faxina e quedó tan llena de agua como de antes. Ya Cortés llegaba a este lugar, cuando halló que el agua estaba llena de españoles e indios, de manera que parescía no haber echado en ella una paja. Los indios, que más que todos los hombres del mundo se encarnizan en los vencidos (señal grande de ser cobardes), cargaron tanto, que matando en los españoles se echaban al agua tras ellos. Acudieron luego, que fue lo que hizo muy gran daño, gran cantidad de canoas de los enemigos, que tomaban y llevaban vivos a los españoles sin poder por ninguna vía ser socorridos. Cortés, como vio tan súbito tan no pensado desmán, determinó de parar allí y morir peleando, aunque en lo que estonces pudo más aprovechar él y los que con él iban, eran en dar las manos a algunos miserables españoles que se allegaban, para que saliesen afuera. Unos salían heridos, otros medio ahogados, otros sin armas, y otros que acabando de salir expiraban. Invió Cortés a los que podía adelante, mandándoles que no parasen hasta llegar al real.

     En esto, sin los que había (que eran muchos) acudieron tantos de los contrarios y cargaron con tanta furia, que cercaron a Cortés y a otros doce o quince españoles que consigo llevaba; y como él y ellos estaban tan embebecieclos en ayudar a los que estaban caídos en el agua (que con grandes voces pedían socorro) no miraron ni advirtieron el gran peligro en que estaban y al daño tan cierto que podían rescebir, aunque estaban en la calzada, porque de las canoas habían saltado innumerables enemigos hasta venir a tomar a manos a los nuestros, como luego diré.



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Capítulo CLIV

Do se prosigue y dice el peligro que de ser preso o muerto Cortés tuvo, y de cómo Olea murió defendiéndole, y de lo que hizo Cortés sobre esto.

     Fuéronse los enemigos por todas partes acercando tanto a Cortés, que ciertos dellos le echaron mano, diciendo a voces: «¡Malinche, Malinche!», e cierto, le llevaran vivo, como él confiesa en su Relación, si no fuera por un criado suyo, hombre muy valiente, que se decía, Francisco de Olea, que de una cuchillada cortó las manos a un indio que le tenía asido, el cual luego, por darle la vida, perdió allí la suya. Ayudó también (según dice Motolinea), un indio tlaxcalteca que se llamaba Baptista, hombre muy esforzado, que después fue buen cristiano y el primero que rescibió el sacramento de la Extramaución. En su entierro, delante del cuerpo, llevaron sus parientes y deudos una lanza levantada, en memoria de su gran esfuerzo y valentía.

     Viendo, pues, Cortés, que habían muerto a Olea e a lo s que le habían librado, se quiso echar al agua a pelear, y Antonio de Quiñones, Capitán de su guarda de cincuenta hombres, le abrazó y por fuerza le volvió atrás, diciendo: «Yo tengo de dar cuenta de vos, Cortés, y no otro.» Respondióle Cortés: «Déxame, Quiñones; ¿Dónde puedo yo morir mejor que con los míos, que por darme a mí la vida la perdieron ellos? ¿No veis cómo estos perros matan a los nuestros?» Replicóle Quiñones: «No se puede remediar eso, perdiendo vos la vida; salvemos vuestra  persona, pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros puede escapar.» Con todo esto, no podía con él hasta que medio por fuerza le sacó de allí, e así él y los demás peleando, se vinieron retrayendo. Murieron en este mal paso cuarenta y cinco españoles, las cabezas de los cuales pusieron los enemigos entre unos palos en el sacrificadero, los cuales iban hiriendo en los nuestros con gran furia. Rodelaba Cortés no sólo su persona, pero la de otros. Peleó este día por más que diez hombres, como enojado y como el que peleaba, no solamente por su vida, sino por la de los suyos.

     En esto llegó un criado suyo a caballo, hizo un poco de lugar; pero luego, desde una azotea baxa le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron más que de paso dar la vuelta. Fue este conflicto tan grande, que cayeron en el agua dos yeguas; la una salió nadando, y la otra mataron los indios. Murió allí un Fulano de Guzmán, mayordomo de Cortés, cuya muerte él sintió mucho y todos los del real la lloraron, porque era muy bastante y muy bienquisto.

     Esperando Cortés que la gente pasase por aquella calzadilla a ponerse en salvo, y él y los suyos deteniendo a los enemigos, llegó un mozo suyo para que cabalgase, porque era tanto el lodo que había en la calzadilla, de los que entraban y salían por el agua, que no había persona que se puediese tener, mayormente con los empellones que los unos a los otros se daban por salvarse. Cortés cabalgó, pero no para pelear, porque allí era imposible a pie, cuanto más a caballo, y, si pudiera ser, antes de la calzadilla. En una isleta se habían hallado los ocho españoles de a caballo que Cortés había dexado, que no pudieron hacer otra cosa que volverse, y aun la vuelta fue tan peligrosa, que aquí, como dixe, cayeron las dos yeguas en el agua.

     En este mismo lugar, dice Cortés en su Relación, que le mataron a Guzmán, viniendo a traerle un caballo para en que se salvase, la muerte del cual, como antes dixe, se sintió tanto que Cortés dice [que] hasta hoy está reciente el dolor de los que le conoscieron.



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Capítulo CLV

De cómo Alvarado y Sandoval pelearon este día, e de lo que subcedió con el bergantín de Flórez, e cuánto ayudó el Capitán Mota.

     Este mismo día, que tan aciago fué para Cortés, Alvarado y Sandoval se hallaron juntos con sus compañías y con dos bergantines, los cuales todos acertaron a estar a la parte del norte que viene de Tacuba al Tlatelulco, y para apartar las muchas canoas que de [la] parte del sur les fatigaban, pasaron el bergantín de Pedro de Briones por cierta abertura de la calzada, que estaba casi ciega. Lleváronle (como eran muchos), como en las manos, los indios amigos. Combatióse muy bien por aquella parte; llegaron muy cerca del mercado y siempre con prosperidad, que jamás le mataron español, como dicen otros. Repararon allí; pelearon bravamente gran parte del día, hasta que vieron sacrificar muchos españoles, y desde a poco espacio les llegaron dos de caballo, que Cortés inviaba, haciéndoles saber su desgracia y que se retraxesen como mejor pudiesen. No fue esto oculto a los indios amigos, porque luego se pusieron en cobro, desamparando el bergantín, que por la mañana había de volver a la otra parte. Los mexicanos, como venían con victoria y dexaban al General y a los de su compañía retirados, cargaron todos sobre los de Sandoval y Alvarado y su gente con tanto ímpetu, que se tomó por remedio que Sandoval con ciertos de a caballo se opusiese a los enemigos, entre el bergantín y la ciudad, corriendo sobre ellos todo el espacio que correr se podía, rescibiendo cuando volvían mucho daño de las varas y piedras que les tiraban, y en esto estuvieron hasta casi la noche, que los españoles solos acabaron de pasar el bergantín, que se retruxeron, y Sandoval con los mensajeros que Cortés le había inviado, se fue a ver aquella noche con él.

     Los dos bergantines que guardaban la calzada de Tenayuca, anduvieron aquel día juntos y entraron por un canal de agua hasta cerca del templo, do ahora es el monesterio de Sanctiago, y acaso el capitán Flórez se halló adelante, y pensando que a cuanto más peligro se ponía ganaba más, con su compañero Jerónimo Ruiz de la Mota metió su bergantín por una calle angosta, donde paró por no poder navegar más, dexando a Mota atrás en una como placeta de agua, y así estuvieron hasta casi las tres o las cuatro de la tarde, que vieron sacrificar los españoles en la gran torre de su templo; y de ahí a poco ciertos indios echaron unas calzas y jubón con sus agujetas, de una azotea, en el bergantín de Flórez, que no poco pavor dio a los que en él estaban.

     Los indios principales, que habían rompido al General y a los de su compañía,

acometieron por mar y tierra con gran braveza y alaridos al bergantín de Flórez, que más cerca tenían, lanzando en él tantas piedras y adobes de lo alto de las casas vecinas, que sufrieron mucho ellos y el bergantín, el cual quisieron sacar ciando, y no pudiendo gobernar, dio en un carrizal, donde cargaron sobre él, como cosa rendida, los indios. Mota, que no menos valiente que sesudo era, por socorrer al temerario compañero, mandó con gran presteza bordar su bergantín contra los enemigos, y como la gente fuese con más espacio que la nescesidad pedía, saltó desde la proa en tierra tanto trecho, que fuera de aquel ímpetu e furia con que iba, no lo saltara en dos saltos. Siguióle el Veedor e otros cuatro o cinco, e algunos con ballestas, e como acometieron con gran denuedo y tan de súbito, pusieron turbación en los mexicanos, los cuales dieron lugar a que Flórez y su bergantín saliesen libres, aunque con hartas heridas. Con esto, como ya la noche se acercaba, se retraxeron como quien escapa de las uñas  del gavilán, quedando enseñado Flórez de ahí adelante a no ponerse a más de lo que buenamente pudiese.



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Capítulo CLVI

Cómo Cortés salió a la calle de Tacuba peleando, y de lo quee invió a decir a los otros Capitanes de su compañía, y de lo que los enemigos hicieron.

     Con todos estos trabajos salió Cortés con los que quedaban a la calle de Tacuba, que era bien ancha, y recogida la gente, se quedó en la retroguarda, conoscido bien que los enemigos habían de porfiar en su seguimiento, los cuales venían tan furiosos que parescía que no habían de dexar hombre a vida, e retrayéndose lo mejor que pudo, amparando [a] los suyos, invió a decir al Tesorero y al Contador que hiciesen lo mismo a que fuese[n] con mucho concierto hasta recogerse en la plaza. Lo mismo invió a decir a Andrés de Tapia e Jorge de Alvarado, que habían entrado por la calle que iba al mercado. Los unos y los otros pelearon valientemente e ganaron muchas albarradas y puentes que habían muy bien cegado, lo cual fue causa de no rescebir daño al retraerse. Puso espanto a algunos, cuando el Tesorero y Contador combatían un  albarrada, poco antes que se retraxesen, ver que los de la ciudad, por encima de la misma albarrada, echaron tres cabezas de cristianos, aunque por estonces, según estaban desfiguradas, no supieron si eran del real de Pedro de Alvarado o del de Cortés.

     Recogidos todos a la plaza, por todas partes tante gente de los enemigos sobre los nuestros, que tenían bien que hacer en apartarlos de sí, y llegó su atrevimiento a tanto, que acometían por aquellos lugares y partes donde antes deste desbarato no osaban esperar a tres de a caballo y diez peones. Luego que esto pasó, los sacerdotes de los ídolos se subieron a los templos e torres altas del Tlatelulco, y a su costumbre, como hacían cuando conseguían victoria, encendieron muchos braseros y echaron mucho copal, que se hace de cierta goma que hay en estas partes, que paresce mucho al anime, lo cual ofrescieron muy regocijados, como dando gracias a sus ídolos por la victoria que de los nuestros habían alcanzado, e aunque los españoles quisieran mucho estorbárselo, no pudieron, porque ya los más dellos con la demás gente de amigos se iban hacia el real.

     Murieron en este desbarato los españoles que arriba dixe, aunque Cortés en su Relación (a quien se debe más crédito) dice que fueron treinta e cinco o cuarenta, a más de mill indios amigos; hirieron más de treinta españoles, e Cortés salió herido en una pierna. Perdióse el tiro pequeño de campo, que había llevado, y muchas ballestas, escopeteros y otras armas, que echaron harto menos después.

     Hecha la cerimonia de los sahumerios, por hacer desmayar a Sandoval y Alvarado, que estaban más cerca y frontero de los templos, llevaron los de la ciudad todos los españoles vivos y muertos al Tlatelulco, que es el mercado, y en las torres altas de los templos, para que mejor pudiesen ser vistos, desnudos en carnes los sacrificaron, así a los muertos como a los vivos; abriéndolos por los pechos, les sacaron los corazones, y con grande contento y reverencia los ofrescieron a sus ídolos, lo cual Sandoval y Alvarado y los demás sintieron en las entrañas; púsoles gran tristeza y desmayo, viendo especialmente lo que los vivos hacían, aunque por la gran distancia no los podían oír. Retraxéronse a su real, habiendo peleado aquel día cuanto tantos hombres podían contra tanta infinidad de enemigos. Ganaron hasta casi el mercado, el cual se acabara de ganar aquel día si Dios, por sus ocultos juicios, o por los pecados de los nuestros, no permitiera tan gran desmán. Cortés llegó a su real tan triste como cuando la primera vez salió por fuerza de México; lo uno, aunque no fue tan grande esta pérdida, porque le decían que los bergantines, en quien estaba la fuerza y esperanza de vencer, eran perdidos, aunque después supo que no, puesto que, como después se dirá en su lugar, se vieron en grande estrecho; lo otro, porque los enemigos cobraban grande ánimo y se atrevían a lo que nunca habían osado, derramando la victoria que habían habido por toda la tierra. Fue este día, como alegre y regocijado a los enemigos, así triste y lloroso a los nuestros y la noche llena de planto y congoxa.



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Capítulo CLVII

De las alegrías que los enemigos hicieron y de las palabras que dixeron y recaudos que inviaron a otras provincias.

     Aquel día y la noche siguiente los de la ciudad celebraron su victoria con el extremo que suelen sus pérdidas y desastres, que en lo uno y en lo otro son demasiadamente alharaquientos. Encendieron muchos y grandes fuegos por todas las torres de los templos, que hacían la noche tan clara como si fuera de día; tocaron tantas bocinas y atabales e otros instrumentos que resuenan mucho, que parescía hundirse la ciudad; saltaron y bailaron, cantando cantares de regocijo y alegría, dando gracias a sus ídolos por la victoria, pidiéndoles favor para adelante, prometiéndoles de hacerles un gran sacrificio de corazones de cristianos e comer con chile en un gran banquete los cuerpos de los tlaxcaltecas. Recontaron las hazañas de sus antepasados, e cotejándolas con la suya decían que nunca sus dioses habían rescebido, tan gran servicio, ni sus pasados habían muerto tan valientes y esforzados hombres. Animábanse en los cantares los unos a los otros a que de ahí adelante peleasen valientemente, porque como habían muerto a aquellos cristianos así harían a los demás, e que si así no fuese lo mejor era morir, que venir en poder de extraña gente. Con esto abrieron todas las calles y puentes del agua, como de antes las tenían, y llegaron a poner sus fuegos y vela de noche a dos tiros de ballesta del real de los nuestros, y como todos salían tan desbaratados y heridos e casi sin armas, había nescesidad de que descansasen y se rehiciesen.

     En el entretanto que esto hacían los nuestros, los de la ciudad, con gran consejo, se dieron gran priesa a fortalescerse e a inviar sus mensajeros a muchas provincias a ellos subjectas, haciéndoles saber la victoria que de los cristianos habían habido, y como los mensajeros no eran de los que menos hablaban, acrescentaban de tal manera el negocio, que de una mosca hacían elefante, diciendo cómo los mexicanos, señores del mundo, habían muerto muchos cristianos y que presto acabarían los que quedaban; por tanto, que los que de miedo se querían dar  a los cristianos, que mudasen parescer, y que los que no tenían pensamiento de rendirse a los nuestros, que se holgasen, porque en breve verían vengados sus corazones y sus dioses más servidos y reverenciados que nunca, y que los unos y los otros no tratasen de paz con los cristianos si no querían que, después de muertos los mexicanos, los destruyesen, y sus hijos, mujeres y casas y heredades diesen a otros; e por que viesen que esto era así, iban mostrando (por dondequiera que iban, diciendo estas palabras) las dos cabezas de los caballos que habían muerto e algunos de los cristianos. Fueron de tanta eficacia estas palabras, juntamente con las claras muestras que vían de lo que decían, que los unos por temor [a que] si venciesen a los mexicanos serían destruídos y asolados, los otros por el odio y enemistad que a los nuestros tenían, estuvieron muy firmes en su contumacia y rebeldía, tratando de ahí adelante de ofender a los nuestros y jamás ayudarlos.

     En el entretanto que esto pasaba, después que los nuestros por algún tanto hubieron descansado y adereszándose de armas, porque los de la ciudad no tomasen más orgullo y se ensoberbeciesen, como de menores cosas solían, y para que no sintiesen flaqueza en los nuestros, ca a saberla, con facilidad (según eran muchos y buen adereszados) cumplieran lo que  amenazaban, cada día salían algunos españoles de los que más sanos y descansados estaban, así de pie como de a caballo, con muchos de los indios amigos, a pelear con los de la ciudad, aunque nunca podían ganar más de algunas puentes de la primera calle antes de llegar a la plaza.



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Capítulo CLVIII

Cómo sabido el desbarato de los españoles por la comarca, los indios de Marinalco e otros se rebelaron, y cómo Cortés invió contra ellos al Capitán Andrés de Tapia, el cual los venció, y de la confederación de sus veinte compañeros.

     No hubieron bien pasado dos días después del desbarato y rompimiento de los españoles, cuando luego (porque el mal vuela) lo supo toda la comarca subjecta al imperio mexicano, y así los vecinos de Marinalco e los pueblos de la provincia de Coisco comenzaron a hacer brava guerra a los indios de la provincia de Cuernauaca, subjectos a la ciudad de México, porque se habían dado por amigos de los cristianos y les ayudaban en lo que se ofrescía, e como ya no podían sufrir las molestias los de Cuernauaca de sus malos vecinos, ca les destruían sus panes y frutales, que cuando a ellos hubiesen muerto darían sobre los cristianos, determinaron inviar sus mensajeros a Cortés, pidiéndole socorro, porque no tanto se tenrían del mal que de presente padescían, cuanto del que se les allegaba, por irse juntando tanta gente contra ellos. Cortés, oído el mensaje, le pesó mucho que en tal tiempo le pidiesen socorro, porque habiendo tan poco antes subcedido aquel desbarato, tenía más nescesidad de ser socorrido que de socorrer; pero con todo esto, así por no mostrar flaqueza de que los enemigos habían de rescebir nuevo ánimo, como por no faltar a sus amigos, que con tanta voluntad se le habían ofrescido y tanta nescesidad tenían de su socorro, determinó, aunque tuvo muchos contradictores, de inviar al Capitán Andrés de Tapia, hombre de consejo y esfuerzo, con ochenta españoles de a pie y diez de a caballo, al cual encargó mucha la guerra y la brevedad della, dándole no más de diez días de término para ir a volver, representándole la nescesidad en que quedaba y la contradicción de muchos. Andrés de Tapia se partió luego, y llegando a una poblazón pequeña, que está entre Marinalco y Cuernauaca, halló que le estaban esperando los enemigos en campo raso, confiados demasiadamente en su poder. El ordenó la gente que llevaba, e con algunos de Cuernanaca les representó la batalla, la cual se trabó bien sangrienta; pero desde a poco rato, como los de a caballo eran señores del campo, los nuestros desbarataron a los enemigos y siguieron el alcance, hiriendo y matando muchos hasta meterlos en Marinalco, que estaba asentado en un cerro muy alto y donde los de a caballo no podían subir, e viendo esto, atacaron y destruyeron cuanto hallaron en el llano, volviendo muy alegres dentro de los diez días con victoria a su real, vengados los de Cuernauaca e perdido el orgullo los de Cuernauaca, digo los de Marinalco, e quitada la esperanza a los demás de rebelarse, como pensaban.

     Era Marinalco pueblo grande y de poca agua. Engañóse Gómara en decir que tenía muchas fuentes, porque después acá, por la falta y trabajo de traer el agua, se baxó a lo llano.

     Usó Andrés de Tapia en el discurso de la guerra de un muy avisado ardid y consejo para emprender mayores cosas que otro y salir con ellas, y fue que se juramentó con los mayores vínculos y firmezas que él pudo con veinte escogidos soldados de su compañía, los cuales contaré después, en esta manera; que juntos todos acometiesen y ninguno se apartase del lado del otro e que todos muriesen por uno e uno por todos, mirando de tal suerte los unos por los otros que a ninguno dexasen matar sin que todos los demás, con toda fidelidad, hasta librarle, se pusiesen al mismo riesgo, y así los de esta compañía entraban y salían con mucha victoria e acontescíales no solamente ayudarse a sí, pero a los de otras compañías. Cúpole a este Capitán la conquista que hoy va de Sant Francisco a lo alto del Tlatelulco, y la echó por tierra y al principio della edificó su casa, que fue de las primeras que se hicieron en México, y así por esto aquella calle en la traza de México se llama la calle de Tapia, el cual dexó hijos y poca renta para lo que sus servicios merescieron.



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Capítulo CLIX

Cómo vinieron a Cortés mensajeros de los otomíes, quexándose de los de Matalcinco, y cómo determinó de inviar a ello a Sandoval.

