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«En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra»: inversión carnavalesca en «El último Adán» de Homero Aridjis

Laurence Pagacz





Publicado a principios de los años 80 pero escrito sobre 1970 en Nueva York, donde Homero Aridjis (México, 1940) daba clases de literatura en la New York University, el relato El último Adán1 se inscribe en el contexto de la guerra fría. El interés del autor por lo apocalíptico se refleja en toda su obra y tiene su raíz en la amenaza nuclear, que le provocaba y le sigue provocando pesadillas2.

Por el tema nuclear, El último Adán tiene un lugar aparte en el panorama de las letras mexicanas de la época, que se consagran más al desengaño social suscitado por la masacre de Tlatelolco (1968), que reveló la política de represión de México. Situada entre la poesía surrealista y la prosa, esta obra despertó la atención de Luis Buñuel, quien quiso hacer de ella su testamento fílmico. El proyecto no se llevó a cabo por falta de tiempo -Buñuel murió en 1983- pero, a raíz del propósito fallido, Aridjis escribió una versión modificada de su obra en 1986. Esas modificaciones denotan la voluntad del autor de transformar el relato en guion para la gran pantalla: añadió diálogos explicativos y psicologizó al protagonista.

En lo que concierne al presente análisis, he optado por la primera versión por ser la más fiel al proyecto inicial -literario- del autor y por razones externas al texto en sí: Aridjis se pronunció a favor de ella para la traducción al inglés, a cargo de James J. López (University of Tampa), y al francés, a mi cargo3; además, el Fondo de Cultura Económica proyecta una reedición del relato, también en su primera versión.

El último Adán es un relato compuesto de cuatro historias cortas, «El último Adán», «Los límites del crepúsculo», «La ciudad sin nombre» y «La tierra transfigurada». El hilo conductor es la figura protagonista del último Adán que deambula por una playa negra y una ciudad en ruinas. «El último Adán» constituye un íncipit lleno de fuerza al retomar, al revés, el relato bíblico del sexto día de la creación: el último Adán y la última Eva vagan por el mundo en ruinas desde el amanecer hasta el anochecer. En «Los límites del crepúsculo», el relato se hace más pictórico en sus descripciones del mundo en llamas y de los cuerpos deformes; «La ciudad sin nombre» continúa esa descripción en el séptimo día de destrucción pero insiste más en la «vida» de los sobrevivientes, hombres y mujeres. Por último, «La tierra transfigurada» testimonia la soledad del sobreviviente al caer la noche, su encuentro con un androide y finalmente su muerte.

Mi análisis se concentra en la figura protagonista del sobreviviente vagando por un mundo en ruinas en busca de su amada perdida. Esta figura supone para el lector la puerta de entrada al universo narrativo del fin del mundo, ya que asiste a la disolución -temática- del mundo y del cuerpo, y a la disolución -narrativa- del relato y de la palabra. Así surge la cuestión de la irrepresentabilidad del final que sólo puede llevar a cabo una captación grotesca y, por lo tanto, subversiva de la realidad, tal como lo concibe Astruc (2010: 204): «le grotesque et le lieu, l’avènement d’une impossibilité».

Más que la descripción de una catástrofe, El último Adán muestra una deformación. La catástrofe está en la deformación de los relatos bíblicos, del cuerpo y del lenguaje, distorsión que conduce a la desaparición final. En varias ocasiones, es el resultado de una inversión, proceso carnavalesco y grotesco por excelencia (Bajtín 1982 [1965]; Menegaldo 1993: 40): lo apocalíptico y lo grotesco, además de producir imágenes pictóricas fuertes, se encuentran en el doble aspecto de catástrofe/muerte y revelación/regeneración. El íncipit, como inversión del Génesis, invita a considerar el conjunto de los relatos como producto de la inversión en tanto que proceso de deformación o de desfiguración:

«En el final, el hombre destruyó los cielos y la tierra. Y la tierra quedó sin forma y vacía. Y el Espíritu de la muerte reinó sobre la superficie de las aguas.

En el final, el hombre destruyó los peces del mar, las aves del aire y toda criatura que se arrastra y gime sobre la tierra».


(135)                


A modo de comparación:

«En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, todo era confusión y no había nada en la tierra. Las tinieblas cubrían los abismos mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas».


(Gén. 1, 1-2)                


«Dijo Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Que tenga autoridad sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y los reptiles que se arrastran por el suelo"».


(Gén. 1, 26)                


Este mismo proceso se observa en Gran teatro del fin del mundo, que junto a Espectáculo del año dos mil y El último Adán constituye lo que Aridjis llama su «sinfonía apocalíptica» (García 1983: s. p.). En Gran teatro del fin del mundo se revierte el íncipit de Gran teatro del mundo de Calderón, también con el objeto de describir la creación al revés, es decir, la descreación (Pagacz 2013).

Las páginas que siguen contemplan primero la descripción crítica del espacio apocalíptico y revertido de la obra, incluyendo a los personajes; a lo que seguirá una reflexión sobre el (no) tiempo apocalíptico y, para terminar, unas palabras en torno a la enunciación.


