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El clima en casa de Yumí y la mulata se transforma en popular por la intervención del oso. Escribe Asturias: «El mito únese, enlázase a lo que ocurre actualmente, y esto da a la novela su vivacidad, su realidad de mito, actuante como mito y también como parte de la existencia de esos pueblos y de esas gentes en nuestros días»117. Es un ejemplo más de la preocupación del escritor por salvar en la memoria las costumbres de su pueblo.

Pero el oso, con su presencia, representa sólo una diversión. El tema fundamental es la perdición del hombre. El mito actúa sobre una realidad de todos los días, que es, al fin y al cabo, la que se impone. El gran protagonista de esta primera parte -pero lo es de toda la novela- es el demonio. Y el hombre no es tanto su víctima, como el verdadero culpable. Yumí no tiene nada que ver, aquí, con el mito; su realidad humana es demasiado escuálida; es su esposa el personaje mítico. Víctima indefensa, será la que actuará como bruja poderosa, en sus múltiples transformaciones, en lo sucesivo de la novela. Culpa más grande aún del envidioso y crédulo marido el haberla vendido. Brujo Bragueta será siempre un ser negativo frente a ella; condenado a la sombra, a un irremediable segundo plano, su punición. Su condena mayor será, «terrible noticia», saber que tiene el esqueleto de oro, o sea que ya nada tiene de humano118. Celestino queda totalmente deshumanizado, perseguido por los buscadores de   —76→   oro y la misma mulata; porque el oro es su dios y su culpa. Si para Midas la condena era convertir en oro todo lo que tocaba, para Celestino es disecarse, en sus categorías originales humanas, volverse oro él mismo119.

La enanita Niniloj -efecto del diablo al encerrarla en el nacimiento- queda su única salvación en la casa de la mulata furiosa. La babélica confusión que en la casa reina -cuando con la mulata y Yumí pasan a convivir Niniloj y el oso- queda marcada por un retumbo agorero, el del Reloj de Babilonia, cuya función es una suerte de memento mori: «A cada minuto un retumbo, como si, en verdad, cada minuto fuera el acabar de todo...»120.

Frente a la inconsciencia que produce la riqueza -el viejo Timoteo Teo Timoteo, «la boca apretada para exprimir una sonrisa amarga», no le perdonaba a Celestino, nuevo rico, «sus inmejorables cosechas y la abundancia en que vivía Yumí con la mulata, derrochando el dinero en comilonas, paseos campestres con amigotes, instalación de jardines, compra de estatuas para el parque de su casa, de fuentes y grutas artificiales, en las que el eco repetía muchas   —77→   veces, y cada vez más suave, lo que se decía en cualquiera de sus rincones»121- se levanta amonestadora la simbología del tiempo, que mide con función negativa las acciones humanas. Pero aquí no se trata del reloj severo, con cara de calavera, diríamos, de Quevedo, aunque su significado siempre es el de la suspensión y caída improvisa del golpe de la muerte: es un reloj en el que vive la magia, animado por una miríada de «diablitos orejones» que despiertan asustados a cada retumbo del «reloj-campana del péndulo-badajo»122, con un sentido cansado del tiempo gastado:

cada minuto un retumbo y cada hora los carillones dolientes que hacían levantar las manos a diablitos orejones, [...] manos de larguísimos dedos, en los que, lagrimosos, apoyaban sus caras relucientes, de cuernos duros y barbas y cejas de pinceladas de humo.123



Es cuando la dimensión mágica vuelve a actualizarse. La desesperación de Celestino frente a la mulata es como la vuelta al movimiento de un mundo misterioso en el que vive, sigue viviendo, su diminuta esposa, o sea la tierra que él ha traicionado y vendido y que, sin embargo, se dispone a salvarlo. La riqueza ha estancado el mundo de Celestino, por más que la mulata lo trastorne con su furia y sus caprichos. Hasta que la enanita embriaga a la mujerdemonio con el humo de la marihuana y la encierra   —78→   en la cueva de la luna, una «cueva con espejo»124 donde la magia tiene su reino, guardada por el malhumorado pájaro Enojón. «Vestida de risa interminable»125 la mulata entra en la cueva e invadido el cerebro por el humo de la marihuana entabla un largo combate con la luna, hecho que aprovecha Niniloj para cerrar con una gran piedra la gruta. Advierte Asturias:

El mito vuelve a jugar papel. La mujer-tierra enanita, figura-hecha-de-barro, de barro como las figuritas de los nacimientos, logra, en su lucha con la Mulata de tal, mujer-lunar, encerrar a ésta, aprisionar a ésta en una caverna, en una gran caverna (caverna implica la gran oscuridad, -oscuridad-claridad-, del principio del mundo), donde podrá fumar abundantemente el humo que la saca de lo real (tabaco o marihuana...), y es así como ella vuelve, la mujer-tierra "enanita", a recobrar al hombre, al macho, al elemento viril que le había sido arrebatado por el diablo (o demonio), para entregarlo a un ser-lunar, la Mulata de tal, ahora encerrada en la caverna (con la Luna).126



Se comprenderá más tarde, en la lucha entre los demonios terrígenas y el demonio cristiano, que la entrega de Celestino Yumí a la mulata infecunda tiene el significado de la continuación de la lucha contra el hombre que separó su ritmo del de la tierra. Pero, perdidas sus riquezas, asoladas sus casas y destruidos los campos por el terremoto, o por Tazol que se venga del trato deshecho, Celestino   —79→   Yumí quedará siempre, por su pacto con el demonio -Asturias lo explica- «tocado de lo inefable o brujería, de una especie de luz o resplandor misterioso»127, no puede volver a ser leñatero, sino que va con la enanita -castigo del demonio- y el oso, por las aldeas del campo como saltimbanquis. Se repite en sus danzas lo milenario del mito guatemalteco. El escritor recuerda en sus «Apuntes sobre Mulata de tal»128 la relación con «brujos» y «brujitos» que en el Popol-Vuh representan las fuerzas del bien y del mal, la permanencia de los mitos, a los que se coliga la novela en este punto, en las danzas populares.

Descriptor poderoso, Miguel Ángel Asturias saca de la experiencia milenaria de su tierra fuerzas para representar la apocalíptica dimensión del terremoto que acaba con las riquezas de Yumí. Ante un terror universal en el que, mezcla de la magia con la realidad, todos huyen, y detrás de todos el tiempo, el viejo, cansado Reloj de Babilonia, «al que salían pies de tic-tac, tic-tac, tic-tac, los pies del tiempo que son los más veloces para huir», y detrás de él «venados, coches de monte, monos, micoleones, jaguares, leoncillos, dantas...»129.

La descripción nos reconduce a una suerte de cataclismo de los orígenes del mundo, en un trepidar del terreno y ramalazos de agua, en la súbita inmovilidad de todo y el calor de incendio, en la invasión   —80→   del mar iracundo y la caída de todo lo erecto: árboles, montes, casas que se doblan en sus pilares «como piernas de borrachos», techos que se van al suelo «de un sentón»130, paredes que en un abrirse y cerrarse caen al suelo, y cornisas que ondulan «como si por ellas corriera el temblor hecho serpiente»131. Y al final, después de esta humanizada hecatombe, el silencio de un mundo ya sin vida:

Un levantarse el sol, sin trinos, en el desolado silencio de la muerte, sin el balar de las ovejas, sin el cantar de los gallos, sin el ladrar de los perros, sin el mugir de las vacas.132



En la general destrucción asume valor singular la consideración: «Mejor no hubiera amanecido»133.

El significado de la destrucción, sin embargo, no es negativo. Celestino Yumí pierde la riqueza, recibe un castigo que es en realidad su rescate, la vuelta a una recobrada pureza, si es posible. Y es la victoria no ya del diablo sino del bien; lo expresa la enanita Niniloj: «Cuando Dios quita, quita de veras»134. Y vuelve el motivo del viaje en la empresa de ganarse el pan. La única riqueza que le queda a la pareja, destruida Quiavicús, ciudad del mal, es la libertad del camino. Celestino, sin embargo, no se ha purificado del todo, pues, en una mezcla de bien y de mal, piensa que Dios le va «a volver a dar», que podría «hacer las paces» con Tazol135. Con estos   —81→   auspicios el viaje no será, naturalmente, hacia el bien, sino nuevamente hacia el mal. Lo inefable de la magia se vuelve brujería.

La segunda aventura de Celestino y la Catalina Zabala, alias Niniloj, empieza con el oso en los pueblos. El hombre recobra por un momento su inocencia confesando a su esposa el trato hecho con Tazol, sintiendo la «cosquilla interior de la sangre acobardada»136 frente a la aparente indiferencia de su esposa. Y es la aventura con los salvajos, hombres que disfrazados de jabalíes y enardecidos por la bebida fueron atraídos por Tazol al monte cerrado y engendraron con los jabalíes hembras sus hijos.

¿Qué representa esta aventura, en la que los salvajos acaban por ser los salvadores de la Catalina y su esposo? El lector sigue con curiosidad el juego de invención, que inmediatamente es, como le gusta a Asturias, juego de palabras, repetición de la sílaba ja delante y detrás de los nombres propios, como estilan los salvajos. El novelista se divierte. La de los jabalíes o salvajos es otra leyenda popular. Asturias se sirve de ella para entregarse a un juego que afirma serle ejercicio querido, propio de los indígenas de su país, la multiplicación de las sílabas de los nombres ¿A qué fin? Explica:

Sencillamente porque en esa forma lo que se hace efectivamente es ocultar el verdadero nombre, lo que designa a la persona o al objeto, al animal o a las cosas. El nombre real debe ocultarse, de   —82→   otra suerte, la magia de la palabra, al pronunciarlo, permite al que lo pronuncia, al que lo dice, apropiarse de lo que aquel nombre designa.137



Es una lección que los salvajos dan a los viajeros, o seres errantes, para que oculten tras las sílabas añadidas o juegos verbales su identidad, «a que no se sepa, por las fuerzas que los persiguen, que son ellos»138.

En una mezcla del mito y lo popular se inserta la leyenda de las «vueltas del diablo», nombre con que, indica Asturias139, se llaman en Guatemala los caminos todos vueltas de los montes. Lo popular consiste en el personaje legendario del borracho, el rico que se emborracha y queda insatisfecho, así que nunca se siente feliz, y cuando es hombre quiere convertirse en piedra, y cuando es piedra en hombre.

Los planos de la realidad y la irrealidad se confunden. El cuento de «Las nueve vueltas del diablo» representa un intermezzo fantástico que acaba por sumergir al lector en un clima irreal de leyenda. Lo acentúa en dimensión mágica la «Evasión cabalística a través del 9 de los destinos», por donde logran Celestino y Catalina salvarse del diablo, después de que el hombre acertó a arrancar de la espalda del «labriego» -demonio narrador- a su esposa, que de tal manera volvió a su estatura normal.

