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Del bueno y del mal amor en el siglo XVIII novohispano


Pilar Gonzalbo



Es el amor una enfermedad mortal. Es un accidente tan semejante a la muerte, que así la Muerte como el Amor usan arco y flecha; entre sí tan parecidos que ya se ha visto que el Amor despida saetas de muerte y la Muerte dispare flechas de amor1.







El amor, como protagonista de los dramas literarios y de la vida cotidiana, fue ganando espacios desde el siglo XVI, de modo que para los últimos años del periodo colonial, los novohispanos se habían familiarizado con las distintas formas de amor definidas por el discurso religioso y valoradas por la sociedad: amor a Dios y a la patria, amor al prójimo y a los padres, amor conyugal y amor desordenado impulsado por apetitos sensuales.

El afecto conyugal, que ya comenzaba a llamarse amor, estaba destinado a tener un brillante porvenir en la sociedad burguesa, mientras que el amor pecaminoso glosado en la literatura medieval, el amor adúltero, el amor comprado y el pecaminoso amor ajeno al séptimo sacramento, a veces se ocultaba, otras se disculpaba, y de vez en cuando era motivo de castigos y penitencias. Las formas de expresión de tan diferentes sentimientos tuvieron, sin embargo, ocasionales puntos de coincidencia, buscaron a veces los cauces formales de modelos poéticos y se desbordaron otras en palabras groseras o en arrebatos de ascetismo herético.

El artificio retórico de enlazar amor y muerte respondía al gusto barroco por los contrastes y por los intrincados laberintos conceptuales, al mismo tiempo que pretendía aproximarse al sentimiento místico del amor divino, tan poderoso y trascendente que apenas podría expresarse adecuadamente con las frases de Teresa de Ávila: «vivo sin vivir en mí» y «muero porque no muero».

Aunque sublimada por el fervor religioso, la manifestación desbordada de los sentimientos no dejaba de ser un trastorno del alma, cercano a la pasión, definida como un «movimiento desordenado» que perturba la mente e inquieta el espíritu. De ahí la voz de alerta que se alzaba en sermones morales y libros de devoción, advirtiendo que el cristiano que se deja arrastrar por sus pasiones termina por caer víctima de la tentación. Y cuando la pasión amorosa buscaba afectos terrenos, toda precaución era poca y todo rigor necesario, porque penas de amores contrariados y gozos de amor satisfecho eran caminos paralelos que llevaban a la perdición.

Ya que el cuerpo era el enemigo de la propia salvación, el remedio contra la concupiscencia era la represión de los apetitos; y las manifestaciones eróticas, aun cuando se encauzasen hacia el marido o la esposa, que lícitamente podría disfrutar de aquel amor, debían de refrenarse y someterse a un severo control. El discurso religioso, omnipresente en la vida colonial, marcaba así unos límites difíciles de respetar, entre el ferviente amor que se debía dedicar a la divinidad y los mesurados afectos humanos, que sólo podían consentirse en función de valores cristianos. Entre el ascetismo y la lujuria quedaba estrecho margen para las espontáneas manifestaciones de sentimientos amorosos2.

Los afectos rechazados, condenados o negados, afloraban bajo formas que hoy parece difícil desentrañar: hay erotismo encubierto en la literatura represiva, erotismo explícito, y a veces soez, en el lenguaje de los hombres y mujeres que fueron procesados como transgresores de las normas morales, y un cierto erotismo académico o literario en las manifestaciones poéticas, casi siempre estereotipadas, sometidas a fórmulas y reducidas a la imitación de modelos consagrados. Por otra parte, las efusiones místicas daban cauce a la liberación de represiones, cuya exageración se justificaba como respuesta a las muestras de predilección divina; de modo que es precisamente en los relatos de visiones sobrenaturales y hechos prodigiosos donde se encuentran las más libres expresiones de erotismo.

La literatura piadosa propiciaba involuntariamente esta transposición de sentimientos, al exaltar el gozo del amor a Dios, junto a la resignada pasividad recomendable en el uso del matrimonio: «cuando el esposo de la carne se une a ti, pon tu gozo en permanecer unida a tu esposo celeste»3, decía un antiguo manual de vida cristiana.

