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Apocalipsis orientales (y occidentales) en la novelística de Homero Aridjis1

Robin Lefere





En 1985 y en 1994 respectivamente, Homero Aridjis, reconocido como poeta al menos desde 1964 (fecha en que el poemario Mirándola dormir mereció el Premio Villaurrutia), publicó dos novelas que, aunque estéticamente muy distintas entre sí, ofrecen sendas perspectivas sobre la España medieval y, en particular, sobre la coexistencia en ella de tres religiones y de dos civilizaciones. 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla se centra en las trágicas vivencias de la comunidad judía desde finales del siglo XIV, El señor de los últimos días. Visiones del año mil en el antagonismo entre musulmanes y cristianos, especialmente en el trance del nuevo milenio. Novelas históricas, pues, pero cuya temática mantenía sin duda diversas relaciones con el Presente de la escritura. Precisamente, puesto que sabemos que en numerosas ocasiones el género de la novela histórica ha constituido un poderoso recurso para plantear, de manera indirecta y metafórica, una problemática contemporánea de la escritura, examinaremos si tal es el caso aquí, y abordaremos esta cuestión desde un sesgo imagológico, fijándonos en cómo se tematizan las figuras del judío y del árabe.




1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla (1985)

Esta primera novela histórica de Aridjis nos presenta la vida ajetreada y tumultuosa de un cristiano relativamente «nuevo» («descendiente de judíos conversos» - 48) que, después de sus mocedades picarescas avant la lettre en Madrid, y mientras los tiempos se caracterizan por los pogromos y los autos de fe, se casa con una conversa, la pierde por el acoso de la Inquisición, y acaba recorriendo las comunidades judías de España en incesante búsqueda de esta mujer condenada a la clandestinidad. La historia finaliza en 1492, con el edicto de expulsión de los judíos y la consiguiente emigración, en particular el embarque de algunos de ellos, y también del protagonista y narrador, en la expedición de Cristóbal Colón.

Se trata, pues, del otro 1492, la cara oscura de las gloriosas efemérides de la conquista de Granada y del Descubrimiento2; no una fecha inaugural, sino la que culmina un largo proceso de discriminación y de persecución, de fanatismo religioso que se empeña en erradicar la llamada «España de las tres religiones». Precisamente, la novela detalla este proceso, evocando los acontecimientos que marcan sus pautas (empezando por el asalto a la aljama judía de Sevilla en 1391), figuras históricas -destacadas (de fray Vicente Ferrer a Torquemada) o desconocidas (la propia protagonista Isabel de la Vega)-, y las principales medidas discriminatorias o represivas institucionales (ordenanzas, pragmáticas, edictos, a veces citados literalmente)3. Al mismo tiempo, da prueba de un ingente esfuerzo por reconstruir la España medieval multicultural en su realidad cotidiana, logrando un vasto fresco con una «considerable riqueza de detalle»4, en que destacan los diversos aspectos de la comunidad judía y de sus prácticas.

Antes de desarrollar este último aspecto, conviene precisar que la aproximación novelesca se concreta básicamente en dos recursos:

  1. La narración en primera persona por el protagonista ficticio Juan Cabezón de Castilla; de esta manera, descubrimos todo el proceso de creciente fanatismo y degradación ética y cultural a través de los ojos de un hombre de a pie de la época -un cristiano (nuevo) tolerante y relacionado con judíos, moros y conversos, testigo perplejo y horrorizado de la destrucción metódica de las redes sociales y las relaciones interpersonales tradicionales.
  2. La historia de amor entre ese protagonista ficticio e Isabel de la Vega, una conversa con expediente en los archivos de la Inquisición. El ingrediente amoroso resulta en este caso especialmente funcional puesto que, en el nivel de lo narrado, permite que el protagonista experimente más hondamente -en los planos afectivo e intelectual- la política y las medidas inquisitoriales, y vaya adentrándose en el mundo de las comunidades judías de la España de la segunda mitad del siglo XV. Es decir, se acude a un punto de vista exterior pero interiorizándolo, y esta opción tan eficaz como hábil, unida a la exquisita calidad de la evocación amorosa, consigue implicar afectivamente al lector (sabido es desde Aristóteles que el pathos estético suscita la simpatía).

