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ArribaAbajoCapítulo XI

Mueven los zempoales con engaño las armas de Hernán Cortés contra los de Zimpacingo sus enemigos: hácelos amigos, y deja reducida aquella tierra


Poco después vino a la Vera-Cruz el cacique de Zempoala en compañía de algunos indios principales que traía como testigos de su proposición; y dijo a Hernán Cortés, que ya llegaba el caso de amparar y defender su tierra; porque unas tropas de gente mejicana habían hecho pie en Zimpacingo, lugar fuerte que distaría de allí poco menos de dos soles, y salían a correr la campaña, destruyendo los sembrados, y haciendo en su distrito algunas hostilidades con que al parecer daban principio a su venganza. Hallábase Hernán Cortés empeñado en favorecer a los zempoales para mantener el crédito de sus ofertas: parecióle que no sería bien dejar consentido a sus ojos aquel atrevimiento de los mejicanos; y que en caso de ser algunas tropas avanzadas del ejército de Motezuma, convendría enviarlas escarmentadas; para que desanimasen a los de su nación; a cuyo efecto determinó salir personalmente a esta facción; entrando en el empeño con alguna ligereza, porque no conocía los engaños y mentiras de aquella gente (vicio capital entre los indios), y se dejó llevar de lo verosímil con poco examen de la verdad. Ofrecióles que saldría luego con su ejército a castigar aquellos enemigos que turbaban la quietud de sus aliados, y mandando que le previniesen indios de carga para el bagaje y la artillería, dispuso brevemente su archa, y partió la vuelta de Zimpacingo con cuatrocientos soldados, dejando a los demás en el presidio de la Vera-Cruz.

Al pasar por Zempoala halló dos mil indios de guerra que le tenía prevenidos el cacique para que sirviesen debajo de su mano en esta jornada, divididos en cuatro escuadrones o capitanías, con sus cabos, insignias y armas a la usanza de su milicia. Agradecióle mucho Hernán Cortés la providencia de este socorro; y aunque le dio a entender que no necesitaba de aquellos soldados suyos para una empresa de tan poco cuidado, los dejó ir por lo que sucediese, como quien se lo permitía para darles parte en la gloria del suceso.

Aquella noche se alojaron en unas estancias tres leguas de Zimpacingo, y otro día a poco más de las tres de la tarde se descubrió esta población en lo alto de una colina, ramo de la sierra entre grandes peñas que escondían parte de los edificios, y amenazaban desde lejos con la dificultad del camino. Empezaron los españoles a vencer la aspereza del monte, no sin trabajo considerable, porque recelosos de dar en alguna emboscada, se iban doblando y desfilando a voluntad del terreno; pero los zempoales, o más diestros, o menos embarazados en lo estrecho de las sendas, se adelantaron con un género de ímpetu que parecía valor, siendo venganza y latrocinio. Hallóse obligado Hernán Cortés a mandar que hiciesen alto, a tiempo que estaban ya dentro del pueblo tropas de su vanguardia.

Fue prosiguiendo la marcha sin resistencia; y cuando ya se trataba de asaltar la villa por diferentes partes, salieron de ella ocho sacerdotes ancianos que buscaban al capitán de aquel ejército, a cuya presencia llegaron haciendo grandes sumisiones y pronunciando algunas palabras humildes y asustadas que sin necesitar de los intérpretes, sonaban a rendimiento. Era su traje o su ornamento unas mantas negras, cuyos extremos llegaban al suelo, y por la parte superior se recogían y plegaban al cuello, dejando suelto un pedazo en forma de capilla con que abrigaban la cabeza, largo hasta los hombros el cabello, salpicado y endurecido con la sangre humana de los sacrificios, cuyas manchas conservaban supersticiosamente en el rostro y en las manos, porque no les era lícito lavarse: propios ministros de dioses inmundos, cuya torpeza se dejaba conocer en estas y otras deformidades.

Dieron principio a su oración, preguntando a Cortés: «¿por qué resistencia, o por qué delito merecían los pobres habitadores de aquel pueblo inocente la indignación o el castigo de una gente conocida ya por su clemencia en aquellos contornos?» Respondióles: «que no trataba de ofender a los vecinos del pueblo, sino de castigar a los mejicanos que se albergaban en él y salían a infestar las tierras de sus amigos».

A que replicaron: «que la gente de guerra mejicana que asistía de guarnición en Zimpacingo, se había retirado, huyendo la tierra adentro luego que se divulgó la prisión de los ministros de Motezuma, ejecutada en Quiabislan; y que si venía contra ellos por influencia o sugestión de aquellos indios que le acompañaban, tuviese entendido que los zempoales eran sus enemigos, y que le traían engañado, fingiendo aquellas correrías de los mejicanos para destruirlos y hacerle instrumento de su venganza».

Averiguóse fácilmente con la turbación y frívolas disculpas de los mismos cabos zempoales que decían verdad estos sacerdotes; y Hernán Cortés sintió el engaño como desaire de sus armas, enojado a un tiempo con la malicia de los indios, y con su propia sinceridad; pero acudiendo con el discurso a lo que más importaba en aquel caso, mandó prontamente que los capitanes Cristóbal de Olid y Pedro de Alvarado fuesen con sus compañías a recoger los indios que se adelantaron a entrar en el pueblo, los cuales andaban ya cebados en el pillaje, y tenían hecha considerable presa de ropa y alhajas y maniatados algunos prisioneros. Fueron traídos al ejército, cargados afrentosamente de su mismo robo, y venían en su alcance los miserables despojados clamando por su hacienda; para cuya satisfacción y consuelo mandó Hernán Cortés que se desatasen los prisioneros, y que la ropa se entregase a los sacerdotes para que la restituyesen a sus dueños. Y llamando a los capitanes y cabos de los zempoales, reprendió públicamente su atrevimiento con palabras de grande indignación, dándoles a entender que habían incurrido en pena de muerte por el delito de obligarle a mover el ejército para conseguir su venganza: y haciéndose rogar de los capitanes españoles que tenía prevenidos para que le templasen y detuviesen, les concedió el perdón por aquella vez, encareciendo la hazaña de su mansedumbre; aunque a la verdad no se atrevió por entonces a castigarlos con el rigor que merecían, pareciéndole que entre aquellos nuevos amigos tenía sus inconvenientes la satisfacción de la justicia, o peligraban menos los excesos de la clemencia.

Hecha esta demostración que le dio crédito con ambas naciones, ordenó que los zempoales se acuartelasen fuera del poblado, y él entró con sus españoles en el lugar, donde tuvo aplausos de libertador, y le visitaron luego en su alojamiento el cacique de Zimpacingo y otros del contorno, los cuales convidaron con su amistad y su obediencia, reconociendo por su rey al príncipe de los españoles, amado ya con fervorosa emulación en aquella tierra, donde le iba ganando súbditos cierto género de razón que les suministraba entonces el aborrecimiento de Motezuma.

Trató después de ajustar las disensiones que traían entre sí aquellos indios con los de Zempoala, cuyo principio fue sobre división de términos y celos de jurisdicción que anduvo primero entre los caciques, y ya se había hecho rencor de los vecinos, viviendo unos y otros en continua hostilidad, para cuyo efecto dio forma en la composición de sus diferencias; y tomando a su cuenta el beneplácito del señor de Zempoala, consiguió el hacerlos amigos, y tomó la vuelta de la Vera-Cruz, dejando adelantado su partido con la obediencia de nuevos caciques, y apagada la enemistad de sus parciales, cuya desunión pudiera embarazarle para servirse de ellos: con que sacó utilidad, y halló conveniencia en el mismo desacierto de su jornada; siendo este fruto que suelen producir los errores, uno de los desengaños de la prudencia humana, cuyas disposiciones se quedan las más veces en la primera región de las cosas.




ArribaAbajoCapítulo XII

Vuelven los españoles a Zempoala, donde se consigue el derribar los ídolos con alguna resistencia de los indios, y queda hecho templo de Nuestra Señora el principal de sus adoratorios


Estaba el cacique de Zempoala esperando a Cortés en una casería poco distante de su pueblo con grande prevención de vituallas y manjares, para dar un refresco a su gente; pero muy avergonzado y pesaroso de que se hubiese descubierto su engaño. Quiso disculparse, y Hernán Cortés no se lo permitió diciéndole que ya venía desenojado, y que sólo deseaba la enmienda, única satisfacción de los delitos perdonados. Pasaron luego al lugar donde le tenía prevenido segundo presente de ocho doncellas, vistosamente adornadas: era la una sobrina suya, y la traía destinada para que Hernán Cortés le honrase recibiéndola por su mujer; y las otras para que las repartiese a sus capitanes como le pareciese, haciendo este ofrecimiento como quien deseaba estrechar su amistad con los vínculos de la sangre. Respondióle que estimaba mucho aquella demostración de su voluntad y de su ánimo; pero que no era lícito a los españoles el admitir mujeres de otra religión, por cuya causa suspendía el recibirlas hasta que fuesen cristianas. Y con esta ocasión le apretó de nuevo en que dejase la idolatría, porque no podía ser buen amigo suyo quien se quedaba su contrario en lo más esencial; y como le tenía por hombre de razón, entró con alguna confianza en el intento de convencerle y reducirle; pero él estuvo tan lejos de abrir los ojos, o sentir la fuerza de la verdad, que fiado en la presunción de su entendimiento, quiso argumentar en defensa de sus dioses, y Hernán Cortés se enfadó con él, dejándose llevar del celo de la religión, y le volvió las espaldas con algún desabrimiento.

Ocurrió en esta sazón una de las festividades más solemnes de sus ídolos; y los zempoales se juntaron, no sin algún recato de los españoles, en el principal de sus adoratorios, donde se celebró un sacrificio de sangre humana, cuya horrible función se ejecutaba por mano de los sacerdotes con las ceremonias que veremos en su lugar. Vendíanse después a pedazos aquellas víctimas infelices, y se compraban y apetecían como sagrados manjares: bestialidad abominable en la gula, y peor en la devoción. Vieron parte de este destrozo algunos españoles que vinieron a Cortés con la noticia de su escándalo; y fue tan grande su irritación, que se le conoció luego en el semblante la piadosa turbación de su ánimo. Cesaron a vista de mayor causa los motivos que obligaron a conservar aquellos confederados; y como tiene también sus primeros ímpetus la ira cuando se acompaña con la razón, prorrumpió en amenazas, mandando que tomasen las armas sus soldados, y que le llamasen al cacique y a los demás indios principales que solían asistirle; y luego que llegaron a su presencia, marchó con ellos al adoratorio, llevando en orden su gente.

Salieron a la puerta de él los sacerdotes que estaban ya recelosos del suceso, y a grandes voces empezaron a convocar el pueblo en defensa de sus dioses; a cuyo tiempo se dejaron ver algunas tropas de indios armados, que según se entendió después, habían prevenido los mismos sacerdotes, porque temieron alguna violencia, dando por descubierto el sacrificio que tanto aborrecían los españoles. Era de alguna consideración el número de la gente que iba ocupando las bocas de las calles; pero Hernán Cortés, poco embarazado en estos accidentes, mandó que doña Marina dijese en voz alta, que a la primera flecha que disparasen, haría degollar al cacique y a los demás zempoales que tenía en su poder, y después daría permisión a sus soldados para que castigasen a sangre y fuego aquel atrevimiento. Temblaron los indios al terror de semejante amenaza; y temblando como todos el cacique, mandó a grandes voces que dejasen las armas y se retirasen, cuyo precepto se ejecutó apresuradamente, conociéndose en la prontitud con que desaparecieron lo que deseaba su temor parecer obediencia.

Quedóse Hernán Cortés con el cacique y con los de su séquito, y llamando a los sacerdotes, oró contra la idolatría con más que militar elocuencia: «animólos para que no le oyesen atemorizados: procuró servirse de los términos suaves, y que callase la violencia donde hablaba la razón; lastimóse con ellos del engaño en que vivían; quejóse de que siendo sus amigos, no le diesen crédito en lo que más les importaba; ponderóles lo que deseaba su bien, y de las caricias que hablan con el corazón, pasó a los motivos que hablaban con el entendimiento; hízoles manifiesta demostración de sus errores; púsoles delante, casi en forma visible, la verdad; y últimamente les dijo que venía resuelto a destruir aquellos simulacros del demonio y que esta obra le sería más acepta, si ellos mismos la ejecutasen por sus manos»: a cuyo intento los persuadía y animaba para que subiesen por las gradas del templo a derribar los ídolos; pero ellos se contristaron de manera con esta proposición, que sólo respondían con el llanto y el gemido, hasta que arrojándose en tierra, dijeron a grandes voces que primero se dejarían hacer pedazos, que poner las manos en sus dioses. No quiso Hernán Cortés empeñarse demasiado en esta circunstancia que tanto resistían; y así mandó que sus soldados lo ejecutasen; por cuya diligencia fueron arrojados desde lo alto de las gradas, y llegaron al pavimento hechos pedazos el ídolo principal y sus colaterales, seguidos y atropellados de sus mismas aras, y de los instrumentos detestables de su adoración. Fue grande la conmoción y el asombro de los indios: mirábanse unos a otros como echando menos el castigo del cielo, y a breve rato sucedió lo mismo que en Cozumel; porque viendo a sus dioses en aquel abatimiento, sin poder ni actividad para vengarse, les perdieron el miedo, y conocieron su flaqueza: al modo que suele conocer el mundo los engaños de su adoración en la ruina de sus poderosos.

Quedaron con esta experiencia los zempoales más fáciles a la persuasión, y más atentos a la obediencia de los españoles; porque si antes los miraban como sujetos de superior naturaleza, ya se hallaban obligados a confesar que podían más que sus dioses. Hernán Cortés, conociendo lo que había crecido con ellos su autoridad, les mandó que limpiasen el templo, cuya orden se ejecutó con tanto fervor y alegría, que afectando su desengaño, arrojaban al fuego los fragmentos de sus ídolos. Ordenó luego el cacique a sus arquitectos que rozasen las paredes, borrando las manchas de sangre humana que se conservaban como adorno. Blanqueáronse después con una capa de aquel yeso resplandeciente que usaban en sus edificios, y se fabricó un altar, donde se colocó una imagen de nuestra Señora, con algunos adornos de flores y luces; y el día siguiente se celebró el santo sacrificio de la misa con la mayor solemnidad que fue posible a vista de muchos indios que asistían a la novedad, más admirados que atentos, aunque algunos doblaban la rodilla, y procuraban remedar la devoción de los españoles.