Los teólogos del siglo XVI comenzaron a emplear la palabra amor para referirse al afecto que unía a los cónyuges, pero advirtieron del peligro que entrañaba cualquier tipo de deleite carnal. El cuerpo humano estaba destinado a ser morada del mismo Dios y por ello su pureza exigía el sacrificio de unos placeres que se tildaban de groseros e infrahumanos. El vocabulario empleado en los textos canónicos facilitó la empresa, al señalar como una de las cargas del matrimonio el cumplimiento del «débito»: deudas y obligaciones armonizaban mal con placeres y alegrías. Al mismo tiempo, por pudor o respeto, el lenguaje popular prescindió durante varios siglos de la palabra amor, sustituida por términos como voluntad, inclinación, gusto y afición, cuyo significado era equivalente4. El proceso del cortejo galante se definía con expresiones como: dio en enamorarme, buscó mi compañía, me visitó con frecuencia o mantuvimos conversación.

Los doctores de la Iglesia advertían que en materia de sexualidad no hay pecado venial, sino que todas las faltas tienen carácter grave; tampoco existe pensamiento o deseo tan oculto y fugaz que no deba de exponerse ante el tribunal de la penitencia. Y ya que toda expresión de erotismo resultaba pecaminosa, no es extraño que inocentes doncellas fueran presas de angustias incontrolables cuando sus propios sentimientos las conmovían o cuando la presencia y las palabras de un galán trastornaban sus sentidos. De ahí a dejarse llevar por el torbellino de la pasión no había más que un paso; y no fueron pocas las que lo dieron.

Se presumía que el discurso amoroso estaba a cargo del varón y que la inocencia de las mujeres debía de llegar a tal grado que ni siquiera comprenderían el atrevido lenguaje de sus pretendientes. El pertinaz galanteador de la novicia poblana doña Xaviera de Covarrubias, le advertía para tranquilizar su conciencia: «Yo, Niña, en mi carta no te dixe nada de picante, sólo te dixe lo que te gustaba, según yo mismo he experimentado»5. El seductor disponía así de todas las ventajas, al contar con su capacidad de persuasión y con la ignorancia de sus posibles víctimas.

No cabe duda de que el lenguaje de la seducción propiciaba la manifestación de impulsos emotivos que se mantenían reprimidos en las relaciones formales impuestas por la Iglesia y por la sociedad6. Pero los documentos en los que suponemos que podríamos encontrar las claves de ese lenguaje, las demandas presentadas por las jóvenes seducidas, dicen poco de los sentimientos y mucho de los prejuicios y de los recursos legales. A semejanza del burlador de Sevilla, los don Juanes novohispanos conseguían sus fines a cambio de promesas de matrimonio. Las palabras cálidas y los susurros insinuantes no llegaron a los expedientes judiciales, que en cambio registraron el compromiso contraído, de palabra o por escrito, en privado o con el conocimiento de otras personas.

Los amantes más expresivos aseguraban que sacrificarían su vida tan sólo por ver a su amada, que sin ella la comida no los sustentaba ni el agua saciaba su sed, que sus desaires les habían roto el corazón en pedazos y que jamás pensarían en cortejar a otra mujer. Ya que nada ganaban las jóvenes agraviadas al hacer públicas otras intimidades, no es raro que nada más personal aparezca en los documentos7. Las relaciones que podríamos imaginar apasionadas y voluptuosas se reducen así a convenios matrimoniales a futuro, indefinidamente aplazados.


Amor frente a lujuria en la «sana» doctrina de la Iglesia

Textos catequísticos y sermones morales trataron de los pecados contra la castidad y de cuanto atañía al sacramento del matrimonio. Es constante la referencia a las obligaciones de respeto y amor impuestas por la unión conyugal y al modelo de María y José, padres terrenos del Salvador, que vivieron en perpetua continencia, según la tradición cristiana: «¡Qué amor tan puro, qué acciones tan santas, qué solicitud pide en los unos tan cuidadosa y qué obediencia en las otras tan rendida!»8. Éste sería el matrimonio elogiado y recomendado por los predicadores: «nada más santo, nada más dulce que el matrimonio»9.

No se encontraban solos los eclesiásticos cuando recomendaban moderación en los sentimientos y advertían que el amor excesivo entre los esposos podía ser causa de desorden en el hogar y de descuido en la educación de los hijos. Así lo advertía también Fernández de Lizardi, quien recordaba que el matrimonio ha de contraerse con fines santos y que en el futuro esposo o esposa había de buscarse la virtud más que el atractivo físico10.

De acuerdo con las recomendaciones morales, la comunicación entre los esposos debía de mantener un tono de reposado afecto o dar lugar a efusiones entre infantiles y respetuosas, como se aprecia en algunas cartas. Una mujer que había quedado abandonada en España, escribía a su «esposo muy querido» y se despedía como «tu esposa, que más te estima de corazón»11. La joven desposada con don Pedro Romero de Terreros, durante las repetidas ausencias de su marido, le decía: «Querido padrecito de mis ojos y todo mi bien (...) recibí tus besitos en letritas lindas, las que aprecio en mi corazón (...) Pues eres todo mi amor y el único consuelo de mi corazón (...) Beso tus lindas manitas, tuya como siempre, idolatrándote y deseando verte»12.

