Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Fernando Fernán-Gómez, adaptador de Mihura

Juan Antonio Ríos Carratalá





Una de las circunstancias que suelen facilitar la adaptación cinematográfica de una obra teatral es la sintonía entre el autor del texto original y el guionista-director. No es imprescindible. Incluso es posible que la profesionalidad de este último se imponga a su relativa cercanía a una obra y un autor que le hayan sido impuestos por un productor. Pero conviene que exista algo más que «profesionalidad» en un trabajo creativo. No otra cosa es la adaptación, por muchas reglas y consejos que encontremos en los manuales que han proliferado en estos últimos años1.

Miguel Mihura y Fernando Fernán-Gómez ejemplifican a la perfección esa sintonía. Las trayectorias de ambos muestran múltiples coincidencias en distintos aspectos, que van desde el trabajo como actor del segundo en obras del comediógrafo hasta el papel fundamental que el humor desempeña en sus creaciones. También hay una admiración mutua, justificada en parte por una actitud vital común que a menudo se trasluce en sus respectivas obras teatrales y cinematográficas. No obstante, deseo subrayar una coincidencia especialmente significativa para el tema que nos ocupa en este número monográfico. Ambos creadores son al mismo tiempo dramaturgos y cineastas, de tal forma que resulta absurda cualquier pretensión de separar unas facetas profundamente interrelacionadas en las trayectorias creativas de Miguel Mihura y Fernando Fernán-Gómez.

Son numerosos los estudios dedicados a Miguel Mihura en los que ni siquiera se menciona su faceta como guionista y, como mucho, se dice que fue un autor adaptado al medio cinematográfico2. Creo que parten de un planteamiento erróneo. En un reciente libro3, he tenido la oportunidad de demostrar hasta qué punto su actividad como guionista es decisiva en una trayectoria donde cine y teatro forman parte de un mismo trabajo como creador. Es absurdo separar, y hasta ignorar, una faceta tan fundamental para comprender a quien, como tantos otros de su grupo -«La otra generación del 27»-, partía de una concepción única del acto creativo donde lo teatral o lo cinematográfico era una cuestión secundaria. Conocían a la perfección lo específico de ambos medios, pero tal vez por eso mismo huían de una subordinación a unas reglas poco operativas cuando no hay ingenio. Y a Miguel Mihura le sobraba.

Algo similar sucede con Fernando Fernán-Gómez, un autor que jamás ha pretendido parcelar sus creaciones en categorías genéricas. Precisamente la indefinición al respecto es uno de los rasgos más sobresalientes de quien ha pasado por el drama, la novela, el guión cinematográfico... con una facilidad asombrosa y sin variar apenas sus registros más peculiares. Cristina Ros Berenguer ha analizado el porqué y el cómo de este proceso, donde coinciden el genial actor y Miguel Mihura4. Yo mismo, al preparar una edición crítica de su novela El viaje a ninguna parte5, también serial radiofónico y guión cinematográfico, lo he podido ejemplificar.

Estamos, por lo tanto, ante dos creadores en cuyas trayectorias no cabe ninguna separación rígida entre sus facetas teatrales y cinematográficas. Este rasgo común nos ayuda a comprender los frecuentes trasvases que entre ambos medios se dan en quienes la consideración como cineastas o dramaturgos siempre resulta parcial e inadecuada. También nos hace dudar a la hora de calificar el trabajo de adaptación cinematográfica realizado por Fernando Fernán-Gómez a partir de dos obras de Miguel Mihura. No es un cineasta el que adapta a un dramaturgo, sino un autor con experiencia en ambos medios que trabaja a partir de unos textos de quien también se ha formado como autor en el cine y el teatro6. No son, como veremos, comedias exclusivamente pensadas para los escenarios, sino obras que por circunstancias hasta cierto punto azarosas se estrenaron de la misma manera que podrían haber sido llevadas directamente a las pantallas. En definitiva, estamos ante un caso donde la separación entre el cine y el teatro es siempre relativa, discutible y, a menudo, poco operativa desde el punto de vista crítico.