Se trata, pues, de una novela histórica de tipo «tradicional», que como tal contrasta con la ola, a partir de finales de los 1970, de «nuevas novelas históricas» hispanoamericanas5. Sin embargo, la singularizan sus pasajes de gran creatividad lingüística y de admirable lirismo poético, así como el juego intertextual con el modelo picaresco.

Es tiempo de explicitar en qué consiste la rica evocación de la comunidad judía. En función de la actualidad inquisitorial y de los desplazamientos del protagonista-narrador, tenemos noticias más o menos detalladas de, sucesivamente, las comunidades judías de Sevilla, Madrid, Toledo, Zaragoza, Calatayud, Vitoria, Gerona y Ávila. Los espacios emblemáticos son, por supuesto, la aljama y la sinagoga, pero a veces entramos en las casas privadas o nos acercamos a los fonsarios, éstos con sus cipos, las «sepulturas con la cabeza vuelta hacia el oriente y los pies hacia el poniente» (228), las estelas con sus inscripciones funerarias que, notablemente, se rigen por la cronología judaica6.

En el caso de Zaragoza, se ofrece una topografía de la judería, con sus postigos y sus callizos, el llamado «Castillo de los Judíos», el hospital de Rotcefede, la sinagoga mayor de Becorolim, «de los hombres o de los enfermos (para distinguirla de la de Bicorlim, o de los torneros, en el callizo Medio, dedicada a ayudar a los pobres y a los enfermos, a los huérfanos y a las doncellas, como la de Malvise Arhumin, alias de vestir pobres)» (164), que se describe por dentro y donde presenciamos un juramento:

«Juras, tú, judío Natán, por aquel Dio que hizo a Adán, primo home, e púsolo en el parayso e mandóle non comiese de aquella fruta que él le vedó, e porque comió de ella echóle del parayso [...]».


(165)                


Como vemos, de paso -pero con eso también se afirma una contra-memoria7- el novelista pretende darnos el sabor del dialecto judeoespañol (véanse también las pp. 215, 230 y el episodio análogo del testamento, supuestamente citado -cf. pp. 182-184). Sigue el recorrido por la judería, esta vez en compañía de un guía que confía comentarios acerca de los transeúntes judíos o conversos, de los cuales se desprenden perspectivas sobre los perfiles sociales (artesanos, médicos, financieros), la onomástica8 (con prudentes cambios de nombres)9, y también la represión y sus consecuencias, las cuales se hacen muy sensibles a través de la bella y sugerente evocación de dos figuras: esa mujer y madre enloquecida por el dolor, divagando por su mundo de fantasmas, y ese hombre centenario que «ha recorrido el siglo, desde las matanzas del arcediano de Écija, las predicaciones de fray Vicente Ferrer y la pragmática de la reina Catalina, hasta el advenimiento de los Reyes Católicos y fray Tomás de Torquemada como Inquisidor General», que algún día fue oportunamente bautizado pero ahora «canturrea canciones en hebreo» en el umbral de su casa, y hace de una caída «una posición del cuerpo y una manera de ver el mundo» (169-170).

Las prácticas religiosas asoman a lo largo de la novela10, y de forma sistemática en las listas de delitos judaizantes que la Inquisición imputa a diversos personajes (o que éstos llegan a confesar):

«guardar el sábado, comer carne en Cuaresma, leer la Biblia en hebreo, llevar aceite a la sinagoga, orar con la cara vuelta a la pared, comer perdices y palomas "no afogadas", dar limosna a los judíos pobres, no ponerse de rodillas al oír las campanas de la iglesia anunciando la elevación del Cuerpo, lavar los cuerpos de los muertos y endecharlos a la manera judía, celebrar la pascua del pan cenceño y la fiesta de los Tabernáculos...».