     En el entretanto que el Capitán Andrés de Tapia fue y vino al socorro que Cortés le había inviado, algunos españoles de pie y de a caballo entraban a pelear a la ciudad hasta llegar a las casas grandes que estaban en la plaza, y de allí, aunque llevaban consigo muchos indios amigos, no podían pasar, porque los de la ciudad tenían abierta la calle de agua, que está  a la boca de la plaza, que estaba muy honda e ancha, y de la otra parte tenían una muy ancha y fuerte albarrada e allí peleaban los unos con los otros hasta que la noche los despartía, y luego desde a dos días que Andrés de Tapia vino de la guerra de Marinalco, llegaron al real de Cortés diez (e según Motolinea, quince) mensajeros de los otomíes, que eran como esclavos de los mexicanos, a quexarse de los de la provincia de Matalcingo, sus vecinos, de quien rescibían grandes daños, por la cruda guerra que les hacían, a causa de haberse dado por amigos de los cristianos e por vasallos del Emperador, y que la guerra iba tan adelante que les destruían la tierra y les habían ya quemado un pueblo y llevado alguna gente y que venían destruyendo cuanto podían y con intención de dar en el real de los cristianos, para que saliendo juntamente los mexicanos los acabasen. A los más desto dio crédicto Cortés, porque de pocos días [a] aquella parte todas las veces que los nuestros entraban a  pelear a la ciudad, los indios los amenazaban con los de la provincia de Matalcingo, diciéndoles: «Ya, perros cristianos, vendrán presto sobre vosotros los de la provincia de Matalcingo, que son muchos y muy valientes y tan enemigos vuestros como nosotros; tomaros han por las espaldas y  nosotros os acometeremos por delante y desta manera no escapará ninguno de vosotros y haréis con vuestros cuerpos alegres nuestros banquetes; por tanto, si no queréis morir, alzad vuestro real e íos.»

     Los nuestros, acordándose de palabras y de lo que los mensajeros habían dicho, aunque no tenían mucha noticia desta provincia, bien sabían que era grande y que estaba veinte y dos leguas de su real, y entendieron de la quexa que los otomíes daban, que pedían favor e ayuda contra aquellos sus vecinos, e aunque le pidieron en tan recio tiempo, Cortés, que en semejantes trances no desmayaba, confiando en la ayuda de Dios, aunque, como antes está dicho, no le faltaban contradictores, se condolió de aquella miserable y perseguida gente, determinando de favorescerlos; les dixo: «Dios, que no nos faltó contra Marinalco, tampoco nos faltará contra Matalcingo, pues hace tuerto y sinrazón.» Movióle a esto, aliende de que hacía lo que debía a sus amigos, el deseo que tenía de quebrar en algo las alas a los de la ciudad, que cada día amenazaban con los desta provincia, mostrando gran esperanza de ser socorridos por los della y con su ayuda executar sus amenazas, y este socorro no le podían tener de otra parte que de allí, porque por todas las obras habían de topar primero con provincias y pueblos de los amigos confederados con los cristianos, y así, por no poner el negocio en condisción, mandó a Gonzalo de Sandoval, su Alguacil mayor, de quien confiaba mucho, que con diez e ocho de caballo e cient peones españoles, en que había un solo ballestero, fuese contra los de Matalcingo y amparase a los otomíes y volviese con toda la presteza que fuese posible, el cual, como no se dormía en cosa, salió otro día bien de mañana con su gente, llevando por delante los mensajeros otomíes, para que diesen aviso a los suyos cómo iba e que con su armas estuviesen a punto.



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Capítulo CLX

De lo que los españoles sintieron esta partida, y cómo Sandoval venció.

     Como Sandoval salió, que era persona de tanta importancia para los negocios, y llevó consigo tantos españoles, los demás lo sintieron mucho y nunca desmayaron tanto como estonces, aunque lo disimularon cuanto pudieron, así porque los enemigos no cresciesen en su soberbia e orgullo, como por no dar su brazo a torcer a los indios amigos, que, como dicen, andaban siempre mirando a la boca a los nuestros, los cuales, como españoles y hombres que respondían al antiguo linaje de donde descendían, decían muchas veces enojados de la dilación y estorbos que se ofrescían para conseguir sus deseos: «¡Oh, pluguiese a Dios, que quedando con las vidas solamente, aunque quedásemos en cueros, tomásemos esta ciudad y acabásemos ya de vencer a estos perros emperrados que tan porfiadamente se nos defienden sin dar lugar a buena razón! ¡Oh, si saliésemos ya con esta empresa, aunque ni en la ciudad ni en toda la tierra hallásemos oro ni plata, ni otro interese!» De donde se conoscerá claro la extrema nescesidad y peligro en que estaban sus personas e vidas e que no era su principal intento, como algunos pensaron, el enriquecer, sino hacer el deber.

     Partido, pues, Sandoval, aquel día fue a dormir a un pueblo de los otomíes, e otro día, muy de mañana, salió de allí y llegó a unas estancias de los mismos otomíes, las cuales halló sin gente y mucha parte dellas quemadas, e acercándose más lo llano, junto a una ribera halló mucha gente de guerra de los enemigos, que habían acabado de quemar otro pueblo, los cuales, como vieron a los nuestros, se pusieron en huída. Siguiólos Sandoval y su gente, y como les daban priesa, dexaban las cargas en el camino, e así casi a cada paso topaban los nuestros con cargas de maíz e muchos niños asados en barbacoa, que traían para su provisión, e otras cosas que ellos habían robado. Pasaron un río y repararon de la otra parte, haciendo rostro, pensando que estaban muy fuertes. Sandoval con los de a caballo pasó el río, rompió por ellos y desbaratólos de tal manera que los puso en huída, corriendo a fortalescerse en su pueblo de Matalcingo, que estaba de allí tres leguas. Por todas duró el alcance sin cansarse los de caballo, hasta encerrar los enemigos en el pueblo, donde Sandoval esperó a los españoles de a pie y a los indios amigos, los cuales venían matando en los que los de a caballo atajaban y en los que de cansados quedaban atrás. Murieron en este alcance más de dos mill de los enemigos.

     Llegados los de pie, que parescía que habían venido volando e que, como si fueran inmortales, no venían cansados, lo mismo se puede decir de los indios amigos que pasaban de diez mill, comenzaron todos de ir hacia el pueblo, donde los enemigos hicieron rostro, en tanto que las mujeres, niños e viejos y sus haciendas se ponían en salvo en una fuerza que estaba en un cerro muy alto, cerca del pueblo, pero como los nuestros dieron de golpe sobre ellos, hiciéronlos también retraer a la fuerza que tenían en que era muy agra y fuerte y quemaron y robaron el pueblo (como eran tantos los que acometían) en muy breve tiempo, e como ya era tarde y los nuestros de haber peleado todo aquel día estaban cansados, no quiso Sandoval combatir la fuerza. Los enemigos, como por estonces estaban tan siguros, disimulando su afrenta, o porque así lo tenían de costumbre, todo lo más de la noche ocuparon en dar voces y alaridos, tocando otros a la contina atabales y bocinas con que hicieron grandísimo estruendo, que fue para hacer lo que en el capítulo siguiente se dirá.



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Capítulo CLXI

Cómo otro día por la mañana, queriendo Sandoval combatir la fuerza, no halló a nadie, y de lo que más subcedió.

     Otro día, bien de mañana, creyendo Sandoval que los contrarios estaban en la fuerza y que no podía dexar de ser el combate sangriento y dificultoso, por el gran peligro que había en subir a lo alto, y que a esta causa habían de desmayar algunos de los suyos, juntos todos para que no hiciesen esto, les dixo: «Señores y hermanos míos: Ya sabéis a lo que somos venidos y la gran confianza que de nosotros tiene nuestro General. No será bien que decaigamos della, por la dificultad que se nos representa de poder subir por tan áspero peñol, pues somos nosotros mismos los que con otras tan dificultosas cosas y más hemos salido victoriosos; a vencer venimos, o a morir, y pues lo uno o lo otro no se excusa, bien será que al que cayere la suerte de morir, muera como varón, haciendo el deber, honrando su persona, su linaje y nasción, volviendo por la fee que profesamos y en que hemos, para ser salvados, de morir. Ya sabéis lo mucho que el buen ánimo hace y lo mucho que alcanza el bien perseverar; acometamos como españoles, que los que quedáremos vivos volveremos victoriosos, cumpliendo a lo que venimos.» Dichas estas palabras, todos le respondieron que ya era tarde para acometer.

     Invió Sandoval, ordenada su gente, indios espías, grandes corredores, a ver el orden y fortaleza que tenían los contrarios, los cuales volviereon y dixeron que no había hombre alguno en lo alto, de lo cual pesó mucho a algunos españoles y a muchos de los indios amigos, porque quisieran mostrarse aquel día en negocio tan arduo y peligroso. Sandoval, para certificarse más, invió algunos españoles; volvieron y dixeron lo mismo. Movió con esto Sandoval su real e dio sobre un lugar que estaba de guerra, el señor del cual, como vio la pujanza de los nuestros, dexo las armas, abrió las puertas, rescibió a los nuestros con buen semblante, dióse y prometió de traer de paz a los matalcingas e a los de Marinalco, e no, como dice Gómara, a los de Coixco, que estaban de México treinta leguas, y estas poblaciones están diez hacia el ocidente.

     Cumplió su palabra aquel señor, porque luego los habló y atraxo y después los llevó a Cortés, el cual los perdonó y ellos le sirvieron muy bien en el cerco México y le proveyeron de mucha comida, porque Toluca es abundantísima de maíz, que es la cabeza y tiene mucha tierra y mucha gente; e, según dice Motolinea e otros testigos de vista, Toluca tiene un tan gran valle, que en él hay muchas estancias de vacas, que él dice casi ciento, e pocas menos de ovejas, y en las unas y en las otras grandísimo número de ganado, el cual bebe de un río que corre por medio e de otros muchos arroyos y fuentes. Entra este río por la provincia de Mechuacán y hácese muy grande; llámanle el río de la Barranca.

     Mucho se sintieron los mexicanos que los de Matalcingo y Marinalco se ofresciesen tan de veras a los cristianos, y desmayaron mucho, porque toda la esperanza de socorro tenían puesta en estas poblaciones, que la una dellas hacía provincia.

     Con esta victoria se volvió Sandoval al real de Cortés; fue rescebido como tal varón merescía, e aquel día que él entró algunos españoles estaban peleando en la ciudad, y los mexicanos habían dicho que fuese allá la lengua; éste era Joan Pérez de Artiaga, que de los cristianos ninguno la deprendió tan presto ni tan bien; fue muy provechoso antes y después del cerco. Llamáronle los indios Joan Pérez Malinche, porque fue el primero que entendió a Marina. Llegado la lengua, dixeron los mexicanos que querían hablar sobre la paz, la cual, según paresció, no querían sino con condisción que los cristianos dexasen la tierra, y en demandas y respuestas entretuvieron a los nuestros algunos días y se fortalescieron, que lo habían bien menester, aunque nunca jamás se entendió dellos que tuviesen voluntad de no pelear, y esto paresció bien por un día, que, hablando con ellos Cortés tan cerca que no había en medio más de una puente quitada, diciéndoles que mejor era la paz que la guerra, e que excusasen la hambre que ya comenzaban a padescer, un vicio, dellos, a vista de todos, sacó de su mochila muy despacio pan y otras cosas, que comió con gran reposo, dando a entender que no tenían necesidad, despidiendo a los nuestros de toda esperanza de paz. Aquel día se pasó en esto y no hubo combate.



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Capítulo CLXII

Cómo los tlaxcaltecas, después de venido Sandoval, pelearon sin los españoles con los mexicanos, e de una plática que su General antes hizo, e de cómo los mexicanos acometieron a los nuestros de súbito.

     Llegado que fue Sandoval, Chichimecatl, uno de los Príncipes tlaxcaltecas que siempre estuvo con su gente en el cuartel de Sandoval, viendo que después del desbarato los españoles habían afloxado algo de pelear con los mexicanos, determinando de ganar honra con los unos y con los otros, llamando a los Capitanes y personas principales que debaxo de su maner tenía, les dixo: «Esforzados y muy valientes Capitanes: Ofrescídose ha ocasión en que si, como siempre habéis hecho, lo hacéis, ganemos inmortal gloria para nuestros descendientes, nación y patria, que es lo que los caballeros guerreros suelen siempre procurar. Visto habéis cómo los cristianos después de aquel desbarato, aunque son muy valientes, han afloxado en apretar a estos perros mexicanos, más enemigos nuestros que de otros ningunos. Conviene que ahora mostremos nuestro valor y esfuerzo y que solos, sin los cristianos, los combatamos hoy, para que estos perros entiendan que sin ayuda de los cristianos, somos, como habemos sido, más poderosos que ellos, aunque ellos muchos más que nosotros, y los cristianos conoscan que también sin ellos podemos pelear y vencer; por tanto, salgamos en buen concierto, como los hacen los cristianos, e queden cuatrocientos flecheros en nuestra retroguarda, para que cuando nos retraxéremos, peleando de refreseco, detengan la furia de los enemigos, y así cerca desto me podéis dar vuestro parescer y decir lo que sentís, porque paresciéndome tal, lo haré.»

     Hecho este breve razonamiento, dos de los más ancianos de aquellos Capitanes le dixeron en nombre de los demás: «Valentísimo Príncipe e General nuestro, debaxo de cuya dichosa bandera militamos: No se puede decir el contento que todos hemos rescebido, y así creemos que nuestros buenos dioses te lo han inspirado, en que hoy, entre otras muchas buenas cosas que has dicho muy acertadas, digas ésta, que tanto al honor de nosotros importa. No hay que te responder más de que mandes y ordenes lo que luego se ha de hacer, porque nosotros donde tú murieres moriremos, e donde peleares pelearemos.» Chichimecatl luego sin más detenerse, concertó su gente, dexando, como dixe, cuatrocientos flecheros desta parte de una puente abierta de agua; pasóla con la demás gente, que para cazarle allí, al retraerse los mexicanos, no la defendieron mucho, e acometió luego con mucha grita otra puente, apellidando su linaje y ciudad, donde hubo un bravo rencuentro.

     Aquí dice Motolinea que dexó los cuatrocientos flecheros. Ganóla, aunque no sin mucha sangre de los uno y de los otros. Siguió los enemigos, que de industria, para cogerle a la vuelta, huían, e ya cuando le tuvieron buen trecho apartado de la puente, revolvieron sobre él. Trabóse una muy gentil escaramuza, porque los unos y los otros, como eran de una nasción, aunque no de un apellido y linaje, peleaban bravamente; los mexicanos por defender su ciudad, y los tlaxcaltecas por echarlos della. Hubo muchos heridos y muchos muertos, y lo que fue más de ver las pláticas, desafíos, amenazas y denuestos que de la una parte a la otra había, porque se decían cosas muy extrañas y nuevas a los oídos de los españoles; e ya que se hacía tarde, los tlaxcaltecas, que habían llevado lo mejor, se comenzaron a retraer. Cargaron sobre ellos, que ansí lo hacen, aunque sean vencidos, muy de golpe, los mexicanos, pensando, como dicen, que los tenían en el garlito, porque al pasar de otra puente como aquella habían sido desbaratados los españoles. Pasó Chichimecatl con todos los suyos casi sin perder ninguno, por la gran resistencia que los cuatrocientos flecheros hicieron.

     Perdieron este día mucha honra los mexicanos, quedaron muy corridos y espantados de una no vista osadía de los tlaxcaltecas, aunque al fin entendieron que con las espaldas que los cristianos les hacían se podían poner a más que aquello, y fue así que españoles hubo para socorrerlos si en algún trabajo los vieran; pero con todo esto los nuestros honraron mucho aquel día a los tlaxcaltecas y alabaron el ardid y destreza de su General. Los mexicanos, como los nuestros no peleaban como solían, pensando que de cobardes o enfermos lo hacían, o por falta de bastimentos, otro día  al cuarto del alba dieron en el real de Alvarado un buen rebato. Sintiéronlo las velas, dieron al arma, salieron los de dentro, de pie y de a caballo, y a lanzadas los hicieron huir. Ahogáronse muchos dellos, e otros muchos volvieron bien heridos, e todos conoscieron por experiencia que a ningún tiempo se descuidaban los cristianos, antes estaban apercebidos.



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Capítulo CLXIII

Del peligro en que se vieron algunos bergantines y de lo bien que lo hizo Martín López, e de la muerte del Capitán Pedro Barba.

     Después que los españoles que estaban heridos convalescieron a los que estaban cansados tomaron algún aliento, volvieron como de antes al combate, hallando a los enemigos no menos porfiados e indignados que de antes. Tomáronles los nuestros otra vez las entradas y salidas, de que resciberon tanta mohina y enojo, que desesperados juntaron gran cantidad de canoas y piraguas e por aquella parte donde Cortés estaba, acometieron con muy gran furia a los bergantines, que estaban los unos de los otros apartados. Fue tan grande el ímpetu con que acometieron y pelearon tan como rabiosos, que los nuestros pensaron que aquel día les ganaran los bergantines, que fuera el mayor desastre que en aquel tiempo les pudiera subceder. Zabordó la fusta capitana en un madero grueso, acudieron muchos de los enemigos, y el Capitán della, Joan Rodríguez de Villafuerte, la desamparó y se pasó a otra, pensando de no poder escapar en la suya. Martín López, que regía y gobernaba toda la flota e iba en la capitana a manera de piloto mayor, dióse con los demás compañeros tan buena maña, que como muy valientes y esforzado la defendió y sacó fuera. Echó al agua dos españoles, porque quisieron desamparar la capitana e hirió a ocho porque como pusilánimos y cobardes se metían debaxo del tendal. Hizo aquel día maravillas, porque era hombre de grandes fuerzas y mucho ánimo y muy membrudo y de gran persona. Mató a un indio Capitán, que era después de Guautemuza el principal, el cual defendía un paso que era la llave de la ciudad, por donde los nuestros habían de pasar. Quitóle un plumaje e una rodela toda de oro; mató asimismo otros Capitanes y señores; pero la muerte de aquél hizo gran daño a los mexicanos y fue causa de que más en breve se tomase la ciudad. Hízole Cortés y con muy gran razón Capitán de la capitana, y públicamente le hizo grandes favores.

     Mandó, visto lo que heabía pasado aquel día, que los bergantines anduviesen de cuatro en cuatro. Movióle a esto aunque antes lo tenía mandado, el peligro en que también cerca de Tepeaquilla se vio el bergantín o fusta de que era Capitán Cristóbal Flórez, que a no acudir el bergantín en que iba por Capitán Jerónimo Ruiz de la Mota, se lo llevaran los enemigos en las uñas, porque ya le tenían tomados los remos, rompida la vela, y dentro muchos de los enemigos a cercado por todas partes de más de docientas canoas, aunque Flórez defendía su parte muy como valiente. Rompieron los dos Capitanes, después de librado Flórez del peligro en que se había visto, por dos lados por las canoas, y piraguas, dieron a fondo con muchas dellas, trabóse una brava batalla naval, que duró más de tres horas, porque pelearon los unos y los otros valientemente. Quitaron los nuestros los remos a los enemigos y con ellos hicieron harto estrago. Finalmente, aunque  bien cansados y heridos, salieron los nuestros vencedores. Este mismo día, que tuvo de todo, apretaron tanto los enemigos a otro berglantín, cuyo Capitán era Pedro Barba, que el defenderle como caballero le costó la vida, porque ocupado en pelear con un montante en las manos, de una azotea le arrojaron una tan gran piedra sobre la cabeza, que luego cayó muerto, pero no vencido, porque los suyos vengaron bien su muerte, saliendo de aquel aprieto con victoria, aunque con pérdida de tan buen Capitán, la cual lloró Cortés y los otros Capitanes y personas principales tan tiernamente que por muchos días duró el sentimiento della, y al contrario, como tenían ojo en él los enemigos, la regocijaron diciendo palabras e haciendo con los cuerpos meneos y señales de gran contento o menosprecio de los nuestros, de manera que por la obra viene a ser cierto lo que dixo aquel filósofo: «De lo que tú te ríes, llora otro.»



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Capítulo CLXIV

Cómo estando la guerra en estos términos Cortés invió a Ojeda e a Juan Márquez a Tlaxcala por bastimentos, e del gran Peligro en que se vieron al salir de México.

