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ArribaAbajo Siglo XVII

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ArribaAbajo Capítulo IV

El primer concurso de arte en Quito


La muerte de la Reina Margarita de Austria brindó ocasión a Quito de dar pruebas de la lealtad de su afecto al Rey. El 22 de octubre de 1613 se conoció oficialmente el parte del fallecimiento de la Princesa y la exhortación a que se hiciesen funerales. El Cabildo, en representación de la ciudad, acordó celebrarlos en forma inusitada y comisionó su realización al corregidor don Sancho Díaz Zurbano y a los regidores don Cristóbal de Troya y don Pedro Ponce de Castillejo.

Diego Rodríguez Docampo fue el encargado de trazar la crónica general de las solemnidades con que se hicieron los funerales. Las palabras textuales del escribano relator evocarán más puntualmente el hecho, cuyas circunstancias nos revelan datos, no conocidos hasta ahora, acerca de las artes de la época colonial.

«Luego otro día -23 de octubre- el General   —58→   (Díaz Zurbano) hizo juntar todos los maestros artífices que se hallaron en esta ciudad y les pidió que cada uno de por sí hiciesen un dibujo del túmulo que se había de formar en la yglesia catedral de ella, prometiendo al que mejor le sacase paga muy aventajada, con que y las buenas razones que el General les supo decir se animaron y cada uno por aventajarse, conforme a su habilidad y capacidad de ingenio se singularizaron en sacarle muy perfecto y acabado; y habiéndoles dado tres días de término, al último de ellos cada uno, trajo tres y entre todos satisfizo más uno de Diego Serrano Montenegro, hombre generalísimo de grandes trazas, que en este túmulo lo mostró bien, en un tiempo tan breve, que para sólo imaginarlo le faltara a otro, a quien se cometió la obra y fábrica dél».

«Hizo asimismo el General juntar todos los maestros pintores y a los más perfectos hordenó, que en quadros grandes sacasen en figuras del tamaño de un hombre la decendencia de la casa de Austria, desde Pepino Primero Duque de Brabantia hasta el Rey Don Felipe Segundo nuestro señor de felice memoria, que son veinte y siete; los cuales se esmeraron tanto en la pintura de ellos, sacándolos de estampas de un libro que compuso Juan Baptista Urientino de Artuerpia, dirigido a los serenísimos príncipes Alberto, Isabel, duques de Brabantia, en que gastó mucho tiempo por sacar los traslados semejantes a sus originales, con los vestidos y ropajes que cada uno en su tiempo usaron, tan al vivo y acabados, que son los mejores quadros que hay en todo este Reino».

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«Hizo asimismo juntar a todos los entabladores y que hiciesen de bulto todas las virtudes, así las teologales como cardinales y las demás, que todas fueron diez y siete figuras, cada una con su insignia, para que en el túmulo se pusiesen en su lugar, que salieron muy perfectas y acabadas...». «La fe de azul con un cáliz en la mano izquierda y una hostia encima, que la estaba mostrando con el dedo índice de la mano derecha.- La esperanza de verde con una áncora en la mano izquierda que llegaba con las puntas a los pies y una azucena en la derecha.- La charidad de encarnado con dos niños en los brazos y otros dos a los pies.- Y todas las demás de la misma forma según lo que cada una representaba».

De esta relación inédita recojamos para la historia de las Bellas Artes el manojo de las siguientes conclusiones. A los comienzos del siglo XVII hubo ya en Quito un buen número de maestros pintores. Para la ejecución de sus obras se servían de modelos europeos. El arte pictórico quiteño contó con veinte y siete retratos, magníficamente ejecutados. La escultura tuvo también sus devotos. Ellos se dividían en gremios de entalladores, encarnadores y pintores. Fueron los representantes de la escultura policromada al estilo de Berruguete y Montañés.

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Además del concurso artístico, se promovió asimismo un certamen poético, con primero y segundo premio para las dos mejores composiciones sobre cada   —60→   uno de los diez temas que se señalaron de antemano. El argumento se tomó de las palabras de la Escritura Santa y de estrofas populares. Los poetas debían desarrollar en versos latinos o españoles los motivos que ofrecían estas sentencias: Praecipitavit morten in sempiternum - O mors ero mors tua - morsus tuus ero inferne - absorta est mors in victoria.- El quinto tema constituía el nombre de Margarita; para el sexto se señaló al desarrollo la estrofa que sigue: «Falta sin poder faltar - hoy Margarita en el suelo - porque quien reina en el cielo - no ha dejado de reinar». El séptimo debía desenvolver la estancia popular que dice: «Vivo yo, mas ya no yo - por que del mortal encuentro - el cuerpo en tierra, cayó, pero el alma fue a su centro - y así muerta vivo yo». La octava composición debía ser un soneto en que se celebrase la piedad de la Reina difunta. La novena sería una canción que enalteciere la liberalidad de la Princesa con los pobres. Y la última demostraría en octavas reales cómo la Reina juntó en sí la majestad real con la benignidad.

Aunque el acicate del honor fue invocado en el certamen, sin embargo no dejaría de estimular a los concursantes el valor de los premios, que eran una salvilla de plata, una sortija de oro con esmeralda, una taza de plata, una sortija con amatista, cortes de seda, raso y tafetán y medias de seda y guantes de ámbar.

Las condiciones del certamen fueron cuatro. Las poesías debían ser ingeniosas y tener propiedad, debían ser conformes a los temas propuestos y a lo que   —61→   se pretendía, no debían ser comunes a otros intentos y presentados en dos ejemplares, de los cuales el uno serviría para el público y el otro para los jueces.

Jueces examinadores fueron el doctor Matías de Peralta, Oidor de la Audiencia, el licenciado Sancho de Mujica, Fiscal de Su Majestad y el doctor Juan de Villa, Tesorero de la Iglesia de Quito.

«Todos los poetas se animaron e hicieron muchas canciones, sonetos, octavas, esdrújulos, jeroglíficos y otras obras, que si todas se hubiesen de poner, sería hacer un gran volumen».

Entre los autores premiados citaremos los nombres de fray Miguel de San Juan, franciscano; Francisco de Montenegro, Francisco de Villaseca, Lope de Atienza, Manuel Hurtado y Melchor Quintero Príncipe. Para muestra del interés que despertó el certamen y del valor relativo de las composiciones, transcribimos el soneto que antepuso el cronista relator de los funerales, a la descripción del túmulo. Dice así:



   El que con temerario atrevimiento
a describir se pone lo que admira,
cuanto con más estudio le remira
tanto ofusca su claro entendimiento.

    Mil vueltas da a su ingenio en un momento
y al sitio más oscuro se retira
y otras mil a lo escrito vuelve y mira
y escribe y testa y anda descontento.

    Así me sucedió como atrevido
que queriendo narrar aquella pompa
y funeral dolor y triste llanto,
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    imaginando lo que allí se vido
lo remite a la fama que su trompa
me hagan el suplemento con su canto.



Los escultores extremaron su habilidad en labrar cuatro esqueletos humanos, que colocados en columnas equidistantes a los lados de la tumba, representaban la muerte en la siguiente forma con que describe el cronista:

La una con un arco y flecha en las manos y un cartón al pie de ella que decía así:


   No estés en ver mis flechas temeroso,
porque yo soy común a cualquier hombre:
el furor de mi brazo riguroso
si descarga en el alma es quien te asombre.
El héroe, el mendicante, el poderoso
y el que en la tierra tiene el mayor nombre,
debe temer el mío y desta suerte
tendrá vida gloriosa en vez de muerte.

La otra con un hoz en la mano derecha y en la izquierda un manojo de figuras cortadas de hombres y mujeres y un cartón que decía así:


   ¿Quién hay que alegre viva en mi presencia
si mira mi figura con cuidado,
quién no teme el rigor de mi sentencia,
quién no sabe que a muerte es condenado?
¿Qué gallardía, estado, ni opulencia,
al rigor de esta hoz no se ha humillado?
¿Y a quién tan larga vida dará el cielo,
que no rinda ante mí su humano velo?

La otra, con una ampolleta en la mano y su cartón:

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   Bien haces de mirarme con cuidado,
hombre que te prometes larga vida;
mira en esta ampolleta cuán tasado
es lo que te promete esta medida.
Llora el perdido tiempo que has gastado,
que esta imagen a aquesto te convida.
No baste juventud ni la hermosura
para hacerte olvidar la sepultura.

La otra con huzo y rueca en las manos:


   Es la vida, un estambre delicado
tan fácil de quebrar, tan sin provecho,
que sucede no estar del todo hilado
y estarse deshaciendo o ya deshecho.
Quien deste pensamiento está olvidado,
quien no sabe que debe mortal pecho
rendirse ante mis pies, a mi corona
ante quien todo el mundo se abandona.

Las cuales -muertes- estaban tan al natural que parecían sacadas de algún osario y causaban grandísimo horror y espanto37.





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ArribaAbajo Capítulo V

Arquitectura


San Francisco: el convento máximo y San Diego.- Santo Domingo: iglesia, convento, capilla del Rosario y Colegio de San Fernando.- La Compañía: Descripciones de Rodríguez de Ocampo y del P. Francisco Vásconez.- San Agustín: edificación de la iglesia y del convento.- Convento de la Merced.- Monasterios: la Concepción, Santa Catalina, Carmen Antiguo y Santa Clara.- El Santuario de Guápulo.- El Sagrario.- Capillo del Robo.


San Francisco fue siempre a la vanguardia en actividades constructivas. El cuerpo principal del convento comenzado inmediatamente después del templo, se concluyó a principios del siglo XVII. En la portería se lee la inscripción epigráfica que sigue: «Acabóse a 4 de Octubre de 1605».

El padre Compte afirma que: «El edificio que era antes enfermería se construyó por los años de 1644. El segundo claustro, consecutivo al principal, se empezó a edificar en 5 de febrero de 1649. El edificio contiguo a este claustro y que cae hacia el Convento   —66→   de la Merced -la Policía- se acabó a 20 de agosto de 1650. Así consta de los papeles de nuestro Archivo»38.

Córdova y Salinas, en su Crónica publicada en 1651, describe el estado de estas edificaciones basándose en los documentos originales proporcionados por los religiosos de Quito. «Los claustros del convento -dice- son cuatro, el principal está fundado sobre ciento y quatro columnas de orden dórica, todas de cantería. El segundo, carga sobre cuarenta y cuatro pilares, de cal y canto. El tercero sobre pilares de piedra, y los altos de cal y ladrillo. Y el quarto (que está ahora en obra) con muchas y buenas celdas. En medio del claustro principal está una hermosísima pila de piedra, mármol blanco con tres bellas copas, con tanta copia de agua que arroja un penacho de siete quartas en alto... Este claustro está adornado con cincuenta y cuatro lienzos de pintura romana de la vida de nuestro Padre San Francisco, guarnecida de pedestales, columnas y cornijas doradas y en cada ángulo un curioso altar con sus retablos y saquizamíes dorados. Tiene dos escaleras de piedra, cubiertas la una de bóveda y la otra de una media naranja por extremo vistosa, vestidas las paredes de hermosísimos lienzos. En este claustro están las Aulas de Artes y Theología y un grandísimo tesoro, que es la librería de innumerables y curiosos libros, que ocupa más de medio lienzo del claustro. Un De Profundis muy capaz, con la cubierta de artesones y molduras   —67→   doradas, adornado de treinta retablos de Apóstoles, Vírgenes y Confesores. El refectorio, enfermería y demás oficinas no son inferiores a las referidas. Tiene dos huertas grandes la casa o dos paraísos y todo el convento ocupa ocho cuadras en circuito, edificado de cal y canto. Y porque nada faltase, tiene el convento seis pilas de agua cristalina, que viene encañada una legua desde su nacimiento por una cuenca muy profunda y pasa sobre alcantarillas de cal y ladrillo: obra que intentó el Inga y desistió por la dificultad y la consiguieron los Religiosos de nuestro padre San Francisco»39.