(192; véanse también pp. 170-171 y 198-199)                


Más allá de esas prácticas están la veneración exclusiva del Antiguo Testamento, la espera de la venida del Mesías y del Juicio Final, de la Tierra prometida (véanse en especial pp. 192-195), creencias que llevarán a los judíos o marranos a interpretar en clave mesiánica la figura de Colón y su viaje hacia nuevas tierras (cf. pp. 192, 272, 282, 294). A esas herejías «oficiales», con las que se corresponden penitencias diversas y otros castigos, hasta llegar a la hoguera (véase la evocación detallada del auto de fe de Toledo, pp. 207-211)11, se suman los pecados atribuidos por la imaginación popular, que convergen con tradicionales tópicos antisemitas y resentimientos sociales (véase el compendio de las pp. 106-107), y aun las alegaciones puramente criminales. Con respecto a estas últimas, el novelista confunde al lector, de manera pedagógica: echada a correr la especie de «varios judíos y conversos acusados de matar ritualmente a un niño cristiano y de profanar una hostia consagrada», varios elementos vienen a fundamentarla (lo que provisionalmente pone en entredicho la inocencia de los perseguidos), hasta que finalmente quede desacreditada12.

Como contrapunto del delirio inquisitorial y de su obsesión por la discriminación (con los apartamientos y las señales correspondientes)13, tenemos, por supuesto, la incesante mirada de Juan Cabezón, su amor auténticamente cristiano e incluso su matrimonio mixto (cf. pp. 132 y 146-147), pero también personajes y circunstancias que atestiguan una coexistencia pacífica de las tres religiones, más allá de la ideología; como ese mesonero que acogía igual de bien «a los cristianos, moros y judíos» (278), o humorísticamente esa mujer que «había echado hijos al mundo de un judío, un moro y un cristiano, por lo que la apodaban la España de las tres religiones» (260), y aún esas ferias «con cristianos, judíos y moros comprando y vendiendo sus mercaderías» (293).

Ahora bien, cabe preguntarse por qué un autor mexicano, que por cierto no tiene ascendencia sefardí y no es judío, publica en 1985 una novela sobre la persecución de los judíos en la España del siglo XV. En realidad, Aridjis no hace sino reorientar hacia el Pasado la reflexión histórica que en sus obras recientes se había centrado en la relación Presente-Futuro (como Espectáculo del año dos mil, 1981 y El último Adán, 1982), y podemos formular la hipótesis de que esa reorientación, que se inserta dentro de una corriente poderosísima de la literatura mexicana (por esas fechas, piénsese en Carlos Fuentes o Fernando del Paso), estriba en factores circunstanciales como los preparativos del Quinto Centenario (del «descubrimiento de América»), con el correspondiente deseo de situarse de manera crítica con respecto a las conmemoraciones y sus probables «encubrimientos»14. Si admitimos este supuesto, hay que subrayar que el planteamiento es original: Aridjis no se limitó a sumarse al género pujante de la novela histórica que reescribía el Descubrimiento y la Conquista desde una perspectiva hispanoamericana y antiimperialista15 sino que desplazó el enfoque -hacia la Península, el otro 1492 y los decenios que lo prepararon-, con una doble perspectiva crítica.

Por una parte, frente a la previsible exaltación nacionalista y auto-complaciente de la España de los Reyes Católicos, se pone de relieve la otra cara de la época: no sólo un dogmatismo y una intolerancia que conducen a la negación física del otro, sino también la hipocresía del poder (real, aristocrático, y religioso), cuya avaricia se vale de coartadas teológicas -el purismo de la fe cristiana- para despojar de sus riquezas a una comunidad especialmente activa en el plano económico16.

