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ArribaAbajoLibro II


ArribaAbajoCapítulo I

Vienen el general Teutile y el gobernador Pilpatoe a visitar a Cortés en nombre de Motezuma. Dase cuenta de lo que pasó con ellos y con los pintores que andaban dibujando el ejército de los españoles


Pasáronse aquella noche y el día siguiente con más sosiego que descuido, acudiendo siempre algunos indios al trabajo del alojamiento, y a traer víveres a trueco de bujerías, sin que hubiese novedad, hasta que el primer día de la Pascua por la mañana vinieron Teutile y Pilpatoe con grande acompañamiento a visitar a Cortés, que los recibió con igual aparato, adornándose del respeto de sus capitanes y soldados, porque le pareció conveniente crecer en la autoridad para tratar con ministros de mayor príncipe. Pasadas las primeras cortesías y cumplimientos, en que cedieron los indios, y Cortés procuró templar la severidad con el agrado, los llevó consigo a la barraca mayor, que tenía veces de templo, por ser ya hora de los divinos oficios, haciendo que Aguilar y doña Marina les dijesen, que antes de proponerles el fin de su jornada quería cumplir con su religión, y encomendar al Dios de sus dioses el acierto de su proposición.

Celebróse luego la misa con toda la solemnidad que fue posible; cantóla fray Bartolomé de Olmedo, y la oficiaron el licenciado Juan Díaz, Jerónimo de Aguilar y algunos soldados que entendían el canto de la iglesia; asistiendo a todos aquellos indios con un género de asombro que, siendo efecto de la novedad, imitaba la devoción. Volvieron luego a la barraca de Cortés y comieron con él los dos gobernadores, poniéndose igual cuidado en el regalo y en la ostentación.

Acabado el banquete llamó Hernán Cortés a sus intérpretes, y no sin alguna entereza dijo: «Que su venida era tratar con el emperador Motezuma de parte de don Carlos de Austria, monarca del Oriente, materias de gran consideración, convenientes no sólo a su persona y estados, sino al bien de todos sus vasallos, para cuya introducción necesitaba de llegar a su real presencia, y esperaba ser admitido a ella con toda la benignidad y atención que se debía a la misma grandeza del rey que le enviaba.» Torcieron el semblante ambos gobernadores a esta proposición, oyéndola al parecer con desagrado, y antes de responder a ella mandó Teutile que trajesen a la barraca un regalo que tenía prevenido, y fueron entrando en ella hasta veinte o treinta indios cargados de bastimentos, ropas sutiles de algodón, plumas de varios colores, y una caja grande en que venían diferentes piezas de oro primorosamente labradas. Hizo su presente con despejo y urbanidad, y después de verle admitido y celebrado, se volvió a Cortés, y por medio de los mismos intérpretes le dijo: «que recibiese aquella pequeña demostración con que le agasajaban dos esclavos de Motezuma, que tenía orden para regalar a los extranjeros que llegasen a sus costas, pero que tratasen luego de proseguir su viaje, llevando entendido que el hablar a su príncipe era negocio muy arduo, y que no andaban menos liberales en darle de presente aquel desengaño, antes que experimentase la dificultad de su pretensión».

Replicóle Cortés con algún enfado: «que los reyes nunca negaban los oídos a las embajadas de otros reyes, ni sus ministros podían, sin consulta suya, tomar sobre sí tan atrevida resolución: que lo que en este caso les tocaba era avisar a Motezuma de su venida, para cuya diligencia les daría tiempo; pero que le avisasen también de que venía resuelto a verle, y con ánimo determinado de no salir de su tierra llevando desairada la representación de su rey». Puso en tanto cuidado a los indios esta animosa determinación de Cortés, que no se atrevieron a replicarle, antes le pidieron encarecidamente que no se moviese de aquel alojamiento hasta que llegase la respuesta de Motezuma, ofreciendo asistirle con todo lo que hubiese menester para el sustento de sus soldados.

Andaban a este tiempo algunos pintores mejicanos, que vinieron entre el acompañamiento de los dos gobernadores, copiando con gran diligencia sobre lienzos de algodón, que traían prevenidos y emprimados para este ministerio, las naves, los soldados, las armas, la artillería y los caballos, con todo lo demás que se hacía reparable a sus ojos, de cuya variedad de objeto formaban diferentes países de no despreciable dibujo y colorido.

Nuestro Bernal Díaz se alarga demasiado en la habilidad de estos pintores, pues dice que retrataron a todos los capitanes, y que iban muy parecidos los retratos. Pase por encarecimiento menos parecido a la verdad; porque dado que poseyesen con fundamento el arte de la pintura, tuvieron poco tiempo para detenerse a las prolijidades o primores de la imitación.

Hacíanse estas pinturas de orden de Teutile para avisar con ellas a Motezuma de aquella novedad, y a fin de facilitar su inteligencia iban poniendo a trechos algunos caracteres, con que al parecer explicaban y daban significación a lo pintado. Era éste su modo de escribir, porque no alcanzaron el uso de las letras, ni supieron fingir aquellas señales o elementos que inventaron otras naciones para retratar las sílabas y hacer visibles las palabras, pero se daban a entender con los pinceles, significando las cosas materiales con sus propias imágenes, y lo demás con números y señales significativas; en tal disposición, que el número, la letra y la figura formaban concepto, y daban entera la razón: primoroso artificio, de que se infiere su capacidad semejante a los jeroglíficos que practicaron los egipcios, siendo en ellos ostentación del ingenio lo que en estos indios estilo familiar, de que usaron con tanta destreza y felicidad los mejicanos, que tenían libros enteros de este género de caracteres y figuras legibles, en que conservaban la memoria de sus antigüedades, y daban a la posteridad los anales de sus reyes.

Llegó a noticia de Cortés la obra en que se ocupaban estos pintores, y salió a verlos no sin alguna admiración de su habilidad, pero advertido de que se iba dibujando en aquellos lienzos la consulta que Teutile formaba para que supiese Motezuma su proposición y las fuerzas con que se hallaba para mantenerla, reparó con la viveza de su ingenio, en que estaban con poca acción y movimiento aquellas imágenes mudas para que se entendiese por ellas el valor de sus soldados, y así resolvió ponerlos en ejercicio para dar mayor actividad o representación a la pintura.

Mandó con este fin que se tomasen las armas; puso en escuadrón toda su gente, hizo que se previniese la artillería, y diciendo a Teutile y a Pilpatoe que los quería festejar a la usanza de su tierra, montó a caballo con sus capitanes. Corriéronse primero algunas parejas, y después se formó una escaramuza con sus ademanes de guerra; en cuya novedad estuvieron los indios como embelesados y fuera de sí, porque reparando en la ferocidad obediente de aquellos brutos, pasaban a considerar algo más que natural en los hombres que los manejaban. Respondieron luego a una seña de Cortés los arcabuces, y poco después la artillería; creciendo al paso que se repetía y se aumentaba el estruendo, la turbación y el asombro de aquella gente, con tan varios efectos que unos se dejaron caer en tierra, otros empezaron a huir, y los más advertidos afectaban la admiración para disimular el miedo.

Asegurólos Hernán Cortés, dándoles a entender que entre los españoles eran así las fiestas militares, como quien deseaba hacer formidables las veras con el horror de los entretenimientos, y se reconoció luego que los pintores andaban inventando nuevas efigies y caracteres con que suplir lo que faltaba en sus lienzos. Dibujaban unos la gente armada y puesta en escuadrón; otros los caballos en su ejercicio y movimiento; figuraban con la llama y el humo el oficio de la artillería, y pintaban hasta el estruendo con la semejanza del rayo, sin omitir alguna de aquellas circunstancias espantosas que hablaban más derechamente con el cuidado de su rey.

Entretanto Cortés se volvió a su barraca con los gobernadores, y después de agasajarlos con algunas joyuelas de Castilla, dispuso un presente de varias preseas que remitiesen de su parte a Motezuma; para cuyo regalo se escogieron diferentes curiosidades del vidrio menos baladí o más resplandeciente, a que se añadió una camisa de Holanda, una gorra de terciopelo carmesí, adornada con una medalla de oro en que estaba la imagen de San Jorge, y una silla labrada de taracea, en que debieron de hacer tanto reparo los indios que se tuvo por alhaja de emperador. Con esta corta demostración de su liberalidad, que entre aquella gente pareció magnificencia, suavizó Hernán Cortés la dureza de su pretensión y despidió a los dos gobernadores igualmente agradecidos y cuidadosos.




ArribaAbajoCapítulo II

Vuelve la respuesta de Motezuma con un presente de mucha riqueza; pero negada la licencia que se pedía para ir a Méjico


Hicieron alto los indios a poca distancia del cuartel, y entraron al parecer en consulta sobre lo que debían obrar; porque resultó de esta detención el quedarse Pilpatoe a la mira de lo que obraban los españoles, para cuyo efecto, determinado el sitio, se formaron diferentes barracas, y en breves horas amaneció fundado un lugar en la campaña de considerable población. Prevínose luego Pilpatoe contra el reparo que podía causar esta novedad, avisando a Hernán Cortés que se quedaba en aquel paraje para cuidar de su regalo, y asistir mejor a las provisiones de su ejército; y aunque se conoció el artificio de este mensaje, porque su fin principal era estar a la vista del ejército y velar sobre sus movimientos, se les dejó el uso de su disimulación, sacando fruto del mismo pretexto, porque acudían con todo lo necesario, y los traía más puntuales y cuidadosos el recelo de que se llegase a entender su desconfianza.

Teutile pasó al lugar de su alojamiento, y despachó a Motezuma el aviso de lo que pasaba en aquella costa, remitiéndole con toda diligencia los lienzos que se pintaron de su orden y el regalo de Cortés. Tenían para este efecto los reyes de Méjico grande prevención de correos distribuidos por todos los caminos principales del reino, a cuyo ministerio aplicaban los indios más veloces, y los criaban cuidadosamente desde niños, señalando premios del erario público a favor de los que llegasen primero al sitio destinado; y el padre José de Acosta, fiel observador de las costumbres de aquella gente, dice que la escuela principal donde se agilitaban estos indios corredores, era el primer adoratorio de Méjico, donde estaba el ídolo sobre ciento veinte gradas de piedra, y ganaban el premio los que llegaban primero a sus pies. Notable ejercicio para enseñado en el templo; y sería ésta la menor indecencia de aquella miserable palestra. Mudábanse estos correos de lugar en lugar, como los caballos de nuestras postas, y hacían mayor diligencia, porque se iban sucediendo unos a otros antes de fatigarse: con que duraba sin cesar el primer ímpetu de la carrera.

En la historia general hallamos referido que llevó sus despachos y pinturas el mismo Teutile, y que volvió en siete días con la respuesta: sobrada ligereza para un general. No parece verosímil, habiendo sesenta leguas por el camino más breve desde Méjico a San Juan de Ulúa; ni se puede creer fácilmente que viniese a esta función el embajador mejicano, que nuestro Bernal Díaz llama Quintalbor, o los cien indios nobles con que le acompaña el rector de Villahermosa, pero esto hace poco en la sustancia. La respuesta llegó en siete días, número en que concuerdan todos, y Teutile vino con ella al cuartel de los españoles. Traía delante de sí un presente de Motezuma, que ocupaba los hombros de cien indios de carga; y antes de dar su embajada, hizo que se tendiesen sobre la tierra unas esteras de palma, que llamaban petates, y que sobre ellas se fuesen acomodando y poniendo, como en aparador, las alhajas de que se componía el presente.