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El vigor espiritual de los primeros franciscanos rebasó los límites del Convento Máximo y halló su desahogo en Miraflores, donde estableció la Recolección de San Diego. El padre provincial fray Bartolomé Rubio recibió, a nombre de su Orden, el sitio donado por don Marcos de la Plaza para que «puedan fundar y funden el dicho Convento de San Diego de los Descalzos como lo quieren y han propuesto fundarlo en la dicha parte». El convento e iglesia primitivos se edificaron de 1600 a 1603. Reliquia de esa construcción primitiva no se conserva sino acaso la   —68→   techumbre arabesca del presbiterio, que es de la misma factura de la del coro y altares laterales del templo de San Francisco40.

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Los religiosos dominicanos del siglo XVI dejaron a sus sucesores la dura tarea de continuar las obras del convento y la iglesia, iniciadas en el Provincialato del padre fray Rodrigo de Lara. En 1604 se practicó una información del estado en que se hallaban las construcciones de Santo Domingo. Melchor de Villegas, muy allegado al Convento y técnico en arquitectura, depuso lo siguiente: «Este testigo ha visto y mirado toda la casa y sitio del dicho convento en la obra de la iglesia que van haciendo y sabe que solamente tienen las partes de la dicha iglesia altas y hechas algunas capillas menores, porque la principal y colaterales están por hacer y también tienen por alzar la frontera de la puerta principal y claraboya de ella y todo está por cubrir». En cuanto al Convento, «tiene un cuarto alto acabado que es el que cae a la plaza... y para acabarlo de labrar y poner todo en perfección conforme pide el cuarto que tienen acabado, le parece a este testigo que si ha de hacer desde los cimientos, no lo harán con más de diez y seis mil pesos»41.

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Para 1605, los franciscanos habían concluido su iglesia y el primer cuerpo del Convento. Los dominicos para esa fecha no podían exhibir ni iglesia ni convento, sino en reciente construcción. La prosecución de esas obras estuvo a cargo de los Priores del primer cuarto del siglo XVII.- El padre Bedón se interesó en el levantamiento de la Capilla del Rosario. La traza general semeja mucho a la que el mismo Padre inició en Tunja. En el Provincialato del padre fray Juan de Amaya (1621-1624), se aceleró la fábrica, gracias al apoyo económico de D. Benito Cid, español acaudalado y muy devoto de la Virgen del Rosario.

Hacia 1640 la iglesia y el trama principal del convento estaban concluidos, como se echa de ver en estas lacónicas palabras del padre visitador fray Miguel Martínez: «Es el Convento de Quito, convento que tiene iglesia de cal y canto muy bien acabada, dos dormitorios muy buenos, con todas las oficinas necesarias»42.

Diez años después, en 1650, Diego Rodríguez de Ocampo hizo de la iglesia, la descripción que sigue: «Esta iglesia se fabricó más a de quarenta años en madera de cedro y artesones, bien labrado, toda la cubierta dorada y pintada de imágenes al óleo de curiosas hechuras con portadas, toda ella costosa y rica con cruceros en la capilla mayor de gran arte y bien dispuesta. El retablo es superior que ocupa todo el lienzo con muchos santos de su Orden rico sagrario y por collateral, al lado del Evangelio, capilla aparte   —70→   de nuestra Señora del Rosario de bulto que se trujo de España, al principio de la fundación está colocada en su retablo dorado con Imágenes y los mantos y coronas de la sacratísima Virgen y su Hijo preciosos y muy costosos... El choro de este convento es grande con sillería dorada y por las paredes santos de media talla sobre tablas de madera dorados; tienen campanarios bien dispuestos con campanas mayores y menores. Demás de lo referido está fundada muchos años a, Cofradía distinta y separada de la de los españoles a devozión de Nuestra Señora del Rosario en capilla diferente de la iglesia con mucho adorno, ornamentos y cera, donde se celebran las misas y festividades con la authoridad y música que se requiere; es hermandad de los naturales y demás gente de la República. Fuera de lo esencial, esta Hermandad ha lucido y permanecido muchos años a incessablemente, como se ha demostrado en las procesiones generales de los miércoles santos, quando salen en procesión con insignias y cruces de la Pasión de nuestro Señor con gran número de penitentes a donde se llevan más de mill y 500 luces en cirios de cera con mucha devozión, sermón y demás oficios divinos, solemnidad y silencio, que lleve Dios adelante, juntamente con la gran procesión de la soledad de nuestra Señora, Cofradía de españoles que se ha hecho de muchos años a esta parte con la devoción, reverencia, luces, silencio, insignias de la pasión, sepulcro, con la imagen de nuestro Redemptor difunto que ha dado memoria en todo este Reino, con la veneración con que se ha celebrado y celebra cada Viernes Santo...

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»El costo de la iglesia, choro, claustro y demás oficinas a perfecto convento ha costado y costará hasta su última perfección más de trezientos mil ducados, porque es la mejor, más fuerte y más bien formada y dispuesta que debe de haber en todos estos Reynos»43.

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Sin menoscabo de la fábrica del Convento Máximo, el padre Bedón emprendió, a principios del siglo XVII, la construcción de la Recoleta Dominicana. En carta dirigida a Felipe III el 15 de abril de 1600, escribía textualmente: «Por comisión de mi Orden he fundado en esta ciudad de Quito un convento de Recolección, con deseo de aprovechar más, siguiendo la observancia regular en el punto y con la aspereza que la pretendió Santo Domingo y los primeros Padres»44.

Nada más encantador que el sitio elegido por el padre Bedón para su Recoleta. A la salida de la ciudad de Quito para el sur, a mano izquierda del camino actual y en descenso rápido al Machángara, compró con limosnas el lugar destinado para la fábrica. Él mismo hizo el trazo de la plazoleta y del plano del   —72→   convento. En la mitad, la iglesia y, a los lados, formando cuadros, los claustros del convento. Desde las goteras del tramo que da al sur debía bajarse, por brusca escala cubierta de espeso matorral, hacia la orilla del río, junto a la cual se formó un estanque de hasta cincuenta pies en cuadro, surtido de agua por tres vertientes naturales, que alimentaban a buena porción, de bagrecillos, para sustento de los recoletos.

A los bordes del estanque se extendía un huerto que terminaba hacia las breñas del convento en cuatro ermitas que debían servir de cuevas de penitencia y asilo de oración. El observador que viene desde el sur puede aún contemplar, en parte de las murallas que rodean a la actual Recoleta, en el mal desecado estanque y en la arquitectura primitiva del edificio, la antigua Recolección Dominicana, que está hablando y llorando todavía, con el lenguaje y las lágrimas que advirtió Virgilio hasta en los seres inanimados: sunt lacrimae rerum.

«Para poner en esta fundación toda su alma, el Padre Bedón delineó de su mano, -escribe Montalvo- en el claustro de la Recoleta de Quito, la vida del Beato Enrique Susón, para que la representación de sus penitencias estimulase a los que buscan el lirio entre las espinas. En la misma casa pintó una imagen de Nuestra Señora, que por el sitio en que está, la llaman de la Escalera, célebre Santuario de prodigios que frecuenta continuamente la devoción de los fieles con sus plegarias y sus votos»45.

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El siglo XVII fue de máximo relieve para la Provincia Dominicana de Santa Catalina Virgen y Mártir de Quito. Durante la primera mitad, se llevó a cabo la construcción de la iglesia, la capilla del Rosario y el cuadro principal del Convento. De 1650 hacia adelante se prosiguió la obra constructiva del segundo cuerpo conventual y del Colegio de San Fernando.

Durante el Provincialato del padre fray Jerónimo de Cevallos (1677-1681) se dio la última mano a la ornamentación de la capilla del Rosario. Así nos la prueba una carta dirigida por el padre fray Pedro de la Barrera al padre fray Ignacio de Quezada en 1681. «Nuestra iglesia, dice, la dejó nuestro Padre Maestro -Fray Jerónimo de Cevallos- hecha una ascua de oro hasta los arco torales. La Capilla del Rosario es de los mayores relicarios que hay: el Señor Presidente -Don Lope Antonio de Munive- está acabando un gran retablo para un lado e Infante para el otro».

Más o menos por el mismo tiempo se remataban los claustros del segundo patio del Convento. En su construcción había decaído el entusiasmo. La arquitectura no conservaba la unidad elegante del primer tramo. Las robustas pilastras octogonales con molduras de orden toscano se habían convertido en cilíndricas y el material del segundo piso es ya todo de ladrillo. En esta fabricación se recomienda el refectorio   —74→   por su artesonado morisco, formado de figuras cuadradas en lazo con esféricas. Este comedor se ha conservado, fuera de algunos retoques de cuadros, como era en la Colonia. Sobre el dintel de la puerta se lee hacia adentro la inscripción que sigue: «Acabóse esta obra siendo Prior el M. R. P. M. Fray Juan Mantilla, en el año de 1688, a 15 de Enero».

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La obra en que la Orden Dominicana puso todas sus energías, a fines del siglo XVII, fue el Colegio de San Fernando. Mientras se tramitaba en Roma y Madrid el proceso de la fundación, en Quito se preparaba el edificio para funcionamiento del plantel. «No se cumplieron los ocho días de electo su Provincial -el Padre Fray Bartolomé García (1684-1688)- quando se aplicó todo a la fundación del Colegio, dando principio a esta religiosa empresa... Comenzó con la fábrica, previniendo con grande providencia de canteros para romper y labrar la piedra, de oficiales y peones para las caleras y texar, de albañiles para maestrar la obra, con tal celo que antes del año cumplido de Provincial, tenía la plazuela llena de cantería y el colegio de cal, ladrillo y otros materiales». Conozcamos la descripción que hace fray Ignacio de Quezada, en el año mismo de su inauguración. «Tiene -dice- el Convento de San Pedro Mártir de Quito una plazuela, la más hermosa que se reconoce en aquella ciudad, está   —75→   en quadro perfecto, y todo el ángulo que haze azia la parte siniestra del Convento, le ocupa el Colegio Real, que también está en quadro perfecto... La fachada principal que sale y hace frontispicio a la plazuela, se compone de unos hermosísimos portales de alto y baxo, que corren desde la esquina de la una calle hasta la esquina de la otra, con 49 arcos bien espaciosos, sobre basas y columnas de piedra macisa labrada, por los baxos y los altos, con otros tantos ventanajes de fábrica muy pulida de cal y ladrillo, que hermosean y dan majestad a la dicha plazuela. En el portal baxo está la portería principal del Real Colegio, que guía su entrada para el claustro y patio principal de Estudios Mayores, que este claustro está también en quadro perfecto y se componen sus ángulos de 40 arcos por lo baxo y otros tantos por lo alto, que vienen a ser 10 arcos por cada ángulo de los quatro baxos y otros 10 de los quatro altos; y toda esta fábrica es de cal, ladrillo y piedra sobre cimientos muy profundos, como en parte donde se padecen continuos terremotos... En el ángulo de este mismo patio, que haze frente a la portería, está la capilla real del Colegio, que corre ocupando todo el paño del claustro, de obra muy primorosa y de bóveda, que el año pasado de 91 quedaba en estado de perfeccionarse en muy breve tiempo la fábrica de dicha capilla»46.