No cabe duda de que las responsabilidades contraídas por el vínculo conyugal eran compatibles con un sincero afecto; sería empresa vana buscar pasiones desbordadas en parejas que disfrutaban apaciblemente de su unión; pero el peso del compromiso social y religioso imponía una solemnidad particular a la unión sacramental. Incluso en algunos pueblos indígenas se argumentaba la trascendencia del enlace como excusa para retrasarlo hasta después de haber comprobado que sería satisfactorio, tras un periodo de convivencia, ya que «el vínculo indisoluble del matrimonio, que ha de durar hasta la muerte, no es acertado que sea como entrego de carga cerrada, porque va a riesgo de encontrar una sierpe quien esperaba un ángel»13.

Posibles errores de interpretación de las normas, debidos a la ignorancia de los indios, y relaciones íntimas anticipadas, incluso entre jóvenes de la sociedad criolla, podían verse con cierta tolerancia, puesto que contemplaban como fin último la unión sacramental. No pocos «deslices» de mujeres solteras se disculpaban porque cedieron movidas por un compromiso de esponsales y no por el incentivo de la pasión14. Ésta parece ser una buena razón para que hayan desaparecido de casi todos los documentos coloniales las huellas de un erotismo que siempre se consideraría culpable, mientras que la aspiración de encontrar un marido podía disculpar peligrosas condescendencias. Frente al beatífico cuadro del matrimonio cristiano, se exponía «la abominable fealdad de la lujuria y los daños y peligros gravísimos de los malos pensamientos y deseos torpes»15.

Los autores de textos de orientación moral insistían en los «estragos de la lujuria» y especificaban las formas solapadas en que tentaba a los hombres, y los remedios que podían oponérsele. La doctrina de la Iglesia no había variado desde que San Antonio de Padua, el «Doctor Seráfico», escribiera en el siglo XIII Versus de Luxuriae Effectibus. Pero muchas otras cosas habían cambiado para comienzos del XVIII; entre otras: la oratoria sagrada, las modas en el vestir, los bailes y fiestas cortesanas y el trato galante entre hombres y mujeres. Decía el santo franciscano: la lujuria ensucia, enreda, mata, nunca se sacia, «al hombre truécalo en bruto, a todo mal arremete y el buen nombre compromete»16, y completaba el texto barroco:

estas malditas y diabólicas mujeres, con sus colas y calzados levantados y adornos escandalosos, arrebatan para el infierno a innumerables hombres. Con la provocativa desnudez del seno, mostrando la cerviz, garganta, hombros, espaldas y brazos, se hacen maestras de torpeza y de lascivia17.



En el año de 1773, el dominico fray Juan Amador predicó en la ciudad de Manila un sermón que provocó la inquietud de los inquisidores de la Nueva España. Afirmaba en él que Dios estaba pesaroso y arrepentido de haber creado al hombre a causa de la lujuria que imperaba por dondequiera. Atacaba en primer término la prostitución y el adulterio, para continuar con los amancebamientos. Se refería al peligro de que se convirtieran en permanentes unas relaciones que estaban basadas en el amor y no en caprichos pasajeros. A propósito relataba el caso de una mujer agonizante que al recibir la extremaunción pidió que se le autorizase a recibir la visita de su compañero, a quien debería de exponer su arrepentimiento; pero apenas lo vio, con sus últimas fuerzas, le dijo:

Amado mío, yo siempre te he amado de corazón, y aora, en esta última hora, quiero darte muestras de mi mucho amor. Amado mío, yo bien conozco que derechamente me voi al infierno: pero no importa. Tú eres la causa de que yo no tema sus penas18.



Es obvio que lo que producía consternación al predicador no era la satisfacción de un gusto pasajero o la obnubilación momentánea de los sentidos, sino la fuerza de un sentimiento que ponía al amante por encima de las obligaciones divinas y humanas. En el último tercio del siglo XVIII, las palabras citadas en este sermón constituían un anticipo de lo que sería el amor romántico medio siglo después. También para estas fechas comenzaba a resultar escandalosa la familiaridad con que se trataban los jóvenes una vez comprometidos en matrimonio; lejos de ver una disculpa en tal circunstancia, lo consideraban un riesgo mayor: «Decidme, malos padres ¿porque tienen trato de casamiento se quedan impecables? No, más encendido está entonces el deseo carnal...»19.

