Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Un duelo de memorias: La memoria oficial y una memoria vivida en «1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla» de Homero Aridjis

Magdalena Perkowska





«A Christian Spain was struggling to be born. The glacier displaced by its emergence crushed the trees and homes in its path».


FERNAND BRAUDEL                


«Jamás se ha dado un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie».


WALTER BENJAMIN                


«Pero no fueron cruzados los que vinieron. Fueron fugitivos de una civilización...».


OSWALD DE ANDRADE                


La palabra «duelo» tiene en español dos significados de etimología diferente que configuran una secuencia semántica de causa y efecto: la primera acepción, proveniente de «duellum» -una contracción de «duo» y «bellum» en latín-, es la de combate o contienda; la segunda, que tiene su origen en «dolus» -el equivalente latín de dolor- es la de pena, aflicción o luto. Desdoblado en estos dos significados, el duelo es el eje central de 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla de Homero Aridjis (México, 1985)1. La idea de contienda o desafío aflora ya en el título de la novela: la fecha que lo encabeza sugiere que la acción se desarrolla alrededor de aquel momento fundador de la historia española; el subtítulo, en cambio, introduce el nombre de un personaje de pueblo, evocador de los protagonistas de las novelas picarescas, avisando que la novela va a relatar su vida y los tiempos en los que ésta transcurre. A la fecha puntual de 1492, que pertenece a la historia «événementielle» (Veyne 1979: 24) y simboliza los orígenes monumentales de la historia nacional española, se le contrapone el tiempo como extensión y duración experimentadas en la periferia de la misma historia nacional La novela relata la trágica historia de la represión y violencia desatadas en contra de los conversos y los judíos españoles en los cien años que preceden al momento de la expulsión de los segundos por los Reyes Católicos, en julio de 1492. Los actos de expoliación y exterminio, realizados por el Santo Oficio en nombre de la Fe, tienen por testigo y narrador a Juan Cabezón, quien recorre los reinos de Castilla y Aragón en busca de su mujer, Isabel de la Vega, condenada como tantos otros seres inocentes a la hoguera. El relato de Juan Cabezón abarca aproximadamente 100 años porque incluye la historia de sus antepasados, que empieza con el parto de su bisabuela Sancha durante la destrucción de la aljama judía de Sevilla en 1391, y la de su propia vida hasta el momento en que se embarca en la escuadra de Colón. La narración se construye como una memoria de este viaje tenebroso por el corazón geográfico de la España de hoy, que lleva a Cabezón al puerto de Palos, de donde sale hacia América el 3 de agosto de 1492.

Patrick H. Hutton afirma en su estudio History as an Art of Memory que la historia, y en particular la historia nacional, «is no more than the official memory a society chooses to honor» (Hutton 1993: 9), y precisa que nunca es la sociedad entera la que decide cuáles serán los sucesos conmemorados, sino los grupos que detentan el poder (1993: 79). El relato del sacrificio de los conversos y de la destrucción del pueblo y de la cultura judíos por causa de la expansión y consolidación nacional española no pertenece a esta memoria oficial, sino que representa la memoria judía que se yergue o resucita como una contra-memoria de 1492. Esta contra-memoria se reviste de un matiz personal, señalado por el subtítulo de la novela -Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla- e instaurado en el simulacro de una autobiografía ficcional. Frente a la fecha, se colocan una vida y el tiempo como duración; frente a la memoria oficial -es decir, la historia- de esta fecha, se desarrolla una memoria vivida que desfamiliariza su imagen familiar y celebrada, descubriendo o desocultando su flanco oscuro u oscurecido.




1492: La historia nacional como familiarización y celebración del momento fundador

Maurice Halbwachs, un historiador judío que pereció en 1945 en el campo de concentración de Buchenwald, observa en su obra póstuma, La mémoire collective (1950), que la caducidad y lejanía del pasado produce en los que se enfrentan con él una sensación de discontinuidad y extrañeza, como si fuera una realidad exterior y muerta, desprendida del encuadre familiar del presente. Dada esta característica, uno de los papeles del historiador, sostiene Hayden White, consiste en familiarizar al lector con el pasado:

«[Historians] make sense of a set of events which appears strange, enigmatic, or mysterious in its immediate manifestations [by encoding] the set in terms of culturally provided categories, such as metaphysical concepts, religious beliefs, or story forms. The effect of such encodations is to familiarize the unfamiliar; and in general this is the way of historiography, whose "data" are always immediately strange, not to say exotic, simply by virtue of their distance from us in time and their origin in a way of life different from our own».


(1978: 85-86)                


Las mayores referencias de esta codificación familiarizadora del pasado suelen ser la nación y la identidad nacional que se constituyen en parte a través de una identificación histórica imaginaria2. No obstante, la familiarización de la historia es un proceso de doble filo: es necesaria porque resulta imposible crear una identidad nacional sobre la base de algo percibido como ajeno o extraño; al mismo tiempo es peligrosa porque implica cierta simplificación y homogeneización o, en términos generales, una distorsión ideológica que responde a los intereses de los grupos e instituciones dominantes3 y puede convertir la historia nacional en una «tradición inventada», tal como la define Eric Hobsbawm:

«A set of practices, normally governed by overtly or tacitly accepted rales and of a ritual or symbolic nature, which seek to inculcate certain values and norms of behaviour by repetition, which authomatically implies continuity with the past. In fact, where possible, they normally attempt to establish continuity with a suitable historic past».