El sentido sagrado del número nueve vuelve a los   —83→   dos personajes, a la vida140. Cuando regresan a Quiavicús no sólo el pueblo es distinto sino que ellos mismos son «extraños y viejos». Un tiempo infinito, de dimensiones fabulosas ha pasado; ya no existe memoria en los del pueblo y nadie reconoce a los ancianos ni se acuerda de ellos. Los dos personajes recobran entonces la inocencia. Celestino se dedica a su viejo trabajo de leñatero y Catalina a comprar, como por el pasado, un poco de maíz y frijoles para el común sustento. O sea, la pareja vuelve, con más años y más sabiduría, a su primitiva condición. Marcha atrás hacia la miseria, marcha adelante hacia la liberación de la esclavitud de la riqueza y hacia el bien.

La envidia ha desaparecido en Celestino. La vida se les representa, a él y a su esposa, como el único bien, perdida ya la ilusión. A la incitación de los vecinos a que se den buena vida contestan: «la buena vida es la vida y nada más, no hay vida mala, porque la vida en sí es lo mejor que tenemos»141. ¡Gran sabiduría! La experiencia enseña.

La representación que Asturias nos ofrece de la pareja en su sumisión es extraordinaria. Es un vivir mínimo, resignado, donde la cuenta de los años no tiene lugar, aunque precisamente por ello marca una edad de comienzo remotísimo. Celestino y Catalina parecen, aunque viejos, de edad incontable, nacer de   —84→   nuevo. En la escueta realidad en que viven representan la suprema irrealidad. «Pensar que hablando así, todo lo vuelven ustedes irreal, nada se siente que exista»142, les dice uno de sus interrogantes.

Con extraordinaria habilidad Asturias logra crear esta atmósfera nebulosa, introducción sapientísima a la nueva aventura de la mujer que quiere su desquite, ser «bruja-curandera», y de Celestino que aspira a «brujo-zahorí». Comienza así un nuevo viaje cuya irrealidad va anunciada por una inquietante relatividad de las cosas. El tiempo parece totalmente anulado. Me refiero al tiempo de la primera experiencia de los dos esposos con Tazol y la mulata. El terremoto parece haber borrado la memoria de las cosas. Todo parece ser y no ser, y los protagonistas salen de una edad decrépita, sin años contables. Lo relativo de las cosas va representado ya desde la salida del pueblo de Quiavicús, en la peregrina consideración que ella es «salida para el que se va y entrada para el que regresa»143. La normalidad absoluta de la observación ahonda, al contrario, en una atmósfera de relatividad que ya linda con lo irreal. Meta de los dos personajes es ahora Tierrapaulita, «el tenebroso reino de la magia negra»144.

En Tierrapaulita la realidad es pura irrealidad, o mejor dicho, asume el aspecto de una realidad «otra». El terror a la magia negra se apodera hasta de Tazol, que la Catalina Zabala -ahora Catalina Jazabalajajá,   —85→   así como Celestino ya es Jayumijajá, en homenaje a los jabalíes-salvajos que tanto los ayudaron lleva «atado a la cruz del Santo Dios»:

con todo y ser diablo, al aproximarse al laberinto de cerros en que está Tierrapaulita, empezó a desasosegarse, a querer volver atrás igual que un perro que se lleva atado.145



A partir de este momento entramos en un mundo alucinante y torcido. Comenta Asturias: «asistimos a visiones delirantes como las que produce el jugo de algunas plantas que se tiene por sagradas, el peyotle, digamos, o bien de los hongos alucinógenos»146.

El caso es que Celestino y Catalina llegan a Tierrapaulita en el momento más tremendo de la lucha entre demonios terrígenas y demonios cristianos, cuando los primeros deciden abandonar la ciudad ante los demonios cristianos, demonios llegados a América siglos antes, con los conquistadores, por la diversidad de sus fines y sus métodos.

Entiende Miguel Ángel Asturias que éste es, «acaso», el verdadero fondo de la novela «en su más amplia concepción global»147. Conflicto entre dos concepciones diametralmente opuestas por lo que se refiere al mundo, al hombre y su obra. El demonio cristiano empuja a la multiplicación, a la propagación de la especie, porque «A más hombres   —86→   [...], más hombres para el infierno»148. La concepción de los demonios indígenas, telúricos, responde a una moralidad mayor, y es que los hombres que han salido de su función pasiva en el mundo y se han hecho dueños de sus propias obras, deben ser, con sus obras y el mundo, destruidos, totalmente aniquilados. Cashtoc, «el Grande, el Inmenso», como con ritualidad eficaz siempre lo nombra Asturias, decide la destrucción del hombre a causa de la traición que hizo a su naturaleza volviéndose individualista, egoísta, o sea, olvidándose de su función de grano, grano de maíz, de una unidad absoluta, la mazorca. Y de maíz está hecho, según Cashtoc y la leyenda indígena de la creación consignada en el Popol-Vuh, el hombre verdadero, que deja de existir «cuando no vive por la Comunidad», y por eso debe ser destruido149.

La pretendida felicidad original del mundo indígena es un mito en el que Miguel Ángel Asturias sigue creyendo, en su adhesión total a su gente, acentuada por la nostalgia del destierro. No olvidemos que cuando el novelista guatemalteco escribe Mulata de tal está desde hace años lejos de su país, en un duro exilio150. Por debajo de esta adhesión, sin embargo, hay algo más, o sea el llamado al hombre de su tierra para que vuelva a descubrir la solidaridad y abandone el individualismo.

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En un sentido más elevado Cashtoc, vuelto ya moralizador como los demonios de los Sueños de Quevedo, pero con mayor dignidad y grandeza de divinidad, expone los términos de la cuestión, que es la tración del hombre a la unidad de la creación. Al hombre solamente se le ha ocurrido «hacer existencia aparte, tomar la vida para su uso exclusivo, sólo al hombre que debe ser destruido por pretender existir aislado, ajeno a los millones de destinos que se tejen y destejen alrededor suyo!»151.

Todo lo contrario en la concepción del demonio cristiano. Frente a la insidia que su actividad representa, la derrota de la cohorte de deidades indígenas es total. Las legiones que se reúnen en torno a Cashtoc dejan, pues, Tierrapaulita, mientras cae sobre la ciudad una «lluvia de ángeles con cuerno», ángeles «todos hechos de cielo»152. Es un pasaje de extraordinaria eficacia, que una vez más nos conduce a Quevedo, a la larga lista de nigrománticos del Sueño del Infierno.

Es así como Asturias describe las legiones de «forajidos forjadores de tinieblas, endemoniados y desendemoniados, nigrománticos, astrólogos, alquimistas, magos», etc.153, que avanzan con los demonios cristianos a la toma de la ciudad que Cashtoc y los suyos acaban de abandonar.

Con la fuga de los demonios indígenas concluye la segunda aventura de Celestino y Catalina, o mejor, la primera parte de su segunda aventura. En ella   —88→   hemos presenciado portentosas magias; no sólo la punición de Celestino Jayumijajá por arte de su esposa, ya «Poderosa Giroma», en cuanto engendró a Tazolito por el ombligo, preñada de Tazol, sino su transformación en gigante; el baile de los gigantones; el pleito de las cabezas; la transformación de los cocos en frutas con sexo femenino, por donde se vacía el intentado contrabando de agua bendita de parte del cura, en la frustrada empresa de vencer a los diablos terrígenas.

Asturias se muestra aquí conocedor profundo del folclore. Bailes, farsas, danzas, cábalas y brujerías se suceden en estas páginas, en un amontonamiento de enredo complicado que acentúa su sabor local. Así como la expresión, que se vuelve originalísima, incidiendo en el tono de una «picardía», como la define el novelista, que «se acrecienta en la escena de los cocos con sexo de mujeres, y otros pasajes»154.

Especial importancia atribuye Asturias a la fusión de mitos y creencias en el baile de los gigantones y la decapitación de San Juan. Se mezclan en ellos las creencias católicas con lo popular maya-quiché, o sea, el mito del gigante Zipacnac, uno de los que sostienen la tierra en sus hombros. Decapitada la cabeza de San Juan, al momento de enterrarla crece enormemente transformándose en monte o volcán. La invención, la capacidad fabulosa de invención de Asturias juega aquí su papel más desenfrenado. La realidad se tambalea por todas partes; es y no es al mismo tiempo. Todo anda desorbitado, torcido. Y   —89→   al final se insinúa la duda: ¿todo lo que leemos ha realmente ocurrido a los protagonistas de la ficción o sólo es efecto de un sueño?

El cura, el viejo cura de Tierrapaulita que abandona la ciudad cuando se van los demonios terrígenas, pues antes no le daban lugar, parece despertar de una pesadilla. El sacristán vive entre el sueño y la realidad distorsionada, ya irrealidad. Sobre ambos ha caído la quevedesca «momentánea imagen de la muerte que roba al hombre sus sentidos»155. El cansancio síquico es fácil y explicable consecuencia de los trastornadores efectos de la magia.

Mulata de tal es, en este sentido, la cumbre de un originalísimo realismo mágico dentro del propio realismo mágico de Asturias. La extraordinaria arquitectura de la novela se sostiene por lo inagotable de la creación, por la continuidad de la sorpresa. Mauricio de la Selva asignaba a la obra el mérito de otorgarle al autor un «lugar casi único» en el ámbito de la narrativa hispanoamericana156. A distancia de tiempo podemos afirmar que nada ha igualado después esta novela, ninguna obra hispanoamericana se ha acercado a su fervor creativo. Las fantasías más inéditas se levantan de un magma en continuo hervor germinativo para dar forma a un mundo torcido, descompuesto, trastornador como lo es el mundo del pecado, cuando el hombre ha perdido su contacto unitario con la creación.

Porque Tierrapaulita es la ciudad del pecado. Por   —90→   encima del delirio creativo, de la magia que por todos lados desborda, se afirma el sentido moral de la novela asturiana. La ciudad está cercada, nueva ciudad de Dite, por una muralla insalvable y un ancho foso, y en ella está encerrado el infierno. Acaso por eso se haya podido acercar Mulata de tal a la Divina Commedia de Dante157. El mundo de la novela de Asturias rebosa de demonios de toda categoría, terrígenas y cristianos, brujos y «chimanes», y está sometido a una serie de voluntades y tensiones diabólicas divergentes. Pero, más que a la Comedia dantesca, Mulata de tal debe ser acercada a los Sueños de Quevedo, gran lectura de Asturias, especialmente en los años en que se dedicaba a esta novela, y en los sucesivos158. Naturalmente, le falta a Mulata de tal, y es su mérito, el ceño amaestrador que domina la obra de Quevedo, sin que con ello queramos disminuir el valor de la tensión moral del gran satírico español.

Más que por el pulular de diablos, los terrígenas expresión, al fin y al cabo, de una conciencia moral, vale el acercamiento en cuanto preside ambas obras una extraordinaria fuerza de invención, un lenguaje de gran intensidad expresiva. Más que nunca, aquí Asturias es genial innovador del lenguaje; los juegos de palabras, los innumerables neologismos, le otorgan un rango especialísimo entre los forjadores   —91→   del castellano de todos los tiempos159 . Mulata de tal, en realidad, se califica como obra de total autonomía; ella surge poderosa del mundo tropical americano, del mundo guatemalteco, para subrayar, con la maravilla del mundo de América, su inquietante dimensión espiritual, el animismo que desde siempre lo caracteriza, y al mismo tiempo la condición desolada del hombre, abandonado de los dioses y de Dios, perseguido por el pecado, acosado por demonios terrígenas y cristianos160.