Venían diferentes ropas de algodón tan delgadas y bien tejidas, que necesitaban del tacto para diferenciarse de la seda; cantidad de penachos, y otras curiosidades de pluma, cuya hermosa y natural variedad de colores, buscados en las aves exquisitas que produce aquella tierra, sobreponían y mezclaban con admirable prolijidad, distribuyendo los matices, y sirviéndose del claro y oscuro tan acertadamente, que sin necesitar de los colores artificiales ni valerse del pincel, llegaban a formar pintura, y se atrevían a la imitación del natural. Sacaron después muchas armas, arcos, flechas y rodelas de maderas extraordinarias. Dos láminas muy grandes de hechura circular, la una de oro, que mostraba entre sus relieves la imagen del Sol, y la otra de plata, en que venía figurada la Luna, y últimamente cantidad considerable de joyas y piezas de oro con alguna pedrería, collares, sortijas, y pendientes a su modo, y otros adornos de mayor peso en figuras de aves y animales, tan primorosamente labrados, que a vista del precio se dejaba reparar el artificio.

Luego que Teutile tuvo a la vista de los españoles toda esta riqueza, se volvió a Cortés, y haciendo seña a los intérpretes, le dijo: «que el grande emperador Motezuma le enviaba aquellas alhajas en agradecimiento de su regalo, y en fe de lo que estimaba la amistad de su rey, pero que no tenía por conveniente, ni entonces era posible según el estado presente de sus cosas, el conceder su beneplácito a la permisión que pedía para pasar a su corte». Cuya repulsa procuró Teutile honestar, fingiendo asperezas en el camino, indios indómitos, que tomarían las armas para embarazar el paso, y otras dificultades que traían muy descubierta la intención, y daban a entender con algún misterio, que había razón particular, y era ésta la que veremos después, para que Motezuma no se dejase ver de los españoles.

Agradeció Cortés el presente con palabras de toda veneración, y respondió a Teutile: «que no era su intento faltar a la obediencia de Motezuma, pero que tampoco le sería posible retroceder contra el decoro de su rey, ni dejar de persistir en su demanda con todo el empeño a que obligaba la reputación de una corona venerada y atendida entre los mayores príncipes de la Tierra». Discurriendo en este punto con tanta viveza y resolución, que los indios no se atrevieron a replicarle, antes le ofrecieron hacer segunda instancia a Motezuma: y él los despidió con otro regalo como el primero, dándoles a entender que esperaría sin moverse de aquel lugar la respuesta de su rey, pero que sentiría mucho que tardase, y hallarse obligado a solicitarla desde más cerca.

Admiró a todos los españoles el presente de Motezuma, pero no todos hicieron igual concepto de aquellas opulencias; antes discurrían con variedad, y porfiaban entre sí, no sin presunción de lo que discurrían. Unos entraban en esperanzas de mejor fortuna, prometiéndose grandes progresos de tan favorables principios; otros ponderaban la grandeza del presente, para colegir de ella el poder de Motezuma, y pasar con el discurso a la dificultad de la empresa; muchos acusaban absolutamente como temeridad el intentar con tan poca gente obra tan grande, y los más defendían el valor y la constancia de su capitán, dando por hecha la conquista, y entendiendo cada uno aquella prosperidad, según el afecto que predominaba en su ánimo: porfías y corrillos de soldados, donde se conoce mejor que en otras partes lo que puede el corazón con el entendimiento. Pero Hernán Cortés los dejaba discurrir sin manifestar su dictamen, hasta aconsejarse con el tiempo, y para no tener ociosa la gente, que es el mejor camino de tenerla menos discursiva, ordenó que saliesen dos bajeles a reconocer la costa y a buscar algún puerto o ensenada de mejor abrigo para la armada, que en aquel paraje estaba con poco resguardo contra los vientos septentrionales, y algún pedazo de tierra menos estéril donde acomodar el alojamiento, entretanto que llegase la respuesta de Motezuma, tomando pretexto de lo que padecía la gente en aquellos arenales, donde hería y reverberaba el sol con doblada fuerza, y había otra persecución de mosquitos que hacían menos tolerables las horas del descanso. Nombró por cabo de esta jornada al capitán Francisco de Montejo, y eligió los soldados que le habían de acompañar, entresacando los que se inclinaban menos a su opinión. Ordenóle que se alargase cuanto pudiese por el mismo rumbo que llevó el año antes en compañía de Grijalva, y que trajese observadas las poblaciones que se descubriesen desde la costa, sin salir a reconocerlas, señalándole diez días de término para la vuelta, por cuyo medio dispuso lo que parecía conveniente: dio que hacer a los inquietos, y entretuvo a los demás con la esperanza del alivio, quedando cuidadoso y desvelado entre la grandeza del intento y la cortedad de los medios, pero resuelto a mantenerse hasta ver todo el fondo a la dificultad, y tan dueño de sí, que desmentía la batalla interior con el sosiego y alegría del semblante.




ArribaAbajoCapítulo III

Dase cuenta de lo mal que se recibió en Méjico la porfía de Cortés, de quién era Motezuma, la grandeza de su imperio, y el estado en que se hallaba su monarquía cuando llegaron los españoles


Causó grande turbación en Méjico la segunda instancia de Cortés. Enojóse Motezuma, y propuso con el primer ímpetu acabar de una vez con aquellos extranjeros que se atrevían a porfiar contra su resolución; pero entrando después en mayor consideración, se cayó de ánimo, y ocupó el lugar de la ira la tristeza y la confusión. Llamó luego a sus ministros y parientes; hiciéronse misteriosas juntas; acudióse a los templos con públicos sacrificios; y el pueblo empezó a desconsolarse de ver tan cuidadoso a su rey, y tan asustados a los que tenían por su cuenta el gobierno: de que resultó el hablarse con poca reserva en la ruina de aquel imperio, y en las señales y presagios de que estaba según sus tradiciones amenazado. Pero ya parece necesario que averigüemos quién era Motezuma; qué estado tenía en esta sazón su monarquía; y por qué razón se asustaron tanto él y sus vasallos con la venida de los españoles.

Hallábase entonces en su mayor aumento el imperio de Méjico, cuyo dominio reconocían casi todas las provincias y regiones que se habían descubierto en la América septentrional, gobernadas entonces por él y por otros régulos o caciques tributarios suyos. Corría su longitud de Oriente a Poniente más de quinientas leguas; y su latitud de Norte a Sur llegaba por algunas partes a doscientas: tierra poblada, rica y abundante. Por el Oriente partía sus límites con el mar Atlántico, que hoy se llama del Norte, y discurría sobre sus aguas aquel largo espacio que hay desde Panuco a Yucatán. Por el Occidente tocaba con el otro mar, registrando el Océano Asiático, o sea el golfo de Anián, desde el cabo de Mendocino hasta los extremos de la Nueva Galicia. Por la parte del Mediodía se dilataba más, corriendo sobre el mar del Sur desde Acapulco a Guatemala, y llegaba a introducirse por Nicaragua en aquel istmo o estrecho de tierra que divide y engarza las dos Américas. Por la banda del Norte se alargaba hacia la parte de Panuco hasta comprender aquella provincia; pero se dejaba estrechar considerablemente de los montes o serranías que ocupaban los chichimecas y otomíes, gente bárbara sin república ni policía, que habitaba en las cavernas de la tierra, o en las quiebras de los peñascos, sustentándose de la caza y frutas de árboles silvestres; pero tan diestros en el uso de sus flechas, y en servirse de las asperezas y ventajas de la montaña, que resistieron varias veces a todo el poder mejicano, enemigos de la sujeción, que se contentaban con no dejarse vencer, y aspiraban sólo a conservar entre las fieras su libertad.

Creció este imperio de humildes principios a tan desmesurada grandeza en poco más de ciento y treinta años: porque los mejicanos, nación belicosa por naturaleza, se fueron haciendo lugar con las armas entre las demás naciones que poblaban aquella parte del mundo. Obedecieron primero a un capitán valeroso que los hizo soldados, y les dio a conocer la gloria militar: después eligieron rey, dando el supremo dominio al que tenía mayor crédito de valiente, porque no conocían otra virtud que la fortaleza, y si conocían otras, eran inferiores en su estimación. Observaron siempre esta costumbre de elegir por su rey al mayor soldado, sin atender a la sucesión, aunque en igualdad de hazañas prefería la sangre real; y la guerra que hacían los reyes, iba poco a poco ensanchando la monarquía. Tuvieron al principio de su parte la justicia de las armas, porque la opresión de sus confinantes los puso en términos de inculpable defensa, y el cielo favoreció su causa con los primeros sucesos; pero creciendo después el poder perdió la razón y se hizo tiranía.

Veremos los progresos de esta nación y sus grandes conquistas cuando hablemos de la serie de sus reyes, y esté menos pendiente la narración principal. Fue el undécimo de ellos, según lo pintaban sus anales, Motezuma, segundo de este nombre, varón señalado y venerable entre los mejicanos aun antes de reinar.

Era de la sangre real, y en su juventud siguió la guerra, donde se acreditó de valeroso y esforzado capitán con diferentes hazañas que le dieron grande opinión. Volvió a la corte algo elevado con estas lisonjas de la fama; y viéndose aplaudido y estimado como el primero de su nación, entró en esperanzas de empuñar el cetro en la primera elección: tratándose en lo interior de su ánimo como quien empezaba a coronarse con los pensamientos de la corona.

Puso luego toda su felicidad en ir ganando voluntades, a cuyo fin se sirvió de algunas artes de política: ciencia que no todas veces se desdeña de andar entre los bárbaros, y que antes suele hacerlos, cuando la razón que llaman de estado se apodera de la razón natural. Afectaba grande obediencia y veneración a su rey, y extraordinaria modestia y compostura en sus acciones y palabras: cuidando tanto de la gravedad y entereza del semblante, que solían decir los indios que le venía bien el nombre de Motezuma, que en su lengua significa príncipe sañudo, aunque procuraba templar esta severidad forzando el agrado con la liberalidad.

Acreditábase también de muy observante en el culto de su religión: poderoso medio para cautivar a los que se gobiernan por lo exterior; y con este fin labró en el templo más frecuentado un apartamiento a manera de tribuna, donde se recogía muy a la vista de todos, y se estaba muchas horas entregado a la devoción del aura popular, o colocando entre sus dioses el ídolo de su ambición.

Hízose tan venerable con este género de exterioridades, que cuando llegó el caso de morir el rey su antecesor, le dieron su voto sin controversia todos los electores, y le admitió el pueblo con grande aclamación. Tuvo sus ademanes de resistencia, dejándose buscar para lo que deseaba, y dio su aceptación con especies de repugnancia: pero apenas ocupó la silla imperial cuando cesó aquel artificio en que traía violentado su natural, y se fueron conociendo los vicios que andaban encubiertos con nombre de virtudes.