(1983: 1)                


La cita ocasiona varios interrogantes. En primer lugar, ¿qué significa «un pasado histórico apropiado» o quién decide cuál pasado es el «apropiado», digno de repetición? Hobsbawm aclara que entre distintas clases de tradiciones inventadas figuran las que establecen o simbolizan la cohesión social o la pertenencia a determinados grupos o comunidades, reales o imaginarios, y las que establecen o legitiman instituciones, situaciones o relaciones de autoridad (9). Si bien el primer tipo remite a las prácticas que crean y consolidan la comunidad imaginada nacional, el segundo apunta hacia las instituciones y/o grupos con poder y autoridad como fuente de ciertas tradiciones y, con ellas, de una visión apropiada del pasado que sostiene y legitima tanto la idea de la nación como de la jerarquía impuestas por estas instituciones. Por otra parte, según la ya mencionada definición de Hutton, la historia es una memoria oficial y, como tal, es un índice del poder de los grupos políticos o sociales (1993: 88). La familiarización que crea una versión apropiada del pasado es, por lo tanto, una manera de promover y controlar no sólo la imagen de la nación, sino también los intereses de los grupos que la encabezan y gobiernan.

El segundo interrogante concierne la relación entre la historia como tradición inventada y las prácticas rituales o simbólicas mencionadas por Hobsbawm: ¿en qué consiste el ritual familiarizador de la historia? El primer procedimiento de la familiarización de la historia se da a través de la enseñanza escolar que le inculca a cada ciudadano los nombres de próceres y héroes nacionales, los acontecimientos destacados y las fechas que deben recordarse y celebrarse, codificados antes en relatos de memoria oficial que gozan de la aprobación de las autoridades políticas y académicas. La conmemoración periódica y repetitiva de estos episodios, fechas o nombres de la historia patria por medio de celebraciones nacionales, monumentos y otras representaciones conmemorativas complementa este proceso, constituyendo una importante práctica simbólica y ritual a través de la cual una comunidad y sus instituciones reanudan periódicamente el vínculo con su origen histórico que se representa como monumental, épico y heroico. Las conmemoraciones, según Hutton, crean hábitos mentales que permiten percibir el pasado nacional como un marco familiar para la memoria colectiva e individual (1993: 80)4.

La fecha de 1492, colocada en un lugar prominente en el título de la novela de Aridjis, constituye un núcleo de significación alrededor del cual gira la obra. Desde el punto de vista de la historia de España, esta fecha es un hito cronológico de la memoria nacional que la historia vuelve familiar, enseñando su significado y celebrándola mediante conmemoraciones e imágenes que la establecen en el imaginario colectivo como el lugar emblemático del origen monumental de la nación5. Esta imagen celebrada y familiar de 1492 se concentra en tres hechos: la rendición de Granada (el 25 de noviembre de 1491) y el final de la Reconquista señalado y festejado por la entrada solemne de los Reyes Católicos a la ciudad, el 2 de enero de 1492; la publicación, el mismo año, de la Gramática de la lengua castellana de Antonio de Nebrija; el viaje de Colón y el descubrimiento de América6. Los primeros dos simbolizan la unificación y la consolidación, en otras palabras, el surgimiento de la España cristiana de la metáfora geológica de Braudel que encabeza este capítulo: se unifica el territorio nacional fracturado por ocho siglos de ocupación árabe, se crea un Estado moderno y fuerte y se consolida el idioma en el que va a expresarse la identidad de esta Nación-Estado. En el tercero, España se manifiesta como una potencia que extiende sus dominios más allá de los bordes conocidos de Europa, reconfigurando al mismo tiempo el mapa geopolítico cuyo centro hasta aquel entonces era el Mediterráneo, percibido como el espacio de unión entre los continentes de Asia, Europa y África7. Para Enrique Dussel, la empresa española de 1492 representa mucho más que la creación de un Estado moderno; es el comienzo de la modernidad misma que se inicia cuando Europa se afirma como «the 'center' of a World History that it inaugurates» (1995: 65) posicionándose «against an other, when, in other words, Europe could constitute itself as a unified ego exploring, conquering, colonizing an alterity that gave back its image of itself» (1995: 66)8.

Desde el principio, esta auto-afirmación se organiza alrededor del binomio de civilización y barbarie y de la asociación entre la civilización (o la cultura) y la cristiandad. En 1494 el papa Alejandro VI confiere a Fernando e Isabel el título de Reyes Católicos otorgando a su empresa de conquista y colonización la aureola de una gesta evangelizadora. Quien dice «evangelizadora» dice también «civilizadora» porque el pensamiento y el discurso medieval y renacentista establecían una clara equivalencia entre la civilización y la cultura de un lado, y la cristiandad, del otro, según lo muestra Edmundo O'Gorman en su ensayo La invención de América:

«[N]o sólo se aceptó que [Europa] encarnaba la civilización más perfecta desde el punto de vista del hombre natural, sino que era el asiento de la única verdadera civilización, la fundada en la fe cristiana y principalmente en el sentido histórico trascendental del misterio de la Redención. Europa, pues, sede de la cultura y asiento de la Cristiandad, asumía la representación del destino inmanente y trascendente de la humanidad, y la historia europea era el único devenir humano preñado de auténtica significación. En suma, Europa asume la historia universal, y los valores y las creencias de la civilización europea se ofrecen como paradigma histórico y norma suprema para enjuiciar y valorar las demás civilizaciones».