No hubo lugar entonces de instruirlos con fundamento en los principios de la religión, porque pedía más espacio su rudeza; y Hernán Cortés llevaba intento de empezar también su conquista espiritual desde la corte de Motezuma; pero quedaron inclinados al desprecio de sus ídolos, y dispuestos a la veneración de aquella santa imagen, ofreciendo que la tendrían por su abogada, para que los favoreciese el Dios de los cristianos; cuyo poder reconocían ya por los efectos, y por algunas vislumbres de la luz natural, bastantes siempre a conocer lo mejor, y a sentir la fuerza de los auxilios con que asiste Dios a todos los racionales.

Y no es de omitir la piadosa resolución de un soldado anciano que se quedó solo entre aquella gente mal reducida, para cuidar del culto de la imagen, coronando su vejez con este santo ministerio; llamábase Juan de Torres, natural de la ciudad de Córdoba. Acción verdaderamente digna de andar con el nombre de su dueño, y virtud de soldado en que hubo mucha parte de valor.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Vuelve el ejército a la Vera-Cruz; despáchanse comisarios al rey con noticia de lo que se había obrado; sosiégase otra sedición con el castigo de algunos delincuentes, y Hernán Cortés ejecuta la resolución de dar al través con la armada


Partieron luego los españoles de Zempoala, cuya población se llamó unos días la Nueva Sevilla, y cuando llegaron a la Vera-Cruz, acababa de arribar al paraje donde estaba surta la armada, un bajel de poco porte que venía de la isla de Cuba, a cargo del capitán Francisco de Saucedo, natural de Medina de Rioseco, a quien acompañaba el capitán Luis Marín, que lo fue después en la conquista de Méjico, y traían diez soldados, un caballo y una yegua, que en aquella ocurrencia se tuvo a socorro considerable. Omitieron nuestros escritores el intento de su viaje; y en esta duda parece lo más verosímil que saliesen de Cuba con ánimo de buscar a Cortés para seguir su fortuna: a que persuade la misma facilidad con que se incorporaron en su ejército. Súpose por este medio que el gobernador Diego Velázquez quedaba nuevamente encendido en sus amenazas contra Hernán Cortés, porque se hallaba con título de adelantado de aquella isla, y con despachos reales para descubrir y poblar, obtenidos por la negociación de un capellán suyo que había despachado a la corte para esta y otras pretensiones, cuya merced le tenía inexorable o persuadido a que su mayor autoridad era nueva razón de su queja.

Pero Hernán Cortés, empeñado ya en mayores pensamientos, trató esta noticia como negocio indiferente, aunque le apresuró algo en la resolución de dar cuenta al rey de su persona: para cuyo efecto dispuso que la Vera-Cruz, en nombre de villa, formase una carta, poniendo a los pies de su majestad aquella nueva república, y refiriendo por menor los sucesos de la jornada; las provincias que estaban ya reducidas a su obediencia; la riqueza, fertilidad y abundancia de aquel nuevo mundo; lo que se había conseguido en favor de la religión, y lo que se iba disponiendo en orden a reconocer lo interior del imperio de Motezuma. Pidió encarecidamente a los capitulares del ayuntamiento, que sin omitir las violencias intentadas por Diego Velázquez y su poca razón, ponderasen mucho el valor y constancia de aquellos españoles, y les dejó el campo abierto para que hablasen de su persona como cada uno sintiese. No sería modestia, sino fiar de su mérito más que de sus palabras, y desear que se alargasen ellos con mejor tinta en sus alabanzas, que a nadie suenan mal sus mismas acciones bien ponderadas, y más en esta profesión militar, donde se usan unas virtudes poco desengañadas, que se pagan de su mismo nombre.

La carta se escribió en forma conveniente, cuya conclusión fue pedir a su majestad que le enviase el nombramiento de capitán general de aquella empresa, revalidando el que tenía de la villa y ejército sin dependencia de Diego Velázquez; y él escribió en la misma sustancia, hablando con más fundamento en las esperanzas que tenía de traer aquel imperio a la obediencia de su majestad, y en lo que iba disponiendo para contrastar el poder de Motezuma con su misma tiranía.

Formados los despachos, se cometió a los capitanes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo esta legacía; y se dispuso que llevasen al rey todo el oro y alhajas de precio y curiosidad que se habían adquirido, así de los presentes de Motezuma, como de los rescates y dádivas de los otros caciques, cediendo su parte los oficiales y soldados, para que fuese más cuantioso el regalo: llevaron también algunos indios que se ofrecieron voluntarios a este viaje; primicias de aquellos nuevos vasallos que se iban conquistando; y Hernán Cortés envió regalo aparte para su padre Martín Cortés: digno cuidado entre las demás atenciones suyas. Fletóse luego el mejor navío de la armada; encargóse el regimiento de la navegación al piloto mayor Antón de Alaminos; y cuando llegó el día señalado para la embarcación, se encomendó al favor divino el acierto del viaje con una misa solemne del Espíritu Santo; y con este feliz auspicio se hicieron a la vela en diez y seis de julio de mil quinientos diez y nueve, con orden precisa de seguir su derrota la vuelta de España, procurando tomar el canal de Bahama, sin tocar en la isla de Cuba, donde se debían recelar como peligro evidente las asechanzas de Diego Velázquez.

En el tiempo que se andaban tratando las prevenciones de esta jornada, se inquietaron nuevamente algunos soldados y marineros, gente de pocas obligaciones, tratando de escaparse para dar aviso a Diego Velázquez de los despachos y riquezas que se remitían al rey en nombre de Cortés: y era su ánimo adelantarse con esta noticia, para que pudiese ocupar los pasos y apresar el navío, a cuyo fin tenían ya ganados los marineros de otro, y prevenido en él todo lo necesario para su viaje; pero la misma noche de la fuga se arrepintió uno de los conjurados que se llamaba Bernardino de Coria. Iba con los demás a embarcarse, y conociendo desde más cerca la fealdad de su delito, se apartó cautelosamente de sus compañeros, y vino con el aviso a Cortés. Tratóse luego del remedio, y se dispuso con tanto secreto y diligencia, que fueron aprehendidos todos los cómplices en el mismo bajel sin que pudiesen negar la culpa que cometían. Y Hernán Cortés la tuvo por digna de castigo ejemplar, desconfiando ya de su misma benignidad. Sustancióse en breve la causa, y se dio pena de muerte a dos de los soldados que fueron promovedores del trato, y de azotes a otros dos que tuvieron contra sí la reincidencia; los demás se perdonaron como persuadidos o engañados: pretexto de que se valió Cortés para no deshacerse de todos los culpados; aunque ordenó también que al marinero principal del navío destinado para la fuga, se le cortase uno de los pies. Sentencia extraordinaria, y en aquella ocasión conveniente, para que no se olvidase con el tiempo la culpa que mereció tan severo castigo: materia en que necesita de los ojos la memoria, porque retiene con dificultad las especies que duelen a la imaginación.

Bernal Díaz del Castillo, y a su imitación Antonio de Herrera, dicen que tuvo la culpa en este delito el licenciado Juan Díaz, y que por el respeto del sacerdocio no se hizo con él la demostración que merecía. Pudiera valerle contra sus plumas esta inmunidad, particularmente cuando es cierto que en una carta que escribió Hernán Cortés al emperador en treinta de octubre de mil quinientos veinte, cuyo contexto debemos a Juan Bautista Ramusio en sus navegaciones, no hace mención de este sacerdote, aunque nombra todos los cómplices de la misma sedición; o no sería verdad el delito que se le imputa, o tendremos para no creerlo la razón que él tuvo para callarlo.

El día que se ejecutó la sentencia se fue Cortés con algunos de sus amigos a Zempoala, donde le asaltaron varios pensamientos. Púsole en gran cuidado el atrevimiento de estos soldados: mirábale como resulta de las inquietudes pasadas, y como centella de incendio mal apagado: llegaba ya el caso de pasar adelante con su ejército, y era muy probable la necesidad de medir sus fuerzas con las de Motezuma; obra desigual para intentada con gente desunida y sospechosa. Discurría en mantenerse algunos días entre aquellos caciques amigos, en divertir su ejército a menores empresas, en hacer nuevas poblaciones que se diesen la mano con la Vera-Cruz; pero en todo hallaba inconvenientes: y de esta misma turbación de espíritu nació una de las acciones en que más se reconoce la grandeza de su ánimo. Resolvióse a deshacer la armada y romper todos los bajeles, para acabar de asegurarse de sus soldados, y quedarse con ellos a morir o vencer; en cuyo dictamen hallaba también la conveniencia de aumentar el ejército con más de cien hombres que se ocupaban en el ejercicio de pilotos y marineros. Comunicó esta resolución a sus confidentes; y por su medio se dispuso, con algunas dádivas y con el secreto conveniente, que los mismos marineros publicasen a una voz que las naves se iban a pique sin remedio con el descalabro que habían padecido en la demora y mala calidad de aquel puerto: sobre cuya deposición cayó como providencia necesaria la orden que les dio Cortés, para que sacando a tierra el velamen, jarcias y tablazón que podía ser de servicio, diesen al través con los buques mayores, reservando solamente los esquifes para el uso de la pesca; resolución dignamente ponderada por una de las mayores de esta conquista; y no sabemos si de su género se hallará mayor alguna en todo el campo de las historias.

De Agatocles refiere Justino, que desembarcando con su ejército en las costas de África incendió los bajeles en que le condujo, para quitar a sus soldados el auxilio de la fuga.

Con igual osadía ilustra Polieno la memoria de Timarco, capitán de los etolos. Y Quinto Fabio Máximo nos dejó entre sus advertencias militares otro incendio semejante, si creemos a la narración de Frontino más que al silencio de Plutarco. Pero no se disminuye alguna de estas hazañas en el ejemplo de las otras, y si consideramos a Hernán Cortés con menos gente que todos, en tierra más distante y menos conocida, sin esperanza de humano socorro, entre unos bárbaros de costumbres tan feroces, y en la oposición de un tirano tan soberbio y tan poderoso, hallaremos que fue mayor su empeño y más heroica su resolución; o concediendo a estos grandes capitanes la gloria de ser imitados porque fueron primero, dejaremos a Cortés la de haber hallado sobre sus mismas huellas el camino de excederlos.

No es sufrible que Bernal Díaz del Castillo con su acostumbrada, no sabemos si malicia o sinceridad, se quiera introducir a consejero de obra tan grande, usurpando a Cortés la gloria de haberla discurrido. «Le aconsejamos, dice, sus amigos, que no dejase navío en el puerto, sino que diese al través con ellos.» Pero no supo entenderse con su ambición, pues añadió poco después: «y esta plática de dar al través con los navíos lo tenía ya concertado, sino que quiso que saliese de nosotros»: con que sólo se le debe el consejo, que llegó después de la resolución. Menos tolerable nota es la que puso Antonio de Herrera en la misma acción; pues asienta que se rompió la armada a instancia de los soldados, «y que fueron persuadidos y solicitados por la astucia de Cortés», término es suyo, «por no quedar él solo obligado a la paga de los navíos, sino que el ejército los pagase». No parece que Hernán Cortés se hallaba entonces en estado ni en paraje de temer pleitos civiles con Diego Velázquez; ni este modo de discurrir tiene conexión con los altos designios que se andaban forjando en su entendimiento: si tomó esta noticia del mismo Bernal Díaz, que lo presumió así temeroso quizá de que le tocase alguna parte en la paga de los bajeles, pudiera desestimarla como una de sus murmuraciones, que ordinariamente pecan de interesadas; y si fue conjetura suya, como lo da a entender, y tuvo a destreza de historiador el penetrar lo interior de las acciones que refiere, desautorizó la misma acción con la poca nobleza del motivo, y faltó a la proporción atribuyendo efectos grandes a causas ordinarias.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Dispuesta la jornada llega noticia de que andaban navíos en la costa; parte Cortés a la Vera-Cruz, y prende siete soldados de la armada de Francisco de Garay; dase principio a la marcha, y penetrada con mucho trabajo la sierra, entra el ejército en la provincia de Zocothlan


Sintieron mucho algunos soldados este destrozo de la armada; pero se pusieron fácilmente en razón con la memoria del castigo pasado, y con el ejemplo de los que discurrían mejor. Tratóse luego de la jornada; y Hernán Cortés juntó su ejército en Zempoala, que constaba de quinientos infantes, quince caballos y seis piezas de artillería, dejando ciento cincuenta hombres y dos caballos de guarnición en la Vera-Cruz, y por su gobernador al capitán Juan de Escalante, soldado de valor, muy diligente y de toda su confianza. Encargó mucho a los caciques del contorno que en su ausencia le obedeciesen y respetasen como a persona en quien dejaba toda su autoridad; y que cuidasen de asistirle con bastimentos y gente que ayudase en la fábrica de la iglesia y en las fortificaciones de la villa: a que se atendía, no tanto porque se temiese inquietud entre aquellos indios de la vecindad, como por el recelo de alguna invasión o contratiempo de Diego Velázquez.

El cacique de Zempoala tenía prevenidos doscientos tamemes o indios de carga para el bagaje, y algunas tropas armadas para agregar al ejército, de los cuales entresacó Hernán Cortés hasta cuatrocientos hombres, incluyendo en este número cuarenta o cincuenta indios nobles, de los que más suponían en aquella tierra; y aunque los trató desde luego como a soldados suyos, en lo interior de su ánimo los llevó como rehenes, librando en ellos la seguridad del templo que dejaba en Zempoala, de los españoles que quedaban en la Vera-Cruz, y de un paje suyo de poca edad que dejó encargado al cacique para que aprendiese la lengua mejicana, por si le faltasen los intérpretes; adminículo en que se conoce su cuidado, y cuánto se alargaba con el discurso a todo lo posible de los sucesos.

