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De héroes, tiranos y brujos: estudios sobre la obra de M. A. Asturias

Giuseppe Bellini



Portada



LETTERATURE IBERICHE E LATINO-AMERICANE

Collana di studi e testi a cura di Giuseppe Bellini

Comitato scientifico

GIUSEPPE BELLINI

ERMANNO CALDERA

RINALDO FROLDI

GIULIA LANCIANI

CARLOS ROMERO

SERGIO ZOPPI



  —[6]→     —7→  
Advertencia

Los tres ensayos reunidos en este libro representan momentos diversos de mi ya largo interés por la obra de Miguel Ángel Asturias.

El primero y el último de dichos ensayos ya aparecieron en publicaciones que al final de los mismos se indican.

El estudio dedicado a Mulata de tal se publica aquí por primera vez.

He querido dar de los textos ya publicados -que aparecen ahora con leves modificaciones- una versión más cuidada. Y confirmar con este libro el permanente significado, la constante vigencia de la narrativa asturiana.

G. B.





  —[8]→     —9→  

ArribaAbajoEl Señor Presidente, Criadero de tiranos

En la literatura hispanoamericana existe una constante que la crítica ha ido subrayando con relación a los siglos XIX y XX, la preocupación política, o sea, en palabras de Ricardo Navas Ruiz, «un interés positivo y central por acontecimientos de significación política: una guerra que cambia el destino de un pueblo, una revolución, una forma de gobierno»1. Esta preocupación política se expresa en múltiples matices sobre un fondo común, que es el sentido de la dignidad del hombre, su derecho a la libertad de extrinsecación. Las raíces ahondan en el pasado, en el Inca Garcilaso, en Juan del Valle y Caviedes, tanto como en Neruda y Asturias, sin olvidar a personajes como Nariño, Mutis, Santa Cruz y Espejo, los innumerables que, sin llegar a una obra escrita que las historias literarias puedan considerar, constituyeron el fermento sobre el cual se realizó la Independencia.

No cabe duda, sin embargo, que el siglo XIX, en los albores de las nacionalidades hispanoamericanas, fue un momento de importancia particular, en la literatura y en la vida, por la expresión de una preocupación   —10→   política. En este sentido Lizardi es ya un escritor netamente comprometido con la realidad de su país, así como de distinta manera lo son Martí y Heredia, este último cantando a Cuba desde el destierro, el mismo José Joaquín de Olmedo celebrando, en la «Oda a Bolívar», la libertad alcanzada y más tarde denunciando, en la oda al General Flórez, de manera dramática, las luchas fratricidas que pusieron en serio peligro en el Ecuador las ventajas de la guerra de liberación. Olmedo estaba muy lejos, entonces, de sospechar que el General Flórez se transformaría, al poco tiempo, en uno de los peores tiranos de América.

La libertad es un bien demasiado temido para que no se la insidie y destruya. El ochocientos resuena todavía de las invectivas de Juan Montalvo contra los dictadores ecuatorianos Gabriel García Moreno e Ignacio Veintemilla. Aún impresiona el nombre del Doctor Francia, tirano del Paraguay. Pero la figura cumbre de la dictadura hispanoamericana, que insidia la recién conquistada independencia argentina, es Rosas. En su contra se levanta el grupo de los Proscriptos. En El matadero Esteban Echeverría fija para siempre en el tiempo una hora trágica de la nación argentina, en una durísima protesta contra la violencia de la dictadura, que configura un aspecto destinado a tener cada vez mayor importancia en la narrativa de América. En Amalia José Mármol amplía, a pesar de todo desequilibrio artístico, el cuadro de las fechorías de Rosas, y en fin Domingo Faustino Sarmiento, denunciando en Facundo el conflicto insanable entre civilización y   —11→   barbarie, entre libertad y dictadura, ofrece a las generaciones sucessivas un texto-símbolo de valor permanente.

Con Sarmiento, el personaje del dictador empieza a tener bulto. Ya es protagonista de carne y hueso, y en la trayectoria que lleva al siglo XX su concreción es significativa. El narrador ya no ofrece al lector sólo la descripción de un ambiente de violencia y corrupción, sino que introduce la bárbara presencia de quien es origen de toda violencia y de toda corrupción. Sin olvidar la gran fascinación que el hombre bárbaro ejerce sobre sus mismas víctimas. Sarmiento denuncia y condena, pero no se escapa a la fascinación del hombre fuerte. Lo mismo les ocurrirá en general a los escritores sucesivos.

En la narrativa hispanoamericana del siglo XX una obra se presenta destinada a permanecer por su valor artístico y su significado de denuncia de una situación ampliamente generalizada en los años anteriores a la segunda guerra mundial, El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias. El tema ejerce su atracción también en otros autores hasta fuera de América: en 1904 Joseph Conrad publica Nostromo; en 1926 Francis de Miomandre edita Le dictateur; y en 1926 Ramón María del Valle-Inclán su Tirano Banderas. Cada uno de los novelistas mencionados trata de ofrecer una síntesis convincente de América, esa «república comprensiva de Hispanoamérica» de la que trata Seymour Menton2. El libro de Miguel   —12→   Ángel Asturias aparece en 1946 y es la más genuina de estas representaciones. En 1949 Alejo Carpentier publica El reino de este mundo, que también va considerado aquí. Años más tarde aparecerá el tema en un narrador español del destierro, Francisco Ayala, con implicaciones que en otra ocasión señalamos3. Hasta que en años recientes, de 1973 a 1975, la novela hispanoamericana nos ofrece inesperadamente una serie de grandes novelas sobre la dictadura, desde El secuestro del general de Demetrio Aguilera Malta, hasta El otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez.

Las raíces del tema de la dictadura en la novela hispanoamericana del siglo XX ahondan y se ramifican en otras numerosas obras, a partir de las novelas de Martín Luis Guzmán, para llegar a las de Ciro Alegría; Jorge Icaza, Alfredo Pareja Diez-Canseco, Aguilera Malta, Gallegos... Con frecuencia en la novela hispanoamericana el caudillaje y el despotismo dan materia al libro, sin que la figura del dictador aparezca en primer término. Pero ya en Canal Zone (1935), libro de dura denuncia de la realidad panameña de comienzos del siglo, Aguilera Malta nos ofrece concretamente un tipo de dictador artero y hábil en su conducta, engañador del pueblo, con instintivo ascendente sobre la muchedumbre:

De pronto hubo un gran silencio. En el balcón había aparecido el Presidente. Lo acompañaban varias personas. Tenía el ademán grave, solemne. Al   —13→   asomarse, la multitud se entusiasmó. Y dio un aplauso largo, caluroso [...]4.



Ecribió Miguel Ángel Asturias5 que en muchos países centroamericanos de hondas raíces míticas, el ascendente brujo del dictador sobre el pueblo es demostración de la permanencia en el tiempo de la sugestión del mismo mito. El protagonista de El señor Presidente lo demuestra, como lo demuestra el Presidente de Canal Zone.

Otros narradores hispanoamericanos insisten sobre el servilismo que rodea al poderoso y la taimada naturaleza del déspota o su grotesca esencia. En Los perros hambrientos (1939) Ciro Alegría denuncia la retórica del oportunismo que hace de todo presidente peruano un «salvador de la república», enjuicia duramente el sistema político del país acusando al mismo pueblo:

A la corta lista de genios que ofrece la humanidad, había que agregar la muy larga de los presidentes peruanos. A todos los ha calificado así, por servilismo o compulsión, un pueblo presto a denigrarlos al día siguiente de su caída. Unos se lo dejaron decir sonriendo ladina y sardónicamente, pero alentando la adulación y los compromisos que crea, como Leguía, y otros se lo creyeron haciendo por esto ridículos o dramáticos papeles.6



No olvidaremos la contribución ética de Rómulo   —14→   Gallegos. En El forastero (1947) el problema de la colaboración con el déspota se resuelve en una negativa total, así fuera al fin de obtener ventajas para el pueblo. El «hombre isla» tiene un deber para con su pueblo, el de representar la esperanza en el triunfo de la libertad, impidiéndole resignarse a la sumisión. En la novela citada el escritor venezolano nos presenta la gran comedia americana de los mandones demócratas, que gobiernan por interpuesta persona; es el caso de don Parmenión, «compadre de Hermenegildo Guaviare, persona interpuesta de éste en el gobierno del pueblo, que en realidad seguía ejerciéndolo desde su hato de "Sábana del Muerto", pero dándose así el soberano gusto de imponerles a sus paisanos, una autoridad de ningún modo lícita constituida en su persona»7.

La denuncia de la dictadura y el tirano se manifiesta durísima en la narrativa hispanoamericana de nuestro siglo, pero ninguna novela llega a una síntesis tan representativa de la situación americana como El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias.

Aunque tratar de la novela de Asturias implica siempre la mención de Tirano Banderas de Valle-Inclán, donde aparece un interés de "extranjero" hacia el mundo americano. En su república representativa de Hispanoamérica el escritor español nos ofrece un cuadro de gran interés artístico, pero en definitiva exótico, de un drama que califica «de tierra caliente». Para dar un tono americano a su   —15→   novela Valle-Inclán acude, como se sabe, a una mezcla lingüística de varias peculiaridades de distintos países hispanoamericanos. Ello hubiera debido ser representativo de Hispanoamérica, pero, a distancia de tiempo, aumenta el sentido artificioso del expediente. Tirano Banderas es una gran novela, representa un momento de extraordinario relieve en la narrativa de Valle-Inclán, pero adolece de una evidente superficialidad en la interpretación del drama y la condición americana. Su idea de la dictadura es esperpéntica, una suerte de espectáculo deformante, en el cual interviene con numerosas curiosidades, deteniéndose en observaciones interesantes sobre el carácter de los gachupines, de los colaboradores del tirano, del cuerpo diplomático, especialmente del embajador de España y su homosexualidad. El lector sigue con interés la narración, pero percibe inmediatamente que a Tirano Banderas le falta algo que El Señor Presidente y las demás novelas hispanoamericanas sobre el tema tienen: una experiencia directa de dolor. Valle-Inclán ve el drama desde afuera, no lo siente en carne viva; el panorama de la dictadura es demasiado esquemático; el clima de violencia tiene algo folletinesco a veces, como el gran final en el que Tirano Banderas, a punto de ser vencido, mata a su hija idiota y luego se mata a sí mismo. Sobre todo no existe un ideal verdadero y la lucha contra el dictador aparece más como una lucha de intereses personales. Lo único que está representado con eficacia es la realidad brutal de la dictadura, o sea la cárcel, y la figura de Santos Banderas, medio brujo, medio bandido, en su ejercicio cruel   —16→   del poder. A pesar de lo cual no se llega a entender si en el hombre es mayor la sed de mando o el gusto de destruir a su prójimo. La figura lóbrega del tirano domina eficazmente todo el libro, en una repetición de imágenes obsesivas, desde el marco de una ventana detrás de la cual el dictador está siempre avizorando al mundo, como si más que el temor de sorpresas le inquietara la libertad de un universo natural que persiste a pesar de su voluntad. Característica del tirano es su aspecto sombrío, un garabato de sino cruel, de aspecto cadavérico, algo como la muerte sembrando muertos:

Inmóvil y taciturno, agaritado de perfil en una remota ventana, atento al relevo de guardias en la campa barcina del convento, parece una calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo.8



A partir del libro primero su figura «con mueca de calavera» aparece concretamente, dominando con su presencia física todas las páginas del libro. La ventana sigue siendo su marco preferido; su vida se desarrolla en un convento-fortaleza, y el gran teatro del mundo lo mueve únicamente su voluntad; crueldad y falta de escrúpulos se unen en él a una innata habilidad de jugador y un gran conocimiento de los hombres. El novelista lo representa eficazmente en pocos rasgos, sobre el fondo servil de un séquito de personajes absolutamente anónimos:

Tirano Banderas, con paso de rata fisgona, seguido por los compadritos, abandonó el juego de   —17→   la rana. Al cruzar por el claustro, un grupo de uniformes, que choteaba en el fondo, guardó repentino silencio. Al pasar, la momia escrutó el grupo [...].9



El tirano es hombre de mal agüero y Valle-Inclán lo acerca siempre a la imagen de un pajarraco:

Tirano Banderas, sumido en el hueco de la ventana, tenía siempre el prestigio de un pájaro nocharniego [...]; Tirano Banderas, agaritado en la ventana, inmóvil y distante, acrecentaba su prestigio de pájaro sagrado.10



Frente a él, un mundo de basura humana estudiado hondamente en su bajeza, digno contorno a la dictadura, una humanidad abolida cuyas carencias espirituales, precisamente, permiten que el tirano prospere. Valle-Inclán va construyendo su figura a través de detalles no siempre negativos, como puede verse en el acto de valor con que el dictador mata a su hija y se mata. El personaje acaba por sugestionar al escritor y frente a la falta de todo ideal en sus adversarios, Tirano Banderas es el único personaje de la novela verdaderamente interesante.

Muy distinto es el procedimiento y el resultado de Miguel Ángel Asturias en El Señor Presidente, libro que en su redacción remonta a años anteriores a 1946, fecha en la que se publica, y que ya estaba terminado en 1932. Las razones de esta dilación en   —18→   la publicación de la novela las expuse hace tiempo11. El libro adquiere inmediatamente categoría ejemplar en América Latina, dando al tema de la dictadura resonancia continental, aunque se refería en concreto al dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, contra quien Arévalo Martínez publica en el mismo año 1946 una tremenda documentación de sus fechorías en Ecce Pericles. La ausencia, en la novela de Asturias, de datos que faciliten una identificación concreta de personajes y lugares, la falta de indicaciones temporales, transforma El Señor Presidente en un libro de denuncia contra toda dictadura. Y aunque es evidente que la lección esperpéntica de Valle-Inclán está bien aprendida por Asturias, igual que la del superrealismo, la novela del escritor guatemalteco se aventaja sobre la del novelista español por originalidad de expresión y materiales lingüísticos, y por ser producto de una pasión vivida directamente desde los años juveniles, cuando la lucha contra Estrada Cabrera le vio activo participante.

Entre mito y realidad la figura del dictador domina las páginas de El Señor Presidente, pero la sustancia del libro se presenta totalmente opuesta a la de Tirano Banderas, a pesar del repetirse de ciertos elementos, que sin embargo asumen significados nuevos. Es el caso de la familiaridad de los "altos grados" de la dictadura con el prostíbulo. En Tirano Banderas la casa del placer es únicamente un detalle pintoresco, algo que complica la trama con   —19→   elementos híbridos y un erotismo fin a sí mismo, mientras que en El Señor Presidente se trata de un elemento indispensable que califica y destruye la aparente dignidad de la dictadura.

En el mundo sobre el que reina Tirano Banderas no existe valor humano realmente positivo, a no ser la figura aislada del indio que ayuda en su fuga al coronelito de la Gándara. Moralmente nadie se salva. En la novela de Asturias, por el contrario, en medio del terror y la delación, del atropello y la violencia, sobreviven los valores humanos, representados en la serie infinita de los que sufren, criaturas humildes en general, todo un pueblo que, a pesar del infierno que lo rodea, no ha perdido su dignidad: los presos que en procesión incesante pasan cargados de cadenas camino de la cárcel, la atormentada niña Fedina, las mismas mujeres del burdel de la doña Chon, más humanas en su miseria que cualquier exponente de la dictadura, el estudiante que en la prisión proclama el valor de la acción contra la resignación de la oración.

Sobre este infierno humano, en el que actúan los seres más repugnantes, entre ellos el favorito del Presidente, Cara de Ángel, domina un hombre del cual Asturias no nos ofrece ni apellido ni facciones, un ser enigmático, cruel y frío, que infunde temor y un respeto instintivo hasta en sus enemigos, pervivencia de la sugestión del mito, o como escribe el novelista, del «hombre-mito, el ser-superior (porque es eso, aunque no querramos), el que llena las funciones de jefe tribal en las sociedades primitivas, ungido por poderes sacros, invisible como Dios, pues   —20→   cuanto menos corporal aparezca, más mitológico se le considerará. La fascinación que ejerce en todos, aún en sus enemigos, el halo de ser sobrenatural que lo rodea, todo concurre a la reactualización de lo fabuloso, fuera de un tiempo cronológico»12. En su novela, Miguel Ángel Asturias mira sobre todo a presentar el poder deformante y disgregador de la dictadura, la generalización de un clima en el que la personalidad humana se anula frente al temor hacia el poder. El mismo Cara de Ángel experimenta este resultado último de un sistema al que por varios años ha dado su apoyo: «vivir, lo que se llama vivir, que no es este estarse repitiendo a toda hora, pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo, pienso con la cabeza del Señor Presidente, luego existo...»13. La sombra del hombre nefasto incumbe por gran parte de la novela, y cuando, en el capítulo V de la primera parte, al fin aparece, es una pobre cosa sin caracteres humanos. Asturias no se demora en largas descripciones, sino que presenta al dictador a través de rasgos borrosos, una especie de títere cruel vestido de luto:

El Presidente vestía como siempre de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre las comisuras de los labios, disimulaba las encías sin dientes,   —21→   tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados.14



En la presentación del dictador Asturias adopta un procedimiento distinto al de Valle-Inclán: no construye a su personaje sino que lo va gradualmente destruyendo, destacando mano a mano sus aspectos más negativos. Ya vimos la piltrafa de hombre que es; su crueldad no procede de una extrinsecación violenta de sus instintos, como en Tirano Banderas, sino de una fría indiferencia hacia los hombres; su poder es absoluto, pero no se funda en su verdadera fuerza de ser violento sino más bien en una pura apariencia de fuerza, que esconde un alma vulgar y débil, fácil al miedo, y que sólo la maldad de sus partidarios y la falta de valor de los muchos sostienen. El proceso de destrucción del personaje, al que aludí en otras ocasiones15, típico de las novelas del escritor guatemalteco, se aplica al Señor Presidente en una serie numerosa de elementos que tienden a poner de relieve la indignidad del dictador y al mismo tiempo lo absurdo de su poder, que sólo se justifica por la fascinación instintiva que el hombre nefasto ejerce, desde su escondite de palacio, sobre un pueblo todavía apegado al mito. Es lo que Asturias aprendió de Faulkner, según su propia confesión16. La figura, del presidente se construye   —22→   sobre una serie únicamente de elementos negativos; su crueldad deriva de un deseo de venganza por una infancia de privaciones y humillaciones; vive en un palacio frío y de paredes desnudas; lo rodea el servilismo y el terror; tratos ha tenido hasta con el prostíbulo. La suya es una comedia vulgar y la descripción del personaje concluye con el triunfo de lo animal, cuando, en el capítulo XXXII, lo vemos emborracharse y vomitar sobre su exfavorito, con el que se congratula el Subsecretario por la evidente señal de reconquistado favor.

En esta escena se hunden varios planos del edificio dictatorial: el Señor Presidente queda reducido a pura animalidad; el exfavorito sale destruido en su dignidad de hombre; el estado aparece como entidad sin ningún valor, representado sólo por el escudo al fondo de una palangana, en la cual el mandatario vomita; el mismo Subsecretario es, en su abyección, el representante de una clase que vegeta sin dignidad a la sombra de la dictadura y la sostiene. Personajes todos de un infierno en el que, como diablo mayor, reina un ser lóbrego y cruel, rodeado de un enjambre de sabandijas serviles que lo adulan, lo celebran y que él desprecia profundamente.

El vigor de la novela de Miguel Ángel Asturias reside en la profunda caracterización de los personajes en sentido negativo, en la denuncia de una realidad oscura que se repite en toda dictadura, sin que por ello falte una salida hacia la esperanza. El dictador y su sistema salen condenados para siempre como una germinación monstruosa del mal, algo totalmente indigno de la naturaleza humana.

  —23→  

En todas las novelas hispanoamericanas de la dictadura el mandatario se nos presenta sustancialmente rodeado de soledad. Es la violencia del poder la que produce en torno del tirano la soledad. En El siglo de las luces (1962) Alejo Carpentier nos representa con rara eficacia la soledad de Victor Hugues, el mandatario francés de la época de la Convención en el Caribe. Pero, con mayor interés para nuestro tema, el mismo Carpentier nos ofreció, anteriormente a esta novela, en El reino de este mundo (1949), una representación escalofriante de la grandeza, soledad y muerte de otro déspota, el negro haitiano Henri Christophe, que en tiempos de Napoleón se proclamó rey de su isla, «el primer rey negro del Nuevo Mundo». Sin embargo hay que aclarar de inmediato que, a diferencia de El Señor Presidente de Asturias, El reino de este mundo no llega a transformarse en libro-símbolo sobre el tema de la dictadura. Lo real maravilloso17 es lo que más se impone en la novela de Carpentier, y además le resta universalidad el haber situado la acción en un tiempo exactamente definido, y por demás del pasado, y haberle dado a su protagonista contornos netamente identificables en la realidad histórica de Haití. El narrador cubano destaca en la novela un destino de soledad, que por otra parte ya denunciaba Asturias en su protagonista. La crueldad, la megalomanía, el afán de grandeza de Henri Christophe nos inmite en una nueva categoría del tirano en las Antillas, la del negro pseudo-emancipado que   —24→   transforma su reino y su corte en un ridículo remedo de Versalles, mientras actúa contra sus compatriotas como un déspota tradicional, fundándose en la violencia, el trabajo forzado, la policía, acentuando así cada vez más su soledad y provocando su propia ruina.