(1984: 148)                


En cuanto la sede del cristianismo, Europa encarna entonces no sólo la civilización, sino también la superioridad, magistralmente expresada en el grabado de Jan Van der Straet que representa el encuentro entre Americo Vespucci y una indígena americana9. El navegante italiano aparece de pie, acorazado, vestido y armado; sus manos sostienen dos emblemas de la civilización europea: un pendón enarbolado en un asta que termina con una cruz y un sextante. Detrás de él se ven unos barcos, símbolos del poder europeo sobre la geografía del mundo. La india, en cambio, está desnuda y aparece sentada o reclinada en una hamaca; alrededor de ella proliferan plantas, animales y flechas, signos de lo exótico, mientras que en la lejanía se divisa un festín antropófago. La desnudez y el canibalismo representan el pecado y la culpa, mientras que la desocupación se identifica con la inmadurez, sugiriendo que la barbarie es un estado no sólo inferior, sino, sobre todo, pecaminoso, como lo es otra creencia religiosa (el islam o el judaísmo en España) o la herejía. La superioridad de la civilización cristiana le impone la obligación «moral» de compartirse con los otros bárbaros (exóticos o religiosos), de educarlos en la verdad y redimirlos de sus culpas. En el caso de España, la creación de un estado moderno y civilizado que se apoya en la pureza y la verdad absoluta del cristianismo exige el sacrificio de lo impuro (los conversos) y de lo otro (los judíos). Esta perturbadora violencia generada y justificada por el mito de la modernidad (Dussel 1995: 75) tiende a obliterarse, sin embargo, detrás de familiares y tranquilizadoras representaciones de los tres acontecimientos fundadores que se celebran en la fecha de 1492. Paul Ricoeur se refiere a este proceso como «organización del olvido» (2000: 582)10.

El filósofo francés recuerda que todo acto fundador de las comunidades históricas se basa en la violencia que enaltece a unos mientras degrada a otros:

«C'est un fait qu'il n'existe pas de communauté historique qui ne soit née d'un rapport qu'on peut dire originel à la guerre. Ce que nous célébrons sous le titre d'événements fondateurs, ce sont-pour l'essentiel des actes violents légitimés après coup par un État de droit précaire, à la limite, par leur ancienneté même, par leur vétusté. Les mêmes événements se trouvent ainsi signifier pour les uns gloire, pour les autres humiliation. À la célébration, d'un côté, correspond l'exécration, de l'autre».


(2000: 99)                


Dada esta bifurcación semántica del acto fundacional, las celebraciones y conmemoraciones de los orígenes históricos deben ser selectivas y repetitivas y, como tales, se constituyen en «memoria-pantalla» («souvenir-écran»; 2000; 582) que exalta un acontecimiento para ocultar otro, poniéndolo entre paréntesis (2000: 583). La «memoria-pantalla» es una manera de desviar la mirada, mientras que la repetición obsesiva de este recuerdo (las conmemoraciones anuales o la circulación repetitiva de los relatos dominantes) es una estrategia de olvido, un «olvido de fuga», dice Ricoeur (2000: 580), que permite no saber o no querer saber de la violencia del acto fundador:

«[Q]uand on braque le regard sur un aspect du passé [...] on se rend aveugle à un autre [...] L'obsession est sélective et les récits dominants consacrent une oblitération d'une partie du champ du regard [...] Voir une chose, c'est ne pas en voir une autre. Raconter un drame, c'est en oublier un autre»11.


(2000: 584)                


Recordemos la cita de Braudel: en ella, la monumental gestación de la España cristiana se compara con la formación geológica de un glaciar que aplasta casas y árboles en su camino. En el relato de la memoria oficial que familiariza a una nación con sus orígenes, la imagen del glaciar oblitera u ocluye el recuerdo de la destrucción de esos árboles y esas casas. La celebración y conmemoración tienen entonces un lado oculto que es la desposesión: las víctimas, los perdedores, los que estaban en la trayectoria del glaciar, se pierden de vista y quedan privados de su propio relato, de su propia historia, oculta por la «memoria-pantalla» del discurso oficial. Las representaciones de 1492 en la historiografía, la iconografía y los discursos culturales dirigidos al imaginario colectivo español suelen desviar la mirada hacia el aspecto monumental, silenciando historias de las víctimas y de los vencidos, cuyas casas y vidas habían sido arrasadas por la violencia del momento fundador. Las conmemoraciones, dice Ricoeur, «sellan entre sí el recuerdo incompleto y su forro de olvido» (2000: 583).




Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla: desplazamiento y desfamiliarización

Esta pantalla de la memoria oficial se rompe cuando el pasado silenciado o reprimido estalla contra ella, cuando la voz de los testigos, a veces desenterrada en documentos ocultos u olvidados, exige que se escuchen y recuerden historias que no se habían dicho antes. Se produce entonces lo que Ricoeur llama un «enfrentamiento entre memorias» (2000: 583), que puede conceptualizarse también en los términos propuestos por Hans-Georg Gadamer, como una fusión de horizontes entre el pasado y el presente o lo familiar y lo no familiar. Para Gadamer, la relación entre el pasado y el presente es dinámica y, por lo tanto, provisional. Nuevas realidades o realidades viejas redescubiertas emergen en el presente y hacen revisar el entendimiento del pasado (Hutton 1993: 159)12. En consecuencia, la fusión de horizontes o el enfrentamiento de memorias implica una transformación del entendimiento histórico que conduce a la desmitificación y la reescritura de la memoria.

Reescribir significa contar de una manera diferente una historia ya familiar y arraigada en la tradición y los hábitos mentales de una colectividad. Ricoeur asegura que, gracias a la dimensión selectiva del relato histórico y a las variaciones que ofrece la configuración narrativa (Ricoeur 2000: 579), siempre es posible suprimir algunos elementos, desplazar los acentos de importancia, refigurar a los protagonistas de la acción y/o redibujar los contornos de la acción misma (2000: 580). El filósofo francés asocia estos procedimientos del relato histórico con la historia oficial y autorizada que suele utilizarlos para ideologizar la memoria (2000: 580). Sin embargo, los mismos recursos sirven también para reescribir la historia impuesta y celebrada porque crean espacios para las voces y las presencias marginadas o expulsadas de la historia y encubiertas en la representación por la pantalla de la conmemoración histórica. En 1492 la contra-memoria brota en forma del acta inquisitorial en contra de Isabel de la Vega que, reproducido tal cual al final de la novela, es el núcleo generador del relato. Se trata de un acta histórica que «surge de la relación Iglesia-monarquía» para legitimar el poder del momento en el que es producida (Jitrik, 1995: 83). Es un documento oficial que el novelista usa para desocultar su función legitimadora en el pasado y, a la vez, dar una versión no institucional de los acontecimientos. En este sentido, es una huella del pasado que hace estallar la pantalla de la memoria oficial, produciendo un enfrentamiento de memorias: la memoria oficial (la historia) y una memoria vivida cuyo narrador desplaza todos los acentos de la configuración narrativa. Tanto es así que en la novela del mexicano el desplazamiento es la principal estrategia de la desfamiliarización y reescritura de los significados familiares asociados con la fecha de 1492.




