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Arte Quiteño Colonial

José María Vargas



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[Indicaciones de paginación en nota1.]



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ArribaAbajo Preliminar

El arte quiteño colonial al través de un temperamento humano social, pudiera haberse titulado el presente libro. No es una obra de técnica. Tampoco una Guía Artística. Es la respuesta que un aprendiz entusiasta ha obtenido de su anhelo investigador al respecto.

Lo que sus ojos no ven, fue el encabezamiento que un ingenioso extranjero puso a una serie suya de fotos sobre arte, costumbres y aspectos geográficos del Ecuador. El título era simbólico. Necesitamos que personas cultas de otras naciones nos hagan apreciar lo que estamos acostumbrados a ver sin notarlo. Un crítico europeo de arte, Giulio Aristide Sartorio, expresó su parecer en los términos que siguen: «Al venir, desde la Argentina, tocando las costas del Pacífico en Chile, en el Perú, hasta llegar a Quito, me he convencido de la existencia de un arte americano... Y si a primera vista, observando, aquí y allá, aparece este arte, confuso y fabuloso, después de la visita a los monumentos de Quito, se manifiesta determinado en   —10→   todas sus fases, y aun en la contribución indígena, lógicamente desenvuelta... Quito es la Atenas Americana y el corazón de la América Latina. Se puede afirmar sin temor que Quito será el centro de formación espiritual del arte americano autóctono.»

Cierto que José Gabriel Navarro con sus Contribuciones a la Historia del Arte en el Ecuador ha hecho para su patria, lo que Martín S. Noel y Ángel Cuido para la Argentina, José de la Riva Agüero y J. Uriel y García para el Perú y para México, Manuel Romero de Terreros y Manuel Toussaint. Pero, en general, no se puede negar el desconocimiento que hay en el Ecuador, del arte ecuatoriano antiguo. Hace falta un estudio sencillo, pero bien documentado, en forma que ofrezca al pueblo el dato preciso y la acertada orientación.

La sinceridad en la educación del gusto artístico exige verdad histórica, juicio personal y apreciación comparativa. Sin documentación por base no es posible juzgar con certeza, menos dar al arte nacional el valor relativo dentro del arte hispanoamericano y europeo.

La investigación -aunque de procedimiento largo y enfadoso- es absolutamente necesaria en el estudio del arte quiteño colonial. La despreocupación de los artistas fue al compás de la indiferencia del medio ambiente. Ni nombre de autor, ni fecha de ejecución, ni destinatario de la obra, ni circunstancias de composición han sido, por lo general, conservados. Alguna excepción que pudiera aducirse no haría sino confirmar la regla. Ha sido preciso   —11→   sacudir el polvo a archivos y crónicas para reunir los datos externos que permitan conocer a los artistas e identificar sus obras.

Después de certificarse de las circunstancias del autor y su producción, es necesario conservar la independencia del sentimiento, defendiéndolo de los dictámenes de los críticos de oficio. Nos hemos acostumbrado a consultarlos, para saber lo que debemos pensar de Miguel de Santiago o Caspicara. Sin darnos cuenta cedemos a un dogmatismo, que se impone en el arte, tanto como en la literatura y la ciencia. Para la educación personal del gusto, para la sinceridad del juicio, para robustecimiento del criterio, nada más útil que la contemplación personal de la obra de arte. Los grabados excitarán la curiosidad por conocer los originales. Y como un aprendiz entusiasta es el mejor maestro de sí mismo, habrá que consultar a un técnico lo que no se comprende por el esfuerzo propio. El resultado será sólido y duradero, porque nos costó el conseguirlo.

Finalmente, la comparación nos dará sorpresas admirables. Distinguiremos mejor a los autores, adivinaremos sus influjos mutuos, señalaremos sus características. No contentos con las limitaciones geográficas, echaremos a volar por las demás naciones de América, para localizar en sitio propio el arte de Quito. No nos será difícil comprender los siguientes elogios, que críticos justicieros han formulado del valor de las artes plásticas quiteñas.

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«Quito -en arquitectura- se nos presenta como el centro básico de la expansión artística en la parte Norte de nuestro continente sudamericano». Martín S. Noel, argentino.

«La escultura, en la cual indios convertidos como Caspicara y José Díaz, manifestaron aptitudes de verdaderos y grandes artistas, tuvo su centro de expansión en Quito, y a los estudiosos americanos incumbe no sólo un largo trabajo de investigación y clasificación, sino también el de su examen artístico». Sartorio, italiano.

«Tomando en la mano, y sin preocupación alguna, el peso de la justicia, veo que el fiel se inclina, sin oscilar una vez siquiera, del lado del Ecuador. Sólo Miguel de Santiago, en la pintura, contrabalancea y supera a todos los pintores del resto de la América del Sur». P. Ricardo Cappa, español.

Estos encomios de técnicos extranjeros a nuestro arte colonial contrastan sustancialmente con la opinión pesimista que se nos había hecho tener de nuestra vida artística pasada. La «Colonia oscura y de importancia secundaria», como algún historiador nacional, lo ha dicho, se ilumina y realza por milagro del arte. El patriotismo no ve desproporcionada la expresión de: «Quito, luz de América». Del fondo de la vida colonial surge el arte quiteño, cual esencia que satura el ambiente de la Patria. Cuando de afuera se aprecia este aspecto hermoso de nuestra anterior cultura, no cabe que nosotros desconozcamos los motivos de una legítima gloria nacional.

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Querríamos que este libro fuese un ensayo de reacción de la atrofia nacional que padecemos. La subestimación de nuestros propios valores ha minado el sentimiento patriótico de nuestro pueblo. Hay que levantarlo sobre la base de las realidades que nos han dejado nuestra historia y tradición, no escasas de hechos relevantes.

