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ArribaAbajoLibro V


ArribaAbajoCapítulo I

Entra el ejército en los términos de Tlascala, y alojado en Gualipar, visitan a Cortés los caciques y senadores; celébrase con fiestas públicas la entrada en la ciudad, y se halla el afecto de aquella gente asegurado con nuevas experiencias


Recogió Hernán Cortés su gente que andaba divertida en el pillaje: volvieron a ocupar su puesto los soldados, y se prosiguió la marcha, no sin algún recelo de que se volviese a juntar el enemigo, porque todavía se dejaban reconocer algunas tropas en lo alto de las montañas; pero no siendo posible salir aquel día de los confines mejicanos, a tiempo que instaba la necesidad de socorrer a los heridos, se ocuparon unas caserías de corta o ninguna población, donde se pasó la noche como en alojamiento poco seguro, y al amanecer se halló el camino sin alguna oposición, despojados ya y libres de asechanzas los llanos convecinos, aunque duraban las señas de que se iba pisando tierra enemiga en aquellos gritos y amenazas distantes que despedían a los que no pudieron detener.

Descubriéronse a breve rato, y se penetraron poco después los términos de Tlascala, conocidos hasta hoy por los fragmentos de aquella insigne muralla que fabrican sus antiguos para defender las fronteras de su dominio, atando las eminencias del contorno por todos los parajes donde se descuidaba lo inaccesible de las sierras. Celebróse la entrada en el distrito de la república con aclamaciones de todo el ejército. Los tlascaltecas se arrojaron a besar la tierra como hijos desalados al regazo de su madre. Los españoles dieron al cielo con voces de piadoso reconocimiento primera la respiración de su fatiga. Y todos se reclinaron a tomar posesión de la seguridad cerca de una fuente, cuyo manantial se acreditó entonces de saludable y delicado, porque se refiere con particularidad, lo que celebraron el agua los españoles, fuese porque dio estimación al refrigerio la necesidad, o porque satisfizo a segunda sed bebida sin tribulación.

Hizo Hernán Cortés en este sitio un breve razonamiento a los suyos dándoles a entender: «cuánto importaba conservar con el agrado y la modestia el afecto de los tlascaltecas, y que mirase cada uno en la ciudad, como peligro de todos, la queja de un paisano». Resolvió después hacer alguna mansión en el camino para tomar lengua y disponer la entrada con noticia y permisión del senado, y a poco más de medio día se hizo alto en Gualipar, villa entonces de considerable población; cuyos vecinos salieron largo trecho a dar señas de su voluntad, ofreciendo sus cosas y cuanto fuese menester, con tales demostraciones de obsequio y veneración, que hasta los que venían recelosos llegaron a conocer que no era capaz de artificio aquel género de sinceridad. Admitió Hernán Cortés el hospedaje, y ordenó su cuartel con todas las puntualidades que parecieron convenientes para quitar los escrúpulos de la seguridad.

Trató luego de participar al senado la noticia de su retirada y sucesos con dos tlascaltecas; y por más que procuró adelantar este aviso, llegó primero la fama con el rumor de la victoria; y casi al mismo tiempo vinieron a visitarle por la república su grande amigo Magiscatzin, el ciego Xicotencal, su hijo y otros ministros del gobierno. Adelantóse a todos Magiscatzin, arrojándose a sus brazos y apartándose de ellos para mirarle y cumplir con su admiración, como quien no se acababa de persuadir a la felicidad de hallarle vivo. Xicotencal se hacía lugar con las manos hacia donde le guiaban los oídos; y manifestó su voluntad aún más afectuosamente, porque se quería informar con el tacto, y prorrumpió en lágrimas el contento, que al parecer, tomaban a su cargo el ejercicio de los ojos. Iban llegando los demás, entretanto que se apartaban los primeros a congratularse con los capitanes y soldados conocidos. Pero no dejó de hacerse algún reparo en Xicotencal el mozo, que anduvo más desagradable o más templado en los cumplimientos; y aunque se atribuyó entonces a entereza de hombre militar, se conoció brevemente que duraban todavía en su intención las desconfianzas de amigo reconciliado, y en su altivez los remordimientos de vencido. Apartóse Cortés con los recién venidos, y halló en su conversación cuantas puntualidades y atenciones pudiera desear en gente de mayor policía. Dijéronle que andaban ya juntando sus tropas con ánimo de socorrerle contra el común enemigo, y que tenían dispuesto salir con treinta mil hombres a romper los impedimentos de su marcha. Doliéronse de sus heridas mirándolas como desmán sacrílego de aquella guerra sediciosa. Sintieron la muerte de los españoles, y particularmente la de Juan Velázquez de León, a quien amaban, no sin algún conocimiento de sus prendas. Acusaron la bárbara correspondencia de los mejicanos; y últimamente le ofrecieron asistir a su desagravio con todo el grueso de sus milicias y con las tropas auxiliares de sus aliados: añadiendo para mayor seguridad, que ya no sólo eran amigos de los españoles, sino vasallos de su rey, y debían por ambos motivos estar a sus órdenes y morir a su lado. Así concluyeron su conversación distinguiendo, no sin discreción pundonorosa, las dos obligaciones de amistad y vasallaje, como que mandaba en ellos la fidelidad lo mismo que persuadía la inclinación.

Respondió Hernán Cortés a todas sus ofertas y proposiciones con reconocida urbanidad; y de lo que discurrieron unos y otros pudo colegir, que no sólo duraba en su primero vigor la voluntad de aquella gente, pero que había crecido en ellos la parte de la estimación: porque la pérdida que se hizo al salir de Méjico se miró como accidente de la guerra, y quedó totalmente borrada con la victoria de Otumba, que se admiró en Tlascala como prodigio del valor y último crédito de la retirada. Propusiéronle que pasase luego a la ciudad, donde tenían prevenido el alojamiento; pero se ajustaron fácilmente a conceder alguna detención al reparo de la gente, porque deseaban prevenirse para la entrada, y que se hiciese con pública solemnidad al modo que solían festejar los triunfos de sus generales.

Tres días se detuvo el ejército en Gualipar, asistido liberalmente de cuanto hubo menester por cuenta de la república; y luego que se hallaron los heridos en mejor disposición, se dio aviso a la ciudad y se trató de la marcha. Adornáronse los españoles lo mejor que pudieron para la entrada, sirviéndose de las joyas y plumas de los mejicanos vencidos: exterioridad en que iba significada la ponderación de la victoria, que hay casos en que importa la ostentación al crédito de las cosas, o suele pecar de intempestiva la modestia. Salieron a recibir el ejército los caciques y ministros en forma de senado con todo el resto de sus galas y numerosa comitiva de sus parentelas. Cubriéronse de gente los caminos: hervía en aplausos y aclamaciones la turba popular, andaban mezclados los víctores de los españoles con los oprobios de los mejicanos, y al entrar en la ciudad hicieron ruidosa y agradable salva los atabalillos, flautas y caracoles distribuidos en diferentes coros que se alternaban y sucedían, resonando en toques pacíficos los instrumentos militares. Alojado el ejército en forma conveniente, admitió Cortés, después de larga resistencia, el hospedaje de Magiscatzin, cediendo a su porfía por no desconfiarle. Llevóse consigo por esta misma razón el ciego Xicotencal a Pedro de Alvarado; y aunque los demás caciques se querían encargar de otros capitanes, se desvió cortesanamente la instancia, porque no era razón que faltasen los cabos del cuerpo de guardia principal. Fue la entrada que hicieron los españoles en esta ciudad por el mes de julio del año de mil quinientos y veinte, aunque también hay en esto alguna variedad entre los escritores; pero reservamos este género de reparos para cuando se discuerda en la sustancia de los sucesos, donde no cabe la extensión del poco más o menos

Diose principio aquella misma tarde a las fiestas del triunfo, que se continuaron por algunos días dedicando todos sus habilidades al divertimiento de los huéspedes y el aplauso de la victoria, sin excepción de los nobles ni de los mismos que perdieron amigos o parientes en la batalla; fuese por no dejar de concurrir a la común alegría, o por no ser permitido en aquella nación belicosa tener por adversa la fortuna de los que morían en la guerra. Ya se ordenaban desafíos con premios destinados al mayor acierto de las flechas; ya se competía sobre las ventajas del salto y la carrera; ya ocupaban la tarde aquellos funámbulos o volatines que se procuraban exceder en los peligros de la maroma, ejercicio a que tenían particular aplicación, y en que se llevaba el susto parte del entretenimiento; pero se alegraban siempre los fines y las veras del espectáculo con los bailes y danzas de invenciones y disfraces: fiesta de la multitud en que se daba libertad al regocijo, y quedaban por cuenta del ruido bullicioso las últimas demostraciones del aplauso.

Halló Hernán Cortés en aquellos ánimos toda la sinceridad y buena correspondencia que le habían prometido sus esperanzas. Era en los nobles amistad y veneración, lo que amor apasionado y obediencia rendida en el pueblo. Agradecía su voluntad y celebraba sus ejercicios agasajando a los unos y honrando a los otros, con igual confianza y satisfacción. Los capitanes le ayudaban a ganar amigos con el grado y con las dádivas; y hasta los soldados menores cuidaban de hacerse bienquistos, repartiendo generosamente las joyas y preseas que pudieron adquirir en el despojo de la batalla. Pero al mismo tiempo que duraba en su primera sazón esta felicidad, sobrevino un cuidado que puso los semblantes de otro color. Agravóse con accidentes de mala calidad la herida que recibió Hernán Cortés en la cabeza: venía mal curada, y el sobrado ejercicio de aquellos días trajo al cerebro una inflamación vehemente con recias calenturas, que postraron el sujeto y las fuerzas, reduciéndole a términos que llegó a temer el peligro de su vida.

Sintieron los españoles este contratiempo como amenaza de que pendía su conservación y su fortuna; pero fue más reparable por menos debida, la turbación de los indios, que apenas supieron la enfermedad cuando cesaron sus fiestas, y pasaron todos al extremo contrario de la tristeza y desconsuelo. Los nobles andaban asombrados y cuidadosos, preguntando a todas horas por el Teule; nombre como dijimos, que daban a sus semidioses, o poco menos que deidades. Los plebeyos solían venir en tropas a lamentarse de su pérdida, y era menester engañarles con esperanzas de la mejoría para reprimirlos, y apartarlos donde no hiciesen daño sus lástimas a la imaginación del enfermo. Convocó el senado los médicos más insignes de su distrito, cuya ciencia consistía en el conocimiento y elección de las yerbas medicinales, que aplicaban con admirable observación de sus virtudes y facultades, variando el medicamento según el estado y accidentes de la enfermedad, y se les debió enteramente la cura; porque sirviéndose primero de unas yerbas saludables y benignas para corregir la inflamación y mitigar los dolores de que procedía la calentura, pasaron por sus grados a las que disponían y cerraban las heridas con tanto acierto y felicidad, que le restituyeron brevemente a su perfecta salud. Ríase de los empíricos la medicina racional, que a los principios todo fue de la experiencia; y donde faltaba la natural filosofía, que buscó la causa por los efectos, no fue poco hallar tan adelantado el magisterio primitivo de la misma naturaleza. Celebróse con nuevos regocijos esta noticia: conoció Hernán Cortés con otra experiencia más el afecto de los tlascaltecas; y libre ya la cabeza para discurrir, volvió a la fábrica de sus altos designios, tirar nuevas líneas, dirigir inconvenientes y apartar dificultades: batalla interior de argumentos y soluciones, en que trabajaba la prudencia para componerse con la magnanimidad.




ArribaAbajoCapítulo II

Llegan noticias de que se había levantado la provincia de Tepeaca; vienen embajadores de Méjico y Tlascala; y se descubre una conspiración que intentaba Xicotencal el mozo contra los españoles


Venía Hernán Cortés deseoso de saber el estado en que se hallaban las cosas de la Vera-Cruz, por ser la conservación de aquella retirada una de las bases principales sobre que se había de fundar el nuevo edificio de que se trataba. Escribió luego a Rodrigo Rangel, que como dijimos, quedó nombrado por teniente de Gonzalo de Sandoval en aquel gobierno, y llegó brevemente su respuesta mediante la extraordinaria diligencia de los correos naturales, cuya sustancia fue: «que no se había ofrecido novedad que pudiese dar cuidado en la plaza ni en la costa: que Narbáez y Salvatierra quedaban asegurados en su prisión, y que los soldados estaban gustosos y bien asistidos, porque duraba en su primera puntualidad el afecto y buena correspondencia de los zempoales, totonaques y demás naciones confederadas».

Pero al mismo tiempo avisó que no habían vuelto a la plaza ocho soldados con un cabo que fueron a Tlascala por el oro que se dejó repartido a los españoles de aquella guarnición; y que si era cierta la voz que corría entre los indios de que los habían muerto en la provincia de Tepeaca, se podía temer que hubiese caído en el mismo lazo la gente de Narbáez que se quedó herida en Zempoala; porque habían marchado en tropas como fueron mejorando, con ansia de llegar a Méjico, donde se consideraban al arbitrio de la codicia las riquezas y las prosperidades.

Puso en gran cuidado a Cortés esta desgracia por la falta que hacían al presupuesto de sus fuerzas aquellos soldados, que según Antonio de Herrera, pasaban de cincuenta; y aunque fuese menor el número, como lo dice Bernal Díaz del Castillo, no por eso dejaría de quedar grande la pérdida en aquella ocasión, y en una tierra donde se contaba por millares de indios lo que suponía cada español. Informóse de los tlascaltecas amigos, y halló en ellos la misma noticia que daba Rangel, y la notable atención de habérsela recatado por no desazonar con nuevos cuidados su convalecencia.

Era cierto que los ocho soldados que vinieron de la Vera-Cruz llegaron a Tlascala y volvieron a partir con el oro de su repartimiento, en ocasión que andaba sospechosa la fidelidad de la provincia de Tepeaca, que fue una de las que dieron la obediencia en el primer viaje de Méjico. Y después se averiguó con evidencia que habían perecido en ella los unos y los otros; en que no dejaba que dudar la circunstancia de haber llamado tropas mejicanas con ánimo de mantener la traición: novedad que hizo necesario el empeño de sujetar aquellos rebeldes, y apartar de sus términos al enemigo, cuya diligencia no sufría dilación, por estar situada esta provincia en paraje que dificultaba la comunicación de Méjico a la Vera-Cruz: paso que debía quedar libre y asegurado antes de aplicar el ánimo a mayores empresas. Pero suspendió Hernán Cortés la negociación que se había de hacer con la república para que asistiese con sus fuerzas a esta facción; porque supo al mismo tiempo que los tepeaqueses habían penetrado pocos días antes los confines de Tlascala, destruyendo y robando algunas poblaciones de la frontera; y tuvo por cierto que le habrían menester para su misma causa, como sucedió con brevedad; porque resolvió el senado que se castigase con las armas el atrevimiento de aquella nación, y se procurase interesar a los españoles en esta guerra, pues estaban igualmente irritados y ofendidos por la muerte de sus compañeros: con que llegó el caso de que le rogasen lo mismo que deseaba, y se puso en términos de conceder lo que había de rogar.