Tierrapaulita es una nueva ciudad-símbolo de la perdición, ciudad que vive de una perturbadora realidad, sometida a las alucinaciones de la magia que todo lo deforma. Ciudad donde todo se presenta torcido. Celestino y Catalina así la ven desde el primer momento, cuando se aprestan a buscar las oraciones mágicas: «no hay nada derecho»161, calles torcidas, casas, iglesia, plazas, también torcidas. Y hasta las criaturas, incluso el cura, «con una pierna más larga que otra [...], un ojo fijo, saltón, y el otro medio muerto bajo el párpado caído», y el sacristán,   —92→   «un hombrecillo con el espinazo quebrado. Las caderas como pistolas bajo su chaqueta de faldones largos»162.

También en la iglesia todo es deforme, «todo navegaba torcido»163, y las imágenes del Viacrucis más parecidas a «cartas de baraja»164. Es posible que Asturias se inspirara, en esta descripción, en el abigarrado aspecto de alguna iglesia guatemalteca, por ejemplo la de Chichicastenango, donde lo cristiano y lo indígena se mezclan con tanta evidencia. Aunque Asturias, en la conocida entrevista con Luis Harss, afirma que «así son las iglesias de nuestros países. Es un tipo de catolicismo muy mezclado con las creencias locales, en el que los oficiantes indios a veces tienen más autoridad que el cura en su propia iglesia»165.

La eficacia de la descripción de este mundo descomunal, insólito, es extraordinaria. La deformación penetra hasta en las casas. De pesadilla es la visión que se les presenta a los dos protagonistas de la aventura, Celestino y Catalina, desde la ventana abierta de una habitación:

Caídos de un lado y otro los asientos de las sillas, la mesa inclinada, un sofá con dos patas derechas y dos no. Y un espejo, colgado de la pared, haciendo la reverencia de arriba abajo, tragándose todas aquellas torceduras.166



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Nos explicamos el por qué la tiniebla nocturna que cae sobre la ciudad es «mantecosa»167. Es un mundo negativo que cobra todo su significado espeluznante en una descripción dantesca:

Desapareció Tierrapaulita, se la tragaron las sombras de la noche como si se hubiese hundido, y no se habría sabido que existía a no ser por las mechas de los candiles y candelas encendidas que soltaban por las rendijas de las ventanas y puertas una luz terrosa, muerta, sin reflejo, que algún gato sentado en algún pretil se untaba con la lengua el pelo electrizado. También oíase hablar tras de las puertas y una rociada de malas palabras turbó el silencio de una esquina, al paso de picamulos que tornaban chacoteando. Y a partir de este último avivarse de voces, nada, la tiniebla vacía.168



Realidad-irrealidad perfecta, la ciudad del pecado se levanta dominando la novela. Ciudad infernal inconfundible en la larga serie de las ciudades infernales creadas por la literatura.

La gran herencia del surrealismo, y más que todo la íntima participación al surrealismo indígena, lleva a Asturias a grandiosas creaciones. Ya señalé que el Bosco, gran inspirador de Quevedo en los Sueños, bien pudo serlo también del novelista guatemalteco169. Sólo que con mayor plasticidad en   —94→   Asturias y con más atrevimiento todavía; de modo que el trastorno que el lector experimenta es total. Exactamente se ha dicho que al leer Mulata de tal el que sea «forastero» a la visión indígena americana «se siente perdido ante la realidad circundante, la incoherencia»170. Pero más que perdido, diría, el lector se siente conquistado y la incoherencia se le vuelve coherencia perfecta, en el dominio de la fantasía, en ese «ensueño de mundos en potencia», «estado coloidal de fantasmas», como se expresa el escritor guatemalteco171, en la intervención constante de lo maravilloso, lo extrahumano, la magia imperante.

La situación de Celestino Yumí se debe siempre a su primer trato con el diablo, trato que «Se tornó infinible»172. Parecía que en la novela se había olvidado   —95→   el pasado, pero ahora éste vuelve a aflorar, a partir del capítulo titulado «Gran Brujo Bragueta convertido en enano por venganza de su mujer», conectando la obra con la primera aventura de Celestino. Con función de recuerdo, en este sentido, aparecen el salvajo amigo y la memoria improvisa de Quiavicús cual patria añorada, con mucho de autobiografía del autor: Celestino «suspiró y en el suspiro se le oyó decir Quiavicús, como al expatriado, al desterrado, que, cuando suspira, aunque no hable, se oye que dice el nombre de su tierra»173.

La dimensión infinita del tiempo parece borrarse a través de una reactualización de la aventura demoníaca, consecuencia del pacto con Tazol. En realidad el tiempo se vuelve sin dimensión por la polivalencia que presenta el texto asturiano. A la par que el pasado de repente empieza a actualizarse, con la reaparición de personajes propios de la primera aventura de Yumí, reanudando así el progreso de un orden cronológico nuevo de los hechos, el tiempo parece ahora ensancharse, salir de la órbita actual y transformarse en tiempo de los orígenes, cuando el comienzo de la lucha entre divinidades indígenas y cristianas, entre los demonios terrígenas y Candanga con sus legiones.

El primitivo mundo feliz, en la idealización de Asturias, queda inmediatamente alborotado, sacudido, por la conquista europea y la nueva concepción religiosa. Todo lo que ocurre en la segunda aventura de Celestino es efecto de un trastorno por el cual   —96→   todo aparece desquiciado, desorbitado, revuelto. Hasta un gallo se traga su ki-ki-ri-ki en un sonido al revés, ikirikik, ridículo y forzado174. Los poderosos señores de la destrucción, Huracán y Cabracán, están tramando un apocalíptico fin para las endemoniadas «superpuestas ciudades tierrapaulitanas», formadas de estratos subterráneos y de pisos visibles, ciudades que «subían del mar al cielo por terrenos altos, más altos, más altos, piso sobre piso»175. Arquitectura inquietante que nos lleva a pensar en algunas del Bosco, como El Jardín de las Delicias o La Adoración de los Reyes.

Antes de la destrucción final, destrucción de las destrucciones, que se verifica al final de la novela, se desarrolla una nueva, larga aventura de Celestino y Catalina. El viejo cura, enloquecido casi por su infructuosa lucha en Tierrapaulita contra los demonios, ha sido relevado de su puesto, decisión de un obispo cuya incomprensión y ausencia se manifiestan en un característico juego quevedesco relacionado con el verbo gastar176.

Un ligamen interno entre Mulata de tal y los últimos libros de Asturias, especialmente El Alhajadito, anterior, y Maladrón, posterior a la novela de que tratamos, se establece sobre el tema de los adoradores del Mal Ladrón177.

Fuerzas nuevas son enviadas contra los demonios   —97→   terrígenas. Hasta el momento el cura decrépito -del que ni siquiera se indica el nombre- parecía haber tenido como enemigos sólo a los demonios indígenas. El nuevo cura, padre Mateo Chimalpín, en cambio, será el blanco del asalto concéntrico de demonios indígenas y cristianos, al mismo tiempo en que éstos libran entre sí una batalla definitiva. Porque si el cura llega a la ciudad infernal, acompañado de un sacristán y secretario, viejo estudiante fracasado de medicina, llevando consigo en un maletín la «artillería gruesa contra Satán» -y otra vez en la descripción de los títulos de esta "mosquetería" contra el infierno encontramos la presencia de Quevedo, el de la lista nigromántica del Sueño del Infierno, en parte hispanoamericanizada, digamos, pues figura también la Apologética del Obispo Las Casas, tan amado, y tratado, por Asturias178-, Celestino Yumí y Catarina Zabala, «que iban para grandes brujos, aún les faltaba sufrir otras transformaciones»179, vuelven a Tierrapaulita acompañados dé una «legión de espantos y espíritus malignos» que   —98→   se aparta de la «cola de cometa de agua y fuego» arrastrada por Cashtoc180, que por otra parte «seguía presente en todo lugar de la hechicería»181. Gran cortejo fúnebre que llega a la ciudad infernal cuando un «ligero chipichipi» mojaba las casas y las calles, y en el que va también el Siguapate, «mono demoníaco», alentador a los «órganos sagrados» del hombre, que con eficaz metáfora quevedesca Asturias define:

"Gran Concubino de la Muerte", a la que fornica por los agujeros de las cavidades ilíacas, dejándola como rama tronchada de flores siempremuertas, con sus ojos de calavera, imaginativamente cerrados y condenada por aquel amancebamiento a usar su guadaña sólo en la cosecha de los viejos, ya que el Siguapate diezmaba a los seres antes de ser engendrados, vivitos y coleando como están en el licor de la vida de sus progenitores, y por eso ya no había niños, y ya no había jóvenes.182



Espeluznante visión de la muerte, que, partiendo de un evidente gusto quevedesco por el tema, se presenta aún más macabra y apocalíptica. Es el motivo por el cual el demonio cristiano, necesitado de almas para su infierno, incitará al engendro.

El clima de la magia ya presente en las remotas Leyendas de Guatemala vuelve aquí con conexión patente a través de la mención de algunos de los acompañantes de Yumí y la Zabala, como el Sombrerón y la Tatuana. El mundo mágico asturiano   —99→   se exalta significativamente en Mulata de tal. Pero al inaugurarse el reinado de Candanga, la magia pierde sus colores atractivos por un generalizado color fúnebre: «Negreante, huraña la alta noche de Tierrapaulita. Las calles húmedas, sombrías. Las casas dormidas, como gallinas blancas, una pegada a la otra»183. Mientras corre por toda la población el grito imperioso del diablo cristiano que incita al engendro, a la copulación forzada, pues «Se susurraba que entre los remisos, los que no respondían al grito en debida forma, metía el diablo su gallo y era el gallo el que varoneaba»184.

La demoníaca procreación forzada es juntamente con la renovada lucha entre demonios terrígenas y cristianos, entre Cashtoc y Candanga, el tema fundamental de esta tercera parte de Mulata de tal -que va del último capítulo de la primera parte, en la división de Asturias, «Brujos y espantos regresan a Tierrapaulita», abarcando toda la segunda y tercera parte establecidas por el propio novelista-; es el momento en que la Mulata de tal vuelve a la acción, metida ahora, por contraste, en la persona del sacristán, mientras Candanga se oculta en la de Yumí, «confusión de los mitos y creencias»185, gran batalla entre las fuerzas demoníacas de opuesto signo.

El retorno de la mulata introduce la lucha sexual, «la sexualidad suelta de los días de Semana Santa   —100→   -explica Asturias- en climas en que esta fiesta religiosa corresponde a la entrada de la primavera»186. Una orgía del sexo se consuma en estas páginas, en una serie de representaciones oníricas que dan bulto a transformaciones increíbles de los personajes. Realidad e irrealidad del sueño, de la pesadilla, con una evidencia que se detalla con meticulosidad en los dos planos, el de la magia y el del mito, de la extrarrealidad y la realidad más creíble:

choque de fuerzas ciegas, de destinos sin ojos, de seres que no se ven y se los siente batallar por su empeño de destruirse, con una especie de gozo, de gozo heroico, de aniquilación total.187



El combate entre el puercoespín y la araña ensotanada, un Viernes Santo, en la iglesia de Tierrapaulita, bajo la advocación del Mal Landrón, alcanza el significado máximo del trastorno causado en el hombre y el universo por los demonios y representa dramáticamente la trágica desgarradura del hombre americano frente a la magia, a la religión indígena, y a la religión de importación, la católica. Asturias nos presenta aquí una síntesis de las macabras ceremonias que se acostumbraban en la Europa de la Edad Media, como él mismo declara188, y lo sanguinario de las ceremonias propias del mundo indígena, con heridas y destrozos, en una fiesta del mal en la que Satán queda triunfando sobre Coshtoc y sus legiones.