Consecuentes con nuestro criterio, tenemos fe en la reacción del espíritu nacional; pero únicamente dentro del concepto cristiano de la vida. Imposible, de otro modo, dar lenguaje auténtico a los monumentos de arte, que nos ha legado la Colonia. El arte colonial quiteño nace y crece en los brazos de la Religión y bajo su influjo de elevación y belleza. Quien quisiera interpretarlo con diversa exégesis, no haría sino falsificar la historia.

Este trabajo es, además, la contribución de un ecuatoriano, que representó a su patria en la Semana de Estudios que realizó en Santiago de Chile la C. I. D. E. C. (Confederación Ibero-Americana de Estudiantes Católicos). Allí se habló, entre otras cosas, de la necesidad de valorizar las esencias hispanoamericanas de cada país. Al nuestro se le ha reconocido principalmente por el arte colonial. Y este aspecto de especial cultura fue la respuesta de la Patria a la enseñanza y siembra de la Religión católica de que le dotó la Madre España.



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ArribaAbajo Siglo XVI

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ArribaAbajo Capítulo I

Arquitectura


Localización de los conventos en la traza primitiva de la ciudad.- La Catedral.- San Francisco.- La Merced.- Santo Domingo.- Atrios.- Sepulturas.


El urbanismo elemental de los conquistadores determinó el sitio que debía ocupar cada convento en la traza primitiva de la ciudad. No se dio entre nosotros el caso de los teocallis de México o los templos del Cuzco, que provocaron aprovechar de los mismos puntos elegidos por los indígenas para fortaleza militar o culto de sus dioses. En la fundación de Quito, tanto como de Guayaquil, Cuenca, Baeza y Riobamba, el diseño de calles y solares obedeció a condiciones geográficas y al número de pobladores. Las alusiones históricas al palacio y al lugar del placer de Huainacápac en Quito, y a las grandes edificaciones del mismo monarca en Tomebamba, no han dejado   —18→   restos de comprobación, menos sillares que hubieran utilizado los españoles para erección de sus moradas2.

Lo que sí consta es el alistamiento previo de los pobladores, para, de acuerdo con su número y calidad, calcular el área de la nueva ciudad y señalar y distribuir los lotes. También es cierto que representantes del clero y las Comunidades de San Francisco y la Merced y poco después Santo Domingo estuvieron desde el principio a reclamar un asiento para establecer sus iglesias y conventos. La determinación de cambiar la ciudad incaica en española obligaba a sujetarse a las desigualdades caprichosas del terreno. Los quitus, desdeñando los anchurosos valles que se extienden a sur y norte, habían elegido por morada las faldas en que el Pichincha se recuesta hacia el oriente en unas como penínsulas divididas por quebradas que abren las entrañas del suelo vulnerable. Del fondo de las cavas del Placer-Itschimbía, el Tejar-Manosalvas, la Cantera-Jerusalén se levantaban, formando barrancas, los bordes desiguales que arriba se tendían en mesetas cercadas en torno por las pendientes del viejo volcán, la loma de San Juan, la   —19→   colina del Itschimbía y el montículo del Panecillo. Sobre esta topografía se trazó el plano de la población. Al centro, la plaza mayor con solares para la iglesia y casa parroquial. Hacia el Pichincha y a distancia casi simétrica, los sitios para templo y morada conventual de San Francisco y la Merced. Por llegar al último, Santo Domingo hubo de escoger el puesto que quedaba al sur pasando la honda quebrada de Manosalvas. De hecho, los emplazamientos conventuales determinaron urbanísticamente la traza y dirección de las calles y, en lo social, el carácter de los barrios3.

Por de pronto, la esquiva economía no permitió más comodidad que el albergue pajizo rodeado de huertas con cercas de tapia. Las mismas casas religiosas no salían del plano común sino en la magnitud. La idea de lo suntuario tardó en llegar con los frailes y clérigos que pasaban por México, donde franciscanos, agustinos y dominicos poseían ya templos y conventos de gran magnificencia.

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Cronológicamente, la iglesia catedral ocupa el primer puesto entre los templos construidos durante la segunda mitad del siglo XVI. La idea de levantarla preocupó ya al Ilmo. señor Díaz Arias. Pero fue el vicario capitular don Pedro Rodríguez de Aguayo, quien la edificó en casi su totalidad en el corto espacio de tres años (1562-1565). El gasto global ascendió a la suma de 30.000 pesos, distribuidos en porciones iguales entre el tesoro público, los españoles y los indios. La moderación de la cantidad se debió en parte al bajo precio del material y la mano de obra4 y principalmente al sistema de las mingas populares de que echó mano el entusiasta constructor. Asistamos a una escena de trabajo colectivo de este colmenar humano. «En el tiempo de su administración -dice el Relator Oficial del Consejo de Indias-   —21→   hizo la iglesia catedral desde los cimientos, hasta que se acabó juntamente con la torre della, a poca costa y en breve tiempo, porque él y los demás prebendados a su instancia traían los materiales de piedra, arena y ladrillos en sus hombros y a su imitación el Regimiento y demás vecinos así españoles como indios ayudaron a traer los dichos materiales y adornó la dicha iglesia de muchos hornamentos de seda y vasos de plata, cruces y cálices y especialmente una custodia de plata que pesó tres mil pesos, lo cual hizo el dicho arcediano hacer de las condenaciones que hizo durante el dicho tiempo que sirvió de Administrador e hizo muchos retablos para los altares y campanas e hizo edificar muchas iglesias en los pueblos de indios»5.