Ofrecióse poco después otra novedad que puso en nuevo cuidado a los españoles. Avisaron de Gualipar que habían llegado a la frontera tres o cuatro embajadores del nuevo emperador mejicano, dirigidos a la república de Tlascala, y quedaban esperando licencia del senado para pasar a la ciudad. Discurrióse la materia en él con grande admiración, y no sin conocimiento de que se debían escuchar como amenazas encubiertas las negociaciones del enemigo: pero aunque se tuvo por cierto que sería la embajada contra los españoles, y estuvieron firmes en que no se les podría ofrecer conveniencia que preponderase a la defensa de sus amigos, se decretó que fuesen admitidos los embajadores, para que se lograse por lo menos aquel acto de igualdad tan desusado en la soberbia de los príncipes mejicanos; y se infiere del mismo suceso que intervino en este decreto el beneplácito de Cortés, porque fueron conducidos públicamente al senado los embajadores, y no hubo recato, disculpa o pretexto de que se pudiese argüir menos sinceridad en la intención de los tlascaltecas.

Hicieron su entrada con grande aparato y gravedad. Iban delante los tamenes bien ordenados con el presente sobre los hombros, que se componía de algunas piezas de oro y plata, ropas finas de la tierra, curiosidades y penachos con muchas cargas de sal, que allí era el contrabando más apetecido. Traían ellos mismos las insignias de la paz en las manos, gran cantidad de joyas, y numeroso acompañamiento de camaradas y criados: superfluidades en que a su parecer venía figurada la grandeza de su príncipe, y que algunas veces suelen servir a la desproporción de la misma embajada, siendo como unas ostentaciones del poder que asombran o divierten los ojos para introducir la sinrazón en los oídos. Esperóles el senado en su tribunal sin faltar a la cortesía ni exceder en el agasajo; pero celoso cuidadosamente de su representación, y mal encubierto el desagrado en la urbanidad.

Su proposición fue, después de nombrar al emperador mejicano con grandes sumisiones y atributos, «ofrecer de su parte la paz y alianza perpetua entre las dos naciones, libertad de comercio y comunicación de intereses; con calidad y condición que tomasen luego las armas contra los españoles, o se aprovechasen de su descuido y seguridad para deshacerse de ellos». Y no pudieron acabar su razonamiento porque se hallaron atajados, primero de un rumor indistinto que ocasionó la disonancia, y después de una irritación mal reprimida que prorrumpió en voces descompuestas, y se llevó tras sí la circunspección.

Pero uno de los senadores ancianos acordó a sus compañeros el desacierto en que se iban empeñando contra el estilo y contra la razón; y dispuso que los embajadores se retirasen a su alojamiento para esperar la resolución de la república. Lo cual ejecutado, se quedaron solos a discurrir sobre la materia; y sin detenerse a votar concurrieron todos en el mismo sentir de los que habían propalado inadvertidamente su voto, aunque se aliñaron los términos de la repulsa y se hizo lugar la cortesía en la segunda instancia de la cólera, resolviendo que se nombrasen tres o cuatro diputados que llevasen la respuesta del senado a los embajadores, cuya sustancia fue: «que se admitiría con toda estimación la paz, como viniese propuesta con partidos razonables, y proporcionados a la conveniencia y pundonor de ambos dominios; pero que los tlascaltecas observaban religiosamente las leyes del hospedaje, y no acostumbraban ofender a nadie sobre seguro; preciándose de tener por imposible lo ilícito, y de irse derechos a la verdad de las cosas, porque no entendían de pretextos ni sabían otro nombre a la traición». Pero no llegó el caso de lograrse la respuesta, porque los embajadores viendo tan mal recibida su proposición, se pusieron luego en camino, llevando tanto miedo como trajeron gravedad; y no pareció conveniente detenerlos porque había corrido la voz en Tlascala de que venían contra los españoles, y se temió algún movimiento popular que atropellase las prerrogativas de su ministerio y destruyese las atenciones del senado.

Esta diligencia de los mejicanos, aunque frustrada con tanta satisfacción de los españoles, no dejó de traer algún inconveniente, de que se empezó a formar otro cuidado. Calló Xicotencal el mozo en la junta de los senadores su dictamen, dejándose llevar del voto común, porque temió la indignación de sus compañeros, o porque le detuvo el respeto de su padre; pero se valió después de la misma embajada para verter entre sus amigos y parciales el veneno de que tenía preocupado el corazón, sirviéndose de la paz que proponían los mejicanos, no porque fuese de su genio ni de su conveniencia, sino por esconder en este motivo especioso la fealdad ignominiosa de su envidia y dañada intención. «El emperador mejicano, decía, cuya potencia formidable nos trae siempre con las armas en las manos, y envueltos en la continua infelicidad de una guerra defensiva, nos ruega con su amistad, sin pedirnos otra recompensa que la muerte de los españoles, en que sólo nos propone lo que debíamos ejecutar por nuestra propia conveniencia y conservación: pues cuando perdonemos a estos advenedizos el intento de aniquilar y destruir nuestra religión, no se pueden negar que tratan de alterar nuestras leyes y forma de gobierno, convirtiendo en monarquía la república venerable de los tlascaltecas, y reduciéndonos al dominio aborrecible de los emperadores: yugo tan pesado y tan violento, que aun visto en la cerviz de nuestros enemigos lastima la consideración.» No le faltaba elocuencia para vestir de razones aparentes su dictamen, ni osadía para facilitar la ejecución; y aunque le contradecían y procuraban disuadir algunos de sus confidentes, como estaba en reputación de gran soldado, se pudo temer que tomase cuerpo su parcialidad en una tierra donde bastaba el ser valiente para tener razón. Pero estaba tan arraigado en los ánimos el amor de los españoles, que se hicieron poco lugar las diligencias, y llegaron luego a la noticia de los magistrados. Tratóse la materia en el senado con toda la reserva que pedía un negocio de semejante consideración, y fue llamado a esta conferencia Xicotencal el viejo, sin que bastase la razón de ser hijo suyo el delincuente para que se desconfiase de su entereza y justificación.

Acriminaron todos este atentado como indigna cavilación de hombre sedicioso que intentaba perturbar la quietud pública, desacreditar las resoluciones del senado y destruir el crédito de su nación. Inclináronse algunos votos a que se debía castigar semejante delito con pena de muerte, y fue su padre uno de los que más esforzaron este dictamen, condenando en su hijo la traición, como juez sin afectos, o mejor padre de la patria.

Pudo tanto en los ánimos de aquellos senadores la constancia pundonorosa del anciano, que se mitigó por su contemplación el rigor de la sentencia, reduciéndose los votos a menos sangrienta demostración. Hiciéronle traer preso al senado, y después de reprender su atrevimiento con destemplada severidad, le quitaron el bastón de general, deponiéndole del ejercicio y prerrogativas del cargo, con la ceremonia de arrojarle violentamente por las gradas del tribunal; cuya ignominia le obligó dentro de pocos días a valerse de Cortés con demostraciones de verdadera reconciliación; y a instancia suya fue restituido en sus honores y en la gracia de su padre; aunque después de algunos días volvió a reverdecer la raíz infecta de su mala intención, y reincidió en nueva inquietud que le costó la vida como veremos en su lugar. Pudieron ambos lances producir inconvenientes de grande amenaza y dificultoso remedio; pero el de Xicotencal llegó a noticia de Cortés cuando estaba prevenido el daño y castigado el delito, y el de los embajadores mejicanos dejó satisfecho a los menos confiados, quedando en uno y otro nuevamente acreditada la rara fidelidad de los tlascaltecas; que vista en una gente de tan limitada policía, y en aquel desabrigo de los medios humanos, llegó a parecer milagrosa, o por lo menos se miraba entonces como uno de los efectos en que no se halla razón natural si se busca entre las causas inferiores.




ArribaAbajoCapítulo III

Ejecútase la entrada en la provincia de Tepeaca; y vencidos los rebeldes que aguardaron en campaña con la asistencia de los mejicanos, se ocupa la ciudad, donde se levanta una fortaleza con el nombre de Segura de la Frontera


Entretanto que andaba Xicotencal el mozo convocando las milicias de su república, cebado ya en la guerra de Tepeaca, y deseoso entonces de borrar con los excesos de su diligencia las especies de su infidelidad, procuraba Cortés encaminar los ánimos de los suyos al conocimiento de que no se podía excusar el castigo de aquella nación, poniéndoles delante su rebeldía, la muerte de los españoles, y cuantos motivos podían hacer a la compasión y llamar a la venganza; pero no todos se ajustaban a que fuese conveniente aquella facción, en cuyo dictamen sobresalieron los de Narbáez, que a vista de los trabajos padecidos se acordaban con mayor afecto del ocio y de la comodidad, clamando por asistir a las granjerías que dejaron en la isla de Cuba. Tenían por impertinente la guerra de Tepeaca, insistiendo en que se debía retirar el ejército de la Vera-Cruz para solicitar asistencias de Santo Domingo y Jamaica, y volver menos aventurados a la empresa de Méjico, no porque tuviesen ánimo de perseverar en ella, sino por acercarse con algún color a la lengua de agua para clamar o resistir con mayor fuerza. Y llegó a tanto su osadía, que hicieron notificar a Hernán Cortés una protesta legal, adornada con algunos motivos de mayor atrevimiento que sustancia, en que andaba el bien público y el servicio del rey, procurando apretar los argumentos del temor y de la flojedad.

Sintió vivamente Cortés que se hubiesen desmesurado a semejante diligencia en tiempo que tenían los enemigos, que asistían en Tepeaca, ocupado el camino de la Vera-Cruz, y no era posible penetrarle sin hacer la guerra que rehusaban. Hízolos llamar a su presencia, y necesitó de toda su reportación para no destemplarse con ellos; porque la tolerancia o el disimulo de una injuria propia es dificultad que suele caber en ánimos como el suyo; pero sufrir en un despropósito la injuria de la razón, es en los hombres de juicio la mayor hazaña de la paciencia.

Agradeció como pudo los buenos deseos con que solicitaban la conservación del ejército; y sin detenerse a ponderar las razones que ocurrían para no faltar al empeño que estaba hecho con los tlascaltecas, aventurando su amistad, y dejando consentida la traición de los tepeaqueses, se valió de motivos proporcionados al discurso de unos hombres a quien hacía poca fuerza lo mejor; para cuyo efecto les dijo solamente: «que teniendo el enemigo los pasos estrechos de la montaña, precisamente se había de pelear para salir a lo llano; que ir solos a esta facción sería perder voluntariamente, o por lo menos aventurar sin disculpa el ejército; que ni era practicable pedir socorro a los tlascaltecas, ni ellos le darían para una retirada que se hacía contra su voluntad; y que una vez sujeta la provincia rebelde, y asegurado el camino, en lo cual asistiría con todas sus fuerzas la república, les ofrecía sobre la fe de su palabra que podrían retirarse con licencia suya cuantos no se determinasen a seguir sus banderas». Con que los dejó reducidos a servir en aquella guerra, quedando en conocimiento de que no eran a propósito para entrar en mayores empeños; y trató de poner luego en ejecución su jornada con que se quietaron por entonces.

Eligió hasta ocho mil tlascaltecas de buena calidad, divididos en tropas según su costumbre, con algunos capitanes de los que ya tenía experimentados en el viaje de Méjico. Dejó a cargo de su nuevo amigo Xicotencal que siguiese con el resto de sus milicias; y puesta en orden su gente, se halló con cuatrocientos y veinte soldados españoles, incluso los capitanes, y diez y siete caballos, armada la mayor parte de picas, espadas y rodelas, algunas ballestas y pocos arcabuces, porque no sobraba la pólvora, cuya falta obligó a que se dejasen los demás en casa de Magiscatzin.

Marchó el ejército con grandes aclamaciones del concurso popular y grande alegría de los mismos soldados tlascaltecas: pronóstico de la victoria en que tenían su parte los espíritus de la venganza. Hízose alto aquel día en el primer lugar de la tierra enemiga, situado tres leguas de Tlascala y cinco de Tepeaca, ciudad capital que dio su nombre a la provincia. Retiróse la población a la primera vista del ejército y sólo dieron alcance los batidores a seis o siete paisanos que aquella noche hallaron agasajo y seguridad entre los españoles, no sin alguna repugnancia de los tlascaltecas, en cuya irritación tuvieron diferente acogida. Llamólos a la mañana Hernán Cortés, y alentándolos con algunas dádivas los puso a todos en libertad, encargándoles que por el bien de su nación dijesen de su parte a los caciques y ministros principales de la ciudad: «que venía con aquel ejército a castigar la muerte de tantos españoles como habían perdido alevosamente la vida en su distrito, y la traición calificada con que se habían negado a la obediencia de su rey; pero que determinándose a tomar las armas contra los mejicanos, para cuyo efecto los asistiría con sus fuerzas y las de Tlascala, quedaría borrada con un perdón general la memoria de ambas culpas, y serían restituidos a su amistad, excusando los daños de una guerra, cuya razón los amenazaba como delicuentes, y los trataría como enemigos».

Partieron con este mensaje, y al parecer bastantemente asegurados, porque doña Marina y Aguilar añadieron a lo que dictaba Cortés, algunos amigables consejos y seguridades en orden a que podían volver sin recelo, aunque fuese mal admitida la proposición de la paz. Y así lo ejecutaron el día siguiente, acompañándolos en esta función dos mejicanos, que al parecer venían como celadores de la embajada para que no se alterasen los términos de la repulsa, cuya sustancia fue insolente y descomedida: «que no querían la paz, ni tardarían mucho en buscar a sus enemigos en campaña para volver con ellos maniatados a las aras de sus dioses». A que añadieron otros desprecios y amenazas de hombres que hacían la cuenta con el número de su ejército. No se dio por satisfecho Hernán Cortés con esta primera diligencia, y los volvió a despachar con nuevo requerimiento que ordenó para su mayor justificación, en que los protestaba: «que no admitiendo la paz con las condiciones propuestas, serían destruidos a fuego y a sangre como traidores a su rey, y quedarían esclavos de los vencedores, perdiendo enteramente la libertad cuantos no perdiesen la vida». Hízose la notificación a los enviados con asistencia de los intérpretes, y dispuso que llevasen por escrito una copia del mismo requerimiento, no porque le hubiesen de leer, sino porque al oír de sus mensajeros aquella intimación de tanta severidad, temiesen algo más de las palabras sin voz que llevaba el papel: que como extrañaban tanto en los españoles el oficio de la pluma, teniendo por sobrenatural que pudiesen hallarse y entenderse desde lejos, quiso darles en los ojos con lo que les hacía ruido en el cuidado: que fue como llamarlos al miedo por el camino de la admiración.

Pero sirvió de poco este primor, porque fue aún más briosa y más descortés la segunda respuesta; con la cual llegó el aviso de que venía marchando en diligencia más que ordinaria el ejército enemigo, y Hernán Cortés, resuelto a buscarle, ordenó luego su gente, y la puso en marcha sin detenerse a instruirla ni animarla, porque los españoles estaban diestros en aquel género de batallas, y los tlascaltecas iban tan deseosos de pelear, que trabajó más la razón en detenerlos.

Aguardaban los enemigos mal emboscados entre unos maizales, aunque los produce tan densos y crecidos la fertilidad de aquella tierra, que pudieran lograr el lazo si fuera mayor su advertencia: pero se reconoció desde lejos el bullicio de su natural inquietud, y la noticia de los batidores llegó a tiempo que dadas las órdenes y prevenidas las armas, se consiguió al acercarse a la celada con un género de sosiego que procuraba imitar el descuido.

