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La vanguardia desde el modernismo

Luis Sáinz de Medrano Arce





Al entrar en este tema no hemos de insistir con exceso en lo que a todas luces resulta obvio: las vanguardias históricas -por no hablar de las que les suceden son un producto de la revolución romántica, a partir de la cual toma cuerpo -dentro de un tiempo que «nos concierne» en el sentido intenso del verbo- lo que Apollinaire llamó «cette longue querelle de la tradition et de l'invention / de l'Ordre et de l'Aventure»1. En el camino, hito inexcusable, el simbolismo francés que anticipó casi todo lo que luego se proclamó como novedad.

Las propuestas de la autonomía de la imagen poética, su independencia de los referentes externos, fundamentales en la vanguardia están en Mallarmé. Así por ejemplo, cuando afirma: «Je dis: une fleur! et, hors de l'oubli où ma voix relègue aucun contour, en tant que quelque chose d'autre que les calices sus, musicalment se lève, idée même et suave, l'absente de tous bouquets»2 anticipa la reivindicación de Vicente Huidobro: «El poeta crea fuera del mundo que existe el que debiera existir. Yo tengo derecho a querer ver una flor que anda...»3. El rechazo específico de la naturaleza como modelo a copiar por parte del chileno tiene antecedentes basados en graves consideraciones en Baudelaire, para quien la naturaleza, ensalzada por los ilustrados como «source et type de tout bien et de tout beau possibles beau possibles [...] n'enseigne rien ou presque rien»4, excepto a sobrevivir y también a hacer daño a nuestros semejantes. Frente al crimen, «originelment naturel», la virtud «est artificielle»5. La «superconciencia» huidobriana («Manifiesto de manifiestos, 1925) está prefigurada en la exaltación por Baudelaire de las «véritables fêtes du cerveau, où les sens plus attentifs perçoivent des sensations plus retentissantes»6, algo que se produce por la capacidad de la imaginación, exaltada por E. A. Poe como «une faculté quasi-divine qui perçoit tout d'abord, en dehors des méthodes philosophiques, les rapports intimes et secrets des choses, les correspondences et les analogies». De ahí que «l'enthousiasme», excitación del alma independiente de «la passion qui est l'ivresse du coeur»7 y es un producto de la naturaleza, sea el principio de la poesía. Si Huidobro lamentaba, en el «Prefacio» a Altazor, que la palabra hubiera sido relegada al bajo menester de la cotidiana comunicación humana, Baudelaire ya estimaba locura que mucha gente buscara en la poesía enseñanza y utilidad y no mero placer, y, volviendo a Mallarmé, éste precisaba que «au contraire d'une fonction de numéraire facile et representatif, comme le traite d'abord la foule, le Dire, avant tout rêve et chante, retrouve chez le poète, par necessité constitutive d'un art consacré aux fictions, sa virtualité»8. Cierto que en conjunto el modernismo absorberá más la parte del simbolismo que concierne al «sentimiento de pertenencia a la naturaleza» por parte del yo poético, en función de búsqueda de armonía, y ésta es «una de las dimensiones del modernismo contra las que reacciona con la máxima vehemencia el vanguardismo»9, pero en todo caso tal sentimiento no deja de ser una consecuencia de aquella liberación que permite al poeta imitarla en su capacidad creativa, lo cual abre el camino a las osadías de la vanguardia por mucho que en el caso hispánico los primeros vanguardista intentaran marcar diferencias y reacciones con respecto a aquel legado. Piénsese en el caso paradigmático de la «Oda a Rubén Darío» del nicaragüense José Coronel Urtecho con «acompañamiento de papel de lija». Recuérdese que aunque Huidobro pretendió haber tomado su consigna de que el poeta debe hacer florecer la rosa en el poema de un viejo poeta aymará («La creación pura», 1921) Juan Jacobo Barjalía advirtió que el antecedente no era probablemente otro que Rubén Darío, quien el 7 de abril de 1888 en la revista La libertad editorial de Santiago de Chile preconizó que la misión del poeta es «hacer rosas artificiales que huelan a primavera. He ahí el misterio»10. No olvidemos tampoco ante el huidobriano (y posteriormente borgeano) tema del espejo, que ya Manuel Gutiérrez Nájera, al rechazar la obsecuencia imitadora, afirmaba: «si el único principio del arte fuera la imitación [...] el artista más sublime sería el espejo»11.