Una historia desplazada

La mirada que selecciona y organiza los datos y componentes del relato en 1492 pertenece al converso Juan Cabezón de Castilla, huérfano de padre y madre, habitante de Madrid. La ocupación del padre (barbero) y el nombre de resonancia picaresca sitúan el origen del narrador entre las capas bajas de la sociedad del siglo XV13. Morador de un barrio popular, cuyos habitantes ejercen oficios manuales, Juan Cabezón es un personaje que encarna la insignificancia histórica. La presencia de su nombre en el título de la novela cuestiona dos tradiciones distintas de la novela histórica: la de Walter Scott que se basa en el personaje medio cuyo nombre, como el de Waverley o Ivanhoe, no está contaminado de significados sociales, históricos o culturales previos a su inscripción en el texto, y la de la novela histórica posterior que a menudo revela su afiliación genérica mediante el nombre propio de algún personaje histórico ilustre en el título (Fernández Prieto 1998: 170). En 1492, el apelativo del narrador no designa a ningún personaje conocido, pero señala, sin equivocación alguna, la perspectiva popular e intrascendente del relato, a la vez que sitúa su acción en un mundo bajo, típico de la novela picaresca. La yuxtaposición de la fecha de 1492 y del nombre propio de Juan Cabezón en el título define el objeto y el punto de vista de la narración como «intrahistórico», concepto inspirado por Unamuno, pero reelaborado después para referirse a «las perspectivas locales, domésticas o personalismos de personajes comunes, sin especial relevancia» (Pacheco 2001: 213). El título señala que la novela narra el nacimiento de la España cristiana desde la perspectiva de los habitantes de las casas devastadas por esta gestación; expulsando la memoria oficial hacia los márgenes, Aridjis sitúa la memoria vivida en el centro de su reescritura desfamiliarizadora de la historia.

La genealogía familiar que abre el relato revela que Juan Cabezón es un converso descendiente de judíos asentados en Sevilla en el siglo XIV. El hecho de que la novela lo presente como un «relator» cristiano-nuevo permite relacionar su figura ficcional con numerosos escritores conversos de los siglos XIV, XV y XVI. Converso fue Hernando del Pulgar, cronista y secretario de los Reyes Católicos mencionado en la novela de Aridjis (107); cristianos nuevos fueron también Diego de San Pedro, el bachiller Rosas, Gil Vicente, Torres Naharro, Sánchez de Badajoz y el autor anónimo del Lazarillo (Castro 1967: 127 y 138). Para Américo Castro, estos escritores eran «minoría dentro de una minoría» (1967: 129), que se sentía amenazada por «la casta dominante [de los cristianos viejos] y [...] su portavoz el Santo Oficio» (1967:134); esta posición marginal explica el carácter crítico y a veces agresivo de sus escritos, en particular cuando tocan temas eclesiásticos (1967: 129-130). El tono crítico, a veces punzante, caracteriza también la narración de Juan Cabezón, subrayando la perspectiva marginal e impura. La condición de converso -ni judío ni cristiano, ni lo otro ni lo mismo- es el signo de una identidad híbrida, repudiada y desdeñada en una sociedad que busca asentar sus bases en la hegemonía de la identidad cristiana. Por otra parte, la identidad mixta del narrador hace de él un observador privilegiado de la sociedad en transición de la que forma parte. Juan Cabezón es el primer ejemplo en este estudio de un sujeto intersticial al que Homi Bhabha define como «a subject that inhabits the rim of an 'in-between' reality» (1994: 13). La suya es una mirada móvil que pertenece a dos universos y explora los bordes culturales, el ambiguo espacio donde conviven las tradiciones judías y cristianas, que debe ser eliminado porque su indeterminación representa una amenaza para la coherencia deseada de la futura nación. La movilidad de esta mirada se acentúa en la novela mediante el desplazamiento horizontal de Juan Cabezón por los territorios de Castilla y Aragón, los dos reinos fundadores de España. El viaje que responde a la búsqueda personal de la mujer amada perseguida por la Inquisición despliega ante los ojos del narrador y del lector el inflexible avanzar del terror del Santo Oficio y la paulatina, pero no menos tenaz, expulsión de lo ambiguo, lo impuro y lo otro hacia los márgenes de la nación y de la historia.

Isabel de la Vega es una judía conversa de Ciudad Real. Noé Jitrfk considera que Isabel no tiene un papel protagónico en el sentido estricto de la palabra, pero tiene en cambio la «principalidad» en la historia narrada: es un personaje «accidental -hasta cierto punto es sólo funcional para las acciones posteriores a su aparición en escena- pero, por eso mismo, tiene tal principalidad que su historia real puede ser desencadenante de toda la escritura» (1995: 79). La figura y el destino de Isabel son una metáfora de la situación de su pueblo en España: sus apariciones y desapariciones de la trama de la novela, su presencia furtiva y su efímera reaparición al final, sólo para ausentarse definitivamente, dan cuenta de la amenaza y persecución que obligan a esconderse, hacerse invisible, estar y no estar a la vez. Al mismo tiempo, por ser judía conversa, Isabel introduce en el universo de la novela elementos de hibridez y otredad que no se articulan en el personaje de Juan Cabezón, un representante de cristianos nuevos mucho más alejado de sus orígenes judíos. Si Juan Cabezón se mueve en un espacio religioso y cultural bastante indeterminado, todas las alianzas de Isabel son judías, como lo evidencian sus escondites en las aljamas de Zaragoza, Teruel y Calatayud14. Su paso por estos lugares lo compele a abandonar el espacio familiar y conocido de la cristiandad (y lo mismo sucede con el lector) para adentrarse en territorios culturales distintos y devenir participe, no sólo un observador, del sufrimiento y de la desesperación.