Santo Domingo, que comenzó el siglo XVII con   —76→   la construcción de la Recoleta, lo concluyó con el edificio de San Fernando, intermediando la capilla del Rosario, la terminación de la iglesia y la erección integral del convento.

Es una satisfacción íntima para el espíritu dominicano el destino dado a su ímproba labor. El templo, el convento y la capilla del Rosario se conservan sustancialmente como fueron al principio. La Recoleta y el Colegio de San Fernando han visto el cambio de habitadores; pero la acción religiosa es la misma, acción de apostolado en bien de las almas. El espíritu del padre Bedón y del padre Quezada, aún palpita en la virtud y docencia de las religiosas del Buen Pastor y los Sagrados Corazones.

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Hacia enero de 1605 se firmaron las escrituras de compra del terreno, en que la Compañía de Jesús debió erigir su iglesia y su colegio. Ese mismo año se dio comienzo a la construcción, bajo el mando del padre Diego de Torres y la dirección inmediata del padre Nicolás Durán Mastrilli. Este sacerdote, estimulado a proseguir la obra por el padre viceprovincial Gonzalo de Lira, puso todo su empeño en el trabajo, en forma que diez años después estaba concluido el cuerpo de la iglesia47.

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A petición del padre Juan Sánchez Morgáez, se abrió el 2 de septiembre de 1616 un memorial informativo, sobre el estado económico de la Compañía de Jesús. El Comendador de la Merced, atestiguó, entre otras cosas, lo siguiente: «En Quito tienen por edificar el colegio y las viviendas de que mucho necesitan; y asimismo lo más de la iglesia por hacer, como son las capillas colaterales y la capilla mayor, sacristía y claustro; no tienen más que sólo el cuerpo de la iglesia edificado»48.

Venciendo las dificultades ocasionadas por la falta de dinero, la obra constructiva continuó su ritmo. El tantas veces citado Rodríguez de Ocampo, testigo presencial de los hechos de la Compañía, describió en 1650 la iglesia y el convento en la siguiente forma:

«La iglesia es de cal y canto, de tres naves, con artesones de madera dorados, retablo grande, costoso; capillas por el espacio de las naves, con retablos dorados como la sacristía: en lo material, de las buenas que hay en este Reino y la cima de bóveda; ornamentos muy ricos... La capilla mayor de esta iglesia tiene retablo rico, con imágenes de bulto y pincel, al óleo, de diferentes misterios y el sagrario precioso, con un viril de plata dorado, esmaltado con piedras y perlas netas... La capilla de Nuestra Señora de Loreto está muy adornada con retablo dorado... Los altares y capillas de San Ignacio y San Francisco Javier, que son los colaterales de la capilla mayor, están   —78→   con retablos, y grandes dorados e imaginería curiosa y otras capillas de diferentes cofradías y de indios...

»La Compañía de Jesús... tiene tres claustros, el primero alto y bajo de arquería, donde hay en él las aulas de Teología, Artes, Retórica y Gramática; con catedráticos asignados»49.

Respecto al autor del plano y valor artístico, nos place transcribir lo escrito últimamente por el padre Francisco Vásconez, S. J. en su opúsculo intitulado: El Templo de San Ignacio de Loyola en Quito.

«Es costumbre entre los jesuitas que los planos de sus templos y de sus casas sean revisados por el General de la Orden. Ahora bien: no encontrándose por entonces en Quito ningún arquitecto que pudiera formar el plano del templo que se proyectaba levantar, natural era que se acudiera a Roma, no sólo para la aprobación sino aún para el mismo trazado, tanto más, cuanto que el Rector del Colegio Máximo lo era un italiano, el P. Nicolás Durán Mastrilli.

»No conocemos con certeza al autor del plano, y así tenemos que contentarnos con meras conjeturas y probabilidades. Hacia 1600 gozaba en la Ciudad Eterna de merecida fama, como arquitecto y pintor el joven Domingo Zampieri, llamado el Dominiquino, autor del plano de San Ignacio de Roma, construido 20 años más tarde que nuestro templo de Quito. Esta circunstancia nos induce a creer que Zampieri fue también   —79→   el autor del plano de San Ignacio de Quito, sobre todo por la gran semejanza que se observa entre los dos templos, el de Roma y el de Quito. Esta sospecha adquiere mayor fuerza si se tiene en cuenta que Zampieri se distinguía por su amistad con los Jesuitas.

»Pudiéramos también señalar en segundo término como autores probables del plano al P. Jesuita Horacio Grassi, que dirigió la construcción de San Ignacio de Roma, no menos que al Hermano Coadjutor Andrés Pozzi, arquitecto y pintor distinguido, que dibujó el retablo de San Ignacio en el Gesú, y pintó el soberbio fresco de San Ignacio en el ábside del templo del mismo nombre.

»Los arquitectos que en Quito estuvieron al frente de la obra fueron varios. En documentos que han llegado hasta nosotros se habla del Hermano Coadjutor Francisco Ayerdi; director de la construcción de la nave del crucero, terminada en 1633. Como suplente de Ayerdi se cita en 1690 al Hermano José Gutiérrez. Por los mismos documentos conocernos que fueron directores de la obra el P. Sánchez y el Hermano Marcos Guerra, autor este del plano de la iglesia del Carmen Antiguo, hacia 1659. Fue tan distinguido por sus conocimientos arquitectónicos, que recibió el nombramiento de alarife de la ciudad por parte del Cabildo, justicia y Regimiento de Quito. Probablemente el Hermano Marcos Guerra, fue el constructor, por 1656, de la sólida cañería que atraviesa por el Colegio de San Gabriel y la actual Universidad Central. Por último, en la lápida conmemorativa   —80→   incrustada en la fachada de la iglesia se dice que dirigió su construcción desde 1760 hasta su conclusión en 1765, el Hermano Coadjutor Venancio Gandolfi, arquitecto mantuano.

»Acababa de inaugurarse en Roma el famoso templo del Gesú, delineado y aun construido en gran parte por Vignola y luego concluido por Giacomo della Porta. Era, pues, natural que el plano del templo de Quito, trabajado probablemente en aquella ciudad, se tratase de imitarlo siquiera en las líneas principales. Esto es, en efecto, lo que se observa al comparar entre sí los dos templos.

»El templo de la Compañía de Quito se asemeja al Gesú en la forma de cruz latina que tiene la planta; en la amplia nave central, que por anchurosos arcos se comunica con los altares laterales; en la gran cúpula que se levanta en el cruce de la nave central con la transversal; en los retablos de San Ignacio y de San Francisco Javier, colocados en los extremos de ésta; en los pares de pilastras estriadas que, separando los arcos laterales entre sí, se unen al cornizamento sobre el que descansa la gran bóveda de cañón; en la fachada, compuesta de dos cuerpos arquitectónicos y un tímpano; finalmente, en el orden artístico del conjunto, que es el corintio más o menos modificado por el renacentismo y el barroquismo.

»El templo de Quito se diferencia del Gesú: en la mejor proporción y ornamentación de la fachada; en las dos naves laterales, de las cuales carece el Gesú; en el retablo del ábside que se compone de dos cuerpos y de un ático, mientras el de Gesú consta de   —81→   un solo. El cuerpo superior se ha sustituido en el Gesú por una grandiosa pintura que, aunque magnífica en sí misma, produce sin embargo en conjunto la impresión de una obra arquitectónica truncada. El mismo cuerpo inferior es en el Gesú más modesto y sencillo. Además, en el templo de Quito desaparecen las tribunas que en aquel corren a lo largo de la nave central, restándole esbeltez.

»En resumen: el templo de la Compañía consta: de un frontispicio con dos cuerpos arquitectónicos y un frontón semicircular; de un vasto recinto, formado por tres naves paralelas, una central y amplia y dos laterales y más angostas; de una cuarta nave que corta a las precedentes en ángulo recto, separándolas del ábside y formando con ellas una cruz latina; de una grandiosa cúpula, levantada en el cruce de la nave central con la transversal; de un ábside, coronado de su respectiva cúpula.

»He aquí las proporciones del conjunto:

Longitud de la nave central con el ábside58,50 m.
Anchura de la nave central9,00
Altura de la nave central15,80
Diámetro mayor de la cúpula10,60
Longitud de la nave del crucero26,50
Anchura dé la nave del crucero9,00
Anchura de las naves laterales7,00
Longitud de la sacristía14,60
Anchura de la sacristía6,00
Longitud de la capilla de la Beata Mariana16,50
Anchura de la misma5,60

»El orden arquitectónico dominante es el   —82→   corinto, ya simple, ya compuesto, con las modificaciones introducidas primeramente por el renacimiento y luego por el barroquismo y aun el churriguerismo de la época. Semejantes modificaciones, más o menos sensibles, en las líneas y proporciones clásicas se deben al cambio que del gusto artístico se iba verificando en Europa y en América con el avance del siglo XVII. Como la construcción del templo duró algo más de siglo y medio, los arquitectos que la dirigieron fueron varios y de diversas tendencias artísticas, y así dejaron huellas de ellas, aunque sin salirse del plano general prefijado. Obsérvese con todo, que aún el churriguerismo se manifiesta en la Compañía más moderado y respetuoso con las líneas y proporciones clásicas que en otros templos de la misma época».

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Es un dato indiscutible el que confiere la paternidad del plano del convento e iglesia de San Agustín al célebre arquitecto español don Francisco Becerra. Así lo consigna Llaguno y Amirola, extractando noticias del memorial de informaciones, hechas por el mismo Becerra, el 3 de abril de 1585, ante el licenciado Francisco de Cárdenas, alcalde de la Audiencia de Lima. El arquitecto Becerra estuvo en Quito por los años de 1580 y 81. Fue el mismo artista quien dejó el plano del convento e iglesia de Santo Domingo.

En el libro de profesiones, que comienza el año   —83→   de 1573, en la partida que se refiere al quiteño padre fray Francisco de la Fuente Chávez, se lee esta anotación: «Fue electo en Provincial tres veces y acabó sus quatrienios. Edificó la iglesia de este convento, de bóvedas. Fue electo Provincial año de 1613 y año de 1621, y año de 1629».- Este dato se confirma con los que se coligen de una probanza que, en marzo de 1640, hizo el padre fray Fernando de Córdova. Uno de los testigos depone que «el Convento de San Agustín tiene por acabar su iglesia nueva que se comenzó más ha de veinte años, por lo cual les falta lo necesario para los altares y servicio del culto divino». Otro declarante informa que «Ha muchos días no se trabaja en ella -la iglesia- y sólo tienen acabado un cuarto principal del claustro y este sentido de los temblores y lo demás de la casa es muy pobre y de ruin edificio y viejo»50.