Darío está, así pues, inserto en el camino hacia la vanguardia hispánica por su asimilación de las inmensas licencias aprendidas en el simbolismo. Le acompañan en esa situación particularmente Herrera y Reissig y Lugones. La posibilidad de construir un mundo con insólitas correspondencias, la ruptura de la ley clásica de las analogías son premisas y realizaciones permanentes en su obra, y sería ocioso ejemplificar en este sentido. Ahora bien, coincidiendo plenamente con Saúl Yurkievich en muchas de las razones que da para afirmar que el modernismo es «genitor de la vanguardia», nos quedamos preferentemente con las que ofrece relacionadas con la emancipación del discurso modernista de las cadenas de la lógica: «Con los modernistas comienza la identificación de lo incognoscible con lo inconsciente, de la originalidad con la anormalidad»12. También con las que muestran a los modernistas como abiertos al cosmopolitismo y a la contemporaneidad, pero no compartimos la idea de que Darío (Darío, el poeta), haya sido deslumbrado por «el maquinismo, la modernolotría futurista, la vida multitudinaria, [...], el deporte, el turismo», aunque sí por el «spleen, la neurosis, [...], el dandismo, el poliglotismo (y) el art nouveau»13. Tal vez en el Canto a la Argentina (1910, en libro, 1914), un poema de encargo, no lo olvidemos, por el que Darío fue tachado de estar al servicio de «la oligarquía hispanoamericana»14 y «el fenómeno colonizador de los imperios»15, sin mengua del amor y la admiración que, como ciudadano, le suscitaba el gran desarrollo material de la ciudad que tan generosamente le cobijó, mezclada con legitimas inclinaciones humanitaristas, su acercamiento a automóviles, steamers, chimeneas, docks, etc., pudo reflejar algún contagio futurista, pero de todos modos dejó bastante marcado en él el contrapeso de lo que Carlos Julián Pérez ha llamado el «saber estético-mitológico»16. En suma, nos parece indiscutible que el Darío poeta, el que normalmente no se veía presionado, como el Darío periodista, por la fuerza de lo cotidiano, tenía un concepto fundamentalmente espiritual, artístico, de la modernidad, dentro de esa doble vertiente que en ella precisó Calinescu17.

Pero, por supuesto, no debe haber el menor inconveniente en aceptar que en la obra poética de Darío cabe señalar ejemplos más puntuales de aproximaciones a aquellas aportaciones que singularizan a las primeras vanguardias. Simplificando, junto a lo dicho sobre el Canto a la Argentina: la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones», (El canto errante), donde pululan los elementos de lo cotidiano (enfermedad, agobios económicos que motivan una reflexión sobre un banco real -el Credit Lyonais- y un hipotético automóvil), irónico cuestionamiento de la apreciación de la realidad por el mismo observador-emisor (la vestimenta de las muchachas de Mallorca), descenso al lenguaje muy coloquial («¡Qué Coppé!, ¿no es "verdá"?»), algo que si no es vanguardia contiene elementos fundamentales para ella; el desenfadado prosaísmo de «Agencia», del mismo libro, en el que el lenguaje periodístico elimina, desafiante, refractario, tenso, cualquier desmayo lírico («Ha parido una monja... (¿en dónde?...) / Barcelona ya no está bona / sino cuando las bolsa sona). En fin, no olvidemos ese gran golpe «ultraísta» del poema «La torres» (El chorro de la fuente): «Sobre la parrilla del gran Escorial / asad el toro del zodiaco», que descoyunta la respetabilidad de un acuñado símbolo.

Ahora bien, ¿qué opinaba el hombre Darío, el inserto en «las cosas de todos los días» -el que ejerció como sociólogo, como crítico, incluso como economista, dentro de su profusa actividad periodística- sobre la irrupción de las vanguardias en el mundo que le rodeaba?

Darío se radicó en Europa, con algunas escapadas a América, en los años en que sigue teniendo vigencia el impresionismo, incluyendo sus vigorosos antecedentes y repercusiones, se inicia el cubismo, se publica el manifiesto futurista, arranca el expresionismo alemán, y Apollinaire publica sus Meditations esthétiques, Los peintres cubistes y Alcooles (1913), por no citar sino algunos momentos clave, post-simbolistas, en el nacimiento de las vanguardias históricas. En América aparecen el Lunario sentimental (1909) de Lugones y los primeros textos de Huidobro, «Pasando y pasando» y «Non serviam» (ambos en 1914). Nada de esto parece haber merecido la especial atención de Darío. Es más, por lo que a la pintura vanguardista, significativamente, respecta, contamos con un artículo que testimonia claramente su desdén por la misma. Se trata de «El burro pintor», integrado en Todo al vuelo (1912) en el que se muestra tremendamente crítico con los «innominables y mamarrachos indescriptibles» que exponen todos los años en el Salón de los Independientes, y cuenta la anécdota del éxito obtenido ante los eruditos oficiales por el cuadro pintado instintivamente, con su cola, por un burro, cuadro que resultó «de un ultraimpresionismo de hacer aullar perros de piedra» (el subrayado es mío). Aunque salve la presencia de «algunos innovadores de talento»18. «Antes -añade- habíase lanzado un manifiesto como el de los pintores, amigos del poeta Marinetti»19. Esto nos permite fechar el artículo no mucho después de febrero de 1911, cuando aparece el «Manifesto dei pittori futuristi».