Frente al sucederse vertiginoso de los acontecimientos, cuando ya el pueblo está a punto de rebelarse, cansado de tantos vejámenes y de tanta locura, mientras el sonido del tambor difunde la rebelión, se verifica la desbandada de los soldados, los dignatarios y los criados, y al rey no le queda más que pegarse un tiro en el suntuoso palacio de Sans-Souci. Su cadáver, llevado a la ciudadela, que como último y ya inservible reducto ha levantado en un lugar inaccesible del monte, es enterrado en la argamasa aún fresca de una plazoleta para piezas de artillería. Carpentier destaca el límite del poder del dictador, su posición desamparada frente a la muerte, la cosa miserable que es el hombre que se creyó omnipotente y muere solo, en el aislamiento que su obra aberrante le ha creado en torno:

Por fin se cerró la argamasa sobre los ojos de Henri Christophe, que proseguía, ahora, su lento viaje en descenso, en la entraña misma de una humedad que se iba haciendo menos envolvente. Al fin el cadáver se detuvo, hecho uno con la piedra que lo apresaba .18



En su novela Alejo Carpentier no entiende solamente relatar la historia de un hombre como el   —25→   rey negro de Haití, sino destacar también la condición recurrente de la dictadura: antes eran los franceses, la sociedad criolla esclavista; luego la rebelión y la fundación del reino de Henri Christophe pareció abrir el camino a la esperanza de libertad. El pobre Ti Noel llegará a viejo sin haberla encontrado nunca en su país; su sorpresa frente al látigo, que después de los blancos emplean los negros contra sus compañeros de raza para que trabajen en la construcción de La Ciudadela, ya no es tal frente a la dictadura de los mulatos cuando la caída y muerte del rey. La conclusión es que la dictadura es una enfermedad perpetua para el hombre. Aunque el viejo descubre, a última hora, el valor de la vida del hombre, el misterio de su permanencia, su significado en la tierra:

[...] Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán, y esperarán y trabajarán para otros que también no serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la posición que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo.19



  —26→  

La novela de Alejo Carpentier no es solamente la denuncia de un sistema, sino la exaltación lírica de la grandeza del hombre en la tierra. Frente a esta exaltación la crueldad del sistema hasta pasa a un segundo plano y no resulta tan incisiva como la denuncia de Asturias en El Señor Presidente, a pesar de la categoría artística de El reino de este mundo, cuya originalidad e independencia se afirman evidentes.

La sombra de El Señor Presidente se proyecta poderosa sobre toda la novela hispanoamericana posterior, hasta la llamada nueva novela, que por otra parte, justo es afirmarlo una vez más, el libro del escritor guatemalteco claramente anuncia por novedad de estructura, el manejo original del tiempo, la modernidad de las técnicas expresivas, la conciencia de estilo.

Es natural que en un mundo como el americano, donde el sistema personalista, o dictatorial a secas, está continuamente presente, el narrador lo considere en su obra y lo denuncie. Aunque no han dedicado ninguna novela específicamente al tema de la dictadura, su condena asoma en las obras de Rulfo, de Fuentes, de José María Arguedas, del mismo Sábato, de Vargas Llosa.

Por su parte, Gabriel García Márquez presenta ya en el protagonista de Cien años de soledad (1967), el coronel Aureliano Buendía, las características violentas, esta vez de un mandatario cruel rodeado de soledad. Para García Márquez el poder es algo que destruye al mismo que lo ejerce. En el momento en que todos reconocen como jefe al coronel Aureliano,   —27→   éste experimenta, sin darse cuenta, un extraño efecto:

Un frío interior que le rayaba los huesos y lo mortificaba inclusive a pleno sol [...] La embriaguez del poder empezó a descomponerse en ráfagas de desazón [...] Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo.20



En el coronel Buendía, García Márquez demuestra cómo el poder llega a aislar al hombre, como ya lo demostró Asturias en su novela, y a transformarlo en algo aberrante; «asomado al abismo de las grandezas»21, Aureliano Buendía pierde su equilibrio, si alguna vez lo tuvo, y se autocondena a un aislamiento que en lugar de protegerle lo destruye, y es cuando decide que nadie pueda acercársele a menos de tres metros, encerrado en el círculo que sus edecanes trazan con una tiza en el suelo, dondequiera que él llegue. Es el aislamiento que mantiene el terror, símbolo de la pérdida de todo contacto del hombre que detiene el poder con lo humano y de su completa destrucción interior. La advertencia del coronel Gerineldo Márquez es significativa: «Cuídate el corazón. Aureliano [...] Te estás pudriendo vivo»22.

La figura de Aureliano Buendía es, naturalmente, nueva en su esencia. Pero por lo que atañe al tema, al momento dictatorial del personaje, es posible encontrar en ella la huella de El Señor Presidente.

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¿Acaso no es en esta etapa de su vida Aureliano un ser despiadado como el protagonista infernal de Asturias? Lo que de él emana es terror y violencia; ya se han perdido los sentimientos; sus facciones parecen borrarse y cada vez más acercarse a la momia fúnebre que es el Presidente del escritor guatemalteco. Aunque el tema tendrá su desarrollo más amplio en El otoño del Patriarca, que aparece en 1975.

Curiosamente, aunque en realidad no tanto, pero debido a la situación política latinoamericana, en los últimos años aparecen también varias novelas sobre el tema de la dictadura (a parte de El gran Burundún Burundá ha muerto (1952) de Jorge Zalamea, más bien cuento largo que novela, y otros libros de vario nivel artístico): en 1973 El secuestro del general, del ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta; en 1974 El recurso del método, de Alejo Carpentier; en el mismo año Yo el Supremo, del paraguayo Augusto Roa Bastos; y en 1975 el ya mencionado El otoño del Patriarca, del colombiano Gabriel García Márquez. En esta vuelta al tema, la función de símbolo de El Señor Presidente de Asturias se afirma. ¿Quién duda de que los autores citados tuvieran presente la gran novela del escritor guatemalteco al momento de escribir sus libros? Era imposible olvidarla, por el significado intrínseco de ella como obra de arte y el puesto que ocupa dentro de la novela hispanoamericana. Con esto no se quiere afirmar que haya en los novelistas mencionados una voluntad de imitación, sino muy por el contrario una intención   —29→   de superación, afirmando una originalidad propia en el tema.

El secuestro del general es una de las novelas más interesantes del grupo y de las más logradas de Demetrio Aguilera Malta, novelista que se afirmó con obras como Don Goyo, Canal Zone, La Isla virgen, Siete lunas y siete serpientes, uno de los iniciadores del realismo mágico, singular inventor de mitos y denunciador de una desgarradora realidad americana. En El secuestro del general el novelista asombra de repente al lector por la novedad de su estilo, el poder incansable de su fantasía, la novedad absoluta de su denuncia de la dictadura. Es un nuevo momento de su arte narrativo en el que la magia linda continuamente con el trastorno. Su mundo es aberrante, deforme, distorsionado, duramente real a pesar del predominio de la fantasía. Pero El Señor Presidente de Asturias ha enseñado algo; en efecto, siguiendo al escritor guatemalteco, acertadamente, Aguilera Malta elimina los datos geográficos de su infierno, situándolo en un trastornante país de Babelandia, y también elimina toda referencia concreta a personas, que disfraza originalmente bajo eficaces nombres-símbolo, en los que ya define en su interioridad al personaje.

En esquemático resumen la trama se concentra sobre el secuestro de un general, Jonás Pitecántropo, del cual en Babelandia depende la existencia misma del dictador -el Oseo, alias Esqueleto-disfrazado-de-hombre, alias Verbofilia, alias Calcáreo, alias Holofernes y para los íntimos Holo-, de parte del capitán guerrillero Fúlgido Estrella y su ayudante,   —30→   Eneas Roturante. El acontecimiento revuelve la vida de Babel, la capital. El rescate pedido para liberar al general es singular: la libertad de los presos políticos, trescientos entierros de primera elegidos por los guerrilleros, una libra de los huesos del dictador. Es la segunda de estas condiciones la que preocupa a los altos rangos de la dictadura, y cada uno intenta salvarse pactando con los guerrilleros y vendiendo a los demás. Pero la radio guerrillera difunde por todo el país sus palabras en el momento mismo en que las pronuncian, y el resultado es el triunfo de la revolución y la condena de todos los culpables de parte del pueblo, porque «La muerte no es castigo»23.

Dentro de la trama expuesta se cruzan dos novelitas de amor, la de Fúlgido con María y la de Eneas con Ludivinia. El amor de los primeros triunfa, a pesar de las malas intenciones del padrastro enamorado de la joven; el de los segundos fracasa por intervención del cura de Laberinto, Polígamo, que se apodera de la muchacha. Esta al final muere, dando a luz un diablo.

Estamos, como se ha dicho, en un mundo abnorme en el que se afirma, sin embargo, la denuncia del novelista y su originalidad. La dictadura en Babelandia se mantiene sobre un mundo espantosamente animal. El cascajo óseo que es el dictador está sometido al poder del general secuestrado, el cual experimenta continuos y violentos arredros hacia sus orígenes de hombre de la selva, de simio. La bestialización   —31→   de la fuerza es total. El mandatario está rodeado de seres serviles, como Baco-Alfombra, alias Rastreante, alias Bueno-para-todo, el cual cuando entra el llamado del jefe en el salón se acuesta boca abajo, estira la lengua y la pasa «por el empeine de las extremidades inferiores de su jefe»24. O bien como el Secretario de Defensa, Equino Cascabel, con irresistible vocación a cabalgadura del general Pitecántropo todopoderoso: «Ya le estaba creciendo la quijada. Por más que lo intentase, ¡inútil! Pies y manos se le convertían en cascos. La esclavitud -infeliz caballo esclavo- le clavaba sus cadenas más adentro. Le nacía la ondulante cola. ¡Inútil! ¡Todo inútil! Siento que me curvo»25. O como el joven Secretario de Gobierno, Cerdo Rigoleto, «albóndiga con cabeza de merengue»26. O el Almirante Neptuno Río-del-Río, o Pánfilo Alas-Rotas, Comandante de la destartalada Fuerza Aérea, o Plácido Ruedas, Secretario de Obras Públicas, o en fin el Jefe del Protocolo, Narciso Vaselina: «los envidiosos lo llamaban la vaselina del protoculo»27.

La reunión de emergencia a consecuencia del secuestro del general ve presentarse en Palacio a un mundo deformado, que el novelista nos muestra a través de un intenso juego de humorismo e ironía, que denuncia al sistema haciéndolo naufragar en lo grotesco:

[...] Los altos funcionarios lo rodearon [al Dictador], aves de rapiña ante escasa mortecina. Iban   —32→   llegando en formas diferentes. Unos, con bozal. Otros, en cuatro. Varios, de rodillas. Muy pocos, erectos y tranquilos, sobre sus dos extremidades. Ya estaba el Gabinete, en pleno. La crema y nata del Ejército, la Aviación y la Marina. La fofa burocracia que digería, como siempre, los banquetes opíparos del Presupuesto. Por su parte Baco Alfombra -ardilla prodigiosa- daba saltos de un lado para otro, realizando múltiples funciones [...]28.