La primera acción en que manifestó su altivez fue despedir toda la familia real, que hasta él se componía de gente mediana y plebeya; y con pretexto de mayor decencia, se hizo servir de los nobles hasta en los ministerios menos decentes de su casa. Dejábase ver pocas veces de sus vasallos, y solamente lo muy necesario de sus ministros y criados, tomando el retiro y la melancolía como parte de la majestad. Para los que conseguían el llegar a su presencia inventó nuevas reverencias y ceremonias, extendiendo el respeto hasta los confines de la adoración. Persuadióse a que podía mandar en la libertad y en la vida de sus vasallos, y ejecutó grandes crueldades para persuadirlo a los demás.

Impuso nuevos tributos sin pública necesidad, que se repartían por cabezas entre aquella inmensidad de súbditos; y con tanto rigor, que hasta los pobres mendigos reconocían miserablemente el vasallaje, trayendo a sus erarios algunas cosas viles, que se recibían, y se arrojaban en su presencia.

Consiguió con estas violencias que le temiesen sus pueblos; pero como suelen andar juntos el temor y el aborrecimiento, se le rebelaron algunas provincias, a cuya sujeción salió personalmente, por ser tan celoso de su autoridad, que se ajustaba mal a que mandase otro en sus ejércitos; aunque no se le puede negar que tenía inclinación y espíritu militar. Sólo resistieron a su poder y se mantuvieron en su rebeldía las provincias de Mechoacán, Tlascala y Tepeaca; y solía decir él, que no las sojuzgaba porque había menester aquellos enemigos para proveerse de cautivos que aplicar a los sacrificios de sus dioses: tirano hasta en lo que sufría, o en lo que dejaba de castigar.

Había reinado catorce años cuando llegó a sus costas Hernán Cortés, y el último de ellos fue todo presagios y portentos de grande horror y admiración, ordenados o permitidos por el cielo para quebrantar aquellos ánimos feroces, y hacer menos imposible a los españoles aquella grande obra que con medios tan desiguales iba disponiendo y encaminando su providencia.




ArribaAbajoCapítulo IV

Refiérense diferentes prodigios y señales que se vieron en Méjico antes de que llegase Cortés, de que aprendieron los indios que se acercaba la ruina de aquel imperio


Sabido quién era Motezuma y el estado y grandeza de su imperio, resta inquirir los motivos en que se fundaron este príncipe y sus ministros para resistir porfiadamente a la instancia de Hernán Cortés: primera diligencia del demonio, y primera dificultad de la empresa. Luego que se tuvo en Méjico noticia de los españoles, cuando el año antes arribó a sus costas Juan de Grijalva, empezaron a verse en aquella tierra diferentes prodigios y señales de grande asombro, que pusieron a Motezuma en una como certidumbre de que se acercaba la ruina de su imperio, y a todos sus vasallos en igual confusión y desaliento.

Duró muchos días un cometa espantoso, de forma piramidal, que descubriéndose a la media noche, caminaba lentamente hasta lo más alto del cielo donde se deshacía con la presencia del sol.

Viose después en medio del día salir por el Poniente otro cometa o exalación a manera de una serpiente de fuego con tres cabezas, que corría velocísimamente hasta desaparecer por el horizonte contrapuesto, arrojando infinidad de centellas que se desvanecían en el aire.

La gran laguna de Méjico rompió sus márgenes, y salió impetuosamente a inundar la tierra, llevándose tras sí algunos edificios con un género de ondas que parecían herbores, sin que hubiese avenida o temporal a que atribuir este movimiento de las aguas. Encendióse de sí mismo uno de sus templos; y sin que se hallase el origen o la causa del incendio, ni medio con que apagarle, se vieron arder hasta las piedras..., y quedó todo reducido a poco más que ceniza. Oyéronse en el aire por diferentes partes voces lastimosas que pronosticaban el fin de aquella monarquía; y sonaba repetidamente el mismo vaticinio en las respuestas de los ídolos, pronunciando en ellos el demonio lo que pudo conjeturar de las causas naturales que andaban movidas; o lo que entendería quizá el autor de la naturaleza, que algunas veces le atormenta con hacerle instrumento de la verdad. Trajéronse a la presencia del rey diferentes monstruos de horrible y nunca vista deformidad, y denotaban grandes infortunios; que a su parecer contenían significación, y si se llamaron monstruos de lo que demuestran, como lo creyó la antigüedad que los puso este nombre, no era mucho que se tuviesen por presagios entre aquella gente bárbara, donde andaban juntas la ignorancia y la superstición.

Dos casos muy notables refieren las historias que acabaron de turbar el ánimo de Motezuma, y no son para omitidos, puesto que no los desestiman el padre José de Acosta, Juan Botero y otros escritores de juicio y autoridad. Cogieron unos pescadores cerca de la laguna de Méjico un pájaro monstruoso de extraordinaria hechura y tamaño, y dando estimación a la novedad, se le presentaron al rey. Era horrible su deformidad, y tenía sobre la cabeza una lámina resplandeciente a manera de espejo, donde reverberaba el sol con un género de luz maligna y melancólica. Reparó en ella Motezuma, y acercándose a reconocerla mejor, vio dentro una representación de la noche, entre cuya oscuridad se descubrían algunos espacios de cielo estrellado, tan distintamente figurados, que volvió los ojos al sol como quien no acababa de creer el día; y al ponerlos segunda vez en el espejo, halló en lugar de la noche otro mayor asombro, porque se le ofreció a la vista un ejército de gente armada que venía de la parte del Oriente haciendo grande estrago en los de su nación. Llamó a sus agoreros y sacerdotes para consultarles este prodigio, y el ave estuvo inmóvil hasta que muchos de ellos hicieron la misma experiencia; pero luego se les fue, o se les deshizo entre las manos, dejándoles otro agüero en el asombro de la fuga.

Pocos días después vino al palacio un labrador, tenido en opinión de hombre sencillo, que solicitó con porfiadas y misteriosas instancias la audiencia del rey. Fue introducido a su presencia después de varias consultas; y hechas sus humillaciones sin género de turbación ni encogimiento, le dijo en su idioma rústico pero con un género de libertad y elocuencia que daba a entender algún furor más que natural, o que no eran suyas sus palabras: «Ayer tarde, señor, estando en mi heredad ocupado en el beneficio de la tierra, vi un águila de extraordinaria grandeza que se abatió impetuosamente sobre mí, y arrebatándome entre sus garras, me llevó largo trecho por el aire hasta ponerme cerca de una gruta espaciosa, donde estaba un hombre con vestiduras reales durmiendo entre diversas flores y perfumes, con un pebete encendido en la mano. Acerquéme algo más y vi una imagen tuya, o fuese tu misma persona, que no sabré afirmarlo, aunque a mi parecer tenía libres los sentidos. Quise retirarme atemorizado y respetivo; pero una voz impetuosa me detuvo y me sobresaltó de nuevo, mandándome que te quitase el pebete de la mano, y le aplicase a una parte del muslo que tenías descubierta: rehusé cuanto pude el cometer semejante maldad; pero la misma voz, con horrible superioridad, me violentó a que obedeciese. Yo mismo, señor, sin poder resistir, hecho entonces del temor el atrevimiento, te apliqué el pebete encendido sobre el muslo, y tú sufriste el cauterio sin despertar ni hacer movimiento. Creyera que estabas muerto, si no se diera a conocer la vida en la misma quietud de tu respiración, declarándose el sosiego en falta de sentido; y luego me dijo aquella voz que al parecer se formaba en el viento: así duerme tu rey, entregado a sus delicias y vanidades, cuando tiene sobre sí el enojo de los dioses, y tantos enemigos que vienen de la otra parte del mundo a destruir su monarquía y su religión. Dirásle que despierte a remediar si puede las miserias y calamidades que le amenazan: y apenas pronunció esta razón que traigo impresa en la memoria, cuando me prendió el águila entre sus garras y me puso en mi heredad sin ofenderme. Yo cumplo así lo que me ordenan los dioses: despierta, señor, que los tiene irritados tu soberbia y tu crueldad. Despierta, digo otra vez, o mira cómo duermes, pues no te recuerdan los cauterios de tu conciencia; ni ya puedes ignorar que los clamores de tus pueblos llegaron al cielo primero que a tus oídos.»

Éstas o semejantes palabras dijo el villano, o el espíritu que hablaba en él, y volvió las espaldas con tanto denuedo, que nadie se atrevió a detenerle. Iba Motezuma con el primer movimiento de su ferocidad a mandar que le matasen, y le detuvo un nuevo dolor que sintió en el muslo, donde halló y reconocieron todos estampada la señal del fuego, cuya pavorosa demostración le dejó atemorizado y discursivo; pero con resolución de castigar al villano, sacrificándole a la aplacación de sus dioses: avisos o amonestaciones motivadas por el demonio que traían consigo el vicio de su origen, sirviendo más a la ira y a la obstinación, que al conocimiento de la culpa.

En ambos acontecimientos pudo tener alguna parte la credulidad de aquellos bárbaros, de cuya relación lo entendieron así los españoles. Dejamos su recurso a la verdad; pero no tenemos por inverosímil que el demonio se valiese de semejantes artificios para irritar a Motezuma contra los españoles y poner estorbos a la introducción del Evangelio: pues es cierto que pudo (suponiendo la permisión divina en el uso de su ciencia) fingir o fabricar estos fantasmas y apariciones monstruosas, o bien formarse aquellos cuerpos visibles, condensado el aire con la mezcla de otros elementos, o lo que más veces sucede, viciando los sentidos y engañando la imaginación, de que tenemos algunos ejemplos en las sobradas letras, que hacen creíbles los que se hallan del mismo género en las historias profanas.

Estas y otras señales portentosas que se vieron en Méjico y en diferentes partes del imperio, tenían tan abatido el ánimo de Motezuma, y tan asustados a los prudentes de su consejo, que cuando llegó la segunda embajada de Cortés, creyeron que tenían sobre sí toda la calamidad y ruina de que estaban amenazados.

Fueron largas las conferencias, y varios los pareceres. Unos se inclinaban a que viniendo aquella gente armada y forastera en tiempo de tantos prodigios, debía ser tratada como enemiga; porque el admitirla o el fiarse de ella, sería oponerse a la voluntad de sus dioses, que enviaban delante del golpe aquellos avisos para que procurasen evitarle. Otros andaban más detenidos o temerosos, y procuraban excusar el rompimiento, encareciendo el valor de los extranjeros, el rigor de sus armas y la ferocidad de los caballos; y trayendo a la memoria el estrago y mortandad que hicieron en Tabasco, de cuya guerra tuvieron luego noticia: y aunque no se persuadían a que fuesen inmortales, como lo publicaba el temor de aquellos vencidos, no acertaban a considerarlos como animales de su especie, ni dejaban de hallar en ellos alguna semejanza de sus dioses, por el manejo de los rayos con que a su parecer peleaban, y por el predominio con que se hacían obedecer de aquellos brutos que entendían sus órdenes y militaban de su parte.