Diose principio al combate prolongando los escuadrones, lo que fue necesario para guardar las espaldas; y los mejicanos que traían la vanguardia, se hallaron acometidos por todas partes cuando se andaban disponiendo para ocupar la retirada. Facilitó su turbación el primer avance, y fueron pasados a cuchillo cuantos no se retiraron anticipadamente. Fuese ganando tierra sin perder la formación del ejército, y porque las flechas y demás armas arrojadizas perdían la fuerza y la puntería en las cañas de maíz, lo hicieron las espadas y las picas. Rehiciéronse después los enemigos y esperaron segundo choque, alargando la disputa con el último esfuerzo de la desesperación; pero se detuvo poco en declararse la victoria, porque los mejicanos cedieron, no solamente la campaña, sino todo el país buscando refugio en otros aliados; y a su ejemplo se retiraron los tepeaqueses con el mismo desorden, tan atemorizados, que vinieron aquella misma tarde sus comisarios a rendir la ciudad, pidiendo cuartel, y dejándose a la discreción o a la clemencia de los vencedores.

Perdió el enemigo en esta facción la mayor parte de sus tropas, hiciéronse muchos prisioneros, y el despojo fue considerable. Los tlascaltecas pelearon valerosamente; y lo que más se pudo extrañar, tan atentos a las órdenes, que a fuerza de su mejor disciplina murieron solamente dos o tres de su nación. Murió también un caballo, y de los españoles hubo algunos heridos, aunque tan ligeramente que no fue necesario que se retirasen. El día siguiente se hizo la entrada en la ciudad; y así los magistrados como los militares que salieron al recibimiento, y el concurso popular que los seguía, vinieron desarmados a manera de reos, llevando en el silencio de los semblantes confesada o reconocida la confusión de su delito.

Humilláronse todos al acercarse, hasta poner la frente sobre la tierra; y fue necesario que los alentase Cortés para que se atreviesen a levantar los ojos. Mandó luego que los intérpretes aclamasen, levantando la voz, al rey don Carlos, y publicasen el perdón general en su nombre, cuya noticia rompió las ataduras del miedo, y empezaron las voces y los saltos a celebrar el contento. Señalóse a los tlascaltecas su cuartel fuera de poblado porque se temió que pudiese más en ellos la costumbre de maltratar a sus enemigos que la sujeción a las órdenes en que se iban habituando; y Hernán Cortés se alojó en la ciudad con sus españoles, con la unión y cautela que pedía la ocasión, durando en este género de recelo hasta que se conoció la sencillez de aquellos ánimos, que a la verdad fueron solicitados y asistidos por los mejicanos, así para la primera traición, como para los demás atrevimientos.

Hallábanse ya escarmentados y pesarosos de haber dado segunda vez la cerviz al yugo intolerable de aquella nación; y tan desengañados en el conocimiento de que, aun viniendo como amigos, no sabían abstenerse de mandar en las haciendas, en las honras y en las vidas, que hicieron ellos mismos diferentes instancias a Hernán Cortés para que no desamparase la ciudad; de que se tomó pretexto para levantar allí una fortaleza que se les dio a entender era para defenderlos, siendo para sujetarlos; y sobre todo, para dar seguridad al paso de la Vera-Cruz, a cuyo fin convenía mantener aquel puesto, que siendo fuerte por naturaleza, podía recibir con facilidad los reparos del arte. Cerráronse las avenidas con algunas trincheras de fagina y tierra que diesen recinto a la ciudad, atando las quiebras de la montaña; y en lo más eminente se levantó una fortificación de materia más sólida en forma de castillo, que se tuvo por bastante retirada para cualquier accidente de los que se podían ofrecer en aquel género de guerra. Diose tanto calor a la fábrica, y asistieron a ella los naturales y circunvecinos con tanta solicitud y en tanto número, que se puso en defensa dentro de breves días; y Hernán Cortés señaló algunos españoles que se quedasen a defender aquella plaza que hizo llamar Segura de la Frontera, y fue la segunda población española del imperio mejicano.

Desembarazóse primero para dar cobro a estas disposiciones de los prisioneros mejicanos y tepeaqueses de la victoria pasada; y ordenó que fuesen llevados a Tlascala con particular cuidado, porque ya se apreciaban como alhajas de valor, habiéndose introducido entonces en aquella tierra el herrarlos y venderlos como esclavos: abuso y falta de humanidad que tuvo su principio en las islas donde se practicaba ya este género de terror contra los indios rebeldes; aunque no se refiere como disculpa el ejemplar, que siempre yerra segunda vez quien sigue lo culpable, y por más que fuese ajeno el primer desacierto, quedaría con circunstancias de reincidencia la imitación.

No se detuvo muchos días el remedio y la reprensión de semejante desorden, aunque llegó a noticia del emperador, fundado en algunos de los motivos que hacen lícita la esclavitud entre los cristianos, y fue punto que ventiló en largas disputas y papeles. Pero aquel ánimo real, verdaderamente religioso y compasivo, se dejó pendientes las controversias de los teólogos, y ordenó de propio dictamen que fuesen restituidos en su libertad cuando lo permitiese la razón de la guerra, y en el ínterin tratados como prisioneros y no como esclavos: heroica resolución en que obró tanto la prudencia como la piedad porque ni en lo político fuera conveniente introducir la servidumbre para mejorar el vasallaje, ni en lo católico desautorizar con la cadena y el azote la fuerza de la razón.




ArribaAbajoCapítulo IV

Envía Hernán Cortés diferentes capitanes a reducir o castigar los pueblos inobedientes, y va personalmente a la ciudad de Guacachula contra un ejército mejicano que vino a defender su frontera


Poco después que se alojó el ejército en Tepeaca, llegó con el resto de sus tropas Xicotencal, y creció, según dicen algunos, a cincuenta mil hombres el ejército auxiliar de los tlascaltecas. Convenía para sosegar a los tepeaqueses, que andaban recelosos de su vecindad, ponerlos en alguna operación, y sabiendo Hernán Cortés que al fomento de los mejicanos se mantenían fuera de la obediencia tres o cuatro lugares de aquel distrito, envió diferentes capitanes, dando a cada uno veinte o treinta españoles, y número considerable de tlascaltecas, para que los procurasen reducir a la paz con términos suaves, o pasasen a castigar con las armas su obstinación. En todos se halló resistencia, y en todos hizo la fuerza lo que no pudo la mansedumbre; pero se consiguió el intento sin perder un hombre, y los capitanes volvieron victoriosos, dejando sujetas aquellas poblaciones rebeldes, y no sin escarmiento a los mejicanos que huyeron rotos y deshechos de la otra parte de los montes. El despojo que se adquirió en el alcance de los enemigos, y en los mismos lugares sediciosos, fue rico y abundante de todos géneros. Los prisioneros excedían el número de los vencedores. Dicen que llegarían a dos mil los que se hicieron sólo en Tecamachalco, donde se apretó la mano en el castigo, porque sucedió en este lugar la muerte de los españoles. Y ya no se llamaban prisioneros sino cautivos, hasta que puestos en venta perdían el nombre, y pasaban a la servidumbre personal; dando el rostro a la nota miserable de la esclavitud.

Había muerto en esta sazón, según la noticia que se tuvo poco después, el emperador que sucedió a Motezuma en la corona, que como dijimos se llamaba Quetlabaca, señor de Iztapalapa; y juntándose los electores, dieron su voto y la investidura del imperio a Guatimozin, sobrino y yerno de Motezuma. Era mozo de hasta veinte y cinco años, y de tanto espíritu y vigilancia, que a diferencia de su antecesor, se dio a los cuidados públicos, deseando que se conociese luego lo que valen, puestas en mejor mano, las riendas del gobierno. Supo lo que iban obrando los españoles en la provincia de Tepeaca; y previniendo los designios a que podrían aspirar con la reunión de los tlascaltecas y demás provincias confinantes, entró en aquel temor razonable de que suele formar sus avisos la prudencia.

Hizo notables prevenciones que dieron grande recomendación a los principios de su reinado. Alentó la milicia con premios y exenciones; ganó el aplauso de los pueblos con levantar enteramente los tributos por el tiempo que durase la guerra; hízose más señor de los nobles con dejarse comunicar, templando aquella especie de adoración a que procuraban elevar el respeto sus antecesores; repartió dádivas y ofertas entre los caciques de la frontera, exhortándolos a la fidelidad y a la propia defensa; y porque no se quejasen de que les dejaba todo el peso de la guerra, envió un ejército de treinta mil hombres que diese calor a las milicias naturales. Y a vista de estas prevenciones, tienen despejo los émulos de nuestra nación para decir que se lidiaba con brutos incapaces, que sólo se juntaban para ceder a la industria y al engaño, más que al valor y a la constancia de sus enemigos.

Tuvo noticia Hernán Cortés de que se prevenía ejército en la frontera, y no le dejaron que dudar tres o cuatro mensajeros nobles que le despachó el cacique de Guacachula, ciudad populosa y guerrera, situada en el paso de Méjico, y una de las que miraba el nuevo emperador como antemural de sus estados. Venían a pedir socorro contra los mejicanos; quejábanse de sus violencias y desprecios; ofrecían tomar las armas contra ellos luego que se dejase ver de sus murallas el ejército de los españoles. Facilitaban la empresa y la querían justificar, diciendo que su cacique debía ser asistido como vasallo de nuestro rey, por ser uno de los que dieron la obediencia en la junta de nobles que se hizo a convocación de Motezuma. Preguntóles Hernán Cortés qué grueso tendría el enemigo en aquel paraje; y respondieron que hasta veinte mil hombres en el distrito de la ciudad, y en otra que se llamaba Izucan, distante cuatro leguas, otros diez mil; pero que de Guacachula y algunos lugares de su contribución se juntarían número muy considerable de gente irritada y valerosa que sabría gozar de la ocasión, y servirse de las manos. Examinólos cuidadosamente haciéndoles diferentes instancias, a fin de penetrar el ánimo de su cacique; y dieron tan buena razón de sí, que le dejaron persuadido a que venia sin doblez la proposición: y cuando le quedase algún recelo procuraría disimularle, porque aun en caso de salir incierto el tratado, era ya necesario echar de allí al enemigo, y sujetar aquellas ciudades fronterizas antes que se pusiese mayor cuidado en defenderlas.

Tomó tan de veras el empeño, que formó aquel mismo día un ejército de hasta trescientos españoles, con doce o trece caballos, y más de treinta mil tlascaltecas, encargando la facción al maestre de campo Cristóbal de Olid; y andaba tan cerca entonces el disponer del ejecutar, que marchó a la mañana siguiente, llevando consigo a los mensajeros, y orden para que se procurase adelantar con recato hasta ponerse cerca de la ciudad; y caso que hubiese algún recelo de trato doble, se abstuviese de atacar la población, y procurase romper antes a los mejicanos, llamándolos a la batalla en algún puesto ventajoso.

Iban todos alegres y de buen ánimo; pero a seis leguas de Tepeaca, y casi a la misma distancia de Guacachula, donde hizo alto el ejército, corrió la voz de que venía en persona el emperador mejicano a socorrer aquellas ciudades con todo el resto de sus fuerzas. Decíanlo así los paisanos sin dar fundamento en el origen de esta noticia; pero los españoles de Narbáez la creyeron y, la multiplicaron sin oír razón ni atender a las órdenes. Contradecían a rostro descubierto la jornada, protestando que se quedarían, con tanta irreverencia que llegó a enojarse con ellos Cristóbal de Olid, y a despedirlos con desabrimiento, amenazándolos con el enojo de Cortés, porque no les hacía fuerza el deshonor de la retirada. Y al mismo tiempo que trataba de proseguir sin ellos su marcha, se ofreció nuevo accidente, que si no llegó a turbar su constancia, puso en compromiso la resolución y el acierto de la misma jornada.

Viéronse descender tropas de gente armada por lo alto de las montañas vecinas, que se iban acercando en más que ordinaria diligencia; y le obligaron a poner en orden su gente, creyendo que le buscaban ya los mejicanos; en que obró lo que debía, que nunca daña a la salud de los ejércitos los excesos del cuidado. Pero algunos caballos que adelantó a tomar lengua, volvieron con aviso de que venía por capitán de aquellas tropas el cacique de Guajocingo, a quien acompañaban otros caciques sus confederados con ánimo de asistir a los españoles en aquella guerra contra los mejicanos, que tenían ocupada la frontera y amenazados sus dominios. Mandó con esta noticia que hiciesen alto las tropas, y viniesen los caciques a verse con él, como lo ejecutaron luego. Pero de lo mismo que al parecer debían alegrarse todos, se levantó segunda voz en el ejército que tomó su principio en los tlascaltecas, y comprendió brevemente a los españoles. Decían unos y otros que no era seguro fiarse de aquella gente: que su amistad era fingida, y que la enviaban los mejicanos para que se declarase por enemiga cuando llegase la ocasión de la batalla. Oyólos Cristóbal de Olid, y dejándose llevar con poco examen a la misma sospecha, prendió luego a los caciques, y los envió a Tepeaca para que determinase Cortés lo que se debía ejecutar: acción atropellada en que aventuró que sucediese alguna turbación entre los suyos, y los que verdaderamente venían como amigos, pero éstos perseveraron a vista de aquella desconfianza sin moverse del paraje donde se hallaban, dándose por satisfechos de que se remitiese a Cortés el conocimiento de su verdad; y los demás no se atrevieron a inquietarlos, porque dieron cuenta y quedaron obligados a esperar la orden.

Llegaron los presos en breve a la presencia de Cortés, y se quejaron de Cristóbal de Olid en términos razonables, dando a entender que no sentían la mortificación de sus personas, sino el desaire de su fidelidad. Oyólos benignamente, y haciéndoles quitar las prisiones, procuró satisfacerlos y confiarlos, porque halló en ellos todas las señas que suele traer consigo la verdad para diferenciarse del engaño. Pero entró en dictamen de que ya necesitaba de su asistencia la facción, porque la desconfianza de aquellas naciones amigas, y las voces que habían corrido en el ejército, eran amenazas del intento principal. Dispuso luego su jornada, y encargando a los ministros de justicia el gobierno y dependencias de la nueva población, partió con los caciques y una pequeña escolta de los suyos, tan diligente y deseoso de facilitar la empresa, que llegó en breves horas al ejército. Alentáronse todos con su presencia; pusiéronse las cosas de otro color; serenóse la tempestad que iba oscureciendo los ánimos; reprendió a Cristóbal de Olid, no el haberle dado noticia de aquella novedad, hallándose tan cerca, sino el haber manifestado sus recelos con la prisión de los caciques. Y unidas las fuerzas, marchó sin más detención la vuelta a Guacachula, ordenando que se adelantasen los mensajeros de aquella ciudad, y diesen aviso a su cacique del paraje donde se hallaba, y de las fuerzas con que venía; no porque necesitase ya de sus ofertas, sino por excusar el empeño de tratar como enemigos a los que deseaba reducir y conservar.

Tenían su alojamiento los mejicanos de la otra parte de la ciudad; pero al primer aviso de sus centinelas se movieron con tanta celeridad, que al tiempo que llegaron los españoles a tiro de arcabuz, habían formado su ejército y ocupado el camino con ánimo de medir las fuerzas al abrigo de la plaza. Trabóse con rigurosa determinación la batalla, y los enemigos empezaron a resistir y ofender con señas de alargar la disputa, cuando el cacique logró la ocasión y desempeñó su fidelidad, cerrando con ellos por las espaldas, y ofendiéndolos al mismo tiempo desde la muralla con tan buena orden y tanta resolución, que facilitó mucho la victoria, y en poco más de media hora fueron totalmente deshechos los mejicanos, siendo pocos los que pudieron escapar de muertos o heridos.