Estando ya en orden las disposiciones de la marcha, llegó un correo de Juan Escalante con aviso de que andaban navíos en la costa de la Vera-Cruz, sin querer dar plática, aunque se habían hecho señas de paz y diferentes diligencias. No era este accidente para dejado a las espaldas; y así partió luego Hernán Cortés con algunos de los suyos a la Vera-Cruz; encargando el gobierno del ejército a Pedro de Alvarado y a Gonzalo de Sandoval. Estaba, cuando llegó, uno de los bajeles sobre el ferro, al parecer en distancia considerable de la tierra, y a breve rato descubrió en la costa cuatro españoles, que se acercaron sin recelo, dando a entender que le buscaban.

Era el uno de ellos escribano, y los otros venían para testigos de una notificación que intentaron hacer a Cortés en nombre de su capitán. Traíanla por escrito, y contenía que Francisco Garay, gobernador de la isla de Jamaica, con la orden que tenía del rey, para descubrir y poblar, había fletado tres navíos con doscientos y setenta españoles a cargo del capitán Alonso de Pineda, y tomado posesión de aquella tierra por la parte del río de Panuco; y porque se trataba de hacer una población cerca de Naothlan, doce o catorce leguas al Poniente, le intimaban y requerían que no se alargase con sus poblaciones por aquel paraje.

Respondió Hernán Cortés al escribano que no entendía de requerimientos, ni aquella era materia de autos judiciales: que el capitán viniese a verse con él, y se ajustaría lo más conveniente, pues todos eran vasallos de un rey, y se debían asistir con igual obligación a su servicio. Decíales que volviesen con este recado; y porque no salieron a ello, antes porfiaba el escribano con poca reverencia en que respondiese derechamente a su notificación, los mandó prender, y se ocultó con su gente entre unas montañuelas de arena, frecuentes en aquella playa, donde estuvo toda la noche y parte del día siguiente, sin que se moviese la nave, ni se conociese en ella otro designio que esperar a sus mensajeros, cuya suspensión le obligó a probar con alguna estratagema si podía sacar la gente a tierra. Y lo primero que le ocurrió fue mandar que se desnudasen los presos, y que con sus vestidos se dejasen ver en la playa cuatro de sus soldados, haciendo llamada con las capas y otras señas. Lo que resultó de esta diligencia, fue venir en el esquife doce o catorce hombres armados con arcabuces y ballestas; pero como se retiraban los cuatro disfrazados por no ser conocidos, y respondían a sus voces recatando el rostro, no se atrevieron a desembarcar, y sólo se prendieron tres que saltaron en tierra más animosos o menos advertidos; los demás se recogieron al navío, que con este desengaño levó sus áncoras y siguió su derrota. Dudó Hernán Cortés al principio si serían estos bajeles de Diego Velázquez, y temió que le obligasen a detenerse; pero le embarazaron poco los intentos de Francisco de Garay, más fáciles de ajustar con el tiempo; y así volvió a Zempoala menos cuidadoso, y no sin alguna ganancia, pues llevó siete soldados más a su ejército; que donde montaba tanto un español pareció felicidad, y se celebró como recluta.

Tratóse poco después de la jornada; y al tiempo de partir se puso en orden el ejército formando un cuerpo de los españoles a la vanguardia, y otro de los indios en la retaguardia gobernados por Mamegí, Teuche y Tamellí, caciques de la serranía. Encargóse a los tamemes más robustos la conducción de la artillería, quedando los demás para el bagaje: y con esta ordenanza y sus batidores delante se dio principio a la marcha el día diez y seis de agosto de este año. Fue bien recibido el ejército en los primeros tránsitos, Jalapa, Socochima y Texucla, pueblos de la misma confederación. Íbase derramando entre aquellos indios pacíficos la semilla de la religión, no tanto para informarlos de la verdad, como para dejarlos sospechosos de su engaño. Y Hernán Cortés, viéndolos tan dóciles y bien dispuestos, era de parecer que se dejase una cruz en cada pueblo por donde pasase el ejército, y quedase por lo menos introducida su adoración; pero el padre fray Bartolomé de Olmedo y el licenciado Juan Díaz, se opusieron a este dictamen, persuadiéndole a que sería temeridad fiar la santa cruz de unos bárbaros mal instruidos, que podrían hacer alguna indecencia con ella, o por lo menos la tratarían como a sus ídolos, si la venerasen supersticiosamente, sin saber el misterio de su representación. Fue de su piedad el primer movimiento de la proposición; pero de su entendimiento el conocer sin repugnancia la fuerza de la razón.

Entróse luego en lo áspero de la sierra; primera dificultad del camino de Méjico, donde padeció mucho la gente, porque fue necesario marchar tres días por una montaña inhabitable, cuyas sendas se formaban de precipicios. Pasaron a fuerza de brazos y de ingenio las piezas de artillería, y fatigaban más las inclemencias del tiempo. Era destemplado el frío; recios y frecuentes los aguaceros; y los pobres soldados sin forma de abarracarse para pasar las noches, ni otro abrigo, que el de sus armas, caminaban para entrar en calor, obligados a buscar el alivio en el cansancio. Faltaron los bastimentos, última calamidad en estos conflictos, y ya empezaba el aliento a porfiar con las fuerzas cuando llegaron a la cumbre. Hallaron en ella un adoratorio y gran cantidad de leña; pero no se detuvieron porque se descubrían de la otra parte algunas poblaciones cercanas, donde acudieron apresuradamente a guarecerse, y hallaron bastante comodidad para olvidar lo padecido.

Empezaba en este paraje la tierra de Zocothlan, provincia entonces dilatada y populosa, cuyo cacique residía en una ciudad del mismo nombre, situada en el valle donde terminaba la sierra. Diole cuenta Hernán Cortés de su venida y designios, haciendo que se adelantasen con esta noticia dos indios zempoales, que volvieron brevemente con grata respuesta, y tardó poco en descubrirse la ciudad, población grande que ocupaba el llano suntuosamente. Blanqueaban desde lejos sus torres y sus edificios; y porque un soldado portugués la comparó a Castilblanco de Portugal, quedó unos días con este nombre. Salió el cacique a recibir a Cortés con mucho acompañamiento; pero con un género de agasajo violento, que tenía más de artificio que de voluntad. La acogida que se hizo al ejército fue poco agradable, desacomodado el alojamiento, limitada la asistencia de los víveres, y en todo se conocía el poco gusto del hospedaje; pero Hernán Cortés disimuló su queja, y reprimió el sentimiento de sus soldados, por no desconfiar aquellos indios de la paz que les había propuesto cuando trataba sólo de pasar adelante, conservando la opinión de sus armas, sin detenerse a quedar mejor en los empeños menores.




ArribaAbajoCapítulo XV

Visita segunda vez el cacique de Zocothlan a Cortés: pondera mucho las grandezas de Motezuma; resuélvese el viaje por Tlascala, de cuya provincia y forma de gobierno se halla noticia en Xacacingo


El día siguiente repitió el cacique su visita, y vino a ella con mayor séquito de parientes y criados: llamábase Olinteth, y era hombre de capacidad, señor de muchos pueblos, y venerado por el mayor entre sus comarcanos. Adornóse Cortés para recibirle con todas las exterioridades que acostumbraba, y fue notable esta sesión, porque después de agasajarle mucho, y satisfacer a la cortesía sin faltar a la gravedad, le preguntó, creyendo hallar en él la misma queja que en los demás, «si era súbdito del rey de Méjico». A que respondió prontamente: «¿pues hay alguno en la Tierra, que no sea vasallo y esclavo de Motezuma?» Pudiera embarazarse Cortés de que le respondiesen contra pregunta de arrojamiento, pero estuvo tan en sí, que no sin alguna irrisión le dijo: «que sabía poco del mundo; pues él y aquellos compañeros suyos eran vasallos de otro rey tan poderoso, que tenía muchos súbditos mayores príncipes que Motezuma». No se alteró el cacique de esta proposición, antes sin entrar en la disputa ni en la comparación, pasó a referir las grandezas de su rey, como quien no quería esperar a que se las preguntasen, diciendo con mucha ponderación: «que Motezuma era el mayor príncipe que en aquel mundo se conocía: que no cabían en la memoria ni en el número las provincias de su dominio; que tenía su corte en una ciudad incontrastable, fundada en el agua sobre grandes lagunas; que la entrada era por algunos diques o calzadas, interrumpidas con puentes levadizos sobre diferentes aberturas, por donde se comunicaban las aguas. Encareció mucho la inmensidad de sus riquezas, la fuerza de sus ejércitos, y sobre todo la infelicidad de los que no le obedecían, pues se llenaba con ellos el número de sus sacrificios, y morían todos los años más de veinte mil hombres, enemigos o rebeldes suyos, en las aras de sus dioses». Era verdad lo que afirmaba, pero la decía como encarecimiento, y se conocía en su voz la influencia de Motezuma, y que refería sus grandezas más para causar espanto que admiración.

Penetró Hernán Cortés lo interior de su razonamiento, y teniendo por necesario el brío para desarmar el aparato de aquellas ponderaciones, le respondió: «que ya traía bastante noticia del imperio y grandezas de Motezuma, y que a ser menor príncipe, no viniera de tierras tan distantes a introducirle en la amistad de otro príncipe mayor; que su embajada era pacífica, y aquellas armas que le acompañaban servían más a la autoridad que a la fuerza; pero que tuviesen entendido él y todos los caciques de su imperio que deseaba la paz sin temer la guerra, porque el menor de sus soldados bastaría contra un ejército de su rey; que nunca sacaría la espada sin justa provocación; pero que una vez desnuda, llevaré, dijo, a sangre y fuego cuanto se me pusiere delante, y me asistirá la naturaleza con sus prodigios, y el cielo con sus rayos, pues vengo a defender su causa, desterrando vuestros vicios, los errores de vuestra religión, y esos mismos sacrificios de sangre humana, que referís como grandeza de vuestro rey». Y luego a sus soldados, disolviendo la vista: «Esto, amigos, es lo que buscamos, grandes dificultades y grandes riquezas: de las unas se hace la fama, y de las otras la fortuna.» Con cuya breve oración dejó a los indios menos orgullosos, y con nuevo aliento a los españoles; diciendo a unos y otros con poco artificio lo mismo que sentía, porque desde el principio de esta empresa puso Dios en su corazón una seguridad tan extraordinaria, que sin despreciar ni dejar de conocer los peligros, entraba en ellos como si tuviera en la mano los sucesos.

Cinco días se detuvieron los españoles en Zocothlan, y se conoció luego en el cacique otro género de atención, porque mejoraron las asistencias del ejército, y andaba más puntual en el agasajo de sus huéspedes. Diole gran cuidado la respuesta de Cortés, y se conocía en él una especie de inquietud discursiva, que se formaba de sus mismas observaciones, como lo comunicó después al padre fray Bartolomé de Olmedo. Juzgaba por una parte que no eran hombres los que se atrevían a Motezuma, y por otra que eran algo más los que hablaban con tanto desprecio de sus dioses. Notaba con esta aprensión la diferencia de los semblantes, la novedad de las armas, la extrañeza de los trajes, y la obediencia de los caballos: pareciéndole también que tenían los españoles superior razón en lo que discurrían contra la inhumanidad de sus sacrificios, contra la injusticia de sus leyes, y contra las permisiones de la sensualidad, tan desenfrenada entre aquellos bárbaros, que les eran lícitas las mayores injurias de la naturaleza; y de todos estos principios sacaba consecuencias su estimación, para creer que residía en ellos alguna deidad: que no hay entendimiento tan incapaz, que no conozca la fealdad de los vicios, por más que los abrace la voluntad y los desfigure la costumbre. Pero le tenía tan poseído el temor de Motezuma, que aun para confesar la fuerza que le hacían estas consideraciones, echaba menos su licencia. Contentóse con dar lo necesario para el sustento de la gente; y no atreviéndose a manifestar sus riquezas, anduvo escaso en los presentes; y fueron su mayor liberalidad cuatro esclavas, que dio a Cortés para la fábrica del pan, y veinte indios nobles que ofreció para que guiasen el ejército.

Movióse cuestión sobre el camino que se debía elegir para la marcha, y el cacique proponía el de la provincia de Cholula, por ser tierra pingüe y muy poblada; cuya gente, más inclinada a la mercancía que a las armas, daría seguro y acomodado paso al ejército; y aconsejaba con grande aseveración que no se intentase la marcha por el camino de Tlascala, por ser una provincia que estaba siempre en guerra, y sus habitadores de tan sangrienta inclinación, que ponían su felicidad en hacer y conservar enemigos. Pero los indios principales que gobernaban la gente de Zempoala, dijeron reservadamente a Cortés que no se fiase de este consejo, porque Cholula era una ciudad muy populosa, de gente poco segura, y que en ella y en las poblaciones de su distrito se alojaban ordinariamente los ejércitos de Motezuma; siendo muy posible que aquel cacique los encaminase al riesgo con siniestra intención, porque la provincia de Tlascala, por más que fuese grande y belicosa, tenía confederación y amistad con los totonaques y zempoales que venían en su ejército, y estaba en continua guerra contra Motezuma: por cuyas dos consideraciones sería más seguro el paso por su tierra, y en compañía de sus aliados perderían los españoles el horror de extranjeros. Pareció bien este discurso a Cortés, y hallando mayor razón para fiarse de los indios amigos, que de un cacique tan atento a Motezuma, mandó que marchase el ejército a la provincia de Tlascala, cuyos términos tardaron poco en descubrirse, porque confinaban con los de Zocothlan, y en los primeros tránsitos no se ofreció accidente de consideración, pero después se fueron hallando algunos rumores de guerra, y se supo que estaba la tierra puesta en armas, y secreto el designio de este movimiento; por cuya causa resolvió Hernán Cortés que se hiciese alto en un lugar de mediana población, que se llamaba Xacacingo, para informarse mejor de esta novedad.

