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Washington Irving y la joven Isabel II (1842-1846): un testimonio1

Salvador García Castañeda





Washington Irving había cumplido 43 años cuando llegó por primera vez a España, y era ya un escritor conocido en su país y en Inglaterra. Vivió aquí en dos ocasiones: entre 1826 y 1829, dedicado a la investigación y a la creación literaria, y entre 1842 y 1846, como Ministro Plenipotenciario de los Estados Unidos ante la corte de Isabel II. Resultado del intenso trabajo a que dedicó aquella primera estancia fueron sus libros de historia novelada Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón, Crónica de la Conquista de Granada, Viajes y descubrimientos de los compañeros de Colón y los Cuentos de la Alhambra2, con lo que más de la tercera parte de su obra está dedicada a temas españoles. Como es sabido, Irving vivió en la Alhambra y de aquella inolvidable experiencia nacieron los Cuentos, la obra que le dio más fama y que está considerada como la más popular escrita por un norteamericano antes de 1850.

Esta primera época ha atraído justamente la atención de los estudiosos de la literatura por ser la más productiva de su vida. Pero aunque en la segunda continuó ocupándose de la edición y reedición de sus obras, Irving se dedicó por entero a su misión diplomática. La lectura de su correspondencia entre 1842 y 1846, unos años tan cruciales para la historia de España como la minoría de Isabel II, la Regencia y caída de Espartero, la accesión al trono y los debates en torno al matrimonio de la reina, no revela tan solo al diplomático avezado sino al observador curioso. Aparte de su correspondencia oficial, gran parte de las cartas escritas en estos años van destinadas a su hermana Catharine París y a sus sobrinas Sarah Storrow y Catharine Irving. Son cartas tan detalladas y tan extensas que hacen pensar en una autobiografía por entregas, cuyo autor y sus biógrafos utilizaron después con fines literarios3.

En este trabajo no me propongo enjuiciar su gestión ante la Corte de España sino examinar brevemente algunas observaciones de un extranjero que desde la doble perspectiva del diplomático y del curioso observador de nuestras costumbres fue un testigo presencial de la vida en el Madrid cortesano entre 1842 y 1846. Observaciones que constituyen una visión intrahistórica formada por consideraciones políticas, elementos costumbristas y crónica de sociedad. Testimonios de aquella época serían, entre otros, las Memorias del reinado de Isabel II, del Marqués de Miraflores, Mis memorias íntimas, del general Fernández de Córdoba, y los Apuntes para la Historia del tiempo en que ocupó los destinos de Aya de S. M. y Camarera Mayor de Palacio, de la Condesa de Espoz y Mina.

Como se recordará, enfrentada con Espartero María Cristina se negó a firmar la ley de ayuntamientos y la disolución de las Cortes y esto unido a un alzamiento en Barcelona de carácter progresista forzó a la Reina Regente a huir a Valencia, donde renunció a la Regencia y embarcó para Francia (17 de octubre de 1840). El 8 de mayo de 1841 Espartero asumió la Regencia, y las nuevas Cortes eligieron por tutor de las jóvenes princesas a don Agustín Arguelles sin tener en cuenta el deseo de Cristina de formar un consejo de tutela, quien publicó un «manifiesto protesta» que agrupó a todos los moderados contra Espartero y los progresistas. Al llegar a París comenzó a conspirar contra el gobierno español y a fomentar pronunciamientos pues para ello contaba con fondos, con la protección de su tío Louis Philippe, interesado en dominar la política española, con los moderados y, en ocasiones con algunos progresistas desencantados. En 1842 tuvo lugar el pronunciamiento de O'Donnell, quien proclamó a Cristina como Regente, otros de Narváez, de Montes de Oca, y de otros generales moderados en varias capitales del norte, así como un frustrado intento dirigido por los generales Manuel Concha y Diego de León de rescatar a mano armada a la pequeña Isabel y a su hermana, a quienes consideraban prisioneras de los liberales. El general Fernández de Córdova en sus amenas Memorias íntimas contó desde la perspectiva de un moderado la fracasada intentona, que concluyó con la huida de los conjurados y el expeditivo fusilamiento de otros, entre ellos, el de Diego de León (1996, II: 663-78). Y desde la perspectiva opuesta y en gran detalle lo relató también la condesa de Mina.