El nicaragüense dejó en sus «Dilucidaciones, artículo para Los lunes de El Imparcial, escrito en el invierno de 1906, en Mallorca, donde tomó contacto con intelectuales de la isla como Gabriel Alomar, y que sirvió de prólogo a El canto errante (1907), uno de los textos más reveladores de su inquietud ante el rumor de las incipientes vanguardias. Prescindiendo de las reflexiones sobre su propia misión, ya cumplida, Darío parece censurar por una parte el temor a la novedad que ve entre los tradicionalistas. Es aquí donde utiliza el término creado por su amigo mallorquín, quien al publicar en 1905 el ensayo «El futurisme», se anticipó en la denominación de una tendencia que universalizaría Marinetti: «Hay un gran horror de futurismo, para usar la expresión de este gran cerebral y más grande sentimental que tiene por nombre Gabriel Alomar, el cual será descubierto cuando asesine su tranquilo vivir, o se tire a un improbable Volga en una Riga no aspirada»20 (clara alusión a Ganivet, salvando la licencia del Volga por el Duina). Darío parece apuntarse, y puede hacerlo con toda justicia, al grupo de los abiertos al porvenir. La defensa del poeta demiurgo no es en ese momento una novedad en él, pero cabe una razonable sospecha de que su afirmación de que «el poeta tiene una visión directa e introspectiva de la vida y una supervisión que va más allá de lo que está sujeto a las leyes del general conocimiento» (pág. 697, el subrayado es mío) se derive de una lectura inmediata de «El futurismo» de Alomar. La anticipación de la idea de la «superconciencia» huidobriana es, por otra parte, evidente, pero ya hemos visto que antes se encontraba en Baudelaire21.

Por otro lado, el recelo ante las primeras novedades postsimbolistas que empezaban a circular en Francia le lleva a un repliegue ante «tantas flamantes teorías y enseñanzas estéticas...» sobre las que añade: «Las venden al peso, adobadas de ciencia fresca, de la que se descompone más pronto, para aparecer renovada en los catálogos y escaparates pasado mañana» (pág. 698). Podemos pensar en las novedades y aun estridencias ofrecidas por poetas como Valéry Larbaud, Jules Romain, André Salomon, el primer Claudel y, sobre todo, Apollinaire como autor de poemas escritos en los más tempranos años del siglo, algunos de los cuales se integrarán en el mencionado Alcooles; Gustave Le Rouge y tantos y otros que forman esa vanguardia literaria «no histórica» que empezará a serlo a partir de su catalización en 1906 en el cubismo, cuyo emblema es «Las señoritas de Aviñón» de Picasso.

La defensa de su propia obra y de los principios sagrados de la poesía, incluyendo sagaces observaciones sobre el signo lingüístico, emparentadas curiosamente con el pensamiento de un Saussure que Darío no pudo conocer, siguen desarrollándose en este ensayo que concluye con una condena de las novedades extrapirenaicas que «viene(n) a quitar, y no a dar», novedades muchas de las cuales «yacen entre polillas, en ancianos infolios españoles». Su consigna a los jóvenes «Juntos para edificar; solos para orar» (pág. 700) resulta una especie de muro de contención ya inútil ante las nuevas corrientes iconoclastas.

Darío según documenta Undurraga, tuvo algún acercamiento de la poesía de Huidobro, sobre quien emitió el siguiente juicio en julio de 1914: «Usted promete ser un gran poeta pero va por caminos muy tortuosos»22. ¿Incluía esta valoración el conocimiento del poema «Arte poética», que Huidobro afirma haber escrito en 1914 y pasaría a El espejo de agua, publicado en Buenos Aires en 1916 cuando ya Darío había muerto? En todo caso queda claro que el nicaragüense no veía con buenos ojos las audacias iniciales del creacionismo. Nada dice del Lunario sentimental (1909), cuya significación como «madrugada» del ultraísmo, por seguir una idea de Borges, no destaca en su breve, aunque entusiasta estampa del argentino publicada en Cabezas, ni en ningún otro momento.