Era entonces Tlascala una provincia de numerosa población, cuyo circuito pasaba de cincuenta leguas, tierra montuosa y desigual, compuesta de frecuentes collados, hijos al parecer de la montaña que se llama hoy la gran cordillera. Los pueblos, de fábrica menos hermosa que durable, ocupaban las eminencias donde tenían su habitación, parte por aprovechar en su defensa las ventajas del terreno, y parte por dejar los llanos a la fertilidad de la tierra. Tuvieron reyes al principio, y duró su dominio algunos años, hasta que sobreviniendo unas guerras civiles, perdieron la inclinación de obedecer, y sacudieron el yugo. Pero como el pueblo no se puede mantener por sí, enemigo de la sujeción hasta que conoce los daños de la libertad, se redujeron a república, nombrando muchos príncipes para deshacerse de uno. Dividiéronse sus poblaciones en diferentes partidos o cabeceras, y cada facción nombraba uno de sus magnates que residiese en la corte de Tlascala, donde se formaba un senado, cuyas resoluciones obedecían: notable género de aristocracia, que hallada entre la rudeza de aquella gente, deja menos autorizados los documentos de nuestra política. Con esta forma de gobierno se mantuvieron largo tiempo contra los reyes de Méjico, y entonces se hallaban en su mayor pujanza, porque las tiranías de Motezuma aumentaban sus confederados, y ya estaban en su partido los otomíes, nación bárbara entre los mismos bárbaros; pero muy solicitada para una guerra, donde no sabían diferenciar la valentía de la ferocidad.

Informado Cortés de estas noticias, y no hallando razón para despreciarlas, trató de enviar sus mensajeros a la república, para facilitar el tránsito de su ejército, cuya legacía encargó a cuatro zempoales de los que más suponían, instruyéndolos por medio de doña Marina y Aguilar en la oración que habían de hacer al senado, hasta que la tomaran casi de memoria; y los eligió de los mismos que le propusieron en Zocothlan el camino de Tlascala, para que llevasen a la vista su consejo, y fuesen interesados en el buen suceso de la misma negociación.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Parten los cuatro enviados de Cortés a Tlascala: dase noticia del traje y estilo con que se daban las embajadas en aquella tierra, y de lo que discurrió la república sobre el punto de admitir de paz a los españoles


Adornáronse luego los cuatro zempoales con sus insignias de embajadores, para cuya función se ponían sobre los hombros una manta o beca de algodón torcida y anudada por los extremos; en la mano derecha una saeta larga con las plumas en alto, y en el brazo izquierdo una rodela de concha. Conocíase por las plumas de la saeta el intento de la embajada, porque las rojas anunciaban la guerra, y las blancas denotaban la paz, al modo que los romanos distinguían con diferentes símbolos a sus feciales y caduceadores. Por estas señas eran conocidos y respetados en los tránsitos; pero no podían salir de los caminos reales de la provincia donde iban, porque si los hallaban fuera de ellos perdían el fuero y la inmunidad, cuyas exenciones tenían por sacrosantas, observando religiosamente este género de fe pública, que inventó la necesidad, y puso entre sus leyes el derecho de las gentes.

Con estas insignias de su ministerio entraron en Tlascala los cuatro enviados de Cortés, y conocidos por ellas, se les dio su alojamiento en la calpisca; llamábase así la casa que tenían deputada para el recibimiento de los embajadores: y el día siguiente se convocó el senado para oírlos en una sala grande del consistorio, donde se juntaban a sus conferencias. Estaban los senadores sentados por su antigüedad sobre unos taburetes bajos de maderas extraordinarias, hechos de una pieza, que llamaban yopales; y luego que se dejaron ver los embajadores, se levantaron un poco de sus asientos, y los agasajaron con moderada cortesía. Entraron ellos con las saetas levantadas en alto, y las becas sobre las cabezas, que entre sus ceremonias era la de mayor sumisión; y hecho el acatamiento al senado, caminaron poco a poco hasta la mitad de la sala, donde se pusieron de rodillas, y sin levantar los ojos esperaron a que se les diese licencia para hablar. Ordenóles el más antiguo que dijesen a lo que venían; y tomando asiento sobre sus mismas piernas, dijo uno de ellos a quien tocó la oración por más despejado:

«Noble república, valientes y poderosos tlascaltecas: el señor de Zempoala, y los caciques de la serranía, vuestros amigos y confederados, os envían salud; y deseando la fertilidad de vuestras cosechas y la muerte de vuestros enemigos, os hacen saber que de las partes del Oriente han llegado a su tierra unos hombres invencibles, que parecen deidades, porque navegan sobre grandes palacios, y manejan los truenos y los rayos, armas reservadas al cielo; ministros de otro Dios superior a los nuestros, a quien ofenden las tiranías y los sacrificios de sangre humana: que su capitán es embajador de un príncipe muy poderoso, que con impulso de su religión desea remediar los abusos de nuestra tierra, y las violencias de Motezuma; y habiendo redimido ya nuestras provincias de la opresión en que vivían, se halla obligado a seguir por vuestra república el camino de Méjico, y quiere saber en qué os tiene ofendidos aquel tirano, para tomar por suya vuestra causa, y ponerla entre las demás que justifican su demanda. Con esta noticia, pues, de sus designios, y con esta experiencia de su benignidad, nos hemos adelantado a pediros y amonestaros de parte de nuestros caciques y toda su confederación, que admitáis a estos extranjeros, como a bienhechores y aliados de vuestros aliados. Y de parte de su capitán os hacemos saber que viene de paz, y que sólo pretende que le concedáis el paso de vuestras tierras, teniendo entendido que desea vuestro bien, y que sus armas son instrumentos de la justicia y de la razón que defienden la causa del cielo: benignas por su propia naturaleza, y sólo rigurosas con el delito y la provocación.» Dicho esto, se levantaron los cuatro sobre las rodillas, y haciendo una profunda humillación al senado, se volvieron a sentar como estaban para esperar la respuesta.

Confiriéronla entre sí brevemente los senadores, y uno de ellos les dijo en nombre de todos, que se admitía con toda gratitud la proposición de los zempoales y totonaques sus confederados; pero que pedía mayor deliberación lo que se debía responder al capitán de aquellos extranjeros: con cuya resolución se retiraron los embajadores a su alojamiento, y el senado se encerró para discurrir en las dificultades o convenencias de aquella demanda. Ponderóse mucho al principio la importancia del negocio, digno a su parecer de grande consideración, y luego fueron discordando los votos, hasta que se redujo a porfía la variedad de los dictámenes. Unos esforzaban que se diese a los extranjeros el paso que pedían; otros que se les hiciese guerra, procurando acabar con ellos de una vez; y otros que se les negase el paso; pero que se les permitiese la marcha por fuera de sus términos: cuya diferencia de pareceres duró con más voces que resolución, hasta que Magiscatzin, uno de los senadores, el más anciano y de mayor autoridad en la república, tomó la mano, y haciéndose escuchar de todos, es tradición que habló en esta sustancia:

«Bien sabéis, nobles y valerosos tlascaltecas, que fue revelado a nuestros sacerdotes en los primeros siglos de nuestra antigüedad, y se tiene hoy entre nosotros como punto de religión, que ha de venir a este mundo que habitamos una gente invencible de las regiones orientales, con tanto dominio sobre los elementos, que fundará ciudades movibles sobre las aguas, sirviéndose del fuego y del aire para sujetar la tierra; y aunque entre la gente de juicio no se crea que han de ser dioses vivos, como lo entiende la rudeza del vulgo, nos dice la misma tradición que serán unos hombres celestiales, tan valerosos que valdrán uno por mil, y tan benignos que tratarán sólo de que vivamos según razón y justicia. No puedo negaros que me ha puesto en gran cuidado lo que conforman estas señas con las de esos extranjeros que tenéis en vuestra vecindad. Ellos vienen por el rumbo del Oriente: sus armas son de fuego; casas marítimas sus embarcaciones; de su valentía ya os ha dicho la fama lo que obraron en Tabasco; su benignidad ya la veis en el agradecimiento de vuestros mismos confederados; y si volvemos los ojos a esos cometas y señales del cielo, que repetidamente nos asombran, parece que nos hablan al cuidado, y vienen como avisos o mensajeros de esta gran novedad. ¿Pues quién habrá tan atrevido y temerario, que si es ésta la gente de nuestras profecías, quiera probar sus fuerzas con el cielo, y tratar como enemigos a los que traen por armas sus mismos decretos? Yo por lo menos temería la indignación de los dioses, que castigan rigurosamente a sus rebeldes, y con sus mismos rayos parece que nos están enseñando a obedecer, pues habla con todos la amenaza del trueno, y sólo se ve el estrago donde se conoció la resistencia. Pero yo quiero que se desestimen como casuales estas evidencias, y que los extranjeros sean hombres como nosotros; ¿qué daño nos han hecho para que tratemos de la venganza? ¿Sobre qué injuria se ha de fundar esta violencia? Tlascala, que mantiene su libertad con sus victorias, y sus victorias con la razón de sus armas, ¿moverá una guerra voluntaria que desacredite su gobierno y su valor? Esta gente viene de paz, su pretensión es pasar por nuestra república, no lo intenta sin nuestra permisión; ¿pues dónde está su delito?, ¿dónde nuestra provocación? Llegan a nuestros umbrales fiados en la sombra de nuestros amigos; ¿y perderemos los amigos por atropellar a los que desean nuestra amistad? ¿Qué dirán de esta acción los demás confederados? ¿Y qué dirá la fama de nosotros si quinientos hombres nos obligan a tomar las armas? ¿Ganaráse tanto en vencerlos, como se perderá en haberlos temido? Mi sentir es que los admitamos con benignidad, y se les conceda el paso que pretenden: si son hombres porque está de su parte la razón; y si son algo más, porque les basta para razón la voluntad de los dioses.»

Tuvo grande aplauso el parecer de Magiscatzin, y todos los votos se inclinaron a seguirle por aclamación, cuando pidió licencia para hablar uno de los senadores, que se llamaba Xicotencal, mozo de grande espíritu, que por su talento y hazañas ocupaba el puesto de general de las armas; y conseguida la licencia, y poco después el silencio: «No en todos los negocios, dijo, se debe a las canas la primera seguridad de los aciertos, más inclinadas al recelo que a la osadía, y mejores consejeras de la paciencia que del valor. Venero como vosotros la autoridad y el discurso de Magiscatzin; pero no extrañéis en mi edad y en mi profesión otros dictámenes menos desengañados, y no sé si mejores; que cuando se habla de la guerra, suele ser engañosa virtud la prudencia, porque tiene de pasión todo aquello que se parece al miedo. Verdad es que se esperaban entre nosotros esos reformadores orientales, cuya venida dura en el vaticinio, y tarda en el desengaño. No es mi ánimo desvanecer esta voz, que se ha hecho venerable con el sufrimiento de los siglos; pero dejadme que os pregunte: ¿qué seguridad tenemos de que sean nuestros prometidos estos extranjeros? ¿Es lo mismo caminar por el rumbo del Oriente, que venir de las regiones celestiales, que consideramos donde nace el sol? Las armas de fuego y las grandes embarcaciones que llamáis palacios marítimos, ¿no pueden ser obra de la industria humana, que se admiran porque no se han visto? Y quizá serán ilusiones de algún encantamiento semejante a los engaños de la vista, que llamamos ciencia en nuestros agoreros. Lo que obraron en Tabasco ¿fue más que romper un ejército superior? ¿Esto se pondera en Tlascala como sobrenatural, donde se obran cada día con la fuerza ordinaria mayores hazañas? Y esa benignidad que han usado con los zempoales, ¿no puede ser artificio para ganar a menos costa los pueblos? Yo por lo menos la tendría por dulzura sospechosa de las que regalan el paladar para introducir el veneno; porque no conforma con lo demás que sabemos de su codicia, soberbia y ambición. Estos hombres (si ya no son algunos monstruos que arrojó la mar en nuestras costas) roban nuestros pueblos, viven al arbitrio de su antojo, sedientos del oro y de la plata, y dados a las delicias de la tierra: desprecian nuestras leyes, intentan novedades peligrosas en la justicia y en la religión, destruyen los templos, despedazan las aras, blasfeman de los dioses, ¿y se les da estimación de celestiales?, ¿y se duda la razón de nuestra resistencia?, ¿y se escucha sin escándalo el nombre de la paz? Si los zempoales y totonaques los admitieron en su amistad, fue sin consulta de nuestra república; y vienen amparados en una falta de atención que merece castigo en sus valedores. Y esas impresiones del aire, y señales espantosas tan encarecidas por Magiscatzin, antes nos persuaden a que los tratemos como enemigos, porque siempre denotan calamidades y miserias. No nos avisa el cielo con sus prodigios de lo que esperamos, sino de lo que debemos temer: que nunca se acompañan de errores sus felicidades, ni enciende sus cometas para que se adormezca nuestro cuidado y se deje estar nuestra negligencia. Mi sentir es que se junten nuestras fuerzas y se acabe de una vez con ellos, pues vienen a nuestro poder señalados con el índice de las estrellas, para que los miremos como tiranos de la patria y de los dioses; y librando en su castigo la reputación de nuestras armas, conozca el mundo que no es lo mismo ser inmortales en Tabasco, que invencibles en Tlascala.»

Hicieron mayor fuerza en el senado estas razones que las de Magiscatzin, porque conformaban más a la inclinación de aquella gente, criada entre las armas, y llena de espíritus militares; pero vuelto a conferir el negocio, se resolvió, como temperamento de ambas opiniones, que Xicotencal juntase luego sus tropas, y saliese a probar la mano con los españoles, suponiendo que si los vencía, se lograba el crédito de la nación y que si fuese vencido, quedaría lugar para que la república tratase de la paz, echando la culpa de este acometimiento a los otomíes, y dando a entender que fue desorden y contratiempo de su ferocidad; para cuyo efecto dispusieron que fuesen detenidos en prisión disimulada los embajadores zempoales, mirando también a la conservación de sus confederados; porque no dejaron de conocer el peligro de aquella guerra, aunque la intentaron con poco recelo: tan valientes que fiaron de su valor el suceso; pero tan avisados, que perdieron de vista los accidentes de la otra fortuna.