Alojóse dentro de la ciudad Hernán Cortés con españoles, señalando su cuartel fuera de los muros a los tlascaltecas y demás aliados, cuyo número fue creciendo por instantes; porque a la fama de que se movía su persona, salieron otros caciques de la tierra obediente con sus milicias a servir debajo de su mano; y creció tanto su ejército, que según su misma relación, llegó a Guacachula con más de ciento y veinte mil hombres. Dio las gracias al cacique y a los soldados naturales, atribuyéndoles enteramente la gloria del suceso; y ellos se ofrecieron para la empresa de Izucan, no sin presunción de necesarios por la noticia con que se hallaban de la tierra, y por que ya se podía fiar de su valor. Tenía el enemigo en aquella ciudad, como lo avisó el cacique, más de diez mil hombres de guarnición, sin los que se le arrimarían de la rota pasada. Los paisanos de su población y distrito se hallaban empeñados a todo riesgo en la enemistad de los españoles. La plaza era fuerte por naturaleza, y por algunas murallas con sus rebellines que cerraban el paso entre las montañas: bañábala un río, que necesariamente se había de penetrar, y llegó noticia de que habían roto el puente para disputar la ribera: circunstancias bastantes para que no se despreciase la facción, ni se dejase de mover todo el ejército.

Iba Cristóbal de Olid en la vanguardia con la gente señalada para el esguazo, en cuya oposición halló la mayor parte del ejército enemigo; pero se arrojó al agua peleando y ganó la otra ribera con tanta determinación y tan arrestado en los avances, que le mataron el caballo y le hirieron en un muslo. Huyeron los enemigos a la ciudad, donde pensaron mantenerse, porque habían echado fuera la gente inútil, niños y mujeres, quedándose con más de tres mil paisanos hábiles, y bastimentos de reserva para muchos días. El aparato de las murallas y el número de los defensores daban con la dificultad en los ojos, y premisas de que sería coloso el asalto; pero apenas acabó de pasar el ejército y se dieron las órdenes de acometer, cuando cesaron los gritos y desapareció por todas partes la guarnición. Púdose temer algún estratagema de los que alcanzaba su milicia, si al mismo tiempo no se descubriera la fuga de los mejicanos, que puestos en desorden iban escapando a la montaña. Envió Cortés en su alcance algunas compañías de españoles con la mayor parte de los tlascaltecas; y aunque militaba por los enemigos lo agrio de la cuesta, se consiguió el romperlos tan ejecutivamente, que apenas se les dio lugar para que volviesen el rostro.

La ciudad estaba tan desamparada, que sólo se pudieron hallar entre los prisioneros tres o cuatro de los naturales; por cuyo medio trató Hernán Cortés de recoger a los demás, enviándolos a los bosques donde tenían retiradas sus familias, para que de su parte, y en nombre del rey, ofreciesen perdón y buen pasaje a cuantos se volviesen luego a sus casas; cuya diligencia bastó para que se poblase aquel mismo día la ciudad, volviéndose casi todos a gozar del indulto. Detúvose Cortés en ella dos o tres días para que perdiesen el miedo y abrazasen la obediencia con el ejemplo de Guacachula. Despidió al mismo tiempo las tropas de los caciques amigos, partiendo con ellos el despojo de ambas facciones; y se volvió a Tepeaca con sus españoles y tlascaltecas, dejando libre de mejicanos la frontera, obedientes aquellas ciudades que tanto suponían, asegurado con la experiencia el afecto de las naciones amigas, y frustradas las primeras disposiciones del nuevo emperador mejicano.

No quiere Bernal Díaz del Castillo que se hallase Cortés en esta expedición. Puédese dudar si fue por autorizar la disculpa de haberse quedado en Segura de la Frontera, como lo confiesa pocos renglones antes, o si le llevó inadvertidamente, la pasión de contradecir en esto, como en todo, a Francisco López de Gómara; porque los demás escritores afirman lo que dejamos referido, y el mismo Hernán Cortés en la carta para el emperador, escrita en treinta de octubre de mil quinientos y veinte, da los motivos que le obligaron a seguir entonces el ejército. Sentimos que se ofrezcan estas ocasiones de impugnar al autor que vamos siguiendo: pero en este caso fuera culpa de Cortés, indigna en su cuidado, no haber asistido personalmente donde le llamaban desde tan cerca desconfianzas de los suyos, quejas de los confederados, voces de poco respeto entre los de Narbáez, Cristóbal de Olid, que gobernaba el ejército, parcial de los recelosos, y una empresa de tanta consideración aventurada. Perdone Bernal Díaz, que cuando lo dijese como lo entendió, pudo antes caber un descuido en su memoria, que una falta en la verdad; y un desacierto en la vigilancia de Cortés.




ArribaAbajoCapítulo V

Procura Hernán Cortés adelantar algunas prevenciones de que necesitaba para la empresa de Méjico; hállase casualmente con un socorro de españoles; vuelve a Tlascalteca y halla muerto a Magiscatzin


Apenas llegó Hernán Cortés a Tepeaca y a Segura de la Frontera, cuando le avisaron de Tlascala que su grande amigo Magiscatzin quedaba en los últimos plazos de la vida: noticia de gran sentimiento suyo; porque le debía una voluntad apasionada, que se había hecho recíproca y de igual correspondencia con el trato y la obligación. Pero deseando socorrerle con la mejor prueba de su amistad, despachó luego al padre fray Bartolomé de Olmedo para que atendiese el socorro de su alma, procurando reducirle al gremio de la iglesia. Estaba cuando llegó este religioso poco menos que rendido a la fuerza de la enfermedad; pero con el juicio libre y el ánimo dispuesto a recibir impresión, porque le desagradaban los ritos y la multiplicidad de sus dioses; y hallaba menos disonancia en la religión de los españoles, inclinado a las congruencias que le dictaba la razón natural, y ciego, al parecer, más por falta de luz, que por defecto de los ojos. Trabajó poco en persuadirle fray Bartolomé porque halló conocido el error y deseado el acierto; conque sólo necesitó de instruirle y amonestarle para excitar la voluntad y quitar el entendimiento. Pidió a breve rato con grandes ansias el bautismo, y le recibió con entera deliberación, gastando el poco tiempo que le duró la vida en fervorosas ponderaciones de su felicidad, y en exhortar a sus hijos que dejasen la idolatría y obedeciesen a su amigo Hernán Cortés, procurando con todas veras, y como punto de conveniencia propia, la conservación de los españoles; porque según lo que le decía en aquella hora el corazón, estaba creyendo que había de caer en sus manos el dominio de aquella tierra. Pudo inspirárselo Dios; pero también pudo colegirlo de los antecedentes, y ser dictamen suyo este que se refiere como profecía. Lo que no se debe dudar es que le premió Dios con aquella última docilidad y extraordinaria vocación, lo que obró en favor de los cristianos, así como le tomó por instrumento principal del abrigo que tantas veces debieron a la república de Tlascala. Fue hombre de virtudes morales, y de tan ventajosa capacidad, que llegó a ser el primero en el senado, y casi a mandar en sus resoluciones, porque cedían todos a su autoridad y a su talento; y él sabía disponer como absoluto, sin exceder los límites de aconsejar como repúblico. Sintió Hernán Cortés su muerte como pérdida incapaz de consuelo, aunque le hacía más falta como amigo, que como director de sus intentos, por hallarse ya introducido en la voluntad y en el respeto de toda la república. Pero el cielo, que al parecer cuidaba animarle para que no desistiese, le socorrió entonces con un suceso favorable que mitigó su tristeza, y puso de mejor condición sus esperanzas.

Llegó al surgidero de San Juan de Ulúa un bajel de mediano porte, en que venían trece soldados españoles y dos caballos, con algunos bastimentos y municiones que remitía Diego Velázquez de socorro a Pánfilo de Narbáez, creyendo que tendría ya por suyas las conquistas de aquella tierra, y a su devoción el ejército de Cortés. Venía por cabo de esta gente Pedro de Barba, el que se hallaba gobernador de La Habana cuando salió Hernán Cortés de la isla de Cuba, debiendo a su amistad el último escape de las asechanzas con que se procuró embarazar su viaje. Apenas descubrió el bajel Pedro Caballero, a cuyo cargo estaba el gobierno de la costa, cuando salió en un esquife a reconocerle. Saludó con grande afecto a los recién venidos; y en la cortesía o sumisión con que le preguntó Pedro de Barba por la salud de Pánfilo de Narbáez, conoció a lo que venía. Respondióle sin detenerse: «que no sólo se hallaba con salud, sino en grandes prosperidades, porque todas aquellas regiones le habían dado la obediencia; y Hernán Cortés andaba fugitivo por los montes con pocos de los suyos»: cautela o falta de verdad en que se pudo alabar la prontitud y el desembarazo, pues fue bastante para sacarlos a tierra sin recelo, y para dar con ellos en la Vera-Cruz, donde se descubrió el engaño y se hallaron presos por Hernán Cortés, aplaudiendo Pedro de Barba el ardid y la disimulación de Pedro Caballero: porque a la verdad no le pesó de hallar a su amigo en mejor fortuna.

Fueron llevados a Segura de la Frontera, y Hernán Cortés celebró con particular gusto la dicha de hallarse con más españoles, y la notable circunstancia de recibir por mano de su enemigo este socorro. Agasajó mucho a Pedro de Barba, y le dio luego una compañía de ballesteros, en fe de que tenía presente su amistad. Repartió algunas dádivas entre los soldados, con que se ajustaron a servir debajo de su mano. Leyóse después reservadamente la carta que traía Pedro de Barba para Narbáez, en que le ordenaba Diego Velázquez, suponiéndole vencedor y dueño de aquellas conquistas: «que se mantuviese a toda costa en ellas, para cuyo efecto le ofrecía grandes socorros». Y últimamente le decía: «que si no hubiese muerto a Cortés se le remitiese luego con bastante seguridad, porque tenía orden expresa del obispo de Burgos para enviarle, preso a la corte»: y sería justificada la orden, si se atendió a no dejar su causa en manos de su enemigo; aunque del empeño con que favorecía este ministro a Diego Velázquez, se puede temer que sólo se trataba de que fuese más ruidoso y más ejemplar el castigo, dando a la venganza particular algo de la vindicta pública.

Dentro de ocho días llegó a la costa segundo bajel con nuevo socorro, dirigido a Pánfilo de Narbáez, y le aprendió con la misma industria Pedro Caballero. Traía ocho soldados, una yegua y cantidad considerable de armas y municiones a cargo del capitán Rodrigo Morejón de Lobera, y todos pasaron luego a Segura, donde se incorporaron voluntariamente con el ejército, siguiendo el ejemplar de los que vinieron delante. Llegaban estos socorros por camino tan fuera de la esperanza, que los miraba Hernán Cortés como sucesos de buen auspicio, pareciéndole que traían dentro de sí algunas especies, como intencionales de la felicidad venidera.

Pero al mismo tiempo le desvelaban las prevenciones de su empresa. Tenía en su imaginación resuelta la conquista de Méjico; y la grande asistencia de gente con que se halló en aquella jornada, le confirmó en este dictamen; pero siempre le daba cuidado el paso de la laguna, cuya dificultad era inevitable; porque una vez hallada por los enemigos la defensa de romper los puentes de las calzadas, no se debía fiar de los pontones levadizos: invención que sólo pudieron disculpar las angustias del tiempo; a cuyo fin discurrió en fabricar doce o trece bergantines que pudiesen resistir a las canoas de los indios, y transportar su ejército a la ciudad. Los cuales pensaba llevar desarmados sobre hombros de indios tamemes a la ribera más cercana del lago, desde los montes de Tlascala, catorce o quince leguas por lo menos de áspero camino. Tenía raras ideas su imaginativa, y naturalmente aborrecía los ingenios apagados, a quien parece imposible lo muy dificultoso.

Comunicó su discurso a Martín López, de cuyo ingenio y grande habilidad fiaba el desempeño de aquel notable designio; y hallando en él, no solamente aprobado el intento, sino facilitada la ejecución que tomó luego por su cuenta, le mandó que se adelantase a Tlascala, llevando consigo los soldados españoles que sabían algo de este ministerio, y diese principio a la obra, sirviéndose también de los indios que hubiese menester para el corte de la madera, y lo demás que se pudiese fiar de su industria. Ordenó al mismo tiempo que se trujese de la Vera-Cruz la clavazón, jarcias y demás adherentes que se reservaron de aquellos bajeles que hizo echar a pique. Y porque tenía observado que producían aquellos montes un género de árboles que daban resina, los hizo beneficiar, y sacó de ellos toda la brea que hubo menester para la carena de los buques.

Hallábase también falto de pólvora, y consiguió poco después el fabricarla de ventajosa calidad, haciendo buscar el azufre, cuyo uso ignoraban los indios, en el volcán que reconoció Diego de Ordaz, donde le pareció que no podía faltar este ingrediente; y hubo algunos soldados españoles, entre los cuales nombra Juan de Laet a Montano y a Mesa el artillero, que se ofrecieron a vencer segunda vez dificultad, y volvieron finalmente con el azufre que fue necesario para la fábrica. En todo estaba y a todo atendía Hernán Cortés, tan lejos de fatigarse, que al parecer descansaba en su misma diligencia.

Hechas todas estas prevenciones que se fueron perfeccionando én breves días, trató de volverse a Tlascala para estrechar cuanto pudiese los términos de su conquista; y antes de partir dejó sus instrucciones al nuevo ayuntamiento de Segura, y por cabo militar al capitán Francisco de Orozco, dándole hasta veinte soldados españoles, y quedando a su obediencia la milicia del país.

Resolvió entrar de luto en la ciudad por la muerte de Magiscatzin: prevínose de ropas negras que vistieron sobre las armas él y sus capitanes, a cuyo efecto mandó teñir algunas mantas de la tierra. Hízose la entrada sin más aparato que la buena ordenanza, y un silencio artificioso en los soldados que iba publicando el duelo de su general. Tuvo esta demostración grande aplauso entre los nobles y plebeyos de la ciudad, porque amaban todos al difunto como padre de la patria; y aunque no se pone duda en el sentimiento de Cortés, que se lamentaba muchas veces de su pérdida, y tenía razón para sentirla, se puede creer que vistió el luto con ánimo de ganar voluntades; y que fue una exterioridad a dos luces, en que hizo cuanto pudo por su dolor, sin olvidarse de hacer algo por el aura popular.