En su muy difundido ensayo sobre «El futurismo» (Letras, 1911), escrito muy poco después de haber aparecido el manifiesto de Marinetti en Le Figaro de París en febrero de 1909, Darío comienza por considerar «un buen poeta» al italiano, y se refiere a él como alguien que «es un gentil mozo y es mundano» (II, pág. 616), con algunas otras particularizaciones también positivas, que se transforman en condescendientes o irónicas apreciaciones cuando llega el momento de examinar el contenido del manifiesto. La primera objeción es que «el Futurismo ya estaba fundado por el gran mallorquín Gabriel Alomar», algo anticipado, como hemos visto, en las «Dilucidaciones». ¿Conocía Marinetti -se pregunta Darío- el folleto en catalán en que expresa sus pensares de futurista Alomar?» (pág. 617).

Si se nos permite un excurso sobre Alomar, recordaremos que Antoni-Lluc Ferrer señala que lejos de ser un precedente o al menos una versión local del futurismo de Marinetti, es «una prèdica político-cultural nodrida d'idees de la fi de segle»23. Ciertamente una lectura demorada de este texto nos lo muestra como encaminado en último término a la defensa de un catalanismo no chauvinista abierto al mañana en el que «més que la veneració supersticiosa tributada als pares que dormen en les tombes insonores, eternalmente buides, hem d'adorar, en personificació inspiratriu i reconfortant, la munió incògnita dels fills que vindran a reprendre i eternitzar la nostra obra, enllà de les centuries, girats a un llevant cada dia més lluminós i esplèndid»24.

Alomar, republicano de corazón, cofundador de dos partidos de ese signo que pretendían ser una tercera fuerza entre la Lliga y los radicales, gozó de gran prestigio en los medios intelectuales, como lo prueba el hecho de haber sido homenajeado en Madrid el 3 de abril de 1913, por escritores como Benavente, Ortega y Gasset, Valle Inclán, Juan Ramón Jiménez, el músico Amadeo Vives y Azorín en una cena de la que dio cuenta este último al día siguiente en el diario ABC25, tras haber sido reprobado en unas oposiciones a profesor de Instituto. Diplomático al servicio de la República, acabó sus días en Egipto (1941) como exiliado, envuelto en la nostalgia de su isla natal donde había nacido en 1873.

Refiriéndose al libro de poemas de Alomar La columna de foc (1911), Joan Fuster destaca en él un «cuidadoso esmero técnico -versos tallados con pulcritud-» e «inclinación a los temas humanísticos», mientras recuerda que su prologista y amigo Santiago Rusiñol afirmaba que había aprendido la mitología «com un cristià la Doctrina»26. Sin duda nada de esto suena a vanguardia.

Ahora bien, en modo alguno pueden dejar de señalarse algunos aspectos de «El futurisme» que muestran al mallorquín como un antecesor, en el plano teórico, de ciertas propuestas vanguardistas que nos hacen pensar enseguida en las relacionadas con el creacionismo de Huidobro. Para empezar, su posición ante la naturaleza es la que hemos anotado antes en un cierto Baudelaire: «La història -dice- és una lluita sempiterna de dues forces, de dues voluntats: la natura i l'home»27, lucha que ha de ser coronada con la victoria humana sobre «la gran Mare». La lucha empieza en Adán (piénsese en el poema del chileno) y, más aún, en Lucifer, «el primer proterve, qui ha alçat el non serviam» (pág. 22, cfr. pág. 48). A éste le seguirá Prometeo, el que osó traspasar la niebla que cubre la morada de los dioses. De ahí nace la instigación a que el hombre cumpla su misión de «crear, en fi, crear, assolint d'un vol la funció mateixa de la divinitat» (pág. 23. Los tres últimos subrayados son míos). Veamos aún: «Si trobem la paraula màgica d'evocació, la paraula impronunciada i secreta, aqueixes poderoses forces que lluiten contra nosaltres giraran en favor nostre les llurs energies i faran el món nou sobre les ruines bategants del vell» (pág. 25). Siguen ataques a la inerte tradición y la exaltación de los poetas como «els grans posseïts, els que dialoguen amb els déus cara a cara i en reben les inspiracions i les paraules de profecia» (pág. 27), la esperanza puesta en los promisorios taumaturgos y adivinadores, en el advenimiento «no del Déu fet home com en la idealització cristiana, sino l'home fet Déu» (pág. 39), el desideratum del sueño entendido en forma muy similar al «delirio poético» de Huidobro, porque también está en Alomar el tema de la «superconciencia» considerada en función de un sentimentalismo no quietista que provoca en los elegidos como en un nuevo Pentecostés la inclinación a ser «hiperpsíquics» (pág. 44).