El Convento de San Agustín esperó el provincialato del padre Basilio de Ribera (1653-1657) para ver proseguir el trabajo de los claustros. Terminados estos, el mismo padre Ribera fue el Mecenas que estimuló a Miguel de Santiago a que pintara la vida de San Agustín para decorar con lienzos los claustros conventuales. La mejor recomendación de este benemérito religioso fue el recuerdo inscrito que dejó Santiago en él como prólogo de la serie de cuadros. Dice así: «Esta prodigiosa y esclarecida Historia de la vida y milagros de la catholica luz de la Iglesia, N. Gran P. S. Augn mandó pintar N. M. Pe. Mo. F. Basilio   —84→   de Ribera, siendo Provincial de esta Provincia, de limosnas de religiosos y devotos de la Religión, y para su mayor lucimiento y gloria accidental de su Patriarca, la dedica y consagra Su P. M. R. al muy ilustre y Magnífico Sor. Dor. D. Po. Vázquez de Velasco del Consejo de su Magd. Dignísimo Presidente de esta Real Audiencia de Quito, ínclito Patrón de esta Prova de N. P. S. Augn.».

El padre Ribera interesó a todos sus hermanos de hábito, por el valor artístico de los cuadros de Santiago y la necesidad de buscar fondos con el fin de decorar los claustros del Convento, en consonancia con la hermosa frescura de los lienzos. Hablan por sí mismas las Actas del Capítulo Provincial de octubre de 1657. «Dijeron -los capitulares- que por cuanto lo que se había trabajado en componer y aderezar estos claustros con la vida de nro. P. S. Augn., molduras y cubiertas del claustro por abajo era mucho y que se ponía a pique de apolillarse todas las maderas sino se trataba luego de su adorno, en dorarlo y perfeccionarlo. Por tanto ordenaron y mandaron que todos los bienes procedidos de los estipendios de las doctrinas que pertenecen a este convento de Quito, al de la Villa, Tacunga y bienes de Provincia, sin tocar la parte que les cabe a los doctrineros para su sustento, se aplique por todo el cuatrenio entero para el dcho. efecto de dorar las molduras y cuadros y marcos de los lienzos y que N. P. Provl. consigne y deposite este ingreso en la persona que le pareciere para este efecto y no otro».

No sólo el Convento recibió el impulso del padre   —85→   Ribera. En su segundo provincialato se preocupó de concluir la iglesia y levantar la fachada. Sobre el dintel de la puerta de entrada al templo, se lee inscrita en larga tarjeta lapídea, una referencia a una erupción volcánica del Pichincha y luego el dato que sigue: «Esta portada mandó hacer el P. M. F. Basilio de Ribera, siendo Provincial. Comenzóse año de 659 y se acabó el de 1669».

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El convento máximo de la Merced ofrece una historia documentada en el aspecto de arte y la debe a la diligencia del doctor José Gabriel Navarro, quien ha consagrado, a las fundaciones mercedarias, su segundo Volumen de Contribuciones a la Historia del Arte en el Ecuador. Con vista a los datos originales, ha ordenado la cronología de la construcción que transcribimos:

«En 1612 llegó a Quito el Padre Fray Andrés de Sola, natural de Andalucía, y con él principió la era afortunada para los religiosos mercedarios; pues tuvo un gran talento para manejar la economía del Convento y aumentar sus bienes. A pesar de esta circunstancia favorable, no progresaron gran cosa las obras del Convento hasta 1644, en que vino una especie de fiebre constructiva en la Comunidad Mercedaria y se recomenzó seriamente la obra del Convento en 1646. Dos años más tarde estaban terminados el primer claustro y un tramo del segundo. En el mismo   —86→   año de 1648 hacían también los cuatro retablos del claustro que se doraron en 1651 y 1652, año este en que se concluían los artesonados de madera de ese mismo claustro, que los doró Francisco Pérez. La pila se la construyó en Febrero de 1653 junto con el enladrillado del patio. El año de 1653 vio el fin de la intensa labor de los mercedarios para el arreglo del convento, limitado entonces a los claustros principales, pero en 1654 se extendió a los demás departamentos, sobre todo al refectorio y noviciado, concluyéndose en 1672 toda la edificación del convento, con la conclusión del segundo claustro».

En la decoración del claustro trabajó un gran artista quiteño, Antonio Gualoto, que fue al mismo tiempo escultor, dorador y pintor. En 1651 y 52 talló los cuatro retablos del claustro bajo y los artesonados. El 29 de mayo del primer año se comprometió, con los religiosos, «a dorar los tres retablos del claustro con su oro y colores y dorar juntamente tres bultos para dichos retablos y pintar los lienzos dél»51. Para integrar los adornos de los retablos, se contrató en julio de 1652, al escultor Gabriel Guallachamín, la hechura de las imágenes de San José y de San Juan. El dorado de los artesones estuvo a cargo de Francisco Pérez, a quien ayudaba en el trabajo un carpintero Diaguillo. Más tarde, en 1660, concluyeron el dorado los batioros Francisco Pérez Sanguino y Lorenzo de Salazar.

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Por el interés de conocer siquiera los nombres de algunos artistas, hacemos recuerdo de la portería, desaparecida por completo. A juzgar por los datos de archivo, debió ser magnífica. La dirección del trabajo se encomendó al padre fray Felipe Calderón. Este contrató al maestro tallador Tipán para que labrara el tabernáculo central con sus puertas para nicho de un gran crucifijo y nichos laterales para las efigies de la Virgen Dolorosa y del Apóstol San Juan. El conjunto remataba con molduras y espejos. El dorado general del retablo lo hizo el maestro Bartolomé Nieto de Solís y el decorado interior del tabernáculo estuvo a cargo del pintor don Antonio Egas Venegas de Córdoba, esposo de Isabel, hija de Miguel de Santiago52.


Monasterios

La fundación de Monasterios en Quito fue la expresión del espíritu cristiano de la época. Los españoles, que habían visto sus ciudades pobladas de claustros monacales, no podían resignarse en América a poblaciones sin refugios para el ejercicio voluntario de la virtud. El siglo XVI contempló en España traducirse la devoción a la Inmaculada en la organización de monasterios dedicados al culto de María concebida sin mancha. Una princesa, doña Beatriz de   —88→   Silva, fundó en Toledo el primer Monasterio de Conceptas.

Ya el 20 de agosto de 1575 se interesó el Obispo de la Peña por el establecimiento en Quito del Monasterio de la Inmaculada Concepción. Salvadas varías dificultades, se tramitó el 8 de octubre de ese mismo año, la compra de las casas de Alonso de Paz, en el precio de 9500 pesos, para dedicarlas a la fundación. El día 12 se tomó posesión del sitio y los edificios a nombre del Monasterio.

El Convento primitivo, en su edificio, no fue más que el resultado de adaptación de casas particulares a morada conventual. Había claustros bajos, coro y capilla, según se desprende del informe de la Audiencia en que se relata un milagro acaecido el 21 de enero de 1577, a raíz misma del establecimiento de las monjas.

La iglesia y convento, tales como se han conservado hasta el presente, datan de 1621. En abril de ese año las superioras del Monasterio escribieron al Rey, recomendando la persona del canónigo Pedro de San Miguel, quien había ayudado a la construcción así del convento como de la iglesia. El mismo Beneficiado se hizo presente al Monarca, escribiéndole, el 25 de abril de 1621, lo que sigue:

«En esta ciudad está fundado de muchos años a esta parte el Convento de Monjas de la Limpia Concepción de Nuestra Señora, de que Vuestra Magestad es Patrón. La iglesia que tenía era muy corta y sin coros, bastante antigua y de edificios de adobes, que por serlo se estaba cayendo. Y considerando ser la   —89→   fundación Real y que en tantos años no ha habido quien reedifique esta iglesia, me animé, poniendo los ojos en Dios nuestro Señor y en la Limpia Concepción de su Madre Santísima y en nombre de Vuestra Majestad y por más servirle, a hacerlo yo con veinte mil pesos de plata, que doy de mi hazienda y en su conformidad se ha comenzado la fábrica»53.

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El Monasterio de Santa Catalina fue fundado hacia 1593. La casa primitiva lindaba «por abajo con corrales de las de Juan de Taboada y calle en medio solares de Juan Román y la plaza de Santa Clara y otra calle en medio con casa y huerta de Pedro Ponce de Castillejo». Pertenecía antes a Antonio de la Canal y «demás de ser húmeda, era triste y corta y no habla a dónde se extender»54.

Por diligencias del Regidor Don Melchor de Villegas, el Monasterio compró una nueva casa para trasladarse a ella. «Hoy jueves -reza el acta de toma de posesión- que se cuentan ocho días del mes de Mayo de mil y seiscientos y ocho vi y oí decir misa cantada en el alto de un corredor de las dichas casas que fueron de los dichos doctor (Luis de) Acosta   —90→   y doña Ana de Paz, el muy Reverendo Padre Fray Domingo de San Miguel, Prior del Convento de Santo Domingo de esta dicha ciudad y Vicario Provincial, la cual oficiaron cantidad de sacerdotes y otros coristas de la dicha Orden de Santo Domingo y con mucha alegría y contento acudió a oír la dicha misa mucha gente principal y honrada, vecinos y residentes en esta ciudad, hombres y mujeres y muchos indios e indias repartidos por diversas partes de las dichas casas y por el gran patio de ellas; y acabada la misa, el dicho Padre Prior, sin haberse quitado del altar, en voz inteligible propuso y dijo a los circunstantes que fuesen testigos de cómo espiritualmente había tomado posesión de las dichas casas y sus pertenencias en nombre del dicho Convento de Santa Catalina de Sena, Priora y monjas presentes y futuras de su Orden».

Desde 1608 hasta 1613, se acondicionó la nueva casa, adaptándola a vivienda de religiosas. Además se compró la casa colindante, a Diego Ramírez, «por razón de que el sitio de las dichas casas es sano y enjuto de más vecindad y acomodadas para convento y donde hay iglesia nuestra y otras oficinas». Una vez que estaba preparado todo, se celebró solemnemente la nueva instalación de las monjas, teniendo cuidado de levantar acta del suceso. «Yo Alonso Dorado de Vergara -se lee en el documento- Escribano del Rey Nuestro Señor y vecino de la dicha ciudad, doy fe que hoy domingo, que se cuentan siete de julio del año de mil y seiscientos y trece, el dicho Padre Superior -Fray Juan de la Sierra Guevara- dijo misa   —91→   rezada en la sala alta de dichas casas cuya ventana cae sobre la puerta principal de ellas. Y antes de decir la dicha misa fue tocada la campana que está colgada en el balcón o corredor de la dicha ventana y después, antes de alzar y después de acabada la dicha misa, a la cual, asistieron a oírla Melchor de Villegas Santa María, Lorenzo de Escobar Garrido, Pedro de la Torre, Simón Cascos de Quiroz, Francisco de Olivares, Doña Juana de Mosquera y un hijo del dicho Lorenzo de Escobar y otras personas españoles, indios e indias y para que de ello conste lo signé y firmé en el día, mes y año supra contenido. En testimonio de verdad † Alonso Dorado de Vergara, Síndico».