Ya el demonio cristiano es dueño del terreno cuando empieza a contar del tabaco, planta arrancada   —101→   del Paraíso Terrenal para perder al hombre, en oposición al sentido sagrado que ella tenía para el mundo de las divinidades indígenas. Pero, la que más llama la atención es la condición de víctima de la mulata, asexuada y reducida a la mitad de su cuerpo «por no haberse mantenido a la altura» en el combate contra el demonio cristiano189. Y ello debido al sentimiento del amor, que Asturias declara en el mestizo «sentimiento bastante confuso»190, que lleva a la mujer-demonio, ahora más mujer que nunca, hacia su antiguo marido, en la actualidad indio picado de viruela que devuelve al Padre Chimalpín el guante de su desafío a Candanga. Metida en el cuerpo del sacristán, Jerónimo de la Degollación, representando a Cashtoc, la mulata pierde su poder agresivo frente a Celestino, en el que se esconde Candanga mismo.

Horrible combate entre las dos potestades y el cura. Lucha formidable entre una araña ensotanada y el enorme puercoespín. Misas negras de esponsales. Navegación alucinante en un mundo de puro trastorno. Esta es la conclusión de la novela, en un juego de imágenes desorbitadas e insistidos abracadabras, juegos de palabras en los que se manifiesta, una vez más, toda la infinita potencia creadora y la habilidad inventiva de Asturias, con razón definido por Pablo Rojas Guardia «el apasionado del verbo», uno «de los que prestigian cuanto tocan»191.

  —102→  

La lucha entre el demonio cristiano y los demonios terrígenas concluye con una nueva y más tremenda catástrofe. Tierrapaula, como ahora «con nombre modernizado» se llama Tierrapaulita192, es sólo escombros. En un alucinante cabalgar, llevado por una mula endemoniada y carnívora, en medio de los trastornos de la pesadilla, el cura Chimalpín presencia el juntarse del cielo con la tierra, el sacudirse de ésta «de todo lo que le habían puesto encima... iglesia... edificios... casas...»193. Mientras inquietantes presencias en el sueño hacen apremiante para el mismo cura la urgencia del universal engendro pregonado por Candanga.

Parecería que la batalla estuviese ganada por el demonio cristiano, que va a instaurar su reino, incontrastado ya, sobre el mundo americano; pero se trata de un mundo de ruinas y escombros, del que «pocos se salvaron»194, de un universal dominio de la nada. Una suerte de misteriosa explosión atómica todo lo destruye, en el momento en que el mismo cura entra en la ciudad gritando, ya como Candanga, «¡Al engedrooooo! ¡Al engendroooohoy!»195. De Tierrapaula, como ahora la llamaban los vecinos «amigos de modernizar los nombres»196, no queda nada; tras el deslizamiento de las montañas vino

un alud, no de nieve, de luz blanca, fuego de la familia de la lava, fuego blanco que peor que la   —103→   lava volcánica, que es fuego negro, consumía, evaporaba, disolvía y al que los chamanes y agoreros llamaban lo que nos sobrepasa y del que la gente de antes decía, sin soltar mucho la lengua, las arrugas, que era un fuego tan terrible que acabó con otras ciudades allí con ellos, a fecha fija, según estaba escrito en los jeroglíficos de la mesa de las astronomías.197



«Holocausto apocalíptico» ha definido Luis Harss al clima de la novela198. En realidad apocalipsis recurrente, como recurrente es la lucha entre el bien y el mal. Y recurrente el castigo cuando el mal sale vencedor. Que la idea de la destrucción atómica, su apocalíptica imagen, dominara en la imaginación de Asturias al componer el final de la novela es evidente, si volvemos a los «Apuntes sobre Mulata de tal». El «fuego blanco» alcanza al cura y «le produce una enfermedad parecida a la que causa la quemadura por irradiación atómica», explica el novelista199. Pero en Asturias está presente también un sentido sagrado del pecado y la punición. Su comentario lo confirma: «Tierrapaulita fue sepultada y quemada con "lava blanca", reminiscencia, en la creencia popular, del castigo celeste a las ciudades pecaminosas»200. Y, más todavía, el escritor pretende dar, con la teoría de la destrucción recurrente, una explicación también a los misteriosos vestigios de las ciudades mayas abandonadas.

  —104→  

Grandiosa alegoría del pecado, Mulata de tal parece no prospectar ninguna visión positiva hacia el futuro. Al lector le queda, imborrable, la impresión de una cegadora luz de destrucción después de una noche del pecado, que Candanga parecía decidido a no dejar terminar nunca -«¡Ah, no amanece, no amanecerá nunca! ¡Candanga no deja, dejará pasar la aurora, hasta estar satisfecho del engrudamiento de hombres y mujeres!»201- y un «auditivo» silencio anunciador de la catástrofe definitiva:

...El silencio, el silencio también, callaba entre los cielos y la tierra, mientras iba pintando el día cubierto de plumas de fuego inmensas, sobre las que en estrías aún más luminosas corrían regueros de plumitas de colores que se amontonaban empujadas por quién sabe qué vientos, hacia el sitio en que estuvo Tierrapaulita, y está, sólo que soterrada, [...]202.

En su hospital el Padre Chimalpín, apeado ya de su mula, real o ficticia que fuera, quemado por el fuego de la destrucción, vive su última transformación navegando en un extraño mundo de nuevas pesadillas y trastornos, rescatado al final para la salvación por el recuerdo auditivo del coro de niños y niñas que preparaba en Tierrapaulita para la primera comunión:


Yo soy feliz,
yo nada, nada espero,
porque el azul
del cielo, es ya mi casa!203



  —105→  

Un final aparentemente de renuncia, en realidad victorioso. No la fuga de la realidad, a pesar de todo, sino la inauguración, por fin, de una perspectiva distinta. Sobre la destrucción es posible pensar en la restauración de un mundo nuevo, acaso, como lo prospecta en sucesivo poema, La espada encendida, Pablo Neruda, nueva etapa de la humanidad. Dice Rosía: «Desde toda la muerte / llegamos al comienzo de la vida»204.

En el poema nerudiano el futuro se inaugura bajo el signo del amor; en Mulata de tal es sólo una vislumbrada esperanza, igualmente sugestiva. Este final de remanso improviso contrasta eficazmente con el clima de acumuladas invenciones, de torrentoso curso de la novela. En Mulata de tal se afirman cabalmente todas las prodigiosas cualidades inventivas de Asturias, en la representación de un mundo, hervidero colosal, en el que se funden mitos y creencias, el pasado y la actualidad. Sorprende, pues, la escasa comprensión de algunos críticos que han ido buscando en la novela una trama más consistente y ordenada, cuando de propósito, para sus fines, el escritor la rechazó. Viejos reparos, como lo son los que denuncian la escasa posibilidad de comprensión de los significados, cuando el autor mismo parece divertirse ostensiblemente acumulando en su texto una pluralidad de significados que desoriente al lector, y al crítico por supuesto; tupida enredadera de   —106→   la que sólo el autor conoce los secretos más recónditos205.

Con Mulata de tal queda, a distancia de tiempo, una de las más vigorosas creaciones artísticas de Miguel Ángel Asturias. El tiempo no ha hecho más que confirmar su valor en este sentido, destacar su unicidad   —107→   en el ámbito de la novela hispanoamericana contemporánea, mejor dicho, de la novela tout court. El mito, la leyenda, el paisaje, la presencia de una Guatemala fabulosa y mágica brotan en todo su resplandor de la casa de la magia, de la que es rector absoluto el artista. Pero la magia no es fin a sí misma, ni medio portentoso al servicio de la evocación. Lo que fundamentalmente queda por encima de las preocupaciones de Asturias es el hombre, un hombre metido en un mundo de fábula y sin embargo desheredado, infeliz, desposeído de su riqueza por la llegada de los que en Maladrón definirá «seres de injuria»206, los conquistadores, que introdujeron con la violencia la noción del pecado. Visión utópica, por cierto, de un primitivo mundo feliz, legitimada, sin embargo, por la íntima fusión del artista con las raíces imperecederas de su pueblo y su cultura, su espiritualidad.

El escritor comprometido al que nos habían acostumbrado las novelas anteriores, a partir de El Señor Presidente, no desaparece en Mulata de tal. Como en El Alhajadito, y en las obras que siguen a la Mulata, Maladrón, Viernes de dolores, las narraciones de El espejo de Lida Sal, Asturias se nos presenta en un momento extraordinariamente sugestivo de su actitud de exilado ante la tierra natal, cada vez más añorada. Podría decirse que con Mulata de tal empieza el camino de la memoria, pero de una manera originalísima, pues en lugar de ser evocación autobiográfica es afirmación de la grandeza y unicidad   —108→   de un ámbito espiritual del cual el autor se siente parte activa.

Si en las Leyendas de Guatemala apreciamos ya la toma de conciencia, por parte de Asturias, de la dignidad civilizada de su mundo, que tiene sus orígenes en los años de estudio parisinos con Raynaud, sobretodo a través de la traducción del Popol-Vuh, en Mulata de tal esta conciencia se exalta en la concreción de un mundo que es reino incontrastado de lo mágico y como tal único, insustituible. Y dentro de este mundo el hombre, como exactamente lo ha individuado Aubrun, «l'homme en situation, à l'épreuve de l'événement, c'est le héros définissant une conduite, un paradigme moral (ou, pour le dire dans le nouveau langage, formulant un "pattern"207. Precisamente en torno al hombre vuelve a determinarse, con más categoría, el compromiso de Asturias en la denuncia de la gran orfandad que lo ha des poseído de la magia, sumiéndolo en la alienación. Largo momento de reflexión para reconstruir los caminos, reanudando los hilos secretos que nos unen al pasado y que sólo se hacen patentes en la gran realidad superior que comienza en el sueño.