A la hora de las referencias concretas al futurismo, éste queda definido como un esfuerzo común y solidario hacia el mañana, «la visió profètica dels temps nous» (pág. 28), privilegio de los especialmente dotados y de quienes han sabido luchar por su personalización: unos y otros «venen a constituir els futuristes» (pág. 30). No falta una alusión -en este caso premarinettiana- a «la ciència enfredorida en els Instituts i Academies» y a «les mortes i ombrìvoles biblioteques» (pág. 32), aunque no se preconice su destrucción sino su fecundación por la Poesía, «qui va animant l'obra entera de l'humanitat» (pág. 32). Todo esto, que converge en una propuesta sobre la Cataluña del mañana, posee asimismo un cierto regusto, sin aventurar ninguna conexión, al profetismo esperanzador y noblemente arbitrista lanzado por José Enrique Rodó en 1896 en su ensayo «El que vendrá».

En línea parecida se encuentra otro ensayo de Alomar «De poetisació», publicado en 190828. También aquí se exalta la función de la poesía, su capacidad para convertir en belleza lo común; la magia, en fin, de «la Paraula, amb majúscula, el Verb» (pág. 94). También aquí hay anticipaciones a Huidobro, como la referencia a la distinción entre el «sentit espiritual sobre l'aparença corrent del sentit literal» de las palabras (pág. 96). Otra vez el poseedor de la «facultat personal de poetització» (¿la superconciencia?) surge como mago transfigurador de la palabra, aun de aquellas como «máquina», «la máquina horrible, deforme, monstruosa, producte de la prosaica ciencia» (pág. 100). Igualmente aquí, al fondo, Cataluña, «fi últim de les nostres poetitzacions» (pág. 107).

Cuando Vicente Huidobro se enfrenta al tema del futurismo de Marinetti en Pasando y Pasando (1914), demuestra su conocimiento del ensayo de Gabriel Alomar, a quien llama «el admirable poeta y sagaz pensador»29. Probablemente lo leyó en la traducción castellana que Martínez Sierra, según nos informa Ferrer (pág. 13) publicó en la revista madrileña Renacimiento en 1905, de donde procedería el texto que cita literalmente. De lo que no hay duda es de que Huidobro tuvo muy en cuenta el comentario de Rubén Darío, que cita y maneja. Así a la hora de refutar al poeta italiano, acude, mencionándolo, a uno de los argumentos ofrecidos por el nicaragüense a propósito de la infravaloración de la mujer por Marinetti, pero no explicita la misma fuente dariana -que es evidente- cuando afirma: «Todo eso de cantar la temeridad, el valor, la audacia, el paso gimnástico, la bofetada, es demasiado viejo. Lea sí no, el señor Marinetti, La Odisea y La Ilíada, La Eneida o cualquiera de las Odas de Píndaro a los triunfadores en los Juegos Olímpicos y encontrará allí toda su gran novedad» (pág. 699), palabras bastante coincidentes con éstas otras del nicaragüense en «Marinetti y el futurismo»: «Creo que muchas cosas de esas están ya en el mismo Homero, y que Píndaro es un excelente poeta de los deportes» (pág. 618).

El chileno vuelve sobre Alomar para destacar, ya en la última parte, su exaltación del «yo», su negación de toda escuela, su adivinación del hombre «futurista» en la esperanza de una humanidad mejor, y ofrece, como hemos dicho, el texto en castellano de un pequeño fragmento.

Ahora bien entendemos que Huidobro se muestra como revelador a medias de una fuente que pudo tener bastante peso, a la hora de desarrollar más tarde cierto aspectos de su teoría creacionista en manifiestos y conferencias como «Non serviam» (1914), «Prefacio» de Adán (1914), «La poesía» (1921), «La creación pura» (1921), «Manifiesto de manifiestos» (1925)..., del mismo modo que cita sólo a medias a Rubén, a quien al parecer, como ya hemos recordado, escamoteó tras el viejo poeta aimará30.