La aparente intransigencia de la Iglesia no significaba que los fieles compartieran esa actitud. Cuando los obispos realizaban la preceptiva visita pastoral de su diócesis, escuchaban denuncias de los pecados públicos, entre los que se consideraban el amancebamiento y la separación voluntaria de los matrimonios. Las numerosas acusaciones de parejas que vivían en barraganía muestran la frecuencia de este tipo de relaciones, que además casi siempre tenían larga duración20.

Y sobra decir que la bendición del sacerdote no garantizaba la buena armonía dentro del matrimonio. Eran frecuentes las demandas por malos tratos del marido, por incontinencia y abandono, por adulterio de la esposa, por embriaguez de cualquiera de los dos o porque el marido no aportaba lo necesario para el gasto de la casa. Ciertamente eran más frecuentes los arreglos que los divorcios y los hombres perdonaban los agravios con tolerancia parecida a la de las esposas21.

El culpable último de todas las tentaciones era el demonio, que encontraba su camino a través de los sentidos: la vista, el oído, el gusto, el olfato y, sobre todo, el tacto, eran cauces para estimular el placer corporal, y todo placer de los sentidos era pecado, al menos venial. Por eso el remedio era la disciplina del cuerpo, las mortificaciones, la oración y la frecuencia de los sacramentos22.




El amor rimado

En todo tiempo el amor fue argumento de coplas y canciones, de novelas y obras dramáticas. De ahí que los amantes se sintieran impulsados a expresar sus sentimientos en forma similar a la que veían en el teatro o escuchaban en tonadas populares. Los poetas se fingían amantes y los amantes se sentían poetas. Los desdenes, los celos, la ausencia o la muerte del ser querido, daban ocasión propicia para los desahogos literarios.

Al menos en uno de los testimonios conservados, la inspiración alcanzó apenas a enlazar consonantes, para solicitar una cita y para llamar la atención sobre los sentimientos de admiración y afecto. Quizá el pretendiente esperaba que el ritmo impuesto al mensaje lograría conmover a la desdeñosa beldad, con razonamientos bastante prosaicos, acompañados de afirmaciones desmesuradas y algo sorprendentes, dado el tono informal y casi festivo de la misiva:

Sí, mi bien, contesta afable a quien tantas penas pasa, procura por que yo te hable, un cuarto de hora en tu casa, por que nuestro amor se entable.

Dime, pues, en tu respuesta, la última resolución, no me niegues la propuesta, mira que ya mi pasión a demencia se halla expuesta.

Pero si acaso en tu casa, yo no te pudiera hablar, no es la ciudad tan escasa; dale, pues, sitio y lugar a un corazón que se abrasa23.



Como parte de los estudios de Humanidades, los novohispanos aprendían en las escuelas las nociones elementales de preceptiva literaria, suficientes para competir en certámenes poéticos y desahogar sus inquietudes en sonoros octosílabos, que fue el metro preferido, o endecasílabos, que conferían mayor solemnidad al argumento. Existía una larga tradición de coplas jocosas y de sentidos lamentos, desde la picardía de los entremeses festivos hasta las quejas por amargos desengaños. Poetas de ocasión ponían en boca de hombres y mujeres de cualquier calidad la expresión versificada de sus sentimientos. Negociando amores fáciles diría un barrendero: «yo le he tirado unos dichos y no les hace mal gesto»24; lamentando haber sido víctima de un engaño plañía una joven:


   Derreniego del amor
que a tanto mal me ha traído;
triste, amarga y como he sido
engañada de un traidor.
Perdí mi fama y mi honor
por él y diome de mano;
que yo, en vida que viviere
daré amor a mexicano25.



Con irreverente donaire, un atrevido funcionario ensartaba coplillas en las que se parodiaban cantos litúrgicos mezclados con atrevidos requiebros:


   Hija, dile a tu madre
me quadras tanto.
Si el altar me divierte
qué será el santo26.



El erotismo en ritmos musicales y letrillas bailables preocupó a las autoridades, que persiguieron, al parecer sin éxito, a los anónimos autores, propagadores e intérpretes de canciones como las de «cuchumbé»27. En contraste con la ligera frivolidad de las coplas populares, la poesía académica buscaba temas más serios, como el del duelo por la pérdida de un ser querido:


   ¿Es verdad que moriste? no lo creo
si con tan tierno amor ando a buscarte
que donde mi pesar no puede hallarte
parece que se aumenta mi deseo28.