Es probable que el plano lo trazara el mismo Arcediano. Era persona preparada, de buen gusto y gran iniciativa. La relación anónima de 1574 dice que «labró para sí unas casas cumplidas y curiosas que le costaban de cinco a seis mil pesos». Sólo la casa de Juan Larrea superaba a la de Rodríguez de Aguayo6. Su obra, sin embargo, en lo que mira a la Catedral, no fue más allá de la construcción del edificio.   —22→   El ornato interior, erección de altares, dotación de imágenes, provisión de ornamentos, trabajo de púlpito, arreglo del coro, todo corrió a cargo del ilustrísimo señor fray Pedro de la Peña. Tanto que la inauguración y bendición solemnes no pudieron verificarse sino el 28 de junio de 15727. Al estado en que le puso el segundo Obispo se refiere la descripción anónima de 1573, donde se dice: «La iglesia mayor está de piedra, ladrillo y adobes, cubierta de teja, curiosamente labrada: es templo espacioso y bueno, de tres naves: entiéndese se ha gastado en él de cincuenta mil pesos arriba».

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En la mencionada relación de 1574 se dice, hablando de San Francisco: «El monasterio de Señor San Francisco tiene un dormitorio demás de su buena iglesia, aunque no es muy grande. Como ha sido edificio hecho de limosnas, no se sabe lo que habrá costado... San Francisco tendrá ciento y cincuenta pies en largo y cuarenta en ancho. Comenzola Fray Gedeoco, siendo guardián, y aun no siéndolo, ha siempre solicitado la obra de aquella casa». La construcción   —23→   del templo había principiado antes de 1564, según informó el presidente Santillán al Rey8.

Se ha dado en suponer que el plano para la edificación de San Francisco fue enviado desde España, trazado por Herrera9. No juzgamos posible la comprobación histórica de semejante hipótesis. El dato transcrito nos hace ver la marcha lenta de la construcción al compás de las limosnas escasas que ofrecía el pueblo y no los Reyes. San Francisco fue obra de fray Jodoco en asocio con fray Pedro Gosseal, Germán el alemán y Jácome Flamenco. Bajo la dirección de estos peritos europeos, trabajaron, como obreros principales, Jorge de la Cruz Mitima y su hijo Francisco Morocho10. Los demás operarios fueron alumnos del Colegio de San Andrés, a quienes se les enseñó prácticamente en la fábrica de San Francisco, el arte de escodar las piedras, hornar ladrillos y tejas, calcular la mezcla y construir los edificios.

Para fines del siglo XVI, San Francisco había adelantado la fábrica del tramo principal del convento, además del edificio en que funcionó el Colegio de San Andrés (hoy San Carlos).

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En la descripción de la ciudad de Quito que hizo el arcediano don Pedro Rodríguez de Aguayo (1573), dice refiriéndose a la Merced: «La Merced, pobre edificio, pocos frailes»11. Esta pobreza de personal y habitación se hizo sentir hasta el ocaso del siglo XVI. En una información practicada en 1599, depone un testigo: «la iglesia que tienen se les está cayendo y no tienen con qué repararla». La falta de religiosos retardó la construcción así del convento como de la iglesia de manera sólida y definitiva12.

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Santo Domingo corrió al principio suerte igual que la Merced. Hasta 1573 apareció «más humilde en edificios» que San Francisco. Fue menester la formación del elemento criollo para que se interesara por algo bueno y duradero. Rodríguez de Ocampo dice que fue el padre Rodrigo de Lara, el que comenzó a obrar y acabar la iglesia nueva de este convento.   —25→   El dato nos parece exacto. Cuando el padre Lara fue Provincial hizo constar en las Actas del Capítulo la siguiente ordenación: «Nuestro convento de San Pedro Mártir de Quito es la cabeza y seminario de nuestra madre la Provincia de Santa Catalina Mártir. Por lo mismo mandamos, mediante la presente ordenación, que para la construcción de su iglesia contribuyan el Convento de San Pablo de Guayaquil con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santo Domingo de Loja con los estipendios de dos doctrinas, el Convento de Santa María del Rosario de los Pastos con el estipendio de una doctrina, el Convento de Santa María del Rosario de Baeza con los estipendios de dos doctrinas, el Convento de Santiago de Machachi con los estipendios de todo el priorato y todo el estipendio de la cátedra de la lengua general, llamada vulgarmente del inga»13. Hay que tener en cuenta que el padre Lara fue valiente militar antes de vestir el hábito. De ahí que, conservando un fondo de natural bondad, fuese emprendedor y estupendo organizador. Es típico el caso de suplir la falta de limosnas con el trabajo de los frailes y la contribución obligatoria de los demás conventos.

El plano de iglesia y convento fue trazado por Francisco Becerra hacia 1580. El dato se lo debemos a Llaguno y Amirola en sus Noticias de los arquitectos y arquitectura de España14. Con documentos   —26→   originales a la vista, extiende la ejecutoria y describe la plana de servicios del ilustre arquitecto. Fue hijo de Trujillo en Extremadura. Su abuelo Hernán González fue compañero de labor de Berruguete y maestro mayor de la iglesia de Toledo; su padre Alonso Becerra fue arquitecto profesor y constructor en su provincia: él, don Francisco, vino a México y construyó el coro de San Francisco, los conventos de Santo Domingo y San Agustín y el Colegio de San Luis en Puebla de los Ángeles; las capillas de los pueblos de Totemeguacán y Guatinchan; los templos de Talnepaula, Cuitablabaca y Tepuzthlan, y reedificó el templo de Santo Domingo en la propia México. Ocupado en la edificación de la catedral de Puebla de los Ángeles estaba en 1575, cuando se provocó venir a Quito, donde trazó el plano y comenzó la construcción de los conventos e iglesias de Santo Domingo y San Agustín y levantó tres puentes en los ríos comarcanos. De aquí pasó al Perú a encargarse de dirigir la construcción de las catedrales de Lima y el Cuzco15.

Valía la pena detenerse en relatar este hecho. Es la única vez que en el siglo XVI se comprueba la presencia de un arquitecto español de fuste. De España nos trajo los influjos de los rancios modelos extremeños   —27→   y de México, las modalidades suntuarias de un arte hispanoamericano: a Quito le incorporó en la trayectoria que recorrió la arquitectura desde Nueva España hasta las márgenes del Plata.