Por otra parte, a través de este retrato mordaz, se ofrece una especie de genealogía de la Conquista y simultáneamente una interpretación in ausentia de la misma, en términos de determinismo cultural (por lo que los abusos no serían meramente personales o coyunturales). Además, la interpretación se hace más rica y más polémica al contraponerse a esta Conquista de la negación y del despojo la visión de la Tierra de Promisión, creencia y esperanza mesiánicas que supuestamente compartían la comunidad sefardí y Colón el converso17.

Como vemos, la doble perspectiva crítica que caracteriza fundamentalmente la novela desemboca en un oportuno deber de memoria hacia las «otras víctimas» de 1492, y aún en cierto filosemitismo que se puede comprender como una forma de homenaje a un pueblo perseguido a lo largo de la Historia (de hecho, la figura del judío errante asoma en varias páginas)18, pero también como una respuesta íntima a un antisemitismo endémico, notablemente en México19.

Con estas últimas consideraciones llegamos a un segundo nivel de sentido de la novela. En efecto, al mismo tiempo que una historia rigurosamente situada en sus coordenadas históricas, Aridjis ha escrito una historia ejemplar, que repite o prefigura otras análogas, y más especialmente una historia que participa del mito. Más allá de su función verosimilizante, las numerosas referencias al Antiguo Testamento y a los mitos de Caín y Abel, del Apocalipsis y del Juicio Final, del Mesías y de la Tierra de Promisión invitan a una lectura metahistórica y metafísica de las peripecias históricas (véanse ya los dos primeros epígrafes, que orientan en ese sentido)20, en función de circunstanciales claves bíblicas21. Esto es: en consonancia con una tendencia constante del pensar literario, la novela «histórica» reivindica una perspectiva que ya no podría asumir la historiografía científica, al mismo tiempo que se trasciende como género y tiende a reincorporarse en el macrogénero de la novela entendida como fábula a la vez temporal e intemporal.

Ahora bien, la perspectiva metahistórica invita también a lecturas metafóricas que nos devuelven a la Historia. Al convertirse la persecución inquisitorial en una mera modalidad histórica de un cainismo transhistórico, se llama la atención hacia este paradigma, en principio válido para el presente (y el futuro), y queda sugerido que aquélla puede constituir una manera indirecta de hablar de modalidades actuales de cainismo. De hecho, considerando que la novela describe de forma muy gráfica los mecanismos de la discriminación y de la exclusión como los de la fanatización religiosa e ideológica, e inversamente ensalza a la España de las tres religiones como manifestación notable y retrospectivamente utópica de un modelo de coexistencia, resulta bastante claro que esta estructuración semántica se presta a una interpretación en función del contexto político internacional contemporáneo de la escritura: nos referimos a la guerra fratricida entre judíos y palestinos, especialmente virulenta a principios de los ochenta (pensemos en la guerra del Líbano y en la siniestra peripecia de la masacre de Sabrá y Chatila en septiembre de 1982), y por otra parte a la revolución islámica del ayatollah Jomeiní en Irán (a partir de 1979). Aunque no importe que el autor asumiera o no este tipo de interpretación, podemos ver un indicio de que fuera deliberada en el hecho de que se señala de manera recurrente cómo judíos y musulmanes eran discriminados y perseguidos por igual (cf. pp. 25, 96-97, 125, 128, 154, 166, 226).




El señor de los últimos días. Visiones del año mil (1994)

Esta novela ofrece el relato en primera persona, a la vez autobiográfico y visionario, del monje Alfonso de León, que se califica a sí mismo como «señor de los últimos días» y confiesa el impacto del manuscrito en que está trabajando en el scriptorium del monasterio de San Juan el Teólogo: el Apocalipsis o la Revelación de San Juan, que copia teniendo a mano los comentarios del Beato de Liébana22. Así pues, cuenta su vida no sólo en relación con la situación y los acontecimientos de la España del siglo X -el conflicto de civilizaciones y las campañas militares de al-Mansur-, sino trascendiendo esta realidad histórica bajo la influencia de la perspectiva apocalíptica y el estilo visionario de San Juan; de esta manera, la novela se desarrolla ostensiblemente en un doble plano, el histórico (las luchas entre moros y cristianos) y el mítico (la lucha entre el Anticristo y el Cristo, el Mal y el Bien)23. Este enfoque define una novela histórica relativamente atípica24, que resulta serlo más aún por integrar, de forma muy imaginativa y sugerente, las supersticiones, herejías y profecías que caracterizaban la época y que se disparaban con el milenio: se nos transmite el sabor de una época marcada por la irracionalidad.