La historicidad de Isabel de la Vega queda atestada por la ya mencionada acta inquisitorial que es una fuente de información histórica sobre el personaje, la época y, en particular, el funcionamiento de la Inquisición. Dado su rol, llama la atención la ubicación del acta al final, después del cierre de la narración ficcional a cargo de Juan Cabezón. Pudiera parecer que se trata de una estrategia de veridicción que le confirmara a un lector incrédulo que los sucesos narrados se basan en otros que realmente tuvieron lugar porque dejaron una huella escrita y oficial. Si se asume que el relato narrado en 1492 desfamiliariza una versión conmemorada de los orígenes de España, entonces el documento citado al final de la novela puede interpretarse como un mecanismo que hace verosímil esta desfamiliarización. Por otra parte, el que un acta inquisitorial de una mujer judía haya sido escogida como núcleo generador del relato evidencia o confirma también el principal tipo de desplazamiento histórico que la novela realiza en relación con el discurso dominante o la memoria oficial. Éste consiste en un traslado del foco de atención de los agentes y eventos celebrados de la historia a los «pacientes» afectados por ella15, anunciado en las tensiones entre la fecha de 1492 y la frase descriptiva «Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla» en el título de la novela. La selección del documento y la ambigüedad del título evidencian el duelo entre la memoria oficial y una memoria vivida16.

Celia Fernández Prieto muestra en su estudio sobre la novela histórica que el papel y el lugar que se confiere a los personajes y acontecimientos históricos están «directamente relacionado[s] con el concepto de la historia y del sujeto de la historia que tenga el novelista, conectado a su vez con los sistemas ideológicos de la época en la que escribe» (1998: 184). En 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, los grandes acontecimientos de la memoria oficial, tanto aquellos que los hábitos mentales asocian directamente con el año 1492 como los que lo preceden y condicionan, están desplazados hacia los márgenes del relato de Juan Cabezón. La muerte de los reyes Juan II y Enrique IV o la proclamación de Isabel II como reina de Castilla en 1474 figuran solamente como noticias que circulan transmitidas de boca en boca entre los integrantes de las clases bajas de la villa insignificante que en el siglo XV era Madrid. La guerra de la Reconquista se menciona en apenas tres breves ocasiones y siempre en relación con el destino de uno de los personajes que pertenece al círculo de amigos o conocidos del narrador. Así, por ejemplo, un episodio tan importante como la toma de Málaga -que fracasa dos veces (en 1483 y 1484) y se produce finalmente en agosto de 1487, después de tres meses de cerco y por una rendición incondicional que reduce a los quince mil habitantes de la ciudad a la condición de esclavos vendidos como tales (Pérez 164)-, no merece más referencia que un breve comentario sobre la suerte de dos amigos de Juan Cabezón y Pero Meñique: «El Tuerto y el Moro, habiéndose marchado a Málaga para pelear al lado de Hamete el Zegrí, fueron encañaverados por tornadizos por el rey Fernando, que tomó la ciudad...» (212). La solemne entrada y toma de posesión de Granada por los Reyes Católicos se resume, a su vez, en una breve página (252) que sirve de contrapunto y contraste a las peripecias de Juan Cabezón, quien en el mismo momento está huyendo de Ávila a Trujillo después del fallido atentado en contra de Torquemada. Al terminar la descripción de las ceremonias granadinas, el narrador desvía bruscamente la mirada desde la historia hacia sí mismo para decir: «Yo llegué a Trujillo una mañana fría de niebla densa...» (253).

El lugar periférico que los acontecimientos históricos celebrados ocupan en el relato de Juan Cabezón es un correlato del posicionamiento de la fecha de 1492 en la arquitectura de la novela. Además de encabezar el título, la fecha aparece como la última palabra de la narración, seguida solamente de la tradicional fórmula de cierre en latín. Con ella se clausura el relato, se apaga la voz de la memoria. Esta ubicación de la fecha en la estructura del texto puede interpretarse en el sentido sugerido por las reflexiones de Ricoeur acerca de la «memoria-pantalla». Si la memoria oficial y celebrada constituye una suerte de pantalla o telón que encubre otras memorias para negarlas o reprimirlas, entonces la colocación de la fecha-signo de esta memoria en los bordes del texto, al principio (a la izquierda en la actividad lineal de la lectura) y al final (a la derecha) de su entramado, es una técnica de desplazamiento hacia la periferia comparable al descorrer del telón a los lados para mostrar la escena o la imagen que queda oculta detrás. En la novela de Aridjis, que cuestiona las jerarquías tradicionales de la historia, lo que parece ser prominente es periférico, como sucede con la fecha y los sucesos que se celebran en ella. No cabe duda de que este desplazamiento hacia la periferia de los eventos que suelen ocupar el centro del discurso histórico tradicional (biográfico o político) es una metáfora de una nueva concepción de la historia. Algo similar ocurre en el celebrado estudio de Fernand Braudel, La Méditerranée et le Monde Méditerranéen à l'Époque de Philippe II, en el que la muerte de Felipe II se narra fuera del espacio de la narrativa propiamente dicha, en las últimas páginas del estudio, separadas del relato principal por un espacio en blanco, Tal como lo interpreta Jacques Rancière, la expulsión de este acontecimiento del orden narrativo simboliza una nueva manera de historiar:

«to displace the event, put it at the end, at the edge of the blank space that separates the book from its conclusion, is to transform it into its own metaphor. We understand that the displaced death of Philip II metaphorizes the death of a certain type of history, that of events and kings. The theoretical event on which this book closes is this: that the death of the king no longer constitutes and event. The death of the king signifies that kings are dead as centers and forces of history».