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Lope de Atienza hizo notar que entre los indios un motivo religioso determinaba la posición de las casas. «Las casas, escribió, dan siempre las puertas al Oriente, porque en levantándose, lo primero que hacen es mochar al sol». No podría afirmarse que en la erección de las iglesias se tuvo en cuenta un móvil semejante. Hecha por el Cabildo la designación del sitio a cada Orden Religiosa, no había sino que acomodarse a la geografía física de la ciudad en la disposición de los edificios. San Francisco, que ocupa el centro de un plano inclinado, no priva de su oblicuidad a la plaza, cuya parte superior domina mediante el murallón del atrio, que corta hábilmente el sesgo para ofrecer un suelo horizontal a la fábrica. Esta coloca al templo en la mitad internándolo de oriente a occidente, y cortejándolo a lado y lado con edificaciones conventuales.

La localización de la Merced ocasionaría varios ensayos de planos hasta dar en la construcción actual que esquina la iglesia al lado sur del convento, extendiéndose el atrio a lo largo de la puerta lateral del templo.

El diseño primitivo de la plaza central influyó   —28→   decisivamente en la construcción catedralicia. Los solares señalados para iglesia daban hacia el sur al borde de la honda quebrada de Manosalvas, que no permitía un plano de templo con la fachada de frente a la plaza. Por esta causa el previsivo y hábil Arcediano hizo el trazo ocupando todo el largo de la plaza y rectificando el desnivel con graderías de acceso al atrio que se extiende con amplitud y rodea hasta la entrada que se levanta al extremo suroeste del parque central.

Santo Domingo debe tal vez su forma a la época en que se diseñó su plano.

El año de 1575 acaeció la última erupción del Pichincha con movimientos terráqueos que pusieron a prueba la solidez de los pocos edificios buenos de la antigua Quito. A raíz de esta catástrofe, el arquitecto Becerra trazó el proyecto de la iglesia y el convento. Al modo de los templos mexicanos del siglo XVI, el de Santo Domingo sería de una sola nave y a lo largo de los lados se abrirían hornacinas divididas por muros como contrafuertes que desafiarían a cualquier terremoto. Junto a la iglesia que se alza a la esquina sur se emplazan los dos tramos del convento con frente integral a la plaza cuyo lado oriental y hacia el norte lo cierra íntegramente.

Obras planeadas por el mismo arquitecto, la iglesia y convento de San Agustín han debido resolver el difícil problema de construirse una plataforma horizontal en sitio de brusca oblicuidad. Una vez más se confirma que la elección de lugar para establecimiento, no estaba a merced de la voluntad de los   —29→   infestados. El Cabildo señalaba el puesto y había que acomodarse a él para la construcción. Basta echar una mirada a la pared de la iglesia que da a la calle y a las murallas del cucurucho para apreciar el desnivel del suelo que ha necesitado rellenarse con el fin de ejecutar el diseño tan elegante y sencillo del trazo de Becerra.

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Razones de carácter geográfico influyeron de manera decisiva en la disposición de templos y conventos. Idénticos motivos ejercieron también su influjo en esa modalidad arquitectónica tan hispanoamericana de los atrios.

Puede afirmarse en general que no hay iglesia sin atrio. Lo tiene San Francisco, con él se adorna la catedral, lo encontramos frente a la Merced, la Compañía, San Agustín, la Concepción, Santa Bárbara, los Cármenes, el Sagrario y Santo Domingo. Algunos, como los de San Francisco y la Catedral y en menor escala la Concepción y Santa Catalina, se levantan sobre el nivel de las plazas y calles a las que dominan mediante graderías, desiguales a los extremos por el nivel caprichoso de la planta. En un ángulo de estos amplios corredores de piedra sillar de la Catedral, San Francisco, la Compañía, San Agustín, Santo Domingo y San Diego se yergue una cruz lapídea que recuerda la orden insistente del Ilmo. Señor de la Peña de erigir el signo del madero redentor a las entradas de iglesias y plazas.

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Los atrios en Quito, como en Nueva España, respondían a un ideal misionero y religioso. Era el lugar de cita donde los indios oían la doctrina; el pasaje para desfile de las procesiones; el espacio señalado para el regocijo popular de las vísperas y días de las fiestas; el balcón de preferencia para contemplar los toros y juegos de cañas en las plazas; y, en algunos casos, el cementerio acogedor de no pocos muertos.

En México se había introducido una peculiaridad en los atrios. «En esta tierra, escribe Motolinia, los patios son muy grandes y muy gentiles, porque la gente no cabe en las iglesias, y en los patios tiene su capilla para que todos oyan misa los domingos y fiestas, y las iglesias sirven para entre semana»16. No hallamos entre nosotros esta característica en los templos principales del siglo XVI. Ejemplares como de muestra se han conservado en los atrios de la Merced y Santa Catalina.

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En el plano de los templos y conventos se aprovechó de asientos para sepulturas. Aún en esto hubo de utilizarse la configuración desigual del terreno. Al levantar los cimientos se aprovechó del espacio intermedio para formar criptas, a manera de las   —31→   catacumbas. En algunos casos se construyeron bóvedas en las mismas naves u hornacinas de los templos para entierros de gentes connotadas.

En las cuentas de los administradores de la Catedral, correspondientes a 1571, se hace constar la venta de nichos a las familias de Cristóbal Calvache, Inés de Alarcón, Alonso de Paz, Martín Pérez Salmavide y muchos otros17.

San Francisco construyó su cripta en el subsuelo de la sacristía que queda detrás del altar mayor. Andando el tiempo hizo cesión de toda una capilla a la familia Villacís, para la que se fabricó una bóveda propia.

Santo Domingo tuvo sus catacumbas coloniales bajo el piso del templo y nichos en las paredes de los altares laterales.