ArribaAbajoCapítulo XVII

Determinan los españoles acercarse a Tlascala, teniendo a mala señal la detención de sus mensajeros: pelean con un grueso de cinco mil indios que los esperaban emboscados, y después con todo el poder de la república


Ocho días se detuvieron los españoles en Xacacingo esperando a sus mensajeros, cuya tardanza se tenía ya por novedad considerable. Y Hernán Cortés, con acuerdo de sus capitanes y parecer de los cabos zempoales, que también solía favorecerlos y confiarlos con oír su dictamen, resolvió continuar su marcha, y ponerse más cerca de Tlascala para descubrir los intentos de aquellos indios, considerando que si estaban de guerra, como lo daban a entender los indicios antecedentes, confirmados ya con la detención de los embajadores, sería mejor estrechar el tiempo a sus prevenciones y buscarlos en su misma ciudad, antes que lograsen la ventaja de juntar sus tropas, y acometer ordenados en la campaña. Movióse luego el ejército puesto en orden, sin que se perdonase alguna de las cautelas que suelen observarse cuando se pisa tierra de enemigos; y caminando entre dos montes, de cuyas faldas se formaba un valle de mucha amenidad, a poco más de dos leguas se encontró una gran muralla que corría desde el un monte al otro, cerrando enteramente el camino: fábrica suntuosa y fuerte, que denotaba el poder y la grandeza de su dueño. Era de piedra labrada por lo exterior, y unida con argamasa de rara tenacidad. Tenía veinte pies de grueso, de alto estado y medios y remataba en un parapeto al modo que se practica en nuestras fortificaciones. La entrada era torcida y angosta, dividiéndose por aquella parte la muralla en dos paredes que se cruzaban circularmente por espacio de diez pasos. Súpose de los indios de Zocothlan que aquella fortaleza señalaba y dividía los términos de la provincia de Tlascala, cuyos antiguos la edificaron para defenderse de las invasiones enemigas; y fue dicha que no la ocupasen contra los españoles, porque no se les dio lugar para que saliesen a recibirlos en este reparo, o porque se resolvieron a esperar en campo abierto para embestir con todas sus fuerzas, y quitar al ejército inferior la ventaja de pelear en lo estrecho.

Pasó la gente de la otra parte sin desorden ni dificultad, y vueltos a formar los escuadrones, se prosiguió la marcha poco a poco, hasta que saliendo a tierra más espaciosa descubrieron los batidores a larga distancia veinte o treinta indios, cuyos penachos (ornamento de que sólo usaban los soldados) daban a entender que había gente de guerra en la campaña. Vinieron con el aviso a Cortés, y les ordenó que volviesen alargando el paso y procurasen llamarlos con señas de paz, sin empeñarse demasiado en seguirlos, porque el paraje donde estaban era desigual y se ofrecían a la vista diferentes quiebras y ribazos, capaces de ocultar alguna emboscada. Partió luego en su seguimiento con ocho caballos, dejando a los capitanes orden para que avanzasen con la infantería sin apresurarla mucho, que nunca es acierto gastar en la diligencia el aliento del soldado y entrar en la ocasión con gente fatigada.

Esperaron los indios en el mismo puesto a que se acercasen los caballos de los batidores, y sin atender a las voces y ademanes con que procuraban persuadirlos a la paz, volvieron las espaldas corriendo hasta incorporarse con una tropa que se descubría más adelante, donde hicieron cara y se pusieron en defensa. Uniéronse al mismo tiempo los catorce caballos y cerraron con aquella tropa, más para descubrir la campaña que porque se hiciese caso de su corto número; pero los indios resistieron el choque perdiendo poca tierra, y sirviéndose de sus armas tan valerosamente, que sin atender al daño que recibían hirieron dos soldados y cinco caballos. Salió entonces al socorro de los suyos la emboscada que tenían prevenida, y se dejó ver en lo descubierto un grueso de hasta cinco mil hombres, a tiempo que llegó la infantería y se puso en batalla el ejército para recibir el ímpetu con que venían cerrando los enemigos. Pero a la primera carga de las bocas de fuego conocieron el estrago de los suyos, y dieron principio a la fuga con retirarse apresuradamente, de cuya primera turbación se valieron los españoles para embestir con ellos; y lo ejecutaron con tan buena orden y tanta resolución, que a breve rato cedieron la campaña, dejando en ella muertos más de sesenta hombres y algunos prisioneros. No quiso Hernán Cortés seguir el alcance porque iba declinando el día, y porque deseaba más escarmentarlos que destruirlos. Ocupáronse luego unas caserías que estaban a la vista, donde se hallaron algunos bastimentos, y se pasó la noche con alegría, pero sin descuido, reposando los unos en la vigilancia de los otros.

El día siguiente se volvió a la marcha con el mismo acierto, y se descubrió segunda vez el enemigo, que con un grueso poco mayor que el pasado venía caminando más presuroso que ordenado. Acercáronse a nuestro ejército sus tropas con grande orgullo y algazara, y sin proporcionarse con el alcance de sus flechas, dieron la carga inútilmente, y al mismo tiempo empezaron a retirarse, sin dejar de pelear a lo largo, particularmente los pedreros, que a mayor distancia se mostraban más animosos. Conoció luego Hernán Cortés que aquella retirada tenía más de estratagema que temor, y receloso interiormente de mayor combate, fue siguiendo con su fuerza unida la huella del enemigo, hasta que vencida una eminencia que se interponía en el camino, se descubrió en lo llano de la otra parte un ejército que dicen pasaría de cuarenta mil hombres. Componíase de varias naciones, que se distinguían por los colores de las divisas y plumajes. Venían en él los nobles de Tlascala y toda su confederación. Gobernábale Xicotencal, que como dijimos, tenía por su cuenta las armas de la república, y dependientes de su orden mandaban las tropas auxiliares sus mismos caciques o sus mayores soldados.

Pudieran desanimarse los españoles de ver a su oposición tan desiguales fuerzas; pero sirvió en esta ocasión la experiencia de Tabasco, y Hernán Cortés se detuvo poco en persuadirlos a la batalla, porque se conocía en los semblantes y en las demostraciones el deseo de pelear. Empezaron luego a bajar la cuesta con alegre superioridad; y por ser la tierra quebrada y desigual, donde no se podían manejar los caballos, ni hacían efecto disparadas de alto a bajo las bocas de fuego, se trabajó mucho en apartar al enemigo, que alargó algunas mangas para que disputasen el paso; pero luego que mejoraron de terreno los caballos y salió a lo llano parte de nuestra infantería, se despejó la campaña, y se hizo lugar para que bajase la artillería y acabase de afirmar el pie la retaguardia. Estaba el grueso del enemigo a poco más que tiro de arcabuz, peleando solamente con los gritos y las amenazas; y apenas se movió nuestro ejército, hecha la señal de embestir, cuando se empezaron a retirar los indios con apariencias de fuga, siendo en la verdad segunda estratagema de que usó Xicotencal para lograr con el avance de los españoles la intención que traía de cogerlos en medio y combatirlos por todas partes, como se experimentó brevemente; porque apenas los reconoció distantes de la eminencia en que pudieran asegurar las espaldas, cuando la mayor parte de su ejército se abrió en dos alas, que corriendo impetuosamente ocuparon por ambos lados la campaña, y cerrando el círculo consiguieron el intento de sitiarlos a lo largo: fuéronse luego doblando con increíble diligencia, y trataron de estrechar el sitio, tan cerrados y resueltos, que fue necesario dar cuatro frentes al escuadrón y cuidar antes de resistir que de ofender, supliendo con la unión y la buena ordenanza la desigualdad del número.

Llenóse el aire de flechas, herido también de las voces y del estruendo; llovían dardos y piedras sobre los españoles, y conociendo los indios el poco efecto que hacían sus armas arrojadizas, llegaron brevemente a los chuzos y las espadas. Era grande el estrago que recibían, y mayor su obstinación: Hernán Cortés acudía con sus caballos a la mayor necesidad, rompiendo y atropellando a los que más se acercaban. Las bocas de fuego peleaban con el daño que hacían y con el espanto que ocasionaban: la artillería lograba todos sus tiros, derribando el asombro a los que perdonaban las balas. Y como era uno de los primores de su milicia el esconder los heridos y retirar los muertos, se ocupaba en esto mucha gente y se iban disminuyendo sus tropas; con que se redujeron a mayor distancia y empezaron a pelear menos atrevidos; pero Hernán Cortés, antes que se reparasen o rehiciesen para volver a lo estrecho, determinó embestir con la parte más flaca de su ejército, y abrir el paso para ocupar algún puesto donde pudiese dar toda la frente al enemigo. Comunicó su intento a todos los capitanes, y puestos en ala sus caballos, seguidos a paso largo de la infantería, cerró con los indios, apellidando a voces el nombre de San Pedro. Resistieron al principio, jugando valerosamente sus armas; pero la ferocidad de los caballos, sobrenatural o monstruosa en su imaginación, los puso en tanto pavor y desorden, que huyendo a todas partes se atropellaban y herían unos a otros, haciéndose el mismo daño que recelaban.

Empeñóse demasiado en la escaramuza Pedro de Morón, que iba en una yegua muy revuelta y de grande velocidad, a tiempo que unos tlascaltecas principales, que se convocaron para esta facción, viéndole solo cerraron con él, y haciendo presa en la misma lanza y en el brazo de la rienda, dieron tantas heridas a la yegua que cayó muerta, y en un instante le cortaron la cabeza, dicen que de una cuchillada: poco añaden a la sustancia los encarecimientos. Pedro de Morón recibió algunas heridas ligeras y le hicieron prisionero; pero fue socorrido brevemente de otros caballos, que con muerte de algunos indios consiguieron su libertad, y le retiraron al ejército, siendo este accidente poco favorable al intento que se llevaba, porque se dio tiempo al enemigo para que se volviese a cerrar y componer por aquella parte; de modo que los españoles fatigados ya de la batalla, que duró por espacio de una hora, empezaron a dudar del suceso; pero esforzados nuevamente de la última necesidad en que se hallaban, se iban disponiendo para volver a embestir cuando cesaron de una vez los gritos del enemigo, y cayendo sobre aquella muchedumbre un repentino silencio, se oyeron solamente sus atabalillos y bocinas, que según su costumbre tocaban a recoger como se conoció brevemente, porque al mismo tiempo se empezaron a mover las tropas, y marchando poco a poco por el camino de Tlascala traspusieron por lo alto de una colina y dejaron a sus enemigos la campaña.

Respiraron los españoles con esta novedad, que parecía milagrosa, porque no se hallaba causa natural a que atribuirla; pero supieron después por medio de algunos prisioneros que Xicotencal ordenó la retirada, porque habiendo muerto en la batalla la mayor parte de sus capitanes, no se atrevió a manejar tanta gente sin cabos que la gobernasen. Murieron también muchos nobles, que hicieron costosa la facción y fue grande el número de heridos; pero sobre tanta pérdida, y sobre quedar entero nuestro ejército, y ser ellos los que se retiraban, entraron triunfantes en su alojamiento, teniendo por victoria el no volver vencidos, y siendo la cabeza de la yegua toda la razón y todo el aparato del triunfo. Llevábala delante de sí Xicotencal sobre la punta de una lanza, y remitió luego a Tlascala, haciendo presente al senado de aquel formidable despojo de la guerra, que causó a todos grande admiración, y fue después sacrificada en uno de sus templos con extraordinaria solemnidad: víctima propia de aquellas aras, y menos inmunda que los mismos dioses que se honraban con ella.

De los nuestros quedaron heridos nueve o diez soldados y algunos zempoales, cuya asistencia fue de mucho servicio en esta ocasión, porque los hizo valientes el ejemplo de los españoles y la irritación de ver despreciada y rota su alianza. Descubríase a poca distancia un lugar pequeño en sitio eminente que mandaba la campaña, y Hernán Cortés, atendiendo a la fatiga de su gente, y a lo que necesitaba repararse, trató de ocuparle para su alojamiento, lo cual se consiguió sin dificultad, porque los vecinos le desampararon luego que se retiró su ejército, dejando en él abundancia de bastimentos, que ayudaron a conservar la provisión y a reparar el cansancio. No se halló bastante comodidad para que estuviese toda la gente debajo de cubierto, pero los zempoales cuidaron del suyo fabricando brevemente algunas barracas, y el sitio que por naturaleza era fuerte, se aseguró lo mejor que fue posible con algunos reparos de tierra y fagina, en que trabajaron todos lo que restaba del día, con tanto aliento y tan alegres, que al parecer descansaban en su misma diligencia, no porque dejasen de conocer el conflicto en que se hallaron ni diesen por acabada la guerra, sino porque reconocían al cielo todo lo que no esperaron de sus fuerzas, y viéndole ya declarado en su favor, se les hacía posible lo que poco antes tuvieron por milagroso.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

Rehácese el ejército de Tlascala: vuelven a segunda batalla con mayores fuerzas, y quedan rotos y desbaratados por el valor de los españoles y por otro nuevo accidente que los puso en desconcierto


En Tlascala fueron varios los discursos que se ocasionaron de este suceso: lloróse con pública demostración la muerte de sus capitanes y caciques, y de este mismo sentimiento procedían contrarias opiniones: unos clamaban por la paz, calificando a los españoles con el nombre de inmortales, y otros prorrumpían en oprobios y amenazas contra ellos, consolándose con la muerte de la yegua, única ganancia de la guerra: Magiscatzin se jactaba de haber prevenido el suceso, repitiendo a sus amigos lo que representó en el senado, y hablando en la materia como quien halla vanidad en el desaire de su consejo. Xicotencal desde su alojamiento pedía que se reforzase con nuevos reclutas su ejército, disminuyendo la pérdida, y sirviéndose de ella para mover a la venganza. Llegó a Tlascala en esta ocasión uno de los caciques confederados con diez mil guerreros de su nación, cuyo socorro se tuvo a providencia de los dioses; y creciendo con las fuerzas el ánimo, resolvió el senado que se alistasen nuevas y se prosiguiese con todo empeño la guerra.