El Edén apocalíptico

El uso literario del cronotopo apocalíptico «brota del contexto histórico que lo rodea, responde a él y lo describe metafóricamente» (Parkinson Zamora 1996: 26). Aridjis se ha referido en varias ocasiones al pánico que le despertaba la amenaza nuclear durante la guerra fría: «uno ve los efectos pero no sabe las causas, ni de dónde vino ni cómo comenzó, pero empezó una destrucción general»4. Meurée (2010) establece en la Segunda Guerra Mundial una frontera en la manera de pensar el apocalipsis; después de 1945, se hace factible la destrucción total de la humanidad al mismo tiempo que desaparece la referencia a lo divino: «Hiroshima y Nagasaki representan a la ciudad sin Dios» (Guerra 2005: 160). Es este pensamiento, al que se refiere la cita de Oppenheimer «the shatterer of worlds» -que introduce el segundo capítulo-, el que mueve a Aridjis a escribir su relato inaugural. En el sentido de que se trata de su primera obra apocalíptica en prosa, ya que sus obras anteriores, mayormente poéticas, están consagradas a la naturaleza como «espacio brotando de vitalidad y [...] fuente de trascendencia» (Binns 2004: 133).

Al contrario, el espacio y el tiempo de El último Adán apuntan, desde el título, a una inversión generalizada de los relatos bíblicos del Génesis y del Apocalipsis. De manera global, se podría decir que el relato consta de dos Edenes, el genésico y el apocalíptico, que corresponden a la división clásica naturaleza-ciudad: las dos primeras partes -«El último Adán» y «Los límites del crepúsculo»- son descripciones terribles del estado de la naturaleza tras la explosión, mientras que las dos últimas -«La ciudad sin nombre» y «La tierra transfigurada»- se concentran más en la ciudad en ruinas como último hogar, también destruido, de los sobrevivientes de la raza humana. Así, las dos primeras partes presentan los rasgos del Génesis, pero al revés, puesto que el Edén ya no apunta a un Edén paradisiaco, sino negro, destruido, descreado; de la misma manera, se desvían unos elementos del Apocalipsis- el regreso del Mesías, la Jerusalén nueva- con objeto de llevar a cabo una subversión en las últimas partes.


El Edén negro

El relato se abre con el mar, una de las manifestaciones más poderosas de la naturaleza, fuente de vida y de creación en muchas leyendas. Excepto que el escenario edénico es «un mar sin movimiento y negro» (135), muerto, que contrasta con lo que pasa en la tierra: además del hongo nuclear citado algunas veces, el espacio entero ofrece un espectáculo vivo y consciente de llamas y corrientes de lava -«ruidos submarinos se oían al fondo de la tierra como vastos estómagos haciendo la digestión» (137)-. El sol ha desaparecido (141) y la tierra parece abrasarse por sí sola:

«Fragmentos de rocas de un rojo sombrío, bañadas de tintas sulfurosas, de amarillos quemados y púrpuras funerarios aparecían y desaparecían al ritmo de paroxismos violentos, en los que la tierra entera daba la impresión de abrirse, gemir, gruñir, toser, estornudar, llorar, maldecir y agonizar».


(138)                


Se establece un paralelismo con el cuerpo humano muerto que yace, desfigurado, inmóvil, y descomponiéndose. De hecho, se describe la tierra como «un cuerpo convulsionado, herido en todas partes a la vez» (163), que enloquece, se abre en dos bajo un arcoíris, padece tormentas de fuego y de lluvia negra, así como temblores. El cuerpo terrestre, así como el animal y el humano, se ve condenado a la desnudez al ser desgajado de su estado natural:

«Las montañas calcinadas, los lagos evaporados, el espacio denso y gris, la desnudez extrema, la herida letal que presentaba cada cosa eran causados por la misma fuerza destructora que desarraigaba los árboles y arrancaba su caparazón a la tortuga, al pájaro sus alas y al mamífero su piel. Era la descreación anónima, el despojo radical, el rencor tenaz [...]».


(172)                


Este desnudamiento que caracteriza la descreación es una vuelta -dolorosa- al estado original de los cuerpos antes de la creación, estado extremo y ambiguo, ya que se puede acercar al nacimiento o a la muerte. En este caso, lejos de morirse, la naturaleza parece enfurecer y, como un animal poderoso que el hombre ha herido, en una última descarga de energía hace añicos y mata al ser humano: el hombre muere para que renazca la naturaleza, en esta doble característica del cuerpo grotesco descrito por Bajtín, que lo ubica a la vez en el umbral de la tumba y de la cuna.

Al desnudamiento letal sufrido por la naturaleza responde una figura animal vital: la esfinge, animal híbrido, que reenvía a la mitología griega y a la Bestia del Apocalipsis de San Juan.

«[C]omo caído de la explosión remota, un animal amarillento de ojos anaranjados lo miraba. Con alas en la espalda y raíces en los pies, parecía una esfinge en reposo.

[...] [D]e garganta gris y rugosa, vomitando sangre por innumerables bolsas negras, daba la impresión de haber brotado de la conjunción de la tierra y el aire tronados, haberse formado de restos y entrañas de reptiles y pájaros, de mamíferos y peces, de insectos y seres invisibles al ojo».


(150)                


Otra vez la naturaleza, lejos de sucumbir definitivamente al golpe nuclear humano, se recompone literalmente a través de este nuevo animal formado de restos de otros animales y que reconcilia el cielo («alas») y la tierra («raíces»). La descripción de la tierra como un ser vivo permite hacer de ella el segundo elemento en disputa que se defiende de una agresión muy potente por parte del hombre. Se trata, evidentemente, de una guerra, de un duelo a muerte: «flechas ígneas volaban hacia todos los puntos» (138). De allí el uso preponderante de imágenes derivadas del fuego, de expresiones bélicas y de verbos de acción cuyo actor es el planeta. Las pérdidas en los dos campos son inmensas. La tierra se quiebra, pierde a muchos animales que, a veces, «presenta[n] orificios de bala» (161):

«Pájaros con alas y picos rotos daban la impresión de consumirse aquí y allá como mariposas y hojas de un bosque ígneo.