Por estas mismas razones, el análisis de Sólo para hombres (1960) y Ninette y un señor de Murcia (1965) resulta especialmente atractivo. La primera de ambas películas dirigidas por Fernando Fernán-Gómez, autor también de los guiones, está basada en la comedia Sublime decisión, inicialmente concebida para el cine pero que a petición de la actriz Isabel Garcés fue estrenada en 19557. La segunda es una fiel adaptación de la homónima obra que obtuvo un clamoroso éxito tras su estreno el 3 de septiembre de 1964 en el madrileño Teatro de la Comedia, hasta tal punto que se escribió una continuación titulada Ninette «Modas de París». Ambas películas se sitúan en un período de la trayectoria como director de Fernando Fernán Gómez en el que abundan las adaptaciones de obras teatrales. Los títulos son heterogéneos, pues van desde el apresurado encargo de dirigir La venganza de Don Mendo (1961), a partir de una obra que no le interesaba en absoluto, a trabajos que intentaban aprovechar el gancho comercial de unos estrenos recientes: Los palomos (1964), basada en una obra de Alfonso Paso, y Mayores con reparos (1966), adaptación de la homónima comedia de Juan José Alonso Millán que el propio Fernando Fernán-Gómez había dirigido en el teatro e interpretado con su compañera Analía Gadé. Son películas entretenidas, pero de escaso calado, que se mezclan con algunos de sus títulos más personales. No es un caso aislado, pues por entonces otros productores y directores también pensaban que los éxitos teatrales eran un aval para intentar repetir el mismo resultado en los cines. A veces lo consiguieron, pero en otras muchas más ocasiones se evidencia la ausencia de una relación causa-efecto en un proceso donde suele primar el oportunismo sobre una reflexión acerca de la pertinencia de la adaptación.

Fernando Fernán-Gómez había intervenido como actor en comedias de Miguel Mihura y mantenía una cordial relación con él, algo difícil dado el carácter del dramaturgo. Admiraba su obra y confiaba en sus posibilidades cinematográficas. Cuando tuvo la oportunidad de adaptar Sublime decisión, pensaba que, si la producción lo permitía, con algunos atractivos añadidos, especialmente un reparto con una estrella internacional, una película como Sólo para hombres podía dar buenos resultados comerciales8. Al igual que en tantas otras ocasiones, la realidad quedó lejos del deseo. Las gestiones para contratar una actriz de renombre internacional fracasaron. Y, a pesar de que el propio director no lo consideraba adecuado, al final la protagonista fue interpretada por Analía Gadé, por entonces compañera sentimental de Fernando Fernán-Gómez y pareja en otras muchas comedias teatrales y cinematográficas9. Esta decisión fue impuesta por José Luis Dibildos, productor de la película y de otras comedias en las que siempre jugaba con la baza de una pareja popular como la formada por el director y la actriz argentina. En cualquier caso, es imaginable que el trabajo de Analía Gadé como Florita fuera superior al de Isabel Garcés en los escenarios, tan popular por entonces como justamente olvidada hoy por sus relamidas maneras como intérprete.

Fernando Fernán-Gómez ha reconocido que Miguel Mihura se enfadó mucho al ver la película10. Un autor acostumbrado, como otros de su generación, a dirigir sus propias obras y con sobrada experiencia en el cine -donde su labor fue más allá de los guiones y, en ocasiones, dirigió a los actores- es comprensible que se molestara al constatar algunos cambios con respecto a la obra original. En la misma entrevista, Fernando Fernán-Gómez no explica los argumentos esgrimidos por Miguel Mihura, quien al parecer hizo llegar a la crítica periodística su malestar. Tampoco es difícil imaginarlos, pues un elemental cotejo de la versión original y la película evidencia unos cambios que van más allá de lo estrictamente necesario en cualquier adaptación.

El primero y más importante afecta a la protagonista, reducida a unos rasgos elementales que le restan hondura y rozan lo caricaturesco para favorecer el componente humorístico. La caracterización de todos los personajes sufre un proceso similar, pero los riesgos de la necesaria síntesis se acentúan en un caso en el que encontramos un rico mundo interior que aflora en los monólogos del texto original. Se pierde así un fondo melancólico y hasta triste, tan propio del teatro de Miguel Mihura, que en el caso de Florita es el marco de una tímida propuesta de emancipación femenina coherente con lo presentado en La bella Dorotea y otras comedias del autor.