El autor de los Cuentos de la Alhambra fue siempre amante de los niños, tuvo por Isabel, a la sazón de doce años, una duradera simpatía y se refirió repetidamente a ella en sus cartas como «la pobrecita reina» [«the poor little Queen»], como si fuera la protagonista de un cuento de hadas. El fracasado asalto al palacio debió hacerle profunda impresión pues describía con gran detalle repetidamente en sus cartas la defensa de los alabarderos, «the gallant fellows», la huida de los generales Concha, a quien consideraba un traidor, y Diego de León, valiente y caballeroso pero de poco discernimiento, y el terror de Isabel y de su hermanita: «Aya mía, ¿quiénes son? ¿Son rebeldes? ¿Qué quieren de mí?» e imaginaba de modo un tanto melodramático a «este frágil pequeño ser de constitución tan delicada arrebatado al galope por rufianes en una noche tempestuosa por enrevesados y peligrosos senderos, y expuesta a los disparos de sus perseguidores» (A Catharina París. Madrid, 2-IX-1842)4. Y todavía mucho tiempo después, recordaba que en la escalera y en las puertas del palacio se veían los impactos de las balas. Parte de esta atracción podría depender del incierto futuro que aguardaba a Isabel, a merced de los altibajos políticos que rodeaban su accesión al trono. Durante su estancia en Madrid el ministro norteamericano tuvo ocasión de observar la rápida evolución mental y física de la futura reina, describió con frecuencia su apariencia y sus vestidos y recogió curiosas anécdotas.

Durante la Regencia de Espartero, el ceremonial de la Corte estuvo reducido a un mínimo pues los miembros de la nobleza, y los moderados habían hecho el vacío a quienes ostentaban ahora los cargos palatinos y, como escribe irónicamente Irving, «tan solo les recomienda su propio mérito» [«have nothing but merit to recommend them»]. Odiaban al Regente, despreciaban al tutor Arguelles, «un viejo rencoroso y vengativo» [«a rancorous and vindictive old man»], y al aya, la condesa de Mina5, a quien se referían burlonamente como «la Dueña Dolorida».

Cuando Irving presentó credenciales contaba que hubo de esperar a que la futura reina acabara de tomar un baño medicinal pues padecía de ictiosis (A Catharine París, Madrid, 3-VIII-1842), y que atravesó los grandes salones del palacio vacíos y oscuros como los de un convento (A Catharine París, Madrid, 3-VIII-1842). Al cabo entraron silenciosamente en el salón las borrosas figuras de la pequeña reina, de la condesa de Mina, y de «el excelente Arguelles», todos de luto. Y al verles, el autor de la Alhambra compadecía a «la pobrecita reina enlutada, tan pálida y melancólica, con su escaso séquito, atravesando como sombras los silenciosos salones umbríos de aquel gran palacio. ¡Que Dios proteja a esta pobre criatura inocente en su futura carrera!»6 (A Sara Storrow, Madrid, 4-VIII-1842).

Caído Espartero, la vida social de Madrid cambió radicalmente, el general Castaños fue el nuevo tutor de Isabel y la marquesa de Valverde y la duquesa de Medinaceli sus Ayas. Hasta entonces la frugalidad y escasez de ceremonias de la corte habían sido tales que, según le refirió la marquesa de Santa Cruz a Irving7, a la futura reina se le había quedado pequeño un precioso vestido de brocado, el único de corte que tenía, y para las ceremonias de su coronación hubo que añadirle a toda prisa unas tiras de tela (A Catharina París. Madrid, 10-VIII-1843). Pero, según Fernández de Córdova, «como en desquite de la estrecha tutela y del avaro régimen a que habían estado sometidas por el adusto Arguelles», las dos princesas comenzaron a vestir con gran elegancia e impusieron sus modas a las damas de la corte quienes, a imitación de la reina, encargaron su ropa a las modistas más célebres de París (Córdova II, 144-145). Las Cortes decidieron adelantar la mayoría de edad de Isabel II, quien subió al trono en 1833 cuando solo contaba trece años, En aquella ocasión hubo tres días de festejos populares con iluminaciones, bailes, desfiles, y fuentes de leche y de vino.

Rodeaba a la joven reina una camarilla escogida por María Cristina, con quien estaba constantemente en contacto, y continuaba sus intrigas desde París. Como escribía Irving, «una muchedumbre de cortesanos ávidos de mercedes llenó entonces aquellos desiertos salones, y se multiplicaron las recepciones palatinas, las solemnes ceremonias religiosas, los desfiles militares, y las fiestas suntuosas. Los salones y antesalas de palacio, custodiados por alabarderos y lacayos con uniformes nuevos, estaban colmados de un inmenso gentío de cortesanos, militares, clérigos y funcionarios, y observaba que "La Reinecita está encantada con la vida de esplendor y lujo que ha transformado su triste corte"» (A Catharina París. Madrid, 10-VIII-1843)8. Por entonces observaba Irving que la «Reinecita» había crecido mucho y estaba bastante regordeta [«she is quite plump»] (A Mrs. Paris, 10-VIII-1843)9.