Desde que las Comunidades Religiosas alzaron sus conventos hubo claustros, cuyo subsuelo se consagró a sepulturas. Llamábaselos claustros De profundis. Los entierros se los cubría con una piedra rectangular, que llevaban en la superficie tallado el blasón de la familia del difunto. Abundan estas piedras sepulcrales en los claustros de San Francisco y son el mejor documento para rehacer la heráldica de los buenos apellidos de Quito colonial.

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San Francisco y la Catedral fueron planeados de dos naves. Son los templos que más se identifican con Quito. Su diseño fue ideado por promotores del adelanto de la ciudad. Santo Domingo no puede desconocer el influjo del arte mexicano. Su hechura de una sola nave lo comprueba, tanto como el nombre del arquitecto que trazó su plano. San Agustín es, a su vez, un reflejo de los templos espléndidos que construyeron los agustinos en la Nueva España.

Desde mediados del siglo XVI se menciona la cantera de las faldas del Pichincha como surtidero de las piedras necesarias a las fábricas de conventos, templos y casas. La cercanía del material fue una ventaja positiva de la localización de la ciudad. Con el sistema de mingas se abrevió el tiempo de trabajo. La abundancia de piedras fomentó la cantería y habilitó a los canteros. La calidad de las piedras no fue uniforme. Unas, como las del atrio de la Catedral, resultaron compactas e invulnerables a la acción del tiempo y los elementos. Otras, como las del zócalo de la iglesia de San Francisco, han cedido de su firmeza ante la marcha incesante de los años.

Además, la tierra del suelo de Quito se prestó sin resistencia a la hechura de ladrillos y de tejas. Tampoco la cal se dio a valer alejando sus veneros. Todo el material se tenía como a la mano, para ejercitar la   —33→   de los innumerables obreros, que trabajaban con gusto la casa de Dios y mansión de sus religiosos.

No se dio entre nosotros el caso del constante y general reclamo de los indígenas de México, que se quejaban de que agustinos, franciscanos y dominicos emprendían obras de monumental arquitectura abusando de la paciencia de los operarios. El relator anónimo de 1574 refiere que, hecho el reparto proporcional de las contribuciones, para edificar la Catedral, «lo que cupo pagar a los naturales háse consumido en jornales y madera que han traído». Los frailes franciscanos y dominicos pidieron repetidas veces al Rey que resolviese la dificultad que suscitaba la falta de trabajadores, que ni pagados se brindaban a la labor. San Francisco cedió unas tierras que poseía a las faldas del Pichincha, al operario mayor de la obra, en pago de su salario.

Resultado del esfuerzo de clérigos y religiosos, de donativos y limosnas, de la habilidad y constancia de indios y mestizos, se edificaron los templos y conventos con bases firmes como la consistencia de las montañas y el vigor religioso de los primeros moradores. A pesar de la repetición periódica de temblores y terremotos y no obstante los siglos que todo lo transforman, esos monumentos se mantienen inalterados, cual testimonio perpetuo de una época en que Quito fue digno de llamarse la Luz de América, por irradiar resplandor la cultura quiteña del siglo XVI.



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ArribaAbajoCapítulo II

Escultura


El Colegio de San Andrés y la escultura.- Artesonados y coros.- Imaginería.- Primeras Imágenes.- Diego Rodríguez y Diego de Robles.


En América Latina, como en la Madre Patria, la escultura va íntimamente unida a la arquitectura. En ambas el ideal religioso marca el rumbo y da la nota, a compás de la robustez de la fe y la tenacidad férrea de los primeros misioneros y prelados.

Conocemos al Colegio de San Andrés. Su franca orientación a los oficios y las artes. Allí dirigía el compañero de fray Jodoco, padre Pedro Gosseal, a quien fray Reginaldo de Lizárraga llama Fray Pedro Pintor y en los libros de cuentas de la Catedral se le reconoce como fray Pedro, escultor que hizo labrados los atriles catedralicios18. Por este fray Pedro mereció   —36→   fray Jodoco el siguiente elogio: «Enseñó a los indios todos los géneros de oficios, hasta muy perfectos pintores y escultores y apuntadores de libros»19.

La habilidad escultórica se mostró primeramente en los canteros. Sin más instrumento que la escoda labraron las piedras del Pichincha conforme a los modelos ofrecidos a la imitación. Las labores del antepecho del atrio catedralicio, los adornos que suavizan discretamente la austeridad de las entradas a los templos de la Catedral y Santo Domingo, la combinación armónica de columnas, nichos e imágenes en los cuerpos de las fachadas de las iglesias franciscana y dominicana pregonan la aptitud y pericia de los indios para dar vida a la fría dureza de las rocas.

Mejor servida se halló la escultura entre los talladores en madera. El bosque virgen ofreció cedros, que se brindaron al labrado de los retablos del altar mayor y laterales del templo de San Francisco y la Catedral. El ingenio de los artistas se dio modo de ornamentar los frisos que corren a lo largo de las paredes interiores y las pilastras y arcos de los templos mencionados y el de Santo Domingo.

No son para echados al olvido los nombres de don Diego de Sandoval que proveía de cedros y maderas para las obras de las iglesias; de fray Pedro Gosseal primer escultor de atriles, sacras y altares; del tallador Luis Vicente a quien se le pagó por el trabajo del púlpito, facistol con águilas, puertas labradas del Santísimo y cómodas para la sacristía de la   —37→   Catedral20. En el informe que Rodríguez de Aguayo presentó en 1573 al Rey, atestigua que el templo de San Francisco estaba concluido y que «la iglesia mayor era de cantería, grande, buena torre, la capilla mayor de bóveda, buen maderamiento de cedro y artesones a partes y a partes otra labor más llana»21.