El convento e iglesia primitivos han sido indudablemente restaurados. Pero, como sucede con entidades pobres, cada restauración no es sino el cambio accidental del edificio. Para el sentimiento hispanoamericano, el Monasterio de Santa Catalina es, más bien, depositario de un recuerdo tradicional sagrado. El sitio primitivo, conservado en el patio principal, fue de don Lorenzo de Cepeda, hermano querido de Santa Teresa de Jesús. Allí nació Teresita la primera carmelita quiteña. Allá vino en espíritu la gran Reformadora del Carmen, a contemplar una escena de hogar. En éste pensaba muchas veces la Santa avilesa, que sentía predilección por Quito por ser la segunda patria de su hermano.

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Aun antes de establecerse aquí, fueron anunciadas como presentes las hijas de Santa Teresa. En el proceso de canonización de la beata Mariana de Jesús declaran uniformemente los testigos que la santa quiteña predijo varias veces que su casa se convertiría en Monasterio de Carmelitas y señaló el sitio donde estarían la iglesia, el convento y las oficinas.

Cuando vinieron las fundadoras, se establecieron detrás del Convento de la Merced, en las casas que fueron del presbítero doctor Juan de Linares Encinas y de doña Elvira de Vinegas. Pero luego, en vista de la incomodidad de la vivienda, se trasladaron al lugar en donde se encuentran hasta el presente, desde julio de 1653. Los donantes principales de sus bienes a las carmelitas fueron don Juan Guerrero de Salazar y doña María Cabrera, deudos de la beata Mariana de Jesús. Por director de la adaptación de las viviendas y constructor del convento y de la iglesia se reconoce al hermano coadjutor Marcos Guerra, de la Compañía de Jesús. Fue este mismo Hermano a quien el Cabildo, en 30 de marzo de 1662, nombró de alarife arquitecto público, comisionándole la reparación de las casas de la ciudad, que habían sido averiadas por los violentos temblores sentidos en esos días.

El hermano Guerra conocía indudablemente las relaciones espirituales de Mariana de Jesús con el hermano Hernando de la Cruz, muerto, hacía menos de   —93→   diez años, el 6 de enero de 1646. La vinculación de la Virgen quiteña a la Compañía debió sentirla el arquitecto, para conservar, como reliquia sagrada, los lugares santificados por aquella. La casa de morada ordinaria, el gran jardín de familia acomodada, la pieza donde solía hacer oración, el pedazo de tierra que absorbía la sangre de su voluntario martirio y que brotó en la azucena del recuerda, la cruz que llevaba a cuestas: todo lo ha conocido el Director de la construcción del monasterio, para poder dar su sitio propio a cada prenda de recordación.

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A mediados del siglo XVII aparece en Quito un arquitecto de fuste, cuyas obras no han sido deshechas por el tiempo. Llamábase fray Antonio Rodríguez. Era hermano converso de la Orden Franciscana, en la que había profesado solemnemente el 23 de octubre de 1633. Las primeras construcciones en que ejercitó su arte fueron las de su mismo Convento Máximo. Bajo el Provincialato del padre Fernando de Cózar (1647-1650) se edificaron el segundo y tercer claustro.

Un hecho significativo pone muy al descubierto la importancia de fray Antonio, lo mismo que su comedimiento. Sucedió que el Padre Comisario General, residente en Lima, ordenó que el hermano Rodríguez se trasladase inmediatamente a la ciudad de los Virreyes, a hacerse cargo de la dirección de algunas   —94→   obras que quería emprender el convento de esa capital. La noticia del probable viaje puso en alarma a todos los actualmente interesados en aprovechar la buena voluntad y pericia del arquitecto. Además de sus hermanos de hábitos interpusieron sus ruegos los Padres de Santo Domingo y las Monjas de Santa Clara, alegando por motivo el estar dirigiendo fray Antonio las obras de sus respectivos conventos. El 17 de julio de 1657, el Cabildo ofició a la Audiencia, para que su Presidente, en vista del clamor general, consiguiera del Comisario la revocatoria de la orden de salida de Quito del mencionado Hermano arquitecto. Como la provisión de la Audiencia no obtuviese el efecto anhelado, acordó el Cabildo en 6 de noviembre dirigirse nuevamente al Comisario General, informar al Virrey del asunto y no permitir la salida del Hermano, para evitar una conmoción popular55.

Parece que el Hermano no salió de Quito. En continuidad de tiempo lo hallamos empeñado en la prosecución de la iglesia de Santa Clara, en el segundo claustro de Santo Domingo, en el Colegio de San Fernando, en el Santuario de Guápulo y en el templo del Sagrario.

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«El Convento de Santa Clara lo fundó Doña Francisca de la Cueva en 1593. Del mismo modo que las otras comunidades religiosas, ésta de Santa Clara tuvo su primera iglesia provisional y miserable, hecha de adobes y tierra secada al sol, la que quedó tan maltrecha en uno de los tantos terremotos que afligieron a la ciudad a principios del siglo XVII, que un buen día las monjas ordenaron derribar toda la iglesia para abrir nuevos cimientos y comenzar la edificación de la actual, según la planta trazada por Fray Antonio Rodríguez. La pobreza de las religiosas hizo que la obra durase algún tiempo en acabarse, por lo lento del trabajo y las interrupciones que sufría hasta 1657 o 1658. El mismo arquitecto dirigió también las obras principales del convento, entre las cuales se cuenta su claustro primero calcado en el de los franciscanos y también sobre pilastras ochavadas.

»La planta de la iglesia es muy curiosa. Dentro de una sala rectangular se hallan seis grandes pilastras que se unen entre sí por arcos de medio punto y se coronan de un entablamento para recibir sobre su corniza una bóveda elíptica con su respectiva linterna sobre un tambor con nichos y ventanas. En el testero está el presbiterio cubierto con una semicúpula y unido con el cuerpo central por medio de otros arcos que soportan una cúpula ochavada. El cuerpo central tiene arcos de descarga hacia las paredes del edificio   —96→   y los espacios por ellos formados se han cubierto con bóveda de crucería. Al pie de la sala están los dos coros superpuestos para el servicio religioso de las monjas, divididos cada uno de ellos en tres secciones por arcos rebajados sobre pilastras cuadradas y cubiertas con bóvedas de crucería»56.

A estos datos consignados por el doctor José Gabriel Navarro, no hay que añadir, sino que parte del sitio en que está edificado el Monasterio pertenecía a Francisco del Castillo, autor de la Imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso. Y que, a insinuación de fray Antonio Rodríguez, la Cofradía de Nuestra Señora de Guápulo, prestó a las religiosas clarisas la cantidad de mil pesos, para compra de cal con destino a la obra del convento57.

La historia de GUÁPULO nos ofrece las mejores pruebas de la función social de las antiguas Cofradías. No era el aspecto piadoso el único tomado en cuenta. Se procuraba también remedian las necesidades de los asociados y manifestar la fuerza de la unión en alguna obra monumental.

Para ejercicio de culto a Nuestra Señora de   —97→   Guadalupe, la cofradía de su nombre se hizo cargo de la construcción del Santuario, que hasta ahora ha respetado el tiempo. Es una gigantesca cruz latina de sesenta metros de largo por veintisiete de ancho en el crucero. El edificio se asienta sobre bases abovedadas, que asomaron ya a flor de tierra en agosto de 1649. Inició los trabajos de cimentación el párroco doctor don Lorenzo de Mesa Ramírez y Arellano. La prosecución y remate de la fábrica se llevaron a cabo bajo el gobierno parroquial y dirección del infatigable doctor don José Herrera y Cevallos, quien recorrió más de seis mil leguas en la América española en busca de limosnas para el templo de Nuestra Señora de Guápulo.

En esta parroquia, tan célebre en la colonia, se dieron cita los más representativos artistas quiteños, a poner su habilidad a servicio de la Madre de Dios. El libro de cuentas de la Cofradía contiene las datas que acreditan la presencia y labor del Hermano arquitecto fray Antonio Rodríguez, de los pintores Miguel de Santiago, Nicolás Javier Gorívar, Manuel Samaniego, Cristóbal Gualoto y Tadeo Cabrera, y de los dibujantes y talladores José de la Paz, Marcos Correa y Juan Bautista Menacho, a quien se debe el púlpito primorosamente tallado58.

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En lo arquitectónico, el templo estuvo concluido a fines del siglo XVII.

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El plano y dirección de los primeros trabajos del SAGRARIO corrieron a cargo del hermano Antonio Rodríguez. El Cabildo, que se interesó por la permanencia de este arquitecto en Quito en 1657, refiere que se estaba levantando entonces la arquería de la Capilla Mayor. Sin embargo, el impulso eficaz para la conclusión de la obra se dio a fines del siglo XVII y principios del XVIII. En sesión de 10 de mayo de 1715, el Cabildo ordenó que de sus propios se diesen 300 pesos de limosna para la colocación del Santísimo en la Capilla del Sagrario, «que acababa de construirse, después de un trabajo de más de veintitrés años»59.

El Sagrario está construido «sobre una planta de tres naves, íntegramente abovedada y cruciforme, ocupando la cúpula el centro del edificio. Tiene arcos de medio punto sobre pilastras de piedra para separar la nave central de las laterales y tiene también tres ábsides de las cuales el de la izquierda forma una capilla   —99→   absidial y el de la derecha se halla cegado para utilizarlo como sacristía.- La portada de la iglesia, aunque inferior a sus modelos, la de San Francisco y la de San Agustín, es sin embargo preciosa en su conjunto y en sus detalles. Su historia está grabada encima de la puerta principal de la manera siguiente: "Comenzóse esta portada al cuidado de Don Gabriel de Escorza Escalante el 23 de abril de 1699 y se acabó el 2 de Junio de 1706"»60.

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Como reliquia de la piedad quiteña del siglo XVII, se conserva todavía la llamada CAPILLA DEL ROBO. La Historia conoce documentalmente el hecho que dio origen a la construcción de esa modesta iglesia, que hasta no hace mucho remataba el borde de la honda quebrada de Jerusalén. En 1649, vísperas de la fiesta de San Sebastián, unos indios robaron, de la iglesia de Santa Clara, un copón de hostias consagradas. La devoción de Quito al Amo Sacramentado perpetuó, a fines del siglo XVII, su sentida reparación, costeando la fábrica de la Capilla del Robo.





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ArribaAbajo Capítulo VI

Escultura


La Virgen del Buen Suceso.- Sillería de San francisco.- El padre Carlos.- José Olmos.- Juan Bautista Menacho.


A la fundación del Monasterio de las Conceptas acompaña una poética leyenda, incorporada y dando forma a la vida histórica de las religiosas. A una de las fundadoras, Mariana de Jesús Torres se le ofrece en visión la Virgen y le ordena hacer labrar una imagen, conforme al modelo y a las medidas que Ella misma le indica. El artista señalado para la ejecución de este mandato es el escultor Francisco de la Cruz del Castillo. Terminada felizmente la obra, la santa imagen con el nombre de Nuestra Señora del Buen Suceso, toma posesión del coro y es para las monjas la Abadesa principal.

Prescindiendo del aspecto extraordinario del suceso, el hecho es que para el tiempo del Ilmo. señor fray Salvador Rivera (1607-1612), la imagen estaba   —102→   concluida. Consta documentalmente que él la obsequió una llave de oro y un cayado dorado. Francisco del Castillo es un personaje histórico. A él compraron su casa las monjas de Santa Clara para ampliar el Convento. Con él mandó hacer el padre Andrés Izquierdo la imagen del Señor atado en la columna y de la Virgen Dolorosa, que se hallaban antes en la cárcel del Monasterio y hoy se encuentran en los coros.