     Padescían los reales de Cortés gran nescesidad de bastimentos, porque, como he dicho, apenas se hartaban de cerezas de la tierra e algunas tortillas, que comían a deseo, a causa de la infinidad de gente que al cerco acudió, y así, para algún proveimiento, determinó Cortés de inviar a los dos compañeros, Ojeda y Joan Márquez a Tlaxcala, a que traxesen todo el más maíz que pudiesen y juntamente los bienes de Xicotencatl, el que ahorcó en Tezcuco. Partieron estos dos diligentes y atrevidos compañeros luego por la tarde del día que se les mandó, atravesaron por una calzadilla que sale hacia Chapultepec, fueron aquella noche al real de Alvarado, donde estuvieron dos o tres horas, e a la media noche salieron de aquel real con solos veinte indios tlaxcaltecas, rodearon gran parte del alaguna, porque por otra parte no podían tomar el camino, y entre Tepeaquilla y otro pueblo donde Sandoval tenía asentado su real, sintieron un mormullo de mucha cantidad de gente, que como abejones hacían ruido. Agacháronse cuanto pudieron, para ver qué sería, e vieron luego descender de la sierra más de cuatro mill hombres cargados de armas y de mantenimientos, y en el agua, entre los carrizales, metidas más de tres mill canoas, rescibiendo y cargando armas y bastimentos para socorro de la ciudad. Los dos amigos y los demás indios a gatas por el suelo se fueron encubriendo hasta meterse en unas matas, donde estuvieron con harto miedo, esperando la muerte por momentos, porque los del agua y los de la tierra eran más de diez mill hombres, pero como era de noche y no clara y andaban embebecidos en aquel socorro, e Dios que no permitió que estonces muriesen, no fueron sentidos ni vistos, y así se estuvieron quedos hasta que todos se acabaron de embarcar, que sería media hora antes que amanesciese, y cuando los dos compañeros vieron que ya no había gente ni ruido della, atravesando, llegaron a Tepeaquilla, donde estaba el real de Sandoval, el cual andaba a caballo e con él un Fulano de Rojas, e como los vio, que sería una hora o poco más después del sol salido, les dixo: «¿Qué buena venida es ésta?» Ellos le respondieron a lo que iban y le contaron lo que les había acaecido. Holgóse Sandoval del aviso del socorro, porque luego, proveyó cómo siete u ocho de a caballo guardasen aquella entrada para que de allí adelante, como fue, no entrase bastimento en la ciudad. Espantóse de la buena ventura que habían tenido en no ser sentidos.

     Partiéronse de ahí a poco, despidiéndose de Sandoval, e llegaron aquella noche a Oculma, e partiendo otro día de madrugada durmieron en Gualipán, e otra día entraron en la ciudad de Tlaxcala, donde fueron muy bien rescibidos. Recogieron los bastimentos que pudieron, que fueron quince mill cargas de maíz y mill cargas de gallinas e más de trecientas de tasajos de venados, juntamente con los bienes de Xicotencatl, que estaban aplicados al Rey, en que había buena cantidad de oro, pumajes ricos, chalechuitles e mucha ropa rica, treinta mujeres entre hijas, sobrinas y criadas suyas. Partieron de Tlaxcala y llegaron con todo esto a Tezcuco, bien acompañados de gente de guerra, sin subcederles desmán alguno. Entregaron lo más del bastimento a Pedro Sánchez Farfán y a María de Estrada, que allí estaban por mandado de Cortés, y lo demás llevaron a Cuyoacán, e de allí fueron a ver a Cortés, el cual por extremo se alegró con el buen recaudo que traían.



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Capítulo CLXV

Cómo prosiguiéndose el combate, una Isabel Rodríguez curaba, y de lo que acontesció a un Antonio Peinado.

     Prosiguiéndose el combate, como eran tan continuas las refriegas, salían de la una parte y de la otra muchos heridos, de tal manera que no había día que, especialmente de los indios amigos, no saliesen cient heridos, a los cuales una mujer española, que se decía Isabel Rodríguez, lo mejor que ella podía les ataba las heridas y se las sanctiguaba «en el nombre del Padre y del Hijo e del Espíritu Sancto, un solo Dios verdadero, el cual te cure y sane», y esto no lo hacía arriba de dos veces, e muchas veces no más de una, e acontescía que aunque tuviesen pasados los muslos, iban sanos otro día a pelear, argumento grande y prueba de que Dios era con los nuestros, pues por mano de aquella mujer daba salud y esfuerzo a tantos heridos, y porque es cosa que de muchos la supe y de todos conforme, me paresció cosa de no dexarla pasar en silencio. También acontesció con españoles llevar abiertos los cascos y ponerles un poco de aceite y sanar en breve, porque no había otras medicinas, y aun con agua sola sanaron algunos, que todo esto da bien a entender lo mucho que Dios favorescía este negocio, para que su sacro Evangelio fuese de gentes en gentes.

     Solían los mexicanos, como he dicho, aunque fuesen vencidos, el retraerse los nuestros, volver con gran furia sobre ellos, y para esto usaban de celadas y emboscadas los nuestros, quedándose entre las casas, saliendo al disparar de una escopeta; esto se hizo muchas veces, hasta que ya, por el daño que rescibían, cayeron los indios en la cuenta, y así, al tiempo que los nuestros se retiraban, aunque no dexaban de acometer, venían dando saltos como cuervos, descubriendo lo que había por las casas y paredones; e un día, al retraerse la capitanía de Andrés de Tapia, deteniéndose los ballesteros, apretando la nescesidad de proveerse a un soldado que se decía Antonio Peinado, se metió en una casa, e ya que la capitanía se había retraído buen trecho, salió a la puerta e como se vio perdido, aunque no de consejo y buen juicio, comenzó a dar gritos y golpes en la rodela con el espada, volviendo la cabeza hacia la casa, haciendo señas que saliesen los que dentro estaban. Los enemigos, pensando que, como las otras veces, era celada de españoles, se echaron todos al agua, no confiándose de correr por la calzada. A la grita volvió el capitán Andrés de Tapia, mató con su gente más de sesenta de los contrarios y guaresció a Peinado que aquel día no le peinasen, y si no fuera por buenos terceros y porque en tanto aprieto estuvo tan en sí, corriera riesgo de que Cortés le mandara azotar.



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Capítulo CLXVI

De la muerte de Magallanes y de lo que subcedió al Tesorero Alderete, y del ánimo y esfuerzo de Beatriz de Palacios.

     Estando un día peleando los nuestros cerca de la casa de Guautemucín, sería a hora de misa, el tesorero Alderete se apeó del caballo, el cual dio a Ojeda y mandó a un paje que se llamaba Campito le armase la ballesta. Tiró a ciertos indios principales que estaban en las azoteas, que daban bien que hacer a los nuestros, por las muchas varas y flechas que les tiraban, con que les hacían daño. Empleó todas las xaras hasta gastar cuanta munición tenía; mató muchos e hizo aquel día mucho. Ojeda cabalgó en el caballo y no paró en él mucho por los corcovos y vueltas que echaba alderredor, desatinado de una piedra que desmandada le había dado en la cabeza. Apeóse de presto e aseguró el caballo. Subió en él el Tesorero, y como si tuviera entendimiento, furioso con el dolor de la pedrada, peleaba más que su amo, mordiendo y tirando coces a los enemigos. A estas vueltas vino también una vara desmandada, dio por la garganta e un muy valiente y diestro soldado que se decía Magallanes, la cual le degolló e forzó a que se baxase de unos paredones, derramando mucha sangre por la herida. Llegó adonde estaba el cuerpo del real; echóse en los brazos de aquella piadosa mujer, Isabel Rodríguez, y diciendo: «A Dios me encomiendo y al Capitán», dio el ánima a Dios. Pesó mucho a Cortés y a los otros Capitanes de la muerte deste soldado, la cual vengó luego otro, que se decía Diego Castellanos, muy certero en tirar piedra, ballesta y escopeta. Asestó a un indio muy valiente, que le paresció que había muerto a Magallanes, dio con él muerto del azotea abaxo. Viendo esto los contrarios, embravesciéronse tanto, por vengar la muerte de aquel indio, que debía de ser Capitán, que apretaron de tal manera a los nuestros, que pocas veces lo habían hecho tanto, de manera que los españoles se animaban unos a otros, diciendo: «Tened, señores, tened, que no nos monta nada retraernos, antes es dar más ánimo a los enemigos, y si hemos de morir, muramos peleando y no huyendo.» Desta manera hicieron rostro y pelearon valerosamente hasta que fue hora de retraerse para el real, que estonces era cuando en más trabajo se vían, como ya tengo dicho.

     Ayudó grandemente, así cuando Cortés estuvo la primera vez en México, como cuando después le cercó, una mujer mulata que se decía Beatriz de Palacios, la cual era casada con un español llamado Pedro de Escobar. Dióse tan buena maña en servir a su marido y a los de su camarada, que muchas veces, estando él cansado de pelear el día y cabiéndole a la noche la vela, la hacía ella por él, no con menos ánimo y cuidado que su marido, y cuando dexaba las armas salía al campo a coger bledos y los tenía cocidos y adereszados para su marido y para los demás compañeros. Curaba los heridos, ensillaba los caballos e hacía otras cosas como cualquier soldado, y ésta y otras, algunas de las cuales diré adelante, fueron las que curaron e hicieron vestir de lienzo de la tierra a Cortés y a sus compañeros cuando llegaron destrozados a Tlaxcala, y las que, como Macedonas, diciéndoles Cortés que se quedasen a descansar en Tlaxcala, le respondieron: «No es bien, señor Capitán, que mujeres españolas dexen a sus maridos yendo a la guerra; donde ellos murieren moriremos nosotras, y es razón que los indios entiendan que son tan valientes los españoles que hasta sus mujeres saben pelear, y queremos, pues para la cura de nuestros maridos y de los demás somos nescesarias, tener parte en tan buenos trabajos, para ganar algún renombre como los demás soldados»; palabras, cierto, de más que mujeres, de donde se entenderá que en todo tiempo ha habido mujeres de varonil ánimo y consejo. Fueron éstas Beatriz de Palacios, María de Estrada, Joana Martín, Isabel Rodríguez y otra que después se llamó doña Joana, mujer de Alonso Valiente, y otras, de las cuales en particular, como lo merescen, hará mención.



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Capítulo CLXVII

De lo que otro día subcedió, y del desafío de un indio y de cómo le mató Hernando de Osma.

     Otro día volvieron los nuestros al combate y dieron sobre las mismas casas de Guautemuza, e hiciéronlo tan bien, aunque los mexicanos se defendían bravamente, que las desampararon y los nuestros tuvieron lugar de derribar parte dellas. Arrinconáronlos, que había hartos días que no lo habían hecho; tomaron lo mejor de la ciudad, porque llegaron al patio del templo de Uchilobos, viendo lo cual los mexicanos y que si las rasas de Guautemucín y el templo se acababan de tomar les quedaba poco reparo y defensa, comenzaron a hacer tablados en el agua, en la cual entraban más de una braza, y sobre ella tenían de alto dos paredes y de allí se defendían y ofendían. Aprovechóles mucho, aunque no para más de entretenerse en su porfía algunos días más.

     Estando la guerra desta manera, dice Ojeda en la Relación que me dio, que estando Cortés sentado en una silla mirando cómo los suyos daban el combate, subió un indio en un azotea algo más alta que las otras, muy dispuesto y membrudo, vestido todo de verde, con un plumaje que le salía de las espaldas, alto, sobre la cabeza una vara también verde, con más de seiscientas plumas, llenas todas de argentería, el más bello que hasta aquel tiempo se había visto. Comenzó con gran denuedo a jugar de la espada y rodela; la espada era de las nuestras, que argüía mayor valentía en él. Dixo, que las lenguas lo pudiesen entender: «¡Ah, perros cristianos! ¿Hay alguno entre vosotros que sea tan valiente que ose salir aquí conmigo en desafío? Venga, que aquí lo espero, que yo le mataré con esta espada que vosotros, de cobardes, perdistes, y sabed que no me iré de aquí hasta que uno a uno mate muchos de vosotros, o muera yo en la demanda.» Dichas estas bravosas palabras, hizo señal con la rodela de que saliese el que quisiese de los cristianos, y aunque entre ellos había muchos que lo pudieran hacer, como se halló más cerca un soldado que se decía Hernando de Osma, no lo pudo sufrir sin que luego, yendo de azotea en azotea, llegase do el indio estaba. Echaron ambos mano, e el indio le tiró un altibaxo que Osma rescibió en la rodela, que fue con tanta fuerza (aunque no con destreza), que la hendió hasta la manija, y rescibiendo este golpe el soldado le tiró por abaxo una estocada que le pasó un palmo de espada de la otra parte del cuerpo. Cayó luego el indio muerto e Osma le tomó el plumaje y el espada española, paresciéndole que arma de gente tan valiente no había de quedar en poder de hombres que tan mal sabían usar della. Volvió como había ido, pero cargó tanta gente que temió mucho Cortés no le llevasen vivo los enemigos, e así dio muy grandes voces e a muy gran priesa mandó que los ballesteros e otros compañeros que arriba estaban, le socorriesen. Hizo maravillas, como venía con victoria, con los que le seguían, sin perder el plumaje y la otra espada, que fue más mucho que lo que antes había hecho, a lo cual le animó mucho ver que su General le estaba mirando e que ya otros venían en su ayuda. Llegó do Cortés estaba, ofrescióle el plumaje, diciéndole que tan rica pieza no era digna de otro que de él. Cortés le abrazó y tomando el plumaje en las manos se lo volvió, diciendo: «Vos le ganastes muy como valiente y buen soldado y vos le merecéis, y a mí me pesa en las entrañas de no haberos conoscido tan bien como ahora, porque os hubiera honrado mucho, como de aquí adelante lo haré, y no os hubiera ofendido con el rigor y severidad militar.»

     Esto dixo Cortés porque por cierta cosa que había hecho, le había mandado afrentar, lo cual de allí adelante recompensó bien, haciéndole muchos favores, aunque él siempre se hizo digno de más, porque aprobó muy bien en lo que restó de la guerra.



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Capítulo CLXVIII

Cómo la guerra andaba tan encendida que hasta los niños y mujeres de los mexicanos peleaban y de lo que pasaron con Castañeda y Cristóbal de Olid, y del esfuerzo de Cristóbal Corral, alférez.

     Andaba la guerra tan trabada y tan encendida, especialmente por parte de los mexicanos, que cuanto peor les iba, tanto más porfiaban, de manera que hasta las viejas que casi no se podían menear, barrían las azoteas, echando la tierra y polvo hacia nosotros por cegarlos; decían cosas en su lengua muy de viejas y muy donosas. Los niños y los muchachos tenían concebido contra los españoles tan grande odio, mamado en los pechos de sus madres y enseñado de las palabras y obras de sus padres, que, como podían, tiraban piedras e varas, y los que más no podían, terrones, diciendo las palabras que oían a sus padres, no tiniendo cuenta con la muerte, aunque caían algunos dellos queriendo matar los españoles a sus padres.

     Tuvieron cuenta muy grande los mexicanos con Rodrigo de Castañeda, que fue uno de los que mejor deprendieron la lengua, y como en la viveza y orgullo parescía mucho a Xicotencatl y traía un plumaje a manera de los indios, decíanle muchos denuestos, llamándole «Xicotencatl cuilone». El sonreíase e decíales gracias, y desta manera los aseguraba y entretenía y de rato en rato disparaba la ballesta, no errando tiro, derrocando como pájaros muchos de los enemigos. Esto hizo muchas veces hasta que ellos se desengañaron e desabobaron, desviándose dél cuanto podían, diciendo que sabía muchas ruindades y que era bellaco, que con palabras graciosas les quitaba las vidas, que no los burlaría más.

     Otros muchachos y mujeres que, o por estar coxos o mancos, no podían andar por las azoteas, no entendían en otro que en hacer piedras de manos y para las hondas, que tiraban con mucha fuerza. No dexaban los enemigos de usar todos los ardides que podían para amedrentar a los nuestros y ponerles desconfianza, porque conosciendo a Cristóbal de Olid, a quien por su gran valentía tenían en mucho, le llamaron por su nombre, e respondiéndoles, le dixeron en la lengua que si quería comer, e diciéndoles que sí, baxó uno e tráxole unas tortillas e unas cerezas, dando claro a entender que pues ofrescían comida, que les debía de sobrar. Cristóbal de Olid se apeó, tomó las tortillas, e haciendo burla del presente y dándoles a entender lo que dellos querían que él entendiese, con menosprecio las dio a un su criado, e asentándose en una parte donde no podía ser ofendido, hizo que comía de las tortillas y cerezas y después que estuvo un poco sentado, levantándose, alcanzando las faldas del sayo, motejándolos  de putos y de lo poco en que los tenía, les mostró las nalgas, aunque cubiertas con las calzas. No lo hubo hecho, cuando los enemigos, muy afrentados, le tiraron muchas piedras y varas que parescían que llovían, y de nuevo se tornó a trabar otra escaramuza tan brava que parescía que se abrasaban, porfiando los mexicanos en morir, que otro partido no querían; y como gente rabiosa, aquel día hicieron daño en los nuestros, aunque lo rescibieron mayor, abriendo las puentes y cegándolas con palos, pajas y otras cosas livianas, para que los nuestros cayesen como en trampa.

     Llevaba estonces la bandera Cristóbal Corral, un muy valiente soldado, el cual, entrando descuidadamente en una puente, cayó. Acudieron los enemigos, y como era hombre muy reportado, a los primeros que llegaron despachó con una daga, e así tuvo lugar, estribando en un madero, de dar un recio salto hacia atrás, que para él fue bien adelante; púsose sobre la calzada y de allí avisó a los que le seguían, campeando la bandera, aunque estaba bien mojada. Espantáronse los enemigos que un hombre se hubiese dado tan gran maña que se librase de un tan gran peligro. Confesaron y dixeron los que entre ellos llaman tiacanes (que quiere decir «valientes»), que más quisieran tomarle la bandera que matarle a él, porque como entre ellos, perdiéndose la bandera y no tiniéndola a ojo, todos desmayan y huyen, así tenían entendido que habían de hacer los españoles.



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Capítulo CLXIX

Cómo viniendo los españoles huyendo, Beatriz Bermúdez salió a ellos y los avergonzó, y volviendo, vencieron.

     No es digno de pasar en silencio, pues de semejantes cosas se adornan y ennoblescen las historias, el hecho de una mujer española y de noble linaje, llamada Beatriz Bermúdez de Velasco, mujer de Francisco de Olmos, conquistador, ca estando los mexicanos, por los españoles, que por mar y tierra les daban recio combate, como desesperados y que les parescía que para vencer o morir de presto no les quedaba otro remedio sino como perros rabiosos meterse de tropel con los españoles, hiriendo y matando cuantos pudiesen, lo cual hicieron de común consentimiento, y así revolvieron con tanta furia sobre dos o tres capitanías, que les hicieron afrentosamente volver las espaldas, e ya que, más que retrayéndose, volvían hacia su real, Beatriz Bermúdez, que estonces acababa de llegar de otro real, viendo así españoles como indios amigos todos revueltos, que venían huyendo, saliendo a ellos enmedio de la calzada con una rodela de indios e una espada española e con una celada en la, armado el cuerpo con un escaupil, les dixo: «¡Vergüenza, vergüenza, españoles, empacho, empacho! ¿Qué es esto que vengáis huyendo de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido? Volved, volved a ayudar y socorrer a vuestros compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben; y si no, por Dios os prometo de no dexar pasar a hombre de vosotros que no le mate; que los que de tan ruin gente vienen huyendo, merescen que mueran a manos de una flaca mujer como yo.» Avergonzáronse tanto con estas tan avergonzantes palabras los nuestros, que volviendo sobre sí como quien despierta de un sueño, dieron la vuelta sobre los enemigos ya victoriosos, que en breve se trabó una brava batalla; los mexicanos,  por no volver artás, y los españoles por ir adelante e volver por su honra, que de tanto por tanto fue la más sangrienta y reñida que jamás hasta estonces se había visto. Finalmente, al cabo de gran espacio, los españoles vencieron, poniendo en huida a los enemigos, siguiendo el alcance hasta donde los compañeros estaban peleando, a los cuales ayudaron de tal manera que todos salieron aquel día vencedores, de donde se entenderá lo mucho que una mujer tan valerosa como ésta hizo y puede hacer con hombres que tienen más cuenta con la honra que con la vida, cuales entre todas las nasciones suelen ser los españoles.



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Capítulo CLXX

Cómo los mexicanos tomaron a un español, y de lo que hicieron con él y con otros, y de la batalla que se trabó por tomar el cuerpo de un señor que Martín López mató.

     Los diversos subcesos, así prósperos como adversos, que en este cerco tan largo acontescieron, no podrán en esta historia llevar el orden del día y tiempo en que subcedieron, así por no poner opiniones contrarias, como por no ser prolixo y tratar demasiadas menudencias y porque de lo que pasó en los tres reales no pudo tan claro entenderse, por no poder ser testigos los unos de los otros. Un día, pues, de los siniestros y desgraciados que Cortés tuvo, porque la fortuna nunca estuvo en un ser, tiniendo nescesidad de un caballo, porque le habían muerto el que tenía, llamó a un Maestresala suyo, que se decía Guzmán (dicen algunos que éste fue el que en la gran refriega pasada murió), el cual no se atreviendo a entrar, Cortés le dixo que no era Guzmán, sino vil y cobarde, pues estando a caballo no osaba entrar do él estaba a pie. Corrido desto el Guzmán, baxando la cabeza y dando de espuelas al caballo, dixo: «La vida me ha de costar, pero no me dirán otra vez cobarde», y así entró donde le mataron luego a él y al caballo, y como era persona de cuenta, en la grita que los enemigos daban y burla que de los nuestros hacían, decían: «Guzmán, Guzmán.» Los nuestros creyeron que lo tenían vivo, pues tantas veces lo nombraban, y después se supo muy de cierto que muerto el caballo le llevaron vivo y guardaron con otro caballero que vivo habían tomado, que se decía Saavedra, e por hacer burla dellos y de los nuestros, los hacían bailar y servir en las cosas más viles que ellos podían. No los guardaron así mucho, que de ahí a poco los sacrificaron.