La técnica de la destrucción del personaje llega a su más alto grado en El secuestro del general, a través de un juego inventivo inagotable. La ironía tiene siempre como efecto provocar en la novela lo grotesco. La crítica de Demetrio Aguilera Malta a la sociedad sobre la que se rige la dictadura no tiene medida ni compasión. Babelandia es el «país políglota, donde cada babelandense, usando el mismo idioma, habla un lenguaje diferente. Donde la comunicación es un tabú perenne: nadie se entiende con nadie...»29. Así lo expresa el Dictador, el cual ha hecho del poder «un negocio», del país su «hacienda propia», de sus habitantes «peones con cadenas»30; un país donde «¡Su palabra es la ley!», el Congreso está formado por «hombres-camaleones» que emiten, en vez de «vocablos polifónicos», «ronquidos peristálticos»31.

Babelandia es, en sustancia, el «paraíso de los confundidos y de los incomunicados»32. En la ocasión   —33→   de festejar al dictador por haber escapado hacía tiempo a un atentado, el acto público sube a ofrecérselo un hombre-animal, un buey. Recuérdese, a este propósito, el papel de la «Lengua de vaca», en ocasión semejante, en El Señor Presidente. En la novela de Asturias era sólo un motivo, pero significativo; Aguilera Malta elabora la escena, la redondea, la completa hasta alcanzar la nota grotesca de la total animalización, con un efecto destructivo originalísimo. En la novela de Asturias la «Lengua de vaca» hilvanaba un discurso incomprensible, vacío y desconectado; en la de Aguilera Malta el buey que ofrece el acto hace sólo el movimiento de hablar, mueve las mandíbulas. Sobre el mismo tema candente, pues, las dos novelas se diferencian por estilo y estructura, la distinta manera de enfocar el mismo drama: con un arranque de inmediata participación, Miguel Ángel Asturias, que le lleva a la descripción cruda de las trágicas escenas de la dictadura; con ironía, humorismo destructivo, el uso del grotesco Demetrio Aguilera Malta; y el punto de referencia, El Señor Presidente, no sofoca, sino que acentúa en el novelista ecuatoriano las cualidades originales de gran creador.

La presencia del gran novelista guatemalteco domina también El recurso del método de Alejo Carpentier, provocando a la originalidad. En 1972, el escritor cubano publica El derecho de asilo, una novela corta que ha pasado bastante inadvertida y que, al contrario, merece seria atención por su novedad dentro del tema de la dictadura y porque anuncia la gran novela de 1974.

  —34→  

Construida sobre siete breves capítulos, El derecho de asilo es una síntesis eficaz del sistema. En la novelita el escritor cubano resume la historia americana desde la conquista hasta la Independencia, aludiendo a los infinitos cuartelazos y golpes de que está sembrada:

Y bajo la égida de los héroes, se pasará un siglo en cuartelazos, bochinches, golpes de estado, insurrecciones, marchas sobre la capital, rivalidades personales y colectivas, caudillos bárbaros y caudillos ilustrados .33



La denuncia del novelista enjuicia toda la historia de América Latina y ya individúa el tema fundamental de la novela sucesiva, el de la metamorfosis de la dictadura bajo la especie de la ilustración. El dictador de El Señor Presidente es un ser primitivo, como lo es el de Demetrio Aguilera Malta en El secuestro del general, especialmente si pensamos en el verdadero amo de Babelandia, el general Jonás Pitecántropo, porque el dictador oficial es un ser-sin-ser, una especie de autómata, una sarta de huesos que continuamente se descomponen, sin otra dimensión que la vejez y la consecuente fragilidad física.

En El derecho de asilo Carpentier nos presenta las expresiones violentas de un sistema tradicionalmente brutal, que se vale del ejército y la policía para afianzarse en el poder, acudiendo a la tortura, no   —35→   sólo a la prisión, y a la matanza. El exsecretario a la Presidencia y Consejo de Ministros, en su refugio en la embajada de un país hermano donde se asiló cuando el golpe del general Mabillán, observa las cosas con un conocimiento desde adentro y piensa en los métodos inevitables del sistema, en los personajes infernales que trabajan para consolidar al régimen. El tema es eternamente el mismo, porque una realidad de maldad y dolor constituye la sustancia de la dictadura, como ya la denunció Asturias. Sin embargo, la represión ha "mejorado" con el aporte americano. La señora embajadora -enamorada del exsecretario exilado- se horroriza frente al estrago: «Estos policías de tu país son unos bárbaros», exclama; y el amante añade: «Y más ahora que tienen instructores norteamericanos»34.

La propaganda política resulta evidente, pero se trata de una realidad que hasta hechos recientes siguen confirmando. La presencia de los Estados Unidos en América Latina representa una situación de permanente zozobra. Los golpes surgen favorecidos y ayudados por los intereses del capital norteamericano. Los generales que se apoderan del estado se apoyan en la fuerza de los USA. Ellos no tienen grandes programas y sólo quieren explotar el poder, siempre teniendo en cuenta la presencia militar y económica de los Estados Unidos. Esta es la denuncia de Carpentier en la novela. La «cuestión de límites», que el general Mabellán suscita para distraer al pueblo de la violencia del golpe, se allana   —36→   cuando entran en juego los intereses norteamericanos. Ello y la necesidad de un «ejército represivo interno para disolver manifestaciones y desfiles, atajar las huelgas, hacer observar los toques de queda, allanar casas y empresas, patrullar las calles, etc., etc.»35, determina una «política de tolerancia y cooperación» con el país cercano: «Nada de problemas internacionales, decía. Y más ahora que los Estados Unidos habían adquirido grandes concesiones mineras en territorio litigioso»36.

No olvidemos que con relación a la recurrente «cuestión de límites» ya Miguel Ángel Asturias había denunciado su pretextuosidad en la trilogía bananera; una pretextuosidad que siempre tenía consecuencias sangrientas. Asturias denunciaba también el recurso de parte de los gobiernos a una retórica patriotera con la que se enardecía al pueblo inocente, e indicaba en la cuestión la mano de las distintas compañías norteamericanas presentes en los países de América Central.

Con ironía y humorismo amargo Alejo Carpentier insiste, en El derecho de asilo, sobre la retórica de los dictadores. Es una nota original, en este sentido, pues llega a una radiografía interior del sistema a través de un tono inédito en la novela de denuncia hispanoamericana. Él cava hondamente en la situación dramática de América donde «los golpes salen siempre victoriosos»37, y en ellos siempre es el pueblo   —37→   quien muere: «Lo malo del Country Club o de los barrios ricos, [...] Los arsenales latinoamericanos nunca tuvieron clientela sino de pobres»38.

El derecho de asilo es una apretada y lograda síntesis de la que hubiera podido ser una novela más extensa; aparecen en ella los temas fundamentales de la denuncia contra la dictadura, inclusive el consabido de la fácil sexualidad -recuérdese que Asturias inauguró el tema en El Señor Presidente, como motivo de condena, medio de destrucción de la "dignidad" de los representantes del sistema-; en la novela corta de Carpentier el motivo erótico, siempre de un erotismo a precio, responde a la misma función de destrucción del personaje. Desde su posición privilegiada el exsecretario observa la farsa trágica de la dictadura, en un «tiempo sin tiempo»39, enjuicia al sistema, del que, por otra parte, bajo el presidente anterior, él también fue expresión. ¿Existe algún parecido entre este personaje y Cara de Ángel de El Señor Presidente? Concretamente no; aunque seguramente en Carpentier persiste su recuerdo. El favorito de la novela de Asturias se enamora y se pierde; el exsecretario de Carpentier, más listo, se enamora y se salva. Al fin y al cabo Cara de Ángel, aunque «bello y malo como Satán»40, era un ingenuo; el exsecretario, hombre culto, conoce a los hombres y por ello se salva, volviendo a actuar, desde la seguridad de su nuevo cargo de embajador del país hermano, precisamente, en   —38→   una sociedad que para él no tiene secretos, haciendo que el tiempo se ponga en marcha nuevamente: «[...] el jueves volvieron los días, con sus nombres, a encajarse dentro del tiempo dado al hombre. Y empezaron los trabajos y los días»41.

En El recurso del método Alejo Carpentier no amplía por cierto El derecho de asilo. Encontramos, en efecto, un solo punto en la novela que nos recuerda la breve obra que acabamos de examinar, y es cuando el Primer Magistrado proclama su orgullo por haber cerrado para su país el ciclo de las revoluciones, «tras un siglo de bochinches y cuartelazos»42.

Aunque El recurso del método reincide en temas conocidos, los de una realidad política que se repite constantemente bajo el sello de la dictadura, la novela se presenta totalmente nueva: por su estructura y el estilo, por la hondura con que el narrador enfoca sus temas y la habilidad con que maneja a los personajes. En siete capítulos, repartidos en diferentes párrafos, numerados progresivamente de 1 a 21, y un breve epílogo, puesto bajo la fecha 1972, la parte 22, el novelista nos relata y enjuicia toda una vida de un dictador latinoamericano a quien no da nombre concreto, identificable, acogiéndose a la técnica ya empleada por Asturias y Aguilera Malta. A pesar de ello, en una conversación43, el escritor cubano   —39→   declaró que la presencia de la experiencia dictatorial cubana de la época de Machado es siempre dominante, y que el libro, en el que se propuso presentar un retrato robot de la dictadura, sobre el fondo de un complicado país-robot latinoamericano, es «un compendio de la dictadura y del mundo también natural de América»44.

¿Se propuso Carpentier sustituir en su significado simbólico, de símbolo universal de la dictadura, entiendo, al Señor Presidente de Asturias? No cabe duda que sí y veremos con cual éxito. Por de pronto hay que aclarar que la presencia de la dictadura de Machado se advierte en el libro sólo vagamente; las fechorías de la dictadura todas son idénticas. Por otra parte Gerardo Machado hace su aparición en la novela solamente al final, a través de la mención que el estudiante, que logró derribar al poderoso organizando una huelga general, le hace al cubano Julio Antonio Mella, y más precisamente para destacar la diferencia que existe entre el primer magistrado, protagonista de la novela, y el dictador cubano, el cual «siendo muy inculto, no erigía templos a Minerva como su casi contemporáneo Estrada Cabrera, ni era afrancesado, como habían sido otros muchos dictadores y tiranos ilustrados del Continente»45. Y como al contrario lo es el protagonista.

La mención de Estrada Cabrera -junto con la de muchos tiranos de América, incluso el Doctor Francia del Paraguay- nos convence aún más en   —40→   torno a la operante presencia en Carpentier de El Señor Presidente de Asturias, aunque, como es natural, el novelista cubano podía pensar lógicamente en el tirano de su patria, Gerardo Machado.