Caparazones despedazados de tortugas muertas, ennegrecidos por la ceniza, sobresalían como quillas varadas. Cangrejos rojos de ojos azulinos con las pinzas quebradas parecían cocidos en el fango. Iguanas agrietadas con el cuello cortado se secaban en la arena. [...]

Oleadas de peces caían en el polvo y un pulpo agonizante nadaba en la arena, arrastrándose débilmente con sólo cuatro brazos, mientras sus filas de ventosas se deshacían en colores. De pronto un delfín negro, como arrojado por una catapulta, caía chillando en las proximidades de las rocas para saltar enseguida una, dos, tres, cuatro veces, y quedarse clavado en la ceniza».


(151-152)                


Lo interesante de este pasaje es notar que, tras un movimiento vertical de caída, se pone de relieve el carácter horizontal, pegado a la tierra, de los movimientos de la naturaleza (arrastrarse, nadar, quedarse clavado...). No es el caso del otro contendiente, el ser humano: los vivos son condenados a caer en el lodo, en las barrancas o en las corrientes de lava. También se puede contrastar la imagen de la esfinge amarilla con las cinco figuras humanas incompletas que terminan por morir al caer de un puente.

«Detrás venían cinco figuras indeterminadas, que por los restos físicos que quedaban en sus caras, se veía que eran hermanos y recién escapaban de un incendio.

El uno cojo, el otro manco, el otro sordo, el otro mudo y el quinto invidente, daban la impresión de formar juntos un sólo [sic] individuo, desempeñando cada uno la función de la que carecía el otro, como la de andar, asir, hablar, oír y ver; semejantes a esas fisalias veleras que por su anatomía y su desarrollo cumplen una función específica para conformar juntas un sólo [sic] organismo. [...]

Y enfilados, comenzaron a pasar por un puente estrecho, resbaladizo y sin antepechos».


(160)                


Ello se asemeja a la reflexión de Astruc y muchos otros críticos (Iehl, Ost...) sobre la ambigüedad del cuerpo grotesco, derivada de las dos tendencias opuestas que impusieron Bajtín y Kayser. Por un lado, conforme a la teoría bajtiniana, el cuerpo grotesco, híbrido, de la esfinge es invasor: ha «sobrevivido a las generaciones humanas» (151) y cubre el paisaje entero. Además, es un cuerpo destruido que se reconstruye. Por otro lado, conforme a la teoría kayseriana, el cuerpo grotesco, desmultiplicado e incompleto de las figuras humanas desaparece: poco a poco el cuerpo cae en pedazos sin esperanza de recomposición.

Al movimiento horizontal de la naturaleza, como decía, se opone el movimiento vertical de los sobrevivientes: se insiste en su caída. También a nivel corporal se constata una caída: la parte más dañada del cuerpo humano en estos dos primeros capítulos es «lo alto», la cabeza, la parte más espiritual -el hombre, tras su crimen, se condenó a arrastrarse en la tierra-: el último Adán anda «sin pelo, sin cejas, sin bigote, con cara de bebé arrugado» (140) y se cruza con «cuatro gentes desfiguradas» (153), «un hombre con los ojos en la mano» (164), una mujer cuya «cabeza parecía la de un pulpo hervido, sus ojos estaban desparpados y su boca blanca, deslabiada» (164) y un hombre «bizco como un cíclope» (170). Todos, sin excepción, tienen el rostro dañado, la parte más humana del cuerpo. Les queda la mirada, que refleja la vida individual:

«Pues en algunos hombres el rostro y el cuello se les habían contraído y reseco tanto en una serie de pliegues sanguinolentos que del esplendor físico humano no les quedaba más que el brillo de los ojos».


(156)                


En ese paisaje rural y natural, sólo el último Adán se salva por un tiempo: la perífrasis recurrente que describe su acción es «empezó a andar». O sea, el último Adán siempre está en movimiento, precisamente para escapar de la inmovilidad de la muerte. El último Adán no sufre las caídas de sus compañeros: a él también le toca el movimiento vertical, pero de subida. Sube hasta la cima de la montaña donde puede vislumbrar el valle cortado en dos, los hombres cortados en dos, los caminos dobles:

«Dos senderos oscuros se abrían delante de él. Uno que después de muchas vueltas volvía al punto de partida. Otros [sic] estrecho y abrupto que se ensanchaba a medida que se iba por él».


(153)                


Dos caminos subían más francamente. Dos caminos accidentados, llenos de fisuras y barrancas, de árboles tumbados y peñascos caídos. [...]

Desde allí bajaban cuatro caminos blancos, canosos, paralelos [...]».


(168)                


Así se dibuja el espacio a las afueras de la ciudad: doble, con altibajos, barrancas y cimas. Ost (2004) habla de la relación muy estrecha, casi teatral, del grotesco con el espacio, y remite a Chastel, que identificaba el movimiento vertical como grotesco. Según el psiquiatra Binswanger, el movimiento horizontal tiende a poseer el mundo, mientras que el movimiento vertical tiende a trascenderlo. El grotesco, pues, manifiesta una ruptura del equilibrio entre los dos tipos de movimiento al privilegiar la verticalidad. Ost indica que el hombre «s’égare en montant» (31) y pierde su capacidad de dar sentido al mundo. También recuerda el significado etimológico de la catástrofe, que es la caída. Sólo se puede caer o subir, respondiendo así a la división grotesca del espacio-cuerpo en «lo alto» y «lo bajo».

Ante esa guerra en la que la naturaleza aplasta literalmente al hombre, expulsándolo del Edén destruido, el último Adán camina hacia la ciudad, hogar y refugio del hombre moderno, otro paraíso destruido, artificial esta vez.