Oyólos Motezuma; y mediando entre ambas opiniones, determinó que se negase a Cortés con toda resolución la licencia que pedía para venir a su corte, mandándole que desembarazase luego aquellas costas, y enviándole otro regalo como el antecedente para obligarle a obedecer. Pero que si esto no bastase a detenerle, se discurriría en los medios violentos, juntando un ejército poderoso, de tal calidad, que no se pudiese temer otro suceso como el de Tabasco; pues no se debía desestimar el corto número de aquellos extranjeros, en cuyas armas prodigiosas y valor extraordinario se conocían tantas ventajas, particularmente cuando llegaban a sus costas en tiempo tan calamitoso, y de tantas señales espantosas, que al parecer encarecían sus fuerzas, pues llegaban a merecer el cuidado y la prevención de sus dioses.




ArribaAbajoCapítulo V

Vuelve Francisco de Montejo con noticia del lugar de Quiabislan: llegan los embajadores de Motezuma y se despiden con desabrimiento: muévense algunos rumores entre los soldados, y Hernán Cortés usa de artificio para sosegarlos


Mientras duraban en la corte de Motezuma estos discursos melancólicos, trataba Hernán Cortés de adquirir noticias de la tierra, de ganar las voluntades de los indios que acudían al cuartel y de animar a sus soldados, procurando infundir en ellos aquellas grandes esperanzas que le anunciaba su corazón. Volvió de su viaje Francisco de Montejo, habiendo seguido la costa por espacio de algunas leguas la vuelta del Norte, y descubierto una población que se llamaba Quiabislan, situada en tierra fértil y cultivada, cerca de un paraje o ensenada bastantemente capaz, donde al parecer de los pilotos podían surgir los navíos, y mantenerse al abrigo de unos grandes peñascos en que desarmaba la fuerza de los vientos. Distaba este lugar de San Juan de Ulúa como doce leguas, y Hernán Cortés empezó a mirarle como sitio acomodado para mudar a él su alojamiento; pero antes que lo resolviese llegó la respuesta de Motezuma.

Vinieron Teutile y los cabos principales de sus tropas con aquellos braserillos de copal, y después de andar un rato envueltas en humo las cortesías, hizo demostración del presente, que fue algo menor; pero del mismo género de alhajas y piezas de oro que vinieron con la primera embajada: sólo traía de particular cuatro piedras verdes, al modo de esmeraldas, que llamaban chalcuítes; y dijo Teutile a Cortés con gran ponderación, que las enviaba Motezuma señaladamente para el rey de los españoles, por ser joyas de inestimable valor: encarecimiento de que se pudo hacer poco aprecio donde tenía el vidrio tanta estimación.

La embajada fue resuelta y desabrida, y el fin de ella despedir a los huéspedes, sin dejarles arbitrio para replicar. Era cerca de la noche, y al empezar su respuesta Hernán Cortés, hicieron en la barraca que servía de iglesia la señal del Ave María. Púsose de rodillas a rezarla, y a su imitación todos los que le asistían, de cuyo silencio y devoción quedaron admirados los indios; y Teutile preguntó a doña Marina la significación de aquella ceremonia. Entendiólo Cortés, y tuvo por conveniente que con ocasión de satisfacer a su curiosidad se les hablase algo en la religión. Tomó la mano el padre fray Bartolomé de Olmedo, y procuró ajustarse a su ceguedad, dándoles alguna escasa luz de los misterios de nuestra fe. Hizo lo que pudo su elocuencia para que entendiesen que sólo había un Dios, principio y fin de todas las cosas, y que en sus ídolos adoraban al demonio, enemigo mortal del género humano, vistiendo esta proposición con algunas razones fáciles de comprender, que escuchaban los indios con un género de atención, como que sentían la fuerza de la verdad. Y Hernán Cortés se valió de este principio para volver a su respuesta, diciendo a Teutile: «que uno de los puntos de su embajada, y el principal motivo que tenía su rey para proponer su amistad a Motezuma, era la obligación con que deben los príncipes cristianos oponerse a los errores de la idolatría, y lo que deseaba instruirle para que conociese la verdad, y ayudarle a salir de aquella esclavitud del demonio, tirano invisible de todos sus reinos, que en lo esencial le tenía sujeto y avasallado, aunque en lo exterior fuese tan poderoso monarca. Y que viniendo él de tierras tan distantes a negocios de semejante calidad, y en nombre de otro rey más poderoso, no podría dejar de hacer nuevos esfuerzos, y perseverar en sus instancias hasta conseguir que se le oyese, pues venía de paz como lo daba a entender el corto número de su gente, de cuya limitada prevención no se podían recelar mayores intentos».

Apenas oyó Teutile esta resolución de Cortés, cuando se levantó apresuradamente, y con un género de impaciencia entre cólera y turbación, le dijo: «que el gran Motezuma había usado hasta entonces de su benignidad, tratándole como a huésped; pero que determinándose a replicarle, sería suya la culpa si se hallase tratado como enemigo». Y sin esperar otra razón ni despedirse, volvió las espaldas, y partió de su presencia con paso acelerado, siguiéndole Pilpatoe y los demás que le acompañaban. Quedó Hernán Cortés algo embarazado al ver semejante resolución; pero tan en sí que volviendo a los suyos más inclinado a la risa que a la suspensión, les dijo: «veremos en qué para este desafío; que ya sabemos cómo pelean sus ejércitos, y las más veces son diligencias del temor las amenazas». Y entretanto que se recogía el presente, prosiguió dando a entender: «que no conseguirían aquellos bárbaros el comprar a tan corto precio la retirada de un ejército español, porque aquellas riquezas se debían mirar como dádivas fuera de tiempo, que traían más de flaquezas que de liberalidad». Así procuraba lograr las ocasiones de alentar a los suyos, y aquella noche, aunque no parecía verosímil que los mejicanos tuviesen prevenido ejército con que asaltar el cuartel, se doblaron las guardias, y se miró como contingente lo posible: que nunca sobra el cuidado en los capitanes, y muchas veces suele parecer ocioso, y salir necesario.

Luego que llegó el día se ofreció novedad considerable que ocasionó alguna turbación; porque se habían retirado la tierra adentro los indios que poblaban las barracas de Pilpatoe, y no parecía un hombre por toda la campaña. Faltaron también los que solían acudir, con bastimentos de las poblaciones comarcanas; y estos principios de necesidad, temida más que tolerada, bastaron para que se empezasen a desazonar algunos soldados, mirando como desacierto el detenerse a poblar en aquella tierra; de cuya murmuración se valieron para levantar la voz algunos parciales de Diego Velázquez, diciendo con menos recato en las conversaciones: «que Hernán Cortés quería perderlos, y pasar con su ambición adonde no alcanzaban sus fuerzas; que nadie podría excusar de temeridad el intento de mantenerse con tan poca gente en los dominios de un príncipe tan poderoso; y que ya era necesario que clamasen todos sobre volver a la isla de Cuba, para que se recibiesen la armada y el ejército, y se tomase aquella empresa con mayor fundamento».

Entendiólo Hernán Cortés, y valiéndose de sus amigos y confidentes, procuró examinar de qué opinión estaba el resto principal de su gente, y halló que tenía de su parte a los más y a los mejores, sobre cuya seguridad se dejó hallar de los malcontentos. Hablóle en nombre de todos Diego de Ordaz, y no sin alguna destemplanza, en que se dejaba conocer su pasión, le dijo: «que la gente del ejército estaba sumamente desconsolada, y en términos de romper el freno de la obediencia porque había llegado a entender que se trataba de proseguir aquella empresa; y que no se le podía negar la razón, porque ni el número de los soldados ni el estado de los bajeles, ni los bastimentos de reserva, ni las demás prevenciones tenían proporción con el intento de conquistar un imperio tan dilatado y tan poderoso; que nadie estaba tan mal consigo que se quisiese perder por capricho ajeno; y que ya era menester que tratase de dar la vuelta a la isla de Cuba, para que Diego Velázquez reforzase su armada, y tomase aquel empeño con mejor acuerdo y con mayores fuerzas».

Oyóle Hernán Cortés sin darse por ofendido, como pudiera, de la proposición y del estilo de ella; antes le respondió, sosegada la voz y el semblante: «que estimaba su advertencia, porque no sabía la desazón de los soldados; antes creía que estaban contentos y animosos, porque en aquella jornada no se podían quejar de la fortuna si no los tenía cansados la felicidad; pues un viaje tan sin zozobras, lisonjeado del mar y de los vientos; unos sucesos como los pudo fingir el deseo; tan conocidos favores del cielo en Cozumel; una victoria en Tabasco, y en aquella tierra tanto regalo y prosperidad, no eran antecedentes de que se debía inferir semejante desaliento, ni era de mucho garbo el desistir antes de ver la cara del peligro; particularmente cuando las dificultades solían parecer mayores desde lejos, y deshacerse luego en las manos los encarecimientos de la imaginación; pero que si la gente estaba ya tan desconfiada y temerosa como decía, sería locura fiarse de ella para una empresa tan dificultosa, y que así trataría luego de tomar la vuelta de la isla de Cuba, como se lo proponían; confesando que no le hacía tanta fuerza el ver esta opinión en el vulgo de los soldados, como el hallarla asegurada en el consejo de sus amigos». Con estas y otras palabras de este género, desarmó por entonces la intención de aquellos parciales inquietos, sin dejarles que desear hasta que llegase el tiempo de su desengaño; y con esta disimulación artificiosa, primor algunas veces permitido a la prudencia, dio a entender que cedía para dar mayores fuerzas a su resolución.




ArribaAbajoCapítulo VI

Publícase la jornada para la isla de Cuba: claman los soldados que tenía prevenidos Cortés: solicita su amistad el cacique de Zempoala; y últimamente hace la población