Fernando Fernán-Gómez respeta lo esencial de un conflicto dramático que nos lleva a la España de 1895, donde una humilde joven rechaza el papel de «casadera» y decide incorporarse al mundo del trabajo, en una oficina ministerial, como alternativa a convertirse en una «tunanta». En la versión original esta situación da pie al humor, entre irónico y tierno, de una comedia que no deja de tener un trasfondo crítico en torno al papel de la mujer en la sociedad. No es una obra feminista, pero como en otras del mismo autor observamos la melancolía de unas mujeres que encuentran demasiadas dificultades para trazar su propio destino. En la adaptación cinematográfica, este componente crítico sólo se adivina y la atención se concentra en las posibilidades cómicas de una situación donde los contrastes son obvios. De ahí que, por ejemplo, el guionista tenga unos criterios de selección distintos según sean las escenas del original. Cuando nos muestran el mundo interior de una protagonista que se rebela ante su condición, la selección es radical y quedan reducidas a la mínima expresión. Sin embargo, cuando reflejan el enfrentamiento de Florita con los caricaturizados burócratas, con sus enormes posibilidades humorísticas, la obra casi es respetada íntegramente. E incluso subrayada, pues hay una clara voluntad de trazar una burla de la lentitud y el burocratismo de la Administración. También la había en el texto original, pero como simple motivo cómico que aderezaba una situación problemática y melancólica como la protagonizada por Florita.

No creo que Fernando Fernán-Gómez tuviera excesivo interés en el conflicto central de Sublime decisión, a pesar de que fue él mismo quien propuso la idea de llevar a cabo la adaptación cinematográfica por razones que pueden sorprender a quienes no estén habituados a seguir su trayectoria. Tal vez considerara anacrónico el conflicto de una joven que en 1895 se incorpora a un mundo del trabajo donde sólo hay hombres. Al menos, en los términos en que fue expuesto por un Miguel Mihura que, como otros compañeros de su grupo generacional, a menudo se refugió en el pasado para trazar una visión idealizada de la realidad11. Por problemas relacionados con la producción, Fernando Fernán-Gómez tuvo que renunciar a su pretendido «retrato de principio de siglo, en color, bien ambientado» que habría quedado «muy bonito» con «una señorita muy mona traída del extranjero». La búsqueda del director que ve rebajadas sus expectativas iniciales se centra en el material puesto a su disposición: las posibilidades cómicas de una situación subrayada por la interpretación de Analía Gadé, que en ningún momento deja entrever el mundo interior de su personaje. No es un defecto de la actriz, sino una actitud en consonancia con el resto de la película. Contribuye así a que la sonrisa aflore a menudo cuando la vemos en una oficina tan masculina donde su presencia supone una auténtica revolución. Fernando Fernán-Gómez era consciente de que el físico despampanante de su compañera no era el adecuado para Florita, personaje que no sólo comparte nombre con la protagonista de La señorita de Trevélez (1916), de Carlos Arniches. Pero él no pudo contar con una actriz como la Betsy Blair de Calle Mayor12 y se dedicó a resaltar la comicidad de un papel en ese sentido bien servido por Analía Gadé, más pizpireta que melancólica.

La búsqueda del humor por parte de Fernando Fernán-Gómez también le llevó a subrayar la alternancia política como desencadenante de la suerte de los funcionarios, convertidos en cesantes o promocionados según sea la orientación de los tiempos políticos. Este tema apenas se desarrolla en el texto teatral, más centrado en las consecuencias que en el origen de estas circunstancias. Sin embargo, en la adaptación da pie a reiteradas escenas donde los bancos de la oposición y el gobierno en el parlamento reflejan un acelerado movimiento, propio de una alternancia reducida a la pura caricatura con fines humorísticos. Fernando Fernán-Gómez fue criticado por sus colegas de UNINCI, ya que no consideraban oportuno, en tiempos de Franco, hacer una burla del sistema parlamentario13. A Ricardo Muñoz Suay y otros se les puede acusar de falta de humor, pero también es cierto que estas escenas sólo introducen una comicidad que, incluso, reduce el desenlace del conflicto a una carambola poco justificada. El propio Fernando Fernán-Gómez ha sido autocrítico al respecto. También lo sería Miguel Mihura, «condenado» según José Monleón a escribir desenlaces felices que no se corresponden con una lectura no anecdótica de sus comedias. Pero en el caso de la adaptación, ese final tan convencional y artificioso, donde la alternancia política marca el destino del matrimonio de funcionarios y cesantes, en tiempos alternos, es coherente con un guión donde la búsqueda de la comicidad ha llevado a subrayar algo prescindible.