Las poesías amorosas insertas en cartas clandestinas podían convertirse en prueba condenatoria cuando el cortejo se desviaba de las normas impuestas por la moral cristiana. Composiciones de apariencia inocente se consideraron delito grave en cartas enviadas por un clérigo a una doncella interna en el Colegio de Vizcaínas. En respuesta al interrogatorio, la joven entregó algunos papeles en los que había expresiones como «adiós, chata fea, mi Nanita querida» y composiciones en un tono similar:


Dónde estás, prenda querida
cielo de mi pensamiento
adonde que no persives
mi suspiro y mi lamento
(...) No seas ingrata conmigo
mátame siempre mirando
y si no puede ser siempre
que sea de quando en quando29.



Acaso la sujeción a una determinada medida y la búsqueda de rimas apropiadas, servían de lenitivo al dolor por desdenes y rechazos, que constituían frecuente argumento de poesías:


   Para aliviar mi dolor
han de proferir mis labios
los infinitos agravios
que me ha causado tu amor30.



Los antagonismos entre distintos grupos étnicos se convertían también en motivo de amargura, cuando un amante rechazado era desplazado por alguien a quien consideraba de inferior condición. Es obvio que en textos que expresan sentimientos íntimos no debemos esperar que aparezcan términos que podríamos considerar clasificatorios; a nadie se califica de criollo, mestizo o indio en una carta de amor, pero con frecuencia, por despecho o con cariño, se llama negro o negra al amante o al rival:


   Negro se te vuelva el día
y negros trabajos pases
pues de negros te enamoras
(...) y pues negro es tu galán
y negro el amor que implora
ese negro a quien tú adoras
nunca del floreado pan
gustes sus blancas dulzuras
sino unas semitas duras31.



Una «desdichada e infeliz negra» se lamentaba en prosa:

Querido Negrito de mi corazón: (...) ya puedes considerar la pena tan grande que a este triste corazón le acompaña el verme ausente de tus cariñosas visitas y al mismo tiempo desconfiado de tu amor. Y así te suplico, que si me tiras a matar con tus ingratitudes (...) acábame de matar, que tendré el gusto de morir por ti32.



Con mayor violencia y sinceridad, sin el auxilio de la poesía, otros infelices amantes despechados fueron víctimas de la Inquisición por blasfemar de los santos que de nada servían a la hora de conseguir o conservar un amor. Incluían en sus quejas a San Antonio, especializado en cuitas amorosas y por lo tanto más responsable que otros del fracaso de oraciones y promesas33.




El amor negado

A los ojos de la sociedad, el amor era siempre peligroso, así que no es extraño que se tendiera a ocultarlo o a justificar por otros cauces sus más evidentes manifestaciones. Si el lenguaje poético asimilaba la demencia a la pasión amorosa, nada más fácil que explicar como locura, pasajera o permanente, lo que aparecía como desenfreno de los sentimientos. Si sólo el amor espiritual era aceptable, a él habrían de acogerse las frustradas ansias de afecto y las caricias imaginarias. Si la doctrina de la Iglesia exaltaba la caridad y el amor fraterno, sería difícil para muchos cristianos deslindar lo inmaterial de lo sensual y lo meritorio de lo reprobable. Y cuando no hubiera excusa razonable para les excesos de «la carne», quedaban al descubierto las asechanzas del demonio, último culpable de todos los males que aquejaban al género humano.

Mujeres recluidas en establecimientos de asistencia pública y calificadas de dementes por el Tribunal del Santo Oficio, padecieron a causa de su frustración sexual y de su incapacidad de mantener en secreto la expresión de su necesidad de amor. Mauricia Josefa Ignacia de Apelo y María Gertrudis Torres fueron víctimas de su pasión, la primera por recurrir al sacrilegio y la segunda por atacar con una navaja a la joven que consideraba su rival34. Las denuncias presentadas por María Josefa Montero contra varios clérigos fueron desestimadas por considerarse que eran fruto de su mente perturbada. Decía Josefa que sus confesores la habían solicitado para acciones torpes y que uno de ellos le decía «que ojalá le pudiera yo ver el corazón, que no hallara yo otra cosa dentro más que a mí (...) que mis antecesoras no habían sido cualquier cosa, y con todo yo era mejor que ninguna de ellas»35.

El mantenimiento del orden exigía que todo lo que constituía un atractivo para los sentidos se atribuyese a influencias maléficas. La coquetería de las mujeres era, en el discurso moral, añagaza de Satanás:

Andan entre nosotros, en humanos cuerpos, almas tan de bestias, que revolcándose continuamente en el más hediondo cieno, ni aun sienten ni conocen su mal olor (...) Entre éstas podemos contar unas doncellas en el cuerpo, y en el alma peores que rameras36.