El paraíso artificial

Los otros últimos Adanes y Evas están en la ciudad, que se deja visualizar puntualmente en las dos primeras partes y ocupa el centro de las dos últimas piezas de El último Adán. Podemos considerar, siguiendo a Guerra (2005: 157), que volver a la ciudad es volver a nuestra casa; es «un retorno a sí mismo», un regreso al útero materno. Por eso algunas descripciones de la ciudad la comparan a un organismo vivo y herido, a un «animal destazado, un esqueleto desarticulado» (219).

Después de la explosión, queda dividida la población urbana en dos grupos: los muertos, más numerosos, y los casi muertos. Igualmente padecen el fenómeno de inversión utilizado por Aridjis: los muertos se nos muestran en estampas de la vida cotidiana (en un restaurante, etc.) mientras que los vivos son una masa de heridos y deformes.

Una escena de comida -típico ejemplo bajtiniano, en su estudio sobre Rabelais- empieza así:

«En un restaurante cubierto de ceniza, polvo y arena, estaban un hombre y una mujer sentados a una mesa ennegrecida».


(184)                


Hasta que el lector se da cuenta de que el hombre está con «la boca abierta desdentada y sin lengua», «en vísperas de un bocado», y que la mujer, «desnarigada y desbocada [...], [tiene] los ojos completamente negros y sin párpados» (184).

Los muertos, pues, se conservan enteros y se muestran en posturas vitales. Esa puesta en escena de la muerte corresponde a la lógica carnavalesca: la igualdad es total; si los vivos están casi muertos, los muertos están casi vivos. En realidad, es la ciudad entera la que parece responder al concepto de la ciudad como teatro expuesto por Sennett. Dos elementos corroboran esa idea: primero, la mezcla grotesca de la muerte con contextos lúdicos; segundo, el uso de la máscara.

Una escena en un parque de atracciones fantasmal permite ejemplificarlos dos elementos a la vez:

«Esqueletos infantiles estaban parados, sentados e interpuestos alrededor de la máquina de probar la fuerza, los autos para chocar y la barraca de tiro al blanco.

Entre el barracón de los fenómenos y la barraca de los espejos rotos aparecían lívidos, verdosos, mutilados, derretidos el gigante y los enanos, la mujer gorda y la mujer serpiente, el hombre anuncio y la pregonera, el comefuego y el vendedor ambulante. [...]

Pero muñecos, títeres, monigotes, gigantones, androides, espantajos, maniquies [sic], marionetas, simulacros y contrafiguras aquí y allá habían tomado el lugar en la feria del infante, de la mujer y del ciudadano en una representación de sombras, en una burla existencial.

Entre barraca y aparato, entre aparato y puesto transitaban en brumosa mascarada la bruja y la gitana, el diablo y el catrín, el borracho y el valiente, el músico y el negrito, la sirena y el torero, la trotacalles y el payaso, el arlequín y la odalisca, como si la máscara y la careta, el antifaz y el disfraz, el maquillaje y el tatuaje, la gola y la nariz de cartón hubieran reemplazado al rostro, al cuerpo reales.

Al fondo de la plaza, los fuegos artificiales habían estallado antes de tiempo, en una explosión conjunta de la curva y la recta, del petardo y la mano, del cúbito y la pólvora, del ladrillo y la flor, del conejo y el hombre, del castillo y el árbol, del colibrí y el toro, del cohete y la rueda, en una pirotecnia siniestra».


(187-188)                


Esta larga cita resulta necesaria para dar cuenta de los diferentes elementos que construyen la carnavalización de la muerte, es decir la muerte «présentée sous les traits particuliers du jeu» (Bajtín 1982 [1965]: 15). En efecto, la sensación de una escena muy viva y dinámica la da el ritmo de la prosa de Aridjis, con sus enumeraciones y sus conjuntos de elementos binarios. El ritmo del lenguaje contrasta con el contenido: los cadáveres -grotescos- se mezclan con los muñecos y títeres en una «mascarada», o sea, una representación de máscaras. Esta escena particular también puede verse en Gran teatro del fin del mundo, con muy pocos cambios, en la pieza «Hombre solo» (Aridjis 1989: 166-167) -la relación con el último Adán es visible-. El último párrafo, con su «pirotecnia siniestra», resume perfectamente el juego grotesco que hace Aridjis de y con la muerte. La presencia insistente de las máscaras también se advierte en el propio cuerpo y contribuye a la despersonalización de los seres humanos:

«Otros tenían la frente y las mejillas tan rígidas que parecían llevar un antifaz o una máscara inflexible».


(156)                


La despersonalización se advierte en los vivos que precisamente parecen más muertos que los muertos. Los supervivientes, conforme a las investigaciones de Aridjis sobre las secuelas físicas de las radiaciones, están mutilados, lo que les da un carácter espectral y monstruoso:

«Costillares exteriorizados, brazos carcomidos, cinturas estrujadas, espaldas despellejadas, rostros granillosos, cuellos marchitos conformaban el paisaje carniforme».


(178)                


La única actividad deriva de la necesidad de sobrevivencia: los casi muertos se organizan en bandas que se pelean por la comida, con una violencia primitiva e instintiva que se concreta en la desmembración de un gallo:

«La cresta, el pico, la lengua, los ojos, las carúnculas volaron por el aire lejos de la cabeza breve. El plumaje irisado, las pencas de la cola, los tarsos y los espolones rodaron por el suelo. El buche, la molleja, el páncreas, el intestino, el corazón, el hígado fueron devorados crudos. El testículo, el recto, el pulmón, la costilla fueron desgarrados y tragados».