     En este día, o según otros antes dél, mató Martín López un señor y Capitán mexicano en una plaza; acudieron luego suyos a llevarle, viéronlo los españoles, que ya se retiraban, dieron mandado a Martín López, el cual con sus diez compañeros aguijó a quitárselo, y tras dél indios amigos. Trabóse desta suerte, los unos por llevarlo, y los otros por quitárselo, una tan reñida pendencia, que de la una parte y de la otra murieron más de cient indios y de los españoles salieron algunos descalabrados. Echaron a Martín López desde un azotea una galga o losa sobre la cabeza, de que cayó luego en tierra, e a no llevar una muy buena celada le hacían pedazos la cabeza; con todo esto, le llevaron bien descalabrado y sin sentido; sanó desta herida. De ahí a ciertos días le dieron unas calenturas que le tuvieron en cama; sangróle un ballestero con una punta de un cuchillo, y aquel día estuvo en punto de perderse la flota, por la falta que él hacía con su ausencia. Cortés fue a su aposento, importunóle y rogóle mucho entrase en la capitana; respondióle Martín López que cómo podía entrar estando sangrando y con tanta brava calentura. Cortés le replicó que no quería que pelease, que bien vía que no estaba para ello, sino que rigese y gobernase la flota. Húbolo de hacer Martín López, por la nescesidad que le paresció que había, tiniendo por mejor morir él solo, que permitir que por su falta subcediese algún desmán.



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Capítulo CLXXI

Cómo Cortés, hecha consulta con ciertos capitanes, por muchas partes acometió la ciudad, y de cómo se señalaron algunos dellos.

     Aquel día les subcedió bien a los nuestros, porque salieron pocos heridos y mataron muchos de los enemigos, aunque no ganaron tanto de la ciudad cuanto pensaron; y así, viendo Cortés que la toma de aquella ciudad se le dilataba, de que estaba bien mohino, llamó a todos los Capitanes de los tres reales, así los de tierra como los del agua, a los cuales, tiniendo juntos, dixo: «Para lo que, señores, os he llamado es que ya tenéis entendido los muchos días que ha que estamos sobre esta ciudad sin haberla podido tomar, y que habiéndonos puesto a ello, aunque no sea sino por los comarcanos, estamos obligados o a morir todos, o acabar este negocio; y pues los medios que hasta ahora hemos tenido en la manera de dar el combate no han bastado, soy de parescer, si así, señores, os paresciere, que todos nosotros con los indios que nos caben, así por mar como por tierra, por todas las partes que pudieren ser combatidos, demos a estos obstinados y empedernidos un repentino y no pensado combate, porque derramándose e  acudiendo a diversas partes, serán menos en cada una y podrán menos y será imposible que no hallemos alguna parte flaca, por donde algún Capitán entre y tome lo más fuerte de la ciudad, y porque todos podamos acudir a una, saldremos cuando yo mandare disparar un tiro.»

     Paresció muy bien a todos los Capitanes lo que Cortés quería hacer, porque no menos que él estaban ya mohinos y aun casi corridos de que aquel cerco hubiese durado tanto, y así, cada uno con su compañía, se pusieron por tal orden y concierto que rodearon toda la ciudad, la cual acometieron con gran ímpetu y furia luego que oyeron disparar el tiro, e como los enemigos no dormían y todavía eran muchos, acudieron a todas las partes por donde eran acometidos, y como los que peleaban por su vida, patria y libertad y estaban determinados de morir primero que rendirse, hubo aquel día bravísimo combate, ca en él pensaron los nuestros de concluir y no tener más que hacer. Señalóse entre otros el Capitán Pedro Dircio, que con algunos compañeros, a pesar de los enemigos y con trabajo suyo, echándose al agua, les ganó tres o cuatro puentes. Señalóse asimismo Joan de Limpias Carvajal, que estonces iba por Capitán de un bergantín, en compañía de otros bergantines, e yendo hacia una calzada que va a Tenayuca topó con unas torres de ídolos, do estaba mucha gente de guerra en guarda de otra mucha gente que hacía munición y siempre allí la habían hecho para contra los nuestros. Dióles batería, púsoles en aprieto e tomara las torres si no acudiera luego gran socorro, e haciéndose a lo largo dos bergantines, dexando la gente en tierra, él, como muy valiente, esperó con su bergantín y recogió toda la otra gente en él, e a no hacer esto, murieran allí todos. Salió herido y no menos los que esperaron, aunque mataron muchos de los enemigos. Señaláronse Alonso de Avila, Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, porque cada uno en su puesto ganaron a los enemigos algunas puentes y pelearon muy valerosamente, metiéndose en el agua muchas veces hasta los pechos. Mataron ciertos Capitanes mexicanos que hicieron a los suyos gran falta.

     Señalóse mucho Andrés de Tapia con su compañía, porque aliende de que ganó puentes y pasos peligrosos, por su persona mató muchos indios y defendió a dos de sus compañeros que estaban en gran riesgo y peligro. Jorge de Alvarado hizo maravillas este día, porque era muy diestro y muy valiente, y aunque Martín López no estaba bien sano, por la parte donde él gobernaba los bergantines, lo hizo como siempre solía. Cortés en la parte que cayó, que fue en una calzada ancha, así a pie como a caballo, porque todo lo hizo aquel día, gobernó y peleó cuanto un hombre valentísimo y muy sabio podía; ganó dos puentes y albarradas muy fuertes. Y, finalmente, aunque todos este día hicieron más que nunca y entraron más en la ciudad, sin acabar lo que pensaban, por la gran defensa que hallaron, se volvieron a sus reales.



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Capítulo CLXXII

Cómo determinó Cortés de combatir otro día la ciudad por dos partes, y de lo que también este día se señalaron algunos Capitanes.

     Con todo esto, Cortés no paraba, buscando nuevos medios cómo salir con su intento, y viendo que el pasado no le había aprovechado, tornando a hacer junta de sus Capitanes, les dixo cómo determinaba de que por solas dos partes, dividido el exército igualmente, se diese el combate otro día, porque así podría ser que hiciesen más hacienda, y que lo que a esto le movía era no dexar cosa por intentar, para que en ningún tiempo, pues la peor quexa es de sí propio, les pasase de no haberlo probado todo.

     Concertado así esto y repartido los bergantines en dos partes, quedando él en la una como General, y en la otra Pedro de Alvarado, porque a Gonzalo de Sandoval, Andrés de Tapia, Cristóbal de Olid e otros tomó consigo, mandando que Pedro Dircio y Alonso de Avila e Jorge de Alvarado e otros quedasen con Pedro de Alvarado, e que así puestos todos y ordenados, en haciendo la señal, acometiesen con la mayor furia que pudiesen, y concertado así esto y hecha la señal, acometieron con tanta furia que parescía que ya se llevaban en las manos la ciudad; pero los enemigos estaban tan fortificados, así con las torres como con los tablados que habían hecho, que dieron bien que hacer a los nuestros, y tanto que parescía que estonces comenzaban a pelear. Ardíase la ciudad a voces y gritos, y los españoles, por concluir, se pusieron a grandes peligros, y los contrarios, por morir defendiéndose, como leones, se venían a los nuestros. Murieron este día más de veinte mill indios y ellos prendieron ochenta y dos españoles, y a los vivos sacrificaron a vista de los nuestros.

     Este día Pedro Dircio, antes que la señal se hiciese, dixo al Capitán de un bergantín que estuviese presto allí, a par dél, para cuando fuese menester, y así, en oyendo la señal, saltó en el bergantín con su Alférez, diciendo al Capitán dél que embistiese hacia una torrecilla donde estaban más fuertes los enemigos, el cual lo hizo así; e como los contrarios estaban en alto tiráronle tantas flechas y varas, que parescía que llovían del cielo, de tal manera que él y los suyos por un gran rato no se ocuparon en otra cosa que en guardar los ojos hasta que los de la torre hubieron gastado la mayor parte de la munición; y aunque él y los suyos estaban por muchas partes del cuerpo heridos y molidos de los palazos, peleó tan bravamente que desde el bergantín saltó en la torre, siguiéndole su Alférez y los demás. Mataron muchos de los que se defendían, y los demás desampararon la torre, e así fue peleando hasta ganar otra que estaba sobre una puente, que no faltaba ya otra para llegar a la gran torre y fortaleza de Uchilobos. Ganárase aquel día esta fortaleza si por la parte donde Pedro de Alvarado estaba y otros Capitanes, los enemigos no los desbarataran, por haberse metido por una parte angosta, donde los unos no podían valer a los otros, rescibiendo de las casas gran daño, y aquí fue donde de los españoles muertos y presos murieron los más. Prosiguiendo hacia un lado, Pedro de Ircio vio gran cantidad de los contrarios en una isleta donde se hacían fuertes e de donde notablemente hacían gran daño a los nuestros; acometió hacia allí con algunos de los suyos, que eran hombres escogidos, saltó en el agua, que le daba a los pechos, e rescibiendo muchos flechazos y golpes de macanas, les tomó la isleta, mató muchos y echó los otros al agua.



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Capítulo CLXXIII

Do se prosigue lo que Cortés hizo y cómo se señalaron algunos otros Capitanes.

     Cortés por su parte peleó cuanto pudo, y aunque pudo mucho, porque ganó muchas puentes, no pudo, por la gran resistencia de los enemigos, que concluyese el negocio y dexase él y muchos de los que con él estaban, de salir heridos. Gonzalo de Sandoval, a quien aquel día había tomado por compañero, peleó valientemente, quitando a algunos de los españoles de las manos de los indios. Señalóse también Cristóbal Martín de Gamboa, que por hallarse a caballo y ser muy animoso, aunque sacó muchas heridas, defendió a Cortés que no le llevasen, que ya le tenían cercado, más de cient indios, y fuérales fácil, porque estaba cansado y los compañeros se habían apartado algo, tiniendo todos las manos llenas, y como los enemigos le traían sobre ojo ninguna cosa tanto procuraban, aunque fuese a costa de las vidas de muchos, que matarle e tomarle a manos pretendían, porque desta manera tenían entendido, como ello fuera, que habiendo división entre los españoles, los acabaran todos presto y quedaran vengados y tiranos como de antes, porque como al principio desta historia dixe, vinieron de fuera, echando a los otomíes de su casa.

     Señalóse, aunque persona particular, un soldado de un bergantín, que se decía Alonso Nortes, el cual, por la mucha priesa que los enemigos daban, viendo que el Capitán y otros le desampararon, determinando de morir primero que hacer tal fealdad, se quedó con muy pocos y defendió el bergantín por gran pieza hasta que llegaron indios amigos. Salió con siete heridas e una mortal, y después de estar curado, aunque tan herido, salió a socorrer dos bergantines que estaban a punto de perderse, y por saltar del suyo en uno de los otros, cayó en el agua, donde cargaron luego muchas canoas de enemigos y, cierto, le matarán si a somorgujo no se escapara de la furia de los enemigos, porque era gran nadador, y con todo esto, revolvió sobre la calzada e hizo harto provecho, aunque él no rescibió ninguno mojándosele las heridas acabadas de curar.

     Casi por esta misma manera se señaló grandemente otro soldado que se decía Andrés Núñez, el cual, huyendo a tierra el Capitán del bergantín donde él iba, quedando él, peleó tan valientemente que venció y desbarató los enemigos que a su Capitán habían hecho huir; y luego, después desta victoria, llevando ya de vencida los enemigos dos bergantines y tomados ciertos españoles, arremetió con el suyo con tanto ánimo y esfuerzo que desbarató los enemigos y guaresció dos españoles, que se decían el uno Domingo García y el otro Castillo, y después, volviendo su Capitán al bergantín, no le quiso rescebir, diciéndole: «Pues al peligro os fuistes, no es razón que ya que salí dél, seáis vos mi Capitán, no meresciendo ser soldado; y si otra cosa os paresce, íos a quexar al General, que cuando él sepa la verdad, dará por bien hecho lo que yo ahora hago; y si por fuerza queréis serlo, aquí estamos para ver quién llevará el gato al agua, que quien no quiso pelear con indios, bien sé que no se osará tomar comigo.» Volvióse el otro harto avergonzado, y aunque él no quiso, sabiendo Cortés lo que había pasado, confirmó en la capitanía al Andrés Núñez, el cual en otra refriega que hubo, con su bergantín desbarató más de tres mill de los enemigos y fue harta parte para que con más brevedead se tomase la ciudad.

     Señalóse Francisco Montaño, de quien en lo de la pólvora trataré bien largo, que siendo Alférez de Pedro de Alvarado subió con la bandera a una torre o cu muy alto y le ganó, y así le trae hoy por armas, y fue causa este hecho de que con más facilidad Pedro de Alvarado ganase después el Tlatelulco.



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Capítulo CLXXIV

Cómo Cortés se retiró y de lo que hizo Pedro Dircio y de lo que Andrés de Tapia trabajó.

     Ya que los unos y los otros estaban cansados de pelear y Cortés vio que aquel día había habido de todo, porque aunque había entrado bien adentro de la ciudad, había perdido algunos españoles e volvían muchos heridos, mandó hacer señal de recogerse, y porque le habían dicho que por la parte de Pedro de Alvarado habían hecho más daño los enemigos, retrayéndose, pues, con el mejor concierto que pudo, por no perder su costumbre, los enemigos dieron sobre él. Salía a ellos de rato en rato, hasta que todos los nuestros se recogieron al real, y de camino hizo Pedro Dircio una cosa bien digna de poner en memoria, y fue que hallando un bergantín atravesado en una puente de agua y que los que en él estaban no le podían sacar, y que a acudir los enemigos se lo llevaban o lo quemaban (que fuera, para lo que estonces importaban los bergantines, muy gran daño), aunque estaba muy herido y harto cansado, se metió en el agua, e como era hombre de grandes fuerzas y de buena maña, ayudándole algunos de los suyos, que eran pocos, puso el hombro al bergantín con tanto ímpetu que lo sacó en peso hasta ponerlo de la otra parte de la puente. Ya a este tiempo habían acudido muchos contrarios, y aunque le fatigaron bien, no quiso salir del agua hasta poner en salvo el navío, como lo hizo.

     Trabajó grandemente este  día y otros muchos antes Andrés de Tapia, porque estando una vez Alvarado temeroso de que por aquella parte donde él estaba los enemigos lo habían de fatigar demasiadamente y que podría ser le rompiesen, que era lo que podía escurecer lo mucho que había trabajado, invió a suplicar a Cortés le inviase algún socorro, el cual le invió a Andrés de Tapia con su fuerte y señalada compañía, y en solos dos días que con él estuvo, hizo retraer los enemigos muy gran espacio, tanto que pudiera el postrero día [entrar] en el Tlatelulco, y por no arriesgar y poner en condisción  el negocio, dexó de hacerlo, y así, dándose Alvarado por seguro, se volvió, y en el camino había más puentes de ganar que por ninguna otra parte y el agua más honda que en otro lugar alguno de la ciudad. Hiciéronle desde las canoas los enemigos gran guerra, y con todo esto les cegó muchas puentes, y al cegarlas este día y otro, aliende de lo que por su persona peleaba, que era su mucho, para hacer que sus compañeros se pusiesen a todo, tomaba el azadón y trabajaba con él, tanto que muchas veces le corría sangre de las manos, de suerte que de dolor no podía algunas veces apretar la espada, forzado por esto a traerla con fiador atado a la muñeca. Fue siempre a los peligros y trabajos uno de los primeros.

     Destas y otras cosas hicieron muchas en este cerco personas de gran valor y esfuerzo, cuyos hijos y descendientes padescen hoy harta nescesidad.

     Cortés, después que se hubo recogido y visto los heridos, que desto tenía gran cuidado, estuvo por buen rato imaginando qué modo y traza tendría para acabar de salir con lo que en las manos tenía, y así, comunicándolo con sus Capitanes y con los Capitanes tlaxcaltecas que en guerra contra indios tenían parescer y le podían dar, se determinó de volver al combate y no ganar puente sin que primero quemasen y echasen por el suelo las casas cercanas, para que desta manera los enemigos no tuviesen de dónde ofender ni defenderse.



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Capítulo CLXXV

Cómo Cortés determinó de asolar la ciudad y del socorro que para esto le vino.

     A esta sazón aportó un navío de Joan Ponce de León a la Villa Rica, que habían desbaratado en la tierra de La Florida, el cual vino a tan buen tiempo que más no se pudiera pensar, porque traía pólvora y ballestas y otras municiones de que Cortés tenía extrema nescesidad, y como rescibió las cartas desto al tiempo que él había determinado de aventurarlo todo para salir con lo que había intentado, fue grande su contento y dixo a los Capitanes: «Gran cuidado tiene Dios, caballeros, de hacer nuestro negocio, o, por mejor decir, el suyo, pues a tan buen tiempo nos provee de lo que tenemos tanta nescesidad. La comarca toda está en nuestro favor, no podemos dexar de tener gran esperanza de la victoria, pues, a lo que yo puedo alcanzar, hemos hecho todo nuestro deber. Estos están tan rebeldes que ahora, que pueden menos, están con mayor determinación de morir que nunca, ni sé yo de lo que he leído e oído que haya en el mundo, generación tan empedernida y porfiada. Todos los medios que he podido, como, señores, habéis visto, he buscado para quitarnos a nosotros de peligro y a ellos de no destruíllos y acaballos; no ha aprovechado decirles que no levantaremos los reales, ni los bergantines cesarán de darles guerra, y que destruímos a los de Matalcingo y Marinalco, de donde pensaban ser socorridos, y que ya no tienen de dónde les pueda venir socorro ni de do proveerse de maíz, carne, fructas ni aun agua; y cuanto más destas cosas les decimos, menos muestras vemos en ellos de flaqueza, antes, en el pelear y en todos sus ardides los hallamos con más ánimo que nunca. Siendo, pues, esto así y que nuestro negocio va muy a la larga y que ha más de cuarenta y ocho días que estamos en este cerco, abriendo los enemigos de noche lo que nosotros cegamos de día, y que a cabo de tantos días no hemos hecho más que trabajar e derramar nuestra sangre y perder nuestros compañeros, que es lo que más siento, determino, como ya con vosotros, señores, y con los Capitanes tlaxcaltecas, tengo acordado, de no dar paso sin que por la una parte o por la otra asolemos las casas, haciendo de lo que es agua tierra firme, y dure lo que durare, que peor es, no haciendo nada, consumirnos y acabarnos, y para esto llamaré a todos los señores y principales nuestros amigos; decirles he que luego hagan venir mucha gente de sus labradores y que traigan sus coas (coas son unos palos que sirven de azadones) para que derrocando las casas, echen la tierra y adobes en las acequias, dexando rasas las calzadas, para que los caballos puedan correr.»

     Paresció por extremo bien a todos los Capitanes con quien comunicó este negocio, el ardid e industria que Cortés tenía pensado, y le dixeron que aquél era el postrer remedio y que si aquél no, no se podía imaginar otro, y que luego les parescía que inviase a llamar a los señores y principales tlaxcaltecas y a los otros amigos, para que con toda brevedad previniesen a los labradores que habían de servir de azadoneros. Hízolo así luego Cortés, e juntos que fueron aquellos señores, les dixo lo que tenía pensado y cuánto importaba, para que del despojo, quedasen ricos e con grande honra, y volviesen a sus tierras e dexasen más de trabajar; que con toda presteza llamasen los más labradores, que pudiesen, de sus tierras, para que cegasen las acequias con las coas, de la tierra y adobes que ellos derrocasen de las casas. Oído esto, como llevaba tanto camino y razón, se espantaron, diciéndole que su Dios le había avisado de cosa tan buena, y que sin más decirle iban luego a mandar lo que tan bien a todos estaba.



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Capítulo CLXXVI

Cómo pasados cuatro días desta determinación, combatió Cortés la ciudad, y de cómo se entretenían los mexicanos, y del ardid que usaron.