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En los templos de pleno siglo XVI, Catedral, San Francisco, Santo Domingo, las techumbres se caracterizaron por el influjo del arte arábigo, tanto más digno de atención cuanto los estilos arquitectónicos no salen del románico español. El padre fray Reginaldo de Lizárraga hace referencia a un lego dominicano que decoró el techo de la Catedral. De esta imitaron los talladores del cielo de la iglesia de San Francisco y más tarde del de Santo Domingo. La ornamentación compuesta de arabesco y lacerías, subordina constantemente el detalle al conjunto, ofreciendo figuras que se entrelazan sin perder jamás la simetría de la línea. Las techumbres del coro y altares cercanos al presbiterio de San Francisco, del cuerpo de la iglesia de Santo Domingo y la Catedral y del presbiterio de   —38→   San Diego conservan aún ese recuerdo islámico, traído por los frailes que vinieron de Granada, Sevilla y de Toledo.

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El rezo coral, obligatorio a canónigos y antiguos religiosos mendicantes, trajo a la Catedral e iglesias conventuales el primor de las sillerías españolas. Nuestros talladores agotaron los recursos de su imaginación para dar variedad a las imágenes que resaltan en los espaldares de los sillones de los coros de San Francisco y Santo Domingo. En el aspecto religioso, fue una manera de tener siempre presentes a los santos de cada orden en comunión de plegaria. La historia no debe olvidar a Antonio Lorenzo y Francisco Machacoay que construyeron el primitivo coro de la Catedral, como tampoco a Jorge de la Cruz y a su hijo Francisco Morocho, a quienes se deben la «hechura de la iglesia, capilla mayor y coro de San Francisco»22.

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Los artistas quiteños se distinguieron señaladamente en la escultura policromada, que dio ocasión a gremios especializados en los ramales de la   —39→   imaginería. Unos tallaban las figuras, otros las estucaban, para que unos terceros les aplicaran los colores. En la mayor parte de los casos, la imaginería hizo alianza con los retablos que los ofrecían los nichos o les servían de fondo. Tal coyuntura permitía al escultor desarrollar una obra, en que le era dado lucir sus cualidades artísticas. Dos imágenes venerandas abren la galería escultórica de Quito en el siglo XVI. Son ellas la de la Virgen de las Mercedes y de Nuestra Señora del Rosario. La primera es de piedra del Pichincha transformada en blandura por el milagro de un artista anónimo. La segunda es modelada en España y obsequiada por Carlos V a fray Francisco Martínez Toscano23. Ambas efigies delatan el influjo de las escuelas castellana y andaluza. A la expresión justa y digna de la maternidad amable se han juntado las vestiduras regias, para producir el sentimiento de amor y respeto a la que es Madre a la vez que Reina. Al contemplarlas, la devoción se confunde con la emoción. No es la sola fe cristiana que prescinde del arte. Son el arte y la piedad que se unen para servir a la Religión. A Nuestra Señora de las Mercedes se le obsequian bienes inmuebles desde que se hace el reparto de tierras a los conquistadores. De Nuestra Señora del Rosario se hace mención en el libro de la Cofradía, anterior a 1563.

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En 1571 aparece un escultor de fuste, llamado Diego Rodríguez. De su pericia aprovechó el Ilmo. señor de la Peña para hacerle trabajar dos imágenes de San Sebastián para la parroquia de ese nombre, como también una «imagen de nuestra señora grande con el niño en los brazos con su tabernáculo y un crucifijo pequeño de bulto»24. Ambas imágenes de San Sebastián se conservan todavía. La una es de gran valor artístico y nos revela al más alto escultor que hubo en Quito durante el siglo XVI. Para mejor identificación del artista y la obra, hay constancia aún de quién vendió la madera para hechura de la imagen.

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Hacia 1584 la imaginería quiteña recibió su consagración de sobrenatural beneplácito. El escultor Diego   —41→   de Robles, por contrato con Cristóbal López, talló la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe para la parcialidad de Guápulo. Desde que la santa efigie se ofreció al culto público, cautivó a los fieles con la limosna del milagro. Prueba del ello, la frecuencia del Ilmo. señor fray Luis López de Solís al Santuario, quien hizo «de la Santa casa de Guadalupe su acostumbrada residencia»25.

La imagen de Guápulo sirvió de propaganda al artista, a quien comprometieron los indios de Lumbisí la hechura de una nueva para ellos. Terminada la obra, no se quisieron hacer cargo los lumbiseños descontentadizos, obligando al artista a ir a Oyacachi en busca de compradores de la Santa Imagen. Al través de ella, se manifestó visiblemente la Madre de Dios desde el principio con prodigios, que volvieron célebre al pueblo de Oyacachi y luego al Quinche, a donde fue posteriormente trasladada la Veneranda efigie. La describe junto con las fiestas que se la hacían, un autor anónimo en 1640: «Es santa imagen de una vara de alto con su peaña y tiene su benditísimo Hijo en el brazo izquierdo con singular donaire y gracia. Está puesta en el medio de su retablo, cubierta con sus velos que, corridos, se ve distintamente por todas partes por no estar muy alta; de donde se la baja una sola vez al año para sacarla en procesión por la plaza del pueblo, el día de su santa Presentación en que se celebra su fiesta, a la cual concurre   —42→   muchísima gente así de esta ciudad como de los pueblos comarcanos; y al día siguiente hay grandes regocijos de toros, saraos y juegos de cañas; todo ello en demostración de la devoción general que le tienen chicos y grandes, la cual es tan grande en toda esta tierra que jamás se ofrece tratar de la Santísima Imagen de Oyacachi que no se sepan cosas nuevas que a unos y otros han sucedido»26.

Al mismo artista se le atribuye la hechura de la imagen de Nuestra Señora del Cisne. La tradición, que en historia es una de las fuentes de credibilidad, se apoya en un testimonio gráfico de mediados del siglo XVII. «Yo, reza el documento, Fray Joseph Lucero, Predicador y Vicario de esta doctrina de Nuestra Señora de Guadalupe del Cisne, certifico cómo en dicho pueblo está una santa Imagen de Nuestra Señora, de poco más de una vara de alto, con un niño en la mano, la cual dicen los naturales indios traxeron de la ciudad de Quito más de cuarenta años y colocaron en una capilla pequeña, porque habían pocos indios y por ser tan pocos, el Licenciado Diego de Zorrilla, Oidor de la Real Audiencia de Quito, mandóles quemassen los ranchos en que vivían y se reduxesen al pueblo de San Juan de Chucumbamba, tres leguas de distancia»27.