Poco rato después que se apartaron de Hernán Cortés Diego de Ordaz y los demás de su séquito, hizo que se publicase la jornada para la isla de Cuba, distribuyendo las órdenes para que se embarcasen los capitanes con sus compañías en los mismos bajeles de su cargo, y estuviesen a punto de partir el día siguiente al amanecer; pero no se divulgó bien entre los soldados esta resolución, cuando se conmovieron los que estaban prevenidos, diciendo a voces: «que Hernán Cortés los había llevado engañados, dándoles a entender que iban a poblar en aquella tierra, y que no querían salir de ella, ni volver a la isla de Cuba; a que añadían, que si él estaba en dictamen de retirarse, podría ejecutarlo con los que se ajustasen a seguirle; que a ellos no les faltaría alguno de aquellos caballeros que se encargase de su gobierno». Creció tanto y tan bien adornado este clamor, que se llevó tras sí a muchos de los que entraron violentos o persuadidos en la contraria facción; y fue menester que los mismos amigos de Cortés que movieron a los unos, apaciguasen a los otros. Alabaron su determinación, ofrecieron que hablarían a Cortés para que suspendiese la ejecución del viaje; y antes que se entibiase aquel reciente fervor de los ánimos, partieron a buscarle asistidos de mucha gente, «en cuya presencia le dijeron, levantando la voz: que el ejército estaba en términos de amotinarse sobre aquella novedad: quejáronse, o hicieron que se quejaban, de que hubiese tomado semejante resolución sin el consejo de sus capitanes: ponderábanle, como desaire indigno de españoles, el dejar aquella empresa en los primeros rumores de la dificultad, y el volver las espaldas antes de sacar la espada. Traíanle a la memoria lo que sucedió a Juan de Grijalva; pues todo el enojo de Diego Velázquez fue porque no hizo alguna población en la tierra que descubrió y se mantuvo en ella, por cuya resolución le trató de pusilánime y le quitó el gobierno de la armada». Y últimamente le dijeron lo que él mismo había dictado; y él lo escuchó como noticia en que hallaba novedad, y dejándose rogar y persuadir, hizo lo que deseaba, y dio a entender que se reducía. Respondióles: «que estaba mal informado, porque algunos de los más interesados en el acierto de aquella facción (y no los nombró por dar mayor misterio a su razón) le habían asegurado que toda la gente clamaba desconsoladamente sobre dejar aquella tierra y volverse a la isla de Cuba; y que de la misma suerte que tomó aquella resolución contra su dictamen, por complacer a sus soldados, se quedaría con mayor satisfacción suya, cuando los hallaba en opinión más conveniente al servicio de su rey, y a la obligación de buenos españoles; pero que tuviesen entendido que no quería soldados sin voluntad, ni era la guerra ejercicio de forzados; que cualquiera que tuviese por bien el retirarse a la isla de Cuba, podría ejecutarlo sin embarazo; y que desde luego mandaría prevenir embarcación y bastimentos para el viaje de todos los que no se ajustasen a seguir voluntariamente su fortuna». Tuvo grande aplauso esta resolución: oyóse aclamado el nombre de Cortés; llenóse el aire de voces y de sombreros, al modo que suelen explicar su contento los soldados; unos se alegraban porque lo sentían así; y otros por no diferenciarse de los que sentían lo mejor. Ninguno se atrevió por entonces a contradecir la población, ni los mismos que tomaron la voz de los malcontentos acertaban a volver por sí; pero Hernán Cortés oyó sus disculpas sin apurarlas, y guardó su queja para mejor ocasión.

Sucedió a este tiempo, que estando de centinela en una de las avenidas Bernal Díaz del Castillo y otro soldado, vieron asomar por el paraje más vecino a la playa cinco indios que venían caminando hacia el cuartel; y pareciéndoles poco número para poner en arma al ejército, los dejaron acercar. Detuviéronse a poca distancia, y dieron a entender con las señas, que venían de paz, y que traían embajada para el general de aquel ejército. Llevólos consigo Bernal Díaz, dejando a su compañero en el mismo sitio, para que cuidase de observar si los seguían algunas tropas. Recibiólos Hernán Cortés con toda gratitud, y mandando que los regalasen antes de oírlos, reparó en que parecían de otra nación, porque se diferenciaban de los mejicanos en el traje, aunque traían como ellos penetradas las orejas y el labio inferior de gruesos zarcillos y pendientes, que aun siendo de oro los afeaban. La lengua también sonaba con otro género de pronunciación, hasta que viniendo Aguilar y doña Marina, se conoció que hablaban en idioma diferente, y se tuvo a dicha que uno de ellos entendiese y pronunciase dificultosamente la lengua mejicana, por cuyo medio, no sin algún embarazo, se averiguó que los enviaba el señor de Zempoala, provincia poco distante para que visitasen de su parte al caudillo de aquella gente valerosa; porque habían llegado a sus oídos las maravillas que obraron sus armas en la provincia de Tabasco; y por ser príncipe guerrero y amigo de hombres valerosos deseaba su amistad, ponderando mucho la estimación que hacía su dueño de los grandes soldados, como quien procuraba que no se atribuyese al miedo lo que tenía mejor sonido en la inclinación.

Admitió Hernán Cortés con toda estimación la buena correspondencia y amistad que le proponían de parte de su cacique, teniendo a favor del cielo el recibir esta embajada en tiempo que estaba despedido y receloso de los mejicanos: celebrándola más cuando entendió que la provincia de Zempoala estaba en el paso de aquel lugar que descubrió desde la costa Francisco de Montejo, donde pensaba entonces mudar su alojamiento. Hizo algunas preguntas a los indios para informarse de la intención y fuerzas de aquel cacique; y una de ellas fue ¿cómo estando tan vecinos habían tardado tanto en venir con aquella proposición? A que respondieron, que no podían concurrir los de Zempoala donde asistían los mejicanos, cuyas crueldades se sufrían mal entre los de su nación.

No le sonó mal esta noticia a Hernán Cortés, y apurándola con alguna curiosidad, vino a entender que Motezuma era príncipe violento y aborrecible por su soberbia y tiranías, que tenía muchos de sus pueblos más atemorizados que sujetos, y que había por aquel paraje algunas provincias que deseaban sacudir el yugo de su dominio; con que se le hizo menos formidable su poder, y ocurrieron a su imaginación varias especies de ardides y caminos de aumentar su ejército, que le animaban confusamente. Lo primero que se le ofreció fue ponerse de parte de aquellos afligidos, y que no sería dificultoso ni fuera de razón el formar partido contra un tirano entre sus mismos rebeldes. Así lo discurrió entonces, y así le sucedió después, verificándose con otro ejemplo en la ruina de aquel imperio tan poderoso, que la mayor fuerza de los reyes consiste en el amor de sus vasallos. Despachó luego a los indios con algunas dádivas en señal de benevolencia, y les ofreció que iría brevemente a visitar a su dueño para establecer su amistad, y estar a su lado en cuanto necesitase de su asistencia.

Era su intento pasar por aquella provincia, y reconocer a Quiabislan, donde pensaba fundar su primera población, por los buenos informes que tenía de su fertilidad; pero le importaba para otros fines que iba madurando, adelantar la formación de su república en aquellas mismas barracas, suponiendo que se había de mudar la situación del pueblo a parte menos desacomodada. Comunicó su resolución a los capitanes de su confidencia; y suavizada por este medio la proposición, se convocó la gente para nombrar los ministros de gobierno, en cuya breve conferencia prevalecieron los que sabían el ánimo de Cortés, y salieron por alcaldes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo; por regidores Alonso Dávila, Pedro y Alonso de Alvarado, y Gonzalo de Sandoval; y por alguacil mayor y procurador general Juan de Escalante y Francisco Álvarez Chico. Nombróse también el escribano de ayuntamiento, con otros ministros inferiores; y hecho el juramento ordinario de guardar razón y justicia según su obligación, al mayor servicio de Dios y del rey, tomaron su posesión con la solemnidad que se acostumbra, y comenzaron a ejercer sus oficios, dando a la nueva población el nombre de la Villa Rica de la Vera-Cruz, cuyo título conservó después en la parte donde quedó situada, llamándola Villa Rica, en memoria del oro que se vio en aquella tierra, y de la Vera-Cruz, en reconocimiento de haber saltado en ella el viernes de la Cruz.

Asistió Hernán Cortés a estas funciones como uno de aquella república, haciendo por entonces persona de particular entre los demás vecinos; y aunque no podía fácilmente apartar de sí aquel género de superioridad, que suele consistir en la veneración ajena, procuraba autorizar con su respeto aquellos nuevos ministros, para introducir la obediencia en los demás, cuya modestia tenía en el fondo alguna razón de estado, porque le importaba la autoridad de aquel ayuntamiento, y la dependencia de aquellos súbditos, para que el brazo de la justicia y la voz del pueblo llenasen los vacíos de la jurisdicción militar, que residía en él por delegación de Diego Velázquez, y a la verdad estaba revocada, y se mantenía sobre flacos cimientos para entrar con ella en una empresa tan dificultosa: defecto que le traía cuidadoso, porque andaba disimulando entre los que le obedecían, y le embarazaba en su misma resolución para hacerse obedecer.




ArribaAbajoCapítulo VII

Renuncia Hernán Cortés, en el primer ayuntamiento que se hizo en la Vera-Cruz, el título de capitán general que tenía por Diego Velázquez: vuélvenle a elegir la villa y el pueblo


El día siguiente por la mañana se juntó el ayuntamiento, con pretexto de tratar algunos puntos concernientes a la conservación y aumento de aquella población, y poco después pidió licencia Hernán Cortés para entrar en él a proponer un negocio del mismo intento. Pusiéronse en pie los capitulares para recibirle, y él haciendo reverencia a la villa, pasó a tomar el asiento inmediato al primer regidor, y habló en esta sustancia, o poco diferente.

«Ya, señores, por la misericordia de Dios, tenemos en este consistorio representada la persona de nuestro rey, a quien debemos descubrir nuestros corazones, y decir sin artificio la verdad, que es el vasallaje en que más le reconocemos los hombres de bien. Yo vengo a vuestra presencia, como si llegara a la suya, sin otro fin que el de su servicio, en cuyo celo me permitiréis la ambición de no confesarme vuestro inferior. Discurriendo estáis en los medios de establecer esta nueva república; dichosa ya de estar pendiente de vuestra dirección. No será fuera de propósito que oigáis de mí lo que tengo premeditado y resuelto, para que no caminéis sobre algún presupuesto menos seguro, cuya falta os obligue a nuevo discurso y nueva resolución. Esta villa, que empieza hoy a crecer al abrigo de vuestro gobierno, se ha fundado en tierra no conocida y de grande población, donde se han visto ya señales de resistencia bastantes para creer que nos hallamos en una empresa dificultosa, donde necesitaremos igualmente del consejo y de las manos; y donde muchas veces habrá de proseguir la fuerza lo que empezare y no consiguiere la prudencia. No es tiempo de máximas políticas, ni de consejos desarmados. Vuestro primer cuidado debe atender a la conservación de este ejército que os sirve de muralla, y mi primera obligación es advertiros que no está hoy como debe, para fiarle nuestra seguridad y nuestras esperanzas. Bien sabemos que yo no gobierno el ejército, sin otro título que un nombramiento de Diego Velázquez, que fue con poca intermisión escrito y revocado. Dejo aparte la sinrazón de su desconfianza, por ser de otro propósito, pero no puedo negar que la jurisdicción militar, de que tanto necesitamos, se conserva hoy en mí contra la voluntad de su dueño, y se funda en un título violento, que trae consigo mal disimulada la flaqueza de su origen. No ignoran este defecto los soldados, ni yo tengo tan humilde el espíritu, que quiera mandarlos con autoridad escrupulosa; ni es el empeño en que nos hallamos para entrar en él con un ejército que se mantiene más en la costumbre de obedecer, que en la razón de la obediencia. A vosotros, señores, toca el remedio de este inconveniente; y el ayuntamiento, en quien reside hoy la representación de nuestro rey, puede en su real nombre proveer el gobierno de sus armas, eligiendo persona en quien no concurran estas nulidades. Muchos sujetos hay en el ejército capaces de esta ocupación, y en cualquiera que tenga otro género de autoridad, o que la reciba de vuestra mano, estará mejor empleado. Yo desisto desde luego del derecho que pudo comunicarme la posesión, y renuncio en vuestras manos el título que me puso en ella, para que discurráis con todo el arbitrio en vuestra elección, y puedo aseguraros, que toda mi ambición se reduce al acierto de nuestra empresa; y que sabré, sin violentarme, acomodar la pica en la mano que deja el bastón; que si en la guerra se aprende el mandar obedeciendo, también hay casos en que el haber mandado enseña a obedecer.»