Tenían los senadores sin proveer el cargo de Magiscatzin, que gobernaba como cacique por la república el barrio principal de la ciudad, para que hiciese Cortés la elección, o seguir en ella su dictamen; y él, ponderando las atenciones que se debían a la buena memoria del difunto, nombró y dispuso que nombrasen los demás a su hijo mayor, mozo bien acreditado en el juicio y el valor, y de tanto espíritu, que subió al tribunal sin extrañar la silla ni hallar novedad en las materias del gobierno; y últimamente, dio tan buena cuenta de su capacidad en lo más importante, que poco después pidió con grandes veras el bautismo, y le recibió con pública solemnidad, llamándose don Lorenzo de Magiscatzin: efecto maravilloso de las razones que oyó a fray Bartolomé de Olmedo en la conversión de su padre, cuya fuerza meditada y dirigida en la consideración, le fue llamando poco a poco al conocimiento de su ceguedad. Bautizóse también por este tiempo el cacique de Izucan, mancebo de poca edad, que vino a Tlascala con la investidura y representación del nuevo señorío, para dar las gracias a Cortés de que hubiese determinado en su favor un pleito que le ponían sus parientes sobre la herencia de su padre: que todo se lo consultaban, comprometiendo en él sus diferencias los caciques y particulares de los pueblos comarcanos, y recibiendo sus decisiones como leyes inviolables: tanto le veneraban, y tan seguros del acierto le obedecían.

El ruido que hicieron en la ciudad estas conversiones, despertó al anciano Xicotencal, que andaba mal hallado con las disonancias de la gentilidad, y se dejaba estar en el error envejecido con una disposición negligente, que se divertía con facilidad o con falta de resolución: vicio casi natural en la vejez. Pero el ejemplar de Magiscatzin, hombre de igual autoridad a la suya, y al verle reducido a la religión católica en el artículo de la muerte, le hizo tanta fuerza, que dio los oídos a la enseñanza, y poco después el corazón al desengaño, recibiendo el bautismo con pública detestación de sus errores. No parece a la verdad que pudieron negar a mejor estado los principios del Evangelio en aquella tierra, convertidos los magnates y los sabios de la república, por cuyo dictamen se gobernaban los demás; pero no dieron lugar a este cuidado las ocurrencias de aquel tiempo: Hernán Cortés embebido en las disposiciones de aquella conquista: fray Bartolomé de Olmedo con falta de obreros que le ayudasen; y uno y otro en inteligencia de que no se podía tratar con fundamento de la religión, hasta que impuesto el yugo a los mejicanos se consiguiese la paz, que miraban como disposición necesaria para traer aquellos ánimos belicosos de los tlascaltecas al sosiego de que necesitaba la enseñanza y nueva introducción de la doctrina evangélica. Dejóse para después lo más esencial: enfriáronse los ejemplares y duró la idolatría. Púdose lograr en los días que se detuvo el ejército el primer fruto, por lo menos, de aquella oportunidad favorable; pero no sabemos que se intentase o consiguiese otra conversión: tiempo erizado, bullicio de armas y rumores de guerra, enseñados a llevarse tras sí las demás atenciones, y algunas veces a que se oigan mejor las máximas de la violencia con el silencio de la razón.




ArribaAbajoCapítulo VI

Llegan al ejército nuevos socorros de soldados españoles; retíranse a Cuba los de Narbáez que instaron por su licencia; forma Hernán Cortés segunda relación de su jornada, y despacha nuevos comisarios al emperador


Quejábase con alguna destemplanza Hernán Cortés de Francisco de Garay, porque no ignorando su entrada y progresos en aquella tierra, porfiaba en el intento de introducir conquista y población por la parte de Panuco; pero tenía tan rara fortuna sobre sus émulos, que así como le iba socorriendo Diego Velázquez con los medios que juntaba para destruirle y mantener a Pánfilo de Narbáez, le sirvió Garay con todas las prevenciones que hacía para usurparle su jurisdicción. Volvieron, como dijimos en su lugar, rechazadas sus embarcaciones de aquella provincia cuando estaba nuestro ejército en Zempoala, y durando en la resolución de sujetarla, previno armada, juntó mayor número de gente, y envió sus mejores capitanes a la empresa. Pero esta segunda invasión tuvo el mismo suceso que la primera, porque apenas saltaron en tierra los españoles, cuando hallaron tan valerosa resistencia de los indios naturales, que volvieron rotos y desordenados a buscar sus naves como pudieron; y atendiendo sólo a desviarse del peligro, se hicieron a la mar por diferentes rumbos. Anduvieron perdidos algunos días, y sin saber unos de otros, fueron llegando con poca intermisión de tiempo a la costa de la Vera-Cruz, donde se ajustaron a tomar servicio en el ejército de Cortés, sin otra persuasión que la de su fama.

Túvose por cuidado y disposición del cielo este socorro; y aunque es verdad que pudo espaciar aquellas naves la turbación de los soldados o la impericia de los marineros, y arrojarlas el viento a la parte donde más eran menester, el haber llegado tan a propósito de la necesidad, y por tantos accidentes y rodeos, fue un suceso digno de reflexión particular; porque no suele caber, o cabe pocas veces tanta repetición de oportunidades en los términos imaginarios de la casualidad.

Llegó primero un navío que gobernaba el capitán Camargo con sesenta soldados españoles: poco después otro con más de cincuenta de mejor calidad, y siete caballos, a cargo del capitán Miguel Díaz de Auz, caballero aragonés, y tan señalado en aquellas conquistas, que fue su persona socorro particular; y últimamente, la nave del capitán Ramírez que tardó algo más y llegó con más de cuarenta soldados y diez caballos con abundante provisión de víveres y pertrechos. Desembarcaron unos y otros, y sin detenerse los primeros a recoger el resto de su armada, marcharon la vuelta de Tlascala, dejando ejemplo a los demás para que siguiesen el mismo viaje, como lo ejecutaron todos voluntariamente; porque hacían ya tanto ruido en las islas cercanas los progresos de la Nueva España, que tenían ganada la inclinación de los soldados, fáciles siempre de llevar adonde llama la prosperidad o la conveniencia.

Creció considerablemente con este socorro el número de españoles: llenáronse los ánimos de nuevas esperanzas: redujéronse a gritos de alegría los cumplimientos de los soldados: abrazábanse como amigos los que sólo se conocían como españoles; y el mismo Hernán Cortés, no cabiendo en los límites de su autoridad, se dejó llevar a los excesos del contento, sin olvidarse de levantar al cielo el corazón, atribuyendo a Dios y a la justificación de la causa que defendía, todo lo maravilloso, y todo lo favorable del suceso.

Pero no bastó esta felicidad para que se aquietasen los de Narbáez, que volvieron a instar a Cortés sobre que les diese licencia para retirarse a la isla de Cuba, en que le reconvenían con su misma palabra; y no podía negar que los llevó con este presupuesto a la expedición de Tepeaca, ni quiso entrar con ellos en nueva negociación, porque se hallaba con españoles de mejor calidad, y no era tiempo ya de sufrir involuntarios y quejosos que hablasen con desconsuelo en los trabajos que allí se padecían, culpando a todas horas la empresa de que se trataba: gente perjudicial en el cuartel, inútil en la ocasión y engañosa en el número; porque se cuentan como soldados, faltando en el ejército algo más que los ausentes.

Mandó publicar en el cuerpo de guardia y en los alojamientos: «que todos los que se quisiesen retirar desde luego a sus casas lo podrían ejecutar libremente, y se les daría embarcación con todo lo necesario para el viaje»; de cuya permisión usaron los más, quedándose algunos a instancia de su reputación. Deja de nombrar Bernal Díaz a los que se quedaron, y nombra prolijamente a casi todos los que se fueron, defraudando a los primeros, y gastando el papel en deslucir a los segundos; cuando fuera más conforme a razón que perdiesen el nombre los que hicieron tan poco por su fama. Pero no se debe pasar en silencio que fue uno de los que se retiraron entonces Andrés de Duero, a quien hemos visto en varios lances amigo y confidente de Cortes, y aunque no se dice la causa de esta separación, se puede creer que hubo poca sinceridad en los pretextos de que se valió para honestar su retirada, porque le hallamos poco después en la corte del emperador haciendo ruido entre los ministros con la voz y con la causa de Diego Velázquez. Si hubo alguna queja entre los dos que diese motivo al rompimiento, sería la razón de Cortés; porque no parece creíble que la tuviese quien hizo tan poco por ella y por sí, que halló salida para dejar a su amigo en el empeño, y para tomar contra él una comisión en que se hallaba indignamente obligado a informar contra lo que sentía, o cautivar su entendimiento en obsequio de la sinrazón.

Desembarazado Hernán Cortés de aquella gente mal segura y descontenta, cuya embarcación y despacho se cometió al capitán Pedro de Alvarado, tomó sus medidas con el tiempo que podría durar la fábrica de los bergantines: despachó nuevas órdenes a los confederados, previniéndoles para el primer aviso; encargó a cada uno la provisión de víveres y armas que debían hacer, según el número de sus tropas; y en los ratos que le dejaba libre esta ocupación, trató de acabar una relación en que iba recapitulando por menor todos los sucesos de aquella conquista para dar cuenta de sí al emperador, con ánimo de fletar bajel para España, y enviar nuevos comisarios que adelantasen el despacho de los primeros, o le avisasen del estado que tenían sus cosas en aquella corte, cuya dilación era ya reparable, y se hacía lugar entre sus mayores cuidados.

Puso esta relación en forma de carta, y resumiendo en ella lo más sustancial de los despachos que remitió el año antecedente con Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, refirió con puntualidad todo lo que después le había sucedido, próspero y adverso, desde que salió de Zempoala; y consiguió a fuerza de hazañas y trabajos el entrar victorioso en la corte de aquel imperio, hasta que se retiró quebrantado y con pérdida considerable a Tlascala. Daba noticia de la seguridad con que se podía mantener en aquella provincia, de los soldados españoles con que se iba reforzando su ejército, y de las grandes confederaciones de indios que tenía movidas para volver sobre los mejicanos. Hablaba con alientos generosos en las esperanzas de reducir a la obediencia de su majestad todo aquél nuevo mundo; cuyos términos por la parte Septentrional ignoraban los mismos naturales. Ponderaba la fertilidad y abundancia de la tierra, la riqueza de sus minas y las opulencias de aquellos príncipes. Encareció el valor y la constancia de sus españoles, la fidelidad y el afecto de los tlascaltecas; y en lo concerniente a su persona dejaba que hablasen por él sus operaciones, aunque algunas veces se componía con la modestia, dando estimación a la conquista, sin oscurecer al conquistador. Pedía breve remedio contra las sinrazones de Diego Velázquez y Francisco de Garay, y con mayor encarecimiento, que se le remitiesen luego soldados españoles, con el mayor número que fuese posible de caballos, armas y municiones, haciendo particular instancia en lo que importaba enviar religiosos y sacerdotes de aprobada virtud, que ayudasen al padre fray Bartolomé de Olmedo en la conversión de aquellos indios: punto en que hacía mayor fuerza; refiriendo que se habían reducido y bautizado, algunos de los que más suponían, y dejado en los demás un género de inclinación a la verdad, que daba esperanzas de mayor fruto. En esta sustancia escribió entonces al emperador, poniendo en su real noticia los sucesos cómo pasaron, sin perdonar las menores circunstancias dignas de memoria. Dijo en todo sencillamente la verdad, dándose a entender con palabras de igual decoro y propiedad, como las permitía o las dictaba la elocuencia de aquel tiempo: no sabemos si bastante o mejor para la claridad significativa del estilo familiar, aunque no podemos negar que padeció alguna equivocación en los nombres de provincias y lugares, que como eran nuevos en el oído, llegaban mal pronunciados o mal entendidos a la pluma.

Cometió esta legacía, según Bernal Díaz del Castillo, a los capitanes Alonso de Mendoza y Diego de Ordaz; y aunque Antonio de Herrera nombra sólo al primero, no parece verosímil que dejase de llevar compañero para una diligencia de esta calidad, en que se debían prevenir las contingencias de tan largo viaje; y en la instrucción que recibieron de su mano, les ordenaba que antes de manifestar su comisión en España, ni darse a conocer por enviados suyos, se viesen con Martín Cortés su padre, y con los comisarios del año antecedente para seguir o adelantar la negociación de su cargo, según el estado en que se hallase la primera instancia. Remitió con ellos nuevo presente al rey, que se compuso del oro y otras curiosidades que había de reserva en Tlascala, y de lo que dieron para el mismo efecto los soldados, liberales entonces de sus pobres riquezas, a que se agregó también lo que se pudo adquirir en las expediciones de Tepeaca y Guacachula, menos cuantioso que el pasado, pero más recomendable por haberse juntado en el tiempo de la calamidad, y deberse considerar como resulta de las pérdidas que iban confesadas en la relación.

Parecióle también que debían escribir al rey en esta ocasión los dos ayuntamientos de la Vera-Cruz y Segura de la Frontera, que tenían voz de república en aquella tierra; y ellos formaron sus cartas, solicitando las mismas asistencias, y representando a su majestad, como punto de su obligación, lo que importaba mantener a Hernán Cortés en aquel gobierno; porque así como se debían a su valor y prudencia los principios de aquella grande obra, no sería fácil hallar otra cabeza ni otras manos que bastasen a ponerla en perfección. En que dijeron con ingenuidad lo que sentían, y lo que verdaderamente convenía en aquella razón. Dice Bernal Díaz que vio las cartas Hernán Cortés; dando a entender que fue solicitada esta diligencia, y es muy creíble que las viese: pero también es cierto que hallaría en ellas una verdad, en que pudo añadir poco la lisonja o la contemplación; y después se queja de que no se permitiese a los soldados su representación aparte, no porque dejase de sentir lo mismo que los dos ayuntamientos, que así lo confiesa y lo repite, sino porque tratándose de la conservación de su capitán, quisiera decir su parecer con los demás, y suponer en esto lo que verdaderamente suponía en las ocasiones de la guerra. Pase por ambición de gloria: vicio que se debe perdonar a los que saben merecer, y está cerca de parecer virtud en los soldados.

Partieron luego Diego de Ordaz y Alonso de Mendoza en uno de los bajeles que arribaron a la Vera-Cruz, con toda la prevención que pareció necesaria para el viaje. Y poco después resolvió Hernán Cortés que se fletase otro, para que pasasen los capitanes Alonso Dávila y Francisco Álvarez Chico con despachos de la misma sustancia para los religiosos de San Jerónimo, que presidían a la real audiencia de Santo Domingo, única entonces en aquellos parajes, y suprema como dijimos para las dependencias de las otras islas, y de la tierra firme que se iba descubriendo. Participóles todas las noticias que había dado al emperador, solicitando más breves asistencias para el empeño en que se hallaba, y más pronto remedio contra los desórdenes de Velázquez y Garay. Y aunque reconocieron aquellos ministros su razón, y admiraron su valor y constancia, no se hallaba entonces la isla de Santo Domingo en estado que pudiese partir con él sus cortas prevenciones. Aprobaron y ofrecieron apoyar con el emperador todo lo que se había obrado, y solicitar por su parte los socorros de que necesitaba empresa tan grande y tan adelantada, encargándose de reprimir a sus dos émulos con órdenes apretadas y repetidas, en cuya conformidad respondieron a sus cartas, y volvieron brevemente aquellos comisarios más aplaudidos que bien despachados en el punto de los socorros que se pedían. Pero antes que pasemos a la narración de nuestra conquista, y entretanto que se da calor a la fábrica de los bergantines, y a las demás prevenciones de la nueva entrada, será bien que volvamos al viaje de los otros dos comisarios, y al estado en que se hallaban las cosas de la Nueva España en la corte del Emperador, noticia que ya se hace desear, y de aquellas que sirven al intento principal y se permiten al historiador como digresiones necesarias; que importan a la integridad, y no disuenan a la proporción de la historia.