     En el entretanto que los gastadores venían y se concertaban otras cosas, pasaron cuatro días que los nuestros no salieron al combate, de donde entendieron bien los contrarios que debían de reposar parea dar mayor asalto, ordenando algunos ardides y celadas para mejor hacer su hecho, y así ellos, como después paresció, se desvelaron en hacer nuevos reparos para su defensa, y lo que ellos sospecharon de los nuestros, los nuestros sospecharon dellos. Concertadas, pues, todas las cosas, después de haber oído misa, Cortés ordenó toda la gente, así la que tenía designada para combatir por el agua, como la que había de combatir por la tierra; dixo a los Capitanes pocas palabras y tráxoles a la memoria lo que estaba concertado, y así tomó el camino para la ciudad, y en llegando al paso del agua e albarrada que estaba cabo las casas grandes de la plaza, queriéndola combatir, los de la ciudad dixeron que estuviesen quedos, porque querían paz. Cortés, que no deseava cosa tanto, mandó a la gente que no pelease y dixo a los mexicanos que hiciesen venir allí a Guautemucín, su señor, para que con él se diese asiento en todo y la paz fuese perpetua. Respondiéronle que la iban a llamar, y desta manera le detuvieron más de una hora, y a la verdad ellos no querían paz, porque luego, estando los nuestros quedos como ellos pedían, comenzaron con gran furia a tirar flechas, varas y piedras. Viendo esto Cortés, comenzó muy enojado a combatir el albarrada; peleó por diez hombres aquel día, aunque halló gran resistencia; ganósela, entró por la plaza, hallóla toda sembrada de piedras, por que los caballos no pudiesen correr; halló una calle cerrada con piedra seca y otra también llena de piedras, a fin que los nuestros en manera alguna se pudiesen aprovechar de los caballos, e con todo este estorbo se hizo bien la guerra aquel día, porque cegaron los nuestros aquella calle del agua, que salía a la plaza, de tal manera que nunca después los de la ciudad la pudieron abrir, y de allí adelante los nuestros comenzaron a asolar poco a poco las casas y cerrar y cegar muy bien lo que tenían ganado, y como aquel día Cortés llevaba más de ciento e cincuenta mill hombres e gran cantidad de gastadores, hizo mucha cosa e gran principo, de donde se podía colegir el próspero y deseado fin que  después tuvo. Los bergantines también hicieron mayor daño en los enemigos que nunca, y así todos muy contentos, a buena hora, se volvieron a reposar al real.

     En este día, entre otras cosas señaladas que subcedieron, hubo un desafío no digno de poner en olvido, porque salió un indio Capitán muy valiente, así de cuerpo como de ánimo, con una espada y rodela de Castilla e con muchos y ricos plumajes, e haciendo señal de que todos se sosegasen, por la lengua pidió a Cortés le diese el más valiente Capitán o soldado que tenía, con quien se matase, porque, muriendo o viviendo, quería por su persona ganar honra para siempre. Cortés le respondió, muy como estonces convenía, que viniese con diez como él y que estonces les daría un soldado que matase a todos. Replicó el indio: «Tan valiente soy yo como ese que tú puedes dar; por tanto, mándale salir.» Estonces Cortés le tornó a decir: «Bien porfías tu muerte, y por que veas que los muchachos de los españoles son poderosos para matar a ti y a otros tan valientes Capitanes como tú, saldrá este muchacho, paje mío (que, como vee, no le ha apuntado el bozo) e que te mate, pues no quieres venir con diez.» Llamábase este paje Joan Núñez Mercado, que después mató otro Capitán. Aceptó el indio el campo, aunque enojado; salieron los dos a la calzada; hubieron su batalla a vista de un mundo de gente, e aunque el indio era de grandes fuerzas y muy osado (pero no diestro) a poco rato dio el paje con el indio en tierra, de una estocada; matóle y tomóle las armas y plumajes, las cuales traxo consigo hasta donde Cortés estaba, el cual y los demás Capitanes de ahí adelante le hicieron grande honra.

     Quedaron desto muy afrentados y corridos los mexicanos, y aun para lo de adelante lo tuvieron por ruin agüero, viendo que un muchacho hubiese muerto un Capitán en quien ellos tenían tanta confianza.



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Capítulo CLXXVII

Cómo otro día tornó Cortés a combatir la ciudad e se subió a una torre para que los enemigos le viesen, e de un hazañoso hecho que hizo Hernando de Osma.

     Otro día siguiente, con la misma orden, entró Cortés por su parte y Pedro de Alvarado por la suya, e llegadoes [a] aquel circuito e patio grande donde estaban las torres de los ídolos, mandó Cortés a los Capitanes que con su gente no hiciesen otra cosa que cegar las calles de agua y allanar los pasos malos que tenían ganados, y que los amigos dellos quemasen y allanasen las casas e otros fuesen a pelear por las partes que solían y que los de caballo guardasen a todos las espaldas, y él se subió a una torre la más alta de aquéllas, por que los enemigos le viesen y rescibiesen pesar dello, que, cierto, lo rescibieron muy grande. Desde allí animaba a los suyos y a los indios amigos, e como lo veía todo, inviaba socorro a los unos y  a los otros, porque como peleaban a la continua, a veces los contrarios se retraían, y a veces los nuestros, los cuales luego eran socorridos con tres o cuatro de a caballo, que les ponían gran ánimo para revolver sobre los enemigos, e desta manera y por esta orden entró Cortés cinco o seis días arreo, e siempre al retraerse echaba los indios amigos delante, haciendo que algunos de los españoles se metiesen en celada en algunas casas y que los de a caballo quedasen atrás, haciendo que se retiraban, por sacar a los contrarios a la plaza. Con esto y con las celadas de los peones, cada tarde alanceaban los nuestros muchos de los enemigos.

     Un día déstos hubo en la plaza siete u ocho de a caballo; estuvieron esperando que los enemigos saliesen, e como vieron que tardaban en salir, sospechando que se recelaban, hicieron que se volvían, pero ellos, con miedo que a la vuelta serían alanceados, como solían, se pusieron por las paredes y azuteas de las casas, el número de los cuales era infinito, y como los de a caballo revolvían a los enemigos, tenían de lo alto tomada la boca de la calle, y desta causa no podían seguir a los enemigos, porque desde lo alto les hacían mucho daño y desta manera fueron forzados a retraerse, de que los enemigos tomaron grande ánimo para encarnizarse en ellos, aunque iban tan sobre aviso, que cuando revolvían los de a caballo, se acogían adonde no rescibían daño, el cual, como rescibían grande los de a caballo, desde lo alto, se vinieron retrayendo más que despacio, llevando heridos dos caballos, lo cual dio ocasión a Cortés a que, como después diré, les armase una brava celada.

     En el entretanto, no quiero callar lo que en este día hizo Hernando de Osma, el cual, estando confrontados los indios tlaxcaltecas con los mexicanos, yendo los unos contra los otros, sobre los terrados de las casas, que estaban muy juntas, y viendo que los mexicanos hacían retraer a los tlaxcaltecas, diciéndoles palabras afrentosas, no pudiéndolo sufrir, se salió de entre los españoles, que estaban en la calzada peleando con los demás, sin que fuese sentido ni haber dado dello noticia al General. Pasó a nado, armado, una acequia bien honda, y metiéndose en una casa, por el humero della, que salió bien tisnado, salió arriba; topó luego con un Capitán mexicano, que traía espada y rodela; hubo con él su batalla, a vista del exército español, sin poderle socorrer ninguno de los nuestros; hirióle tres o cuatro veces, y al cabo le mató de una estocada, que era la que ellos no sabían tirar. Con esto los tlaxcaltecas tomaron grande ánimo, revolvieron sobre los mexicanos, yendo por Capitán delante dellos Hernando de Osma, el cual fue causa que aquel cuartel de los tlaxcaltecas venciese a los mexicanos y que se les aguase el contento que habían rescebido de haber retirado los de caballo e herirles los caballos. Maravilláronse mucho, y con razón, estando una acequia tan honda en medio, ver tan de repente español sobre sus azoteas, y así decían que aunque morían los cristianos como ellos, que parescían más espíritus que hombres.



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Capítulo CLXXVIII

De lo que otro día hizo Cortés, poniendo celada a los enemigos, e de lo que hallaron los españoles en una sepoltura, y de lo mucho que la celada atemorizó a los mexicanos.

     Vuelto Cortés a su real, quedando los enemigos en alguna manera ufanos de lo pasado, para urdirles una celada, hizo luego mensajero a Gonzalo de Sandoval, para que antes del día viniese donde él estaba, con quince de a caballo de los que entre él y Pedro de Alvarado tenían. Sandoval vino antes que amanesciese con los de a caballo, e Cortés tenía ya de los de Cuyoacán veinte y cinco, que por todos hacían cuarenta. A los diez dellos mandó que luego por la mañana saliesen con toda la otra gente y que ellos y los bergantines fuesen por la orden pasada a combatir, derrocar y ganar todo la que pudiesen, y que él, cuando fuese tiempo de retraerse, iría allá con los treinta de a caballo. Díxoles que pues sabían que estaba gran parte de la ciudad ganada, que cuanto pudiesen siguiesen de tropel a los enemigos hasta encerrarlos en sus fuerzas y calles de agua, y que allí se detuviesen peleando con ellos hasta que fuese hora de retraerse, y que él y los treinta de a caballo pudiesen, sin ser vistos, meterse en celada en unas casas grandes de la plaza. Los españoles lo hicieron  así; pelearon muy como tales, retrayendo a los enemigos hasta do Cortés les había dicho, e allí peleando los entretuvieron.

     Cortés salió de su real poco después de la una de mediodía, entró en la ciudad, puso los treinta de a caballo en aquella casa, y él, para asegurar el negocio, se subió en la torre alta, como solía, y en el entretanto que se hacía tiempo de darles señal, algunos de los españoles abrieron una sepultura. Hallaron en ella, en cosas de oro, más de mill y quinientos castellanos.

     Venida la hora de retraerse, Cortés mandó a los suyos que muy reportados y con mucho concierto lo hiciesen y que los de caballo se estuviesen retraídos en la plaza; hiciesen que acometían y que no osaban llegar, y que esto hiciesen cuando viesen que había mucha gente alderredor de la plaza y en ella. Los de la celada estaban ya deseando que se llegase la hora, porque tenían deseo de señalarse y eran todos personas de cuenta y estaban ya cansados de esperar. Cortés se metió con ellos, por gozar de tan buena caza, e ya se venían retrayendo por la plaza los españoles de pie y de caballo y los indios amigos, que habían entendido la balada.

     Los enemigos venían con tantos alaridos, como si ya fueran señores de la victoria, que parescía que hundían el mundo. Los de a caballo hicieron que arremetían tras ellos por la plaza adelante, e por cebarlos mejor de golpe se tornaron luego a retraer. Hicieron esto dos veces, de que los enemigos tomaron tanto ánimo que en las ancas de los caballos les venían dando con las macanas, e así con toda furia se metieron en el matadero, porque gran número dellos entró por la calle donde estaba la celada. Estonces Cortés y los compañeros, como vieron pasar tanta gente y luego oyeron disparar un escopeta, que tenían por señal, salieron con gran furia, apellidando: «¡Sanctiago, y a ellos!», y como tan de súbito se vieron los enemigos salteados de tantos de caballo, embazaron. Cortés y los suyos alancearon muchos principales, derrocaron e atajaron infinitos, para que los indios amigos que estaban avisados los tomasen.

     Hicieron, así los nuestros como los tlaxcaltecas, grande estrago en los mexicanos, porque los tenían en la plaza, la parte donde mejor podían andar los caballos y donde acorralados estaban.

     Fue esta montería muy de ver a los que de alto la miraban, y muy provechosa a los indios amigos, porque ninguno fue sin un brazo o una pierna al hombro, para cenar aquella noche. Murieron en esta celada más de seiscientos de los enemigos, los más principales, esforzados y valientes. Fue tan grande el espanto y admiración de los que quedaron vivos y de los demás que lo vieron o no pudieron socorrer, que en toda aquella tarde no alzaron cabeza, enmudesciendo como si no tuvieran lengua, ni se osaron asomar en la calle ni en azotea donde no estuviesen muy seguros.



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Capítulo CLXXIX

Cómo primero que los nuestros se retraxesen, los enemigos inviaron espías y los nuestros las tomaron, y de lo que se supo de una señora muy principal que Joan Rodríguez Bejarano prendió, e lo que de ciertos indios se entendió.

     Ya que era casi de noche, que los nuestros con esta victoria se iban retrayendo, los principales de la ciudad mandaron a ciertos esclavos suyos, que lo más desimuladamente que pudiesen mirasen si los nuestros se retraían o qué hacían, e como se asomaron por una calle, barruntando los nuestros lo que era, arremetieron diez o doce de a caballo y siguiéronlos de manera que ninguno se les escapó, de que los de la ciudad quedaron muy corridos y escarmentados de no inviar a otros, e de lo uno y de lo otro cobraron tanto temor que nunca más, en todo el tiempo que duró la guerra, no osaron entrar en la plaza para ir en alcance contra los de pie o contra los de a caballo, ni cuando se retiraban ni cuando hacían que huían, aunque fuese uno solo el que viesen, ni jamás osaron salir a los indios amigos, creyendo que de entre los pies se les había de levantar otra celada; y esta de este día con tanta victoria y buen subceso fue bien principal causa para que la ciudad más presto se ganase, porque los naturales della rescibieron mucho desmayo, y los nuestros y sus amigos doblado ánimo, especialmente con lo que de una señora muy principal supieron, que Joan Rodríguez Bejarano, peleando muy como valiente, entrando por fuerza en una casa fuerte de un señor, sacó del patio principal della, y trayéndola a Cortés, haciéndole él todo regalo y buen tratamiento, porque luego se supo que era muy principal, le dixo que no tuviese miedo, ni estuviese con pesar, porque los españoles trataban muy bien a las mujeres, aunque fuesen madres o hijas de sus enemigos, o casadas con ellos, porque el hombre que en mujer ponía las manos era más afeminado que la mujer, y que pues era señora, y a la calidad de su persona no era dado mentir, debaxo de todo secreto le pedía le descubriese qué pensamiento tenía Guautemuza y los demás principales de su ciudad, y qué manera tendría si no quisiesen darse y venir en amistad con él, para acabarlos de vencer, y que si le decía lo que acerca desto sentía y sabía, le haría toda merced y la pondría en libertad, para que si quisiese se volviese a la ciudad, o después de tomada, la casaría con algún español e que haría todo lo que ella le pidiese.

     Ella, como era señora, y estando presa vio el regalo con que Cortés la trataba y la honra que le hacía y que no le había dicho amenazas, baxados los ojos, sacando del pecho un templado sospiro, le dixo: «Gran señor, no puedo, aunque parezca que ofendo a mi patria, dexar de agradescerte mucho la honra que me haces, pudiéndome tener por tu esclava; en reconoscimiento de lo cual, te diré todo lo que siento y he visto, para que veas lo que te conviene hacer, y si te fuere bien dello, acordarte has de hacerme las mercedes que te pidiere. Muchos y los más han estado y están de parescer de dársete, aunque con algunos buenos subcesos le han mudado, pero Guautemuza y sus deudos y otros principales, por no desagradarle, han estado y están muy duros, determinados de morir primero que rendirse. Ya muchos pelean contra su voluntad e todos comienzan a padescer gran nescesidad de comida; vales faltando la munición, e otrosí, están discordes entre sí. Conviene, si no se te dieren, que creo no darán, les aprietes sin cesar por todas partes y tengas tomados todos los pasos por donde de comida o de agua o de munición se puedan proveer. Han levantado casas de madera, porque les vas asolando las de tierra; pegarles has fuego, o cortarás los palos sobre que se fundan, y aunque no duermas, de día ni de noche los fatiga, porque con la hambre, que ya comienzan a padescer, y con los sobresaltos de noche, no dormirán y desta suerte no se podrán defender. Hete dicho lo que siento, así como porque soy señora y no tengo de mentir, como porque veo la poca razón de Guautemuza y que los de mi linaje son contrarios de su parescer.»

     Mucho se holgó Cortés con esta repuesta. Regalóla y acaricióla mucho, mandando que todos la tratasen con mucho respecto y se le diese lo que hubiese menester, encargando a las mujeres españolas que hiciesen lo mismo e la tuviesen consigo, de que ella rescibió gran contento, e vino después a decir otras muchas cosas que sabía. Tomó Cortés su consejo e aprovechó mucho, porque quiso Dios, para que su nombre fuese conoscido de gente tan ciega, que del monte (como dicen) saliese quien el monte quemase. E porque este capítulo no sea más largo que los otros, diré en el siguiente lo que resta.



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Capítulo CLXXX

Do se prosigue lo que resta del pasado.

     En este día, aunque hubo tanta victoria, no hobo desmán notable con que se aguase, ecepto que al tiempo que los de la celada salían se encontraron dos de a caballo e cayó el uno de una yegua en que iba, la cual se fue derecha a los enemigos y ellos la flecharon, e muy herida, como vio la mala obra que le hacían, se volvió a los nuestros y aquella noche murió. El caballero caído peleó muy como diestro en aquel menester, aunque pesó mucho a los nuestros por la muerte de la yegua, porque los caballos e yeguas eran los que daban la vida, por lo mucho que con ellos se hacía, aunque el pesar no fue tan grande porque murió entre los nuestros, ca se pensó muriera en poder de los enemigos, por haberse ido a ellos, los cuales como de cualquiera cosa pequeña, cuanto más desta, haciendo fiesta y regocijo, dieran pena a los nuestros.

     Los bergantines y las canoas de los amigos hicieron grande estrago, rompiendo por las canoas y piraguas de los enemigos, e mataron tantos dellos sin rescebir daño notable, que mucha del agua estaba tinta en sangre.

     Con este subceso tan próspero, bien alegres, como era razón, se recogió Cortés a su real, e pasada una hora de la noche, las centinelas tomaron dos indios de poca suerte, que de su voluntad se venían al real a que los tomasen; lleváronlos delante de Cortés, el cual los amedrentó, preguntándoles si eran espías. Ellos le dixeron que no, sino que eran unos pobres hombres que salían de noche a pescar por entre las casas de la ciudad e que andaban por la parte que della los cristianos tenían cegada, buscando leña, hierba y raíces que comer. Cortés, así por lo que la señora había dicho, como por la manera de hablar déstos, entendió que no venían con malicia; preguntóles si tenían hambre; respondiéronle que muy grande y que ella los había forzado a meterse por entre sus enemigos; de adonde dixo bien el Cómico: «Dura espada es la nescesidad». Cortés les mandó dar luego de comer, aunque ni a él no a los suyos sobraba. Mirábanse el uno al otro, como maravillados de que el Capitán de sus enemigos les hiciesen tan buena obra cual ellos a sus amigos apenas hicieran. Preguntóles Cortés cómo estaban los de la ciudad; respondiéronle que con muy gran nescesidad de comida, pero que muy determinados de morir primero que darse, y que por horas iban cresciendo la hambre.

     Pesó mucho a Cortés de que teniendo los de la ciudad dentro de su casa un tan bravo enemigo, quisiesen también tener por enemigos los españoles, poniéndolos el enemigo de casa en tanta flaqueza, que no pudiesen pelear con los de fuera: tanto puede una ciega porfía y obstinación.

     Entendido esto, Cortés mandó llamar a los Capitanes con quien principalmente consultaba los negocios de guerra; díxoles lo que con los indios había pasado e cómo conformaba con lo que aquella señora había dicho. Espantáronse mucho de la ciega determinación de los mexicanos, e aunque quisieran que conoscieran cuán bien les estaba el mudar parescer, viendo que era ya por demás, dixeron a Cortés que no perdiese punto de apretarlos cuanto fuese posible, pues lo más estaba hecho, hasta acabarlos o ponerlos en término que, aunque les pesase, se diesen. Cortés, viendo que no podía hacer otra cosa e que no era razón de perder más tiempo, dexó ordenado aquella noche lo que luego de mañana se había de hacer.



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Capítulo CLXXXI

Cómo Cortés al cuarto del alba dio sobre los enemigos, poniendo primero espías, y cómo derrocó con los bergantines muchos de los tablados que tenían hechos.

     Con esta determinación, siguiendo el parescer de aquella señora, acordó Cortés de entrar al cuarto del alba e hacer todo el daño que pudiese e que los bergantines saliesen antes del día. Cortés con quince de a caballo y ciertos peones españoles e algunos amigos entró de golpe, habiendo puesto primero ciertas espías, las cuales, siendo de día, estando puesto él y los suyos en celada, le hablan de hacer señal de salir, e fue así que, viendo la señal, dio sobre infinita gente, pero como eran de aquellos miserables que salían a buscar de comer, los más venían desarmados, y entre ellos algunas mujeres y muchachos, pero con todo esto, sin poderlo evitar, se hizo gran daño en ellos, y el mismo por doquiera que iba de la ciudad, tanto que de presos y muertos pasaron de ochocientas personas. Hacía Cortés esto por ver si apretándolos tanto, vendrían a lo bueno.