Dicho esto arrojó sobre la mesa el título de Diego Velázquez, besó el bastón, y dejándole entregado a los alcaldes, se retiró a su barraca. No debía de llevar inquieto el ánimo con la incertidumbre del suceso, porque tenía dispuestas las cosas de manera, que aventuró poco en esta resolución; pero no carece de alabanza la hidalguía del reparo, y el arte con que apartó de sí la debilidad o menos decencia de su autoridad. Los capitulares se detuvieron poco en su elección, porque algunos tendrían meditado lo que habían de proponer, y otros no hallarían qué replicar. Votaron todos que se admitiese la dejación de Cortés; pero que se le debía obligar a que tomase de nuevo a su cargo el gobierno del ejército, dándole su título la villa en nombre del rey, por el tiempo y en el ínterin que su majestad otra cosa ordenase; y resolvieron que se comunicase al pueblo la nueva elección, para ver cómo se recibía, o porque no se dudaba de su beneplácito. Convocóse la gente a voz de pregonero, y publicada la renunciación de Cortés y el acuerdo del ayuntamiento, se oyó el aplauso que se esperaba o el que se había prevenido. Fueron grandes las aclamaciones y el regocijo de la gente: unos vitoreaban al ayuntamiento por su buena elección; otros pedían a Cortés, como si se le negaran; y si algunos eran de contrario sentir, o fingían contento a voces, o cuidaban de que no se hiciese reparar el silencio. Hecha esta diligencia partieron los alcaldes y regidores llevando tras sí la mayor parte de aquellos soldados, que ya representaban el pueblo, a la barraca de Hernán Cortés, y le dijeron o notificaron que la Villa Rica de la Vera-Cruz, en nombre del rey don Carlos, y con sabiduría y aprobación de sus vecinos en consejo abierto, le había elegido y nombrado por gobernador del ejército de Nueva España; y en caso necesario le requería y ordenaba que se encargase de esta ocupación, por ser así conveniente al bien público de la villa y al mayor servicio de su majestad.

Aceptó Hernán Cortés con grande urbanidad y estimación el nuevo cargo, que así le llamaba, para diferenciarle hasta en el nombre del que había renunciado; y empezó a gobernar la milicia con otro género de seguridad interior, que hacía sus efectos en la obediencia de los soldados.

Sintieron esta novedad con grande imprudencia los dependientes de Diego Velázquez, porque no se ajustaron a disimular su pasión, ni supieron ceder a la corriente cuando no la podían contrastar. Procuraban desautorizar al ayuntamiento, y desacreditar a Cortés, culpando su ambición, y hablando con desprecio de los engañados que no la conocían. Y como la murmuración tiene oculto el veneno, y no sé qué dominio sobre la inclinación de los oídos, se hacía lugar en las conversaciones; y no faltaba quien la escuchase y procurase adelantar. Hizo lo que pudo Hernán Cortés para remediar en los principios este inconveniente, no sin recelo de que se llevase tras sí a los inquietos, o perturbase a los fáciles de inquietar. Tenía ya experimentado el poco fruto de su paciencia, y que los medios suaves le producían contrarios efectos, poniendo el daño de por calidad; y así determinó valerse del rigor, que suele ser más poderoso con los atrevidos. Mandó que se hiciesen algunas prisiones, y que públicamente fuesen llevados a la armada y puestos en cadena Diego de Ordaz, Pedro Escudero y Juan Velázquez de León. Puso grande terror en el ejército esta demostración, y él trataba de aumentarle, diciendo con entereza y resolución, que los prendía por sediciosos y turbadores de la quietud pública; y que había de proceder contra ellos hasta que pagasen con la cabeza su obstinación: en cuya severidad, o verdadera o afectada, se mantuvo algunos días, sin llegar a lo estrecho de la justicia; porque deseaba más su enmienda que su castigo. Estuvieron al principio sin comunicación, pero después se la concedió dando a entender que la toleraba; y se valió mañosamente de esta permisión para introducir algunos de sus confidentes, que procurasen reducirlos y ponerlos en razón, como lo consiguió con el tiempo, dejándose desenojar tan autorizadamente, que los hizo sus amigos, y estuvieron a su lado en todos los accidentes que se le ofrecieron después.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Marchan los españoles, y parte la armada de vuelta de Quiabislan: entran de paso en Zempoala, donde les hace buena acogida el cacique, y se toma nueva noticia de las tiranías de Motezuma


Luego que se ejecutaron estas prisiones, salió Pedro de Alvarado con cien hombres a reconocer la tierra y traer algunas vituallas, porque ya se hacía sentir la falta de los indios que proveían el ejército. Ordenósele que no hiciese hostilidad, ni llegase a las armas sin necesidad, en que le pusiesen la defensa o la provocación; y tuvo suerte de ejecutarlo así con poca diligencia, porque a breve distancia se halló en unos pueblos o caseríos, cuyos moradores le dejaron libre la entrada huyendo a los bosques. Reconociéronse las casas, que estaban desiertas de gente, pero bien proveídas de maíz, gallinas y otros bastimentos; y sin hacer daño en los edificios ni en las alhajas, tomaron los soldados lo que habían menester, como adquirido con el derecho de la necesidad, y volvieron al cuartel cargados y contentos.

Dispuso luego su marcha Hernán Cortés como lo tenía resuelto, y partieron los bajeles a la ensenada de Quiabislan, y él siguió por tierra el camino Zempoala, dando el costado derecho a la costa; y echó sus batidores delante que reconociesen la campaña, previniendo advertidamente los accidentes que se podían ofrecer, en tierra donde fuera descuido la seguridad.

Halláronse a pocas horas sobre el río de Zempoala, en cuya vecindad se situó después la villa de la Vera-Cruz, y porque iba profundo, fue necesario recoger algunas canoas y embarcaciones de pescadores que hallaron en la orilla, donde pasó la gente, dejando nadar a los caballos. Vencida esta dificultad, llegaron a unos pueblos del distrito de Zempoala, según se averiguó después, y no se tuvo a buena señal el hallarlos desamparados, no sólo de los indios, sino de sus alhajas y mantenimientos, con indicios de fuga prevenida y cuidadosa: sólo dejaron en sus adoratorios diferentes ídolos, varios instrumentos o cuchillos de pedernal, y arrojados por el suelo algunos despojos miserables de víctimas humanas, que hicieron a un tiempo lástima y horror.

Aquí fue donde se vieron la primera vez, no sin admiración, los libros mejicanos, de que dejamos hecha mención.

Había tres o cuatro en los adoratorios, que debían de contener los ritos de su religión, y eran de una membrana larga o lienzo barnizado, que plegaban en iguales dobleces, de modo que cada doblez formaba una hoja, y todos juntos componían el volumen; parecidos a los nuestros por la vista exterior, y por el texto escritos o dibujados con aquel género de imágenes y cifras que dieron a conocer los pintores de Teutile.

Alojóse luego el ejército en las mejores casas, y se pasó la noche no sin alguna incomodidad, prevenidas las armas, y con centinelas a lo largo, en cuyo desvelo sosegaban los demás.

El día siguiente se volvió a la marcha en la misma ordenanza por el camino más hollado que declinaba la vuelta del Poniente, con algún desvío de la costa; y en toda la mañana no se halló persona de quien tomar lengua, ni más que una soledad sospechosa, cuyo silencio les hacía ruido en la imaginación y en el cuidado. Hasta que entrando en unos pocos prados de grande amenidad, se descubrieron doce indios, que venían en busca de Hernán Cortés con un regalo de gallinas y pan de maíz que le enviaba el cacique de Zempoala, pidiéndole con encarecimiento que no dejase de llegar a su pueblo, donde tenía prevenido alojamiento para su gente, y sería regalado con mayor liberalidad. Súpose de estos indios, que el lugar donde residía su cacique distaba un sol de aquel paraje, que en su lengua era lo mismo que un día de marcha; porque no conocían la división de las leguas, y medían la distancia con los soles, contando el tiempo, y no los pasos del camino. Despachó Cortés a seis indios con grande estimación del regalo y de la oferta, quedándose con los otros seis para que le guiasen, y para hacerles algunas preguntas; porque no acababa de reducirse a la sinceridad de este agasajo, que no esperado parecía poco seguro.

Aquella noche se hizo alto en un pueblo de corta vecindad, cuyos moradores anduvieron solícitos en el hospedaje de los españoles, y al parecer poco recelosos; de cuya quietud se conjeturaba que estarían de paz los de su nación, y no se engañó la esperanza, aunque suele consolarse con facilidad. A la mañana se movió el ejército con la frente a Zempoala, dejándose llevar de los guías con la cautela y prevención conveniente. Y al declinar el día, estando ya cerca del pueblo, vinieron veinte indios al recibimiento de Cortés, galanes a su modo; y hechas sus ceremonias, dijeron: «que no salía con ellos su cacique por estar impedido; y así los enviaba para que cumpliesen por él con aquella demostración, quedando con mucho deseo de conocer a tan valerosos huéspedes, y recibir con su amistad a los que ya tenía en su inclinación».

Era lugar de grande población y de hermosa vista, situado entre dos ríos que fertilizaban la campaña, bajando de lo alto de unas sierras poco distantes, de frondosa y apacible aspereza: los edificios eran de piedra, cubiertos o adornados con un género de cal muy blanca y resplandeciente, de agradables y suntuosos lejos; tanto que uno de los batidores que iban delante volvió aceleradamente, diciendo a voces que las paredes eran de plata, de cuyo engaño se hizo grande fiesta en el ejército, y pudo ser que lo creyesen entonces los que después se burlaban de su credulidad.

Estaban las plazas y las calles ocupadas de innumerable pueblo, que concurrió a ver la entrada, sin armas que pudiesen dar cuidado ni otro rumor que el de la muchedumbre. Salió el cacique a la puerta de su palacio, y era su impedimento una gordura monstruosa que le oprimía y le desfiguraba. Fuese acercando con dificultad, apoyado en los brazos de algunos indios nobles, que al parecer le daban todo el movimiento. Su traje, sobre cuerpo desnudo, una manta de fino algodón, enriquecida con varias joyas y pendientes, de que traía también empedradas las orejas y los labios: príncipe de rara hechura, en quien hacían notable consonancia el peso y la gravedad. Fue necesario que Cortés detuviese la risa de los soldados; y porque tenía que reprimir en sí, dio la orden con forzada severidad; pero luego que empezó el cacique su razonamiento, recibiendo con los brazos a Cortés, y agasajando a los demás capitanes, dio a conocer su buena razón, y ganó por el oído la estimación de los ojos. Habló concertadamente, y cortó la plática de los cumplimientos con despejo y discreción, diciendo a Cortés que se retirase a descansar del camino y alojar su gente, que después le visitaría en su cuartel, para que hablasen más despacio en los intereses comunes.