La huella de Fernando Fernán-Gómez también se percibe en otros detalles que aproximan Sólo para hombres a películas en las que intervino como director y/o actor. La pareja que forma con Analía Gadé a veces nos recuerda a la de La vida por delante (1958) y La vida alrededor (1959), un díptico tragicómico sobre la esperanza y la supervivencia de un joven matrimonio abrumado por su realidad cotidiana. A diferencia de un Miguel Mihura más idealista y poco interesado por las cuestiones materiales de sus protagonistas, en Sólo para hombres estos se convierten en unos supervivientes al modo de otras tantas creaciones del director. Hay en ellos una lucha más concreta e inmediata, también más vulgar, para salir adelante como joven pareja, un tema que es reiterativo en la trayectoria de un Fernando Fernán-Gómez poco predispuesto a las ensoñaciones sin base real.

Tal vez sea más interesante la influencia del Edgar Neville de las películas que tuvieron al citado actor como protagonista (El crimen de la calle Bordadores, El último caballo, La ironía del dinero...). En las mismas podría estar el origen de las escenas costumbristas y castizas que «airean» un argumento desarrollado en la casa de Florita y en la oficina donde intenta trabajar. No se trata tan sólo de cumplir una premisa casi obligatoria en este tipo de adaptaciones, siempre temerosas de quedar encerradas en un escenario único. También se intenta aprovechar estos momentos para recrear un Madrid de acuerdo con los parámetros estéticos fijados por el cine de Edgar Neville. Estas breves y sencillas escenas se integran bien en una historia de alguien tan próximo al «dandy en la taberna»14 como es Miguel Mihura. Constituyen, pues, una aportación coherente con la obra original.

No sucede lo mismo con la introducción de algunos dibujos como imágenes intercaladas, más propias del tono farsesco de la adaptación que de la comedia. Estos recursos nos llevan al Fernando Fernán-Gómez de La venganza de don Mendo, a un adaptador y director que observa con distanciamiento la historia que recrea. Es obvio que se sentiría más vinculado a la obra de Miguel Mihura que a la de Muñoz Seca, que le fue impuesta15. Pero en ambos casos, y en diferente medida, percibimos detalles que nos llevan a ese tratamiento distanciado, incluso un tanto frío, que le permite recurrir a dibujos y escenas intercaladas que rompen la escasa ilusión de realidad de una historia en la que el propio Fernando Fernán-Gómez no parece creer demasiado.

El resto de las alteraciones que sufre el texto original en su adaptación cinematográfica son funcionales. Se eliminan episodios circunstanciales, se aligeran los diálogos, se suprimen los monólogos, se busca un ritmo más cinematográfico... de acuerdo con los parámetros de tantas adaptaciones realizadas con el oficio de quienes nunca teorizaron al respecto, pero lo tenían todo bastante claro.

No obstante, Fernando Fernán-Gómez puede estar convencido de algo y poco después de lo contrario. Él mismo lo reconoce en sus lúcidas memorias16 y no evita, con escepticismo e ironía, aflorar unas contradicciones que se perciben a lo largo de sus múltiples facetas creativas. Lo vemos una vez más en la adaptación cinematográfica de Ninette y un señor de Murcia, presidida por un respeto al texto original que en nada se parece al tratamiento dado a Sublime decisión.

En este caso contó con la colaboración de José M.ª Otero y de nuevo el objetivo era aprovechar el reciente éxito de la obra teatral para prolongarlo en el cine. Apenas transcurren unos meses desde el estreno hasta el rodaje y se cuenta con parte de los intérpretes (Aurora Redondo, Alfredo Landa y Rafael L. Somoza) que habían protagonizado un espectacular éxito teatral en el que ellos tuvieron una destacada participación. El papel de Ninette en la versión cinematográfica lo interpreta una desconocida actriz mejicana -Rosenda Monteros, uno de los puntos débiles de la película a pesar de lo adecuado de su físico- y el señor de Murcia, Andrés, lo encarna el propio Fernando Fernán-Gómez, dando así el relevo a Juanjo Menéndez que lo volvería a interpretar en la versión televisiva.