  —109→  

ArribaHéroes y aventureros en Maladrón

La obra de Miguel Ángel Asturias se mueve constantemente entre mito y realidad. A partir de las remotas Leyendas de Guatemala (1930), que entusiasmaron a Paul Valéry por su carácter de «poema-sueño-fantasía»208, para llegar a las obras de mayor empeño que siguieron, hasta las más recientes, esta atmósfera se define y se aclara ulteriormente, pasando ya por cimas eminentes de fusión mito-realidad, como es el caso de Hombres de maíz (1949), ya cediendo, al contrario, a las más vivas exigencias de lo real, en un ímpetu de denuncia, cual se expresa en El Señor Presidente (1946), en la trilogía bananera -Viento fuerte (1949), El papa verde (1950), Los ojos de los enterrados (1960)- y en el extraordinariamente sentido Week-end en Guatemala (1956). Pero ya en Los ojos de los enterrados, en sí tan dominado por un sentimiento de rebelión contra la desesperada condición guatemalteca, coligándose a los mitos y a las sobreentendidas brujerías de los dos tomos anteriores de la trilogía, a las mitologías astrales y al sustrato ya poético, ya escalofriante de las ocultas presencias que actúan en el alma popular   —110→   en Hombres de maíz, dando a todos estos elementos un relieve preminente, indicaba una exigencia atormentadora de recuperación más directa y total de una atmósfera mítica y mágica de la cual la narrativa de Asturias había surgido, y con ella toda su obra, incluso la poesía y el teatro. El llamado irresistible de la primera matriz se manifestaba a través del juego de invenciones de una extraordinaria fantasía indio-barroca, no tanto en El Alhajadito (1961), que representa un significativo punto de encuentro entre el clima del pasado -el de las Leyendas- y las punzantes nostalgias del presente, sino más bien en Mulata de tal (1963), libro que califica con una nota de magia, nueva y antigua al mismo tiempo, un período de renovado vigor en el escritor guatemalteco, en que la fantasía y la palabra se manifiestan con resultados del todo excepcionales.

Los libros sucesivos a Mulata de tal se encuentran firmemente situados en el clima que esta novela ha inaugurado, pero con una originalidad de fondo que los califica hasta en el plano del sentimiento, como una marcha progresiva de acercamiento a la zona más íntima y sentida. En la poesía, Clarivigilia primaveral (1965) vuelve a los temas de la civilización maya y su concepción cosmogónica; en el teatro, Torotumbo (1969), acto único sacado del homónimo cuento de Week-end en Guatemala, aunque dominado por el compromiso, político y humano, destaca el fondo mítico del país; en la narrativa, las leyendas de El espejo de Lida Sal (1967) parecen consagrar de manera definitiva el encuentro con el mundo mítico y mágico mesoamericano, en una fusión armoniosa   —111→   de planos temporales en los que el pasado se vuelve actual y el presente esfuma sus confines en notas voluntariamente vagas, repitiendo el milagro de los orígenes del mundo.

Las primeras páginas del «Pórtico» introducen, programáticamente, en una dimensión íntima y fabulosa del mundo guatemalteco, realidad-sueño, especie de paraíso anclado firmemente en regiones valederas del sentimiento, por encima del fluir del tiempo. Los planos de la realidad y el sueño se funden, como ya en las Leyendas de Guatemala, pero con una fuerza creadora que atesora los resultados alcanzados hasta Mulata de tal y que confirma la madurez de Asturias a través de un largo arco de tiempo, el de toda su creación artística.

Por encima de la perspectiva de «paisajes dormidos», sobre los que llueve una «Luz de encantamiento y esplendor», se impone el «País verde»:

País de los árboles verdes. Valles, colinas, selvas, volcanes, lagos verdes, verdes, bajo el cielo azul, sin una mancha. Y todas las combinaciones de los colores florales, frutales y pajareros en el enjambre de las anilinas. Memoria del temblor de la luz. Anexiones de agua y cielo, cielo y tierra. Anexiones. Modificaciones. Hasta el infinito dorado por el sol.209



El contacto con el Popol-Vuh es nuevamente evidente, pero el resplandor del paraíso terrenal creado por los dioses progenitores y descrito en el libro sagrado de los quichés aparece originalmente   —112→   acentuado en Asturias a través de matices de luminosa transparencia, tonalidades cálidas en la gama verde-oro, que transforman en materiales preciosos los elementos de la naturaleza, sean ellos cosas, vegetales, animales, pájaros o reptiles. Las metáforas y las definiciones de unicidad del mundo descrito destacan el carácter mágico e irrepetible de Guatemala, paraíso terrenal y celeste al mismo tiempo, fusión de realidad y magia, en un tiempo sin tiempo. La serie de las notaciones, expresadas en períodos breves, mira a destacar el valor del detalle; las repeticiones adjetivales, las exclamaciones controladas, expresan la condición extrahumana de dicho mundo; el rápido sucederse de las series verbales da vida interior intensa a un paisaje en apariencia dormido en el resplandor de su belleza, en el cual, al contrario, todas las cosas viven, tienen voz y sentimientos. Las menciones de vegetales y animales, la alusión a edades geológicas, a huracanes celestes, la nota polícroma de los pájaros, las huellas ilustres de una civilización remota, el acento puesto sobre los minerales y las piedras preciosas, que en sí llevan la sugestión de las civilizaciones desaparecidas, las civilizaciones precolombinas, de las cuales han acabado por transformarse en símbolo, acentúa el clima mágico en el que se confunden las edades. El tiempo, indiferenciado y eterno, domina enigmático el paraíso, en el que el hombre vuelve a ser la miserable criatura que los progenitores fabricaron para su placer egoísta. Las diversas leyendas que aparecen en el libro no lo desmienten.

  —113→  

La novela que sigue a los cuentos de El espejo de Lida Sal, Maladrón (1969), confirma, con la atmósfera mágica, el alcance del llamado que en Asturias ejerce una bien individuable zona espiritual, la del mundo precolombino, pero con referencias continuas al presente. La vuelta decidida y ya desarmada al mito, si por un lado supera lo acentos de crudo realismo protestatario, no elimina en el escritor su compromiso, lógica expresión de su moralidad. En Maladrón el peso de la realidad es cada vez menos perceptible, en cuanto parece esfumarse en la invención fantástica, sin ser por ello menos importante. El tiempo de la acción es el del derrumbe del mundo indígena maya-quiché y de la conquista española, pero las implicaciones de este hecho se presentan muy actuales. Si en las Leyendas de Guatemala Asturias había entendido representar el compósito mundo indo-hispánico de su país, suspendido entre la época de la conquista y el tiempo presente, y a distancia de años, en Mulata de tal, acentuando los caracteres barrocos y mágicos de Hombre de maíz, había destacado las peculiaridades y los conflictos de un universo a punto de desaparecer frente al advento de la civilización mecanizada, en Maladrón resuscita el clima de tragedia en el que el paraíso indígena sucumbe frente a las fuerzas hispánicas, contemplando también, por otro lado, la trágica y poética locura del recién venido, que lo mueve a recorrer los sorprendentes caminos del mundo conquistado, en busca vana de realidad para los sugestivos espejismos en los cuales de repente, y con fuerza ciega, cree.

La intención del novelista aparece claramente en   —114→   el subtítulo del libro, «Epopeya de los Andes verdes». La atmósfera de El espejo de Lida Sal tiene una continuación inmediata, pero el «País verde» ya no es sólo un paraíso mágico, sino que Asturias lo interpreta con el dolor y la añoranza con que se contempla al paraíso perdido, destruido en su intacta pureza por la llegada de «seres de injuria», los españoles conquistadores, venidos de «otro planeta» para acabar con la paz de un «mundo de golosina», poblado de gente tranquila, de «venados» y de «pavos azules». Un mundo mítico y mágico, situado en un tiempo remoto, con todas las atractivas del bien perdido.

Como siempre, en las novelas de Asturias hace falta prestar atención al epígrafe. En el que precede las primeras páginas de Maladrón se resume el clima espiritual en que se desarrolla la investigación del escritor. Lo que a primera vista no parecería del todo exacto es el subtítulo de la novela, «Epopeya de los Andes Verdes», puesto que esa epopeya ocupa tan sólo los ocho primeros capítulos del libro, por un total de 49 páginas sobre las 217 que forman la edición bonaerense. La novela parecería, por ello, sufrir de cierto desequilibrio, en cuanto se presenta formada de dos partes no declaradas, de diversa dimensión y diferente intención: en la primera, la más breve, toma consistencia la epopeya del pueblo Mam; en la segunda, la parte más extensa, se cuenta la odisea de algunos españoles que persiguen el sueño de descubrir la conjunción de los océanos, uno de los tantos mitos que fascinaron a los conquistadores.   —115→   Un corte tan neto entre las dos partes de la novela no ayuda a su unidad, que hubiese sido mayor si Asturias eliminaba el subtítulo. Aunque, al fin y al cabo, se trata de un detalle que Maladrón hace olvidar fácilmente, en cuanto siempre de epopeya se trata: antes la de los vencidos, que desemboca en tragedia, luego la de algunos valientes españoles cuyo fin también ocurre bajo colores de tragedia.

La estructura de Maladrón revela una elaboración que lleva a numerosos resultados de particular valor en el orden de una multiplicidad de motivos, que van de las descripciones del paisaje al estudio de la tragedia humana, a la nota de divertido humor. El valor de la novela reside sobre todo en la originalidad y genuinidad con que, en los numerosos diálogos de los protagonista hispánicos y Zaduc, adorador del Maladrón, el escritor recrea el idioma castellano de tiempos de la Conquista, al que aporta nuevo vigor expresivo a través de sus prodigiosas cualidades de dominador del idioma, de artífice excepcional que gusta del neologismo y la adjetivación inédita. Insertado en la prosa de Asturias, de tan particular significado emotivo y poemático, el castellano del siglo XVI no representa una nota desafinada. El novelista, en efecto, lo vivifica constantemente con el aporte de su invención, haciéndolo desbordar del diálogo a los pasajes descriptivos, a las intervenciones personales, liberándolo de todo sabor arqueológico. Asturias mismo, en una conversación, subrayó el valor particular del libro en este sentido, como aporte de estilo y sobre todo de lengua, denunciando hasta el abuso idiomático que comete vertiendo   —116→   en las páginas de Maladrón todo el castellano que conoce, enriquecido de indigenismos, de arcaísmos, en una reacción decidida al movimiento de empobrecimiento del idioma que le parecía en auge en América latina. De ahí el «uso y abuso del idioma con toda la mano y toda la manga larga». A ello aporta una nota determinante la lección de los grandes prosistas hispánicos, Quevedo, y particularmente Cervantes, del cual Asturias afirma haber aprendido la adjetivación y que proclama «el genio que ha logrado colocar los adjetivos mejores», con especial referencia al insuperable ejemplo de la carta a Dulcinea. A los escritores del Siglo de Oro se reconoce deudor por la lujuria, la magia del idioma; pero reconoce no menor su deuda hacia algunos exponentes de la Generación del 98, especialmente Baroja «que nos da esa idea anárquica de la lengua». Al mundo indígena, sin embargo, se debe el barroquismo que aparece en toda la obra de Asturias -«si yo tengo algún barroco es por esa forma indígena»-, así como ciertas particularidades estilísticas, paralelismo, multiplicación silábica, alusión, ese decir las cosas como por subterfugio -«nada dice directamente el indígena, sino a través de subterfugios»-. La estructura misma de Maladrón, en la sucesión de los breves capítulos de que se compone, en su abrirse sobre la descripción de un mundo de excepción, implica una conexión con la forma y la atmósfera de los textos sagrados mayaquiché, pero con un acento que ya preanuncia, en el destino otoñal de la naturaleza, el fin de un mundo:

  —117→  

Al final del verano, entre la tempestad de hojas secas que el viento del Norte arrebata, muele contra las piedras y reduce a polvo [...], cada hoja sedienta se enrolla sobre el pedúnculo para pincharse y morir; al final del verano, entre la pavesa del sol y la tostadura de la helada, campos y montes marchitos devorándose en la perspectiva de ocres, jaldes, amarillos, parduzcos [...]210