Tenían prevenido el alojamiento en unos patios de grandes aposentos, donde pudieron acomodarse todos con bastante desahogo, y fueron asistidos con abundancia de cuanto hubieron menester. Envió después el cacique a prevenir su visita con un regalo de alhajas de oro y otras curiosidades, que valdrían hasta dos mil pesos, y vino a poco rato con lucido acompañamiento en unas andas que traían sobre sus hombros los más principales de su familia, y tendrían entonces esta dignidad los más robustos. Salió Cortés a recibirle asistido de sus capitanes, y dándole la puerta y el lugar, se retiró con él y con sus intérpretes, porque le pareció conveniente hablarle sin testigos. Y después de hacerle aquella oración acostumbrada sobre el intento de su venida, la grandeza de su rey y los errores de la idolatría, pasé a decirle: «que uno de los fines de aquel ejército valeroso era deshacer agravios, castigar violencias y ponerse de parte de la justicia y de la razón», tocando este punto advertidamente, porque deseaba introducirle poco a poco en la queja de Motezuma, y ver, según las premisas que traía, lo que podía fiar de su indignación. Conocióse luego en la variación del semblante que se le había tocado en la herida, y antes de resolverse a la respuesta empezó a suspirar como quien sentía la dificultad de quejarse; pero después venció la pasión, y prorrumpiendo en lamentos de su infelicidad le dijo: «que todos los caciques de aquella comarca se hallaban en miserable y vergonzosa esclavitud, gimiendo entre las violencias y tiranías de Motezuma, sin fuerzas para volver por sí, ni espíritu para discurrir en el remedio: que se hacía servir y adorar de sus vasallos como uno de sus dioses, y quería que se venerasen sus violencias y sin razones como decretos celestiales; pero que no era su ánimo proponerle que se aventurase a favorecerlos, porque Motezuma tenía mucho poder y muchas fuerzas para que se resolviese, con tan poca obligación, a declararse por su enemigo; ni sería en él buena urbanidad pretender su benevolencia, vendiendo a tan costoso precio tan corto servicio».

Procuró Hernán Cortés consolarle, dándole a entender: «que temería poco las fuerzas de Motezuma, porque las suyas tenían al cielo de su parte y natural predominio contra los tiranos; pero que necesitaba de pasar luego a Quiabislan, donde le hallarían los oprimidos y menesterosos, que teniendo la razón de su parte necesitasen de sus armas; cuya noticia podría comunicar a sus amigos y confederados, asegurando a todos que Motezuma dejaría de ofenderlos, o no lo podría conseguir mientras él asistiese a su defensa». Con esto se despidieron los dos, y Hernán Cortés trató luego de su marcha, dejando ganada la voluntad de este cacique, y celebrando para consigo la mejoría de sus intentos, que por aquellos lejos o espacios de la imaginación iban pareciendo posibles.




ArribaAbajoCapítulo IX

Prosiguen los españoles su marcha desde Zempoala a Quiabislan: refiérese lo que pasó en la entrada de esta villa, donde se halla nueva noticia de la inquietud de aquellas provincias, y se prenden seis ministros de Motezuma


Al tiempo de partir el ejército se hallaron prevenidos cuatrocientos indios de carga para que llevasen las valijas y los bastimentos, y ayudasen a conducir la artillería, que fue grande alivio para los soldados; y se ponderaba como atención extraordinaria del cacique, hasta que se supo de doña Marina que entre aquellos señores de vasallos era estilo corriente asistir a los ejércitos de sus aliados con este género de bagajes humanos, que en su lengua se llamaban Tamenes, y tenían por oficio el caminar de cinco a seis leguas con dos o tres arrobas de peso. Era la tierra que se iba descubriendo amena y deliciosa, parte ocupada con la población natural de grandes arboledas, y parte fertilizada con el beneficio de las semillas, a cuya vista caminaban nuestros españoles alegres y divertidos, celebrando la dicha de pisar una campaña tan abundante. Halláronse al caer del sol cerca de un lugarcillo despoblado, donde se hizo mansión por excusar el inconveniente de entrar de noche en Quiabislan, adonde llegaron el día siguiente a las diez de la mañana.

Descubríanse a largo trecho sus edificios sobre una eminencia de peñascos, que al parecer servían de muralla: sitio fuerte por naturaleza, de surtidas estrechas y pendientes, que se hallaron sin resistencia y se penetraron con dificultad. Habíanse retirado el cacique y los vecinos para averiguar desde lejos la intención de nuestra gente, y el ejército fue ocupando la villa sin hallar persona de quien informarse, hasta que llegando a una plaza donde tenían sus adoratorios, le salieron al encuentro catorce o quince indios de traje más que plebeyo, con grande prevención de reverencias y perfumes, y anduvieron un rato afectando cortesía y seguridad, o procurando esconder el temor en el respeto: afectos parecidos y fáciles de equivocar. Animólos Hernán Cortés, tratándolos con mucho agrado, y les dio algunas cuentas de vidrio azules y verdes; moneda que por sus efectos se estimaba ya entre los mismos que la conocían, con cuyo agasajo se cobraron del susto que disimulaban, y dieron a entender: «que su cacique se había retirado advertidamente por no llamar la guerra con ponerse en defensa, ni aventurar su persona, fiándose de gente armada que no conocía; y que con este ejemplo no fue posible impedir la fuga de los vecinos menos obligados a esperar el riesgo: acción a que se habían ofrecido ellos como personas de más porte y mayor osadía; pero que en sabiendo todos la benignidad de tan honrados huéspedes volverían a poblar sus casas, y tendrían amucha felicidad el servirlos y obedecerlos». Asegurólos de nuevo Hernán Cortés, y luego que partieron con esta noticia, encargó mucho a sus soldados el buen pasaje de los indios, cuya confianza se conoció tan presto, que aquella misma noche vinieron algunas familias, y en breve tiempo estuvo el lugar con todos sus moradores.

Entró después el cacique, trayendo al de Zempoala por su padrino, ambos en sus andas o literas sobre hombros humanos. Disculpó el de Zempoala, no sin alguna discreción, a su vecino, y a pocos lances se introdujeron ellos mismos en las quejas de Motezuma, refiriendo con impaciencia, y algunas veces con lágrimas, sus tiranías y crueldades, la congoja de sus pueblos y la desesperación de sus nobles, a que añadió el de Zempoala por última ponderación: «es tan soberbio y tan feroz este monstruo, que sobre apurarnos y empobrecernos con sus tributos, formando sus riquezas de nuestras calamidades, quiere también mandar en la honra de sus vasallos, quitándonos violentamente las hijas y las mujeres para manchar con nuestra sangre las aras de sus dioses, después de sacrificarlas a otros usos más crueles de menos honestos».

Procuró Hernán Cortés alentarlos y disponerlos para entrar en su confederación; pero al mismo tiempo que trataba de inquirir sus fuerzas y el número de gente que tomaría las armas en defensa de la libertad, llegaron dos o tres indios muy sobresaltados, y hablando con ellos al oído los pusieron en tanta confusión que se levantaron perdido el ánimo y el color, y se fueron a paso largo sin despedirse ni acabar la razón. Súpose luego la causa de su turbación, porque se vieron pasar por el mismo cuartel de los españoles seis ministros o comisarios reales de aquellos que andaban por el reino cobrando y recogiendo los tributos de Motezuma. Venían adornados con mucha pompa de plumas y pendientes de oro, sobre delgado y limpio algodón, y con bastante número de criados o ministros inferiores, que moviendo, según la necesidad, unos abanicos grandes hechos de la misma pluma, les comunicaban el aire o la sombra con oficiosa inquietud. Salió Cortés a la puerta con sus capitanes, y ellos pasaron sin hacerle cortesía, vario el semblante entre la indignación y el desprecio; de cuya soberbia quedaron con algún remordimiento los soldados, y partieran a castigarla si él no los reprimiera, contentándose por entonces con enviar a doña Marina con guardia suficiente para que se informase de lo que obraban.

Entendióse por este medio que asentada su audiencia en la casa de la villa, hicieron llamar a los caciques, y los reprendieron públicamente con grande aspereza el atrevimiento de haber admitido en sus pueblos una gente forastera enemiga de su rey; y que además del servicio ordinario a que estaban obligados, les pedían veinte indios para sacrificar a sus dioses en satisfacción y enmienda de semejante delito.

Llamó Hernán Cortés a los dos caciques, enviando algunos soldados que sin hacer ruido los trajesen a su presencia, y dándoles a entender que penetraba lo más oculto de sus intentos, para autorizar con este misterio su proposición, les dijo: «que ya sabía la violencia de aquellos comisarios, y que sin otra culpa que haber admitido su ejército trataban de imponerles nuevos tributos de sangre humana: que ya no era tiempo de semejantes abominaciones, ni él permitiría que a sus ojos se ejecutase tan horrible precepto; antes les ordenaba precisamente que, juntando su gente, fuesen luego a prenderlos, y dejasen a cuenta de sus armas la defensa de lo que obrasen por su consejo».

Deteníanse los caciques, rehusando entrar en ejecución tan violenta, como envilecidos con la costumbre de sufrir el dolor y respetar el azote; pero Hernán Cortés repitió su orden con tanta resolución, que pasaron luego a ejecutarla, y con grande aplauso de los indios fueron puestos aquellos bárbaros en un género de cepos que usaban en sus cárceles muy desacomodados, porque prendían el delincuente por la garganta, obligando los hombros a forcejear con el peso para el desahogo de la respiración. Eran dignas de risa las demostraciones de entereza y rectitud con que volvieron los caciques a dar cuenta de su hazaña, porque trataban de ajusticiarlos aquel mismo día, según la pena que señalaban sus leyes contra los traidores; y viendo que no se les permitía tanto, pedían licencia para sacrificarlos a sus dioses como por vía de menor atrocidad.

Asegurada la prisión con guardia bastante de soldados españoles, se retiró Hernán Cortés a su alojamiento, y entró en consulta consigo sobre lo que debía obrar para salir del empeño en que se hallaba de amparar y defender aquellos caciques del daño que les amenazaba por haberle obedecido; pero no quisiera desconfiar enteramente a Motezuma, ni dejar de tenerle pendiente y cuidadoso. Hacíale disonancia el tomar las armas para defender la razón escrupulosa de unos vasallos quejosos de su rey, dejando sin nueva provocación o mejor pretexto el camino de la paz. Y por otra parte consideraba como punto necesario el mantener aquel partido que se iba formando por si llegase el caso de haberle menester. Tuvo finalmente por lo más acertado cumplir con Motezuma, sacando mérito de suspender los efectos de aquel desacato, y dándose a entender que por lo menos cumpliría consigo en no fomentar la sedición, ni servirse de ella hasta la última necesidad. Lo que resultó de esta conferencia interior, que le tuvo algunas horas desvelado, fue mandar a la media noche que le trajesen dos de los prisioneros con todo recato, y recibiéndolos benignamente les dijo, como quien no quería que le atribuyesen lo que habían padecido, que los llamaba para ponerlos en libertad, y que en fe de que la recibían únicamente de su mano, podrían asegurar a su príncipe: «que con toda brevedad procuraría enviarle los otros compañeros suyos que quedaban en poder de los caciques; para cuya enmienda y reducción obraría lo que fuese de su mayor servicio, porque deseaba la paz, y merecerle con su respeto y atenciones toda la gratitud que se le debía por embajador y ministro de mayor príncipe». No se atrevían los indios a ponerse en camino, temiendo que los matasen o volviesen a prender en el paso, y fue menester asegurarlos con alguna escolta de soldados españoles que los guiasen a la vecina ensenada donde se hallaban los bajeles, con orden para que en uno de los esquifes los sacasen de los términos de Zempoala.