     Los bergantines, como estonces soplaba el viento y era hora desacostumbrada, hicieron más daño, porque como iban a vela y remo, con la furia e ímpetu grande rompían por los tablados, dando con ellos en el agua, donde, con la pesadumbre de la madera e con el acudir de los bergantines que atrás venían, se ahogaban los más. En éstos no hubo cuenta, porque como quedaban debaxo del agua, no se podían contar. Tomaron otra gente mucha e muchas canoas que andaban pescando, en las cuales hicieron grande estrago los Capitanes y las otras personas principales de la ciudad. Viendo andar a los nuestros a hora tan desacostumbrada, quedaron tan espantados como de la celada pasada, diciendo que los cristianos, aunque comían y bebían como ellos, no se sabían cansar ni debían de dormir, pues al tiempo que todos los hombres del mundo reposan, velaban e trabajaban ellos, e así ninguno osó salir a pelear, y desta manera los nuestros todos se volvieron al real con mucha presa y mantenimiento para los indios amigos.



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Capítulo CLXXXII

Cómo Cortés tornó otro día al combate y cómo se acabó de ganar la calle de Tacuba, e quemó las casas de Guatemuza y lo demás.

     Otro día de mañana tornó Cortés a entrar en la ciudad, e como ya los indios amigos veían la buena orden que Cortés y los suyos llevaban, y como el negocio estaba ya puesto en términos de que, según lo que habían visto, no podía dexar de subceder prósperamente, acudieron de los de fuera tantos en favor e ayuda de Cortés, que no se podían contar, y de cada día venían casi sin cuento, de suerte que casi ya estorbaban [más] que ayudaban: tanto era el odio y enemistad que a la tiranía del imperio mexicano tenían; y con verse así los mexicanos oprimir y que ninguno venía que no fuese su enemigo, porfiaron tanto que hasta ser asolados no dieron muestra de arrepentimiento de su porfía y endurescimiento, diciendo que rindiéndose a los españoles, perdían su libertad (y desto paresce ahora lo contrario) y que dándose a los tlaxcaltecas e a otros, desta suerte hacían gran vileza y poquedad, e que más querían que después de muertos en la guerra, o de hambre, sus enemigos los comiesen, pues no lo habían de sentir, que verse vivos en poder de aquellos a los cuales ellos mandaban y de los cuales habían tan reconoscidos y respectados.

     Finalmente, aquel día acabó Cortés de ganar toda la calle de Tacuba y de adereszar los malos pasos della en tal manera que los del real de Alvarado se podían comunicar por la ciudad con los del real de Cortés. Ganáronse otras dos puentes en la calle principal que iba al mercado; cegóse muy bien el agua e quemó Cortés las casas del Rey y señor Guautemuza, subcesor de Motezuma, y quemándolas, según eran grandes e reales (aunque convenía así) rescibió Cortés y muchos de los suyos gran pena, porque arruinaron el más bravo y soberbio edificio que había en este Nuevo Mundo.

     Era Guautemuza estonces de edad de diez e ocho años hasta veinte, de donde se entenderá el invencible ánimo que en tan tierna edad tenía y el poco que en tanta prosperidad Motezuma mostró, aunque algunos lo atribuyen a prudencia, ofresciéndosele casos en que si la pusilanimidad y flaqueza de ánimo no fueran naturales, fuera prudencia mostrar ánimo y coraje, efectos de fortaleza.

     Eran las casas no menos fuertes que grandes y hermosas, porque estaban cercadas de agua y las murallas eran muy gruesas y fuertes, y así se hizo mucho y fue de grande efecto ganarlas, porque en ellas se fortalescían mucho los enemigos y dellas habían hecho gran daño.

     Ganáronse otras dos puentes de otras calles que iban cerca desta del mercado; cegáronlas muy bien, e así cegaron otros muchos pasos, de manera que de cuatro partes de la ciudad, ya los nuestros tenían ganadas las tres, y así los enemigos no hacían sino retraerse hacia lo más fuerte, que era las casas que les quedaban en el agua, porque los tablados no los hallaban tan buenos, por la gran fuerza con que los bergantines los derrocaban. Con todo esto, viéndose los enemigos ir de vencida y que cada día se apocaban, o con la rabia de la muerte, o por las causas que tengo dichas, sacando fuerzas de flaqueza, se defendían bravamente, contra los cuales se señalaron en este día casi todos los Capitanes, así los del agua, como los de tierra, creo que porque ya vían la presa en las manos, y que por no dexarla les convenía, aunque quedasen algunos allí (que no quedaron) hacer todo su deber, dando buen fin y remate a lo que hasta estonces habían trabajado.



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Capítulo CLXXXIII

Cómo otro día Cortés ganó a los enemigos una gran calle e de cómo revolvieron sobre Cortés y de lo que decían a los indios amigos.

     Otro día siguiente, que fue día del Apóstol Sanctiago, tornó Cortés a entrar en la ciudad por la orden que antes, siguió por la calle grande que iba a dar al mercado, ganó una calle muy ancha, de agua, en que los enemigos tenían gran confianza y pensaban tener toda seguridad, y así se tardó gran rato en ganar y no con poco peligro y sin pocas heridas de la una parte y de la otra, y como era tan ancha no se pudo acabar de cegar, de manera que los de a caballo pudiesen pasar de la otra parte, e como estaban todos a pie y los de la ciudad vieron que los de a caballo no habían pasado, vinieron de refresco con gran furia sobre los nuestros muchos dellos y muy lucidos (que aún no habían acabado de perder su antigua gallardía). Hiciéronles rostro los nuestros, que tenían consigo copia de ballesteros, y como los indios vieron tanta resistencia e que les iba mal en la refriega, dieron vuelta a sus albarradas y fuerzas, donde se hicieron fuertes, aunque muchos dellos primero que a ellas llegasen, cayeron muertos con las xaras que llevaban en el cuerpo. Fueron de gran provecho en esta refriega y en otras las picas que los españoles de pie llevaban, las cuales Cortés había mandado hacer después que lo desbarataron, porque como los que las jugaban eran diestros dellas, hacían a veces más daño que los escopeteros.

     Aquel día lo que restó del pelear se empleó todo en quemar y allanar las casas que de la una parte y de la otra había, cosa (como tengo dicho, y Cortés escribe en su Relación) lastimosa de ver, ca en pocos días, con grande estrago de sus moradores, se vio quemada y asolada, y lo que era agua hecho tierra, la más grande, la más insigne y poblada ciudad deste Nuevo Mundo, pero no se podía hacer otra cosa, aunque con todo este tan grande estrago, estaban en su obstinación, tan porfiados y duros, que animándose los unos a los otros, decían a los indios amigos y mortales enemigos suyos: «Quemad, talad y destruid edificios y casas de tantos años, que nosotros os haremos que las tornéis a hacer de nuevo y mejores, porque si nosotros vencemos ya vosotros sabéis que esto ha de ser así, pues lo tenéis entendido del imperio y subjección que sobre vosotros hemos tenido, y si los cristianos vencieren también las habéis de hacer para ellos», y desto postrero plugo a Dios que saliesen verdaderos, aunque los mexicanos han sido los que principalmente las han edificado con harto provecho y adelantamiento suyo, pagándoles su trabajo.

     Otro día, luego de mañana, volvió Cortés a la ciudad, y llegado a la calle del agua que había cegado el día antes, hallóla de la manera que la había dexado. Pasó adelante dos tiros de ballesta, ganó dos acequias grandes de agua, que tenían los enemigos rompidas en lo sano de la misma calle, y llegó a una torre pequeña de sus ídolos, y en ella halló ciertas cabezas de los cristianos que habían muerto y sacrificado, que pusieron harta lástima a los nuestros, porque allí muchos conoscieron a sus amigos y se les refrescaron las llagas. Desde aquella torre iba la calle derecha, que era la misma donde Cortés estaba, a dar a la calzada del real de Sandoval, e por la mano izquierda iba otra calle a dar al mercado, en la cual ya no había agua, excepto una que defendían los enemigos, e aquel día no pasó Cortés de allí, pero él y los suyos pelearon mucho, aunque los enemigos llevaron lo peor.

     Volvióse Cortés con esto, sin hacer otra cosa, porque la noche sobrevenía, aunque habían peleado tanto que aunque volvieran más temprano lo habían bien menester.



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Capítulo CLXXXIV

Cómo Alvarado ganó ciertas torres cerca del mercado, y el peligro en que se vieron los de a caballo, y lo que Cortés hizo.

     El otro día siguiente, estando Cortés apercibiéndose para entrar en la ciudad, a las nueve horas del día, vio desde su real que salía humo de dos torres muy altas que estaban en el Tlatelulco o mercado de la ciudad. El humo era mucho y mayor harto del que solía salir cuando los indios incensaban a sus dioses y les hacían sacrificios. No podía Cortés pensar qué fuese, y así estuvo vacilando un rato y echando diversos juicios con los que con él estaban. Les paresció a todos (y fue así) que Pedro de Alvarado y su gente debía de haber subido a aquellas torres; e cierto, aquel día Pedro de Alvarado y los suyos se señalaron grandemente, porque paresce que pelearon más que por hombres, ca quedaban muchas puentes y albarradas por ganar, e siempre acudía a las defender toda la mayor parte de la ciudad, e como vio Alvarado que por la parte de Cortés los españoles iban estrechando a los enemigos, trabajó cuanto pudo por aventajarse y entrar al mercado, donde tenían toda su fuerza, diciendo a los suyos que en aquel día y de aquella vez habían de ganar todos inmortal fama y nombre si de tal manera ponían el pecho al negocio, que, o quedasen muertos, o saliesen con él, y que era muy justo que, pudiendo, se aventajasen a los de Cortés, pues querer y procurar exceder a otros en virtud y valentía era cosa loable. Con haber, pues, hecho más que nunca, no pudo llegar más de a vista del mercado y ganarles aquellas torres y otras muchas que estaban junto al mismo mercado. En lo alto de las dos mandó hacer fuego, para que Cortés y los suyos entendiesen adónde había llegado, y para dar dolor y pesar a los de la ciudad y desmayarlos para no proseguir más en su defensa.

     Los de caballo en esta victoria, aunque pelearon como Cides, se vieron en gran aprieto y trabajo, tanto que les fue forzado retirarse, y al retraerse les hirieron tres caballos, y con tanto se volvieron, y Alvarado con ellos a su real.

     Peleó Cortés como siempre, ganó algunos pasos y no quiso aquel día ganar una puente y calle de agua que solamente quedaban para llegar al mercado, ocupándose tan solamente en cegar y allanar los malos pasos, diciendo que jamás le acaecería otra como la pasada, e que, a trueco de un día más, quería asegurar el juego, llevando las espaldas seguras con dexar todo lo de atrás fixo, como convenía. Al retraerse, le apretaron reciamente los enemigos, aunque fue bien a su costa, porque mataron muchos dellos. Despartiólos la noche, que venía, porque todavía estaban tan emperrados, que las muertes de los primeros no fueran parte para hacer volver las espaldas a los segundos: tanto ciega el rancor y deseo de venganza.



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Capítulo CLXXXV

Cómo Cortés entró en la plaza y Alvarado, por otro camino, vino a ella, y del placer que los unos con los otros rescibieron, y cómo Cortés, de piedad, entretuvo el combate.

     Otro día entraron los Capitanes lo más de mañana que pudieron en la ciudad, y como no había por la parte que Cortés iba qué ganar, sino una traviesa de calle con agua, con su albarrada, que estaba junto a una torrecilla, comenzóla a combatir, e un su Alférez e otros dos españoles se echaron al agua, y hallando poca resistencia, pasaron de la otra parte porque los contrarios desampararon aquel fuerte, que pudieran por buena pieza defender, y se retiraron la ciudad adentro. Cortés se detuvo en cegar aquel paso de su espacio, y adereszarle de manera que los de a caballo pudiesen salir y entrar por él a su salvo. Estando haciendo esto, llegó Pedro de Alvarado por la misma calle con cuatro de a caballo. No se puede decir (y así lo escribió Cortés) el placer que los unos con los otros rescibieron, así por haber hallado camino, sin pensarlo, cómo el un real se comunicase con el otro, como porque aquel camino era el más breve y más seguro para acabar de dar conclusión en la guerra y a negocio tan importante y tan bien porfiado.

     Dexó Pedro de Alvarado recaudo de gente a las espaldas y lados, así para su defensa, como para conservar lo ganado, y como luego se adereszó el pasó, Cortés, con algunos de a caballo, se fue a ver el mercado, mandando a la gente de su real que en ninguna manera pasase adelante hasta que él dello diese aviso, y después que hubo un rato andádose paseando por la plaza con algunos de a caballo, mirando los portales della, los cuales por lo baxo estaban tan vacíos como llenos por lo alto, porque no cabían de los enemigos, los cuales, como la plaza era muy grande e vían que los de a caballo eran señores della, no osaron baxar ni desde lo alto acometer, mirándose los unos a los otros, como esto vio Cortés, se subió a una torre grande que estaba junto al mercado, y en ella y en otras halló cabezas de cristianos e de indios tlaxcaltecas, ofrescidas y puestas ante sus ídolos. Rogaron allí él y los suyos por ellos, que desto entre los nuestros se tenía gran cuidado. Miró Cortés desde aquella torre o cu que Pedro de Alvarado ganó, lo que tenían ganado de la ciudad, que era de ocho partes las siete.

     Era esta torre o cu la principal de lo que se dice el Tlatelulco, y en la otra Francisco Montaño, Alférez de Pedro de Alvarado, con gran peligro de su persona, subió la bandera, con que grandemente animó a los que le siguieron, y así fue parte para que luego Alvarado ganase el Tlatelulco.

     Viendo, pues, Cortés que tanto número de enemigos no era posible sufrirse en tanta angostura, especialmente que aquellas casas que les quedaban eran pequeñas y puestas cada una dellas en el agua, y que por las calles y en el agua había montones de cuerpos muertos, sin infinitos que en sus casas tenían escondidos, cuyo hedor fue tan pestilencial que mató a muchos, y que la hambre que padescían era insufrible, porque por las calles hallaban los españoles roídas las raíces y cortezas de los árboles, determinó de no combatirlos aquel día ni aun otros y ofrescerles partido por donde no peresciese tanta multitud de gente.



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Capítulo CLXXXVI

De lo que Cortés invió a decir a los de la ciudad y de lo que ellos respondieron.

     Muchas veces (según paresce de lo dicho) había Cortés convidado con la paz e con otros muchos medios para tenerla con los mexicanos, e aunque todas ellas se las negaron, siempre deseó y procuró de buscar medios nuevos para no ponerlos en el estrecho y trabajo en que ya los tenía, el cual ellos procuraron por sus manos, pues a sabiendas y como desesperados, siendo tan amable la vida y tan aborrecible la muerte, querían más morir que vivir. Ya, pues, que por su culpa los tenía puestos en tanta estrecheza, que en ninguna manera podían dexar, o de morir a cuchillo, o de hambre, o venir las manos puestas pidiendo perdón, y paresciéndole que si no eran más indómitos y fieros que tigres, la gran nescesidad en que estaban los había de compeler a mudar propósito, les invió los mensajeros más elocuentes y facundos que pudo hallar, para que, aunque la verdad desnuda pudiera moverlos, adornada de elegantes palabras y modo de decir, los moviese más fácilmente.

     Llegados los mensajeros, saludaron al Rey Guautemucín e a los otros señores principales, que con él estaban. Suplicáronles que pues venían a tratar con ellos negocio de gran peso y el mayor que se les podía ofrescer, que los oyesen con muy gran atención y cuidado y que no respondiesen luego hasta que hubiesen pensado bien la repuesta, pues della, siendo buena, o mala, pendía el no volver ellos más con otra embaxada.

     La suma de lo que dixeron, prometiendo Guautemucín de oirlos, fue la que se sigue, porque, como son verbosos, decirlo todo daría fastidio. «Gran señor, en quien el imperio mexicano ha subcedido, y vosotros, Príncipes, señores y caballeros de la Corte imperial de Culhúa: En nombre del invencible y bien afortunado Cortés, os saludamos. Díceos por nosotros que ya sabéis las muchas veces que con la paz os ha rogado, y que como siempre la habéis negado, así os ha ido de mal en peor, hasta casi estar vuestra ciudad echada por el suelo, vuestros innumerables vecinos muertos y vosotros puestos en tan gran aprieto, que, porfiando, o de hambre, que ya padescéis estrechísima, o de la furia y saña de vuestros contrarios los cristianos, no podéis escapar vivos. Ruégaos mucho, condolesciéndose de vuestro trabajo, que volváis sobre vosotros, y que pues tenéis tiempo, uséis dél, ca no es valentía, sino temeridad, faltando toda esperanza de vencer, porfiar los hombres en querer morir. Dice Cortés que si ahora os dais, que os tratará, no como a sus enemigos y tantas veces rebeldes, sino como a muy queridos amigos y de quien hubiese rescebido muy buenas obras; y que si no hallardes esto ser así, podréis, como hombres libres, rebelaros contra él y hacer de nuevo la guerra, pues estáis en vuestra tierra y casas. Dice más: que no querría ya ensangrentar su espada en vosotros, que estáis más para pedir perdón de lo hecho, que para pelear y tomar armas, y que pues en esto no habéis de perder honra, pues habéis hecho todo lo que ha sido en vosotros, y que todo lo demás que justo sea os lo concederá, ruégaos una y muchas veces que no echéis, como dicen, la soga tras el caldero, queriendo morir como fieras y no como hombres que usan de razón, y que él con esto cumple con su Dios, con su Rey, con vosotros y con sus amigos y vuestros, y que si así no lo quisierdes hacer, él no puede dexar de acabaros hasta que ninguno quede vivo. A esto, si os paresce, como al principio os suplicamos, responderéis mañana.»

     Guautemucín, que muy mozo y orgulloso era, aunque había estado bien atento, no dando lugar a más dilación ni a que los otros señores le contradixesen, que había muchos que lo hicieran, respondió muy enojado y dixo:

     «Diréis a Cortés que no hable en amistad ni la espere jamás de nosotros, porque estamos tan determinados de ver el fin deste negocio, peleando, que aunque no quede más de uno, ha morir haciendo esto. Perdido hemos lo más; que perdamos lo menos, no es mucho. No queremos vida sin libertad y sin la conversación y compañía de nuestros amigos y deudos que en esta guerra hemos perdido. Si muriésemos, para eso nascimos e iremos más presto e gozarnos con ellos, diciéndoles que los imitamos e hecimos lo que ellos; y también le diréis que primero que esto sea, todo nuestro tesoro y riquezas echaremos en el agua, donde jamás parezca (y así lo hicieron), porque no queremos que perdiendo nosotros las vidas, él y los suyos se huelguen con nuestras haciendas. Con tanto, os podéis ir para no volver jamás, porque será excusado pensar que hayamos de hacer otra cosa.»

     Bien mohinos y aun corridos volvieron a Cortés con la repuesta los mensajeros, de la cual, aunque mucho pesó a Cortés, viendo que no podía hacer otra cosa, determinó de proseguir el combate.



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Capítulo CLXXXVII

Cómo Cortés mandó hacer un trabuco por falta de pólvora y cómo se erró, y de lo que pasó con los mexicanos.

     Cortés entretuvo algunos días la guerra, ocupado en hacer un trabuco, por la falta de pólvora que tenía para los tiros y escopetas, y aunque había quince días antes tratado dello, quiso estonces ponerlo por obra, así porque la nescesidad de pólvora la apretaba, como porque los enemigos estaban tales que aunque dexase de combatirlos no podían hacerle daño. Llamó los carpinteros, y como no le habían hecho, cada uno hablaba diferentemente del otro, y aunque Cortés entendió lo que después fue, como le porfiaron que no se perdería nada en probarlo, consintió que se hiciese. Tardó en hacerse cuatro días, que fueron los que se dieron más de larga a los de la ciudad, para que aunque cesase el combate, la hambre más los afligiese.

     Hecho el trabuco, le llevaron a la plaza del mercado; sentáronle en uno como teatro, que estaba en medio della hecho de cal y canto cuadrado, de altura de dos estados y medio; tenía de esquina a esquina casi treinta pasos. Hacíanse en este asiento las fiestas y juegos de los mexicanos, para que los representadores dellas fuesen vistos a placer de toda la demás gente del mercado, que era infinita.