Fiestas, paseos, «galanteos y artificios», conversaciones y chistes, parecían tentaciones tan irresistibles que sólo la huida constituía eficaz remedio37. Y al mismo tiempo se acentuaba la impureza de expresiones engañosas, que encubrían intenciones mezquinas y perversas: «¿piensas que esos obsequios continuos que se te hazen es por inclinación del ánimo? no son, desengáñate, afectos del alma sino intereses de su conveniencia»38. Aún más grave era el caso de religiosos que cortejaban a sus hijas de confesión y cuyas expresiones de afecto llamaban la atención de compañeros y superiores.

El agustino fray Andrés Echeverría, enamorado de María de la Luz Otero, no regateaba miradas, palabras dulces, caricias y obsequios, incluso en presencia de la madre de la joven, que tenía que vigilarlos para que no se escondiesen a solas en las recámaras. El denunciante describía la situación con expresiones que podrían definir lo que se consideraba muestra de un amor correspondido:

la ciega passión en que habían caído los precipitaba a dar muestras de un desordenado amor, ya en estarse mirando de ito en ito, esto es, sin divertir la vista en otra cosa que en estarse bebiendo los alientos uno de otro; ya en despedir suspiros y otras demostraciones, como el secretito al descuido y guiñadas de ojos39.



Delante de otras personas se entretenía el religioso en peinar y desenredar el cabello de la niña, «los requiebros y amores eran todo el día» y «las siestas las pasaba el confesor con la niña en los brazos»; pero lo que no llegó a permitir la tolerante madre fue que el «dicho Padre» llegara a bañarla, como se dispuso a hacer en una ocasión40. Sin duda les pareció a los amantes que eran insoportables las limitaciones impuestas en el hogar y huyeron por diez días, en los que no pudieron localizarlos. Finalmente se recluyó a la joven en el colegio de Vizcaínas, donde pasaba los días de plática con el fraile, en la reja, el confesionario y la portería.

El prestigio sacerdotal y la intimidad del confesionario facilitaban la seducción de las penitentes, pero pocas veces existía una conformidad tan placentera como la que se transparenta en el caso anterior. El amargo desengaño de sor Zeraphina de Nazaret, monja profesa de Santa Clara de México, enamorada de su confesor, se atribuyó a su fantasía desbocada y al engaño del demonio, que la hizo malinterpretar las intenciones del sacerdote. Sufría ella por su ausencia y respondía él con palabras que aumentaban su desesperación. Reconocía el sacerdote que le había escrito algunas veces

en el mismo estilo amoroso, a correspondencia del tuyo (...) considerando que de escribirte áspero te perdía para Dios (...) Assí hazía San Francisco Xavier, jugando con el soldado para después ganarle. Ya querida mía hemos jugado bastante; bamos aora con las ganancias: ¿qué dices? en tu confesión general, que harás teniendo por madrina a la Virgen veremos la respuesta41.



No sería sorprendente que en realidad la religiosa hubiera padecido algún desequilibrio, cuando creía haber sido correspondida en sus sentimientos y le respondían que se había tratado sólo de un juego. Y tampoco es raro que se negase a aceptar la evidencia, escribiendo de nuevo una carta en la que no se trasluce nada de espiritual y piadoso. Llama al confesor por su apellido, Placencia, como era bastante común en los matrimonios; le declara las razones de su amor: «para mí eres sin segundo hermosura y belleza, en lo gallardo y en lo discreto y generoso»; reconoce la imposibilidad de gozar de lo que tanto anhela: «qué infierno, qué dolor, qué tormento, qué mal tan tremendo, no hay remedio»; pero todavía insiste en su deseo de reunirse con su amado siquiera una sola vez:

arbitra medio para que nos veamos solos, mi Dueño. Mira que hasta no verme reclinada en tus brazos no he de consolarme. Sola contigo, mi Dueño, deseo verme, siquiera una noche (...) podrías llevarme contigo y lograr ambos la dicha tan grande que desea nuestro amor42.



Sin consuelo ni esperanza, la monja terminó por reconocer que había estado fuera de sí, que su arrepentimiento era completo y que comprendía que lejos de ser amor, aquel arrebato había sido tentación del demonio.