La Imagen de la Virgen del Buen Suceso es otra que, como la del Quinche y del Cisne, se aparta del coleccionismo de una galería, para asumir una vida propia y extender su virtud y su influjo. Es un hermoso ejemplar de escultura policromada, sobre el cual se cierne el misterio con evidencia que nadie puede negar.

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Córdova y Salinas, en su Crónica de la Provincia de los doce Apóstoles del Perú, publicada en 1651, describe el Coro de San Francisco de Quito, con lujo de detalles que sólo podían ser proporcionados por un religioso conventual quiteño. «Adornan el coro, dice, ochenta y una sillas de cedro, los espaldares de curiosas labores acompañadas de columnas jónicas; ostenta cada silla peregrina en su adorno un santo de media talla, ángeles y vírgenes, todos vestidos de oro, que siendo los más bien obrados del Reino se llevan los ojos de todos. Lo que resta hasta el techo ocupan valientes pinturas, historias de los hechos de S. Pedro   —103→   y S. Pablo, guarnecidas de columnas y molduras de cedro doradas. Salen del coro a la iglesia dos tribunas iguales de laso doradas, que sustentan dos órganos, siendo el uno de madera, peregrino en la labor, mesturas y vozes; ocupan diez y seis castillos sus cañones, que siendo innumerables, el mayor de ellos tiene diez y ocho palmos de largo y cuatro de hueco. La suavidad de sus vozes cuando se tañen, su variedad y dulzura arrebatan el espíritu a la gloria, para alabar a Dios, que escogió por instrumento de tan maravillosa obra a un Fraile menor, que en su vida había hecho otro órgano»61.

Por documento original de 1632, transcrito por el padre Compte, consta que los talladores del coro fueron el indio Jorge de la Cruz y su hijo Francisco Morocho62. El mismo padre Compte en sus Varones Ilustres, escribe lo siguiente: «Existió en la misma Provincia durante la primera mitad del siglo XVII el grande siervo de Dios fray Juan (otros le llamaban Francisco) Benítez, célebre escultor. Es obra suya la magnifica sillería e imágenes del coro del Convento Máximo de Quito».

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A dos compatriotas de la Colonia somos deudores de la creación de un verdadero espíritu nacional, el padre Juan de Velasco y Eugenio Espejo. El primero tuvo la laudable intención, en parte realizada, de escribir la verdadera historia del Quito prehispánico y colonial. El segundo se esforzó en aquilatar las esencias de la nacionalidad ecuatoriana y brindarlas a sus conterráneos en Las Primicias de la Cultura de Quito. Desde Bogotá pudo apreciar mejor la valía del arte quiteño, al cual fue el primero en juzgar conforme a los principios generales de la estética y particulares de cada ramo artístico. En su discurso exhortatorio a establecer la Sociedad de la Concordia, invita a sus paisanos a tornar la mirada tras un siglo para descubrir los orígenes del alma nacional. «Recorred, señores, les dijo, los días alegres, serenos y pacíficos del siglo pasado y observaréis que cuando estaba negado todo comercio con la Europa y que apenas después de muchos años se recibía con repiques de campanas el anuncio interesante de la salud de nuestros soberanos, en el que bárbaramente se llamaba Cajón de España, entonces, estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus primorosos cuadros, el diestro tino de Miguel de Santiago, pintor celebérrimo. Entonces mismo, el padre Carlos con el cincel y el martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería superar en los troncos, las vivas expresiones del pincel   —105→   de Miguel de Santiago. Y, en efecto, puede concebirse, a qué grado habían llegado las dos hermanas, la escultura y la pintura, en la mano de estos dos artistas, por sólo la negación de San Pedro, la oración del huerto y el Señor de la Columna del padre Carlos. ¡Buen Dios! En esa era, y en esa región, a donde no se tenía siquiera la idea de lo que era la anatomía, el diseño, las proporciones, y en una palabra los elementos de su arte, miráis, señores, ¡con qué asombro, qué musculación, qué pasiones, qué propiedad, qué acción, y, finalmente, qué semejanza o identidad del entusiasmo creador de la mano, con el impulso e invisible mecanismo de la naturaleza»63.

Según este testimonio de Espejo, el padre Carlos fue contemporáneo de Miguel de Santiago y autor de las imágenes mencionadas. Además de éstas, la tradición y el estilo permiten atribuir al célebre imaginero las efigies de San Juan Bautista y San Francisco de Paula existentes en la Catedral y las de San Diego y San Bernardino de Sena que las conserva San Francisco.

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Contemporáneo del padre Carlos fue el escultor indígena José Olmos, conocido popularmente con el apodo de Pampite. De él se cuenta una anécdota semejante a la del escultor mexicano José Villegas Cora. Obra suya es el Cristo que se venera en la iglesia   —106→   de San Roque. Al hablar de Goríbar, recordamos el testamento de su padre José Valentín de Goríbar, cuya voluntad fue ser enterrado, «en el altar del Santo Cristo de la Misericordia donde estaban enterrados sus deudos y de donde era parroquiano». Ese documento, firmado el 20 de septiembre de 1685, demuestra la existencia del Cristo de San Roque y el tiempo en que José Olmos ejercitaba su arte.

Su múltiple habilidad se transparenta así en el realismo policrómico del Calvario de San Roque, como en la perfección anatómica del Cristo de la sacristía de San Francisco y el Calvario del Carmen Antiguo.

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El archivo de la parroquia de Guápulo, estudiado en sus detalles por el malogrado historiógrafo, Rdmo. señor Juan de Dios Navas, nos ofrece el nombre de un maestro en escultura, Juan Bautista Menacho, que floreció a fines del siglo XVII y principios del XVIII. Desde 1691 se comenzó a buscar cedros, comprándolos de las montañas de Nono y Cotocollao, para el retablo del Santuario. A mediados del año siguiente, los mayordomos de la Cofradía comprometieron al escultor José de la Paz, la ejecución de la obra. Por desgracia el maestro murió a raíz de la contrata, dejando, desde luego, aclarada la deuda en su testamento64.

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Sin pérdida de tiempo, la Cofradía mandó trazar el diseño del retablo con el capitán don Marcos Tomás Correa. Sometido el plano al examen e informe de los capitanes don Pedro León de Maldonado y don Agustín de la Sierra, recibió su aprobación y visto bueno del Ilmo. señor Sancho de Andrade y Figueroa. Con estos requisitos se contrató, para la ejecución del entallado, al maestro escultor Juan Bautista Menacho, bajo cuya dirección trabajaron también muchos oficiales indios65. A cargo de Menacho estuvo no sólo el retablo del altar mayor, sino los de los brazos de la cruz y de los altares del cuerpo de la iglesia, lo mismo que el labrado del coro.

Años más tarde, en 1717, el mismo artista trabajó el púlpito, obra en que se puede apreciar el progreso de su habilidad en el manejo del buril66.



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ArribaAbajo Capítulo VII

Pintura


Nuevas obras del padre Bedón.- El hermano Hernando de la Cruz.- Algunos pintores de mediados del siglo XVI.- El gran Miguel de Santiago.- Nicolás Javier Gorívar.


El siglo XVII da la mano a los pintores de la centuria anterior para hacerles ascender hacia la perfección del arte. No conocemos aún los nombres de los concursantes al certamen promovido por el Cabildo, para los cuadros-retratos que debían figurar en el túmulo de la Reina Margarita. Sabemos si que el padre fray Pedro Bedón levantó el convento de la Recoleta, en cuyas paredes pintó al fresco las escenas de la vida del beato dominicano Enrique Susón. Al principiar el siglo pintó asimismo en el descanso de la grada la imagen de la Virgen, que se la comenzó a llamar popularmente Nuestra Señora de la Escalera y se la hizo objeto de singular veneración. Del primer decenio del siglo XVII es también un libro coral de gran tamaño, con viñetas que llevan el sello indudable   —110→   del padre Bedón y se conserva en el Convento de Santo Domingo de Quito.

Apenas medio siglo después de la muerte del padre Bedón, el padre fray Ignacio de Quezada, discípulo de los primeros discípulos del piadoso artista, comunicó a don Francisco Antonio de Montalvo los recuerdos que conservaban los religiosos de Quito acerca de su venerable pintor. El Arte quiteño exige que no se echen al olvido datos tan auténticos como los consignados por el escritor sevillano en 1687.

«Entre las muchas gracias que dispensó la Divina Providencia a este su siervo fiel, fue maravillosa la de pintar; y así delineó de su mano en el Claustro de la Recoleta de Quito, la vida del beato Enrique Susón, para que la representación de sus penitencias estimulase a los que buscan el Lirio entre las espinas. En la misma casa pintó una imagen de Nuestra Señora, que por el sitio en que está, la llaman de la Escalera, célebre santuario de prodigios, que frecuenta continuamente la devoción de los fieles con sus plegarias y votos. Otras muchas imágenes de la Virgen hizo este Apeles sagrado; y aunque sus diseños no observen en todas las puntualidades del arte, según las maravillas que Dios obra por ellas, no puede dudarse, que pintaba como quería, para que fueran sus pinturas de los cielos»67.

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Reparemos que la habilidad pictórica del padre Bedón se halla testificada por tres escritores casi contemporáneos y de posición geográfica diversa. Meléndez refiere los testimonios de Lima, donde se educó y aprendió fray Pedro la pintura. Zamora relata y describe las obras que el padre Bedón dejó en Tunja y Bogotá. Montalvo es el eco del padre Quezada y narra las impresiones que del Venerable pintor se conservaban en Quito.

Es de sumo interés el hecho que anota el escritor sevillano, según el cual, la Virgen de la Escalera era objeto de culto popular ya en el siglo XVII y existían imágenes pintadas por el padre Bedón de las que la Providencia se servía para realizar gracias extraordinarias.

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El padre Bedón murió el 27 de febrero de 1621. En el curso de ese mismo año ingresó, para Hermano Coadjutor en la Compañía, un pintor célebre de formación española. Sin acudir al recurso de la leyenda, la vida real de Fernando de Ribera asume el carácter de un drama romántico. Había nacido en Panamá en 1591. Pródigamente dotado por la naturaleza, se consagró con igual ahínco a la esgrima, la poesía   —112→   y la pintura. Adolescente vino a Quito en compañía de su hermana. Acaso era pariente suyo el pintor Luis de Ribera, el compañero de Diego de Robles y propietario de hacienda en Mira. Quizá fue uno de los concursantes en el certamen promovido en Quito en 1613.

Su temperamento ardiente halló ocasión de demostrar que sabía esgrimir la espada con la misma agilidad y elegancia que el pincel. En legítima defensa de su honor jugó la vida, poniendo al contrario en gran peligro de perderla. El proceso entablado ante los tribunales severos de justicia humilló su altivez. Se tornó delicadamente sensible, hasta hacerse místico. Diego Rodríguez Docampo que lo conoció de cerca, refiere que «Hernando de la Cruz, pintor venido de España, ejerció su oficio en esta ciudad de Quito y bien aprovechado de su arte en las imágenes que hacía y había pintado. Aconteció estando en la de N. S azotado en la columna, destilando su preciosísima sangre por tantas llagas y por los ojos lágrimas, que se enterneció con muchos suspiros y tocado de su Divina Majestad, entró a una hermana suya monja en Santa Clara, y la dotó de su caudal a pintar, que lo fue superior, como se ve en los lienzos y cuadros que están en la iglesia de la Compañía de Jesús, a donde se recogió y fue admitido»68.