Aquellas espléndidas fiestas eran muy del gusto del ministro norteamericano, observador y participante a la vez, quien describió en detalle y con gran gusto muchas de ellas. Le admiraban la belleza y majestad del ritual católico, y cuando asistió a un Tedeum le pareció «uno de los espectáculos más impresionantes que haya imaginado la humana inventiva». En aquella ocasión Isabel II llevaba un vestido

«[...] de magnífico encaje sobre una falda de satín o de brocado, y una cola de terciopelo escarlata con un amplio borde de oro. Y en la cabeza una diadema de diamantes de la que pendía un espléndido velo de encaje blanco, y descendía de un hombro la banda de alguna Orden que no conozco, y en el pecho otras condecoraciones y joyas»10.


Pero la fastuosa vida de la corte no correspondía a los serios problemas económicos del país, y la inestable política española, que Irving calificaba de «melodramática», con el efímero encumbramiento de partidos y personajes era de una apariencia engañosa. Y en ocasión de una de aquellas ceremonias, comentaba irónicamente

«[...] cuánto le divirtió contemplar a aquellos viejos cortesanos en trajes de ceremonia tan deteriorados como sus dueños por haber capeado tantos temporales políticos en un país tan revolucionario como éste. De hecho, los hombres ganan y pierden sus puestos según los cambios de gobierno, tan frecuentes e inesperados, que están tan gastados como sus ropas. No creo que haya cortesanos, y casi podría decir, hombres andando por la calle, que no hayan sido o esperen ser altos funcionarios o ministros, y yo tengo buen cuidado de quitarme el sombrero ante cualquier aspirante a político, a pesar de su pobre aspecto o de su humilde condición, pues ignoro si por los caprichos de la fortuna, tendré que tratar con él un día de asuntos de Estado»11.


(A Catharine Paris. Madrid, 25-VIII-1843)                


Declarada la mayoría de edad, el Gobierno rogó a la Reina Madre que acudiese con su experiencia en auxilio de la joven reina; el encuentro en Aranjuez de la madre y de las hijas, al que asistió Irving con el resto del cuerpo diplomático, es otro vivido y colorido capítulo de lo que aquel llamaba «the Romance of the Palace»; «A lo lejos -escribe- se vio al real cortejo descender por la carretera, escoltado por escuadrones de lanceros cuyos uniformes amarillos y las rojas banderolas de las lanzas ondeando al viento les hacía parecer en la distancia un reguero de fuego» (A Catharina Paris. Madrid, 23-III-1844)12.

Despreciando el protocolo, la joven Reina salió a abrazar a su madre, quien marchó al exilio execrada, y era recibida ahora con aclamaciones entusiastas. Muchos se arrodillaron para besarle las manos y se vio a viejos soldados «llorar como niños». María Cristina estaba delgada y con el aspecto de alguien un tanto «agotado por las preocupaciones y la ansiedad pero tiene una expresión benigna, una sonrisa encantadora y un comportamiento de lo más amable. La Reinecita estaba radiante de alegría» (A Catharina París. Madrid, 23-III-1844)13.

Según Miradores, la Reina Madre recibió «una gran ovación en todas las poblaciones de su tránsito, singularmente en Barcelona» (305) aunque Irving comentaba que el pueblo español la recibió con tibieza y que tan solo los moderados y la vieja nobleza esperaban con su vuelta el comienzo de mejores tiempos (A Catharine París. Madrid, 23-III-1844). María Cristina era ahora una devota sincera y en aquel viaje se detuvo a rezar en todas las iglesias del camino (A Catharina Paris, 16-III-1844). Y aunque los moderados consiguieron su regreso desde el exilio con la promesa de que no intervendría en política, sabido es que nunca dejó de intrigar, y las cartas de Irving recogen frecuentes noticias y rumores sobre su constante intromisión en la política del país.