(179)                


Esta escena responde a un esquema de carnavalización de la realidad. El gallo es literalmente y lingüísticamente despedazado con una precisión quirúrgica tristemente absurda, tanto que apenas podemos recordar que se trata de un gallo, y no de una suma de partes.

La transformación de lo vivo en objeto también concierne a los humanos: las ruinas de la ciudad, al contrario de las de la naturaleza que se manifiestan visualmente y físicamente, consisten en una acumulación de objetos rotos entre los cuales figura el cuerpo humano como un objeto más. Nos encaminamos así a la enajenación del hombre urbano de su propio cuerpo, su último vínculo con la naturaleza.

«Cuerpos, refrigeradores, estufas, alacenas y detritus se habían petrificado».


(177)                


«[B]otellas con intestinos y penes, hígados y orejas, corazones y brazos, cerebros y ojos, se mezclaban a miembros artificiales, cajas de píldoras, pinzas cortahuesos, agujas de sutura, cubetas de forma arriñonada, termocauterios, tenazas de extracción y fresas en forma de llama. [...] En el suelo había lavabos, orinales, guantes protectores, vértebras cervicales y dorsales, colmillos y muelas, húmeros y dedos de pie, un pubis como un nido, tablillas [...]».


(215)                


Tal indiferenciación del cuerpo y del objeto, en el seno de la ciudad, se puede leer como la última etapa de la pérdida del cuerpo: de espectral y enmascarado, pasa a ser invisible.

Esa pérdida de identidad es particularmente visible en el protagonista, designado por «el último Adán», figura conceptual que representa así la humanidad, sin psicología, sin reflexión. Según Wellnitz (2004), los personajes grotescos sólo tienen una función; en esta línea de interpretación se expresa Parkinson acerca de los personajes sin psicología de los textos apocalípticos. Astruc (2010) habla de los personajes grotescos como personajes conceptuales, principios o figuras que pierden el estatuto de personajes a partir de

«trois processus principaux de dégagement: du groupe social, de l’individualité, du lieu, processus qui conduisent au bout du compte à un dégagement de l’humain en général (désocialisation, désincarnation, délocalisation et donc déshumanisation)».


(Astruc 2010:143)                


El cuerpo del último Adán, cuyo oficio es ser el último ser humano, resulta menos dañado que el de los otros sobrevivientes -sólo perdió las cejas, el pelo y el bigote-, lo cual le permite andar y ver, dos verbos que aparecen en primera línea en el léxico de Aridjis. Sin embargo, si bien no sufre la deformación grotesca, se vuelve espectral, incorpóreo:

«No sabía si estaba soñando, despierto o muerto. Al tocar su pecho sus manos palpaban una herida profunda, húmeda, que lo atravesaba de lado a lado y se perdía en la tiniebla exterior, como si su cuerpo y la noche fueran una misma cosa».


(149)                


En otra parte se siente «fantasma» (218), como si se hubiera tragado la muerte, o la oscuridad física y simbólica que lo rodea. En efecto, su deformación física no es la monstruosidad carnavalesca, sino la desaparición gradual del cuerpo, devorado por la oscuridad, que termina con «las llamas [que pasan] a través de él sin quemarlo» (229). La muerte de la compañera del último Adán, al final del primer relato, sobreviene por la desaparición total del cuerpo.

La esperanza de la humanidad, su fertilidad, reside en la sobrevivencia de la mujer. El último Adán, al buscar a su compañera, se introduce en los baños de la ciudad, donde se encuentran todas las mujeres. Al comprobar que no está la que ama, se va y asiste al derrumbe de los baños: así termina la posibilidad de sexualidad fértil y la promesa de vida que conlleva. El fin de las mujeres es la culminación de la guerra; pone fin al matricidio (de la naturaleza)5. La última chica que verá el último Adán tiene el sexo herido.

El espacio apocalíptico en El último Adán es comparable al cuerpo humano: lo mismo la naturaleza que el espacio urbano son organismos que tienen dos reacciones opuestas. La tierra, a punto de morirse, se endereza y enfurece; la ciudad es el centro de la actividad y de la vida humana -atestada por las múltiples escenas cotidianas presididas por esqueletos- que se han detenido en la muerte. Esas descripciones opuestas corresponden a la doble significación del cuerpo grotesco: la tierra a la vez muere y renace, cuando la ciudad revive a través de las escenas mortíferas y carnavalescas. Responde, hasta cierto punto, a un tópico del imaginario apocalíptico ecológico: la lucha entre la naturaleza y el hombre. Está bastante claro que el hombre, al activar la bomba nuclear, se destruye a sí mismo, mientras que la naturaleza se encarga de hundirlo completamente, siendo la estocada el aniquilamiento de las mujeres, lo que permite a la naturaleza misma salvarse.

El camino dificultoso que emprende el último Adán de la playa a la ciudad, del Edén infernal al Paraíso artificial, es también un camino en el tiempo hacia su fin, doble, ya que su propio fin certifica también la destrucción de la humanidad. Meurée (2010: 19) explica que «le sujet apocalyptique circule mal [...] parce que l’espace de la fiction qui l’accueille allégorise l’étau temporel dans lequel il est pris». En efecto, El último Adán, como todo relato apocalíptico, ve su tiempo narrativo transformarse:

«en un temps infernal, fait de répétitions et de fuites, d’un passé devenu fondateur et d’un avenir dont l’issue est irrémédiable. La fin implique, en ce sens, un déploiement de la mémoire, qui tente de réunir en un portrait cohérent tous ses temps et les événements qu’ils hébergent. C’est par la mémoire, par le rappel du sens attribué aux gestes et aux situations, qu’une libération et une transcendance peuvent avoir lieu».