En una adaptación donde tan claramente se muestra la intención de aprovechar los resortes del éxito teatral, la primera pregunta es obvia: ¿qué modifica o aporta con respecto al texto original? Como en tantas otras ocasiones, se intenta «airear» la película mediante la introducción de escenas rodadas en exteriores. Pero las imágenes de París se reducen al traslado en taxi del recién llegado señor de Murcia, un café popular y los paseos que por algunas calles da el siempre enfadado Armando, el amigo del protagonista, interpretado por Alfredo Landa. Son escenas sueltas que se limitan a marcar el paso de las desarrolladas en el interior de la casa donde tiene lugar toda la acción. No podía ser de otra manera en una historia donde la paradoja es que un turista deseoso de «aventuras» se queda sin ver las calles de París. Ninette mezcla ingenuidad y picardía para tejer una tela de araña alrededor de él y, al final, Andrés volverá a Murcia con una esposa, un hijo y unos suegros, sin ni siquiera haber comprado la faja y el queso que le habían encargado. Como en tantas ocasiones anteriores, una situación sorprendente y paradójica explotada hasta sus últimas consecuencias por el ingenio de Miguel Mihura.

Otra novedad de la adaptación es la introducción de algunas alucinaciones de Andrés, que tras las puertas o los armarios cree ver paseos por París, salas de fiesta, espectáculos de strep-tease..., todo aquello que le había llevado a una ciudad que era el sinónimo de la aventura y la transgresión. Tal vez estemos ante un subrayado innecesario, pues es evidente la frustración del protagonista, convertido en un pelele en las manos de una siempre hábil Ninette. El propio Fernando Fernán-Gómez ha reconocido lo «elemental» y hasta lo «burdo» de este recurso, que tan poco añade a una película centrada casi exclusivamente en los diálogos y la labor de los intérpretes.

Mucha mayor importancia tiene el tratamiento dado a los padres de la joven francesa, exiliados españoles en cuyo domicilio figuran los retratos de Lenin, Lerroux y Pablo Iglesias. Esta peculiar combinación ya nos indica el tono de la presentación de unos personajes que combinan un izquierdismo retórico con una esencia tradicionalista, vista como sinónimo de española. No merece la pena analizar el trasfondo ideológico de una obra donde Miguel Mihura evidencia su conservadurismo en cuestiones políticas. En cualquier caso, y más allá de la caricatura de una situación histórica como la de los exiliados, recordemos que en su obra es posible el diálogo entre sectores de distintas ideologías, algo poco frecuente para el teatro español de la época. Un diálogo que, en su vertiente política, es suprimido en la adaptación cinematográfica. Fernando Fernán-Gómez, con el beneplácito de Miguel Mihura, opta por eliminar una buena parte de las referencias políticas17. Andrés deja de presentarse como un hombre «de derechas». Conserva algunos detalles coherentes con esta adscripción, pero se hace más indefinido y acomodaticio. Las discusiones con su futuro suegro quedan reducidas a los aspectos más intranscendentes con una finalidad humorística. No creo que, a diferencia de lo manifestado por el adaptador, esta supresión vaya en detrimento de la comicidad. Al revés, la subraya al quedar como protagonista absoluto en una comedia donde el enfrentamiento político, si de tal se puede hablar, queda eliminado.

¿Qué motivos pudo tener Fernando Fernán-Gómez para adoptar esta decisión? Es obvio que su postura ideológica dista bastante de la de Miguel Mihura. La lectura de sus memorias y de otras muchas declaraciones nos permite conocer a un individuo contrario al franquismo con el que se avino el dramaturgo. Hay, pues, una lógica repugnancia a la hora de presentar una imagen tan caricaturesca del exilio, máxime cuando es combinada con argumentos políticos. La profesionalidad del actor y director le ha permitido distanciarse de estas cuestiones, afrontadas como parte de un trabajo con el que no es necesario identificarse desde un punto de vista ideológico o político. No obstante, su labor en este caso lima algunas aristas. La caricatura permanecerá en la película, pero carente de la trascendencia que en algunos momentos pretende aportar un Miguel Mihura sorprendentemente explícito en esta ocasión. En la actitud de Fernando Fernán-Gómez también encontramos un atisbo de autocensura y una búsqueda de la coherencia con el tipo de comedia que intenta trasladar a la pantalla. La primera le lleva a eliminar cualquier referencia explícita a cuestiones políticas, pues por propia experiencia sabía de los problemas que acarreaban a menudo las mismas, incluso cuando su sentido era más o menos favorable al régimen franquista. La segunda le hace buscar una mayor coherencia en los planteamientos humorísticos de una comedia cuya vertiente política dista mucho de ser uno de sus más eficaces atractivos. Procede, pues, a la eliminación de algo que considera inadecuado, innecesario y que, además, no concuerda con sus planteamientos personales.