La entrada de su hermana en Religión le determinó a defenderse de la soledad en medio del mundo   —113→   que le fue adverso, abrazando también él la vida religiosa en la Compañía. El Libro de Noviciado consigna escuetamente: «En 25 de abril fue examinado el Ho. Herdo. de la † el año de 1622 y dixo que estaba contento de pasar por lo que contienen nuestras Bulas y Constituciones»69.

Felizmente en la Compañía se le dieron facilidades para que continuara en su arte. El padre Jacinto Morán de Butrón, en su Vida de la Beata Mariana de Jesús escrita en 1696, dice a propósito del hermano pintor: «Sus superiores le ocuparon en el ejercicio de pintar, a que acudió con toda prontitud y gusto. Era primoroso en este arte... A su trabajo se deben todos los lienzos que adornan la iglesia, los tránsitos y aposentos. Enseñaba a pintar a algunos seglares... entre ellos a un indio que después fue religioso de San Francisco. Pintó dos lienzos muy grandes que están hoy debajo del coro de nuestra iglesia, el uno del infierno y el otro de la resurrección de los predestinados, que son como predicadores elocuentes y eficaces que han causado mucho bien y obrado varias conversiones»70.

El padre Juan de Velasco asegura a su vez en 1788, del hermano Hernando de la Cruz: «que los muchísimos cuadros con que su diestro pincel enriqueció el templo y el Colegio Máximo fueron y son   —114→   el mayor asombro del arte y el más inestimable tesoro»71.

Un testigo ocular, Diego Rodríguez Docampo (1650); otro auricular inmediato, Jacinto Morán de Butrón (1696) y un tercero auricular mediato, Juan de Velasco (1788), están conformes en atribuir al hermano Hernando de la Cruz la paternidad artística sobre todos los cuadros de la iglesia y tránsitos y aposentos, sin que hicieran excepción de los profetas que figuran en las columnas del templo, ni menos alusión alguna a Goríbar. En los libros de cuentas de la Compañía, donde se asientan prolijamente todos los gastos hechos en la fábrica y decoración de la iglesia, no consta data ninguna relativa a los lienzos que se han dado en apropiar al discípulo de Miguel de Santiago. Hay, pues, razones de peso para a firmar que los cuadros de los profetas de la Compañía son del pincel del hermano Hernando de la Cruz. Mientras no se aduzcan pruebas fehacientes, no pasa de ser afirmación gratuita la que señala a Goríbar por autor de esos lienzos. La sola semejanza de estilo no es argumento suficiente para establecer una verdad histórica. Los cuadros que, al decir de Butrón y Velasco, adornaban los tránsitos y aposentos están en parte en los claustros altos del actual convento de la Merced. El original del Infierno se halla actualmente en el Museo Británico de Londres. En el Coro alto del Carmen   —115→   Antiguo, se conserva el original de la beata Mariana de Jesús, atribuido al hermano Hernando de la Cruz, que fue el Director espiritual señalado por la Providencia a la Virgen quiteña.

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El hermano Hernando de la Cruz formó escuela. Uno de sus discípulos aprovechados fue ese indio de que habla el padre Butrón. El escribano Juan Ascaray consignó, en 1794, la tradición franciscana acerca de este nuevo pintor. Recojamos el dato del acucioso escribano colonial. «El Venerable Hermano Fray Domingo, religioso lego, indio neófito, natural de esta ciudad. Fue oficial pintor del Venerable Hermano Hernando de la Cruz, religioso lego de la Compañía extinguida, director de Mariana de Jesús, de cuya mano están pintados los dos lienzos grandes del Infierno y de la Resurrección; que se hallan a la entrada de las puertas de la iglesia de ella. Habiendo ido a España de compañero del Rdo. Custodio de esta Provincia, Fray Diego Oclés, murió en el convento de Granada, con opinión tan grande de Santo, que tres veces le rompieron el hábito que servía de mortaja, para reliquias»72.

Fray Domingo Brieva fue uno de los religiosos   —116→   de la comitiva franciscana que exploró el Marañón, empresa de que escribió largamente el padre Laureano de la Cruz73. Compañero suyo fue asimismo el hermano Pedro Pecador. También fueron sus contemporáneos los hermanos fray Antonio Rodríguez, fray Antonio Balladares y fray Antonio de la Concepción, cuyos retratos se conservan en la portería de San Francisco.

El Convento franciscano conserva, asimismo, en sus claustros un cuadro de la Anunciación que lleva a su pie el nombre de Mateo Mexía y la fecha de 1615 y otro de gusto evidentemente indígena, firmado por Francisco Quispe en el año de 1668.

Tampoco el Convento de Santo Domingo había perdido la tradición artística que inauguró el padre Bedón. En un informe que el padre visitador fray Miguel Martínez escribió para el General de la Orden, acerca del personal de la Provincia Dominicana de Quito en 1640, se lee: «El Padre Fray Tomás del Castillo, no ha estudiado, tomó el hábito hombre ya de cuarenta años, es lindo pintor de pincel, nacido en Indias, edad cuarenta y siete años»74.

La despreocupación de los autores ha privado de sus nombres a tantos cuadros anónimos, buenos y malos, que se conservan en los conventos y casas, corno un recuerdo mudo de Quito Colonial.

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La cronología histórica sitúa documentalmente a Miguel de Santiago en la mitad del siglo XVII. En la serie de cuadros de la vida de San Agustín, uno de ellos lleva la inscripción siguiente: «Este lienzo con dote o más pintó Miguel de Santiago en todo este año de 1656 en que se acabó esta historia». El hermano Hernando de la Cruz había muerto el 6 de enero de 1646, diez años antes del en que Miguel de Santiago puso la certificación de su nombre a la vida gráfica de San Agustín. La continuidad del influjo y labor artísticas no sufren menoscabo.

Después del concienzudo estudio del padre agustino Valentín Iglesias, no cabe dudar sino que el maestro Santiago fue comprometido por el padre Basilio de Ribera, para que pintara la vida de San Agustín, de acuerdo con los grabados de Schelte de Bolswert, el burilador de las creaciones pictóricas de Rubens, Van Dyck y Jordaens. Mucho se ha argumentado contra la originalidad del máximo pintor de la Colonia, por el hecho de haber reproducido en colores los estampados flamencos. El artista no tiene la culpa si el interesado pide la obra conforme a un modelo. No es aventurado suponer que el padre Ribera solicitara del pintor la copia exacta de los dibujos de Bolswert y que el artista pusiera todo empeño en satisfacer la confianza y exigencia de los funcionarios públicos y eclesiásticos, que costearon cada uno de los cuadros. Colecciones de grabados flamencos e italianos no   —118→   escaseaban en Quito a mediados del siglo XVII. Conservados por Pinto hay muchos que hoy los posee don Alfredo Flores Caamaño, algunos con la firma autógrafa de Miguel de Santiago. El padre fray Pedro de la Barrera informaba en 1681 al padre Ignacio de Quezada: «La capilla del Rosario es de los mayores relicarios que hay: el señor Presidente está acabando un gran retablo para un lado e infante para el otro». El Presidente de la Audiencia era don Lope Antonio de Munive, quien hizo pintar un Cristo delante de Pilatos, copiándolo de un grabado de Rembrandt.

La imitación es el proceso formador del genio, dijo Goethe. La imitación es el noviciado de la originalidad, escribió Brunetiere. Virgilio no tuvo recelo de acogerse a la sombra venerable de Homero. Miguel Ángel agotó sus energías por plasmar en sus imágenes la placidez de la escultura griega. Greco fue en España el precursor de Velázquez, quien a su vez abrió a Murillo los museos reales del Alcázar y el Escorial. El mismo Miguel de Santiago declaró en su testamento que tenía «dos retratos de a dos varas, pintura de España, hechura de Sierra Morena y un país de España». Modelos flamencos, italianos y españoles influyeron en la formación del gusto, en el sostén de la inspiración, en la precisión de contornos, en la acertada combinación de colores, que se advierten en los cuadros de Santiago. Antes que reclamar originalidad criolla, la Crítica debe aplaudir al artista quiteño, que sin salir de su ambiente, trasladó a su ciudad natal el arte de Rubens y de Rembrandt, de Rafael y del Ticiano, de Murillo y de Ribera.

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El año de 1656 debió pesar hondamente en la vida de Santiago. Era aun joven y consagró todo su arte al desempeño de un cometido honroso, que le hizo propaganda. Y no fue la economía el motivo principal de su labor. Mientras desarrollaba las escenas de la vida de San Agustín, su piedad le hacía cobijarse bajo el manto del Santo Doctor. Prueba de ello es la insistencia de bautizar a sus hijos con el nombre de Agustín. Y puesto que ellos se fueron muriendo sucesivamente, su hija Juana satisfizo el anhelo paterno llamando a su heredero Agustín Ruiz. En su testamento declaró, además, que había obtenido Bula para ser enterrado «en la iglesia del Convento del gran Padre San Agustín y entierro de los religiosos de él».

La publicación del testamento del maestro pintor, hecha por diligencia de don Alfredo Flores y Caamaño, nos permite conocer siquiera algunos de sus rasgos biográficos. Nació en Quito a principios del siglo XVII, hijo legítimo de Lucas Vizuete y Juana Ruiz. Muy joven se desposó con doña Andrea Cisneros y Alvarado, de la que tuvo a Agustín de Cisneros, otro Agustín y Bartolomé que murieron niños. Hijas mujeres fueron Isabel de Cisneros y Alvarado y Juana de Ruiz y Cisneros. La delicadeza de su temperamento artístico debió de ser bruscamente conmovida al asistir a los ritos funerarios de los hijos, cuyas vidas tronchó la muerte cuando apenas comenzaban a vivir. A los cansados años del Maestro tocó presenciar el fallecimiento de su hija Juana y consolar la viudez de su otra hija Isabel. Este ambiente de duelo familiar   —120→   constante debió sin duda influir, como en Rembrandt, para los contrastes del claro-oscuro y el aire de melancolía que revisten las imágenes. Por lo demás, el arte no le fue económicamente ingrato. Su pincel le dio para ampliar y hacer producir al terreno heredado de su madre en el barrio de San Sebastián, para comprar una casa en Santa Bárbara a Francisca de Mesa y su hija y para mejorar la casa que le había dejado su madre en el alto que llamaban Buenos Aires, donde moraba de fijo el gran artista. Al volver este su ya lánguida mirada a su pasado laborioso, expresó con satisfacción que gran parte de sus bienes los había adquirido «con su propio sudor y trabajo».