Era fácil convencer a los inquisidores de que el maligno era responsable de todas las tentaciones y caídas, cuando ellos mismos así lo declaraban. Una española, doncella de 34 años, decía que había resistido largo tiempo la persecución de un hombre casado, que se imponía severas penitencias, tenía visiones celestiales y consuelos prodigiosos, pero aun así no podía liberarse de las tentaciones de impureza. Su confesor declaraba: «los demonios han conmovido todo el cuerpo de la declarante, procurando movimientos y deleites de impureza, arrojando al mismo tiempo un fuego de Luxuria que la abrasaba y alteraba los humores»43. Entre los libros y papeles de la procesada se encontraron unas coplas que terminaban diciendo: «qué importa que lo lascivo, arda en la parte inferior, si la superior no quiere, no toca nada a tu amor»44.

En gran parte de los procesos por solicitación existía cierto grado de violencia, de coacción y de abuso de autoridad, unidos a la tosquedad en las insinuaciones y la rudeza en las caricias; los restantes nos dan la imagen del cortejo galante, del afecto sincero o del arreglo de conveniencia, en el que las palabras cariñosas acompañan a la gratificación en dinero o en regalos45. Uno de los acusados reconoció espontáneamente que era de carácter jocoso y que acostumbraba ser «suabe y dulce con las hixas de confesion». Suavidad y dulzura que sin duda alcanzaron formas bastante audaces, pues ellas dijeron que las enamoraba en el confesionario, que les decía palabras tiernas y amorosas, que les repetía que soñaba con ellas y que deseaba que salieran del convento para darles muchos besos y que les escribía papeles en que les decía que eran su querer y su bien. Parece que tantas galanterías quedaron en palabras, pese a que debieron surtir efecto en jóvenes que no tenían oportunidad de escuchar tales ternezas. En particular la referencia a los besos es excepcional, pues sólo entre esposos y en diminutivo se encuentra repetida46.

El elemento de peligro debía de añadir un aliciente a los galanteos, al menos cuando el riesgo no era muy grave, pues hubo quien cortejó a varias novicias y colegialas de diferentes conventos, lo que siendo él soltero no le ponía en situación demasiado arriesgada47. Algo más precavidos debían de ser los sacerdotes, que, sin embargo, se dejaban llevar por su entusiasmo y oscilaban entre la cautela y la sinceridad. El bachiller don Mariano Gutiérrez, apenas moderado en algunas ocasiones y otras impetuoso, no dejaba de recordar el envío de dos pesos, un peso y otras cantidades a su «nanita, esposita, queridita, hijita...». Al relatarle la forma en que empleaba sus horas de desvelo se deleitaba en pormenores que habrían encantado a no pocas esposas, pero que significaban una grave transgresión tratándose de un sacerdote:

te me puse en la imaginación como que estabas conmigo, y después de decirte mil requiebros y cariños y recibir otros tantos de esa vella boca y averte dado mil abrazos, me puse a desnudarte, te quité los sapatos, te desaté los ataderos, te saqué las medias, te afloxé las cintas de las naguas y las del refaxo y, ya que estabas en camisa, te subí a la cama y nos acostamos juntos, te abrazé y luego me quedé dormido (...) pero no soñé ningún disparate, sino que te estaba abrazando y contigo platicando...48



Con frecuencia, una vez establecido el intercambio de correspondencia, se cruzaban pequeños obsequios o prendas íntimas y objetos de significado erótico: joyas, pañuelos, «cabitos de cigarro», que chupaban alternativamente, cortecitas de pan y sorprendentes remedios para aliviar dolencias, como el que demandaba fray Francisco Antonio Vega, quien decía: «sólo con esos bellos hechos polvo y tomados en vino sano pronto»49.

Desde el siglo XVI se habían generalizado las experiencias místicas, reales o fingidas, acompañadas de arrobos, desvanecimientos, visiones extraordinarias y alteración del pulso y de la temperatura del cuerpo. Las mujeres estuvieron mucho más inclinadas que los hombres a estas experiencias y en la Nueva España hubo «visionarias» que encubrieron una vida licenciosa bajo el manto de la santidad50. Las beatas procesadas por el Santo Oficio durante los últimos años del siglo XVIII, carentes de un compañero con quien compartir sus ansias de amor o enamoradas de un confesor severo ante el que estaban obligadas a aparecer inmaculadas, encontraban consuelo en la comunicación sobrenatural. Por intuición o por referencias de casos similares describían sus visiones como momentos de tormento alternados con deleites físicos, caricias y sensaciones placenteras.

María Rita de Vargas veía al niño Jesús, que «le hacía caricias y le pasaba la mano por la cara, (...) andaba con sus manitas en los pechos por encima de la ropa y le ponía la mano debajo de la barba (...) El Niño le echaba mucho calor (...) le hacía cosquillas (...) juntaba su cara con la de ella» y le producía tal gozo que en una ocasión llegó a decir: «Señor, ya no más gustos, porque ya no puedo más, ya no me caben más»51.