Hernán Cortés, el día siguiente a la batalla, trató solamente de mejorar sus fortificaciones y cerrar su cuartel añadiendo nuevos reparos que se diesen la mano con las defensas naturales del sitio. Quisiera volver a las pláticas de la paz, y no hallaba camino de introducir negociación, porque los cuatro mensajeros zempoales que fueron llegando al ejército por diferentes sendas y rodeos, venían escarmentados y atemorizaban a los demás. Rompieron dichosamente una estrecha prisión, donde los pusieron el día que salió a la campaña Xicotencal, destinados ya para mitigar con su sangre los dioses de la guerra; y a vista de esta inhumanidad no parecía conveniente ni sería fácil exponer otros al mismo peligro.

Dábale cuidado también la misma quietud del enemigo, porque no se oía rumor de guerra en todo el contorno; y la retirada de Xicotencal tuvo todas las señales de quedar pendiente la disputa. Debía, según buena razón, mantener aquel puesto para su retirada en caso de haberla menester, y hallaba inconvenientes en esta misma resolución, porque los indios interpretarían a falta de valor el encierro del cuartel: reparo digno de consideración en una guerra donde se peleaba más con la opinión que con la fuerza.

Pero atendiendo a todo como diligente capitán, resolvió salir otro día por la mañana con alguna gente a tomar lengua, reconocer la campaña y poner en cuidado al enemigo; cuya facción ejecutó personalmente con sus caballos y doscientos infantes, mitad españoles y mitad zempoales.

No dejamos de conocer que tuvo peligro esta facción, conocidas las fuerzas del enemigo, y en tierra tan dispuesta para emboscadas. Pudiera Hernán Cortés aventurar menos su persona, consistiendo en ella la suma de las cosas: y en nuestro sentir no es digno de imitación este ardimiento en los que gobiernan ejércitos, cuya salud se debe tratar como pública, y cuyo valor nació para inspirado en otros corazones. Pudiéramos disculparle con diferentes ejemplos de varones grandes, que fueron los primeros en el peligro de las batallas, mandando con la voz lo mismo que obraban con la espada; pero más obligados al acierto que a sus descargos, le dejaremos con esta honrada objeción, que en la verdad es la mejor culpa de los capitanes.

Alargáronse a reconocer algunos lugares por el camino de Tlascala, donde hallaron abundante provisión de víveres, y se hicieron diferentes prisioneros, por cuyo medio se supo que Xicotencal tenía su alojamiento dos leguas de allí, no lejos de la ciudad, y que andaba previniendo nuevas fuerzas contra los españoles, con cuya noticia se volvieron al cuartel, dejando hecho algún daño en las poblaciones vecinas; porque los zempoales, que obraban ya con propia irritación, dieron al hierro y a la llama cuanto encontraron: exceso que reprendía Cortés no sin alguna flojedad, porque no le pesaba de que entendiesen los tlascaltecas cuán lejos estaba de temer la guerra quien los provocaba con la hostilidad.

Diose luego libertad a los prisioneros de esta salida, haciéndoles todo aquel agasajo que pareció necesario, para que perdiesen el miedo a los españoles, y llevasen noticia de su benignidad. Mandó luego buscar entre los otros prisioneros que se hicieron el día de la ocasión, los que pareciesen más despiertos, y eligió dos o tres para que llevasen un recado suyo a Xicotencal, cuya sustancia fue: «que se hallaba con mucho sentimiento del daño que había padecido su gente en la batalla; de cuyo rigor tuvo la culpa quien dio la ocasión, recibiendo con las armas a los que venían proponiendo enteramente la razón de su enojo; pero que si no desarmaban luego y trataban de admitirla, le obligarían a que los aniquilase y destruyese de una vez, dando el escarmiento de sus vecinos el nombre de su nación». Partieron los indios con este mensaje bien industriados y contentos, ofreciendo volver con la respuesta, y tardaron pocas horas en cumplir su palabra; pero vinieron sangrientos y maltratados, porque Xicotencal mandó castigar en ellos el atrevimiento de llevarle semejante proposición, y no los hizo matar porque volviesen heridos a los ojos de Cortés; y llevando esta circunstancia más de su resolución, le dijesen de su parte: «que al primer nacimiento del sol se verían en campaña: que su ánimo era llevarle vivo con todos los suyos a las aras de sus dioses, para lisonjearlos con la sangre de sus corazones; y que se lo avisaba desde luego para que tuviese tiempo de prevenirse»; dando a entender que no acostumbraba disminuir sus victorias con el descuido de sus enemigos.

Causó mayor irritación que cuidado en el ánimo de Cortés la insolencia del bárbaro, pero no desestimó su aviso ni despreció su consejo: antes, con la primera luz del día, sacó su gente a la campaña, dejando en el cuartel la que pareció necesaria para su defensa; y alargándose poco más de media legua, eligió puesto conveniente para recibir al enemigo con alguna ventaja, donde formó sus hileras según el terreno y conforme a la experiencia que ya se tenía de aquella guerra. Guarneció luego los costados con la artillería, midiendo y regulando sus ofensas: alargó sus batidores, y quedándose con los caballos para cuidar de los socorros, esperó el suceso, manifiesta en el semblante la seguridad del ánimo, sin necesitar mucho de su elocuencia para instruir y animar a sus soldados, porque venían todos alegres y alentados, hecha ya deseo de pelear la misma costumbre de vencer.

No tardaron mucho los batidores en volver con el aviso de que venía marchando el enemigo con un poderoso ejército, y poco más en descubrirse su vanguardia. Fuese llenando la campaña de indios armados: no se alcanzaba con la vista el fin de sus tropas, escondiéndose o formándose de nuevo en ellas todo el horizonte. Pasaba el ejército de cincuenta mil hombres (así lo confesaron ellos mismos), último esfuerzo de la república y de todos sus aliados, para coger vivos a los españoles y llevarlos maniatados, primero al sacrificio, y luego al banquete. Traían de novedad una grande águila de oro levantada en alto: insignia de Tlascala, que sólo acompañaba sus huestes en las mayores empresas. Íbanse acercando con increíble ligereza; y cuando estuvieron a tiro de cañón empezó a reprimir su celeridad la artillería, poniéndolos en tanto asombro, que se detuvieron un rato neutrales entre la ira y el miedo; pero venciendo la ira, se adelantaron de tropel hasta llegar a distancia que pudieron jugar sus hondas y disparar sus flechas, donde los detuvo segunda vez el terror de los arcabuces y el rigor de las ballestas.

Duró largo tiempo el combate, sangriento de parte de los indios, y con poco daño de los españoles, porque militaba en su favor la diferencia de las armas, y el orden y concierto con que daban y recibían las cargas. Pero reconociendo los indios la sangre que perdían, y que los iba destruyendo su misma tardanza, se movieron de una vez, impelidos al parecer los primeros de los que venían detrás, y cayó toda la multitud sobre los españoles y zempoales, con tanto ímpetu y desesperación, que los rompieron y desbarataron, deshaciendo enteramente la unión y buena ordenanza en que se mantenían; y fue necesario todo el valor de los soldados, todo el aliento y diligencia de los capitanes, todo el esfuerzo de los caballos y toda la ignorancia militar de los indios, para que pudiesen volverse a formar, como lo consiguieron a viva fuerza, con muerte de los que tardaron más en retirarse.

Sucedió a este tiempo un accidente como el pasado, en que se conoció segunda vez la especial providencia con que miraba el cielo por su causa. Reconocióse gran turbación en la batalla del campo enemigo: movíanse las tropas a diferentes partes, dividiéndose unos de otros, y volviendo contra sí las frentes y las armas; de que resultó el retirarse todos tumultuosamente, y el volver las espaldas en fuga deshecha los que peleaban en su vanguardia, cuyo alcance se siguió con moderada ejecución, porque Hernán Cortés no quiso exponerse a que le volviesen a cargar lejos de su cuartel.

Súpose después que la causa de esta revolución, y el motivo de esta segunda retirada, fue que Xicotencal, hombre destemplado y soberbio que fundaba su autoridad en la paciencia de los que le obedecían, reprendió con sobrada libertad a uno de los caciques principales, que servía debajo de su mano con más de diez mil guerreros auxiliares: tratóle de cobarde y pusilánime, porque se detuvo cuando cerraron los demás; y él volvió por sí con tanta osadía, que llegó el caso a términos de rompimiento y desafío de persona a persona; y brevemente se hizo causa de toda la nación, que sintió el agravio de su capitán, y se previno a su defensa; con cuyo ejemplo se tumultuaron otros caciques parciales del ofendido: y tomando resolución de retirar sus tropas de un ejército donde se desestimaba su valor, lo ejecutaron con tanto enojo y celeridad, que pusieron en desorden y turbación a los demás; y Xicotencal, conociendo su flaqueza, trató solamente de ponerse en salvo, dejando a sus enemigos el campo y la victoria.

No es nuestro ánimo referir como milagro este suceso tan favorable y tan oportuno a los españoles; antes confesamos que fue casual la desunión de aquellos caciques, y fácil de suceder donde mandaba un general impaciente, con poca superioridad entre los confederados de su república; pero quien viere quebrantado y deshecho primera y segunda vez aquel ejército poderoso de innumerables bárbaros, obra negada o superior a las fuerzas humanas, conocerá en esta misma casualidad la mano de Dios, cuya inefable sabiduría suele fabricar sus altos fines sobre contingencias ordinarias, sirviéndose muchas veces de lo que permite para encaminar lo mismo que dispone.

Fue grande el número de los indios que murieron en esta ocasión, y mayor el de los heridos (así lo referían ellos después); y de los nuestros murió sólo un soldado, y salieron veinte con algunas heridas de tan poca consideración, que pudieron asistir a las guardias aquella misma noche. Pero siendo esta victoria tan grande, y más llenamente admirable que la pasada, porque se peleó con mayor ejército y se retiró, deshecho el enemigo, pudo tanto en algunos de los soldados españoles la novedad de haberse visto rotos y desordenados en la batalla, que volvieron al cuartel melancólicos y desalentados con ánimo y semblante de vencidos. Eran muchos los que decían con poco recato, que no querían perderse de conocido por el antojo de Cortés, y que tratase de volverse a la Vera-Cruz, pues era imposible pasar adelante, o lo ejecutarían ellos dejándole solo con su ambición y su temeridad. Entendiólo Hernán Cortés, y se retiró a su barraca sin tratar de reducirlos, hasta que se cobrasen de aquel reciente pavor, y tuviesen tiempo de conocer el desacierto de su proposición; que en este género de males irritan más que corrigen los remedios apresurados, siendo el temor en los hombres una pasión violenta que suele tener sus primeros ímpetus contra la razón.




ArribaAbajoCapítulo XIX

Sosiega Hernán Cortés la nueva turbación de su gente; los de Tlascala tienen por encantadores a los españoles; consultan sus adivinos, y por su consejo los asaltan de noche en su cuartel


Iba tomando cuerpo la inquietud de los malcontentos; y no bastando a reducirlos la diligencia de los capitanes, ni el contrario sentir de la gente de obligaciones, fue necesario que Hernán Cortés sacase la cara y tratase de ponerlos en razón: para cuyo efecto mandó que se juntasen en la plaza de armas todos los españoles, con pretexto de tomar acuerdo sobre el estado presente de las cosas; y acomodando cerca de sí a los más inquietos (especie de favor en que iba envuelta la importancia de que le oyesen mejor) «poco tenemos, dijo, que discurrir en lo que debe obrar nuestro ejército, vencidas en poco tiempo dos batallas, en que se ha conocido igualmente vuestro valor y la flaqueza de vuestros enemigos: y aunque no suele ser el último afán de la guerra el vencer, pues tiene sus dificultades el seguir la victoria, y debemos todavía recatarnos de aquel género de peligros, que andan muchas veces con los buenos sucesos, como pensiones de la humana felicidad: no es éste, amigos, mi cuidado; para mayor duda necesito de vuestro consejo. Dícenme que algunos de nuestros soldados vuelven a desear, y se animan a proponer que nos retiremos. Bien creo que fundarán este dictamen sobre alguna razón aparente; pero no es bien que punto de tanta importancia se trate a manera de murmuración. Decid todos libremente vuestro sentir; no desautoricéis vuestro celo tratándole como delito; y para que discurramos todos sobre lo que conviene a todos, considérese primero el estado en que nos hallamos, y resuélvase de una vez algo que no se pueda contradecir. Esta jornada se intentó con vuestro parecer, y pudiera decir con vuestro aplauso, nuestra resolución fue pasar a la corte de Motezuma; todos nos sacrificamos a esta empresa por nuestra religión, por nuestro rey, y después por nuestra honra y nuestras esperanzas. Estos indios de Tlascala, que intentaron oponerse a nuestro designio con todo el poder de su república y confederaciones, están ya vencidos y desbaratados. No es posible, según las reglas naturales, que tarden mucho en rogarnos con la paz o cedernos el paso. Si esto se consigue, ¿cómo crecerá nuestro crédito?, ¿dónde nos pondrá la aprensión de estos bárbaros, que hoy nos coloca entre sus dioses? Motezuma, que nos esperaba cuidadoso, como se ha conocido en la repetición y artificio de sus embajadas, nos ha de mirar con mayor asombro, domados los tlascaltecas, que son los valientes de su tierra, y los que se mantienen con las armas fuera de su dominio. Muy posible será que nos ofrezca partidos ventajosos, temiendo que nos coliguemos con sus rebeldes; y muy posible que esta misma dificultad que hoy experimentamos, sea el instrumento de que se vale Dios para facilitar nuestra empresa probando nuestra constancia: que no ha de hacer milagros con nosotros sin servirse de nuestro corazón y nuestras manos. Pero si volvemos las espaldas (y seremos los primeros a quien desanimen las victorias) perdióse de una vez la obra y el trabajo. ¿Qué podemos esperar, o qué no debemos temer? Esos mismos vencidos, que hoy están amedrentados y fugitivos, se han de animar con nuestro desaliento, y dueños de los atajos y asperezas de la tierra, nos han de perseguir y deshacer en la marcha. Los indios amigos que sirven a nuestro lado, contentos y animosos, se han de apartar de nuestro ejército y procurar escaparse a sus tierras, publicando en ellas nuestro vituperio. Los zempoales y totonaques, nuestros confederados, que son el único refugio de nuestra retirada, han de conspirar contra nosotros, perdido el gran concepto que tenían de nuestras fuerzas. Vuelvo a decir que se considere todo con maduro consejo, y midiendo las esperanzas que abandonamos con los peligros a que nos exponemos, propongáis y deliberéis lo que fuere más conveniente; que yo dejo toda su libertad a vuestro discurso; y he tocado estos inconvenientes, más para disculpar mi opinión que para defenderla.» Apenas acabó Hernán Cortés su razonamiento, cuando uno de los soldados inquietos, conociendo la razón, levantó la voz diciendo a sus parciales: «amigos, nuestro capitán pregunta lo que se ha de hacer, pero enseña preguntando: ya no es posible retirarnos sin perdernos».