Si en 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla era la comunidad judía la que estaba en el primer plano, y se detallaban aspectos sociales, religiosos y culturales, ahora se trata del mundo musulmán, cuya evocación, sin embargo, está distorsionada por el punto de vista del narrador: no tenemos aquí la simpatía comprensiva de Juan Cabezón sino el rechazo ideológico y afectivo de un monje beligerante y mesiánico. Ahora bien, dicha distorsión es ostensible y, como veremos, resultan significativas sus modalidades; por otra parte, el origen mixto del protagonista y su infancia en Al-Andalus -de madre cristiana y de padre califa musulmán, creció en un harén de Córdoba- le permiten evocaciones nostálgicas.

Teniendo en cuenta este prisma, y también el estilo apocalíptico del narrador, se desprende una imagen del mundo musulmán que abarca personas (sin olvidar las diferencias étnicas)25, lugares y muchos aspectos culturales, y se caracteriza por sus contrastes. Por ejemplo, en lo que se refiere a la evocación de figuras históricas, Al-Mansur ibn Abi Amir (la onomástica no es vulgar, sino muy cuidada)26 es el guerrero cruel y sin piedad, «gran odiador de las letras y las artes» y concienzudo arrasador de villas, castillos y conventos, pero se deja acompañar por poetas que celebran sus hazañas (como «el aniquilamiento de Shant Yakub», 47), y es el impulsor del engrandecimienro de Córdoba, el comanditario de palacios; «reverente y devoto de Alá», aparece también «respetuoso de la fe ajena»27. Abd al-Rahman III28 es el monarca implacable y degollador, pero también el iniciador de una obra maestra: la urbe palatina de Madinat al-Zahra, de la que se refieren la concepción y la construcción, la topografía y, en especial, el jardín, «edén temporal» (70-71). De paso se evocan efemérides como el juramento de al-Hakam II (70), la vida palaciega, con especial énfasis en el mundo del harén, sus favoritas y sus eunucos (84-88), y fantasmadas desviaciones sodomitas29 -la repulsión- atracción del monje se corresponde con la del mundo cristiano medieval, y nos hace remontar a los orígenes del estereotipo del árabe lujurioso30. Alfonso recalca una fractura entre civilizaciones, remitiendo al obispo Eulogio y a una cita de Paulo Alvaro: «Cristo ha predicado la castidad a sus ovejas, Mahoma ha predicado a los suyos los deleites groseros, los placeres inmundos y el incesto» (98); y él mismo evoca a un califa «entregado al Corán y a la carne» (45; el zeugma es digno de Borges). Sin embargo, Alfonso recuerda también la pasión bibliófila de al-Hakam II, que adquiría libros en Damasco, Bagdad, Cairo y Alejandría, y una biblioteca palaciega frecuentada por los sabios de la época; musulmanes, judíos y cristianos podían acogerse a la generosidad del califa. Córdoba aparece también como un centro de referencia «para aprender las artes mágicas, la ciencia del astrolabio, los usos del ábaco y las nueve cifras arábigas» (89). Por otra parte, encontramos, además de numerosas palabras transcritas del árabe31, referencias al calendario musulmán32, a la gastronomía (94-95), y aun a la rica variedad de los caballos sarracenos (198).