(Gervais 2009: 163)                


El tiempo del relato, al contrario de la secuencia bíblica en línea recta, parece haberse parado, como lo atestiguan también las diversas escenas de esqueletos que veremos en el punto siguiente: «Ya no había horas. Había un tiempo uniforme, un tono mortecino que alcanzaba los límites del crepúsculo» (149); «un olvido de todo se estableció como si el tiempo pasara en blanco, sin movimiento y sin sonido, sin sentirlo la tierra» (183). Más que haberse parado, el tiempo se vuelve circular, ya que se retoman, al final, los elementos del principio: la posición horizontal del último Adán -del sueño a la muerte-, la confusión entre el sueño y la realidad, entre su cuerpo y la noche, y la mención del hombre «sin porvenir y sin historia» (135) o «sin porvenir y sin recuerdos» (225); el lugar ha cambiado -pasa del mar a una iglesia en ruinas- pero sigue siendo un lugar sagrado, en el medio natural para el primero, en el ámbito de la ciudad para el segundo.

Otro elemento que hace que el tiempo funcione como una tenaza, es que el relato se puede inscribir en realidad entre los relatos postapocalípticos: no trata tanto de la catástrofe - se sugiere la explosión nuclear por las expresiones «hongo» y «nube de gas rojo» (136)- como de las consecuencias de la misma y del tiempo intermedio entre la explosión y la desaparición del ser humano. Difiere de los relatos postapocalípticos en que la nueva era -la «liberación» y la «trascendencia» de las cuales habla Gervais- no concierne al ser humano sino sólo a la naturaleza: en eso, Aridjis retoma el pensamiento del místico flamenco Jan de Ruysbroek, quien «no hablaba de contaminación, pero decía que quizá el apocalipsis no será otra cosa que la restauración de los elementos a su estado original; que el agua volverá a ser agua, el aire, aire, la tierra, tierra» (Pagacz 2012: 38). Al final de El último Adán, no queda nada del hombre: ni su cuerpo, ni su cultura. El último Adán, al encontrarse al final con un androide, intenta «salvar del olvido aquello que ama» (226), es decir una cuarentena de obras de arte; pero «[e]l hombre de bronce se alejó [...] sin oírlo, indiferente a sus palabras, a su amor y sufrimiento» (226). En Aridjis, el amor y el arte son concebidos como armas contra el olvido: en el díptico apocalíptico La leyenda de los Soles (1993) y ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1996), los protagonistas se salvan de la catástrofe por su condición de artistas.

La transfiguración sólo repercute en la tierra, no en el hombre, que cae, por su propia culpa, en el olvido, concretando para siempre la sentencia aridjiana acerca del hombre contemporáneo, «sin porvenir y sin historia». Es en efecto un pensamiento recurrente: el del hombre contemporáneo preso del presente perpetuo, tal como apunta Jameson (2007 [1992]).






El «cementerio de la voz humana» (186)

La destrucción del cuerpo concierne sobre todo al rostro, y en particular, a los órganos fonadores que posibilitan el lenguaje. Rostros sin bocas, bocas sin lengua, lenguas sin frenillo son legión en los cuatro capítulos. Ello genera en los vivos una imposibilidad de utilizar el lenguaje humano. El ejemplo más impactante es el del «mesías callejero» (181), de aspecto sangriento, quien aparece para detener la violencia desencadenada en el episodio del gallo despedazado. Igual que el Verbo de Dios que «viste un manto empapado en sangre» (Ap. 19, 13), el mesías se viste «con túnica despedazada, en la que el color rojo se mezclaba a la sangre seca» (180). Este se presenta como una desviación del mesías bíblico, ya que no sale «de su boca [...] una espada afilada» (Ap. 19, 15):

«[E]n un esfuerzo que desfiguró su rostro trató de hablar, pero no pudo.

Mas, para compensar la ausencia de voz, movió la boca como siguiendo las inflexiones de un discurso. E inaudiblemente se encolerizó, y con dedo descarnado amonestó al vacío [...]».


(181)                


Este silencio del mesías contradice su cercanía con el Verbo de Dios y vuelve la escena absurda. Además, en vez de llevar la vida y la resurrección a los muertos, blande una guadaña sobre esa masa de cuerpos descompuestos, recordando -al revés, claro- la sentencia bíblica: «Dichoso el que esté en vela y conserve sus vestidos, para no andar desnudo y que se vean sus vergüenzas» (Ap. 16, 15).

Hasta la ciudad pierde la identificación que se da a través de su nombre: es una ciudad «sin nombre», sin existencia, como el último Adán; los letreros están destruidos, apenas se entiende de B Ñ S que se trata de baños. Es que no hay palabras de descreación:

«El material de los rótulos había sido atacado, deformado, deshecho por la misma fuerza destructora que había atacado, deformado y deshecho a los animales, a las plantas y al hombre, como si por la leyenda de que el mundo fue creado con palabras éstas en el final tuvieran que ser destruídas [sic]».


(186)                


De hecho, la suerte de los únicos seres que son capaces de utilizar el lenguaje y pronunciar palabras es la muerte inmediata: por ejemplo, las cinco figuras indeterminadas que forman un solo organismo desaparecen en el lodo al final de su conversación; en cuanto a las mujeres que conversaban juntas, el techo de los baños se derrumba sobre ellas.

En cambio, los que están muertos hablan: multitudes invisibles llenan a veces el espacio de voces que repiten frases del pasado o enuncian sentencias. Una de esas voces expresa otra consecuencia del fenómeno de inversión que rige toda la obra: mientras que el cuerpo mutilado de los vivos les impide tener una voz, la voz de los muertos existe fuera de un cuerpo.