Estas alteraciones apenas suponen unas pocas frases en una comedia que casi es trasladada literalmente a la pantalla. Fernando Fernán-Gómez no sólo respeta los diálogos, sino que también conserva la estructura teatral del texto original. Es una opción casi impuesta por las propias características de la obra de Miguel Mihura, donde el encierro del protagonista en la casa de Ninette posibilita la dimensión cómica y, al mismo tiempo, da cuenta de su caída en las redes de una auténtica mujer araña. Apenas hay posibilidades de «airear» la obra y el guionista-director opta por aceptar los estrechos límites de unas paredes que nos remiten a un decorado teatral.

En una conferencia sobre sus cinco adaptaciones cinematográficas de textos teatrales, Fernando Fernán-Gómez manifestó su temor ante la dificultad de «airear» los textos originales18. No creo que esta circunstancia afecte al interés de Ninette y un señor de Murcia, tan próxima en tantos sentidos al estreno teatral. También en lo que respecta a los intérpretes, que consiguieron notables éxitos de público y crítica. Alfredo Landa hizo una peculiar y divertida interpretación del personaje del malhumorado amigo, Armando, en el teatro, el cine y la televisión. Ni siquiera modificó su vestuario. Como él mismo reconoce, este papel le permitió dar un salto en su carrera y le facilitó los primeros contratos cinematográficos19. No nos sorprende, como tampoco que Fernando Fernán-Gómez asumiera el trabajo como director realizado por el propio Miguel Mihura en el teatro. Conocía su maestría en esta faceta y, aunque en varias entrevistas rechaza la intervención del autor en el proceso de los ensayos teatrales, aprovechó algunos hallazgos de un comediógrafo tan cuidadoso del trabajo de sus actores. Lo percibimos, por ejemplo, en la interpretación de Aurora Redondo. La insigne actriz, que hasta el final de su dilatada trayectoria representó con verdadero entusiasmo tantas comedias de Miguel Mihura, parece seguir en la película las indicaciones que le daría su admirado maestro. No creo que le importara a Fernando Fernán-Gómez, quien le deja utilizar el vestuario que le dio tan grotesca como divertida imagen en el escenario. Rafael L. Somoza, al igual que sus colegas, interpreta con su habitual sabiduría teatral que le permitió ser un excelente actor de reparto en el cine. Pero también trabajó de acuerdo con las indicaciones de un comediógrafo que dirigió a los actores en varias de las películas realizadas junto a su hermano Jerónimo.

Por lo tanto, en la adaptación de Ninette y un señor de Murcia no sólo se asume el diálogo casi completo de la obra original, sino que también son utilizados otros elementos esenciales de un estreno reciente que, debido a su enorme éxito, condicionó todo el trabajo de Fernando Fernán-Gómez. Recordemos que era un encargo, sin ningún sentido peyorativo, del productor Eduardo de la Fuente y resultaba absurdo desechar un material que venía dado y garantizado.

Como tantas veces ocurre, la mayor o menor fidelidad en el proceso de adaptación no guarda una relación directa con la calidad de la película. Las comparaciones siempre implican riesgos, sobre todo cuando utilizamos unos parámetros inadecuados. La clave conviene buscarla en la coherencia entre la adaptación cinematográfica y el texto original. Ninette y un señor de Murcia es coherente con la obra original de Miguel Mihura, quien en esta ocasión se sintió satisfecho con el trabajo realizado por Fernando Fernán-Gómez.

Ahora bien, coherencia no indica necesariamente interés cinematográfico. La película se sitúa en un tono modesto, simpático y funciona como una comedia que nos recuerda las habilidades de un autor tan bien dotado para el género. La historia y los personajes, lo importante, están bien servidos por un director consciente del centro de interés de la obra adaptada. Tal vez echemos en falta algún detalle brillante en el trabajo de dirección, alguna aportación original y sustancial, un proceso de adaptación no tan apegado al resultado del estreno teatral. Fernando Fernán-Gómez opta por el camino más directo, que también es el más seguro y hasta adecuado dadas las condiciones de trabajo en que se desenvolvió, pero no el más brillante.