Ampliando esta digresión, recordemos que también Huidobro, en el mismo ensayo arriba citado, manifestó su admiración por Armando Vasseur, uruguayo, quien antes que Alomar, inventó el «auguralismo», que «no es otra cosa en el fondo que la teoría futurista» (pág. 26). Este homenaje, que llega a la glorificación, tal vez no pretendía a nuestro entender sino desviar la importancia de Marinetti, de quien, por otra parte Huidobro deseaba distanciarse a toda costa. Vasseur, como señala Nelson Osorio, no fue sino «una de las voces disonantes dentro del modernismo canónico»31. Según Emilio Frugoni, prologuista a Todos los cantos, «Vasseur apareció y se internó en la gran corriente del modernismo, pero con la entonación romántica de su alma lírica y de su vasto órgano vocal, a menudo entonado en la clave de la tragedia, con su clasicismo de coturno»32. Frecuentador de los cenáculos modernistas de Buenos Aires, en la época brillante de Darío y Lugones, Frugoni lo ve emparentado, entre otros, con Almafuerte, Guerra Junqueiro, Mario Rapisardi, el poeta revolucionario siciliano, y Carducci. Su afición a Poe es perceptible en el endeble pero enfático poema «Nunca más», uno de los que le representan en el Parnaso Oriental, antología de poetas uruguayos realizada por Raúl Montero Bustamante (Montevideo, 1905). En el muy extenso titulado «Atlántida», la vena profética, en la que se reconoce a Almafuerte pero teñida igualmente de victorhuguismo, del Whitman a quien tradujo, reminiscente de Nietzsche, le lanza por los caminos de un futurismo humanitarista y ácrata, proyectado en una nueva Arcadia americana y definido en «rutilantes cantos augurales». Inevitable pensar en el Lugones de Las montañas del oro. También se descubre en otros poemas breves alguna interesante pero ocasional reminiscencia del lenguaje de Herrera y Reissig, al que consideró su rival.

En fin, por ese camino iba el famoso «auguralismo», del que Huidobro, muy a la ligera, afirmó en el ensayo que hemos venido considerando, que «no es otra cosa en el fondo que la teoría futurista». Y más aún: «En todos los cantos de Vasseur vibra el clarín futurista, en todos ellos fulgura la llama de potencia, de vigor y movimiento, tan gritada hoy por Marinetti» (pág. 698).

Cuando llegó la hora del futurismo vanguardista, Vasseur, desde San Sebastián, donde ejercía como cónsul, dedicó un poema irritado al «poeta milanés, calvo y "fundador de escuela" a los treinta años», pulverizando coléricamente las deshumanizadas propuestas del manifiesto futurista para concluir con esta reivindicación patrimonial del cuestionado nombre: «Un poeta de la joven América, un contemporáneo del hombre de las ciudades, que ha creado el Futurismo, en hechos, en cantos, en libros, antes que tu soñaras en histrionizar la palabra; / un innovador, ayer social, hoy subjetivo, siempre renovándose, sin dogmatizar su verbo, ni momificarse en escuelas, / desde la falda occidental de los Pirineos, misericordiosamente, / te sonríe /[...]»33.

Sin duda tanto la irritación de Vasseur (cuyas interesantes anticipaciones surrealistas, por ejemplo, habría que revisar) como la de Alomar, contra el futurismo de Marinetti partían de una cuestión común: no aceptaban que alguien manejara el término futurista que, el primero por deducción pragmática y el segundo de un modo literal, consideraban de su invención. Vasseur se sintió más agraviado y planteó la lucha en un terreno de valores morales que a Marinetti no le interesaba debatir, lo mismo que les había sucedido a los modernistas en cierta etapa, toda vez que propugnaba una renovación de la imagen del mundo por medio de la palabra poética. En el caso de Huidobro el rechazo al italiano venía dado ante todo por su deseo de no ser relacionado con nadie -excepto con un clásico ya algo distante como Emerson, con su idealista defensa de la subjetividad, y con el desconocido poeta aimará.

Ya es tiempo de retomar el caso de Darío. Es evidente que para el nicaragüense era duro aceptar que su aventura personal, su misión renovadora en América y en España, empezara a verse vulnerada por nuevas propuestas. En el prólogo a El canto errante, parece echar la culpa de los anunciados quebrantos a al materialismo y desorden reinantes, «en una tierra cada día más vibrante de automóviles y de bombas»; a quienes han cuestionado la pervivencia de «la forma poética» (pág. 692), creando desazón entre los jóvenes, a «los más absurdos propósitos (que) se confunden con generosas campañas de ideas» (pág. 692), a la «afligente audacia» (pág. 693) de muchos, a las presiones que condicionan a los jóvenes. El valioso despliegue de su poética, que, nunca está de más insistir en ello, iba a hacer posible la nueva etapa en el mundo hispánico, era una admirable reflexión sobre una revolución fundamental -la suya- pero ya culminada. Todo cuanto afirma Darío en este prólogo, sobre su propio quehacer, es verdadero. Pero desde esta posición de fortaleza conquistada con arrojo, no puede hacer el esfuerzo de comprender lo que ya está en marcha, por mucho que en el río revuelto haya cosas deleznables que desparecen pronto de los vertiginosos catálogos. Darío entona una emotiva justificación, lo repetimos, cuajada de nobles verdades, pero no soporta que, cuando era irremisiblemente la hora de la destrucción, nadie venga a construir («Juntos para edificar, solos para orar»). Dicho esto, de nada vale que afirme que «el verdadero artista comprende todas las maneras y halla la belleza bajo todas las formas» (pág. 700), idea en la que reiteradamente insistió en sus escritos en prosa.