«-Andan errantes las voces de la vida -decía otra-; andan desarraigadas, sin cuerpo y sin ahora. Andan buscando en qué posarse, en qué oído, pared o piedra fijar el sueño del lenguaje humano. Andan errantes las voces de la vida».


(157-158)                


Si los vivos ya no tienen voz, eso no significa que queden en silencio. De hecho, llega a ser ensordecedor el ruido compuesto de gritos humanos y animales que percibe el último Adán; en otros momentos, no oye nada, «como si la ciudad entera hubiera caído en una bolsa de silencio» (183), lo que le lleva a la conclusión siguiente: «Lo que busco está en ninguna parte, vive en mí, en el pasado» (183; el subrayado es mío). En efecto, la imposibilidad impuesta a los vivos de poder pronunciar se indica que nada puede salvar la humanidad de la peor de las muertes: el olvido. Recordemos el intento del último Adán, cuando se encuentra con un androide, para salvar del olvido las obras de arte que resumen para él la grandeza de la civilización humana. Este androide, es verdad, está presentado como otro mesías, uno verdadero, esta vez: «Vio venir a un hombre que sonaba y brillaba en las tinieblas» (224), como Cristo «luz del mundo». Sólo que este hombre es un androide que no tiene ni voz, ni memoria, ni sentimientos. Programado para encontrar racionalmente la solución de cualquier problema, las obras de arte que oye no entran en su configuración. El último esfuerzo del último Adán para «probar su humanidad» (228) consiste en escribir en la ceniza los versos de Sófocles sobre la maravilla que es el hombre.

El narrador, para describir la pérdida del lenguaje, utiliza un estilo profuso, dentro de un registro surrealista, como si se apresurara a contar el fin de la comunicación humana con el máximo de palabras. Iehl (1978: 28), a propósito del papel del lenguaje en el estilo grotesco, dice que «las palabras proliferan, pero ya están vacías». En efecto, el relato se detiene tras la muerte silenciosa y gradual del último Adán, que pronunció «en su corazón la palabra Luz» (217). Esas palabras tienen un efecto poderoso en términos de «impressions visuelles» (Astruc 2010: 208): la relación que hace la crítica entre este relato y las pinturas de Bosch o Brueghel no es fortuita. Tampoco lo es la selección de las obras de arte enumeradas por el último Adán: Bosch, Brueghel, Grünewald, Giotto figuran entre ellas. Esta relación entre arte pictórico y grotesco es consustancial: de allí el interés de Buñuel por esta obra de Aridjis, llena de hipotiposis6. La descripción de la imagen se persigue que sea sobrecogedora -el gallo despedazado, la deformación de las carnes- para llegar a una revelación, a otra significación.

Finalmente, y aquí se halla tal vez la máxima originalidad del relato, el último Adán «se dio cuenta que había muerto» (229). Este éxplicit vuelve la situación de enunciación imposible. El narrador, no obstante ser omnisciente, deja escapar, por dos veces, un «nuestro», en un momento particularmente bíblico que remite a la muerte de Cristo:

«Sí, en pleno mediodía, la noche se había hecho, millares de tambores tocaban sobre la desolación que hace poco había sido nuestro mundo, nuestro sueño».


(139; el subrayado es mío)                


Si, como este pasaje indica, el narrador es una persona, entonces tendría que haber desaparecido con el resto de su especie, ya que nadie puede ver su propia muerte. El único testigo posible de la muerte de la humanidad, el único ser a la vez omnisciente, personalizado e inmortal, se entiende que es Dios. Pensar que sólo desaparece el cuerpo del hombre y se queda su espíritu es posible, ya que atraviesan el relato las multitudes de voces de los muertos, pero en el estado de cosas reales, supondría una entelequia, pues una voz sin cuerpo no escribe por sí sola relatos.

Dios es, pues, el narrador pasivo de la descreación, conforme a la afirmación de Buñuel tras leer la obra: «El apocalipsis será la obra del hombre, y no de Dios». Esta incursión espiritual, a la vez irónica y reverente, tiene sentido: las numerosas referencias bíblicas se hacen eco de la muerte del último Adán en el lugar sagrado de la ciudad, una iglesia en ruinas. Así, Aridjis le da una dimensión cósmica y grotesca a su relato. Astruc (2010: 178), en su capítulo sobre la poética de la enunciación grotesca, apunta como rasgo distintivo la frecuencia de las situaciones de enunciación imposible, debida ésta a que «l’identité et [...] la position du narrateur [...] peut être tout bonnement en contradiction avec le fait même de pouvoir articuler une paroleou une pensée», sobre todo cuando se trata de hablar de(sde) la muerte. Esa imposibilidad participa de la lógica grotesca de no producción de sentido:

«cette tentative de dépassement des limitations du langage traduit dans une certaine mesure une défaite du sens, qui est celle du projet littéraire traditionnel, lequel a démontré son incapacité à répondre adéquatement au questionnement ontologique: qui suis-je? qu’est-ce que l’homme?».


(Astruc 2010: 205)                





Conclusión: Inversión del Apocalipsis

La catástrofe de El último Adán reside en la deformación de la tradición bíblica. El cronotopo apocalíptico se describe como el inverso del Génesis: el Edén adánico se convierte en último Edén, en un Edén negro donde todo es destrucción, lodo, cenizas y carroñas. Así, el relato original de la creación se vuelve, al final de los tiempos, relato de la descreación: ya no es Dios que crea por su palabra, sino el hombre que destruye en silencio; ya no es el Edén como paraíso natural, sino un Edén negro -en las dos primeras partes- y artificial, o sea, la ciudad -en las dos últimas partes-; ya no se trata de una creación natural sino de una destrucción atómica; el Mesías es un robot; la creación del cuerpo -humano y animal- es el resultado de una hibridación o de una desmembración. La catástrofe reside en la deformación del cuerpo humano que tiende a la desintegración, así como en la deformación o pérdida del lenguaje y del arte que caen en el olvido.