Siguiendo más al Valle-Inclán de Tirano Banderas que no a Asturias, Carpentier localiza geográficamente el país sobre el cual ejerce su tiranía el Supremo Magistrado, en un compósito mundo tropical centroamericano. El dictador alude hasta a «nuestras Tierras calientes»46, y no se olvide que el subtítulo de Tirano Banderas reza Drama de Tierras Calientes. Es un detalle mínimo, se entiende. El país de El recurso del método presenta su puerto, sus montañas, sus Andes; el narrador despista al lector de la exacta individuación geográfica con una serie de detalles, describiendo fiestas de carnaval más bien cubanas, ritos fúnebres que parecen muy mejicanos, una vegetación exhuberante, tropical, con colores y aromas intensos y embriagadores, puebla al país de cataratas y volcanes y de una también despistante mezcla social de «indios, negros, zambos, cholos y mulatos», donde «sería difícil ocultar a los cafres»47. Este mundo constituye para el Dictador, frecuentemente y por largas temporadas en París, un "allá" al que va su odio y su amor, su rechazo y su nostalgia; la distancia esfuma aún más los contornos de lo real y el escenario de la dictadura aparece perfectamente idóneo a destacar el drama que ella representa no para un determinado país, sino para todo el ancho mundo latinoamericano.

  —41→  

En cuanto a la determinación temporal, Carpentier llena la novela de fechas referentes a días y meses, indica hasta años, pero sin aclararlos exactamente en su temporalidad; aunque los acontecimientos y los personajes que aparecen en la novela -literatos, artistas, hombres políticos, etc.- permiten al lector situar la acción en un período que va de una época anterior a la primera guerra mundial hasta la postguerra, obrando al final una proyección más amplia, como denuncia del repetirse constante del drama, a través de la fecha del epílogo, 1972. El tiempo eterno de la dictadura, denunciado en El Señor Presidente a través de la repetición, al final de la novela, de la misma escena con la que empezaba, presos políticos camino de la cárcel, la obtiene el escritor cubano, en cierto sentido, a través de la fecha indicada, con la que el libro termina.

Un carácter peculiar a la novela de Carpentier lo da el mismo título, El recurso del método. A parte las citas que introducen, sacadas de Descartes, cada uno de los capítulos menudea con el aumentado ritmo de las partes de que cada capítulo está compuesto, ya desde el título de la obra el lector recibe la impresión de que va a leer una novela fuertemente intelectualizada. No sabe todavía, y es natural, qué significa en la mente del novelista recurso, pero inmediatamente recuerda el Discurso del método y se prepara para algo tenso. La explicación la obtendrá sólo en el párrafo 8, tercer capítulo, cuando Carpentier presenta al dictador obligado a enfrentarse con el levantamiento del general Hoffman y decidido, una vez que lo haya vencido, a eliminarlo:   —42→   «No había más remedio. Era la regla del juego. Recurso del Método»48.

Las citas del Discurso cartesiano nos acompañan a lo largo de la novela como un sugerente breviario, partiendo del enunciado propósito, en el primer capítulo, no de enseñar el método que cada cual debe seguir «para guiar acertadamente su razón», sino solamente «mostrar de qué manera ha tratado de guiar la suya»49 el dictador. Resulta que el Discurso cartesiano se transforma en una guía de iniquidades. El muy leído dictador, obstinadamente afrancesado intelectualmente, oye de boca de su ilustre amigo y fracasado escritor dramático parisino, el "Ilustre Académico", la justificación cartesiana de su conducta política: «[...], bien lo había dicho Descartes: Los soberanos tienen el derecho de modificar en algo las costumbres»50.

La larga historia de las fechorías de la dictadura forma el núcleo central de El recurso del método, con la trayectoria acostumbrada en América: represiones, matanzas, presencia de los Estados Unidos, apoyo concreto de éstos al gobierno y, en el momento de la crisis ya definitiva, el abandono por una nueva figura, que a su vez será el fantoche y el dictador de turno. La denuncia de Alejo Carpentier es dura y amarga, aunque podemos decir que a mano a mano que se acerca al momento de su ocaso la figura del dictador va asumiendo una nueva dimensión para el escritor, no ciertamente positiva, pero   —43→   sí muy humana. Creo que en esto está la mayor originalidad de la novela y al mismo tiempo su debilidad, si realmente Carpentier se proponía sustituir en su valor de símbolo al presidente de Asturias. Lo cual no significa desconocimiento alguno del valor intrínseco del libro del escritor cubano: todo lo contrario. Carpentier va estudiando a su personaje desde el interior y en su refugio parisiense, con una desgarradora nostalgia de "allá", destruido por el paso de los años, el exdictador llega a tener una dimensión humana que no presentan los demás dictadores que aparecen en la novela hispanoamericana. El novelista penetra con gran sensibilidad el drama de la nostalgia en el exilado, humanidad que se va reduciendo a una «anatomía desgastada que se esmirriaba de día en día»51. En un tiempo eternizado en su sucesión -«Pasaban los meses en desalojos de castañas por fresas y fresas por castañas, árboles vestidos y árboles desnudos, verdes y herrumbres [...]»52 -el expoderoso va reduciendo cada vez más el ámbito de su existencia. En sus últimos días, a pesar de todo, su estatura asume en la novela una altura singular en lo patético. Sumido en un intermitente monólogo interior, transcurre sus últimos momentos vitales en una progresiva y conmovedora decadencia. Hasta que todo desemboca en él en un insistente pensar en la tumba, en la muerte como antídoto contra el dolor, en una frase final que quede en la Historia, por fin escuálidamente encontrada en   —44→   el Pequeño Larousse, «Acta est fabula», pero que no llega a pronunciar.

Yo el Supremo, del paraguayo Augusto Roa Bastos, aparece, como ya se ha dicho, en el mismo año que El recurso del método de Carpentier, 1974, y trata de la «Dictadura Perpetua» del Doctor Francia. Ya en Hijo de Hombre (1959), la primera, y extraordinaria novela de Roa Bastos, nos había presentado la figura del Supremo. La recordaba continuamente el viejo Macario, hijo mostrenco, según se decía del dictador, más seguramente su liberto. La figura del hombre poderoso cruza enigmática en la evocación del viejo, por la novela se impone como algo mágico y sagrado, en un halo de violencia:

Montado en el cebruno sobre la silla de terciopelo carmesí con pistoleras y fustes de plata, alta la cabeza, los puños engarfiados sobre las riendas, pasaba al tranco venteando el silencio del crepúsculo bajo la sombra enorme del tricornio, todo él envuelto en la capa negra de forro colorado, de la que sólo emergían las medias blancas y los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de plata. El filudo perfil de pájaro giraba de pronto hacia las puertas y ventanas atrancadas como tumbas, y entonces, aún nosotros, después de un siglo, bajo las palabras del viejo, todavía nos echábamos hacia atrás para escapar de esos carbones encendidos que nos espiaban desde lo alto del caballo, entre el rumor de las armas y los herrajes .53



  —45→  

A distancia de quince años el Doctor Francia es protagonista exclusivo de una novela, Yo el Supremo. El tema iba rondando insistentemente en el novelista, hasta que se concretó en esta obra que nos presenta a un Roa Bastos del todo inesperado, nuevo totalmente en su forma expresiva, autor de una novela de recia envergadura. El tirano del Paraguay se transforma en una figura impresionante, en el largo período de su incontrastado dominio, que sólo acabó por su enfermedad y agotamiento físico el 20 de septiembre de 1840.

Si Hijo de Hombre fue definida la «novela del dolor paraguayo»54, Yo el Supremo ahonda, en forma más irónica a veces, en este dolor, y expresa, una vez más, el compromiso del narrador para con su país. La novela se abre con un pasquín que remeda el estilo, la escritura y la firma de los decretos del Dictador Supremo, impartiendo disposiciones falsas del tirano acerca de su muerte, o sea, que su cabeza sea decapitada y «puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República, donde se convocará al pueblo al son de las campanas a vuelo»55. También se dispone que todos los servidores del dictador, civiles y militares, sufran la pena de la horca, que sus cadáveres sean «enterrados en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres». Y en fin que en el término de dicho plazo los   —46→   restos del dictador «sean quemados y las cenizas arrojadas al río»56.

La busca del autor o de los autores del pasquín es el tema que continuamente sale a flote en la novela, pero cada vez más como elemento de menor importancia, dando a ella unidad, o mejor contribuyendo a dársela. Por encima de todo en la narración, formada por capítulos no denunciados, si no es por espacios blancos, va tomando consistencia una dura acusación contra la dictadura, y ello a través de la verborrea y la grafomanía del Supremo, quien dicta y escribe, haciendo de su secretario, Patino, su mano, un hombre sin cabeza pensante, pasa reseña a su historia dentro de la historia del Paraguay, expone sus teorías insensatas en torno a la dictadura perpetua y el poder absoluto:

[...] el Poder Absoluto está hecho de pequeños poderes. Puedo hacer por medio de otros lo que esos otros no pueden hacer por sí mismos. Puedo decir a otros lo que no puedo decirme a mí. Los demás son lentes a través de las cuales leemos en nuestras propias mentes. El Supremo es aquel que lo es por su naturaleza. Nunca nos recuerda a otro salvo a la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo de la Patria.57



Patentizado el «tiempo sin tiempo» de su perpetuo mando, la dimensión del hombre se nos abre en sus lecturas juveniles -Rousseau, Montesquieu, Diderot, Voltaire, Descartes, entre otros- y en su primitivo deseo, declarada la independencia del Paraguay,   —47→   de defender la integridad de la república. Pero, a través de la novela, en un lúcido desafío que va acentuándose mano a mano, presenciamos en el recuerdo del dictador grafómano y logorreico a sus numerosas y aterradoras fechorías sucesivas. El narrador se declara compilador, sonsacador de una hiperbólica serie de fuentes escritas -«unos veinte mil legajos, éditos e inéditos; de otros tantos volúmenes, folletos, periódicos, correspondencias y toda suerte de testimonios ocultados, consultados, espiados, en bibliotecas y archivos privados y oficiales»58 y fuentes de la tradición oral, además de unas quince mil horas de entrevistas grabadas en magnetófono «agravadas de imprecisiones y confusiones, a supuestos descendientes de supuestos funcionarios; a supuestos parientes y contraparientes de El Supremo que se jactó siempre de no tener ninguno; a epígonos, panegiristas y detractores no menos supuestos y nebulosos»59.

Todo lo citado pertenece a la «Nota final del Compilador». Es evidente que el narrador quiere despistar completamente al lector y le informa ante todo de que, «al revés de los textos usuales, éste ha sido leído primero y escrito después», y por consiguiente «En lugar de decir y escribir cosa nueva, no ha hecho más que copiar fielmente lo ya dicho y compuesto por otros»60. Finalmente el narrador remata el clima de realidad-irrealidad en el que se mueve toda la narración declarando, como "a-copiador",   —48→   que «la historia encerrada en estos Apuntes se reduce al hecho de que la historia que en ella debió ser narrada no ha sido narrada. En consecuencia, los personajes y hechos que figuran en ellos han ganado, por fatalidad del lenguaje escrito, el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector»61.