Vinieron a la mañana los caciques muy sobresaltados y pesarosos de que se hubiesen escapado los dos prisioneros, y Hernán Cortés recibió la noticia con señas de novedad y sentimiento, culpándolos de poco vigilantes, y con este motivo mandó en su presencia que los otros fuesen llevados a la armada, como quien tomaba por suya la importancia de aquella prisión, y secretamente ordenó a los cabos marítimos que los tratasen bien, teniéndolos contentos y seguros; con lo cual dejó confiados a los caciques sin olvidar la satisfacción de Motezuma, cuyo poder tan ponderado y temido entre aquellos indios, le tenía cuidadoso; y así procuraba ocurrir a todo, conservando aquel partido sin empeñarse demasiado en él, ni perder de vista los accidentes que le podrían poner en obligación de abrazarle: grande artífice de medir lo que disponía con lo que recelaba, y prudente capitán el que sabe caminar en alcance de las contingencias, y madrugar con el discurso para quitar la fuerza o la novedad a los sucesos.




ArribaAbajoCapítulo X

Vienen a dar la obediencia y ofrecerse a Cortés los caciques de la serranía: edifícase y pónese en defensa la villa de la Vera-Cruz, donde llegan nuevos embajadores de Motezuma


Divulgóse por aquellos contornos la benignidad y agradable trato de los españoles, y los dos caciques de Zempoala y Quiabislan avisaron a sus amigos y confederados de la felicidad en que se hallaban libres de tributos, y afianzada su libertad con el amparo de una gente invencible que entendía los pensamientos de los hombres, y que parecía de superior naturaleza; con que pasó la palabra, y fue, como suele, adquiriendo fuerzas la fama, en cuyo lenguaje tiene sus adicciones la verdad o se confunde con el encarecimiento. Ya se decía públicamente por aquellos pueblos que habitaban sus dioses en Quiabislan, vibrando rayos contra Motezuma, y duró algunos días esta credulidad entre los indios, cuya engañada veneración facilitó mucho los principios de aquella conquista; pero no se apartaban totalmente de la verdad en mirar como enviados del cielo a los que por decreto y ordenación suya venían a ser instrumentos de su salud: aprensión de su rudeza, en que pudo mezclarse alguna luz superior dispensada en favor de su misma sinceridad.

Creció tanto esta opinión de los españoles, y suena tan bien el nombre de la libertad a los oprimidos, que en pocos días vinieron a Quiabislan más de treinta caciques, dueños de la montaña que estaba a la vista, donde había numerosas poblaciones de unos indios que llamaban totonaques, gente rústica, de diferente lengua y costumbres, pero robusta y no sin presunción de valiente. Dieron todos la obediencia, ofrecieron sus huestes, y en la forma que se les propuso juraron fidelidad y vasallaje al señor de los españoles, de que se recibió auto solemne ante el escribano del ayuntamiento. Dice Antonio de Herrera que pasaría de cien mil hombres la gente de armas que ofrecieron estos caciques: no la contó Bernal Díaz del Castillo, ni llegó el caso de alistarla: sería grande el número por ser muchos los pueblos, y fáciles de mover contra Motezuma, particularmente cuando la serranía constaba de indios belicosos, recién sujetos o mal conquistados.

Hecho este género de confederación, se retiraron los caciques a sus casas, prontos a obedecer lo que se les ordenase; y Hernán Cortés trató de dar asiento a la Villa Rica de la Vera-Cruz, que hasta entonces se movía con el ejército, aunque observaba sus distinciones de república. Eligióse el sitio en lo llano, entre la mar y Quiabislan, media legua de esta población, tierra que convidaba con su fertilidad; abundante de agua y copiosa de árboles, cuya vecindad facilitaba el corte de madera para los edificios. Abriéronse las zanjas, empezando por el templo: repartiéronse los oficiales carpinteros y albañiles que venían con plaza de soldados, y ayudando los indios de Zempoala y Quiabislan con igual maña y actividad, se fueron levantando las casas de humilde arquitectura que miraban más al cubierto que a la comodidad. Formóse luego el recinto de la muralla con sus traveses de tapia corpulenta; bastante reparo contra las armas de los indios; y en que aquella tierra tuvo alguna propiedad el nombre que se le dio de fortaleza. Asistían a la obra con la mano y con el hombro los soldados principales del ejército; y trabajaba como todos Hernán Cortés, pendiente al parecer de su tarea, o no contento con aquella escasa diligencia que basta en el superior para el ejemplo.

Entretanto llegaron a Méjico los primeros avisos de que estaban los españoles en Zempoala, admitidos por aquel cacique, hombre a su parecer de fidelidad sospechosa, y de vecinos poco seguros; cuya noticia irritó de suerte a Motezuma, que propuso juntar sus fuerzas y salir personalmente a castigar este delito de los zempoales, y poner debajo del yugo a las demás naciones de la serranía; prendiendo vivos a los españoles destinados ya en su imaginación para un solemne sacrificio de sus dioses.

Pero al mismo tiempo que se empezaban a disponer las grandes prevenciones de esta jornada, llegaron a Méjico los dos indios que despachó Cortés desde Quiabislan, y refirieron el suceso de su prisión, y que debían su libertad al caudillo de los extranjeros, y el haberlos puesto en camino para que le representasen cuánto deseaba la paz, y cuán lejos estaba su ánimo de hacerle algún deservicio; encareciendo su benignidad y mansedumbre con tanta ponderación, que pudiera conocerse de las alabanzas que daban a Cortés el miedo que tuvieron a los caciques.

Mudaron semblante las cosas con esta novedad: mitigóse la ira de Motezuma, cesaron las prevenciones de la guerra, y se volvió a tentar el camino del ruego, procurando desviar el intento de Cortés con nueva embajada y regalo, a cuyo temperamento se inclinó con facilidad; porque en medio de su irritación y soberbia no podía olvidar las señales del cielo, y las respuestas de sus ídolos que miraba como agüeros de su jornada, o por lo menos le obligaban a la dilación del rompimiento, procurando entenderse con su temor; de manera que los hombres le tuviesen por prudencia, y los dioses por obsequio.

Llegó esta embajada cuando se hallaba perfeccionando la nueva población y fortaleza de la Vera-Cruz. Vinieron con ella dos mancebos de poca edad sobrinos de Motezuma, asistidos de cuatro caciques ancianos que los encaminaban como consejeros, y los autorizaban con su respeto. Era lucido el acompañamiento, y traían un regalo de oro, pluma y algodón que valdría dos mil pesos. El razonamiento de los embajadores fue: «Que el grande emperador Motezuma, habiendo entendido la inobediencia de aquellos caciques, y el atrevimiento de prender y maltratar a sus ministros, tenía prevenido un ejército poderoso para venir personalmente a castigarlos, y lo había suspendido por no hallarse obligado a romper con los españoles, cuya amistad deseaba, y a cuyo capitán debía estimar y agradecer la atención de enviarle aquellos dos criados suyos, sacándolos de prisión tan rigurosa. Pero que después de quedar con toda confianza de que obraría lo mismo en la libertad de sus compañeros, no podía dejar de quejarse amigablemente de que un hombre tan valeroso y tan puesto en razón se acomodase a vivir entre sus rebeldes, haciéndolos más insolentes con la sombra de sus armas, y siendo poco menos que aprobar la traición el dar atrevimiento a los traidores; por cuya consideración le pedía que se apartase luego de aquella tierra para que pudiera entrar en ella su castigo sin ofensa de su amistad; y con el mismo buen corazón le amonestaba que no tratase de pasar a su corte, por ser grandes los estorbos y peligros de esta jornada.» En cuya ponderación se alargaron con misteriosa prolijidad, por ser ésta la particular advertencia de su instrucción.

Hernán Cortés recibió la embajada y el regalo con respeto y estimación; y antes de dar su respuesta, mandó que entrasen los cuatro ministros presos que hizo traer de la armada prevenidamente: y captando la benevolencia de los embajadores, con la acción de entregárselos bien tratados y agradecidos, les dijo en sustancia: «que el error de los caciques de Zempoala y Quiabislan quedaba enmendado con la restitución de aquellos ministros, y él muy gustoso de acreditar con ella su atención, y dar a Motezuma esta señal de su obediencia: que no dejaba de conocer y confesar el atrevimiento de la prisión, aunque pudiera disculparle con el exceso de los mismos ministros: pues no contentos con los tributos debidos a su corona, pedían con propia autoridad veinte indios de muerte para sus sacrificios: dura proposición, y abuso que no podían tolerar los españoles por ser hijos de otra religión más amiga de la piedad y de la naturaleza: que él se hallaba obligado de aquellos caciques, porque le admitieron y albergaron en sus tierras, cuando sus gobernadores Teutile y Pilpatoe le abandonaron desabridamente, faltando a la hospitalidad y al derecho de las gentes: acción que se obraría sin su orden, y le sería desagradable; o por lo menos él lo debía entender así, porque mirando a la paz, deseaba enflaquecer la razón de su queja; que aquella tierra ni la serranía de los totonaques, no se moverían en deservicio suyo, ni él se lo permitiría, porque los cacique estaban a su devoción, y no saldrían de sus órdenes, por cuyo motivo se hallaba en obligación de interceder por ellos para que se les perdonase la resistencia que hicieron a sus ministros por la acción de haber admitido y alejado su ejército; y que en lo demás sólo podía responder, que cuando consiguiese la dicha de acercarse a sus pies, se conocería la importancia de su embajada: sin que le hiciese fuerza los estorbos y peligros que le representaban, porque los españoles no conocían al temor; antes se azoraban y encendían con los impedimentos, como enseñados a grandes peligros y hechos a buscar la gloria entre las dificultades».

Con esta breve y resuelta oración en que se debe notar la constancia de Hernán Cortés, y el arte con que procuraba dar estimación a sus intentos, respondió a los embajadores que partieron muy agasajados y ricos de bujerías castellanas; llevando para su rey en forma de presente otra magnificencia del mismo género.

Reconocióse que iban cuidadosos de no haber conseguido que se retirase aquel ejército, a cuyo punto caminaban todas las líneas de su negociación. Ganóse mucho crédito con esta embajada entre aquellas naciones, porque se confirmaron en la opinión de que venía en la persona de Hernán Cortés alguna deidad, y no de las menos poderosas; pues Motezuma, cuya soberbia se desdeñaba de doblar la rodilla en la presencia de sus dioses, le buscaba con aquel rendimiento, y solicitaba su amistad con dádivas que a su parecer serían poco menos que sacrificios: de cuya notable aprensión resultó que perdiesen mucha parte del miedo que tenían a su rey, entregándose con mayor sujeción a la obediencia de los españoles. Y hasta la desproporción de semejante delirio fue menester para que una obra tan admirable como la que se intentaba con fuerzas tan limitadas, se fuese haciendo posible con estas permisiones del Altísimo sin dejarla toda en términos de milagro, o en descrédito de temeridad.