Menos placenteras eran las visiones de Lucía de Celis, maltratada por los demonios y reconfortada después por Jesucristo y la Virgen María, a quienes daba de mamar de su pecho: «tomando a Nuestro Divino Jesús, y con Su Majestad en la boca, me metía mano a partes ocultas, como si estuviera pecando con un hombre»52. Llegaba así a su última expresión lo que los predicadores habían alentado involuntariamente al exaltar como signo del amor divino aquella predilección de Jesús por algún alma selecta, a la que reclinaba en su pecho y acogía en sus brazos, «diciéndole y haciéndole muchas caricias»53. A nadie podía sorprender que exasperadas por su frustración sentimental, algunas mujeres impacientes imaginaran delicias que nunca lograrían alcanzar.








Consideraciones finales

Los comportamientos permanentes, espontáneos y casi universales no pueden definir la mentalidad y las actitudes de una época. Como parte del proceso biológico, los seres humanos se emparejan tras una etapa de cortejo, y como resultado de determinantes culturales, el matrimonio es la forma de relación aceptada por la sociedad; en cambio, la proporción de célibes; la duración de las uniones conyugales y las formas elegidas por los individuos para satisfacer sus necesidades de afecto, son variables y responden a circunstancias particulares. La negación del erotismo en el discurso moral y la represión de sus manifestaciones por parte de la sociedad, dieron lugar a actitudes opuestas de sumisión y rebeldía entre los novohispanos del siglo XVIII, cuando la antigua tolerancia era sustituida por una creciente intransigencia ante las libertades sexuales.

Lo que nuestros documentos aportan acerca de comportamientos de hombres y mujeres procesados por sacrilegio o por faltas contra el matrimonio dista mucho de ser representativo de la conducta de la mayoría de la población. Es indudable que entre seglares libres de votos y sin obsesiones de santidad se darían relaciones más libres, de las que no ha quedado huella; pero las reacciones en situaciones límite nos hablan de la mentalidad colectiva. En expedientes judiciales, cuando los testigos se referían a la forma en que un galán renuente al matrimonio había logrado «hacer su gusto», quedaba a salvo la inocencia de la mujer, que había cedido por complacerlo, no por su propio deseo. Hay testimonios de la forma en que las familias habían abierto las puertas de sus casas a los cortejadores, pero nada se explica de lo que sucedía entre el portón y la alcoba, entre los saludos de protocolo y las proposiciones «deshonestas». Lo que importaba era dejar constancia de la indiferencia femenina hacia la sexualidad.

También es significativa la frecuencia con que aparecen en los expedientes inquisitoriales referencias a las inclinaciones amorosas de monjas y sacerdotes, así como la justificada desconfianza hacia los arrebatos místicos, impregnados de una sensualidad mal reprimida. Las inclinaciones que en la vida de los laicos podían encontrar compensación, estaban condenadas al silencio entre quienes se habían consagrado a la vida religiosa.

En todo caso, el lenguaje erótico, las caricias y gestos expresivos y aun el recurso a ciertas prácticas de hechicería podrían ser comunes a clérigos y laicos. Aunque casi siempre fueron mujeres las acusadas de realizar conjuros y hechizos, cuyo objetivo era conseguir y conservar el amor de alguien o producir al aborrecimiento hacia otra persona, hombres y mujeres acudieron a esos recursos y con mayor frecuencia fueron los varones quienes se sintieron víctimas de los maleficios.

En todo caso, independientemente del carácter religioso de los amantes, eran el temperamento y la formación los que determinaban las formas de relación entre hombres y mujeres. La moral católica imponía normas de comportamiento y amenazaba con graves penas a los transgresores; pero, en definitiva, era más riguroso e implacable el control social, del mismo modo que poco tenían que ver con la religión las frustraciones de pobres solteronas sin belleza ni dote, de jóvenes ignorantes seducidas por desaprensivos galanes, de mujeres maltratadas y de maridos engañados.

Los sentimientos reprimidos y los anhelos insatisfechos desbordaron en ocasiones las barreras impuestas por los prejuicios y se expresaron en el triste lenguaje de los amores imposibles. Quienes gozaron de un amor bendecido por la Iglesia y aprobado por la sociedad pudieron disfrutar de aquellos preámbulos de miradas, sonrisas, caricias y «conversación», con los que se condenaron tantos otros desdichados.



 
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