De la misma manera, se deforma el relato bíblico del Apocalipsis. Primero, en vez de avanzar en línea recta, retoma el Génesis, al revés, como un palíndromo. Segundo, el hombre no se salva: ya no se puede echar la culpa a Dios de que hubiera decidido lanzar el Apocalipsis sobre la tierra, sino al hombre sólo, que se destruyó a sí mismo.

«La tradición judeocristiana del Apocalipsis, que viene desde Ezequiel, San Pablo, San Juan de Patmos, hasta el Beato de Liébana y otros visionarios medievales, ha cambiado. A partir de la Segunda Guerra Mundial, por la experiencia del Holocausto y de la carrera armamentista nuclear, podemos creer que el Apocalipsis será la obra del hombre, y no de Dios».


(Aridjis 1995: 3)                


Tercero, la ciudad sin nombre no se transforma en una Nueva Jerusalén; al contrario, la transfiguración concierne a la «tierra desfigurada» y no al hombre y su hogar. Ese doble movimiento de muerte-renacimiento de la naturaleza y del cosmos, como el doble movimiento de muerte del hombre dando luz y permanencia al amor, es lo grotesco en su poder de regeneración, tal como lo es lo apocalíptico en su poder de revelación.

El último Adán responde así a la «paradoja de la parodia» (Hutcheon 2000), ya que deforma, subvierte, pero al mismo tiempo conserva y respeta: en efecto, dando a Dios el papel de narrador y observador de la destrucción de su creación, Aridjis le otorga el rostro divino bosquejado en el Nuevo Testamento, el de un Dios de amor que le da plena libertad al ser humano, y no el de un Dios iracundo que se vengaría apocalípticamente de los malos. Esa doble naturaleza de la parodia es carnavalesca, si seguimos la definición de parodia que da Tran-Gervat (2006: 7): «réécriture ludique d’un système littéraire reconnaissable (texte, style, stéréotype, norme générique...), exhibé et transformé de manière à produire un contraste comique, avec une distance ironique ou critique».

Para terminar, quisiera detenerme en la posibilidad de una esperanza que sugiere El último Adán. Ello concuerda con el movimiento a la vez grotesco y apocalíptico que consiste en unir muerte y nacimiento, catástrofe y revelación, así como consiste en una inversión de la inversión que conforma toda la obra. Lo más evidente es la sobrevivencia de la naturaleza a pesar de la destrucción nuclear. Como he observado antes, los hombres se descomponen y la naturaleza se yergue, hasta el último relato, «La tierra transfigurada», en el que el último Adán, «en su ser, vio la Tierra transfigurada» (229). Esa transfiguración, ese cambio de aspecto (DRAE), lo anuncian las referencias a la luz sembradas a lo largo del relato, terminando por el último Adán que pronuncia «en su corazón la palabra Luz» (217).

Menos explícita es la recurrencia obsesiva de actos amorosos a lo largo de la obra: esqueletos en posiciones lascivas o sobrevivientes en actos sexuales. De Anhalt (1987: 1) afirma que «la actividad amorosa quedaba como el último grito de afirmación vital, como la única metafísica que el ser humano puede seguir practicando tras la ruina de todos los ideales». Además, según ella, es lo que guía al último Adán en la búsqueda de su mujer: «el instinto sexual es una iluminación amorosa que le da un sentido inequívoco a su conducta» (de Anhalt 1987: 3-4).

Finalmente, la transfiguración del último relato responde a la descreación del primero: en realidad, la descreación conlleva una especie de transfiguración del ser humano, ya que «descarnados los cuerpos, sólo queda el amor» (145). Así que asistimos también a una inversión de la inversión ya operada con el Génesis y el Apocalipsis.

La relación de Aridjis con el apocalipsis es esencial en su obra7. Parkinson Zamora (1996: 21) recuerda que «los americanos de todas las latitudes han heredado un sentido de la significación escatológica de su destino histórico y nacional», ya que el continente americano fue visto como la concreción del Apocalipsis bíblico. Sin embargo, al contrario del díptico apocalíptico -La leyenda de los Soles y ¿En quién piensas cuando haces el amor?-, El último Adán no participa de la producción literaria mexicana que privilegia las imágenes apocalípticas para tratar el caos del México D. F. del fin del siglo -sobrepoblación, violencia, contaminación-, descrito por Monsiváis en Los rituales del caos (1995) y en Apocalipstick (2009): es un relato universal en el sentido de que va más allá de un anclaje en coordenadas espaciotemporales definidas -la ciudad no tiene nombre, los personajes no tienen rostro, el espacio es un no lugar, el tiempo un no tiempo-. En la producción mexicana, como en la de Aridjis, este relato ocupa un lugar aparte, tal vez porque es una «mise en abyme de la obra entera del autor» (López 2005): los párrafos que lindan con los versos y las imágenes surrealistas que circundan la trama la sitúan en un lugar de transición entre la poesía y la prosa; también hace la transición entre la primera poesía de Aridjis, que trabaja con una naturaleza mística, y las obras posteriores, aproximadamente a partir de la fundación del Grupo de los Cien8, que integran las preocupaciones ecologistas del autor, bajo la forma de apocalipsis surgidos de las tradiciones clásicas y precolombinas.







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