ArribaAbajoCapítulo VII

Llegan a España los precursores de Hernán Cortés y pasan a Medellín, donde estuvieron retirados, hasta que mejorando las cosas de Castilla volvieron a la corte, y consiguieron la recusación del obispo de Burgos


Dejamos a Martín Cortés con los dos primeros comisarios de su hijo, Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo en la miserable tarea de seguir la corte, donde residían los gobernadores del reino, y frecuentar los zaguanes de los ministros, tan lejos de ser admitidos, que sin atreverse a molestar con sus instancias, se ponían al paso para dejarse ver, reducidos a contentarse con el reparo casual de los ojos: desconsolado memorial de los que tienen razón y temen destruirla con adelantarla. Oyólos el emperador benignamente, como se dijo en su lugar, y aunque le tenían desabrido las porfías y descomedimientos de algunas ciudades que intentaban oponerse al viaje de Alemania, con protestas irreverentes, o poco menos que amenazas, hizo lugar para informarse con particular atención de lo sucedido en aquellas empresas de la Nueva España, y tomar punto fijo en lo que se podía prometer de su continuación. Hízose capaz de todo sin desdeñarse de preguntar algunas cosas; que no desdice a la majestad el informarse del vasallo hasta entender el negocio, ni siempre debían ir a los consejos las dudas de los reyes. Conoció luego las grandes consecuencias que se podían colegir de tan admirables principios, y ayudó mucho entonces a ganar su favor el concepto que hizo de Cortés, inclinado naturalmente a los hombres de valor.

No permitieron las dependencias del reino, junto en cortes, ni lo que instaba el viaje de Cortés, que se pudiese concluir en La Coruña la resolución de una materia que tenía sus contradicciones; tanto por las diligencias que interponían los agentes de Diego Velázquez, como por la siniestra inteligencia con que los apoyaban algunos ministros; pero cuando llegó el caso de la embarcación, que fue a los veinte de mayo de este año de mil quinientos y veinte, dejó su majestad cometidas con particular recomendación las proposiciones de Cortés al cardenal Adriano, gobernador del reino en su ausencia. Y él deseó con todas veras favorecer esta causa; pero como los informes por donde se había de gobernar en ellas salían del consejo de Indias, cuyos votos tenía cautivos de su autoridad y de su pasión el presidente obispo de Burgos, se halló embarazado en la resolución; y no era fácil asegurar el acierto en su dictamen, cuando llegaban a su oído cubiertas con el manto de la justicia las representaciones de Velázquez y desacreditadas con el título de rebeldías las hazañas de Cortés.

Faltó después el tiempo cuando era más necesario para que se descubriese o examinase la verdad, dejándose ocupar de otros cuidados y congojas de primera magnitud. Inquietáronse algunas ciudades, con pretexto de corregir los que llamaban desórdenes del gobierno, y hallaron otras que las siguiesen al precipicio, sin averiguar los achaques del ejemplo. Sintieron todas como última calamidad la ausencia del rey, y algunas creyendo que le servían o que no le negaban la obediencia, padecían como atenciones de la obligación los engaños de la fidelidad.

Armóse la plebe para defender los primeros delitos, y no faltaron algunos nobles, a quien hizo plebeyos la corta capacidad: defecto que suele destruir todos los consejos de la buena sangre. Los señores y los ministros defendían la razón a costa de peligros y desacatos. Púsose todo en turbación: y últimamente llegaron casi a reinar las turbulencias del reino, que llamó la historia comunidades, aunque no sabemos con qué propiedad; porque nos fue común la dolencia, donde tuvieron la parte del rey muchas ciudades y casi toda la nobleza. Dieron este nombre a su atrevimiento los delincuentes, y quedó vinculado a la posteridad el vocablo de que se valían para desconocer la sedición.

No es de nuestro argumento la descripción de estas inquietudes; pero hemos debido tocarlas de paso; y decir algo del estado en que se hallaba Castilla, como una de las causas porque se detuvo la resolución del cardenal, y se arrastraron las dependencias de Cortés: poco favorable sazón para tratar de nuevas empresas, cuando andaban los ministros y el gobernador tan embebidos en los daños internos, que sonaban a despropósitos los cuidados de afuera: por cuya razón, viendo Martín Cortés y sus dos compañeros el poco fruto de sus instancias, y el total desconcierto de las cosas, se retiraron a Medellín con ánimo de aguardar a que pasase la borrasca, o volviese de su jornada el emperador que tenía comprendida su razón, y los dejó con esperanzas de favorecerla, suponiendo ya que sería necesaria su autoridad para vencer la oposición del obispo, y los demás embarazos del tiempo.

Llegaron poco después a Sevilla Diego de Ordaz y Alonso de Mendoza, habiendo acabado prósperamente su viaje; y sin descubrirse ni dar cuenta de su comisión, procuraron tomar noticia del estado en que se hallaban las dependencias de Cortés: diligencia que les importó la libertad, porque supieron con grande admiración suya que los jueces de la contratación tenían orden expresa del obispo de Burgos para que cuidasen de cerrar el paso y poner en segura prisión a cualesquiera procuradores que viniesen de Nueva España, embargando el oro y demás géneros que trujesen de propio caudal o por vía de encomienda, con que trataron solamente de poner en salvo sus personas, y no hicieron poco en escapar los despachos y cartas que traían, dejando el presente del rey con todo lo demás en manos de aquellos ministros, y al arbitrio de aquellas órdenes.

Salieron de Sevilla, no sin recelo de ser conocidos, con determinación de buscar en la corte a Martín Cortés o a los dos comisarios que tenían la voz de su hijo, para tomar, según su instrucción, luz de lo que debían obrar; pero sabiendo en el camino que se habían retirado a Medellín, pasaron a verse con ellos en aquella villa, donde fue celebrada su venida con la demostración que merecían nuevas tan deseadas y tan admirables. Confirióse después entre los cinco si convendría llevar los despachos de Cortés al cardenal gobernador, porque no se retardasen noticias de tanta consideración; pero respecto del estado en que se hallaban las turbaciones del reino, pareció diligencia infructuosa tratar de que se atendiese por entonces a conveniencias distantes que miraban al aumento y no al remedio de la monarquía; y así resolvieron conservar aquel retiro hasta que tomasen algún desahogo las inquietudes presentes, y cupiese otro cuidado en la obligación de los ministros.

Iban cada día pasando a mayor rompimiento las turbulencias de Castilla, porque no se contentaban los sediciosos con mantener la rebelión, y salían a infestar la tierra y a sitiar las villas leales; corriéndose ya de parecer tolerados, y entrando ambición de ser agresores. Tratóse primero de traerlos al conocimiento de su error con la blandura y la paciencia; pero no estaba la enfermedad para la tarda operación de los remedios suaves, particularmente cuando a su parecer tenían la fuerza y la razón de su parte. Y no faltaban algunos eclesiásticos desatentos que abusaban del púlpito para mantenerlos en esta opinión, dándoles a entender que hacían el servicio de Dios y del rey en corregir los desórdenes de la república. Llegó el caso finalmente de armarse los señores y toda la nobleza para restituir en su autoridad a la justicia, y dar calor a las ciudades que se mantenían por el emperador; y aunque los rebeldes tuvieron osadía para formar ejércitos y medir las armas con los que llamaban enemigos, a dos malos sucesos en que perdieron gente y reputación, y a cuatro castigos que se hicieron en los caudillos de la sedición, quedó su orgullo quebrantado, y se fueron disminuyendo en todas partes sus fuerzas, porque se retiraron al bando más seguro los advertidos y los temerosos: redujéronse las ciudades, calló el tumulto, y volvió a su oficio la consideración: movimiento en fin poco más que popular, que se detiene con la misma facilidad que se desboca.

Importó mucho para que la quietud se acabase de restablecer el aviso que llegó entonces de que se acercaba la vuelta del emperador, resuelto ya, como lo aseguraban sus cartas, a dejarlo todo por asistir a lo que necesitaban de su presencia estos reinos: a cuya noticia se debió que se acabasen de poner las cosas en su lugar. Y hallándose Martín Cortés en el tiempo que deseaba para volver a la continuación de sus instancias, partió luego a la corte con los cuatro procuradores de su hijo, donde solicitaron y consiguieron, no sin alguna dilación, audiencia particular del cardenal gobernador. Informáronle por mayor del estado en que se hallaba la conquista de Méjico remitiéndose a las cartas de Cortés, que pusieron en sus manos Diego de Ordaz y Alonso de Mendoza. Diéronle cuenta de las órdenes que hallaron en Sevilla para su prisión, y la de cualesquiera procuradores que viniesen de aquella tierra. Hicieron memoria del embargo en que se habían puesto las joyas y preseas que traían de presente para el rey. Representaron con esta ocasión los motivos que tenían para desconfiar del obispo de Burgos, y últimamente le pidieron licencia para recusarle por términos jurídicos, ofreciendo probar las causas, o quedar expuestos al castigo de su irreverencia. Oyólos el cardenal con señas de atento y compadecido, alentándolos y ofreciendo cuidar de su despacho. Hiciéronle particular disonancia las órdenes de Sevilla y el embargo del presente, porque uno y otro se había resuelto sin su noticia; y así les respondió en lo tocante al obispo, que podrían seguir su justicia como les conviniese, y quedaría por su cuenta el defenderlos de cualquiera extorsión que por esta causa pudiesen recelar; en que les dijo lo bastante para que se animasen a entrar en el peligro casi evidente de litigar contra un poderoso: empresa en que se habla desde abajo, y suele perderse de tímida la razón.

Con estas premisas de mejor fortuna, intentaron luego en el consejo de Indias la recusación de su mismo presidente, dando las causas por escrito, con toda la templanza y moderación que pareció necesaria, para que no quedase ofendido el respeto: pero ellas eran de calidad, y tan conocidas entre los mismos jueces, que no se atrevieron a repeler la instancia, negando al recurso de la justicia en negocio de tanta consideración; particularmente cuando se acercaba la vuelta del emperador, cuya voz se divulgaba con aplauso de todos los que no le temían: y así como importó para la quietud del reino, tendría también sus influencias en la circunspección de los ministros. Bernal Díaz del Castillo y otros que lo tomaron de su historia, refieren destempladamente las causas de esta recusación. Él dice lo que oyó, y ellos lo que trasladaron; porque no todas parecen creíbles de un varón tan venerable y tan graduado, pero es cierto que se probaron algunas: como es el estar actualmente tratando de casar una sobrina suya con Diego Velázquez; el haber hablado con aspereza en diferentes ocasiones a los procuradores de Hernán Cortés, llamándoles rebeldes y traidores alguna vez que se olvidaba de su prudencia: y éste con las órdenes que tenía dadas en Sevilla para cerrar el paso a sus instancias, cargos innegables que constaban de su misma publicidad, bastó para que vista la causa conforme a los términos del derecho, y precediendo consulta del consejo y resolución del cardenal, se diese por legítima la recusación; quedando resuelto que se abstuviese de todos los negocios que tocasen a Hernán Cortés y a Diego Velázquez. Revocáronse las órdenes y los embargos de Sevilla; convalecieron las importancias de aquella empresa; volviéronse a celebrar las hazañas de Cortés, que ya estaban poco menos que oscurecidas con el descrédito de su fidelidad; y el cardenal empezó a recomendar con varios decretos el despacho de sus procuradores, y a manifestar con tantas veras el deseo de adelantarle, que habiendo recibido en este tiempo la noticia de su exaltación a la silla de San Pedro, y partido poco después a embarcarse, despachó en el camino algunas órdenes favorables a este negocio; fuese por la fuerza que le hacía la razón de Cortés, o por que llevando ya el ánimo embebido en los cuidados de la suprema dignidad, tuvo por de su obligación desviar los impedimentos de aquella conquista, que había de allanar el paso al Evangelio, y facilitar la reducción de aquella gentilidad: intereses de la iglesia que ocuparían dignamente las primeras atenciones del sumo Pontificado.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Prosíguese hasta su conclusión la materia del capítulo precedente


Hallábase a la sazón el ya nuevo Pontífice Adriano VI en la ciudad de Vitoria, donde le llevaron las asistencias de Navarra y Guipúzcoa, cuyas fronteras invadieron los franceses para dar calor a las turbulencias de Castilla; pero las cosas de Italia y las instancias de Roma le obligaron a ponerse luego en camino, dejando el mejor cobro que pudo en las materias de su cargo. Llegó poco después el emperador a las costas de Cantabria; y tomando tierra en el puerto de Santander, halló sus reinos todavía convalecientes de los males internos que habían padecido. Cesó la borrasca, pero duraba la mareta sorda que suele dejarse conocer entre la tempestad y la bonanza; siendo necesario el castigo de los sediciosos, exceptuados en el perdón general, para que acabasen de volver a su centro la quietud y la justicia. Halló también no del todo aplacadas las resultas de otra calamidad que padeció España en el tiempo de su ausencia; porque los franceses que ocuparon con ejército improviso el reino de Navarra, aunque fueron rechazados, perdiendo en una batalla la reputación y la prenda mal adquirida, conservaban Fuenterrabía, y era preciso tratar luego de recuperar esta plaza, porque se disponía para socorrerla el enemigo; pero a vista de estos cuidados y de lo que instaban al mismo tiempo dependencias de Italia, Flandes y Alemania, hizo lugar para los negocios de Nueva España; que siempre le debieron particular atención. Oyó de nuevo a los procuradores de Cortés; y aunque le hablaron también los de Diego Velázquez, como se hallaba con noticia especial de ambas instancias por los informes del Pontífice, confirmó con nuevo despacho la recusación del obispo de Burgos, y mandó formar una junta de ministros para la determinación de este negocio, en la cual concurrieron el gran canciller de Aragón Mercurio de Cantinara; Hernando de Vega, señor de Grajal y comendador mayor de Castilla; el doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal y el licenciado Francisco de Vargas, del consejo y cámara del rey; y monsieur de la Rosa, ministro flamenco: y no entró en esta junta monsieur de Laxao, que añadieron a los referidos Bernal Díaz y Antonio Herrera, porque había muerto años antes en Zaragoza, y ocupado Mercurio de Cantinara el puesto de gran canciller que vacó por su muerte; pero se conoció en la elección de personas tan calificadas, lo que deseaba el acierto de la sentencia; porque no tenía entonces el reino ministros de mayor satisfacción, ni pudo formarse concurrencia en que se hallasen mejor aseguradas las letras, la rectitud y la prudencia.

Viéronse primero en esta junta los memoriales ajustados, según las cartas y relaciones que se habían presentado en el proceso; y se halló tanta discordancia en el hecho, y tanta mezcla de noticias encontradas, que se tuvo por necesario mandar a los procuradores de ambas partes que compareciesen a dar razón de sí en la primera junta, porque deseaban todos abreviar el negocio y examinar a cara descubierta, cómo disculpaban o cómo entendían sus proposiciones, para sacar en limpio la verdad sin atarse a los términos del campo judicial, cuyas disputas o cavilaciones legales son por la mayor parte difugios de la sustancia, y se debieron llamar estorbos de la justicia.