Completa el catálogo de esculturas atribuidas al   —43→   artista Robles el conjunto, que representa el bautismo de Jesús en el Jordán y que se conserva en el nicho superior del retablo principal del templo de San Francisco.

Bastarían los datos consignados para la integridad del relato histórico. Pero no es posible prescindir de la interpretación de hechos que inician costumbres tradicionales cuya práctica dura todavía. Apenas esas venerandas imágenes de la Madre de Dios se ofrecieron al culto, cuando Guápulo, Oyacachi y el Cisne se tornaron en célebres Santuarios a donde acudían los fieles en demanda de favores o en muestra de gratitud por las gracias extraordinarias obradas por María. No se trata de una exageración de fanatismo o contagio de crédulo entusiasmo. Sobre confirmar los hechos con los recuerdos pictóricos de lejana procedencia, la Virgen Madre se complació en repetir en Quito las manifestaciones de la Virgen Morena de Tepeyac o Nuestra Señora de los Remedios de Totoltepec28. La organización de romerías, sobre todo por los indios, comenzó a fines del siglo XVI con la Virgen de Oyacachi.



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ArribaAbajoCapítulo III

Pintura


El Colegio de San Andrés, primera escuela de Pintura.- Los Pintores: Luis de Ribera.- Angélico de Medoro.- Fray Pedro Bedón.


La piedad del tiempo ha condescendido con la escultura para conservar sus primitivos ejemplares. No así con la pintura. Las inclemencias de la naturaleza nos han privado de cuadros autenticados del siglo XVI. La historia no tiene sino que contentarse con datos cronológicos y onomásticos de los pintores primeros de la escuela quiteña.

A la vanguardia se nos presenta el nombre de fray Pedro Pintor. Así lo llama fray Reginaldo de Lizárraga, repitiendo la expresión con que el pueblo denominaba a fray Pedro Gosseal. Fue maestro de los educandos del Colegio de San Andrés. Trajo a Quito el estilo y gusto del arte flamenco. A su magisterio se debió la formación de los pintores y viñetistas, recomendados en los informes del Cabildo al Rey. Hace   —46→   también a este lugar la cita que transcribimos al tratar de la escultura, donde se decía textualmente: «Enseñó a los indios todos los géneros de oficios, hasta muy perfectos pintores y escultores y apuntadores de libros».

No es improbable atribuir a la escuela franciscana de pintura el lienzo que Gil Ramírez Dávalos obsequió al cacique de la Provincia de la Coca. Fray Martín de Plascencia refiere que ese indio «importunó al dicho Gil Ramírez que fuese a su tierra y que le diese imágenes para poner en las iglesias y nunca se quiso ir hasta llevarlas y el dicho Gil Ramírez le dio una imagen de Nuestra Señora pintada en lienzo y se fue con ella y dijo que pondría cruces en toda su tierra, porque su padre murió cristiano y su madre era cristiana desde el tiempo que entró el Padre Carvajal»29.

El Colegio de San Andrés se recomendó principalmente por el carácter práctico de su enseñanza. La organización del curso de pintura tuvo por fin hacer servir el arte a la evangelización del indio. No debió ser estéril la aparición de la Virgen de Guadalupe pintada en el capisayo del indígena Juan Diego. En el inventario de los enseres de la primitiva Catedral se hacen constar «unas imágenes viejas de lienzo». El dominicano fray Jerónimo de Cervantes en 1563 mandó hacer para la cofradía del Rosario una imagen   —47→   de Nuestra Señora (¿escultura o pintura?). El uso de las imágenes para fines piadosos estaba tan arraigado, que el Ilmo. señor de la Peña creyó de su deber prevenir los abusos. A muchas conclusiones históricas se brinda la siguiente advertencia del Sínodo Diocesano de 1570. «Vean, se amonesta a los doctrineros, los oratorios de los yndios y se los manden tener en lugares limpios, honestos y en toda decencia y si tuvieren imágenes profanas se les quiten y si tuvieren crucifixos, ymágenes de Nuestra Señora o de los santos, les den a entender que aquellas ymágenes es una manera de escriptura que representa y que las han de tener en mucha veneración e cuando rezaren a las ymágenes que pasen adelante con el entendimiento a Dios, a Santa María y a los santos como lo ha declarado el Santo Concilio Tridentino y porque algunas personas no consideran el daño que hazen, venden a estos yndios ymágenes profanas, ellos no miran más que la pintura porque ignoran su profana significación, mandamos so pena de excomunión mayor en la cual yncurran los que el contrario hizieren, que ninguna persona sea osado a vender ni dar ymágenes a yndios sin que primero sean vistas por Nos o por nuestros Vicarios»30.

Estas imágenes ofrecidas en venta provenían de los primeros pintores quiteños, como también de los traídos de Europa por los que venían a comerciar o   —48→   establecerse en Quito. La colección de «Documentos para la Historia del Arte en Andalucía» revela muchos homónimos de los que figuraron en Quito y remesas de imágenes que se enviaron a vender en América31.

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«De 1570 a 1575, el pintor peruano Juan Illescas ejecutaba en Lima diversos cuadros; pero pronto se dirigió a México y después a Quito, donde fue uno de los primeros que inició el desarrollo de la pintura en dicha ciudad, y de los que más se distinguieron por incrementar dicho arte y darle la especial orientación que llevaba como fruto de su nacionalismo. Preparó la ejecución de Luis Ribera, y juntos hicieron varios importantes lienzos en la Catedral e iglesia de San Francisco de Quito»32.