En realidad el narrador está continuamente bien presente en el texto, cual inevitable autor. La trabazón de la novela se funda en un intermitente dictado del Supremo a su secretario; dictado que tiende continuamente a una forma de monólogo, con no menos intermitentes diálogos, increpaciones y demandas de corroboración y aclaración, que van dirigidas al ya mentado secretario. Una larga Circular Perpetua, no menos intermitente, cruza por todo el libro, mezclada con las relaciones de un libro secreto, de notas de mano adversaria al libro mismo, respuestas del dictador a estas notas, otras notas sacadas de un material histórico-crítico de parte del narrador, además de comentarios personales. Las notas del narrador y su comentario, a veces se suben hasta la página narrativa, se meten dentro de la narración y demuestran como el supuesto copiador "a-copiador" trabaja la materia, corroborando, glosando, alegando, criticando, rectificando. La atmósfera irreal se acentúa en una suerte de locura del Supremo -quien se siente «Suprema encarnación de la raza», el Supremo Personaje que «vela y protege» el «sueño dormido», el «sueño despierto (no   —49→   hay diferencia entre ambos)», de su gente, la cual «busca el paso del mar rojo en medio de la persecución y acorralamiento de nuestros enemigos...»62; y se inaugura un nuevo «Coloquio de los perros», de cervantina ascendencia: a los animales el dictador responde, sea en su vida que en la muerte de ellos. La locura del Supremo consiste en la obsesión del poder, en quererlo ser él todo completamente, desde el momento en que se apoderó del gobierno. El finado perro Satán le reprocha:

[...] Creíste que la patria que ayudaste a nacer, que la Revolución que salió armada de tu cráneo, empezaba-acababan en ti. Tu propia soberbia te hizo decir que eras hijo de un parto terrible y de un principio de mezcla. Te alucinaste y alucinaste a los demás fabulando que tu poder era absoluto. [...] tampoco creíste en el pueblo con la verdadera mística de la Revolución: única que lleva a un verdadero conductor a identificarse con su causa; no a usarla como escondrijo de su absoluta vertical Persona, en la que ahora pastan horizontalmente los gusanos63



Y advierte: «[...] la verdadera Revolución no devora a sus hijos. Únicamente a sus bastardos»64.

¿Quién escribe estas líneas, estas últimas páginas de la novela? El dictador está hablando desde su muerte; probablemente siga escribiendo Patino, el Secretario, transformado en su mano. La gran alucinación de la dictadura -acentuada por una fantasmagoría de metáforas y continuos juegos de palabras-   —50→   y el dictador, toman cuerpo en una de las novelas más interesantes y logradas de la nueva narrativa hispanoamericana, abriendo, como El recurso del método y El secuestro del general, cada una con una peculiaridad propia, un camino inédito en la novela de América. A pesar de ello, siquiera Yo el Supremo logra desplazar al Señor Presidente de Asturias a una posición secundaria, o archivar la novela del escritor guatemalteco como obra del pasado. Yo el Supremo denuncia demasiado claramente una bien individuada tragedia nacional y a un hombre demasiado conocido. El drama del Paraguay, aunque siempre las dictaduras se parecen, queda exclusivamente, o sobre todo, un drama del Paraguay.

En Cien años de soledad la figura del Coronel Aureliano Buendía era una representación de la dictadura, o mejor de la tiranía del poder, como lo era, por otra parte, en Los funerales de la Mama grande, esta mujer dueña de todo lo que existía. Con la nueva novela, cuya redacción se extiende desde 197565, el autor desarrolla por fin plenamente el tema.

Acosado por sus numerosos entrevistadores Gabriel García Márquez fue dando noticias diversas en torno al progreso de la obra y su contenido, en estos años. Aprendimos así que la figura del dictador iría cobrando una autonomía absoluta con respecto al cliché; que se le presentaría en su condición de hombre perdido en la soledad; llegado al poder,   —51→   permanecido en él por un tiempo secular, el hombre se vería condenado al vacío de su inmenso palacio y junto con su esposa iría añorando el mar, el canto de los canarios que su sordera le impediría oír. En otra ocasión, en la entrevista que el novelista colombiano concedió a Fernández Braso en 1969, junto con su preocupación por mantenerse a la altura de Cien años de soledad66, García Márquez expresaba que su novela no tendría nada que ver con Macondo y que trataría el tema del despotismo, «del dictador en el ocaso, cuando la conciencia tiene telarañas y los insomnios y las pesadillas ensombrecen sus últimos coletazos de vida»67. Y añadía: «Escribo sobre la soledad del déspota. La novela será una especie de monólogo del dictador antes de ser presentado al tribunal popular. El cabrón gobernó durante más de tres siglos»68.

La hipérbole es la única que ha quedado intacta en la novela. Lo demás ha tomado otro rumbo y el soliloquio del dictador se mezcla a las voces más diversas.

También ha confesado el escritor que él fue reuniendo anécdotas e historias de dictadores y que se trataba ahora de olvidarlas todas antes de empezar a escribir y sería difícil «crear el prototipo de este personaje mitológico y patológico de la historia latinoamericana»69. A la observación de que sería difícil   —52→   inventar algo, «por monstruoso y fantástico que sea», que no hiciera algún dictador hispanoamericano, el escritor contestaba: «Supongo que a ninguno se le habrá ocurrido asar a su ministro de guerra y servirlo enterito, en bandeja de plata, con uniforme y condecoraciones, en un banquete de gala al que hayan sido invitados los embajadores y los obispos»70.

Este detalle aparece en El otoño del Patriarca. La víctima es el general Rodrigo Aguilar, hombre de confianza del tirano, jefe de su guardia personal, burlado por éste en su tentativa de traicionarle y servido en la hora exacta en que la conjuración debía verificarse a sus compañeros invitados por el déspota a banquete:

[...] entonces se abrieron las cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja de plasta puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo para ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores71



  —53→  

El pasaje citado nos inmite en la prodigiosa invención del narrador, en su particular humorismo, en el que intervienen grotesco y macabro. Se trata sólo de un episodio, pero no es aquí el caso de relatar los pormenores de las empresas del dictador. Lo que sí es importante es destacar la novedad de la construcción del libro. Como en Cien años de soledad los capítulos de la novela se individúan claramente a pesar de carecer de numeración, y son seis, de larga extensión. Los períodos están formados por frases larguísimas, algunas de varias páginas, en las que intervienen, mezclándose, la voz de un narrador, monólogos y diálogos del dictador y de varios personajes, además de descripciones numerosas y comentarios, sólo separadas, estas voces distintas, por una coma. El período asume así una rara eficacia expresiva y un dinamismo particular, mientras contribuye a trastornar al lector, creando una atmósfera temporal confusa, que es lo que el escritor desea, al fin de denunciar el secular imperio del Patriarca y el mundo perdido sobre el que desde tiempo inmemorial reina.

El primer capítulo se abre sobre un panorama de muerte, un revoloteo de gallinazos, durante un fin de semana, que penetran en la casa presidencial; la ciudad despierta en la madrugada del lunes «de su largo letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza»72. Es entonces cuando algunos, entre ellos el que cuenta el hecho, se atreven a entrar en la casona, para ver   —54→   qué ha ocurrido. Y es el encuentro con el tiempo estancado, un tiempo muerto:

Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita.73



Como en un mundo irreal, sin tener que forzar las puertas blindadas que habían cerrado por tanto tiempo la entrada, «pues la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz»74, los visitantes entran en un aposento «donde andaban las vacas impávidas comiéndose las cortinas de terciopelo y mordisqueando el raso de los sillones»75 y dan por fin con el cuerpo del dictador:

[...] allí lo vimos a él, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y del agua, y estaba tirado en el suelo, boca abajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, como había dormido noche tras noche durante todas las noches de su larguísima vida de déspota solitario76



A pesar de ello la identificación del hombre resulta difícil:

Sólo cuando lo volteamos para verle la cara comprendimos que era imposible reconocerlo aunque no hubiera estado carcomido de gallinazos,   —55→   porque ninguno de nosotros lo había visto nunca, y aunque su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y los escapularios, y aunque su litografía enmarcada con la bandera en el pecho y el dragón de la patria estaba expuesta a todas horas en todas partes, sabíamos que eran copias de retratos que ya se consideraban infieles en tiempos del cometa, cuando nuestros propios padres sabían quién era él porque se lo habían oído contar a los suyos, como éstos a los suyos, y desde niños nos acostumbraron a creer que él estaba vivo en la casa del poder porque alguien había visto encenderse los globos de luz una noche de fiesta, alguien contado que vi los ojos tristes, los labios pálidos, la mano pensativa que iba diciendo adioses a nadie a través de los ornamentos de mira del coche presidencial, porque un domingo de hacía muchos años se habían llevado al ciego callejero que por cinco centavos recitaba los versos del olvidado poeta Rubén Darío y había vuelto feliz con una morocota legítima con que le pagaron un recital que había hecho sólo para él, aunque no lo había visto desde los tiempos del vómito negro, y sin embargo sabíamos que él estaba ahí, lo sabíamos porque el mundo seguía, la vida seguía, el correo llegaba, la banda municipal tocaba la retreta de valses bobos de los sábados bajo las palmeras polvorientas y los faroles mustios de la Plaza de Armas, y otros músicos viejos reemplazaban en la banda a los músicos muertos [...].77



En este largo pasaje se resume eficazmente la técnica y se manifiestan las dimensiones fantásticas del libro. A través de símbolos que introducen también el recuerdo en el lector de otras novelas, como el   —56→   cometa, ya presente, por ejemplo, en Hijo de Hombre, de Augusto Roa Bastos, y en Los ríos profundos, de José María Arguedas, la alusión al olvidado poeta Rubén Darío, la mención insistida de una existencia omnipresente del dictador, su misma realidad irreal, sin comprobación concreta más que a través de recuerdos y apariencias, el protagonista asume dimensiones fantásticas, en el aura de un tiempo inmemorial, y la categoría de un ser omnipotente. Llegará también el momento en que el Patriarca se creerá igual a Dios. Encerrado en su palacio de portones blindados, su presencia secular asume contornos misteriosos e indefinibles, logrados por el narrador a través de indicios trastornantes:

[...] sabíamos que había alguien en la casa civil porque de noche se veían luces que parecían de navegación a través de las ventanas del lado del mar, y quienes se atrevían a acercarse oyeron desastres de pezuñas y suspiros de animal grande detrás de las paredes fortificadas, y una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si estaban alfombradas, que al final no supimos si en realidad la vimos o si era que pasamos una tarde por la Plaza de Armas y habíamos soñado caminando que habíamos visto una vaca en un balcón presidencial donde nada se había visto ni había de verse otra vez en muchos años hasta el amanecer del último   —57→   viernes cuando empezaron a llegar los primeros gallinazos [...].78



Con extraordinaria habilidad, entre retazos de una realidad creíble y de una increíble realidad de pesadilla, Gabriel García Márquez va acentuando la atmósfera alucinada de la novela y denuncia la sustancia de un poder maléfico que pudo casi eternizarse por su violencia, pero también debido a la pasividad de los que lo experimentaron.