Diéronse los demás por convencidos confesando su error; aplaudió su desengaño el resto de la gente, y se resolvió por aclamación que se prosiguiese la empresa, quedando enteramente remediada por entonces la inquietud de aquellos soldados que apetecían el descanso de la isla de Cuba: cuya sinrazón fue una de las dificultades que más trabajaron el ánimo y ejercitaron la constancia de Cortés en esta jornada.

Causó raro desconsuelo en Tlascala esta segunda rota de su ejército. Todos andaban admirados y confusos. El pueblo clamaba por la paz; los magnates no hallaban camino de proseguir la guerra: unos trataban de retirarse a los montes con sus familias, otros decían que los españoles eran deidades, inclinándose a que se les diese la obediencia con circunstancias de adoración. Juntáronse los senadores para tratar del remedio, y empezando a discurrir por su mismo asombro, confesaron todos que las fuerzas de aquellos extranjeros no parecían naturales, pero no se acababan de persuadir a que fuesen dioses, teniendo por ligereza el acomodarse a la credulidad del vulgo, antes vinieron a recaer en el dictamen de que se obraban aquellas hazañas de tanta maravilla por arte de encantamiento, resolviendo que se debía recurrir a la misma ciencia para vencerlos, y desarmar un encanto con otro. Llamaron para este fin a sus magos y agoreros, cuya ilusoria facultad tenía el demonio muy introducida, y no menos venerada en aquella tierra. Comunicóseles el pensamiento del senado, y ellos asistieron a él con misteriosa ponderación; y dando a entender que sabían la duda que se les había de proponer, y que traían estudiado el caso de prevención, dijeron: «que mediante la observación de sus círculos y adivinaciones, tenían ya descubierto y averiguado el secreto de aquella novedad, y que todo consistía en que los españoles eran hijos del sol, producidos de su misma actividad en la madre tierra de las regiones orientales, siendo su mayor encantamiento la presencia de su padre, cuya fervorosa influencia les comunicaba un género de fuerza superior a la naturaleza humana, que los ponía en términos de inmortales. Pero es que al transponer por el Occidente cesaba la influencia, y quedaban desalentados y marchitos como las yerbas del campo, reduciéndose a los límites de la mortalidad como los otros hombres; por cuya consideración convendría embestirlos de noche y acabar con ellos antes que el nuevo sol los hiciese invencibles.»

Celebraron mucho aquellos padres conscriptos la gran sabiduría de sus magos, dándose por satisfechos de que habían hallado el punto de la dificultad, y descubierto el camino de conseguir la victoria. Era contra el estilo de aquella tierra el pelear de noche; pero como los casos nuevos tienen poco respeto a la costumbre, se comunicó a Xicotencal esta importante noticia, ordenándole que asaltase después de puesto el sol el cuartel de los españoles, procurando destruirlos y acabarlos antes de que volviese al Oriente; y él empezó a disponer su facción, creyendo con alguna disculpa la impostura de los magos, porque llegó a sus oídos autorizada con el dictamen de los senadores.

En este medio tiempo tuvieron los españoles diferentes reencuentros de poca consecuencia: dejáronse ver en las eminencias vecinas al cuartel algunas tropas del enemigo que huyeron antes de pelear, o fueron rechazadas con pérdida suya. Hiciéronse algunas salidas a poner en contribución los pueblos cercanos; donde se hacía buen pasaje a los vecinos, y se ganaban voluntades y bastimentos. Cuidaba mucho Hernán Cortés de que no se relajase la disciplina y vigilancia de su gente con el ocio del alojamiento. Tenía siempre sus centinelas a lo largo; hacíanse las guardias con todo el rigor militar; quedaban de noche ensillados los caballos con las bridas en el arzón, y el soldado que se aliviaba de las armas, o reposaba en ellas mismas, o no reposaba: puntualidades que sólo parecen demasiadas a los negligentes, y que fueron entonces bien necesarias; porque llegando la noche destinada para el asalto que tenían resuelto los de Tlascala, reconocieron los centinelas un grueso del enemigo que venía marchando la vuelta del alojamiento con espacio y silencio fuera de su costumbre. Pasó la noticia sin hacer ruido, y como cayó este accidente sobre la prevención ordinaria de nuestros soldados, se coronó brevemente la muralla, y se dispuso con facilidad todo lo que pareció conveniente a la defensa.

Venía Xicotencal muy embebido en la fe de sus agoreros, creyendo hallar desalentados y sin fuerzas a los españoles, y acabar su guerra sin que lo supiese el sol, pero traía diez mil guerreros por si no se hubiesen acabado de marchitar. Dejáronle acercar los nuestros sin hacer movimiento, y él dispuso que se atacase por tres partes el cuartel, cuya orden ejecutaron los indios con presteza y resolución, pero hallaron sobre sí tan poderosa y no esperada resistencia, que murieron muchos en la demanda, y quedaron todos asombrados con otro género de temor, hecho de la misma seguridad con que venían. Conoció Xicotencal, aunque tarde, la ilusión de sus agoreros, y conoció también la dificultad de su empresa, pero no se supo entender con su ira y con su corazón, y así ordenó que se embistiese de nuevo por todas partes, y se volvió al asalto, cargando todo el grueso de su ejército sobre nuestras defensas. No se puede negar a los indios el valor con que intentaron este género de pelear, nuevo en su milicia, por la noche y por la fortificación. Ayudábanse unos a otros con el hombro y con los brazos para ganar la muralla, y recibían las heridas haciéndolas mayores con su mismo impulso, o cayendo los primeros, sin escarmiento de los que venían detrás. Duró largo rato el combate, peleando contra ellos tanto como nuestras armas su mismo desorden, hasta que desengañado Xicotencal de que no era posible a sus fuerzas lo que intentaba, mandó que se hiciese la seña de recoger, y trató de retirarse. Pero Hernán Cortés, que velaba sobre todo, luego que reconoció su flaqueza y vio que se apartaban atropelladamente de la muralla, echó fuera parte de su infantería y todos los caballos que tenía ya prevenidos con pretales de cascabeles, para que abultasen más con el ruido y la novedad, cuyo repentino asalto puso en tanto pavor a los indios, que sólo trataron de escapar sin hacer resistencia. Dejaron considerable número de muertos en la campaña, con algunos heridos que no pudieron retirar, y de los españoles quedaron sólo heridos dos o tres soldados, y muerto uno de los zempoales: suceso que pareció también milagroso considerada la multitud innumerable de flechas, dardos y piedras que se hallaron dentro del recinto; y victoria, que por su facilidad y poca costa, se celebró con particular demostración de alegría entre los soldados: aunque no sabían entonces cuánto les importaba el haber sido valientes de noche, ni la obligación en que estaban a los magos de Tlascala; cuyo desvarío sirvió también en esta obra, porque levantó a lo sumo el crédito de los españoles y les facilitó la paz, que es el mejor fruto de la guerra.




ArribaAbajoCapítulo XX

Manda el senado a su general que suspenda la guerra, y él no quiere obedecer; antes trata de dar nuevo asalto al cuartel de los españoles: conócense, y castíganse sus espías, y dase principio a las pláticas de la paz


Desvanecidas en la ciudad aquellas grandes esperanzas que se habían concebido, sin otra causa que fiar el suceso de sus armas al favor de la noche, volvió a clamar el pueblo por la paz: inquietáronse los nobles, hechos ya populares con menos ruido; pero con el mismo sentir, quedaron sin aliento y sin discurso los senadores, y su primera demostración fue castigar en los agoreros su propia liviandad, no tanto porque fuese novedad en ellos el engaño, como porque se corrieron de haberlos creído. Dos o tres de los más principales fueron sacrificados en uno de sus templos, y los demás tendrían su reprensión, y quedarían obligados a mentir con menos libertad en aquel auditorio.

Juntóse después el senado para tratar el negocio principal, y todos se inclinaron a la paz sin controversia, concediendo al entendimiento de Magiscatzin la ventaja de haber conocido antes la verdad; y confesando los más incrédulos que aquellos extranjeros eran sin duda los hombres celestiales de sus profecías. Decretóse por primera resolución que se despachase luego expresa orden de Xicotencal para que suspendiese la guerra y estuviese a la mira, teniendo entendido que se trataba de la paz, y que por parte del senado quedaba ya resuelta, y se nombrarían luego embajadores que la propusiesen y ajustasen con los mejores partidos que se pudiesen conseguir a favor de su república.

Pero Xicotencal estaba tan obstinado contra los españoles, y tan ciego en el empeño de sus armas, que se negó totalmente a la obediencia de esta orden, y respondió con arrogancia y desabrimiento que él y sus soldados eran el verdadero senado, y mirarían por el crédito de su nación, ya que la desamparaban los padres de la patria. Tenía dispuesto el asaltar por segunda vez a los españoles de noche, y dentro de su cuartel; no porque hiciese caso de las adivinaciones pasadas, sino porque le pareció mejor tenerlos encerrados, para que viniesen vivos a sus manos; pero trataban de ir a esta facción con más gente y con mejores noticias; y sabiendo que algunos paisanos de los lugares circunvecinos acudían al cuartel con bastimentos por la codicia de los rescates, se sirvió de este medio para facilitar su empresa, y nombró cuarenta soldados de su satisfacción, que vestidos en traje de villanos, y cargados de frutas, gallinas y pan de maíz, entrasen dentro de la plaza, y procurasen observar la calidad y fuerza de su fortificación, y por qué parte se podría dar el asalto con menos dificultad. Algunos dicen que fueron estos indios como embajadores del mismo Xicotencal, con pláticas fingidas de paz; en cuyo caso sería más culpable la inadvertencia de los nuestros; pero bien fuese con este o con aquel pretexto, ellos entraron en el cuartel, y estuvieron entre los españoles mucha parte de la mañana sin que se hiciese reparo en su detención, hasta que uno de los soldados zempoales advirtió que andaban reconociendo cautelosamente la muralla, y asomándose a ella por diferentes partes con recatada curiosidad, de que avisé luego a Cortés, y como en este género de sospechas no hay indicio leve, ni sombra que no tenga cuerpo, mandó que los prendiesen al instante, lo cual se ejecutó con facilidad, y examinados separadamente, dijeron con poca resistencia la verdad, unos en el tormento, y otros en el temor de recibirle, concordando todos en que aquella misma noche se había de dar un segundo asalto al cuartel, a cuya facción vendría ya marchando su general con veinte mil hombres, y los había de esperar a distancia de una legua para disponer sus ataques, según la noticia que le llevasen de las flaquezas que hubiesen observado en la muralla.

Sintió mucho Hernán Cortés este accidente, porque se hallaba con poca salud, y le costaba el disimular su enfermedad mayor trabajo que padecerla, pero nunca se rindió a la cama, y sólo cuidaba de curarse cuando no había de qué cuidar. Refiérese de él (no lo pasemos en silencio) que una de las ocasiones que se ofrecieron sobre Tlascala le halló recién purgado, y que montó a caballo, y anduvo en la disposición de la batalla, y en los peligros de ella, sin acordarse del achaque ni sentir el remedio, que hizo el día siguiente su operación, cobrando con la quietud del sujeto su eficacia y su actividad. Don fray Prudencio de Sandoval en su Historia del Emperador lo califica por milagro que Dios obró con él, dictamen que impugnarán los filósofos, a cuya profesión toca el discurrir cómo pudo en este caso arrebatarse la facultad natural en seguimiento de la imaginación ocupada en mayor negocio, o cómo se recogieron los espíritus al corazón y a la cabeza, llevándose tras sí el calor natural con que se había de actuar el medicamento. Pero el historiador no debe omitir la sencilla narración de un suceso en que se conoce cuánto se entregaba este capitán al cuidado vigilante de lo que debía mandar y disponer en la batalla: ocupación verdaderamente que necesita de todo el hombre por grande que sea; y ponderaciones que alguna vez son permitidas en la historia, por lo que sirven al ejemplo y animan la imitación.

Averiguados ya los designios de Xicotencal por la confesión de sus espías, trató Hernán Cortés de prevenir todo lo necesario para la defensa de su cuartel, y pasó luego a discurrir en el castigo que merecían aquellos delincuentes condenados a muerte según las leyes de la guerra; pero le pareció que el hacerlos matar sin noticia de los enemigos, sería justicia sin escarmiento, y como necesitaba menos de su satisfacción que del terror ajeno, ordenó que a los que estuvieron más negativos, que serían catorce o quince, se les cortasen las manos a unos, y a otros los dedos pulgares, y los envió de esta suerte a su ejército; mandándoles que dijesen de su parte a Xicotencal que ya le quedaban esperando, y que se los enviaba con la vida porque no se le malograsen las noticias que llevaban de sus fortificaciones.