Esa evocación relativamente matizada de la civilización musulmana, que incluye el reconocimiento de una notable tolerancia religiosa (cf. en especial pp. 97-98) y la revelación indirecta pero insistente de los diversos y numerosos intercambios -políticos, comerciales, culturales, incluso genéricos- entre las dos civilizaciones y las tres religiones, contrasta con el dualismo y el maniqueísmo ideológicos del monje, cuyo fanatismo prefigura los desmanes de la futura Inquisición y su enfermiza obsesión por la unicidad religiosa (bajo ese aspecto, la novela constituye una variación de 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla).

Ahora bien, hay que ver que este maniqueísmo no sólo viene puesto en entredicho por aquel contraste, sino que su mismo dualismo, entendido como radicalización ontológica de la diferencia, es triplemente refutado: por los múltiples intercambios mencionados, desde luego, pero aún por las herejías diabólicas nacidas en el seno del cristianismo (véase la figura de Isidoro, el Mesías de los Pobres)33, y sobre todo por un proceso propiamente desconstruccionista de indiferenciación e incluso identificación de los opuestos. Consideremos en efecto un aspecto esencial de la novela, que individualiza y concreta de manera trágica la lucha apocalíptica entre cristianos y musulmanes: ésta se corresponde con la lucha a muerte entre Alfonso y Abd-Allah... que no es sino su hermano gemelo. Precisamente, a pesar de la rivalidad y del odio, a pesar de que encarnen supuestamente el Bien y el Mal, son tan íntimamente próximos que su diferencia resulta ser superficial, un espejismo34, y ya no saben quién es quién35. Esta confusión, Aridjis la trabaja en los planos narrativo y lingüístico; valga esta muestra, donde se combinan entrecruzamientos dialógicos e intercambios paradójicos de personas gramaticales:

«-Estás hablando lo que estoy pensando, prepienso lo que crees que piensas.

-¿Sabes una cosa? Por el camino de los años, me encontré a un demonio parecido a mí -me interrumpió.

-Ese demonio soy yo -murmuré-, si no equivoco tus palabras, que son las mías.

[...]

Parado delante de él, descubrí mi extrañeza. Observé, como si lo hiciera en mi persona, las arrugas en la piel, las canas en el cabello, y percibí el color de sus costinas, el aliento de su boca. Sentí en mi pecho el contacto de su ropa, el sudor y la mugre de sus pies. Apreté sus quijadas, sus labios junté uno con otro».


(131-133)                


Esto es: si volvemos a pasar de lo particular a lo general, la lucha apocalíptica entre cristianos y musulmanes es otro avatar del eterno cainismo, y una forma de suicidio.

Curiosamente, en esta novela visionaria, explícitamente escatológica y mucho menos apegada a la Historia que 1492, la lectura metafórica y por lo tanto la vuelta indirecta a la Historia se imponen, por el peso de las circunstancias. El señor de los últimos días se publicó en una época en que se empezaba a hablar de «choque de civilizaciones» (el ensayo de Samuel Huntington es precisamente de 1993), y también de lucha entre el Bien (nosotros) y el Mal (los otros): recordemos la primera guerra contra Sadán Husein a principios de los 90 y el bombardeo de Bagdad. Además, desde la perspectiva de hoy, la novela resulta profética. El autor parece haber percibido que el principio del nuevo milenio iba a caracterizarse por la exaltación religiosa e identitaria (desde el 11 de septiembre y sus consecuencias hasta la ira y la polémica desatadas por una desafortunada cita papal)36, y que iba a resurgir esa oposición esencialista entre Oriente y Occidente que ha constituido un espejismo ideológico y filosófico recurrente en la historia europea, cuyos estragos en el mismo campo académico Edward Said denunció en 1978, en su famoso Orientalism37. Frente a todo ello, la evocación memoriosa de la «España de las tres religiones» y la desconstrucción del discurso dualista y etnocéntrico representan un alegato indirecto, metafórico, a favor del respeto mutuo, condición de una coexistencia pacífica, o, para usar una fórmula contemporánea que rebate oportunamente la contraria, a favor de la «alianza de las civilizaciones».