La llegada de Cristina incrementó de manera notable la vida social de la corte, y cuando el autor de los Cuentos de la Alhambra regresó a Madrid tras cuatro meses de ausencia, encontró Madrid «magnífico y alegre»; [«quite grand and gay»]; tras un besamanos en palacio refería que entre la gran cantidad de notables, había una larga línea de damas nobles a la izquierda de la reina «y el resplandor de sus diamantes casi ocultaba el del sol» (el subrayado es de Irving)14. Contaba que en un gran baile que dio Narváez en su palacio, la joven reina se rio mucho, bailó con Narváez y con varios miembros del cuerpo diplomático y que su madre logró al fin llevársela a casa entre las 4 y las 5 de la mañana, comentaba extasiado que nunca había visto a una chica divertirse tanto en un baile del colegio como ella, y describía su elegante y favorecedor vestido blanco y su collar de perlas de seis vueltas con un magnífico cierre de diamantes.

Pero la elegante vida cortesana no correspondía a la problemática y compleja situación política y económica del país, y andando el tiempo, el marqués de Miraflores justificaría el gobierno de Isabel II, declarada mayor de edad por las Cortes de 1843, y casada en 1846 a los dieciséis años como el de alguien sin voluntad propia ni suficiente experiencia, que fue tan solo un instrumento en manos de su madre y las del «soldado de fortuna que en cada ocasión tuviera el elemento militar en su mano» (II: 303).

Washington Irving estaba orgulloso de pertenecer a una élite social y a una república democrática próspera y estable, y sus propias afinidades políticas coincidían con las de los liberales. Sus juicios acerca de los personajes contemporáneos no cambiaron con el paso del tiempo, aun después de que aquellos cayeran en desgracia. Fernando VII, a quien conoció brevemente durante su primera estancia en España, encarnaba la represión y la hipocresía, Mendizábal consiguió aliviar a España de un tropel de frailes y del oneroso tributo de los diezmos, Arguelles era un verdadero patriota y un político honesto, respetaba a Espartero, como hombre de buena voluntad y como soldado15, y vio en Narváez, el «espadón» de los moderados, un dictador enérgico, capaz y experimentado, a quien derribaron los manejos de la reina madre.

Desde su perspectiva anglocéntrica contemplaba con una mezcla de asombro, incomprensión y lástima la política de la monarquía española, «semejante a las de las cortes del Oriente» (A Catharine Paris, Madrid, April 25, 1848). Y tanto sus cartas oficiales como las de carácter privado insisten sobre la continua inestabilidad del país manifiesta en tumultos populares, la caída de Espartero, la desgracia de Olózaga, la vuelta de María Cristina y sus constantes y secretos manejos, la despótica actuación de Narváez, su encumbramiento y exilio, la intervención de Inglaterra y de Francia, y las incesantes conjuras dentro y fuera del país, sin contar con la desastrosa situación financiera. A poco de llegar Irving había expresado «su profundo interés por España, un país acosado, empobrecido y abatido, y al mismo tiempo, orgulloso, enérgico y noble. Y deseo muy sinceramente -escribe- verle libre de sus problemas y de sus vergüenzas, y establecido de nuevo, independiente y próspero entre las demás naciones»16. Pero «los continuos cambios y contradicciones que hacen de la política de este desdichado país un tejido de confusiones y un objeto de burlas son tales que estoy perdiendo las esperanzas de ver renacer la prosperidad y la dignidad de España» (A Sarah Storrow. Madrid, 20-XII-1843)17. Y al cabo de tantos años de residir allí seguían confundiéndole «las intrincadas complejidades de la sociedad española, tan difíciles de sortear como las rocas, los bancos de arena, los remolinos y contracorrientes de nuestra Hell's Gate»18 (1679. A Sarah Strorrow, Madrid, 10-II-1844).

Al enamorado de la Alhambra le fascinaron las gentes y las costumbres de un país cuyo modo de pensar y complicada política, que calificó de «melodramática», no compartía ni acabó de comprender, y expresó repetidamente su afecto a una España que observaba desde la perspectiva del «otro», de un testigo al que no atañían directamente las preocupaciones de los españoles. Quizá por ello consideró siempre aquella política como una representación teatral, en ocasiones dramática, y en otras, cómica: el futuro de la Regencia de Espartero era tan incierto como «el quinto acto de un melodrama» (1470. A Helen Irving. Madrid, 4-IX-1842), la última caída de Narváez se asemejaba a uno de los actos de un melodrama de intrigas palaciegas, engaños y traiciones (A Sarah Storrow, Madrid, 7 Abril, 1846), y tras el abrazo de moderados y esparteristas que dio fin a la «batalla» de Torrejón de Ardoz, concluía, no sin desaliento: «He presenciado el último acto del Real drama y así, dejaré caer el telón» (A Catherina Paris, Madrid, 10-VIII-1843)19.






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