Hizo grande horror en el ejército de los indios que venía ya marchando a su facción este sangriento espectáculo; quedaron todos atónitos, notando la novedad y el rigor del castigo, y Xicotencal más que todos, cuidadoso de que hubiesen descubierto sus designios, siendo éste el primer golpe que le tocó en el ánimo, y empezó a quebrantar su resolución, porque se persuadió a que no podían, sin alguna divinidad, aquellos hombres haber conocido sus espías, y penetrado su pensamiento; con cuya imaginación empezó a congojarse, y a dudar en el partido que debía tomar; pero cuando ya estaba inclinado a resolver su retirada, la halló necesaria por otro accidente, y se hizo sin su voluntad lo mismo que resistía su obstinación. Llegaron a este tiempo diferentes ministros del senado, que autorizados con su representación, le intimaron que arrimase el bastón de general, porque vista su inobediencia, y el atrevimiento de su respuesta, se había revocado el nombramiento, en cuya virtud gobernaba las armas de la república. Mandaron también a los capitanes que no le obedeciesen, pena de ser declarados por traidores a la patria, y como cayó esta novedad sobre la turbación que causó en todos el destrozo de sus espías, y en Xicotencal la penetración de su secreto, ninguno se atrevió a replicar, antes inclinaron las cervices al precepto de la república, deshaciéndose con extraordinaria prontitud todo aquel aparato de guerra. Marcharon los caciques a sus tierras, la gente de Tlascala tomó el camino sin esperar otra orden, y Xicotencal, que estaba ya menos animoso, tuvo a felicidad que le quitasen las armas de la mano, y se recogió a la ciudad, acompañado solamente de sus amigos y parientes, donde se presentó al senado, mal escondido su despecho en esta demostración de su obediencia.

Los españoles pasaron aquella noche con cuidado, y sosegaron el día siguiente sin descuido porque no se acababan de asegurar de la intención del enemigo, aunque los indios de la contribución afirmaban que se había deshecho el ejército, y esforzado la plática de la paz. Duró esta suspensión hasta que otro día por la mañana descubrieron los centinelas una tropa de indios, que venían al parecer con algunas cargas sobre los hombros, por el camino de Tlascala; Hernán Cortés mandó que se retirasen a la plaza y los dejasen llegar. Guiaban esta tropa cuatro personajes de respeto, bien adornados, cuyo traje y plumas blancas denotaban la paz; detrás de ellos venían sus criados y después veinte o treinta indios tamenes cargados de vituallas. Deteníanse de cuando en cuando, como recelosos de acercarse, y hacían grandes humillaciones hacia el cuartel, entreteniendo el miedo con la cortesía; inclinaban el pecho hasta tocar la tierra con las manos, levantándose después para ponerlas en los labios: reverencia que sólo usaban con sus príncipes, y en estando más cerca, subieron de punto el rendimiento con el humo de sus incensarios. Dejóse ver entonces sobre la muralla doña Marina, y en su lengua les preguntó de parte de quién y a qué venían. Respondieron, que de parte del senado y república de Tlascala, y a tratar de la paz, con que se les concedió la entrada.

Recibiólos Hernán Cortés con aparato y severidad conveniente; y ellos repitiendo sus reverencias y sus perfumes, dieron su embajada, que se redujo a diferentes disculpas de lo pasado; frívolas, pero de bastante sustancia, para colegir de ellas su arrepentimiento. Decían: «que los otomíes y chontales, naciones bárbaras de su confederación, habían juntado sus gentes, y hecho la guerra contra el parecer del senado, cuya autoridad no había podido reprimir los primeros ímpetus de su ferocidad; pero que ya quedaban desarmados, y la república muy deseosa de la paz; que no sólo traían la voz del senado sino de la nobleza y del pueblo para pedirle que marchase luego con todos sus soldados a la ciudad, donde podrían detenerse lo que gustasen, con seguridad de que serían asistidos y venerados como hijos del sol y hermanos de sus dioses» y últimamente concluyeron su razonamiento, dejando mal encubierto el artificio en todo lo que hablaron de la guerra pasada, pero no sin algunos visos de sinceridad en lo que proponían de la paz.

Hernán Cortés, afectando segunda vez la severidad, y negando al semblante la interior complacencia, les respondió solamente: «que llevasen entendido, y dijesen de su parte al senado que no era pequeña demostración de su benignidad el admitirlos y escucharlos, cuando podían temer su indignación como delincuentes, y debían recibir la ley como vencidos: que la paz que proponían era conforme a su inclinación, pero que la buscaban después de una, guerra muy injusta y muy porfiada, para que se dejase hallar fácilmente o no la encontrasen detenida y recatada: que se vería cómo perseveraban en desearla, y cómo procedían para merecerla, y entretanto procuraría reprimir el enojo de sus capitanes, y engañar la razón de sus armas, suspendiendo el castigo con el brazo levantado, para que pudiesen lograr con la enmienda el tiempo que hay entre la amenaza y el golpe».

Así les respondió Cortés, tomando por este medio algún tiempo para convalecer de su enfermedad, y para examinar mejor la verdad de aquella proposición; a cuyo fin tuvo por conveniente que volviesen cuidadosos y poco asegurados estos mensajeros, porque no se ensoberbeciesen o entibiasen los del senado, hallándole muy fácil o muy deseoso de la paz: que en este género de negocios suelen ser atajos los que parecen rodeos, y servir como diligencias las dificultades.




ArribaAbajoCapítulo XXI

Vienen al cuartel nuevos embajadores de Motezuma para embarazar la paz de Tlascala: persevera el senado en pedirla, y toma el mismo Xicotencal a su cuenta esta negociación


Creció con estas victorias la fama de los españoles; y Motezuma que tenía frecuentes noticias de lo que pasaba en Tlascala, mediante la observación de sus ministros y la diligencia de sus correos, entró en mayor aprensión de su peligro cuando vio sojuzgada y vencida por tan pocos hombres aquella nación belicosa que tantas veces había resistido a sus ejércitos. Hacíanle grande admiración las hazañas que le referían de los extranjeros, y temía que una vez reducidos a su obediencia los tlascaltecas se sirviesen de su rebeldía y de sus armas, y pasasen a mayores intentos en daño de su imperio. Pero es muy de reparar que en medio de tantas perplejidades y recelos no se acordase de su poder, ni pasase a formar ejército para su defensa y seguridad; antes sin tratar (por no sé qué genio superior a su espíritu) de convocar sus gentes, ni atreverse a romper la guerra, se dejaba todo a las artes de la política, y andaba fluctuando entre los medios suaves. Puso entonces la mira en deshacer esta unión de españoles y tlascaltecas; y no lo pensaba mal, que cuando falta la resolución, suele andar muy despierta y muy solícita la prudencia. Resolvió para este fin hacer nueva embajada y regalo a Cortés, cuyo pretexto fue complacerse de los buenos sucesos de sus armas, y de que le ayudase a castigar la insolencia de sus enemigos los tlascaltecas; pero el fin principal de esta diligencia fue pedirle con nuevo encarecimiento que no tratase de pasar a su corte con mayor ponderación de las dificultades que le obligaban a no conceder esta permisión. Llevaron los embajadores instrucción secreta para reconocer el estado en que se hallaba la guerra de Tlascala, y procurar (en caso que se hablase de la paz, y los españoles se inclinasen a ella) divertir y embarazar su conclusión, sin manifestar el recelo de su príncipe, ni apartarse de la negociación hasta darle cuenta, y esperar su orden.

Vinieron con esta embajada cinco mejicanos de la primera suposición entre sus nobles, y pisando con algún recato los términos de Tlascala, llegaron al cuartel poco después que partieron los ministros de la república. Recibiólos Hernán Cortés con grande agasajo y cortesía, porque ya le tenía con algún cuidado el silencio de Motezuma. Oyó su embajada gratamente, recibió también y agradeció el presente, cuyo valor sería de hasta mil pesos en piezas diferentes de oro ligero, sin otras curiosidades de pluma y algodón, y no les dio por entonces su respuesta, porque deseaba que viesen antes de partir a los de Tlascala rendidos y pretendientes de la paz; ni ellos solicitaron su despacho, porque también deseaban detenerse; pero tardaron poco en descubrir todo el secreto de su instrucción, porque decían lo que habían de callar, preguntando con poca industria lo que venían a inquirir, y a breve tiempo se conoció todo el temor de Motezuma, y lo que importaba la paz de Tlascala para que viniese a la razón.

La república entretanto, deseosa de poner a buena fe a los españoles, envió sus órdenes a los lugares del contorno para que acudiesen al cuartel con bastimentos, mandando que no llevasen por ellos precio ni rescate, lo cual se ejecutó puntualmente y creció la provisión sin que se atreviesen los paisanos a recibir la menor recompensa. Dos días después se descubrió por el camino de la ciudad una considerable tropa de indios que se venía acercando con insignias de paz; y avisado Cortés, mandó que se les franquease la entrada, y para recibirlos mezcló entre su acompañamiento a los embajadores mejicanos, dándoles a entender que les confiaba lo que deseaba poner en su noticia. Venía por cabo de los tlascaltecas el mismo Xicotencal, que tomó la comisión de tratar o concluir este gran negocio, bien fuese por satisfacer al senado, enmendando con esta acción su pasada rebeldía, o porque se persuadió a que convenía la paz, y como ambicioso de gloria, no quiso que se debiese a otro el bien de su república. Acompañábanle cincuenta caballeros de su facción y parentela, bien adornados a su modo. Era de más que mediana estatura, de buen talle, más robusto que corpulento; el traje, un manto blanco airosamente manejado, muchas plumas, y algunas joyas puestas en su lugar; el rostro de poco agradable proporción, pero que no dejaba de infundir respeto, haciéndose más reparable por el denuedo que por la fealdad. Llegó con desembarazo de soldado a la presencia de Cortés, y hechas sus reverencias tomó asiento, dijo quién era, y empezó su oración: «confesando que tenía toda la culpa de la guerra pasada, porque se persuadió a que los españoles eran parciales de Motezuma, cuyo nombre aborrecía, pero que ya como primer testigo de sus hazañas, venía con los méritos de rendido a ponerse en las manos de su vencedor, deseando merecer con esta sumisión y reconocimiento el perdón de su república, cuyo nombre y autoridad traía, no para proponer sino pedir rendidamente la paz, y admitirla como se la quisiesen conceder, que la demanda una y dos y tres veces en nombre del senado, nobleza y pueblo de Tlascala: suplicándole con todo encarecimiento que honrase luego aquella ciudad con su asistencia, donde hallaría prevenido alojamiento para toda su gente, y aquella veneración y servidumbre que se podía fiar de los que siendo valientes se rendían a rogar y obedecer; pero que solamente pedía, sin que pareciese condición de la paz sino dádiva de su piedad, que se hiciese buen pasaje a los vecinos y se reservasen de la licencia militar sus dioses y sus mujeres.»

Agradó tanto a Cortés el razonamiento y desahogo de Xicotencal, que no pudo dejar de manifestarlo en el semblante a los que le asistían, dejándose llevar del afecto que le merecían siempre los hombres de valor; pero mandó a doña Marina que se lo dijese así, porque no pensase que se alegraba de su proposición, y volvió a cobrar su entereza para ponderarle no sin alguna vehemencia «la poca razón que había tenido su república en mover una guerra tan injusta, y él en fomentar esta injusticia con tanta obstinación»; en que se alargó sin prolijidad a todo lo que pedía la razón, y después de acriminar el delito para encarecer el perdón, concluyó «concediendo la paz que le pedían, y que no les haría violencia ni extorsión alguna en el paso de su ejército»; a que añadió: «que cuando llegase el caso de ir a su ciudad, se les avisaría con tiempo, y se dispondría lo que fuese necesario para su entrada y alojamiento».

Sintió mucho Xicotencal esta dilación, mirándola como pretexto para examinar mejor la sinceridad del tratado; y con los ojos en el auditorio, dijo: «razón tenéis o Teules grandes (así llamaban a sus dioses), para castigar nuestra verdad con vuestra desconfianza, pero si no basta para que me creáis el hablaros en mí toda la república de Tlascala, yo que soy el capitán general de sus ejércitos, y estos caballeros de mi séquito, que son los primeros nobles y mayores capitanes de mi nación, nos quedaremos en rehenes de vuestra seguridad y estaremos en vuestro poder prisioneros o aprisionados todo el tiempo que os detuviereis en nuestra ciudad». No dejó de asegurarse mucho Hernán Cortés con este ofrecimiento, pero como deseaba siempre quedar superior, le respondió: «que no era menester aquella demostración para que se creyese que deseaban lo que tanto les convenía, ni su gente necesitaba de rehenes para entrar segura en su ciudad, y mantenerse en ella sin recelo, como se había mantenido en medio de sus ejércitos armados; pero que la paz quedaba firme y asegurada en su palabra, y su jornada sería lo más presto que se pudiese disponer». Con que disolvió la plática y los salió acompañando hasta la puerta de su alojamiento, donde agasajó de nuevo con los brazos a Xicotencal; y dándole después la mano, le dijo al despedirse: «que sólo tardaría en pagarle aquella visita el breve tiempo que había menester para despachar unos embajadores de Motezuma»; palabras que dieron bastante calor a la negociación, aunque las dejó caer como cosa en que no reparaba.

Quedóse después con los mejicanos, y ellos hicieron grande irrisión de la paz y de los que la proponían, pasando a culpa, no sin alguna enfadosa presunción, la facilidad con que se dejaron persuadir los españoles; y volviendo el rostro a Cortés le dijeron como que le daban doctrina: «que se admiraban mucho de que un hombre tan sabio no conociese a los de Tlascala, gente bárbara que se mantenía de sus ardides más que de sus fuerzas; y que mirase lo que hacía, porque sólo trataban de asegurarle para servirse de su descuido y acabar con él y con los suyos». Pero cuando vieron que se afirmaba en mantener su palabra, y en que no podía negar la paz a quien se la pedía, ni faltar al primer instituto de sus armas, quedaron un rato pensativos; de que resultó el pedirle, convertida en ruego la persuasión, que dilatase por seis días el marchar a Tlascala: en cuyo tiempo irían los dos más principales a poner en la noticia de su príncipe todo lo que pasaba, y quedarían los demás a esperar su resolución. Concedióselo Hernán Cortés, porque no le pareció conveniente romper con el respeto de Motezuma, ni dejar de esperar lo que diese de sí esta diligencia, siendo posible que se allanasen con ella las dificultades que ponía en dejarse ver. Así se aprovechaba de los afectos que reconocía en los tlascaltecas y en los mejicanos; y así daba estimación a la paz, haciéndosela desear a los unos y temer a los otros.