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Críticas de «La escopeta nacional»

Esteve Riambau





La escopeta nacional representa ante todo la reincorporación de Berlanga al cine español desde que en 1969 -hace ya nueve años- realizara ¡Vivan los novios!, así como su vuelta a la dirección después de Tamaño natural (1973). Estos datos no pretenden, sin embargo, un carácter tan informativo como ilustrativo de hasta qué punto las trabas administrativas y de producción han desperdigado la que prometía ser una de las filmografías más interesantes y coherentes de todo el cine español.

De todos son conocidas las dificultades que la administración franquista impuso a la carrera del realizador valenciano después del revuelo político suscitado por El verdugo en 1963, hasta el punto de que su siguiente film -La boutique (1967)- tuvo que rodarlo en Argentina. Cuatro años después del amargo soliloquio intimista de Tamaño natural y con el importante intervalo que pasa por el 20 de noviembre de 1975, La escopeta nacional pretende, a todas luces, un doble regreso al núcleo crucial de la obra berlanguiana: un retorno a la incidencia histórica sobre la concreta realidad española y una vuelta a la fórmula coral con la participación múltiple de varios personajes.

Al margen de la continua incidencia ejercida por la filmografía de Berlanga sobre diversos aspectos de la sociedad española, desmitificando el costumbrismo mediante el humor negro, tanto Bienvenido, Mr. Marshall (1952) como El verdugo (1963) se inscriben en una perspectiva histórica concreta. El primero a través de los pactos de cooperación económica hispano-norteamericanos y el segundo mediante su referencia casi directa al ajusticiamiento del comunista Julián Grimau en manos de la justicia franquista.

No obstante, mientras que en estos dos films su sentido histórico se superponía prácticamente con el sentido inmediato, en el caso de La escopeta nacional ello no ocurre así. Por primera vez, Berlanga retrocede unos años en la historia para ofrecernos un retrato del tránsito tradicionalista al opusdeista en el seno de la grotesca cacería concurrida por la alta burguesía y aristocracia franquista de los años sesenta.

Y es precisamente en esta opción de llevar a la pantalla -voluntariamente- este guión en 1977, donde radica la inoportunidad de este film. Es cierto que, debido quizás a una transición hacia la democracia más reformista que rupturista, las críticas cinematográficas al ancien régimen no han sido todo lo feroces que se podía esperar; la verdad es que en los últimos dos años el cine español únicamente se ha dedicado a ocupar espacios temáticos de lo no dicho (de la guerra civil a los españolitos traumatizados psicológicamente por cuarenta años de represiones) y aún muchas veces en la eterna clave de metáfora sin, en ningún momento, profundizar en las causas -y por supuesto en las consecuencias- de la España franquista.

Berlanga, pues, es uno de los primeros en ofrecer la representación -sin tampoco llegar a niveles más profundos- de un sainete con personajes hasta hace poco no caracterizables, pero, sin embargo, ha llegado tarde1. Los personajes de la escopeta nacional militan actualmente en la minoritaria Alianza Popular o bien se encuentran en partidos no parlamentarios o incluso incontrolados y, por lo tanto, carentes de una significación política tan relevante como hace unos años.

De este modo, el film ve diluida toda su pretendida efectividad política, ya que, en estos momentos, ofrecer un espejo deformante del franquismo, sólo puede -en el mejor de los casos- provocar una hilaridad complaciente, o bien -en el peor- redundar en el fortalecimiento -por comparación- de la confusa situación de la actual democracia del consenso. Pero pretender además colar en el epílogo, mediante un simple cartelito (referente a la supresión de todos los ministros y administraciones), una conclusión ácrata, sin haberse tomado la más mínima molestia de tan siquiera plantearla a través de la imagen, resulta ya excesivo.

Por otra parte, sin embargo, hay que reconocer que el film es divertido. Es más, transpira todo él un aire lúdico que fácilmente se contagia al público durante toda la proyección. Sin embargo, este humor va bastante más allá de la simple parábola política, por lo demás fácilmente identificable y de escasa progresión dramática. Hay un buena dosis personal de Berlanga y de Azcona en muchas de las situaciones y personajes. Desde el Luis José (López Vázquez) heredero de los traumas de Michell Piccoli en Tamaño natural hasta el Marqués (Luis Escobar) cuya colección de objetos eróticos podría rivalizar en la pugna mantenida entre Berlanga y Borowczyk al respecto.

Pero en este sentido, La escopeta nacional vuelve a ser también infiel a uno de los más depurados logros del cine de Berlanga: su estructura coral. A lo largo de todo el film, la referencia a Plácido se hace inevitable. Igual que éste, La escopeta nacional se basa en la interrelación de una serie de personajes más o menos hilvanados por el protagonista de Jaume Ganivell, aunque en esta ocasión existe una diferencia importante. En Plácido, cada personaje tenía su propia entidad, independientemente de su posible simbolismo social o político; en cambio en La escopeta nacional sólo el industrial catalán2 goza de un elaborado entramado psicológico.

El resto son puros simbolismos que funcionan dramáticamente sólo en función de su significación e identificación por parte del espectador, insistentemente obligado a suplir los lapsus que podrían completar la definición de personajes. Lo cual, contradice en gran parte la antes señalada voluntad del film como feroz caricatura de unos individuos ante los que, en principio, no existe ninguna traba censora para desenmascararlos. De este modo, las múltiples historias paralelas que poblaban Plácido, para irse mezclando progresivamente a lo largo del film, en este caso se convierten en una sola con pequeñas desviaciones que, inevitablemente, conducen de nuevo al mismo lugar.

Y ello tiene también una correspondencia en la planificación; Berlanga utilizaba en Plácido una profundidad de campo para establecer distintos niveles de acción, de modo que no siempre la principal se encontraba en primer término. En su último film, Berlanga intenta reproducir el procedimiento. Constantemente, los protagonistas de cada escena se ven rodeados por un marco mucho más amplio en el cual, falto de una multiplicidad de acciones, los personajes del segundo término sólo figuran como comparsas.

Se trata, en definitiva, de una granguiñolesca galería de esperpentos que giran en torno a múltiples variaciones sobre un mismo tema: el de un poder central -representado fálicamente por esa escopeta nacional del cual, prácticamente sólo han cambiado ciertas apariencias. Esas mismas que ahora, con retraso, se le ocurre satirizar al genial despistado que es Luis García Berlanga.

Dirigido por nº 57.1978





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