A pesar de que, sobre este ajarse y morir de la naturaleza, permanece el verde eterno de la cordillera -«al final del verano sólo queda verde la gran cordillera flotante como nube sembrada de aéreos pinos, cipreses voladores y cumbres de cuya excelsitud no dan cuenta nieves eternas [...]»211-, la impresión es la de un mundo en agonía. En la situación de la naturaleza se refleja la de todo el pueblo Mam en el choque con los españoles. A propósito de Maladrón se ha hablado de un «espécimen indiano de dudosa ortodoxia» que vendría a continuar, después de veinte siglos escasos, en la épica occidental, los poemas homéricos, o que al menos de alguna manera se rebela a los «moldes consagrados» de género y personajes212; pero no parece el caso de acudir a parentescos tan remotos y dudosos. Maladrón es, en su primera parte, epopeya y elegía, al mismo tiempo, del pueblo indígena en lucha desigual contra el invasor. El esplendor del mundo de golosina pone de relieve con su ocaso   —118→   los rasgos más característicos de la tragedia, que es sobre todo tragedia de hombres, frente a un mundo exterior y que no comprenden. En esto Miguel Ángel Asturias repite el clima que domina en las predicciones sagradas del área náhuatl, la concepción cíclica del mundo, por la cual toda nueva edad se impone sobre la extinción violenta de la anterior. El choque entre españoles invasores e indígenas representa en modo concreto este momento crítico. La crisis se manifiesta sobre todo en el vértice, entre quien está calificado a interpretar la historia y el destino del pueblo indio. La guerra se verifica entre dos mundos diversos, es un «Choque de dioses, mitos y sabidurías»213, no es guerra de religión, sino de magias214. La verdad es que la concepción mágica ha perdido su sugestión sobre el «Mam de los Mames»; él percibe exactamente que el choque ocurre entre una técnica y medios progresados y un concepto elemental de la guerra, superado y que ya no sirve. Caibilbalán repudia, por consiguiente, la magia, así como repudia la guerrilla porque tiene una concepción más evolucionada del Estado civilizado215. Por encima de la tragedia del pueblo indio, por encima de la destrucción del mundo maravilloso, «nube terrenal en que nace el maíz»216, por encima de los horrores de la guerra y el sacrificio de los indígenas, que se tiran sobre el hierro del enemigo para arrestar la destrucción de su pueblo217, domina la naturaleza   —119→   hamlética de Caibilbalán. Su desconfianza en la magia es desconfianza en los dioses: «El Señor de los Andes Verdes lleva y trae sobre sus hombros, la noche entera, el peso de sus dudas»218. Son estas dudas que lo pierden; las derrotas de su pueblo recaerán sobre él como responsable único: depuesto y retrocedido a simple taltuza acabará, pues, su vida confinado en el «país del lacandón y el mono», mundo sin tiempo, como si perteneciera a otro planeta.

Caibibalán es un héroe desdichado, ya vencido antes de la derrota real. Él representa un momento nuevo del mundo indígena y se pierde precisamente por sus capacidades racionales. En él Asturias entiende representar la pérdida fatal de su gente. Las grandes masas que se mueven en la guerra, indias y españolas, constituyen el fondo más idóneo -rico en luces y sombras, envuelto en las fantasmagorías del mito y en los datos mágicamente transformados de la realidad- para que destaque su naturaleza compleja e íntimamente atormentada, su categoría heroica. El novelista representa esta complejidad dispersando los datos de su preocupación y su duda a lo largo de varios capítulos, hasta su condena final. En el medio están los grandes murales, en los que todo se mezcla, hombres y animales, cosas y vegetales, realidad e irrealidad. El resultado es la creación de un ambiente mágico cuyos colores, cálidos o matizados, quedan inconfundibles en la narrativa hispanoamericana.

  —120→  

Para expresar la magia del mundo que entiende celebrar Asturias acude a la enumeración, a una adjetivación hábil, a la comparación frecuente. No pocas veces acude también al contraste; al paisaje otoñal, con gérmenes de ineluctable ruina, de la primera página, sigue la descripción de los Andes Verdes, «cerros azules perdidos en las nubes»219, entre «siembras y resiembras de lo bello, flores sean dichas, de lo dulce, frutas sean dichas, dicha sea todo [...]»220; a este paisaje de sueño, al que se presenta a los invasores, al mundo que los españoles sueñan, entre troncos de árboles, montes verdes y oscuros barrancos, al recuerdo dominante de las bellezas de la costa marina, se opone el paisaje sofocante y hostil en que está confinado el Señor de los Mam, representado con contraste más inmediato a través del recuerdo de los Andes Verdes, «su ombligo, su cuna, su juventud, su vida...»221, y la enumeración de detalles hostiles, parte integrante del nuevo país, «su exilio, su vejez de guerrero-taltuza y acaso su muerte»:

[...] la selva cálida, húmeda, el agua podrida, la sabana sin fin, los micos sociables, los monos peludos, las serpientes de barbas amarillas, los venados, las ciudades de piedra blanca, sin desenterrar, la escalofriante esgrima de los colmillos de los jabalíes, el retemblar de la selva y el atronar de los árboles, palmeras, escobillos, guárnales, derribados al paso de las dantas que se   —121→   abren camino en lo más intrincado del bosque [...]222



La enumeración menuda de animales, vegetales, insectos, lleva a veces a Asturias a juegos de palabras que, si nada añaden a la belleza de la página, muestran sin embargo una vez más sus capacidades de invención, de fantasía y lenguaje, el gozo personal que siempre experimenta en la creación de su obra223 .

El clima indígena está representado con viva adhesión mediante la adopción de formas expresivas típicas de la mentalidad aborigen. En el capítulo sexto el diálogo entre Caibilbalán y los guerreros que le reprochan su rechazo de la guerrilla, y por consiguiente la pérdida de la nación, se funda todo en la alusión y la metáfora, en el recurso a fórmulas rituales que, entre repeticiones y expresiones formales de consideración, ya son evidentes en el Rabinal Achí; un estilo que nada dice directamente y que es característico del formalismo indígena. El clima trágico del fin del pueblo Mam se expresa patéticamente a través de las reiteraciones de la lamentación fúnebre sobre el héroe Chinabul Gema caído en combate. El acento de la epopeya se convierte aquí en sentida elegía y la prosa de Asturias parece resucitar las cadencias solemnes y muy íntimas de la poesía indígena que celebra el héroe, el cual en su desdicha encuentra su grandeza. En el Canto General afirmó Neruda que el hombre es más grande que el mar y que sus   —122→   islas224; Miguel Ángel Asturias proclama su grandeza con acentos no menos profundos225, suscitando la sugestiva atmósfera que procede de las repeticiones rituales propias de los cantos nahuas en memoria de los guerreros difuntos226.

La tonalidad dominante en la primera parte de Maladrón es de plena poesía. Aquí Asturias es una vez más el "Lengua" de su gente. A través de su palabra la historia se transforma en fábula, en magia, con acentos religiosos. Los datos temporales se esfuman en un contorno vago, los orígenes de la Conquista, que no es necesario ni útil fijar en fechas exactas. La poesía brota de cada palabra, fluye inarrestable, penetrando seres y objetos, la fauna como la flora. Se podría pensar que esta primera parte de la novela haya sido concebida antes como poema, luego prosificada y continuada en la parte que cuenta las gestas del grupo de españoles en busca de la conjunción ístmica, «donde según creencias se juntan los Océanos en nupcias de sal blanca, sin igual»227, concreción de esa «fábula verdad» que, según Pedro Paredes228, uno del grupo, es característica del mundo americano. Asturias nos asegura que no es así, y a pesar de ello si la tonalidad poética se mantiene también en la segunda parte de la novela, en la primera se podrían aislar secuencias rítmicas   —123→   numerosas, como al comienzo del libro: «Al final del verano...».

El mismo clima de poesía empapa la descripción del mundo guatemalteco, repitiendo la atmósfera maravillosa del Popol-Vuh, pero con originalidad de cromatismos delicados que transforman los datos de la realidad en algo mágico, que se esfuma en la irrealidad:

Es la nube terrenal en que nace el maíz. El primer grano de maíz que hubo en la tierra. El puma rosado se refugia en sus colinas antes de bajar el tiempo del cielo. Tempestades blancas. Rebaños de témpanos de hielo. Costas y majestad de mar cubierto por glaciares. Espumas salobres y borrascas de látigos de nieve, antes de bajar el tiempo del cielo al fruto, edad del árbol, del cielo al trino, edad del pájaro, del cielo a la palabra, edad del hombre. [...]229



Entre colores e impresiones de luz y sonido surge el mundo asturiano, suspendido entre la atmósfera ritual sagrada y la realidad transformada en magia. El alba está representada como en los primordios de la creación del mundo, una atmósfera religiosa y solemne en la que vibra un lirismo sutil:

En los fuegos arden las resinas sagradas. El humo blanco de copal masticado por las brasas se alza a saludar la aurora. Espirales que suben en columnas a sostener el cielo, la belleza del día, sus ámbitos, sus benéficos dones. Orientes rosados, cada vez más rosados, cárdenos al rasgarse las neblinas, de fuego y oro al dibujarse el sol.   —124→   Poco a poco se alumbran las nubes, las colinas, los árboles. Porosidad de los seres para la luz y la tiniebla. Absorben la luz y la tiniebla, como la esponja el agua. No anochece y ya es oscuro el bosque. No amanece y ya es claro el barranco.230



También el recuerdo, que confina con el sueño, transforma las cosas en magia. Blas Zenteno -«al que llaman Redoblás, por gigante y hablador»- suscita un mundo de golosina para procurar alejar a sus compañeros de la idea de su loca empresa de buscar la conjunción de los océanos. En su descripción del clima y la abundancia de frutas de la costa Asturias celebra nuevamente la unicidad del mundo mesoamericano:

[...] clima de pluma de paloma entre palmeras con sombra de pelo de mujer, brisa marina bajo los abanicos de los cocales y a la mano, por el suelo, los cocos, agua y carne de hostia, y las pinas, oro dulce, oro con perfume, y las anonas, plata de sueño, y los plátanos rosados en trementina, y la caña de azúcar, y los zapotes rojos, y las granadillas, y las tunas, y los nances, y las cerezas, y los membrillos, y los caimitos, y las guayabas, los duraznos, los matasanos y las piñuelas...231



La transfiguración de lo real se cumple a través de una serie de metáforas, con las que Asturias destaca las cualidades excepcionales de cada fruta, una sucesión de adjetivos que solicitan sensaciones de   —125→   color, de olfato y gusto; la abundancia del mundo americano aparece acentuada por la serie anafórica en que se sucede la mención de las frutas tropicales. El mundo de golosina se presenta totalmente indefenso ante la injuria de la gente venida de afuera. El orden perfecto y primitivo de valores positivos se derrumba; el paraíso sucumbe ante el asalto del infierno, porque «¡De otro planeta llegaron por mar seres de injuria...!»232.