Vinieron el día siguiente a la junta unos y otros procuradores con sus abogados, y entre los de Diego Velázquez se dejó ver Andrés de Duero que llegó en esta ocasión: y con haber faltado primero a su amo, hizo menos extraño el faltar entonces a su amigo. Fuéronse leyendo los memoriales y preguntando al mismo tiempo a las partes lo que parecía conveniente para ver cómo satisfacían a los cargos que resultaban de la relación, y cómo se verificaban las quejas o las disculpas; de cuyas respuestas iban observando los jueces lo que bastaba para formar dictamen. Y a pocos días que se repitió este juicio, poco más que verbal, convinieron todos en que no había razón para que Diego Velázquez pretendiese apropiarse y tratar como suya la conquista de Nueva España; sin más título que haber gastado alguna cantidad en la prevención de esta jornada, y nombrado a Cortés por capitán de la empresa; porque sólo podría tener acción a cobrar lo que hubiese gastado, haciendo constar que fue de caudal propio, y no de lo que producían los efectos del rey en su distrito; sin que le pudiese adquirir derecho alguno para llamarse dueño de la empresa el nombramiento que hizo en la persona de Cortés; porque demás de haberse dado este instrumento con falta de autoridad y sin noticia de los gobernadores a cuya orden estaba, perdió esta prerrogativa el día que le revocó; y en cuanto fue de su parte quedó sin acción para decir que se hacía de su orden la conquista, dejando libre a Cortés para que pudiese obrar lo que juzgó más conveniente al servicio del rey con aquella gente, cuya mayor parte fue conducida por él y con aquellos bajeles, en cuyo apresto había gastado su caudal y el de sus amigos.

Y aunque se consideró también que hubo alguna destemplanza o menos obediencia de parte de Cortés en los primeros pasos de esta jornada, fueron de parecer que se podía condenar algo a su justa irritación, y mucho más a los grandes efectos que resultaron de este principio, cuando se le debía una conquista de tanta importancia y admiración, en cuyas dificultades se había conocido su valor incomparable; y sobre todo su fidelidad y honrados pensamientos; por cuya razón le tuvieron por digno de que fuese mantenido por entonces en el gobierno de lo que había conquistado, alentándole y asistiéndole para que no desistiese de una empresa que tenía tan adelantada; y últimamente culparon como ambición desordenada en Diego Velázquez el aspirar con tan débiles fundamentos al fruto y a la gloria de trabajos y hazañas ajenas; y como atrevimiento digno de severa reprensión, el haber pasado a formar y enviar ejército contra Hernán Cortés, atropellando los inconvenientes que podían resultar de semejante violencia, y menospreciando las órdenes que tuvo en contrario de los gobernadores y real audiencia de Santo Domingo.

Este parecer de la junta se consultó al emperador, y con su noticia se pronunció la sentencia, cuya sustancia fue declarar por buen ministro y fiel vasallo de su majestad a Hernán Cortés, honrar con la misma estimación a sus capitanes y soldados, imponer perpetuo silencio a Diego Velázquez en la pretensión de la conquista, mandarle con graves penas que no la embarazase por sí ni por sus dependientes, y dejarle su derecho a salvo en cuanto a los maravedís, para que pudiese verificar su relación, y pedirlos donde conviniese a su derecho: con que se concluyó este negocio, reservando las gracias de Cortés, la reprensión de Diego Velázquez, y las demás órdenes que resultaban de la consulta para los despachos que se habían de autorizar con el nombre del rey.

Dicen algunos que se gobernó este juicio más por razón de estado que por el rigor de la justicia: no es de nuestro instituto examinar el derecho de las partes. Hemos tocado los motivos y consideraciones de los jueces, y no dejamos de conocer que hubo que perdonar en la primera determinación de Cortés; pero tampoco se puede negar que fue suya la conquista, y del rey lo conquistado; sobre cuya verdad y conocimiento pudieron aquellos ministros usar de alguna equidad, sacando este negocio de las reglas comunes, y moderando con la gracia los extremos de la justicia: temperamento a que ayudaría mucho la flaca razón de Diego Velázquez, y lo que se debía reparar en sus violencias y desatenciones. Dicen que vivió pocos días después que recibió la reprensión del emperador: antiguo privilegio de los reyes tener el premio y el castigo en sus palabras. Confesámosle su calidad, su talento y su valor, que de uno y otro dio bastantes experiencias en la conquista de Cuba; pero en este caso erró miserablemente los principios, y se dejó precipitar en los medios: conque perdió los fines y vino a morir de su misma impaciencia. Su primera ceguedad consistió en la desconfianza, vicio que tiene sus temeridades como el miedo; la segunda fue de la ira que hace los hombres algo más que irracionales, pues los deja enemigos de la razón; y la tercera de la envidia, que viene a ser la ira de los pusilánimes.

Tratóse luego de las asistencias de Hernán Cortés, corriendo su disposición por los ministros de la junta: oyó el emperador a sus comisarios con alegre semblante, pagado al parecer de que tuviesen la justicia de su parte; favoreció mucho a Martín Cortés, honrando en él los méritos de su hijo y ofreciendo remunerarlos con liberalidad correspondiente a sus grandes servicios. Nombráronse algunos religiosos que pasasen a entender en la conversión de los indios: primer desvelo del emperador, porque siempre hicieron más fuerza en su piedad los aumentos de la religión, que ruido en su cuidado los intereses de la monarquía. Mandóse hacer prevención de gente, armas y caballos que se pudiesen remitir con la primera flota; y considerando importaba que no se detuviesen los despachos cuando estaba Hernán Cortés con las armas en las manos y tan receloso de sus émulos, se formaron luego las órdenes reducidas a diferentes cartas del emperador.

Una para los gobernadores y real audiencia de Santo Domingo, dándoles noticia de su resolución, y orden para que asistiesen a Cortés con todos los medios posibles, y cuidasen de apartar los impedimentos de su conquista; otra para Diego Velázquez, mandándole con toda resolución que alzase la mano de ella, y reprendiendo sus excesos con alguna severidad; otra para Francisco de Garay, culpando y prohibiendo sus entradas en el distrito de la Nueva España; y otra para Hernán Cortés, llena de honras y favores de los que saben hacer los reyes cuando se hallan bien servidos, y no se dedignan de quedar obligados. Aprobaba en ella no solamente sus operaciones pasadas, sino sus intentos actuales, y lo que disponía para la recuperación de Méjico. Dábale a entender que conocía los quilates de su valor y constancia, sin olvidar lo bien que se había portado con su gente y con sus aliados. Hacía breve mención de las órdenes que se despachaban concernientes a su conversación y seguridad, y del título que se le remitía de gobernador y capitán general de aquella tierra. Ofrecíale mayores demostraciones de su gratitud, haciendo particular memoria de los capitanes y soldados que le asistían. Encargábale con todo aprieto el buen pasaje de los indios, y que fuesen instruidos en la religión y mirados como semilla posible del Evangelio. Y finalmente le daba esperanzas de breves socorros y asistencias, fiando a su capacidad y obligaciones la última perfección de obra tan grande: carta de singular estimación para su ilustre posteridad, y de aquellas que, así como hacen linaje donde falta la nobleza, dejan esclarecidos a los que hallaron nobles.

Firmó el emperador estos despachos en Valladolid a veinte y dos de octubre de mil quinientos veinte y dos años; y mandó que partiesen luego con ellos los dos procuradores de Hernán Cortés, quedando los otros dos a la solicitud de las asistencias, y a esperar una instrucción que se quedaba formando sobre las advertencias y disposiciones que se debían observar en el gobierno militar y político de aquella tierra. Y aunque dejamos algo atrasada la empresa de Cortés, ha parecido conveniente seguir hasta su conclusión esta noticia por no dejarla pendiente y destroncada con peligro de otra digresión: licencia de que no sólo son capaces las historias, sino alguna vez los anales, que se ciñen al tiempo con leyes más estrechas, como lo practicó en los suyos Cornelio Tácito, cuando en el imperio de Claudio introdujo y siguió hasta el fin las guerras británicas de los dos vicepretores Ostorio y Didio; teniendo por menor inconveniente faltar a la serie de los años, que incurrir en la desunión de los sucesos.




ArribaAbajoCapítulo IX

Recibe Cortés nuevo socorro de gente y municiones; pasa muestra el ejército de los españoles, y a su imitación el de los confederados; publícanse algunas ordenanzas militares, y se da principio a la marcha con ánimo de ocupar a Tezcuco


Corrían ya los fines del año mil y quinientos y veinte, cuando Hernán Cortés trató de introducir sus armas en el país enemigo, y esperar en alguna operación las últimas disposiciones de su empresa. Recibió pocos días antes un socorro de aquellos que se le venían a las manos; porque le avisó el gobernador de la Vera-Cruz que había dado fondo en aquel paraje un navío mercantil de las Canarias, que traía cantidad considerable de arcabuces, pólvora y municiones de guerra, con tres caballos y algunos pasajeros; cuya intención era vender estos géneros a los españoles que andaban en aquellas conquistas.

Pagábanse ya las mercaderías en los puertos de las Indias a precio excesivo; y el interés había quitado el horror a este género de comercio distante y peligroso: cuya noticia puso a Hernán Cortés en deseo de mejorar sus prevenciones, y envió luego un comisario a la Vera-Cruz con barras de oro y plata y la escolta que pareció suficiente, ordenando al gobernador que comprase las armas y las municiones en la mejor forma que pudiese; y él lo ejecutó con tanta destreza y con tanto crédito de la empresa en que se hallaba su general, que no solamente le dieron a precio acomodado lo que traían, pero se fueron con el mismo comisario a militar en el ejército de Cortés el capitán y maestre del navío con trece soldados españoles, que venían a buscar su fortuna en las Indias: asunto que andaba entonces muy válido, y que dura todavía en algunos que anhelan a enriquecer por este camino, sin que baste la perdición de los engañados para documento de los codiciosos.

Con este socorro, y los demás que había recibido Hernán Cortés fuera de toda esperanza, entró en deseo de adelantar la marcha de su ejército; y ya no era posible dilatarla ni esperar a que se acabasen los bergantines, porque iban llegando las tropas de la república y de los aliados vecinos, en cuya detención se debían temer los inconvenientes de la ociosidad.

Juntó sus capitanes para discurrir sobre lo que se podría intentar con aquellas fuerzas, que mirase al intento principal, entretanto que se juntaban las que se habían movido para emprender la recuperación de Méjico; y aunque hubo diversos pareceres, prevaleció la resolución de marchar derechamente a Tezcuco, y ocupar en todo caso aquella ciudad, que por estar situada en el camino de Tlascala, y casi en la ribera del lago, pareció a propósito para la plaza de armas, y puesto que se podría fortificar y mantener, así para recibir menos dificultosamente los socorros que se aguardaban, como para infestar con algunas correrías la tierra del enemigo, y tener retirada poco distante de Méjico, donde reparase contra los accidentes de la guerra. Consideróse que la gente que había llegado hasta entonces sería bastante para este género de facciones; y aunque los canales por donde se comunicaban con aquella ciudad las aguas de la laguna, parecían estrechos para la introducción de los bergantines, se reservó para después la solución de esta dificultad, y quedó resuelto que se abreviase por instantes el plazo de la marcha.

El día siguiente a esta determinación pasó muestra el ejército de los españoles, y se hallaron quinientos y cuarenta infantes, cuarenta caballos y nueve piezas de artillería que se hicieron traer de los bajeles. Ejecutóse a vista de innumerable concurso esta función, y tuvo circunstancias de alarde, porque se atendió menos a registrar el número de la gente que a la ostentación del espectáculo, sirviendo al intento de hacerle más recomendable y lucido la gala de los soldados, el tremolar de las banderas, el manejo de los caballos y el uso de las armas con que se prevenía la reverencia del general; ejecutado uno y otro con tanto brío y puntualidad, que se conoció repetidas veces el aplauso de la muchedumbre, y llevó que aprender la milicia forastera. Quiso después Xicotencal el mozo, que iba por general de la república, pasar la muestra de su gente, no porque usasen los de su nación este género de aparato para contar sus ejércitos, sino por lisonjear a Hernán Cortés con la imitación de sus españoles. Pasaron delante los timbales y bocinas con los demás instrumentos de su milicia; después los capitanes en hileras vistosamente ataviados con grandes penachos de varios colores, y algunas joyas pendientes de las orejas y los labios; las macanas o montantes con la guarnición sobre el brazo izquierdo y con las puntas en alto: llevaban todos sus pajes de gineta, con los escudos o rodelas, en que iban reducidos a varias figuras los desprecios de sus enemigos o las jactancias de su valor. Cumplieron a su modo con la reverencia de los dos generales, y pasaron después las compañías en tropas diferentes, que se distinguían por el color de las plumas, y por las insignias también de varias figuras de animales, que sobresaliendo a las picas hacían oficio de banderas. Constaría todo el ejército de hasta diez mil hombres de buena calidad; aunque la prevención de la república era mucho mayor; pero quedó aplicado el resto de sus levas para que asistiese a la conducción de los bergantines; cuya seguridad era de tanta consecuencia, que recibió el senado como favor lo que pudiera sentir como desvío.

Quiere Antonio de Herrera que fuese de ochenta mil hombres la muestra de los tlascaltecas, en que se aparta de Bernal Díaz y de otros autores: si ya no le pareció que importaba poco incluir en ella la gente de Cholula y Guajocingo, cuyos dos ejércitos estaban acampados fuera de la ciudad; porque no se duda que salió de Tlascala Hernán Cortés con más de sesenta mil hombres, y esto sin los que remitieron después al camino y a la plaza de armas las demás naciones confederadas; cuyo movimiento fue tan numeroso, que durante la expugnación de Méjico llegó a tener debajo de su mano más de doscientos mil hombres. ¡Notable concurrencia de circunstancias admirables!, porque no se dice que hubiese falta de provisión ni discordia entre naciones tan diferentes, ni embarazo en la distribución de las órdenes, ni menos puntualidad en la obediencia. Mucho se debió a la gran capacidad y singular providencia de Cortés; pero esta obra no pudo ser toda suya; quiso Dios que se redujese aquel imperio; y sirviéndose de su talento le facilitó los medios que conducían al fin determinado, mandando en los ánimos lo que pudiera mandar en los sucesos.

Publicáronse luego, a fuer de bando militar, unas ordenanzas que había formado en los ratos de su ociosidad para ocurrir a los inconvenientes en que suele peligrar la guerra, o perder el atributo de justa. Mandó, pena de la vida, «que ninguno fuese osado a sacar la espada contra otro en los cuarteles ni en la marcha; que ninguno de los españoles tratase mal con las obras o con las palabras a los indios confederados; que no se hiciese fuerza o desacato a las mujeres aunque fuesen del bando enemigo; que ninguno se apartase del ejército ni saliese a saquear los lugares del contorno sin llevar licencia y gente con que asegurar la facción; que no se jugasen los caballos ni las armas en que se había tolerado alguna relajación»; y prohibió, con penas particulares de afrenta o privación de honores, «los juramentos y blasfemias», con los demás abusos que suelen introducirse a permitidos con título de licencias militares.

Intimáronse después estas mismas ordenanzas a los cabos de las tropas extranjeras, asistiendo Cortés a la interpretación de Aguilar y doña Marina, para darles a entender que las penas hablaban con todos, y que los menores excesos de su gente serían culpas graves militando entre los españoles; con que pasó la voz a los tlascaltecas y a las demás naciones; y fue tan útil esta diligencia, que se conoció desde luego algún cuidado en el proceder menos licencioso de aquellos indios; aunque durante la jornada se desentendieron o se toleraron algunas demasías en que fue necesario dar algo a la rusticidad o a su costumbre; pero bastaron dos o tres castigos que vieron ejecutar, para reducirlos a mejor disciplina, siendo en ellos como enmienda o parte de satisfacción, el temor de la pena o el recato en el delito.