Naturalmente, el comentario sobre «Marinetti y el futurismo» es consecuente con esta posición. Decir que ya Alomar había creado el futurismo, es una objeción muy débil cuando noblemente se reconoce que si hay prioridad en la palabra no la hay en toda la doctrina. La desarticulación de las propuestas de Marinetti, va seguida, es cierto, de una exaltación de la «maravillosa juventud» (pág. 622) y la comprensión y aplauso de los excesos del exaltado autor del manifiesto, pero hay algo de resignado, de patético, en todo ello, especialmente al conducir el comentario a una reflexión final melancólicamente apocalíptica, en flagrante abandono de un análisis racionalista.

Si atendemos a otro ángulo del contacto de Darío con la escurridiza materia vanguardista o prevanguardista, habría que considerar su interés en Los raros (1896), y más allá, por el ensoñador Edgar Allan Poe (II, pág. 255) y por el Conde de Lautréamont (pág. 435)34, de quienes trazó soberbias semblanzas con pasión de «raro», y a quienes relacionó, recordando de paso a Rimbaud, como visionarios de lo extranatural. Su interés por esos mundos oscuros, unido a sus propios aprendizajes de esoterismo y ocultismo, desembocó El mundo de los sueños, libro póstumo (1917).

Como señaló Ángel Rama, los artículos reunidos bajo este título revelan la angustia existencial con que a partir de 1911 trata de examinar los sueños nocturnos que le devoran: «busca en ellos una explicación a los grandes interrogantes metafísicos que siempre le inquietaron (particularmente la existencia de Dios y la sobrevivencia después de la muerte)»35, mientras «en los cuentos la nota biográfica se acentúa a partir de «La larva» (de 1910) hasta «Mi tía Rosa» (de 1913)36. Dos casos extremos de alucinaciones, de lo ominoso a lo maravilloso. Estas tendencias darianas hacia lo onírico y lo esotérico se hallan insertas en la atracción por la literatura fantástica que, sobre todo en el Río de la Plata y bajo la influencia de Flammarion, Verne, Hoffmann, Poe y otros, se produce en las últimas décadas del XIX, y se avivan con las nuevas inclinaciones ocultistas. No se confunden, ciertamente, con el surrealismo en cuanto en ellas no se plantea una concepción de la realidad como caos, dado que se explicita o se deja subyacente la idea de que lo misterioso tiene una explicación, aunque por el momento sea inalcanzable (Darío siempre soñó en que lo irracional y lo racional se encontrarían alguna vez). No obstante, el avance hacia los infiernos o, eventualmente, los paraísos interiores que Darío tan intensamente realiza deben constar en su haber como una escritura que se une a la de los que allanaron el camino hacia el surrealismo histórico. Por otro lado, hay ciertamente, algunos textos darianos que por su especificidad podrían situarse ya en pleno surrealismo. Por ejemplo este «Sueño de misterio», inadecuadamente incluido en el apartado de «Poemas en prosa» de una edición española37: «Raras mayólicas, misteriosas porcelas, tapizan un fondo de fotografía. Todo eso en un ambiente inverosímil. Un pavo real blanco pasa».- «Un mariscal con tres colas y un abate que le mira de lejos». Reproducimos por su brevedad sólo estos dos fragmentos, pero cabría añadir todos los de este pequeño apartado: el del chambelán que, sin sorpresa por parte del poeta, le anuncia la llegada del general Grant; el del camino que cruza ciudades de cartón, el del incendio en la misteriosa urbe a lo Peroneso38, el del lapidario infernal en la ciudad de creta o piedra pómez y el de la dominada por la angustia de los holocaustos y amenazada por algo incomprensible.

Anotemos también, en la misma dirección hacia el surrealismo, la interpretación que en El mundo de los sueños hace Darío de dos dibujos de Grandville (Jean Ignace Isidore Gérard Grandville -1808-1847), uno de ellos titulado «Crimen y expiación», sin título el segundo (se reproduce también un comentario del propio Grandville), para los cuales propone Darío la denominación de «Visiones y transformaciones nocturnas». En el primero, y en un ámbito abominablemente sombrío, alguien, cercado por la sangre, perseguido por un ojo ardiente que se agranda con desmesura, mientras mil ojos más le acechan, jinete de un inesperado e inútil caballo, trepador de una columna que se derrumba, arrojado a un mar donde el ojo ejerce como un pez de feroces dientes, busca la salvación en una cruz que emerge del agua. La breve pero intensa pesadilla tiene algo de esbozo del pasaje de las cloacas del «Informe sobre ciegos» de Sábato. En el segundo, todo un cúmulo de transformaciones se produce ante una mujer: luz de luna-hongo-planta-paraguas-alas-murciélago-soplete-corazones-caballos -constelación... Pero no pretendemos agotar un tema, que fue abierto con entusiasmo por Juan Larrea al referirse a Darío en su César Vallejo y el surrealismo39.