La desconcertante epopeya de los buscadores de la conjunción de los océanos -«Ellos no querían conquistar, sino descubrir. Descubrir las compuertas en que el Eterno ordena a los dos grandes bueyes azules ¡Juntad vuestros testuces!; y los deja uncidos; al istmo que tiene forma de yugo»233- empieza concretamente a partir del octavo capítulo. Ángel Rostro, Duero Agudo, Quino Armijo, Blas Zenteno no son sólo personificaciones de cuanto negativo representa la Conquista, sino también de lo que de positivo ella significa como espíritu de aventura, capacidad de fantasía -la reviviscencia de los mitos-, explicación de valor individual. En los protagonistas se cumple el primer encantamiento de la naturaleza americana sobre el hombre europeo. Su "locura" tiene algo inevitable y buscado al mismo tiempo. Los hombres que se alejan del grueso de los conquistadores para seguir la quimera de la conjunción de los océanos, parecen vivir en un mundo fuera del tiempo. Las nociones temporales han desaparecido   —126→   por completo; sólo una última noticia los alcanza, la de la caída de la gran fortaleza de los Mam. En torno a ellos se rompe todo lazo de unión con el mundo concreto del cual han venido. En el silencio que los rodea parecen experimentar el terror físico que acompaña a quien se pierde en tierras desconocidas; el terror histórico del hombre que siente cortados los lazos con su pasado y se encuentra solo, en poder de las fuerzas de una naturaleza desconocida, parece repetirse. A veces los protagonistas de la empresa oceánica tiemblan frente a la «horrorosa duda de si se habían quedado solos en el mundo, aniñamiento que les cortaba el resuello [...]»234; tienen la impresión de vivir en una especie de encantamiento que aumenta el miedo, el de estar «condenados a ir a pie hasta el fin de los siglos por aquel paraíso de lagos y volcanes [...]»235.

Para representar a un mundo tan distinto del mundo hispánico, en vilo entre la realidad y la fábula, cuya misteriosa esencia no puede alcanzar quien viene de afuera y es, en substancia, bárbaro -puesto que Asturias considera bárbaros a los conquistadores, comparada su rudeza con el refinamiento cultural del mundo precolombino que idealiza-, el escritor acude a todo el poder de su fantasía, aprovechando una vez más la lección aprendida del superrealismo, acudiendo a los elementos oníricos, a las figuraciones más sorprendentes. Los mitos indígenas le ofrecen un auxilio concreto y la morosidad con que Asturias insiste sobre ellos le permite   —127→   resultados muy notables de desrealización de lo real. El mundo que se presenta a los buscadores de la conjunción oceánica resucita en ellos las fantasías y los miedos de la Edad Media europea de la que salen. El mundo indígena está poblado de seres vestidos de colores simbólicos incomprensibles -«Un hombre tiñoso, tiña de arcoiris, todos los colores del iris en las manos y en la cara, un dedo azul, un dedo verde, otro rojo, violeta la frente, amarillos los párpados, una oreja naranja y otra oreja celeste, se cruzó con ellos en una ciudad desierta, deshabitada [...]»236-, presenta ritos extraños y sugestivos, los de los tremolantes, adoradores del gran Cabracán -volcán-dios-, «supremo hacedor de terremotos»237, de los oscilantes, que cuelgan de los árboles cabeza abajo -«frutos con ojos»238-, semiocultos entre las frondas de una ceiba enorme que pueblan de «gorjeos semejantes a voces humanas»239. La fantasía medieval de los descubridores cree vivir los encantamientos de los libros de caballería, y en los extraños seres colgados de los árboles de manera tan rara cree ver a «caballeros desdichados» a los que hay que prestar auxilio para romper el encantamiento240.

Esta interpretación ingenua apenas marca la distancia entre un mundo complejo y la simplicidad de los venidos de afuera. En el mundo americano que   —128→   ellos están pisando todo oculta su significado y a pesar de ello, o precisamente debido a ello, todo contribuye a fascinarlos. No solamente los hombres poseen un náhuatl, sino que todas las cosas hablan y se mueven. Sugestionados por el ambiente, hasta los caballos de los conquistadores y los del expirata Ladrada, ya nativos del país, entablan una larga conversación. La indígena Titil-Ic -«Eclipse de Luna»241- es el único trámite de comprensión entre el mundo indígena y el mundo hispánico. Amante de Blas Zenteno, de ella procede el fruto de la esperanza futura, puesto que el hijo que da a luz representa la fusión de las dos razas. Asturias acepta, pues, como hecho positivo, el mestizaje -ni podía ser de otra manera-, antes, en él ve el comienzo de algo prometedor y grande. El indio Guinakil susurra al oído de la mujer una frase que resonará más veces en el libro: «¡Todo está ya lleno de comienzos!»242. Mientras que el padre sueña un porvenir fantástico para ese «vástago de dos razas fundidas ya para siempre como dos Océanos de sangre, nacido en estas Indias de padre advenedizo y nativa madre, bajo un cielo que creía estrenar esa noche todas sus estrellas!»243.

Los acontecimientos, mágicos y reales al mismo tiempo se desarrollan ante la presencia dominante de un paisaje que acentúa y legitima la atmósfera maravillosa que caracteriza todo el libro. Miguel Ángel Asturias recarga los colores, los esfuma, acude   —129→   a acercamientos violentos o a matices evanescentes; al denso cromatismo se opone la transparencia244. Su paleta en Maladrón resulta extraordinariamente rica, y también por este motivo la novela es un seguro logro artístico, así como marca una época nueva en la narrativa del escritor guatemalteco.

Hasta el mundo subterráneo participa de colores mágicos. La estatua viviente del Maladrón -«Señor de nuestra Muerte, intacta, total, nuestra y sólo nuestra»245- en la gruta en que Ladrada lo está talando en la madera por orden de los españoles, observa la existencia de un universo caleidoscópico que la atrae, hasta desear ya no irse, de ser ahí «esqueleto verde y no esqueleto blanco como son los huesos de los que mueren en otras latitudes»246. En el mundo americano hasta la muerte asume un aspecto inédito, diverso, de todos modos, del tradicional: al color lívido de la realidad occidental sustituye el de un verde transformador y germinante. En el nuevo mundo el mismo Maladrón -«Hijo legítimo de la materia, Ángel de la Realidad, Señor de las cosas ciertas»247 -parece no saber resistir la atracción de la conversación, que se concretiza en un panteísmo continuamente cambiante. La América verde es un milagro inagotable, donde hasta los minerales tienen vida y las minas de oro son «piedras de ojos preciosos»248. Ante tanta maravilla todo parece desarrollarse fuera del tiempo, en una   —130→   realidad fantástica, vista como a través del humo del tabaco -planta sagrada de los dioses-, que «separa la memoria de las cosas visibles, de los objetos que nos rodean»249. Todo parece liberarse de las nociones temporales, así el recuerdo de las conversaciones que Duero Agudo tuvo con el saduceo Zaduc, en el barco que lo llevaba a las Indias, y que lo convirtieron al culto del Maladrón, como la realidad del mundo americano, donde los españoles experimentan la sensación de un viaje infinito, sin término visible, en una nube de paz sin espacio ni tiempo, «en el humo de un mundo nuevo, sin tiempo, ni espacio»250, precisamente.

Con la celebración de la belleza paradisiaca del mundo mesoamericano y su primitivo orden feliz, el motivo dominante en Maladrón es la condena de la conquista española que dicho orden ha destruido. La visión de una España evangelizadora resulta repudiada netamente por Asturias -ya lo había hecho, por otra parte, en La Audiencia de los Confines, celebrando al Padre Las Casas-. De la conquista el escritor, en Maladrón, denuncia los aspectos más negativos, la codicia y la violencia. Después de las escenas de guerra -no muchas, la verdad, pero eficaces- de la conquista de los Andes Verdes y la derrota del pueblo Mam, con la presentación escalofriante de los horrores que la guerra implica, la acción bélica ya no aparece en primer término; en su desarrollo constituye sólo un fondo vago y lejano,   —131→   más allá del panorama verde en el que se mueven los protagonistas. Permanece, sin embargo, su significado trágico, junto con una interpretación sagrada del sacrificio humano: «La guerra sirve para abonar la tierra con seres humanos»251. La figura del Maladrón -o sea de quien en el Gólgota rechazó la salvación que el Cristo le ofrecía- es el Dios verdadero de la Conquista.

El tema del Maladrón interesaba desde hacía tiempo a Asturias y en su obra aparece ya en las páginas de El Alhajadito, donde formaba parte de esa realidad-sueño ante la cual el joven descendiente de los Alhajados experimentaba vibraciones íntimas252. La leyenda del misterioso personaje agitaba su alma, pensando en ese 29 de febrero -fecha fuera del tiempo-, día del Maladrón, en que fracasó la empresa de fundir una campana excepcionalmente preciosa para glorificar al «Crucificado materialista que no creyó en el Paraíso, Nuestro Verdadero Señor y Padrecito»253, en cuanto resultó sin voz. Los orígenes del tema del Maladrón están en el interés de Asturias por la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo, pero sólo en la novela de que tratamos toma cuerpo definitivamente, para llevar a la condena de la Conquista. Las numerosas definiciones del Maladrón -dios de la realidad sin más allá, destructor de toda esperanza humana- van determinado su real sustancia. La mayoría de los   —132→   españoles que fueron a América era, según afirma Asturias, judaizantes, y entre ellos había un grupo de adoradores del Maladrón254.

El novelista ha aclarado255 que el Malandrón se ríe del paraíso en cuanto materialista, no por befa. Pero haciéndolo dios de la Conquista, Asturias hace de él un personaje totalmente negativo, «¡Señor de todo lo creado en el mundo de la codicia, desde que el hombre es hombre!»256. El reproche constante a los españoles, de parte del escritor, es el de haber repudiado la enseñanza del Cristo para hacerse, según las acusaciones del Padre Las Casas, que hace propias, «tiranos, robadores, violentadores, raptores, predones...»257. El Maladrón es el Señor de la Conquista «en el doble papel de incrédulo y ladrón»258; en su falta de dimensión humana está su condena. Cuando Lorenzo Ladrada talla su figura en la madera por cuenta de Agudo, al fin de obligar a los indios tremolantes a rendirle homenaje, lo hace a propia imagen y semejanza, o sea, tuerto, y lo condena por la eternidad a ser predicador de la materia:

[...] tú seguirás despierto enseñando que el hombre es sólo una mezcla de sustancias vivas, hecho no a semejanza de Dios, sino a imagen y semejanza de los metales, los vegetales, los animales, el agua y la tierra que lo componen.259



  —133→  

La condena de la materia bruta no podía ser más neta. El repudio y la destrucción de la cruz del Maladrón, la muerte violenta, por parte de los indios, de los que quieren imponer su culto, es la condena del espíritu negativo de la Conquista, realizada a la enseña de la materia. Proclama Güinakil:

-¡No otra cruz! ¡No otro Dios! ¡La primera cruz costó lágrimas y sangre! ¿Cuántas más vidas por esta segunda cruz? ¿Más sangre? ¿Más sufrimientos? ¿Y más tributos? [...] ¡Oro y martirio fueron pagados, sin tasa ni medida, por el Dios de la primera cruz! ¿Por el barbudo de esta segunda cruz, más carne de trabajo y matanzas?... [...]