Llegó el día en que se celebraba la fiesta de los Inocentes, señalado para la marcha; y después que dijo misa fray Bartolomé de Olmedo, con asistencia de todos los españoles, y se hizo particular rogativa por el suceso de la jornada, mandó Hernán Cortés, que se formasen los escuadrones de los indios en la campaña; y puestos en orden según el estilo, salió con su ejército en hileras, para que viesen cómo se doblaba, y tomasen algo del sosiego que habían menester; siendo uno de sus defectos militares el ímpetu de sus ejecuciones siempre aceleradas y sujetas al desorden.

Llamó luego al general y cabos principales de aquellas naciones, y con sus intérpretes les hizo una breve exhortación pidiéndoles: «que animasen a su gente con la esperanza del común interés, pues iban a pelear por su libertad y la de su patria; que se deshiciesen de todos los que no fuesen voluntarios; que castigasen con particular cuidado los excesos que se cometiesen contra las ordenanzas»; y sobre todo, «que les pusiesen delante la obligación en que se hallaban de imitar a sus amigos los españoles, no sólo en las hazañas del valor, sino en la moderación de las costumbres».

Partieron ellos a obedecerle; y vuelto a los suyos que ya callaban, dando a entender que atendían: «no trato, amigos y compañeros», dijo, «de acordaros ni engrandeceros el empeño en que os halláis de obrar como españoles en esta empresa, porque tengo conocido el esfuerzo de vuestros corazones, y no sólo debo confesar la experiencia, sino la envidia de vuestras hazañas. Lo que os propongo, menos como superior que como uno de vosotros, es que pongamos todos con igual diligencia la vista y la consideración en esa multitud de indios que nos sigue, tomando por suya nuestra causa; demostración que nos ha puesto en dos obligaciones, dignas ambas de nuestro cuidado: la primera de tratarlos como amigos, sufriéndolos, si fuere necesario, como a menos capaces de razón; y la otra de advertirlos con nuestro proceder lo que deben observar en el suyo. Ya lleváis entendidas las ordenanzas que se han intimado a todos; cualquiera delito contra ellas tendrá en vosotros su propia malicia y la malicia del ejemplo. Cada uno debe reparar en lo que podrán influir sus transgresiones, o será fuerza que reparemos los demás en la que importan las influencias del castigo. Sentiré mucho hallarme obligado a proceder contra el menor de mis soldados; pero será este sentimiento como dolor inexcusable, y andarán juntas en mi resolución la justicia y la paciencia. Ya sabéis la facción grande a que nos disponemos: obra será digna de historia conquistar un imperio a nuestro rey; las fuerzas que veis y las que se irán juntando, serán proporcionadas al heroico intento. Y Dios, cuya causa defendemos, ya con nosotros, que nos ha mantenido a fuerza de milagros, y no es posible que desampare una empresa en que se ha declarado tantas veces por nuestro capitán. Sigámosle, pues, y no le desobliguemos». Y volviendo a decir: «sigámosle y no le desobliguemos», acabó su oración, o porque no halló más que decir, o porque lo dijo todo, y dio principio a la marcha, llevando en el oído las aclamaciones de su gente, y teniendo a buen pronóstico aquel contento con que le seguían, aquella casualidad extraordinaria con que se habían multiplicado sus españoles, y aquel fervor oficioso con que asistían aquellas naciones. Todo lo consideraba como señal oportuna o como feliz auspicio del suceso; no porque hiciese mucho caso de semejantes observaciones; pero algunas veces se descuida el entendimiento para que se divierta la esperanza con lo que sueña la imaginación.




ArribaAbajoCapítulo X

Marcha el ejército no sin vencer algunas dificultades; previénese de una embajada cautelosa el rey de Tezcuco, de cuya respuesta, por los mismos términos, resulta el conseguirse la entrada en aquella ciudad sin resistencia


Caminó aquel día el ejército seis leguas, y se alojó al caer del sol en el lugar de Tezmeluca; nombre que significa en su lengua el Encinar. Era población considerable, situada en los confines mejicanos y en la jurisdicción de Guajocingo, cuyo cacique tuvo suficiente provisión para toda la gente, y algunos regalos particulares para los españoles. El día siguiente se continuó la marcha por tierra enemiga, con todas las advertencias que parecieron necesarias. Tuviéronse algunos avisos de que había junta de mejicanos en la parte contrapuesta de una montaña, cuyos peñascos y malezas dificultaban por aquella parte la entrada en el camino de Tezcuco; y porque se llegó a este paraje algunas horas después de mediodía, y era de temer la vecindad de la noche para entrar en disputas de tierra quebrada y montuosa, hizo alto el ejército, y se alojó lo mejor que pudo al pie de la misma sierra; donde se previnieron los ranchos de grandes fuegos, que apenas bastaron para que se pudiese resistir sin alguna incomodidad la destemplanza del frío.

Pero al amanecer empezó la gente a subir la cuesta y a penetrar la maleza del monte al paso de la artillería; pero a poco más de una legua vinieron los batidores con noticia de que tenían los enemigos cerrado el camino con árboles cortados y estacas puntiagudas embebidas en tierra movediza para mancar los caballos, y Hernán Cortés, que no sabía perder las ocasiones de animar a los suyos, dijo en alta voz hacia los españoles: «no parece que desean mucho estos valientes verse con nosotros, puesto que nos embarazan el uso de los pies para que tardemos algo más en venir a las manos». Y sin detenerse mandó que pasasen a la vanguardia dos mil tlascaltecas a desviar los impedimentos del camino. Lo cual ejecutaron con tanta celeridad, que apenas se pudo conocer la detención en la retaguardia. Pasaron delante algunas compañías a reconocer los parajes donde se podían temer emboscadas, y con el resguardo que pedían aquellos indicios de vecina oposición, se caminaron dos leguas que faltaban hasta la cumbre.

Descubríase desde lo más alto la gran laguna de Méjico, y Hernán Cortés acordó a los suyos con esta ocasión lo que allí se había padecido sin olvidar las felicidades y riquezas que se poseyeron en aquella ciudad, mezclando entonces los bienes y los males para dar calor a la venganza con los incentivos del interés. Descubríanse también algunos humos en las poblaciones distantes que se iban sucediendo con poca intermisión; y aunque no se dudó que serían avisos de haberse descubierto el ejército, se continuó la marcha con poco menor dificultad y con el mismo recelo, porque duraban las asperezas del camino y franqueaba poca tierra la espesura del bosque.

Pero vencido este impedimento, se descubrió a largo trecho el ejército enemigo que ocupaba el llano, sin moverse, con señas de aguardar en algún puesto de fácil retirada. Alegráronse los españoles, celebrando como felicidad la prontitud de la ocasión, y sucedió lo mismo a los tlascaltecas, aunque a breve rato se hizo en ellos furor el contento, y fueron necesarias voces de Cortés y diligencias de sus capitanes para que no se desordenasen con el ansia de pelear. Estaban los mejicanos a la otra parte de un barranco grande o quiebra del terreno que necesariamente se había de pasar, por donde iba profundando su camino un arroyo que recogía las corrientes de la sierra, y llevaba entonces agua considerable. Tenía por aquella parte una puentecilla de madera para el uso de los pasajeros, la cual pudieran haber cortado con facilidad; pero según lo que se presumió después, la dejaron de intento para ir deshaciendo a sus enemigos en el paso estrecho; teniendo por imposible que se pudiesen doblar de la otra parte con tanta oposición. Así lo discurrieron cuando hacían la cuenta lejos del peligro; pero al reconocer el ejército de Cortés, que no habían considerado tan numeroso, cayeron otras especies menos fantásticas sobre su imaginación. Faltóles el ánimo para mantener aquel puesto, y deseando afectar el valor o no descubrir el miedo, tomaron resolución de irse retirando poco a poco sin volver las espaldas, reconociendo al parecer la diferencia que hay entre fuga y retirada.

Dio Hernán Cortés calor a la marcha, y al reconocer el barranco tuvo a gran fortuna que se hubiese desviado el enemigo; porque aun hallado sin resistencia se pasó con dificultad. Dispuso que se adelantasen veinte caballos con algunas compañías de tlascaltecas a entretener la marcha sin entrar en mayor empeño, hasta que pasando el resto de la gente se asegurase la facción. Pero apenas reconocieron los mejicanos que se iba doblando el ejército a la otra parte de la zanja, cuando perdieron toda su política y se declararon por fugitivos, desuniéndose a buscar atropelladamente las sendas menos holladas o el refugio de los montes.

No quiso Hernán Cortés detenerse a seguir el alcance, porque le importaba ocupar brevemente a Tezcuco; y cualquiera dilación se debía mirar como desvío del intento principal; pero se hizo de paso algún daño en los mejicanos que se hallaban escondidos entre la maleza del bosque. Y aquella noche se alojó el ejército en un lugar recién despoblado, tres leguas de Tezcuco, donde se tomó por cuarteles el descanso, dobladas las centinelas y con las armas casi en las manos. Pero el día siguiente, a poca distancia de este lugar, se reconoció en el camino una tropa de hasta diez indios, al parecer desarmados, que venían a paso largo con señas de mensajeros o fugitivos, y traían levantada en alto una lámina de oro en forma de bandera que se tuvo por insignia de paz. Era el principal de ellos un embajador, por cuyo medio rogaba el rey de Tezcuco a Cortés que no hiciese daño en los pueblos de su dominio, dando a entender que deseaba entrar en su confederación, a cuyo fin tenía prevenido en su ciudad alojamiento decente para todos los españoles de su ejército, y serían asistidos fuera de los muros con lo que hubiesen menester las naciones que le acompañaban. Examinóle con algunas preguntas Hernán Cortés, y él que no venía mal instruido, respondió a todas sin embarazarse, añadiendo: que su amo estaba ofendido y quejoso del emperador que reinaba entonces en Méjico, porque no habiéndose ajustado a votar por él en su elección, trataba de vengarse con algunas extorsiones indignas de su paciencia, para cuya satisfacción estaba en ánimos de unirse con los españoles, como uno de los interesados en la ruina de aquel tirano.

No dicen nuestros historiadores, o lo dicen con variedad, si reinaba entonces en Tezcuco el hermano de Cacumatzina quien dejamos preso en Méjico por haber conspirado contra Motezuma y contra los españoles. Queda referido cómo se le dio la corona a su hermano, y el voto electoral a instancia de Cortés; y según el suceso parece que ya reinaba el desposeído, siendo muy creíble que lo dispusiese así el nuevo emperador, mediando en su restitución la circunstancia de ser enemigo capital de los españoles, a cuya opinión hace algún viso la desconfianza de Cortés, porque apenas recibió la embajada cuando se apartó del embajador para conferir con sus capitanes la respuesta. Pareció a todos poco segura la proposición, y que no se debía esperar tanto de un príncipe ofendido; pero que supuesta la resolución que llevaba de ocupar aquella ciudad por fuerza de armas, se podía tener a buena fortuna que les franqueasen la entrada, cuya primera dificultad excusarían admitiendo la oferta; y una vez dentro de los muros, en lo cual se debía llevar la misma cautela que si se acabara de ganar por asalto, se obraría lo que pidiese la ocasión. Así lo determinaron; y Hernán Cortés despachó al enviado, respondiendo a su príncipe que admitía la paz y aceptaba el alojamiento que le ofrecía, deseando corresponder enteramente a la buena inteligencia con que solicitaba su amistad.

Volvió a marchar el ejército, y aquella tarde se alojó en uno de los arrabales de la ciudad, o villaje muy cercano a ella, dilatando la entrada para la mañana siguiente, por lograr el día entero en una facción que, según los indios, no podía caber en pocas horas, siendo uno de ellos el hallarse desamparado aquel pueblo; y otro de no menor consideración, el no haberse dejado ver el cacique, ni enviado persona que visitase a Cortés; pero no se oyó rumor de armas, ni se ofreció novedad hasta que al salir del sol se dieron las órdenes y se dispuso el ejército para el asalto, que ya se tenía por inexcusable, aunque se conoció poco después que no era necesario, porque se halló abierta y desarmada la ciudad. Avanzaron algunas tropas a ocupar las puertas, y se hizo la entrada sin resistencia. Pero Hernán Cortés, dispuesto a pelear, fue penetrando las calles sin perder de vista las apariencias de la paz entre los recelos de la guerra, y caminó en la mejor ordenanza que pudo, hasta que saliendo a una gran plaza se dobló con la mayor parte de su gente; y ocupó con el resto las calles del contorno. Los paisanos, cuya muchedumbre se dejó ver algunas veces en el paso, andaban como asombrados, trayendo en el rostro mal encubiertos los achaques del ánimo, y se reparó en que faltaban las mujeres: circunstancias que se daban la mano con los primeros indicios.

Pareció conveniente ocupar el oratorio principal, cuya eminencia dominaba la ciudad, descubriendo la mayor parte de la laguna; y nombró Hernán Cortés para esta facción a Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Bernal Díaz del Castillo, con algunas bocas de fuego y bastante número de tlascaltecas. Pero hallando aquel puesto sin guarnición, avisaron desde lo alto que se iba escapando mucha gente de la ciudad; unos por tierra en busca de los montes, y otros en canoas la vuelta de Méjico, cuya noticia no dejó que dudar en el engaño del cacique. Mandó Hernán Cortés que le buscasen para traerle a su presencia, y por este medio averiguó que se había retirado poco antes al ejército de los mejicanos, llevando consigo la poca gente que se quiso ajustar a seguirle, que según lo que decían aquellos paisanos, era de cortas obligaciones, porque la nobleza y el resto de sus vasallos aborrecían su dominio, y se quedaron con pretexto de buscarle después. Averiguóse también que tenía resuelto agasajar a los españoles hasta merecer su confianza, y conseguir su descuido para introducir después las tropas mejicanas que acabasen con todos ellos en una noche; pero cuando supo de su embajador las grandes fuerzas con que le buscaba Hernán Cortés, le faltó el ánimo para mantener su estratagema: y tuvo por mejor consejo el de la fuga, dejando su ciudad y sus vasallos a la discreción de sus enemigos.

Dio la felicidad en este suceso cuanto pudieran la industria y el valor. Deseaba Hernán Cortés ocupar a Tezcuco, puesto ventajoso para su plaza de armas y necesario para su empresa; y el ardid intentado por el cacique le franqueó sin disputa las puertas de aquella ciudad: su fuga le desvió un embarazo en que había de tropezar cada instante la desconfianza o el recelo, y el descontento de sus vasallos le facilitó el camino de traerlos a su devoción, que cuando se ha de acertar todo es oportuno; y quizá por esta consideración se puso lo afortunado entre los atributos de los capitanes, en cuyas disposiciones obra el valor lo que ordenó la prudencia, y se hallan la prudencia y el valor, sucedido lo que facilitó la felicidad o la fortuna. Entendió mal o no entendió la gentilidad este vocablo de la fortuna; dábale su adoración como a deidad, aunque achacosa, y deslucida con sus ceguedades y mudanzas; pero nosotros conocemos por este mismo nombre las dádivas gratuitas de la divina beneficencia: con que vino a quedar mejor entendida la felicidad, mejor colocada la fortuna, y mejor favorecido el afortunado.