La fecundidad de su labor fue asombrosa. Además del convento de San Agustín, al que consagró las primicias de su arte, también los demás conventos se adornaron con sus lienzos. En su testamento declaró que el padre jesuita Sebastián de Abad le dio cien pesos «por cuenta de sus pinturas». Por compromiso con el Comendador de la Merced, fray Antonio de Andramuño, tenía «pintados cuatro lienzos de distintas efigies». El padre dominicano fray Francisco Zambrano le debía ocho pesos, por cuadros probablemente para la capilla del Rosario. Asimismo la Capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, contigua al Carmen Antiguo, estaba enriquecida con lienzos de Santiago. San Francisco conserva aún en sus claustros las pinturas del maestro. En el archivo del Santuario del Quinche consta la paga por cuadros del genial pintor. También el libro de cuentas de la parroquia de Guápulo, correspondiente a 1683, contiene la   —121→   siguiente data: «A Migl. de Santiago que pintó las puertas del nicho y del sagrario pagué 50 pesos». Hizo constar en su testamento que dejaba en su casa veinticuatro lienzos de a vara, unos en bosquejo y otros originales; tres lienzos de a dos varas y media, los dos acabados y el uno en bosquejo; una docena de lienzos tocuyo de a vara y media, unos en bosquejo y otros por acabar; tres lienzos, el uno de vara y tres cuartas que estaba acabado, el otro del mismo tamaño también acabado y el otro de dos varas en bosquejo; otro lienzo de dos varas, acabado; cuatro lienzos de a dos varas, en bosquejo y acabados; otro lienzo de dos varas y media emprusiado.

De 1656, año del trabajo de los cuadros de San Agustín, a 4 de enero de 1706, fecha de la muerte, transcurre medio siglo de labor. Espejo, en su Defensa de los Curas de Riobamba, escribe de un discípulo de Miguel de Santiago: «No era indio, ni hacía fiestas eclesiásticas, el famoso pintor Gregorito, y éste, después de tener extrema habilidad y gusto para la pintura, después de ser rogado con la plata, a trabajar en su bellísima arte, se moría de hambre y no vestía sino andrajos, y era preciso que algún dueño de obra le hiciese violencia, aprisionándole en su casa, para que tomara con alguna constante uniformidad de aplicación el pincel. Dicen los viejos que pasaba lo mismo con el insigne Miguel de Santiago, que fue comparable con los Ticianos y Miguel Ángel»75.

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No es improbable que la viudez y la soledad influyeran en la vejez del maestro, para que no se presentara en sociedad con la decencia que procura la mano cariñosa de la propia mujer y de las hijas solteras. Porque el maestro tuvo que hacer de sepulturero, primero de sus tres hijos varones, luego de su esposa, más tarde de su hija Juana, por fin de su yerno Antonio Egas. El cuadro del Descendimiento y la muerte de San Nicolás deben ser el mejor reflejo del alma del artista sufrido.

Diciembre de 1705 pasó en cama y ya grave el maestro pintor como le decía el pueblo. Presintiendo el desenlace, determinó hacer su testamento. Después de las fórmulas protocolarias de confesión de fe y confianza en la protección de la Madre de Dios, dispuso que su cuerpo fuera enterrado en San Agustín, dejó mandas para socorro de niños cristianos, ordenó así el pago como el cobro de sus deudas, se acordó hasta de los libros que se le habían prestado para mandar que fueran devueltos y terminado todo en claridad de visión se aprestó a recibir el viático que le franqueó las puertas de ultratumba el 4 de enero de 1706.

La fama conservó la tradición de su valía. Don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa escribieron a mediados del siglo XVIII, en su Relación Histórica de la América Meridional: «En la pintura fue célebre un mestizo nombrado Miguel de Santiago, y de él se conservan con grande estimación algunas obras, y otras de su mano pasaron hasta Roma, donde también   —123→   la merecieron»76. El padre Juan de Velasco, en su Historia del Reino de Quito, dice: «Entre los antiguos se llevó las aclamaciones en la pintura un Miguel de Santiago, cuyas obras fueron vistas con aclamación en Roma»77. En igual sentido y casi con las mismas palabras se expresan del artista, Mr. Richer y el Gazzetiere americano.

Espejo fue de nuestros compatriotas el primero que ya en la Colonia exhortó a los ecuatorianos a ver en Miguel de Santiago un legítimo exponente del arte nacional. «Recordad Señores, dijo, por un momento los días alegres, serenos y pacíficos del siglo pasado y observaréis, que cuando estaba negado todo comercio con la Europa, entonces, estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, y en sus primorosos cuadros, el diestro tino de Miguel de Santiago, pintor celebérrimo»78.

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Los peritos en el arte distinguen fácilmente en cuadros, del estilo de Santiago, las pinceladas de éste como la última mano que ponía el maestro en las pinturas de sus discípulos. Por casualidad uno de los lienzos de la vida de San Agustín contiene esta inscripción: «Faciebat Carreño, 1656 años». ¿Quiénes eran los demás alumnos del taller del maestro   —124→   pintor? Entre los hasta ahora conocidos, constan los nombres de Bernabé Lobato y Simón Valenzuela. El padre franciscano Antonio de Santa María en su Vida prodigiosa de la Venerable Virgen Juana de Jesús, cita los nombres del Capitán Antonio Egas, «aficionado a la pintura» y de su esposa Isabel de Santiago «señalada en el arte», que debieron trabajar en casa del Maestro. Pero el máximo discípulo de Miguel de Santiago fue Nicolás Javier Gorívar, quien exige un puesto de honor entre los pintores de la Colonia.

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Se ha afirmado que Nicolás Javier de Gorívar era pariente y discípulo de Miguel de Santiago. El parentesco tenía su lazo de relación en el apellido Ruiz. Abuela paterna de Gorívar fue doña Mariana Ruiz, tal vez hermana de doña Juana Ruiz, madre de Miguel de Santiago. El apellido Ruiz se conservó en la línea del Maestro, en su hija Juana y su nieto Agustín. Gorívar era, por línea paterna, sobrino de Miguel de Santiago79. El 20 de septiembre de 1685, cercano ya a la muerte, hizo su testamento don José Valentín de Gorívar. Ponía de manifiesto allí que había sido su esposa doña Agustina Martínez Díaz, de la que había tenido por hijos a don Miguel de Gorívar,   —125→   Presbítero, don Nicolás Javier, Doña Ángela Javier y don Andrés Javier. Disponía que el hijo sacerdote se hiciese cargo de la dirección de sus hermanos menores, cuya tutoría quedaba en el derecho de la madre. Declaraba asimismo que era su voluntad ser enterrado en el altar del Santo Cristo de la Misericordia donde estaban enterrados sus deudos y de donde era parroquiano. Nuestro pintor, era, pues, del barrio de San Roque.

A la muerte de su padre, debió Gorívar ser ya joven. A lo menos de edad suficiente para contraer matrimonio, como lo hizo con la señorita María Guerra. También a raíz del fallecimiento de don José Valentín, su hijo sacerdote don Miguel Gorívar fue nombrado Coadjutor de la parroquia de Guápulo. Circunstancia que explica el significado de esta partida: «En diez de Octubre de ochenta y ocho años bautizé, puse óleo y Chrisma a Franco. Borja hijo lejítimo de Nicolás Xavier de Gorívar y de Da. María Guerra. Fué su padrino el Bllr. Miguel de Gorívar, y para que conste lo firmé. Mtro. Franco. Martínez»80. Es digno de notarse la adhesión de la familia Gorívar al nombre de Javier, que indica probablemente la devoción a la Compañía de Jesús.

La constancia de la firma en los libros archivales de Guápulo, permite deducir que el presbítero don Miguel de Gorívar sirvió en esa parroquia desde 1688 hasta 1699. La confianza que brinda un sacerdote a   —126→   sus familiares debió hacer del santuario de Guápulo un lugar de desahogo espiritual tanto a Miguel de Santiago como a Gorívar. El primero había pintado ya en 1683 el nicho y el sagrario en compromiso con el venerable párroco don José Herrera y Cevallos. Años después, en 1697, estuvo asimismo en Guápulo hecho cargo de la pintura de los lienzos que se hallaban en el primitivo altar mayor, de artístico retablo. En cuanto a la presencia del discípulo, es fácil suponer que visitaría a su hermano, a cuya vigilancia le dejó encomendado su padre. Además uno de los cuadros lleva esta inscripción: «Fecit Gorívar, Feliciter vivat». Y en uno de los libros de cuentas del Santuario consta que se le pagaron doce reales por la escritura de la leyenda de dos lienzos grandes.

Datos aislados comprueban la existencia de Gorívar hasta más allá del primer cuarto del siglo XVIII. En la petición de los Barrios de Quito al Cabildo, hecha el 5 de febrero de 1726 consta entre otras firmas, la de Nicolás de Gorívar. En los libros de cuentas del convento franciscano, figura el gasto de tres pesos que se pagan al pintor Gorívar, en 1736, por renovar las pinturas de la puerta del coro y celdas altas.

Tales son los datos positivos que nos ofrece la crítica histórica acerca de Gorívar. Sobre ninguno de nuestros artistas se ha hablado tan apriorísticamente como sobre el discípulo máximo de Miguel de Santiago. Y era preciso asentar, como fuera posible, los fundamentos para un juicio sereno y documentado. En lo familiar, cuán diferente la vida de Santiago y de Gorívar. Mientras el maestro hubo de lamentar, en todo   —127→   el curso de su larga existencia, el vacío que periódicamente iba dejando la muerte en su hogar; el discípulo tuvo a su madre, a su hermano clérigo, a su esposa y a sus hijos que le brindaron desde su juventud el afecto tranquilizador de la familia. La tutela, entre paternal y fraterna, ejercida por el digno sacerdote, el Bachiller Miguel Gorívar, influyó, a no dudarlo, en la formación del carácter, en la conciencia profesional y en los motivos de inspiración del artista.

Las obras auténticas de Gorívar, casi todas son de argumento bíblico y ejecución de retratos. De los Reyes de Judá que se conservan en Santo Domingo, existen los bosquejos en pequeño en el museo artístico de Jijón y Caamaño, quien los adquirió del pintor don Joaquín Pinto. El Santuario del Quinche exhibe asimismo un magnífico cuadro, que representa un milagro de la Virgen a favor de un sacerdote en una corrida de toros. También en San Francisco hay dos cuadros, uno de la Ascensión del Señor y otro del Tránsito de la Virgen, que recuerda al conocido de Valdés Leal. Respecto de los profetas de la Compañía expresamos la indecisión en que nos dejaban los antiguos historiadores jesuitas. A juicio de Carlos Barnas, perito como pocos en el conocimiento de la técnica de nuestros pintores coloniales, hay muchos otros lienzos que revelan indudablemente el arte de Gorívar, en la forma concienzuda de preparar la tela, en la valentía de las figuras y la firmeza del colorido. Con Gorívar la pintura quiteña subió a su grado máximo de expresión y de valor.

Acaso la parsimonia de sus obras y la limitación   —128→   del motivo no le dieron la fama que al maestro. Nada dijeron de él ni don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, ni el padre Velasco, ni Espejo. Fue de los artistas que esperaron serenamente el juicio imparcial de la posteridad.

El padre Ricardo Cappa, S. J., de indiscutible autoridad en conocimiento y aprecio del arte colonial, dice, a propósito de Miguel de Santiago y de Gorívar: «Sólo Miguel de Santiago, en la pintura, contrabalancea y supera a todos los pintores de la América del Sur. Formó escuela propia, y con esto, se debe dar por excusado cuanto se añada... Tampoco hallo rival para su émulo Gorívar, ni en el Ecuador ni en lo restante del Continente suramericano, exceptuando al neogranadino Vázquez, que dista poco de Santiago y que, como él, fue sui generis en el manejo del pincel».

Hasta el presente no se conoce el año de la muerte de Gorívar. Pero se puede afirmar con certeza que su influjo directo se hizo sentir hasta mediados del siglo XVIII.