Para concluir: los modernistas no comprendieron la vanguardia, aunque no sólo la hicieron posible sino que algunos avanzaron, y no sólo en el caso de Darío, hacia ella. El ejemplo más curioso, en Hispanoamérica, quizá sea el de Lugones, cuyo Lunario tiene un prólogo fechado en octubre de 1909, muchos meses después del manifiesto futurista que el autor no pudo dejar de conocer, pero que no menciona, mientras dedica esa introducción a defender las excelencias de la rima. Con todo, las audacias contenidas en ese libro le deberían haber hecho más permeable al ultraísmo; por el contrario, fue uno de sus más pertinaces censores. Lo tachó de eliminador de la emoción, de portador de egoísmo y de infecundidad. «Amontonar imágenes inconexas en parrafitos tropezados como la tos, y desde luego, sin rima: he aquí toda la poesía y todo el arte...» sentenció en 192740, el mismo año en que aludía sarcásticamente «al anzuelo ultraísta de Simón el Bobito»41, sarcasmo que reaparece en el poema «Brindis jovial»42, dedicado a Martínez Estrada el 9 de diciembre de 1932, por sólo citar alguno ejemplos de su encono.

También Amado Nervo dedicó un extenso comentario al manifiesto futurista, poco después de su aparición en la revista italiana Poesía, en agosto de 190943. Su reacción no es muy distinta a la de Darío, aunque el autor aparece, con razón, menos vulnerable. Predomina en ella el tono de suficiencia con que rebaja, por ya gastadas, las pretensiones de Marinetti, y acaba concediendo un voto de paternal simpatía a los jóvenes rebeldes. Nervo, si bien hizo algún ensayo acrobático en su poesía y adelgazó ciertos énfasis iniciales, no estuvo nunca en condiciones de comprender la vanguardia. Chocano tiene unas «Estampas neoyorquinas» en Oro de Indias (1939-19941) con algún sesgo de esta naturaleza.

Concluiremos recordando, entre los prosistas, a Enrique Gómez Carrillo, a quien le fue dado ser contemporáneo del surrealismo. En 1927, año de su muerte, el ensayo La nueva literatura francesa se constituye quizá en la más rigurosa entre las últimas sentencias tardomodernistas sobre los «ismos». Se trata de un estudio relativamente minucioso y hecho desde una marcada proximidad a la realidad considerada. El guatemalteco reconoce que se abre una época en que la poesía vehículo de sentimientos e ideas va a ser sustituida por otra, por así decirlo, autosuficiente. Casi suena a Todorov su interpretación de que «en adelante de lo que se trata es de que la poesía no sea más que poesía»44. Su indudable perspicacia no le permite, sin embargo, ver en el proceso sino algo artificioso y pasajero. Tampoco Blanco Fombona y Vargas Vila fueron más allá en sus análisis de una estética, que -menos aún en el caso del colombiano- su filiación que circulaba por un sendero cada vez más divergente, les impedía comprender.

Una reflexión de sabor celtibérico para abandonar un tema que queda muy lejos de estar cerrado. Valle Inclán dejó en La pipa de kif (1919), poemario en el que se postula la irrupción de «la musa moderna», «grotesca, funambulesca», una anotación, menos ocasional de lo que parece, en la que se sitúan los engarces esenciales -Poe, simbolismo-modernismo, vanguardia- que hemos señalado en nuestras consideraciones. Frente al sobresalto de los más rancios -Cotarelo, Ricardo León, Cejador- y la risa de los evasivos -Pérez de Ayala-, dice el poeta: «Darío me alarga en la sombra / una mano, y a Poe me nombra» («Clav. II, «Aleluya»). Y, en fin, la desafiante imprecación de Valle en la escena XII de Luces de Bohemia por boca de Max Estrella: «Los ultraístas son unos farsantes», refleja una actitud que, extrapolándola a un «ismo» o a otro, tuvo, por diversas razones, un equivalente entre no pocos modernistas que llegaron a convivir, durante más o menos tiempo, con las agitaciones de la vanguardia. La diferencia está en que el escritor gallego afirmaba esto con soberbia pero desde la atalaya de otra vanguardia personal articulada en el esperpento, que había dejado atrás una etapa cumplida, con gloria pero cumplida. La misma que otros, en España y en América, obstinadamente, instalados en la pura intemperie, no se resignaban a dar por cancelada.





 
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