     Puesto, pues, allí el trabuco, que tardó en asentarse tres días, salió tan mal acertado que espantaba los de fuera y mataba los de dentro, despidiendo la piedra hacia atrás, habiendo de echarla adelante. Esta falta, así los indios amigos, como los españoles, desimularon tan bien, que asentándose el trabuco y después de asentado, los indios amigos amenazaban a los de la ciudad, diciéndoles: «¡Ah, perros, pues queréis morir como venados, con este ingenio que veis os mataremos a todos y acabaremos de asolar esas pocas casas en que os hacéis fuertes! ¡Ea, pues, no porfiéis tanto en vuestra nescedad; acabad, daos; que mejor es vivir que morir!» Los de la ciudad respondían lo que siempre, aunque el ingenio les puso harto miedo y aun por él creyó Cortés que se dieran, y en todo se engañó, porque ni él ni los carpinteros salieron con lo que porfiaron, ni los de la ciudad, aunque tenían temor, movieron partido alguno ni salieron a los que les ofrescían; e diciendo ellos al cabo de dos o tres días: «¿Cómo no nos matáis con ese ingenio?»; respondían los indios amigos por boca de los españoles: «Porque os tenemos lástima y deseamos que con tiempo miréis por vosotros.» Replicaban a esto ellos lo que otras veces decían: «Morir o vencer.»

     Pasados estos días volvió Cortés a combatir la ciudad, y como había cuatro días que no lo había hecho, halló las calles por donde iba (cosa, cierto, de lástima) llenas de mujeres y niños y otra gente miserable, que se morían de hambre y salían traspasados e, como dicen, en los huesos, a buscar de comer. Cortés, que muy piadoso era, mandó a los indios amigos que no les tocasen, diciéndoles que no era valentía en gente tan flaca executar su saña. Hiciéronlo así, que no hicieran si no oyeran estas palabras.

     La gente de guerra no salió a pelear, antes se estuvo queda donde no podía rescebir daño, porque se subieron a las azoteas de sus casas, donde se estuvieron quedos, cubiertos con sus mantas y sin armas. Cortés estonces, con las lenguas y con un Escribano y muchos testigos, les requirió con la paz, los cuales respondían con disimulaciones, ni diciendo sí, ni diciendo no, gastando el día en falsos entretenimientos, lo cual, como vio Cortés, muy enojado, les invió a decir que pues eran tan malos y tan falsos y mentirosos, que él los quería combatir; por tanto, que hiciesen retraer aquella miserable gente, si no, que daría licencia a los indios amigos para que los matasen.



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Capítulo CLXXXVIII

De lo que los mexicanos respondieron y del bravo combate que les dieron Cortés y Alvarado.

     Los indios mexicanos, con el doblez y engaño que solían, respondieron se detuviese y no hiciese mal a aquella pobre gente, que ya querían paz. Cortés, como escarmentado de tantas, les replicó que él no vía allí a su Rey y señor, con quien la paz se había de tratar; que le llamasen, y que venido, haría todo lo que más conviniese a la paz e quietud dellos, los cuales hicieron como que inviaban a llamar, y muy de priesa, a Guautemucín, pero como era burla, se paresció presto, porque todos estaban apercebidos para pelear, y así fueron los primeros que acometieron; enojado Cortés de lo cual, mandó a Pedro de Alvarado que con toda su gente entrase por la parte de un gran barrio que los enemigos tenían, en que había más de mill casas, y él entró a pie por otra, porque no había espacio donde los caballos anduviesen. Dixo a los suyos: «¡Ea, amigos, acabemos ya con estos perros, que tantas nos han hecho y con quien, como fieras, no vale razón! Echemos ya este negocio a un cabo o acabemos aquí todos, que ya no hay quien lo sufra.» Fue el intento de Cortés estrechar a los enemigos cuanto pudiese, para hacerlos venir, si posible fuese, a que todos no acabasen.

     Hubo por la una parte y por la otra tan bravo y recio combate y tan gran resistencia en los contrarios, que por muchas horas, duró más que otro alguno, con tanto derramamiento de sangre y tantas muertes, especialmente de los mexicanos, que a porfía se metían por las espadas, que las calles y el agua, todo, nadaba en sangre.

     Señaláronse este día muchos de los españoles e muchos de los tlaxcaltecas, que no parescían hombres, sino iras del cielo. Ganaron los nuestros todo aquel barrio, aunque con gran trabajo y muchas heridas, porque peleaban con desesperados y con hombres que no deseaban más que morir, vengando cuanto pudiesen sus muertes. Cortés, por su parte, los arrinconó mucho, haciendo en ellos horrible y espanto estrago. Finalmente, fue tan grande la mortandad que se hizo en ellos, que muertos y presos, pasaron de doce mill hombres, con los cuales los tlaxcaltecas e los otros indios amigos usaron de tanta crueldad, que por ninguna vía, a ninguna suerte de persona, mujer, niño o viejo, daban la vida, aunque Cortés y los otros Capitanes más los reprehendiesen y castigasen, respondiendo que aquéllos eran sus mortales y antiguos enemigos y que mataban a todos porque ni hubiese mujeres dellos que pariesen ni criasen, ni que en ninguna manera pudiesen ser provechosas, y que los niños no habían de crescer ni vivir para ser tan malos como sus padres, y que los viejos no hacían menos mal con los consejos que los mozos con las armas, y que por esto era bien que dellos no quedase memoria, y cierto, aunque decían esto, la causa principal era su condisción natural ser tan vengativos y tan poco inclinados a perdonar, que por muy pequeñas causas hay entre ellos mortales enemistades, no condolesciéndose los unos de los otros, aunque los vean en extrema nescesidad, bastante prueba, dexada la ley cristiana, que a lo contrario nos obliga, de mujeril y afeminado ánimo, vil y ajeno de toda grandeza y nobleza de hombres dignos de tal nombre.



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Capítulo CLXXXIX

Cómo otro día Cortés volvió a la ciudad y de cómo los enemigos le llamaron, y de lo que le dixeron.

     Otro día siguiente tornó Cortés a la ciudad; mandó a los suyos que en ninguna manera peleasen ni hiciesen mal a los mexicanos, los cuales, como vieron tan gran multitud de gente sobre sí y conoscieron que sus mismos vasallos a quien ellos solían mandar los venían a matar, y los habían puesto y ponían en tan estrecha nescesidad cuanta mayor no podía ser, pues asolada ya casi toda su ciudad, no tenían donde poner los pies, sino sobre los cuerpos muertos de los suyos, decían y clamaban: «Habed ya, cristianos, e vosotros, nuestros naturales (aunque mortales enemigos) misericordia de nosotros; despenadnos ya y sacadnos de tanta desventura; acabadnos ya; quitadnos la vida, porque la muerte es mejor que ella.»

     Dichas estas palabras, ciertos principales dellos a mucha priesa rogaron a ciertos españoles que más cerca estaban que en todas maneras les llamasen a Cortés, porque le querían hablar, e como todos los españoles deseaban que ya aquella guerra se concluyese y tenían gran lástima del mal que aquéllos padescían, holgaron mucho de ir a llamar a Cortés, pensando que ya querían paz.

     Llegados los españoles do Cortés estaba, con mucho contento le rogaron e importunaron se llegase a un albarrada donde estaban ciertos principales que con grande ansia le deseaban hablar, el cual, aunque sabía que había de aprovechar poco su ida, determinó de ir, así por complacer a los que se lo importunaban, como porque no dixesen que no hacía todo lo que era en sí para atraer a sus contrarios, aunque estaba cierto que en el señor y en otros tres o cuatro principales estaba y había de estar la endurescida porfía, porque la otra gente, muertos o vivos, deseaban ya verse fuera de allí.

     Llegado, pues, al albarrada, dixéronle los indios principales, que pues ellos le tenían por hijo del sol, y el sol con tanta brevedad como era un día y una noche daba vuelta a todo el mundo, que por qué él así, brevemente, no los acabada de matar y los despenaba, porque aunque la muerte siempre la habían huido, como a cosa tan aborrescible y temerosa, ahora la amaban y deseaban mucho mas que la vida cuando estaban en su prosperidad, y que ya entendían que podía ser tan mala la vida que fuese peor la muerte, y que pues ellos viviendo morían, le suplicaban, si como decían era clemente y piadoso, que en todo caso muy presto los acabase, porque ellos se querían ir al cielo con su dios Uchilobus (este era el principal ídolo que ellos adoraban) que los estaba allá esperando para darles descanso y agradescerles mucho haber muerto en su servicio, ceguera, cierto, lastimosa y digna de llorar.

     Cortés a estas palabras les respondió muchas cosas, desengañándolos del error en que estaban; ofrescióles mucha amistad, gran tratamiento y la libertad que quisiesen; y ninguna cosa aprovechó, tanto puede el demonio, viendo en los nuestros más muestras y señales de paz que jamás ningunos vencidos mostraron, con ser ellos, por la bondad de Dios, siempre vencedores.



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Capítulo CXC

Cómo Cortés invió un principal mexicano que tenía preso a la ciudad, y de lo que le dixo, que hiciese, e cómo los suyos le sacrificaron.

     Puestos, pues, los enemigos en el extremo que tengo dicho, como estaban tan determinados de morir, imaginaba Cortés cómo podría apartarlos de tan mal propósito, y así, revolviendo consigo muchas cosas, halló que era bien inviarles una persona muy principal que dos o tres días antes había preso en el combate, un tío de Don Fernando, señor de Tezcuco, para que éste, como persona tan señalada y a quien respectarían y darían todo crédicto, les persuadiese a que mudasen parescer, e así como lo pensó, lo llamó, al cual dixo: «Yo sé que tú eres caballero y de los más principales de la ciudad; estás mal herido; hante curado por mi mandado, porque así lo tenemos los cristianos de costumbre, especialmente con las personas tan principales como tú; en mi poder estás, para hacer de ti lo que quisiere; yo quiero, por que veas que no pretendemos más que vuestra amistad, que tú escojas lo que más quisieres, o estarte con nosotros en la libertad y autoridad que tenías en tu ciudad, o, aunque no estás bien sano, volverte a ella con algunas cosas que yo te daré; e si esto último quieres, hasme de dar la palabra, como caballero, de hacer lo que yo te rogare.»

     El prisionero se alegró mucho con lo que Cortés le dixo, y como el amor de la patria puede tanto, le dixo que la una merced y la otra eran muy grandes y que cada una dellas le obligaban a morir por él, cuanto más a hacer lo que le mandase, e que pues le daba a escoger, que él quería volver a la ciudad con los suyos, donde había nascido, y que en lo demás le daba su palabra, como caballero, e por sus dioses inmortales prometía, de hacer con toda fidelidad lo que le mandase.

     Entendido esto por Cortés, le dixo: «Lo que te ruego mucho que hagas es que cuando te veas con Guautemucín le digas el tratamiento que yo te he hecho, y pues vees que no pueden escapar de morir, si no se dan por nuestros amigos, le persuadas cuanto pudieres se dexe de porfiar más, porque yo le dexaré tan gran señor como ahora es, porque yo no pretendo más que su amistad. Cata aquí ropas ricas y plumajes que lleves, para que con verdad puedas decir lo bien que contigo lo he hecho, e irán contigo de mis soldados hasta ponerte donde Guautemucín está.»

     Tornó a replicar el prisionero que aquello él lo haría, por lo bien que les estaba y porque él se lo mandaba, y que antes de dos días después dél llegado sabría la fidelidad con que él lo hacía. Con esto se despidió bien alegre y bien acompañado.

     Los españoles le entregaron a los de la ciudad, los cuales lo rescibieron con mucho acatamiento, como a persona tan señalada; lleváronle luego delante de Guautemucín, su señor, y como en su presencia comenzó a tratar el buen tratamiento que había rescebido y a decir cuán bien sería que se tratase de paz, Guautemucín, muy enojado, no dexándole pasar adelante con su razón, le mandó luego sacrificar; de manera que él, que quiso más volver a su patria y tan herido, que quedar con tan buen tratamiento entre los extraños, murió por hacer el deber, queriendo lo que no quisiera, si supiera lo que escogía. Con esto, la respuesta que dieron fue venir con grandes alaridos, diciendo que no querían sino morir, tirando contra los nuestros muchas varas, piedras y flechas, peleando tan bravamente que mataron un caballo con un dalle que uno traía, hecho de una espada de las nuestras, pero, al cabo, les costó caro, porque murieron muchos dellos.



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Capítulo CXCI

Cómo otro día entró Cortés en la ciudad, y de lo que dixo a ciertos principales della y de lo que ellos, llorando, le respondieron.

     Otro día Cortés tornó a entrar en la ciudad, e ya estaban los enemigos tales, que a los indios amigos no se les daba nada de quedarse a dormir en la ciudad. Llegado, pues, Cortés a vista de los enemigos, no quiso pelear con ellos, sino andarse paseando por la ciudad, porque tenía creído que cada hora se habían de salir della y venirse donde los nuestros estaban, y por más inclinarlos a ello, se llegó cabalgando cabo una albarrada que tenían bien fuerte. Llamó a ciertos principales que estaban detrás, a los cuales él conoscía; díxoles que pues se vían tan perdidos y conoscían que, si él quisiese, en un hora no quedaría ninguno vivo  dellos, que por qué no venía a hablarle Guautemucín, su señor, que él prometía de no hacerle mal ninguno, e que queriendo él y ellos venir de paz, que serían dél muy bien tratados y que cobrarían todo lo que por su culpa habían perdido, y que estuviesen ciertos que esto sería así, porque era costumbre muy antigua entre los Capitanes españoles cumplir la palabra que diesen, e que pues el señor, como ellos decían, su enemigo, tenía tanta lástima dellos, que era más razón que ellos la tuviesen de sí, pues con sólo querer paz (que no solamente los hombres, pero los brutos animales, en su género, siempre conservan), vendrían a tener todo lo que deseaban. Estas y otras muchas razones les dixo Cortés, con que los provocó a muchas lágrimas, y así, llorando, le respondieron que bien conoscían su yerro y perdición e que ellos querían ir a hablar a su señor; que no se fuese de allí, porque presto volverían con la repuesta.

     Cortés holgó mucho desto, aunque quedó dubdoso si Guautemucín vendría o no. Los indios volvieron desde a un rato; dixéronle que porque ya era tarde su señor no venía, pero que otro día a mediodía vendría, sin dubda, a hablarle en la plaza del mercado. Creyólo Cortés, porque se lo dixeron con gran vehemencia, mostrando gran contento a venir con aquella respuesta.

     Volvióse Cortés con los suyos al real, e para que Guautemucín y aquellos señores entendiesen lo mucho que deseaba su amistad y lo mucho en que los tenía y deseaba honrar, proveyó luego que para otro día, que en aquel cuadrado alto que estaba en medio de la plaza donde se puso el trabuco, se adereszase un estrado el más sumptuoso que ser pudiese, como los indios señores lo acostumbraban, donde Guautemucín y los otros señores se asentasen, e por que no faltase nada, entendiendo que no les había sobrado la comida, mandó se adereszase muy bien de comer. Hízose todo, para en aquel tiempo bien espléndidamente.



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Capítulo CXCII

Cómo Cortés salió a lo puesto e Guautemucín no vino, e de lo que invió a decir e Cortés respondió, y de las demás cosas que pasaron.

     Otro día de mañana fue Cortés a la ciudad, avisando primero a la gente que estuviese apercebida, porque si los de la ciudad tuviesen tratada alguna traición, debaxo de paces, no los tomasen descuidados, y lo mismo mandó avisar a Pedro de Alvarado, que todos habían de ir juntos, aunque por diferente partes, a dar asiento en aquel negocio.

     Como Cortés llegó al mercado invió a decir a Guautemucín cómo él estaba esperando, el cual, como inconstante y mudable (como los más de su nación), aunque Rey, había mudado propósito, determinando de no ir, pero por no hacer clara fealdad, invió a Cortés cinco muy principales señores, que Cortés de nombre y comunicación bien conoscía, los cuales, de parte de Guautemucín, le dixeron que en todas maneras le perdonase porque no venía, que tenía mucho miedo y empacho (palabras naturales de los indios) de parescer delante dél, y que también estaba mal dispuesto, y que ellos estaban allí. Esto dixeron aquellos señores de su parte, que viese lo que mandaba, porque ellos lo harían con toda voluntad; e aunque el señor no vino, holgó mucho Cortés que aquellos señores viniesen, porque paresció que habría camino de dar presto conclusión a lo que él tanto deseaba.

     Rescibiólos con muy alegre semblante, honrólos mucho, mandólos sentar en aquel estrado, hízoles dar luego de comer y beber, en lo cual mostraron bien el deseo y nescesidad que dello tenían; y después de haber comido les dixo que hablasen a su señor y le dixesen que pues a ellos había rescebido con tanta voluntad y se había holgado con ellos, que qué haría con él; por tanto, que no se excusase con decir que tenía temor, porque él le prometía de no hacerle ningún enojo, ni decirle cosa que le pesase, sino antes darle todo contento y placer, y que pues sin su presencia no se podía dar asiento en cosa, que le porfiasen a que viniese. Acabado de decir esto, les mandó dar algunas cosas de refresco que llevasen para comer, los cuales se despidieron de Cortés, haciéndole grandes promesas de procurar que en todas maneras su señor viniese.

     Contaron a Guautemucín todo lo que había pasado, diéronle el refresco que llevaban; volvieron desde a dos horas, traxeron a Cortés ciertas mantas de algodón ricas e dixéronle que en ninguna manera Guautemucín su seño vendría ni pensaba venir y que era excusado hablar más en ello.

     Cortés, replicando, dixo que él no sabía la causa por qué Guautemucín tanto se recelaba de venir ante él, pues vía que a ellos, que él sabía haber sido los principales causadores de la guerra y que la habían sustentado, les hacía tan buen tratamiento, dexándolos ir e venir tan seguros y sin rescebir enojo; por tanto, les rogaba tornasen a hablar a Guautemucín e cargasen mucho la mano en suplicarle de su parte viniese y como Rey cumpliese su palabra, pues a él y a ellos les convenía y les iba el todo en hacerlo y él no alineaba por otra cosa que por su provecho. Ellos le respondieron que así lo harían e que de suyo le dirían otras muchas cosas e que otro día volverían con la repuesta, e así se fueron y también Cortés a su real.



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Capítulo CXCIII

Cómo, volviendo, aquellos señores, dixeron a Cortés se viniese a ver con Guautemucín, e de cómo volvió a faltar, e cómo Cortés combatió unas albarradas e de la gran matanza que en los enemigos hizo.

     Otro día, bien de mañana, aquellos señores vinieron al real de Cortés; dixéronle que se fuese a la plaza del mercado de la ciudad, porque su señor quería venir a hablarle allí. Cortés, aunque tantas veces burlado, engañándose con el gran deseo que tenía de verse con Guautemucín, creyendo que fuera así, cabalgó para allá. Estúvole esperando más de cuatro horas y nunca quiso venir ni parescer ante él, e como vio la burla y que ya se hacía tarde y que ni los señores de Guautemucín, venían, invió a llamar a los indios amigos, que habían quedado a la entrada de la ciudad, casi una legua de donde él estaba. Habíales mandado que no pasasen de allí, porque los de la ciudad le habían pedido que para hablar en las paces no querían que ninguno dellos estuviese dentro, y como estaban a pique, hechos ya a la presa, no tardaron nada, ni tampoco los del real de Alvarado, y como todos llegaron, díxoles Cortés: «¡Ea, tiacanes (que quiere decir «valientes»), pues estos perros no quieren paz, démosles guerra!» Con esto comenzó a combatir unas albarradas y calles de agua que tenían, porque ya no les quedaba otra mayor fuerza. Entróles Cortés y los indios amigos, e al tiempo que Cortés salió de su real, dexó proveído que Gonzalo de Sandoval entrase con los bergantines por la otra parte de las casas donde los enemigos se hacían fuertes, por manera que estuviesen cercados, y habíale avisado que no los combatiese hasta que viese que él los combatía.

     Comenzado el combate, estando los enemigos así cercados y apretados, no tenían paso por donde andar, sino por encima de los muertos y por las azoteas que les quedaban, y a esta causa, ni tenían ni hallaban flechas, ni varas ni piedras con que ofender a los nuestros. Andaban los indios amigos con espadas y rodelas entre los nuestros, y como estaban favorescidos, hacían maravillas.

     Fue tanta la mortandad que en los enemigos los nuestros y ellos hicieron, así por el agua como por la tierra, que aquel día pasaron de más de cuarenta mill hombres los muertos y presos, y era tanta la grita y lloro de los niños y mujeres, que no había persona a quien no quebrasen el corazón, especialmente a los nuestros españoles, que entre todas las nasciones, de su natural condisción, son más clementes y piadosos, e así tenían más que hacer en estorbar a los indios amigos que no matasen ni fuesen tan crueles, que no en pelear.

     Estaban los indios amigos tan encarnizados que fue más de fieras que de hombres su crueldad, tanto que por ninguna vía podían ser estorbados, antes como sangrientos leones, mataban y despedazaban a los mexicanos, que eran sus naturales y de su ley e nasción, e así, escribiendo esto Cortés, dice que en ninguna generación se vio crueldad tan fuera de toda orden de naturaleza.