-¡No habrá segundo herraje, ni habrá segunda cruz! Si la primera, con el Dios que nada tenía que ver con los bienes materiales y las riquezas de este mundo, costó ríos de llanto, mares de sangre, montañas de oro y piedras preciosas, ¿a qué costo contentar a este segundo crucificado, salteador de caminos, para quien todo lo del hombre debe ser aprovechado aquí en la tierra?... Si el de la primera cruz, el soñador, el iluso, nos costó desolación, orfandad, esclavitud y ruina, ¿qué nos esperaba con este segundo crucificado, práctico, cínico y bandolero?... Si con la primera cruz, la del justo, todo fue robo, violación, hoguera y soga de ahorcar, ¿qué nos esperaba con la cruz de un forajido, de un ladrón?...260



La presencia del Maladrón, el largo hablar en torno a su figura y su doctrina, la animación improvisa de la figura de madera y, en planos remotos, los de la existencia real, improvisamente vivos, el recuerdo   —134→   de su triste voluntad de repudio de la salvación, acompaña a los protagonistas de la empresa del descubrimiento ístmico. A lo largo de su camino ellos se enfrentan con una serie de problemas que califican profundamente la condición humana, entre ellos la sensación de limitación que se desprende de la comparación entre la juventud y la desdicha de la vejez: frente a la juventud, «dueña de tantos caminos», está la vejez, «con sólo el sendero fatal del más allá que se nos torna cada día, cada hora, cada instante que pasa, en más acá...»261. Bajo este juego de palabras se impone la seriedad de un problema que recurre con insistencia en la obra de Asturias. La carrera del tiempo destruye progresivamente las ilusiones que, en palabras de Antolín Antolinares, «año tras año la vida nos va cortando o bien se nos mueren en el cuerpo»262. La infelicidad del futuro, cerrado a toda esperanza, es sentida particularmente por Ángel Rostro, quien se descubre vuelto enemigo de sí mismo, en cuanto quiere prolongar su propia vida a fin de aplazar una muerte sin más allá: «vuéltome yo mi enemigo, mi contrario, sosteniéndome el vivir por dilatar mi muerte sin esperanza...»263. El problema de la existencia del alma lo trata, pues, el mismo personaje, con argumentaciones y ejemplos fundados siempre en su profesión de soldado:

Y si en un ejército hay diferencias y contradicciones tenedlo por demasiada probanza de que   —135→   el alma existe, pues de no hacernos Dios tan grande merced, obedeceríais como irracionales...264



Parece un pasaje de Quevedo, que el mismo estilo recuerda. A pesar de su materialismo, tampoco Antolinares logra destruir la duda en torno a la eternidad:

Empero, la duda se me aposenta y nada por el cuerpo en lo de la eternidad. No me resigno a no tener eternidad, ¡maldita sea!265



Aunque Duero Agudo intenta una explicación materialista -«el hombre tiene eternidad, no como prolongación de su persona, de su unidad, pero sí como prolongación de sus desintegraciones infinitas de la plural armonía de sus secuencias»266-, Dios es también presencia atormentadora, sobre todo porque «puede decirse de Dios lo que no es, no lo que es»267. La negación de la existencia del más allá es lo que más espanta a Zenteno, para el cual el tiempo es la única cosa incorpórea, mientras todo lo demás es «real, material, corpóreo»268. Es tanta la duda, tanto el miedo acerca de estos problemas, que los adoradores del Maladrón exaltan y aprecian en su Dios el valor que tuvo para resistir a toda atracción de permanencia futura, «al no dejarse arrastrar   —136→   al espejismo del más allá, para erguirse y afirmar ante la muerte que allí acaba todo»269.

Antolín Antolinares resume eficazmente la situación real del grupo de españoles cuando afirma que «Da más miedo la vida que la muerte en los ajusticiados»270, precisamente por el fin miserable del hombre en la materia. La concepción cristiana del infierno es muy poca cosa frente a lo que espera al materialista. Afirma Duero Agudo:

A todos, a todos nos arredra no seguir como personas en una segunda vida. El infierno comparado con el absoluto fin que nos espera no es nada. En el infierno, al menos, seguiríamos siendo nosotros.271



La condena del Maladrón está en su soledad, que procede de haber destruido la esperanza en la eternidad: «[...] solo, completamente solo (la soledad de la materia infinita, y él no era más que materia, sustancia, naturaleza)»272.

Al final de su vida Antolín Antolinares vuelve a pensar en el alma, reconociendo su cualidad suprema:

...el alma qué haría en este caso... alguna maña ...el alma es maña... es lo mañoso del hombre y por eso vale más alma que cuerpo, ¿más vale maña que fuerza...?273.



  —137→  

Los protagonistas de la busca de la conjunción oceánica se pierden, entre la afirmación de la materia y el tormento de la duda en torno al más allá. En ellos fracasa, simbólicamente, la Conquista. Miguel Ángel Asturias proclama su condena. El último vencido es Antolín Antolinares Cespedillos: escapado a la justicia de los indios cabracánidas con su hijo niño, la concubina Titil-Ic y Lorenzo Ladrada, parece realizar su sueño del descubrimiento ístmico. Pero en ese momento, precisamente, en él la locura se acentúa: deseoso de adelantarse a Ladrada en la comunicación oficial del feliz encuentro, huye por días y noches hasta cuando, destruido por el palmito, acaba miserablemente una existencia materialista en la materia más ínfima. Miguel Ángel Asturias insiste complacido en la destrucción divertida del personaje, presentándolo en el tormento de «retortijones», «pedos» y diarrea274. Cuando al final Ladrada lo encuentra y quiere llevarlo a la extraña fortaleza con facciones humanas que se levanta en el desierto -«[...] una fortaleza cuyo frontis semeja la máscara de un guerrero soterrado, no hasta los fosos, sino hasta las fosas nasales, balconadas por pómulos y de lado y lado de la puerta, repujamientos que corresponden a las orejas del casco»275-, la muerte ya ha intervenido. El escritor insiste quevedescamente en los detalles de la destrucción orgánica del hombre, con un sentido tan crudo de la miseria humana que recuerda también algunos lienzos de Valdés Leal:

  —138→  

[...] ya había empezado en su vientre el baile de los gusanos diligentes [...] Allí ya se lo estaban comiendo hormigas, mariposones, sabandijas y moscas verdes.276



Con esta insistencia en los detalles más macabros, en los que sin embargo vierte parte de su magia colorista, el escritor mira a destacar la infeliz limitación del hombre, y más todavía de quien no ha resuelto aún el problema entre el espíritu y la materia, entre la eternidad y la nada.

Maladrón concluye con la desaparición de todos los protagonistas de la locura aventurera de la busca oceánica. Sólo Lorenzo Ladrada -pirata y asesino, dueño de inmensas riquezas después de haber matado a su dueño, Escafamiranda-, se salva de la destrucción general. Pero en sí él lleva la infelicidad de la soledad, fruto de su conducta ligada únicamente a la materia. Su buscar al hijo de Antolinares y a la mujer de éste, que quisiera mantener consigo, está en función de la liberación de la soledad -«[...] la amaba (Titil-Ic) porque se sentía solo, inmensamente solo en aquel mundo de golosina»277-; el repudio de Dios y la desconfianza en el demonio lo llevan a la desesperación y la locura, hasta que, después de una tentativa inútil de introducir su voz en el diálogo que se desarrolla en la capilla del castillo-fortaleza entre un Canónigo y el difunto Antolinares, reunidos en contrastada comunidad en el mismo sepulcro, acaba por abandonar los lugares teatro de   —139→   tantos acontecimientos, cabalgando una «yegua color de sal» y dirigiéndose hacia el mar: «Necesitaba la inmensa soledad del océano»278.

Maladrón concluye, como había empezado, con una derrota: al comienzo del libro es el mundo indígena que sucumbe; al final son los españoles, aventureros que el mundo americano parece rechazar como por reacción física. Es la victoria de América sobre Europa; el hijo de Titil-Ic y Antolinares, lo que de positivo queda en vista del futuro -«¡Todo está ya lleno de comienzos!»279- desaparece por mano de los indígenas, que lo rescatan a su propia raza. El castillo-fortaleza surreal donde reside Lorenzo Ladrada, parece representar el símbolo de un momento de recogimiento necesario para que el pasado y el presente empiecen un coloquio proyectado hacia el porvenir:

El viento sopla por las troneras, mientras en el silencio misterioso del ayer y el más allá, se abren las venas de la memoria y sangran recuerdos que seca la calcinada soledad en las estancias, los patios, los sótanos, las torres, sin alma viviente.280



La frase recurrente, «¡Todo está ya lleno de comienzos!»281, acaba por asumir un carácter definidor en el libro. El mundo indígena penetra el mundo hispánico, se toma su revancha, lo somete sin repudiarlo   —140→   y lo abre, en una síntesis lograda, al futuro. Cuando Lorenzo Ladrada, único sobreviviente de ese grupo de «seres de injuria» venidos del mar y que se perdieron en los Andes Verdes, se dirige hacia la costa oceánica, otro capítulo se inaugura en la historia de América, el del mestizaje. El mundo vencido revive concretamente fundiéndose con el mundo hispánico, insinuando en éste los caracteres determinantes de su propia unicidad.

Maladrón es, en definitiva, más que un libro de catástrofes y añoranzas, una novela abierta a la esperanza y una afirmación ulterior de la grandeza del mundo mesoamericano en cuanto representa de valores espirituales. A la catástrofe que domina tantas páginas se opone la certeza en un futuro de signo positivo. Que aún no es el presente vivido por el escritor, pero que ha de venir, en cuanto los años seguidos a la Conquista han planteado sólo su posibilidad concreta.

La trayectoria de Asturias parecería concluirse en esta atmósfera de los orígenes plenamente reencontrada, pero su ahondar en el laberinto mágico que constituye la esencia espiritual de su tierra es sólo el punto de partida para la afirmación de un nuevo momento de su narrativa. La prodigiosa facilidad de renovación que hemos señalado varias veces, tiene su confirmación en Maladrón282.

Los ensayos reunidos en este tomo, dedicados a la obra de Miguel Ángel Asturias (1899-1974), Premio Nobel de Literatura 1967, confirman el permanente significado del que puede considerarse el mayor novelista hispanoamericano del siglo XX. La narrativa de Asturias representa una etapa insustituible dentro del proceso creativo de la América contemporánea, una renovación extraordinaria del arte de narrar, que se expresa en un particular «realismo mágico», de hondas raíces indígenas. Dedicando su atención a novelas como El Señor Presidente, Mulata de tal, Maladrón, el Autor entiende aquí afirmar, con la novedad y vigencia de la creación asturiana, la honda preocupación del escritor por la inquietante condición del hombre de América.

Giuseppe Bellini es Catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Milán. Director de «Studi di Letteratura Ispano-americana», asesor y colaborador de revistas italianas y extranjeras, ha dedicato numerosos estudios a las letras de América, entre ellos: La narrativa di M. A. Asturias (1966), Neruda (1973), Il labirinto mágico (1973), Quevedo y la poesía hispanoamericana del siglo XX (1976), Il mondo allucinante (1976), Storia delle relazioni letterarie tra Vitalia e l'America di lingua spagnola (1977).





 
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