Las vacas que pueblan y destruyen la casa presidencial, contra las cuales en sus últimos tiempos el déspota nada puede, son evidentemente presencias simbólicas de la indignidad del poder. Así como lo son los leprosos y los tullidos que viven entre los rosales de palacio, desaparecen a veces, otras suben a las escaleras del edificio en espera de que la "divinidad" del dictador se manifieste en ellos.

Pero volvamos al Patriarca: es un personaje aparentemente sencillo, ajeno a la aparatosidad y la ostentación, tan características de los dictadores; una figura que se parece al Señor Presidente de Asturias y se diferencia al mismo tiempo: se parece por su aspecto lóbrego; se diferencia porque actúa incesantemente «de cuerpo presente» en toda la novela, de la cual es protagonista único, podríamos decir, y eterno, dueño de un inidentificable país tropicalcentroamericano.

La muerte del déspota queda finalmente comprobada al terminar la novela, aunque la duda ha persistido en toda ella, expresada siempre al comienzo de   —58→   cada capítulo, en el que luego se relatan las "gestas" del dictador. La costumbre de su existencia había entrado tanto en la forma mentis de la gente que la duda en torno a su desaparición parece fundada:

[...] ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en aquella oficina, solo y vestido, y muerto al parecer de muerte natural durante el sueño, como estaba anunciado desde hacía muchos años en las aguas premonitorias de los lebrillos de las pitonisas [...].79



La primera muerte, a la que se alude aquí, había sido sólo la de una sosia del dictador, del que éste se había servido en vida y del que se sirvió en muerte para acechar el júbilo de su pueblo y luego vengarse duramente. Pero ahora el impertérrito personaje, a quien ya contemplamos en una edad fabulosa, «una edad indefinida entre los 107 y los 232 años»80, después de haber intentando una vez más escaparse a la muerte sin lograrlo, queda ajeno para siempre a la verdad de una vida que por fin con su desaparición florece nuevamente en el país:

[...] ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado.81



  —59→  

No de distinta manera el pueblo celebraba su victoria en Torotumbo de Miguel Ángel Asturias. En El otoño del Patriarca, sin embargo, a diferencia de la obra citada del escritor guatemalteco, no se trata de una libertad conquistada, sino de algo que ha ocurrido por la decrepitud del dictador y que pone fin a la tiranía, cuando precisamente el déspota había llegado «a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad [...]»82.

¿Cuál modelo inspiraría concretamente esta novela de Gabriel García Márquez? La figura del dictador en su "eternidad", en la decrepitud de su vejez y en el ejercicio final del todo aparente del poder nos induce a pensar en un sujeto que el novelista tenía bien presente en su residencia española, o sea, el mismo dictador de España, Franco.

En la dimensión temporal fabulosa, que se construye sobre múltiples elementos, mezcla de hechos reales, de nombres y épocas, de personajes, cometas y enfermedades bíblicas, menciones de embajadores norteamericanos, de desembarcos da marins, alusiones a vestimenta y medios de locomoción de tiempos diversos, pero especialmente sobre la actualidad constante de la incredulidad en torno a la muerte del jefe, va caracterizándose un hombre cruel que impersona una época larguísima de atropellos e indignidades. Señor absoluto, casi con caracteres taumatúrgicos para el pueblo, el Patriarca domina hasta sus últimos años la situación con una habilidad   —60→   instintiva singular. El narrador estudia en profundidad a su personaje, volviéndolo y revolviéndolo, hasta darnos la imagen de un ser mezquino a quien le basta el puro ejercicio del poder.

No cabe duda de que, cada una dentro de su peculiaridad, las novelas examinadas contribuyen a una denuncia durísima de la dictadura, creando personajes originales inconfundibles, abriendo nuevos caminos, desde el punto de vista también del estilo y la estructura, a la misma nueva novela, originando la que se llamará novísima novela hispanoamericana. Sin embargo, me parece justo concluir aquí asentando una vez más el valor permanente, la operante actualidad de El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias. Mucho esta obra ha enseñado, y está destinada todavía a enseñar, a los novelistas hispanoamericanos que traten el tema de la dictadura, y su valor de símbolo no ha sido, hasta hoy, de ninguna manera cancelado83.



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ArribaAbajoBrujos y demonios en Mulata de tal

Frente a Mulata de tal, que Miguel Ángel Asturias publica en 1963, el lector y el crítico se encuentran asombrados, despistados. Tal es la abundancia de la creación, la peculiaridad del lenguaje, que cualquier intento explicativo fracasa al comienzo. La impresión es la que actúa. Poco entienden crítico y lector, en un primer momento, que corresponde a una primera lectura de la novela, conquistados, sin embargo, por ella. Se necesita remontar luego el torrente creativo asturiano, penetrar con voluntad en el fabuloso almacén de la mitología y el folclore, moverse con precaución en la casa de la magia para dar en el blanco, encontrar así la clave de la novela o, a lo menos, una clave posible.

Certeramente ha escrito Fernando Alegría que en su narrativa indigenista, desdeñando los mecanismos hechos de la novela regional, Asturias acude a un movimiento caótico, a un desenfreno que sigue un orden impuesto por su «aceptación ritual de la mitología maya»84. El crítico citado se refiere, evidentemente, a Hombres de maíz, pero su juicio puede   —62→   aplicarse también a Mulata de tal. En esta novela nos encontramos metidos en un caos colosal, pero sólo aparente, pues responde a un orden exacto de estructura. A pesar de las reservas de algunos85, la novela se funda sobre un orden perfecto de lo caótico. La gran máquina barroca, de un barroco intensamente indio, se levanta hábilmente estructurada, sin ninguna pieza sobrante, antes bien, con todas las piezas y todos los tornillos en su exacto lugar.

Con Mulata de tal Miguel Ángel Asturias se sumerge en una indianidad total. Ya señalé, en un pasado lejano, que la marcha hacia lo indio, o mejor hacia el clima de las Leyendas de Guatemala, positiva marcha hacia atrás de signo progresivo, había empezado con la revisión y la publicación de El Alhajadito, en 196186. La magia del sueño, las atmósferas sugestivas del mito, formaban la materia, constituían la razón de ser de la novela o, más que novela, de la serie de narraciones vagamente entrelazadas entre sí por la figura del Alhajadito.

Los orígenes de la narrativa asturiana se hacían fuente de la renovada creación y al mismo tiempo constituía, este mundo, un remanso de felicidad-infelicidad en el que, desde el ya largo destierro el escritor se refugiaba.

En Mulata de tal la fantasía, al mismo tiempo que construye una realidad mítica, que pinta un fresco   —63→   monumental de la Guatemala indígena, ahonda en una dimensión interior que es también refugio para el artista y el hombre; un compromiso y una evasión al mismo tiempo: compromiso hacia la reconstrucción del alma de su país, evasión por el gigantesco juego de la fantasía, el incesante deleite de la creación. Himno y elegía, más que nunca; celebración vitalista y nostalgia doliente, añoranza, en definitiva, de un paraíso perdido, la tierra natal, la Guatemala mágica, donde realidad y mito se funden, son una misma cosa, representan la vida, la permanencia en el tiempo de una identidad nacional fundada en una cultura que se nutre del mito y del animismo, y en la que Asturias firmemente cree, a pesar de su racionalidad de hombre contemporáneo.

No se olvide la lección fundamental de la experiencia surrealista; aunque el escritor guatemalteco, sin rechazar tal lección, antes bien afirmándola siempre, ha subrayado en varias ocasiones la originalidad, la peculiaridad de su pretendido surrealismo, que afirma corresponder en parte a la mentalidad indígena, «mágica y primitiva», que está siempre entre la realidad y el sueño, lo real y lo imaginado, la realidad y la invención87. Que no es más que su particular realismo mágico, del cual en época todavía reciente había dado, en una conversación, una definición ulterior, refiriéndose precisamente a Mulata de tal, además que a Hombres de maíz y Clarivigilia primaveral. El realismo mágico de   —64→   Asturias, pues, consiste, en «un relato que va en dos planos: un plano de la realidad y un plano de lo irreal»; advirtiendo que el indígena al hablar de lo irreal «da tal cantidad de detalles de su sueño, de su alucinación, que todos esos detalles convergen para hacer más real el sueño y la alucinación que la realidad misma. Es decir, que no puede hablarse de este realismo mágico sin pensar en la mentalidad primitiva del indio, en su manera de apreciar las cosas de la naturaleza y sus profundas creencias ancestrales»88.

La definición más perfecta del complejo mundo de Mulata de tal la da el mismo Asturias refiriéndose, en general, a la magia. Él la entiende como «una claridad -otra de la que nosotros conocemos-: es otra claridad: otra luz alumbrando el universo de dentro a fuera. A lo solar, a lo exterior, se une en la magia, para mí, ese interno movimiento de las cosas que despiertan solas, y solas existen aisladas y en relación con todo lo que las rodea»89.

Con ocasión de tratar de Mulata de tal90, en 1965, Miguel Ángel Asturias me enviaba algunos interesantes apuntes en torno a su novela91; ellos representan la primera interpretación desde adentro de la obra por su autor y quedan punto de referencia, casi totalmente   —65→   desconocido, como es natural, por los críticos que hasta ahora se ocuparon de la novela. Asturias hace hincapié en la presencia en su obra de lo popular, en la importancia que el mito juega en el mundo representado en la novela y en su misión de salvador del caudal de ceremonias religiosas, fiestas y ferias, utensilios, relaciones familiares, modos de expresión, creencias, consejas, cuentos..., de todo, en fin, lo que constituye el mundo popular, un mundo que el escritor ve paulatinamente desaparecer frente a la civilización mecanizada invadente. Es ésta una posible lectura de Mulata de tal, entre las muchas. Escribe Asturias aludiendo a sí como a otra persona: «Juega, pues, aquí la novela un papel que le es caro a Miguel Ángel Asturias: el de que ella sirva para preservar del olvido todos aquellos elementos de la vida misma de los pueblos latinoamericanos, para rescatar esa vida que, por el imperio de los mismos acontecimientos, por el progreso en marcha, y los cambios que sufren rápidamente aquellos pueblos, están condenados a la desaparición, a borrarse, a no dejar rastro de los mismos»92.