Con certeza documentada conoce la historia eclesiástica de Quito al pintor Luis Ribera, a quien se le pagaron 460 pesetas por dar colorido y dorar el vestido de Nuestra Señora de Guápulo en 158633. Se   —49→   le conocía comúnmente con el sobrenombre de pintor. La Audiencia le proveyó de seis caballerías de tierra en los términos de Mira. Y en el libro de Proveimientos se da el dato que sigue: «Al dicho Luis de Ribera se le proveyó media caballería de tierra para viña y huerta en término del dicho pueblo de Mira, en lo caliente, donde parece habérsela dado y señalado los caciques e indios de Mira en pago de cierta pintura de un retablo para la iglesia del dicho pueblo, como parece por su petición y cierto recabdo que presentó de los indios...»34.

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Hacia fines del siglo XVI estuvo presente en Quito el pintor italiano Angélico Medoro, de quien hace mención, con referencias documentadas, el doctor Pablo Herrera en su estudio sobre el arte quiteño.

El Catedrático de arte de la Universidad de San Marcos de Lima, doctor Juan M. Peña Prado, estudia detalladamente las obras de Medoro que se conservan en Lima. Según él, este pintor fue napolitano. Hasta 1600 estuvo en Quito, de donde se trasladó a Lima con su esposa Doña Luisa Pimentel. De sus cuadros se conservan, uno pintado en 1601 que representa a   —50→   San Antonio en acto de resucitar a un muerto, otro que data de 1617 y es de un Señor de la Columna y un tercero que conserva el convento de San Agustín, ejecutado en 1618 y representa la Purísima Concepción.

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Entre todos estos artistas se recomienda el nombre de fray Pedro Bedón, dominicano. Nació en Quito hacia 1556, del español Pedro Bedón y de Juana Díaz de Pineda, quiteña. A los doce años vistió el hábito en el convento de Santo Domingo. En 1576 fue a Lima a graduarse en la Universidad de los Reyes. Durante su permanencia en la capital del Perú, aprovechó del tiempo libre para aprender el arte de la pintura de Mateo Pérez de Alecio, discípulo del célebre Miguel Ángel. Fueron sus compañeros en este aprendizaje el dominicano fray Adrián de Alecio y el agustino fray Francisco Bejarano. El historiador Meléndez, contemporáneo de los condiscípulos y discípulos del Padre Bedón, escribe: «El tiempo que le sobraba de la oración y de su grande estudio... se ocupaba en pintar cuadros de Cristo Nuestro Señor y de su Madre Santísima y otros santos que hacía con gran primor y se hallan pinturas de su mano en la Provincia de Quito y en el convento del Rosario de Santa Fe del Nuevo Reino»35. En 1585 estuvo ya en   —51→   Quito. Para la Cofradía del Rosario abrió como Director un libro, en cuya carátula diseñó una devota imagen, el año de 1588. Este libro de la Cofradía, a la vez que nos da una muestra de la habilidad pictórica del Padre Bedón, nos ha conservado también, en la lista de cofrades, los nombres de algunos de los pintores existentes en Quito y no conocidos aún por ningún historiador. Ellos son: Andrés Sánchez pintor, Alonso Chacha pintor, Antonio pintor y Joseph su hijo, Francisco Gocial pintor, Felipe pintor, Gerónimo Vilcacho pintor (calígrafo en su autógrafo), Sebastián Gualoto pintor, Francisco Guajal pintor, Juan Greco Vázquez pintor, Juan Díez Sánchez pintor. En 1593 tuvo que marchar al Nuevo Reino. En Tunja y Bogotá pagó el hospedaje con la enseñanza de Teología y la decoración de los refectorios. Transcribimos el testimonio de fray Alonso de Zamora, historiador de la Provincia de Colombia. «Muy a los principios del Provincialato del Reverendísimo Padre Maestro Fray Pedro Mártir, tuvo esta Provincia y Convento del Rosario la dicha de que de la de Quito viniera el Venerable Padre Maestro Fray Pedro Bedón, cuyas firmas se veneran en sus libros como reliquias. En ellos se hallan como Depositario en estos años y en el Refectorio el año de 1594, cuya pintura se debe a sus manos. Con ellas manifestó en las imágenes de diferentes pensamientos, el grande espíritu de devoción que tenía a los santos. Siendo toda la pintura en las paredes de todo el refectorio y habiendo cien años que lo pintó, están hoy vivos los colores, que no sólo admiran, sino que mueven   —52→   a devoción, porque en todo imprimió la viveza de la que tenía en el corazón. Estuvo también en el Convento de la ciudad de Tunja, en que pintó algo de su refectorio y fundó la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, que hasta hoy permanece con grande ostentación y reverencia, rezando todos los días el Rosario a coros en la Capilla, que empezó a fabricar»36.

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Los datos consignados no dan pie sino a consideraciones generales. La pintura es de las Bellas Artes la que ofrece más libertad al artista. Dentro de les leyes generales de la estética y bajo el influjo de las escuelas, el pintor conserva la libertad soberana de la inspiración, tanto como el literato.

En Quito del siglo XVI, la Religión era el numen casi único para desarrollo de las habilidades de los artistas. Fue causa de pública acusación el padre fray Jerónimo de Cervantes, porque en su celda conservaba un cuadro de Héctor y Aquiles y unas colgaduras de glandes. Los influjos pictóricos provenían de la escuela   —53→   flamenca por fray Jodoco y fray Pedro Gosseal, de la española por Diego Rodríguez y Luis de Ribera y de la italiana por Angélico Medoro y Mateo Pérez de Alecio. Al mismo tiempo el comercio facilitaba la adquisición de modelos en los lienzos traídos de los diferentes centros de arte europeo. De este modo nació el arte quiteño, mezcla de técnica clásica con aporte criollo, para servicio del ideal religioso.





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