En este sentido podemos, hasta cierto punto, contraponer el resultado con el obtenido por José M.ª Forqué en su adaptación de Maribel y la extraña familia (1960). De nuevo nos encontramos con un espectacular éxito teatral de Miguel Mihura que, casi inmediatamente, es llevado a las pantallas con el objetivo de alcanzar el mismo resultado. Algunos intérpretes se repiten y, como es lógico, la «presión» de una obra que todavía permanecía en los escenarios era similar a la ejercida en el caso de Ninette y un señor de Murcia. Pero el equipo formado por Miguel Mihura, José M.ª Forqué, Vicente Coello y Luis Marquina -sobra cualquier comentario acerca de su experiencia en este tipo de trabajos- escribió un guión modélico. No repetiré lo ya explicado20, aunque conviene subrayar el acierto de quienes explotaron todos los recursos cinematográficos posibles para adaptar un texto que no es trasladado literalmente, pero sí con una coherencia absoluta. Echamos de menos algo de ese trabajo en la labor de Fernando Fernán-Gómez y José M.ª Otero, más rápida y sencilla, pero carente de los destellos de brillantez que abundan en la película de un José M.ª Forqué que contó con un excepcional reparto.

Nos encontramos, por lo tanto, ante dos películas interesantes y más que apreciables en su contexto cinematográfico. Al margen de corrientes minoritarias como la de los jóvenes directores del Nuevo Cine Español y lejos del cine más transgresor que, en parte, fue encarnado por el Fernando Fernán-Gómez de El extraño viaje (1964) y El mundo sigue (1963), estas comedias apuestan por la vía comercial. Lo hacen al calor de unos estrenos enmarcados en el período más exitoso de un Miguel Mihura que había dejado atrás Tres sombreros de copa (1932), pero conservaba el ingenio procedente, en buena medida, de su estancia en «el infierno del cine» como guionista, una etapa que tendenciosamente él mismo intentó hacer olvidar. Sus comedias eran apreciadas por un público deseoso de sonreír, disfrutar con la ligereza de unas tramas ejemplarmente construidas y enternecerse con la melancolía que suelen desprender unos personajes algo menos simples de lo que aparentan. Los dos primeros objetivos también se trasladan a las adaptaciones cinematográficas de sus películas, pero el último requiere un trabajo extra para quienes las realizaban en condiciones poco favorables. Los comentarios de Fernando Fernán-Gómez sobre sus adaptaciones revelan la distancia entre sus planteamientos iniciales y el resultado final. Problemas económicos, falta de apoyos, premura en el trabajo, improvisación... forman parte de un paisaje habitual en el cine español. Nadie se extraña, y menos un director-guionista-actor tan experimentado con un sentido crítico que jamás ha ido en contra del práctico. Pero es indudable que estas circunstancias incidieron negativamente en unas películas que deberían haber sido más ambiciosas para sacar todo el jugo de los textos de Miguel Mihura. Son trabajos bien resueltos, pero poco más.

Esta conclusión nos hace patente, de nuevo, la frustración experimentada en la mayoría de los análisis de la relación con el cine establecida por este grupo de comediógrafos, «La otra generación del 27». En mi libro Dramaturgos en el cine español (1939-1975), di cuenta de unos resultados que en este sentido eran satisfactorios, pero también de la frustración que sentimos cuando los relacionamos con las posibilidades de unos autores tan bien dotados para el triunfo de crítica y público en un cine menos limitado que el de la España franquista. En estos dos casos el problema no reside en el productor, el director, el guionista..., en nadie en concreto. Tampoco intervino la censura y las cuestiones económicas no fueron especialmente relevantes. La responsabilidad de lo limitado de los resultados creo que debe buscarse en esa sensación de rutina, de trabajos apañados, que se desprende de tantas películas españolas de la época. La confluencia de Miguel Mihura y Fernando Fernán-Gómez podría haber dado mejores resultados, pero habría requerido un marco cinematográfico más favorable y hasta una actitud personal distinta por parte de quienes intervinieron en el proceso. Si recordamos el caso de la citada película de José M.ª Forqué, a veces sin dicho marco también es posible realizar un magnífico trabajo cuando confluyen otras circunstancias. Pero es uno de esos milagros que se dan en un cine español donde todo es posible, incluidos los propios milagros. Como es lógico, no abundan. Más habitual es encontrarnos estas películas dignas, que se ven con agrado, pero que nos dejan un tanto melancólicos. No por el trasfondo que tantas veces utilizó Miguel Mihura, sino por la oportunidad perdida para realizar un trabajo verdaderamente brillante.





 
Indice