La tarea del novelista es aquí la del preservador de lo que va desapareciendo. Función aparentemente positiva; en realidad de signo negativo, en cuanto de esta manera ya es la novela elegía sobre un mundo a punto de extinguirse, con una evidente actualización de muerte. De todos modos es ésta la faceta más llamativa del libro, y no tanto porque representa elementos propios de la vida de los pueblos latinoamericanos,   —66→   sino precisamente en cuanto se trata específicamente del mundo guatemalteco, región del corazón, íntima, paraíso perdido y reconquistado por la creación artística, nunca tan concreto y actual como desde la lejanía del destierro, que significa dolor, nostalgia desgarradora, lejano y por ello más cercano al escritor.

Novela de continuo movimiento Mulata de tal. El paisaje cambia continuamente. Los protagonistas van viajando incansables por regiones y tiempos, salvo pequeñas interrupciones que, como en Tierrapaulita, la ciudad de los brujos, no significan inmovilidad, sino andar y desandar las calles, buscar una salida que se les cierra de repente, para volverla a encontrar más tarde, en medio de los estertores de la tierra y la destrucción. Acaso por ello Aubrun haya interpretado la figura de Celestino Yumí como la de un nuevo Ulises, que en lugar de cumplir su peligroso viaje en un mar poblado de sirenas engañadoras y monstruos marinos, cumple su peligrosa peregrinación «aux méandres à la fois concrets et psychiques de son Guatemala intérieur, où il doit franchir les neuf tournants du diable»93.

Pero, ¿dónde está Ítaca? ¿Dónde la fiel esposa, Penélope? Verdad es que Celestino vuelve a su esposa, la liliputiense Niniloj -apellido del afecto-, cansado, agotado y harto de la terrible mulata-demonio. Pero el drama no es épico, sino rebajado a la   —67→   altura humana. Celestino no es un héroe como Ulises; el mito no lo inmortaliza; sigue en su pequeña dimensión humana, por más que queramos, durante toda su aventura, que supera los tiempos del hombre. Y es precisamente ésta la intención de Asturias: mantener en un nivel de humanidad corriente, negativa, al personaje, reo de haberse dejado tentar por el diablo Tazol con la riqueza.

Porque Mulata de tal es en realidad una gran parábola, especialmente en la que llamaremos su primera parte -que no corresponde a la división de la novela hecha por el autor-, donde empieza y concluye la aventura de Celestino Yumí con la riqueza. Tema recurrente, éste, en las novelas de Asturias, cuyas raíces se remontan, sugestivamente, una vez más, a Quevedo94. La conseja popular guatemalteca, «antiquísima», afirma Asturias95, de la venta de la mujer al diablo por riquezas agrícolas, en este caso agrícolas y áureas, y en la que se mezcla otra leyenda, la de la mujer-luna, la Mulata de tal, la Fulana de tal o sea, como el escritor explica, una mujer «cualquiera». «Hay pues -aclara Asturias96- al principio de la novela, una conseja popular, la venta de la mujer al diablo, a la que se añade el mito sol-y-luna, macho-y-hembra lunar». Mujer lunar que no se concede al hombre más que   —68→   de espaldas; si lo hiciera de frente engendraría monstruos.

Pero el mito queda en la superficie, así como la conseja popular. Representa un puro adorno del texto. La realidad es muy otra, y Celestino Yumí es bien miserable cosa, un Doctor Faust degradado. La verdad, la intención que domina el relato, es la denuncia una vez más, de parte del escritor, de una abyección, máxime si por la riqueza el tal Celestino se aleja de su sencillo vivir y vende por ella a su compañera, a la que está destinado luego a añorar por todo el período en que la mulata con labios embadurnados de sangre lo persigue, poniendo hasta en peligro su vida.

La belleza del pasaje inicial, primer capítulo, en que Asturias presenta a Celestino Yumí, Brujo Bragueta, retando y tentando a las mujeres reunidas en las ferias y en las iglesias de San Martín Chile Verde, San Andrés Milpas Altas, Santo Patrono de San Antonio Palopó -los nombres son otrotantos sugestivos paisajes- andando ostentosamente, empujado a ello por el demonio Tazol -el del maíz-, con la bragueta abierta, proyecta una luz de vivacidad extraordinaria sobre todo el libro y que más se acentúa debido al contraste con los colores sombríos de la aventura. La serie progresiva de calificativos dedicados al sinvergüenza marca un ritmo, un movimiento vital ascendente: «¡Ardiloso! ¡Lépero! ¡Cochino! [...] ¡Relamido! ¡Reliso! ¡Remanoso! ¡Resinvergüenza!»97.

  —69→  

El movimiento se acentúa más con el acertado juego visual sobre el abrirse y cerrarse de la bragueta del tentador y la actitud de las mujeres frente al reto, al escándalo, culminando en la barroca descripción de la iglesia98 y la vuelta diabólica al juego erótico del ábrete y ciérrate.

  —70→  

La transformación del pobre Celestino por efecto de las mañas del diablo, del que ya es instrumento pasivo, es completa, tanto que cuando sale de la Feria de San Martín Chile Verde montado en su caballo el hombre forma con el animal una figura ya diabólica: el caballo «parecía salir de su bragueta abierta, [...] caballito ganoso, clinudo y con los cascos como tacones de zapatos viejos»99.

La condición miserable del pobre se hace más patente frente a las ostentaciones del rico. Celestino tiene su blanco de envidia en el rico compadre Timoteo Teo Timoteo, «barrigón de como y tomo»100. La aldea donde Celestino y su compadre viven, Quiavicús, corona un monte, «como la emplomadura de una muela»101. No es como la Cómala de Pedro Páramo, que «está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno»102, pero representa igualmente a un mundo condenado, podrido por dentro, vendido al diablo. En Quiavicús se realiza, en efecto, la venta de la mujer al diablo; Celestino vende a   —71→   Niniloj, "su costilla", a Tazol, y es la traición suprema, pues Niniloj es la tierra y como el Gaspar Ilóm de Hombre de maíz se identifica plenamente con ella, «consustanciada» con ella, «con la tierra que también dormía»103.

Asturias prepara hábilmente su terreno antes de revelar la naturaleza del pacto entre Yumí y Tazol. Después, ensartando una serie de invectivas contra los ricos, que ni siquiera respetan a los árboles -tema ya de Hombres de maíz104-, pues los siembran y los cortan continuamente, Celestino Yumí mide ya en sus adentros la sima de indignidad en que ha caído por la riqueza:

Y qué no hace uno por ser rico: delinque, mata, asalta, roba, todo lo que el trabajo no da, con tal de tener buenas tierras, buen ganado, caballos de pinta, gallos de pelea y armas de lo mejor, todo para disfrutarlo con quién, con la mujer...105.



La crítica a la riqueza en cuanto poder corruptor alcanza en Mulata de tal tonos quevedescos: «-Bueno, pues, al amanecer rico, como te despertarás uno   —72→   de estos días -le dice Tazol a Celestino- todos afirmarán que entiendes de todo, de finanzas, de política, religión, elocuencia, técnica, poesía, y se te consultará...»106. Y más adelante, para incitar más al pobre Yumí a que le venda su esposa el diablo sigue: «...cuando ya seas rico, pues entonces no habrá juez, policía ni magistrado que imagine que fuiste tú, aunque te vieran con la tea en la mano, porque luego vendrán a tu casa a pedirte dinero prestado que les acordarás con largueza»107. Porque el demonio, para condenarlo más, lo quiere no «rico pobre, rico que antes de gastar piensa como pobre, sino rico, rico que gasta sin pensar lo que vale lo que gasta»108.

Por encima de la estatura mezquina de Celestino Yumí, irónicamente insistida expande su «aire luminoso» la cervantina -¡cuántas veces expresó Asturias su afición al Quijote!- «autora de los días»109. La imagen refinadamente barroca destaca más la condición mínima del hombre. Celestino no está destinado a gozar del «rosicler de rosas» que la mentada «autora de los días» deja caer «en las aguas del anchuroso río» que corre a pie del monte110, ni del «aire luminoso [...] que ya iluminaba de naranja las extensiones»111. El desgraciado Yumí está ya condenado. Por más que tenga improvisos   —73→   resquemores está ya en poder total del demonio. Tazol actúa con habilidad; su presencia-ausencia lo domina todo y cuando, desaparecida Niniloj, en medio de un «ventarroncito juguetón» que se torna repentinamente «huracán, entre relámpagos, truenos y culebrinas»112, Yumí tiene un momento de arrepentimiento y siente la falta de su esposa, de su «compañerismo en la pobreza»113, tanto que decide ahorcarse; nuevamente el demonio interviene mostrándole la inmensidad de sus riquezas desde el árbol gigante que sigue creciendo.

Las tentaciones del demonio a Jesús son el modelo remoto de estas nuevas tentaciones de Tazol a Celestino. Si el primero transportó al Nazareno a la cumbre de un monte y desde allí le enseñó todo lo que le daría si lo adoraba, todos los reinos de la tierra114, Tazol, en forma de pajarraco, le muestra al infeliz Yumí desde el árbol gigantesco toda la riqueza agrícola que le va a dar:

... desde esa altura dominaba todo el mundo y al solo echar la vista abajo, a sus pies, abarcó con sus ojos tierras cultivadas de maíz, caña, cacao, tabaco, algodón, frutas, un gran río con sus puentes, una casa de dos pisos, rodeada de rancherías, potreros llenos de ganado, caballadas sueltas, otras en establos, vacas en ordeño, toros magníficos, perros de raza, aves de corral de todas las que hay en la región, y algunas jamás vistas.115



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La morosa enumeración de las riquezas exalta el clima mágico del episodio, donde hay un Tazol que es viento y pajarraco, una naturaleza que vive y respira, piedras que hablan y ríos que son seres. La casa de la magia desborda sus maravillas para que más dura sea la condena del hombre que se vende al diablo. Pero no es tanto la riqueza en sí que pierde a Celestino Yumí como la envidia; su intento es la destrucción de su compadre, destrucción que realizará superándole en riqueza. Frente a lo que le muestra el diablo como suyo, la dimensión escuálida del hombre se hace patente en toda su miseria, subrayada por la exclamación del propio Celestino: «¡Entonces, sí se jodió el compadre!»116.

La condena de Celestino Yumí será la mulata bestial y sangrienta: mujer y demonio al mismo tiempo, representa la atracción y la repulsa del sexo contemporáneamente. Es gloria y condena, belleza provocadora y horror inexpresable. Imagen de la violencia y la locura, en ella se condena también a la mujer caprichosa, que transcurre su tiempo inútilmente, en un ocio aberrante que llena de deseo y crueldad, de rabia y locura. Será así como Celestino, sin mérito propio, irá hacia su redención y rescate, en el cresciente terror y la añoranza, nostalgia de su diminuta esposa vendida al diablo y encerrada, figurita minúscula, en un mágico nacimiento, del cual el hombre va sacando sus riquezas, casas, campos, animales, el maíz, cuyas hojas en los trojes repletos serán oro por los poderes mágicos de Tazol.

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