     Hobieron este día gran despojo, en que los nuestros tampoco fueron parte para estorbárselo, porque ellos eran más de ciento y cincuenta mill hombres e los nuestros hasta nuevecientos, e así no bastó ningún recaudo ni diligencia para estorbarles que no robasen, aunque los nuestros hicieron todo lo posible, e una de las cosas por qué Cortés los días antes había rehusado de venir en rompimiento con los de la ciudad, era porque, tomándolos por fuerza, habían de echar, como lo hicieron, toda su riqueza en el agua, y donde hasta hoy nunca ha parescido, que fue, según algunos dixeron, increíble, e por el estrago que los indios amigos, por robar, habían de hacer en ellos, que son a hurtar tan inclinados, que a cualquier cosa, por chica que sea, se abalanzan; e porque ya era tarde y los nuestros no podían sufrir el mal olor de los muertos (que era pestilencial), se fueron a sus reales, pesándoles de no haber hallado voluntad en Guautemucín para que aquel estrago tan grande, que ellos no habían podido evitar, se excusase.

     Aquella tarde, que volvió temprano, proveyó Cortés que para el día siguiente que había de entrar en la ciudad se aparejasen tres tiros gruesos para llevarlos por delante, porque temió que como los enemigos estaban tan juntos y no tenían por donde se rodear, queriéndoles entrar por fuerza, podrían entre sí ahogar a los españoles, e quería desde afuera con los tiros hacerles algún daño para provocarlos a salir de allí contra los nuestros. Proveyó asimismo que Sandoval entrase con los bergantines por un lago de agua grande que se hacía entre unas casas adonde estaban todas las canoas de la ciudad recogidas, e ya tenían tan pocas casas donde poder estar, que el señor de la ciudad andaba en una canoa con ciertos señores y principales, que no sabía qué hacer de sí.



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Capítulo CXCIV

Cómo otro día Cortés volvió a la ciudad, como lo tenía ordenado, y cómo un gran señor que se decía Ciguacoacín hablé a Cortés, y de lo que él proveyó para que los indios amigos no hiciesen estrago en los que se daban.

     Siendo ya de día hizo Cortés, según tenía ordenado, apercebir toda la gente y llevar los tiros gruesos, inviando a mandar a Pedro de Alvarado que le esperase en la plaza del mercado y no diese combate hasta que él llegase, y estando ya todos juntos y los bergantines apercebidos, fue en buen orden con todos ellos por detrás de las casas del agua, donde estaban los enemigos. Mandó que en oyendo soltar un escopeta, entrasen por una pequeña parte que estaba por ganar y echasen los enemigos al agua hacia donde los bergantines habían de estar a punto, avisándoles mirasen mucho por Guautemucín y trabajasen de lo tomar vivo, porque de aquello pendía cesar la guerra e venirse de paz otras muchas provincias.

     Cortés se subió en un azotea, e antes del combate habló con algunos principales de la ciudad, que conoscía. Díxoles con palabras muy amorosas e con que mostraba condolescerse mucho de su miseria y aflicción, que por qué causa Guautemucín no quería venir y estaba tan rebelde en lo que a él y a los suyos tanto convenía; que les rogaba que antes que a todos los destruyese, pues se vían casi sin armas y de todas partes cercados, que le traxesen a Guautemucín, y de su parte le dixesen que ningún temor hobiese de parescer delante dél, porque le trataría muy como a señor, e que donde no, que mirase por sí, pues no podía vivo o muerto escapar de sus manos.

     Movieron mucho estas palabras aquellos principales, dos de los cuales, sin responder palabra, paresció que lo iban a llamar, e desde a poco volvió con ellos uno de los más principales de todos ellos, que se llamaba Ciguacoacín, Capitán y Gobernador de todos ellos, por cuyo consejo se seguían todas las cosas de la guerra. Cortés le mostró muy buen rostro, para que se asegurase y no tuviese temor de decir lo que quisiese, e al fin, después de muchas razones comedidas, dixo que en ninguna manera Guautemucín vendría ante su persona, porque tenía determinado de morir primero que hacer otra cosa, y que a él le pesaba mucho desto, porque no podía alcanzar otra cosa de su señor; por tanto, que hiciese lo que quisiese.

     Cortés, como vio esto, enojado, y con razón, le replicó: «Ahora, pues sois tan malos, tan rebeldes y tan sin juicio, apercebíos, que yo os quiero luego combatir e no dexar hombre de vosotros a vida; volveos y decid esto a Guautemucín.» Ellos se fueron, y como en estos conciertos pasaron más de cinco horas, e los de la ciudad estaban todos encima de los muertos y otros en el agua, e otros nadando e otros ahogándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era espacioso, era tan grande la pena, miseria y trabajo que padescían, que los nuestros, sin gran tristeza, no los podían mirar, e así, no pudiendo sufrir el terrible hedor y el verse acabar, sin respecto ni miramiento del señor, por momentos salía infinito número de hombres y mujeres, niños y viejos hacia los nuestros, e por darse priesa a salir, unos a otros se cebaban en el agua y se ahogaban entre aquellos cuerpos muertos, los cuales, por haber bebido agua salada e padescido tan gran hambre e atosigados con el pestilencial hedor de los que primero morían, vinieron a ser tantos que pasaron de sesenta mill, e porque los nuestros no entendiesen la nescesidad en que estaban, ni echaban los cuerpos muertos al agua, porque los bergantines no topasen con ellos, ni los sacaban fuera de sus casas, porque los nuestros no los viesen en las calles, fue causa de que entre ellos hubiese mayor mortandad; e así, no pudiendo ya desimular el negocio, vinieron los nuestros a hallar por las calles montones de cuerpos muertos, y lo mismo dentro de las casas, de manera que los nuestros no tenían dónde poner los pies, sino sobre cuerpos muertos, e como se salía tanta gente, proveyó Cortés, como hombre tan piadoso y cristiano que era, que por todas las calles estuviesen españoles de guarda para estorbar que los indios amigos no se encruelesciesen y encarnizasen, como solían, en aquellos miserables. Lo mismo mandó a todos los Capitanes de los indios amigos, y no se pudo tanto estorbar, como eran tantos los unos y los otros, que aquel día no matasen y sacrificasen más de quince mill.



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Capítulo CXCV

Cómo Cortés, vista la rebeldía de los mexicanos, los combatió, e cómo Garci Holguín prendió a Guautemucín e al gobernador y de lo que más pasó.

     En esto, todavía los principales y gente de guerra de la ciudad se estaban arrinconados en las azoteas y casas que les quedaban, que eran bien pocas, donde ya no les aprovechaba la desimulación ni había ya lugar de inventar ardides con que, estando flacos, fingiesen fortaleza, porque ya su perdición y flaqueza estaba clara, y con todo esto, como se venía la tarde y ellos no se querían dar, hizo Cortes asestar los dos tiros gruesos hacia ellos, para ver si se darían. Hizo esto por dos causas: la una por espantarlos y amedrentarlos; la otra, por hacerles menos daño, que le rescibieran muy grande, dando licencia a los indios amigos que les entrasen.

     Hicieron los tiros algún daño, pero como tan poco aprovechó, mandó disparar la escopeta, y en disparándola fueron acometidos por los nuestros e tomaron y ganaron aquel rincón que tenían y echaron al agua los que en él estaban, y otros que quedaban sin pelear se rindieron, y los bergantines entraron de golpe por aquel lago, rompiendo con gran furia por medio de la flota de las canoas, y la gente de guerra que en ella estaba, turbada, confusa y desfallecida, no sabía dónde estaba ni levantaba las manos a tomar armas, e así los de los bergantines no hicieron más de rendirlos.

     En esta victoria fue grande la ventura de un Capitán que se decía Garci Holguín, el cual, viendo que una canoa, en la cual le paresció que iba mucha gente de manera, y que a toda furia huía de entre las otras canoas, aguijó con su bergantín, que iba a vela y remos, y acercándose, como llevaba en la proa del bergantín dos o tres ballesteros, mandó que encarasen contra los de la canoa, los cuales hicieron luego señal que no tirasen, porque estaba allí Guautemucín. Saltó de presto Garci Holguín en la canoa y luego tras dél dos o tres compañeros; prendió a Guautemucín y a Ciguacoacín y al señor de Tacuba y a otros principales que con él iban.

     Estuvo muy en sí Guautemucín, mostrando semblante de muy valiente Príncipe, contento, como después diré, de haber hecho todo lo que pudo. Tratóle Garci Holguín con mucho comedimiento, costumbre de los españoles cuando rinden a sus contrarios, porque conoscen (como ello es) ser varia la fortuna de la guerra y que el que hoy vence puede mañana ser vencido, lo que muchos, ciegos con la prosperidad presente, no consideran.



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Capítulo CXCVI

Cómo Garci Holguín llevó preso a Guautemucín a Cortés y de lo que entre los dos pasó.

     Muy alegre, como era razón, y muy acompañado, así de indios amigos como de españoles, Garci Holguín llevó a Guautemucín delante de Cortés a un azotea donde estaba, que era junto al lago. Iban con Guautemucín otros señores muy principales presos, que en su rostro y semblante mostraban más pesar de ver a su señor preso que de irlo ellos.

     Cortés le rescibió con alegre rostro, no mostrándole riguridad de vencedor. Mandóle asentar a par de sí, e primero que le hablase palabra, levantándose Guautemucín, le dixo muy reportado y con gran ánimo: «Invencible y muy venturoso Capitán: Hasta este punto yo he hecho todo lo que de mi parte era obligado para defender a mí y a los míos contra su gran poder. Si mis dioses o mi fortuna, o tu Dios, que debe ser muy poderoso, me han sido contrarios, no tengo yo la culpa, de que estoy muy contento. En tu poder me tienes; tu prisionero soy; haz de mí a tu voluntad», e poniendo la mano en un puñal que Cortés traía, le dixo que la mayor merced que le podría hacer sería matarle con aquel puñal, porque él iría muy descansado donde estaban sus dioses, a rescebir dellos la honra y gloria que su firmeza merescía, especialmente habiendo muerto a manos de un tan famoso Capitán.

     Cortés, que tan piadoso era como sabio, desimulando el sentimiento que de la mudanza de fortuna con tan gran señor en su pecho sentía, le dixo: «Muy valiente y poderoso Rey: No es de fuertes y valerosos Capitanes, cuando son vencidos por otros, pedir la muerte, que tanto, no solamente los hombres, pero los brutos animales procuran evitar, y estonces los valientes caballeros le han de tener en poco cuando, o no la pueden excusar, o, viviendo, quedan afrentados. Tú has hecho el deber y no tienes tú culpa, sino tu fortuna, y así, no te tendré yo en menos, siendo vencido, que si fueras vencedor. Por tanto, alégrate y no desmayes, que más te quiero vivo que muerto y el tiempo te dirá lo bien que yo te he querido.»

     Mucho se alegró Guautemucín con estas palabras, porque mostró luego otro semblante, y como así le vio Cortés, le rogó que desde aquella azotea hiciese señal a los suyos que se diesen. El lo hizo con mucha voluntad, y ellos, que serían hasta setenta mill, dexaron las armas, aunque ya estaban tales, según tengo dicho, que poco o nada se podían aprovechar dellas; e así preso este tan gran señor, cesó luego la guerra de México, con grande espanto de los de la ciudad y maravilla de todos los de la comarca.



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Capítulo CXCVII

En qué día se tomó México y cuánto duró el cerco della, y de la memoria que hoy se hace de su victoria, y de otras cosas.

     Tomóse México martes, día de Sant Hipólito, trece de Agosto del año de mill y quinientos y veinte e uno. Duró el cerco hasta este día, que fue (según escribe Cortés) desde treinta de Mayo del mismo año, setenta y cinco días, e muchos conquistadores dicen que pasaron más de ochenta. Sea lo uno o lo otro, lo que consta y está claro de lo pasado, es el gran trabajo que los nuestros tuvieron, los peligros y desaventuras que tuvieron, la porfía y tesón que hubo en los unos y en los otros, donde los españoles mostraron sus personas tan aventajadamente como atrás queda dicho, aunque en la antigua España no faltaron émulos, como los tienen todos los claros hechos, que dixeron no haber hecho mucho Cortés y los suyos en haber conquistado hombres desnudos; y vino a tanto la envidia déstos, que dixeron haber peleado con gallos de papada, habiendo hecho la más memorable y hazañosa hazaña que tantos por tantos hicieron en el mundo, porque decir, aliende de otros grandes bienes, el que hicieron en abrir puerta para dar a la Corona Real de Castilla tantos reinos y señoríos como hay en las tres partes del antiguo mundo, sería nunca acabar.

     Edificaron luego los nuestros una iglesia, en memoria y comemoración de aquella tan insigne y nunca oída victoria, a Sant Hipólito, en aquella parte y lugar donde saliendo los nuestros de México, murieron dellos más de seiscientos, a la mano derecha de la calzada, saliendo de la ciudad, aunque, como tengo atrás dicho, donde los más murieron, que es un poco antes en la misma calzada, un conquistador edificó una ermita. Ambos templos están hoy en pie, aunque mal reparados.

     Acostumbra casi desde estonces el Regimiento y Cabildo desta ciudad sacar el estandarte la víspera deste sancto y el día siguiente por la mañana, con la mayor pompa y autoridad que puede; sácanle los Regidores por su orden, aunque por merced particular de Alférez, le sacó una vez Rodrigo de Castañeda. Acompáñanle el Visorrey, Audiencia, Arzobispo y Obispos que al presente se hallan, con todas las demás personas principales de la ciudad. Sácanle de las casas de Cabildo e vuélvenle a ellas. Hay misa cantada y sermón aquel día, e yo he predicado algunas veces.

     Tuvo Cortés sobre México, cuando menos, docientos mill hombres de indios amigos, y de españoles cuando más nuevecientos, ochenta caballos, diez e siete tiros de artillería, trece bergantines y seis mill canoas. Murieron de los españoles hasta cincuenta, y seis caballos, y de los indios amigos, para ser tan grande el número, no muchos. De los contrarios murieron más de docientos mill, porque no había cuento con los que mató la hambre y pestilencia.

     Notaron los nuestros una cosa no digna de olvidar, que los recién muertos hedían y después no hacían gusanos, tanto que como carne momia se enxugaban en muy breve, de manera que tomando a uno por el pie le levantaron entero, como si fuera hecho de cañahexas. La causa desto se cree que era el comer poca carne o ninguna, sino era la que de cuando en cuando comían de los que sacrificaban, porque de la de los suyos siempre se abstuvieron; su cotidiana comida era tortillas y agi, comida muy enxuta y que engendraba pocos humores, y caer los cuerpos sobre tierra salitrosa. Murieron muchos nobles, porque fueron los que más porfiaron. Bebían ruin agua, mas no de la salada, porque es peor que la de la mar. Dormían entre los muertos, de cuyo hedor inficcionados morían luego, inficcionando a otros.

     No menos que ellos porfiaron las mujeres, queriendo morir con sus maridos y padres, tiniendo en poco la muerte, después de haber trabajado en servir los enfermos, curar los heridos, hacer hondas y labrar piedras para tirar. Peleaban como romanas, desde las azoteas, tirando tan recias pedradas como sus padres y maridos.

     Mandó Cortés que así españoles como indios saqueasen la ciudad. Los españoles tomaron el oro, plata y plumas, y los indios la otra ropa y despojo, que fue en gran cantidad, y mandó en lugar de luminarias, señal de pública alegría, hacer grandes fuegos en las calles y plazas, y fueron tan grandes que estaba la ciudad tan clara como de día.

     Aprovecharon mucho tantos y tan grandes fuegos para purificar el aire, que con el hedor de tantos muertos encalabrinaba a los nuestros. Enterraron los muertos como mejor pudieron, herraron algunos hombres y mujeres por esclavos con el hierro del Rey; en México fueron pocos, y asimismo en todo el tiempo que Cortés gobernó, porque volviendo Montejo de España con el hierro del Rey, hizo junta en Sant Francisco, de letrados, e cuanto pudo estorbó no se hiciesen esclavos, y a esto (como escribe) se halló presente Fray Toribio Motolinea.



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Capítulo CXCVIII

Cómo Cortés mandó guardar los bergantines, y de los pronósticos que precedieron de la destruición de México.

     Hecho esto, mandó Cortés varar los bergantines en tierra, poniendo en goarda dellos a Villafuerte con ochenta españoles para que indios no los quemasen, e a toda priesa mandó hacer unas atarazanas donde hasta hoy día están guardados y tan buenos y tan enteros como estonces.

     Tiene hoy la tenencia destas atarazanas y fuerza el Alcaide Bernardino de Albornoz, que también es Regidor de México, y en estas y otras cosas se detuvo Cortés cuatro o cinco días, y después pasó el real a Cuyoacán. Allí acudieron los señores y principales de las provincias que se habían hallado en el cerco y toma de México; vinieron muy de fiesta, dieron la norabuena a Cortés, alegrándose con su buen subceso; dixéronle muchas palabras de amor, ofresciéndose para cuando en otra cosa fuesen menester.

     Cortés, que muy alegre estaba (que cierto no hay cosa que más contento haga al Capitán que la victoria de sus enemigos) los abrazó uno a uno, y después a todos juntos les dixo que les tenía en gran merced, así lo que por él habían hecho, como la voluntad con que de nuevo se le ofrescían, e que así él miraría de ahí adelante por sus personas y estados como por sus cosas proprias, y que estuviesen ciertos de que procuraría cuanto en él fuese con el Emperador y Rey, su señor, de favorescerlos, para que señores y vasallos, todos de ahí adelante viviesen muy contentos, libres de toda opresión y tiranía. Con esto les dixo que se fuesen a sus tierras, pues al presente no había en qué le pudiesen ayudar, porque la guerra era acabada, e que cuando la hobiese los inviaría a llamar. Con tanto, se despidieron casi todos muy contentos de lo que Cortés les había dicho y porque también iban ricos del despojo y ufanos en haber destruído a México, que tan aborrescible les era.

     No son de callar los pronósticos que uno o dos años antes predescieron de la ruina y destruición de tan grande y tan temida ciudad, prueba grande de la variedad e inconstancia de la fortuna, que jamás sabe [estar] mucho tiempo en un ser.

     En aquel año que México se ganó oyeron aquellos vecinos dél algunas noches gemir y llorar con muy grandes sospiros y gritos, y esto de la media noche abaxo. Despertaban los vecinos despavoridos e oían las voces lamentables e no hallaran a quien las daba, de que tenía gran congoxa e gran recelo de lo que después subcedió. Vieron en el mismo año muchas cometas en el cielo, que venían de hacia oriente e gran cantidad de mariposas, langostas y palomas torcazas que pasaban de vuelo hacia el ocidente, cosa bien nueva a los mexicanos; y en este mismo año paresce que, por remate y fin desta tan dañada religión, hubo más sacrificios que muchos años de los de atrás. Subcedió asimismo, que es lo más horrible y espantoso, que, viniendo unos indios, grandes hechiceros, de hacia la costa de la mar Océano que se dice Guatusco, hicieron delante de Motezuma muchas maneras de juegos nunca vistas, y entre otras se cortaban los pies y las manos, que parescía muy claro correr la sangre y estar apartados los miembros cortados de los otros, y los juntaban luego como si nunca los hubieran cortado, e Motezuma, por ver si era ilusión o que realmente era lo que parescía, mandó luego tomar de aquellos miembros y echarlos a cocer en agua hirviendo e que luego se los diesen, para ver sí los juntaban como de antes. Desto se enojaron e agraviaron mucho, diciendo que les daba mal pago por los servicios que le habían hecho, mas que ellos se verían vengados por gente extraña y nunca vista y que él perdería el imperio y cuando menos catase vería la laguna tinta en sangre y sus casas quemadas y asoladas; con esto se fueron. Rióse Motezuma, pero levantándose una mañana, trayéndole agua a manos, desde un corredorcillo donde se solía lavar, vio la laguna y acequias coloradas como la sangre y muchas cabezas, manos, pies y brazos cortados de indios; temorizóse mucho, acordándose de lo que los hechiceros le habían dicho, y con grande espanto e voces llamó a la gente de su guardia para que viesen lo que él había visto e vía, e venido no vieron nada más de a su señor extrañamente turbado y con mayor pena que antes, en que no viesen los demás lo que él había visto. Quedó tal de allí adelante que de ninguna cosa rescibía contento; invió a llamar a toda furia a los hechiceros; excusáronse cuanto pudieron, creyendo que Motezuma los mandara matar, pero al fin porfiados y asegurados con buenas palabras y dones, vinieron, y aunque quisieran darle algún contento, no pudieron, por ser las señales de suyo tan horrendo y espantosas. Dixéronle que en aquel año habría grandes guerras en su ciudad, con gentes nuevas, de extraño traje y vestidura, e que de la una parte y de la otra se derramaría mucha sangre, e por no desconsolarle y desmayarle más, callaron el triste subceso que este pronóstico mostraba. Mandóles Motezuma por esto relevar los tribuctos que pagaban por toda su vida y hízoles mercedes de mucha cantidad de ropa e joyas ricas, con que ellos fueron tan alegres como él quedó triste y congoxoso.

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