Cabe terminar señalando que El Señor de los últimos días apunta aún hacia otra perspectiva sobre el conflicto en cuestión, de manera tan sugerente como discreta. Consideremos los dos pasajes siguientes:

«Los daños que causaban en el reino cristiano las campañas de los sarracenos podían entenderse como consecuencia del desequilibrio de nuestro propio siglo. Me correspondía a mí, monje formado en las materias del cuadrivio y el trivio, observar atentamente los desarreglos del mundo visible, a fin de evitar que los conflictos temporales acabaran por perturbar la estabilidad del universo invisible».


(117)                


«El orden de las estaciones y las leyes que hasta ahora han gobernado el mundo han cambiado, han caído en el caos eterno y se teme el fin del género humano -reveló el joven monje».


(226)                


La guerra fratricida aparece corno el síntoma de un desarreglo más fundamental, que amenaza el orden cósmico, y prefigura otro tipo de apocalipsis. Si bien está claro que los monjes hablan en función del contexto intelectual de su época, en especial de un universo de correspondencias entre mundo visible y «mundo invisible», entre microcosmo y macrocosmo, asoma en estos pasajes, otra vez, un discurso oblicuo, que se refiere a un marco de pensamiento contemporáneo: no tanto el de una «globalización» asimétrica e injusta (por cierto, una enología coyuntural más convincente que la esencialista), sino, más fundamentalmente, el de una consciencia y una ciencia ecológicas que desde la racionalidad moderna reivindican una forma de pensamiento holístico, y muy razonablemente señalan el riesgo de un apocalipsis ecológico. Es difícil no percibir esta dimensión del texto cuando el lector sabe que Homero Aridjis es en Méjico un protagonista del ambientalismo, fundador del Grupo de los Cien, y en varios ensayos (en especial «Hacia el fin del milenio»)38 como en otras novelas (La leyenda de los soles de 1993 y ¿En quién piensas cuando haces el amor? de 1995, precedidas por novelas breves como El último Adán) ha explicitado y desarrollado sus planteamientos ecologistas39. Esto es, una perspectiva que trasciende otro dualismo y otro «centrismo»: el antropocentrismo que, sin duda soberbia y ciegamente, ha opuesto al Hombre y a la Naturaleza, haciéndose así culpable de una «nueva expulsión del paraíso»40. Desde este punto de vista, la civilización andalusí evocada en la novela aparecería como más harmoniosa: sus harenes y sus jardines son paradójica pero muy significativamente calificados como edénicos41.






Bibliografía citada

  • ARIDJIS, Homero. 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, Barcelona: Edhasa, 1990 [ed. orig.: 1985].
  • ——, Imágenes para el fin del milenio. Nueva expulsión del paraíso, México: Joaquín Morriz, 1990.
  • ——, El señor de los últimos días. Visiones del año mil, Barcelona: Edhasa, 1994.
  • GUERRA, Lucía. «El último Adán: visión apocalíptica de la ciudad en la narrativa de Homero Aridjis», Contexto, 6:8, 2002, pp. 81-103.
  • MENTON, Seymour. La nueva, novela histórica de la América Latina, 1979-1992, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.
  • ORDIZ, Javier. «Historia, apocalipsis y distopía en la narrativa de Homero Aridjis», Hipertexto, 12, 2010, pp. 3-14.
  • PAGACZ, Laurence. «Apocalypse écologique dans le roman du XXè siècle: Ravage de Barjavel et La leyenda de los soles de Aridjis», Raison publique, n.º 17, febrero 2013, pp. 47-63.
  • PERKOWSKA, Magdalena. «Un duelo de memorias: la memoria oficial y una memoria vívida en 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla», en Historias híbridas. La nueva novela histórica latinoamericana (1985-2000) ante las teorías posmodernas de la historia, Madrid: Iberoamericana, 2008, pp. 107-146.
  • SAID, Edward. Orientalismo, Barcelona: Random House Mondadori, 2003 [ed. orig. en inglés: 1978].


 
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