(1994:11)                


Se puede afirmar que desde su configuración ficcional de la historia, 1492 hace eco de esta transformación del discurso histórico.

La misma relegación hacia los márgenes de la anécdota es la suerte de los personajes encumbrados y centrales en las representaciones históricas de aquella época. La lista de los miembros de la realeza castellana y aragonesa que desfilan en las páginas de 1492 es larga -Fernando I de Antequera. Juan II, Enrique IV, Alonso V, Isabel II, Juana la Beltraneja, Femando V-, pero su presencia es efímera, irregular y, la mayoría de las veces, muy distante. Fernando e Isabel, por ejemplo, aparecen como autores de edictos y disposiciones reales que los pregoneros leen en las plazas y por las calles de las ciudades, o se reducen a la presencia de sus símbolos en las monedas que Juan Cabezón describe a Pero Meñique: «[La moneda] lleva en su cara las armas reales y en el reverso el yugo y el haz de flechas, empresas de los reyes; en la orla de ambas caras dice: Fernandus et Elizabeth Rex et Regina Castellae et Legionis et Aragonum et Siciliae...» (73). Por otra parte, todos estos personajes entran en el relato de Juan Cabezón como sustancia de chismes y habladurías que la vox populi hace correr sobre sus actos, costumbres o comportamientos. Así, la historia del reinado de Enrique IV se cuenta como una concatenación de comentarios recogidos por Juan Cabezón-niño entre los espectadores del sepelio del rey, introducidos por «Dicen», «Pública voz y fama fue», «Oí decir», «según unos», «según otros» (35-37). De la misma manera, la mendiga Babilonia y su hermano explican su suciedad y desarreglo mediante referencias satíricas a las costumbres de los reyes: «A la manera de nuestra reina Isabel, no me mudo de ropa ni como a manteles» (103); «Yo, como nuestro rey don Fernando, que tiene fama de ser el hombre más codicioso de estos reinos, no mudo mi atuendo gastado hasta que se me cae a pedazos» (100). Es también fama que «Fernando es gran comedor de testículos» (101) y que «ama a su esposa pero se da a otras mujeres» (75). Los personajes históricos se configuran desde el punto de vista del pueblo y. al igual que los acontecimientos celebrados que ocupan la periferia narrativa, ellos deambulan por los bordes del relato. En el centro se sitúan, en cambio, las incontables vidas de hombres y mujeres, «no tan Reales ni menos reales» (Ponce de León 1990: 52), afectadas por la visión de la historia que estas figuras prominentes representan.

Una excepción a esta disposición narrativa de la materia histórica y ficcional se manifiesta en la figura del inquisidor general, Tomás de Torquemada. Un personaje histórico principal (en su monstruosidad, como a menudo sucede), Torquemada no tiene en la novela de Aridjis un papel protagónico, pero su figura encama y condensa la imagen de la época que el texto plantea y construye como su centro: el fanatismo, la destrucción y la violencia inherentes al momento fundador. Se impone aquí una reflexión adicional sobre la fecha de 1492 en el título de la novela: si en la memoria oficial ella marca el principio de España como nación y potencia, para Aridjis es un punto culminante y final de un largo proceso de persecución que se inició en Sevilla en junio de 1391, cuando los cristianos atacaron la aljama judía de esta ciudad. Para llegar a 1492 hay que retroceder cien años en la narración:

«Mi abuelo nació en Sevilla a seis días de junio del año del Señor de 1391, el mismo día en que el arcediano de Écija Ferrán Martínez, al frente de la plebe cristiana, quemó las puertas de la aljama judía, dejando tras de su paso fuego y sangre, saqueo y muerte».


(11)                


Es significativo que la narración se abra con una imagen de muerte, destrucción y aniquilación. La apertura de la novela simboliza el principio del conflicto que se irá intensificando hasta estallar en el decreto de expulsión datado el 31 de marzo de 1492, en el que se fija un plazo de cuatro meses a los judíos para convertirse o salir del reino. La fecha (1391) que aparece en la primera página del relato indica que el 1492 del título de la novela no remite a una fecha puntual sino a una época -tiempos- que se encierra entre dos momentos de violencia: el saqueo y la expulsión. Torquemada emblematiza esos tiempos, designados en el epígrafe tomado de Moisés Maimónides como los de persecución.

El relato de Juan Cabezón plasma la imagen de la Inquisición como una máquina de la muerte que se alimenta tanto de la alianza entre la Iglesia y la Monarquía como de la pobreza e ignorancia del pueblo, inflamado por el fanatismo de personajes como el arcediano de Écija Ferrán Martínez, el monje predicador San Vicente Ferrer o Torquemada. Como ya se ha señalado, para el pensamiento medieval y renacentista la cristiandad se constituye en un valor universal y la fuerza generadora de la civilización. Esta concepción tuvo un peso decisivo en el desarrollo de la historia de España. Joseph Pérez indica que los motivos políticos e ideológicos que orientaron el establecimiento de la Inquisición eran «integrar más completamente España en la cristiandad europea [y] fundir los pueblos de los que se componía la doble monarquía en un conjunto coherente mediante la unidad de fe» (1993:160). La gran aliada en esta empresa de los reyes es la Iglesia Católica, a la que las aspiraciones políticas de los monarcas confieren un enorme poder social y político en España, liberándola de la autoridad de Roma y otorgándole un control desmedido sobre todos los aspectos de la vida en el reino. Aunque «el tribunal eclesiástico funcionaba bajo la autoridad y bajo la voluntad de los soberanos» (Pérez 1993: 160), la génesis de la Inquisición contada por uno de los personajes de la novela de Aridjis muestra que la Monarquía y la Iglesia alimentan y defienden mutuamente sus intereses, ésta por proporcionar pretextos para las acciones reales, aquélla por legitimar la violencia religiosa:

«Hace cuatro años, los clérigos y cristianos de Sevilla, encabezados por Alonso de Hojeda, fraile dedicado a la destrucción del judaísmo, informaron a Isabel y Fernando que muchos conversos hacían ritos judíos en secreto [...], y les rogaron que los castigasen. Los reyes mostraron gran pesar al enterarse de que en su reino había tantos herejes y apóstatas [...] Luego [...] en Sevilla un tal Guzmán había oído a seis judaizantes blasfemar de la fe católica en Jueves Santo [...] De inmediato, los reyes solicitaron una bula de Sixto IV para establecer el tribunal de la Inquisición en Castilla; la que les ha sido otorgada para proceder con justicia contra la herejía judaica por vía de fuego»17.


(107)                


El pacto entre las dos instituciones es también económico. Los historiadores españoles han debatido profusamente si y hasta qué punto la Inquisición, que confiscaba los bienes de los condenados y de sus herederos, y la expulsión, que despojó a los judíos de todos los bienes raíces y valores en oro, plata o moneda, habían contribuido a financiar la guerra de la Reconquista y el descubrimiento de América. Las opiniones están divididas (Domínguez Ortiz 1977: 24-25) pero los documentos de la época, como la transcripción del proceso del Niño de la Guardia hecha por Fidel Fita o el acta inquisitorial del proceso de Isabel de la Vega, señalan claramente que los bienes confiscados se aplicaban «de derecho a la cámara y fisco de los serenísimos rey y reina» (Fita 1984: 290). Aridjis se basa en esta evidencia para insistir a través de su narrador y personajes en que las sentencias dictadas por las autoridades eclesiásticas en contra de los conversos acusados de herejía acrecientan (aunque sólo de manera provisional) el tesoro real. Las variantes de la fórmula legal citada arriba, tales como «[sus] bienes confiscados pasaron a engrosar las arcas de Isabel y Fernando» (113) o «sus bienes y haciendas pasaron a manos del rey» (210), se repiten a lo largo del texto como si se tratara de fijar esta frase en la mente del lector. De acuerdo con la tradición crítica de la literatura conversa, la novela sugiere también que el trabajo inquisitorial de la Iglesia era remunerado por la Monarquía en forma de fondos para la construcción de monasterios o conventos (247), la confiscación de bienes judíos en beneficio de las instituciones vinculadas con la Iglesia (como la hospedería en el santuario de Guadalupe, 277) y la entrega de las sinagogas e, incluso, las piedras y ladrillos de los cementerios judíos, a los conventos y monasterios de las principales órdenes religiosas (247, 263, 284). Cabe observar en este lugar que el aspecto económico de la persecución apunta en la novela a la relación problemática entre la historia oficial relegada a los márgenes y la historia no institucional narrada por Juan Cabezón: las empresas históricas de los personajes recordados y celebrados se alimentan del sacrificio de las víctimas anónimas de sus designios.

La novela de Aridjis muestra, sin embargo, que la posición de las masas anónimas en el proceso histórico es un asunto muy complejo. Si bien los conversos y los judíos figuran en ella como víctimas, la presentación de las masas cristianas es ambivalente. Por un lado, el pueblo es claramente víctima de un sistema feudal jerárquico y rígido que divide la sociedad en dos estados -el noble y el llano-, de los cuales sólo el segundo contribuye a las arcas reales mediante tributos o «pechos» (Domínguez Ortiz 1977: 105). Las deficiencias económicas del sistema señorial, las epidemias y las destrucciones provocadas por las guerras -tanto las locales entre distintas facciones nobiliarias como las civiles a nivel del reino, tal la guerra de sucesión de Castilla- causan la pobreza, el hambre y, como consecuencia, una crisis demográfica. Las «estampas madrileñas» de la primera parte de la novela, al igual que algunas imágenes de la visión muralística de España creada mediante el recurso del viaje de Juan Cabezón en pos de Isabel, retratan los extremos de esta condición, encarnados en figuras de mendigos, pordioseros, prostitutas, ladrones y vagabundos que parecen salir de un cuadro de Hiëronymus Bosch18. Arruinado por las crisis y atizado por la acción doctrinal de la Iglesia Católica, representada en 1492 por los incendiarios sermones antijudíos de Ferrán Martínez o las no menos fanáticas predicaciones de San Vicente Ferrer, el pueblo menudo ataca primero a los judíos y después a los conversos, cuyo papel de prestamistas (de reyes, nobles e, incluso, de pueblo), arrendadores de las diversas rentas de la Monarquía o recaudadores de tributos, se asocia en la mentalidad popular con la explotación económica de los grandes (García de Cortázar 1977: 424-427)19, De esta manera, la política de los Reyes Católicos cuenta con la adhesión de las masas católicas que pobres, ignorantes, antisemitas y víctimas del sistema social y económico al que pertenecen, descargan su odio y desesperación en contra de judíos y conversos. Si en la época de los hechos representados la cristiandad se considera como la única verdadera civilización, es decir, como un impulso positivo y constructor, la memoria vivida narrada por Juan Cabezón denuncia la religión católica y la Monarquía basada en la unión religiosa como una fuerza destructora que trae aniquilación y muerte. Su dinamismo cruel y aniquilador se refleja en la estructura de la novela cuyo contenido se divide en dos partes casi iguales. La primera parte (capítulos 1-8) cubre un periodo de casi cien años, desde 1391 hasta 1485; si se descuenta la historia familiar de Juan Cabezón, situada entre 1391 y 1435 en Sevilla, en estos capítulos la acción se desarrolla en Madrid y es bastante morosa porque los personajes se mueven solamente en el espacio de las plazas y las calles de la ciudad. Cada uno de los capítulos trata periodos de años o meses, centrándose en la amistad entre Juan Cabezón y Pero Meñique. Los cambios del ritmo son mínimos ya que la narración retrata el modo y el ambiente de vida de los personajes que viven tranquilos, hacen poco y hablan mucho (así, todo el capítulo 4 es un diálogo de mendigos). La Inquisición fue establecida en un momento que se sitúa entre el capítulo 4 (que se desarrolla durante una noche de noviembre de 1477) y el 5 (ubicado en 1482 según las referencias mencionadas en la página 107), pero todavía no afecta la vida de los personajes y es sólo un tema de conversación. Los primeros efectos de la persecución se producen en el capítulo 7, que tiene lugar a finales de 1483 y corresponde con la llegada de Isabel de la Vega a la casa de Juan Cabezón. Es también el primer capítulo que registra la atmósfera de hostilidad y miedo que invade las calles de Madrid:

«Las calles parecían más estrechas, oscuras, solitarias, como si hubiesen adquirido una calidad terrosa, un silencio apesadumbrado, doliente, sepulcral. Pero Meñique anduvo con la cabeza ladeada, el bastón en ristre, igual que si temiese ataques invisibles, sombras inquisitoriales lanzándose en contra de él; sus oídos oyendo delaciones, su fantasía alumbrada por infinitos fuegos que abrasaban a hombres y mujeres aterrados».


(117)                


«-En estos días no se llama a nadie por su nombre en la calle, en la plaza ni en la iglesia -dijo [Rodrigo Rodríguez], disgustado, mirándome con ojos tan hostiles que parecía herirme, humillarme o matarme».


(125-126)                


En el último capítulo de la primera parte, dedicado a los años 1484 y 1485, que corresponden a la historia de amor entre Isabel y Juan Cabezón, el ambiente de persecución y miedo observado por el narrador en el capítulo anterior se traduce en el encierro de los personajes, especialmente Isabel, que pasan días, semanas y meses escondidos en las habitaciones traseras de la casa. Las visitas esporádicas de Pero Meñique constituyen el único lazo con la ciudad y el mundo externo, pero las noticias que trae están teñidas de sombras amenazantes porque cuentan el avance de la Inquisición por el territorio de Castilla y Aragón.

La segunda parte (capítulos 9-16) presenta, en cambio, un ritmo que refleja la persecución y la locura destructora de la máquina inquisitorial. La narración se apoya ahora en el esquema del viaje que Juan Cabezón realiza buscando a Isabel y se construye como una rápida sucesión de lugares y fechas. Los capítulos narran eventos sucedidos entre 1486 y 1492; en ellos desaparece por completo la impresión de duración o extensión temporal que domina la primera mitad de la novela. Juan Cabezón se desplaza con urgencia y su narración imita este movimiento, concentrándose en el poco tiempo que pasa en las distintas ciudades: dos días en Zaragoza (capítulo 9), una noche en Calatayud (capítulo 10), una noche en Teruel (capítulo 11), una tarde y una noche en Toledo (capítulo 12), y después de una elipsis, un día en Madrid (capítulo 13). Solamente al final el ritmo narrativo desacelera para rendir los preparativos del atentado en Ávila que duran tres meses (octubre-diciembre de 1491; capítulo 14) y dar cuenta de la estadía de Juan Cabezón en Trujillo, donde se esconde durante siete meses después de la muerte de Pero Meñique en Ávila (capítulo 15). El capítulo 16, que narra el breve re-encuentro entre Isabel y Juan Cabezón en el Puerto de Santa María, dura apenas unas horas, y termina con un salto elíptico al 3 de agosto de 149220.

Si, por un lado, el ritmo apresurado de esta parte imita el avance implacable de la Inquisición iniciado en los capítulos 7 y 8, por el otro, reproduce el movimiento espacial y cronológico del que huye, como Isabel, sin poder detenerse mucho tiempo en ningún lugar, por miedo a la delación y el arresto. De esta manera, la estructura global de la novela sigue el compás de la memoria vivida que no registra la cronología histórica sino las etapas del avanzar de las víctimas hacia la muerte y la expulsión. Es por esta razón también que las descripciones de las persecuciones, medidas de represión, tormentos y autos de fe se acumulan en la segunda parte cuando la máquina de la muerte está operando a plena velocidad, sembrando humillación y destrucción21.

Su funcionamiento se apoya en cargos y culpas inventados, de los cuales Juan Cabezón dice que «parecían baladíes, pero su gravedad ante los ojos de los inquisidores no dejaba lugar a dudas de la suerte que los aguardaba [a los reos]» (178). Para instruir al pueblo cristiano en prácticas judaizantes y fomentar así la delación, los inquisidores publicaron

«una lista de 37 artículos de delación, por los cuales se podría probar que un hombre judaizaba: si esperaba al Mesías, si guardaba la fiesta del sábado, [...] si quitaba de la carne el sebo y la grasa,... si comía la carne en días de cuaresma, si ayunaba en los días que lo mandaban las fiestas judías, [...] si bendecía la mesa y bebía vino caser, [...] si rezaba los salmos de David sin decir al final Gloria Patri et Filio et Spiritu Sancto, si una mujer después de haber dado a luz no iba al templo durante cuarenta días, [...] si por luto no había salido durante un año de su casa...».


(115)                


La lista es larga y se reitera muchas veces en las páginas de la novela porque se trata de «los delitos de siempre» (191), En su búsqueda de Isabel de la Vega, Juan Cabezón pasa por Zaragoza, Calatayud, Teruel, Toledo y después viaja con Pero Meñique a Ávila. En todos estos lugares asiste a autos de fe o alguien (por ejemplo, Brianda Ruiz en Teruel, 191) le relata los acontecimientos recientes en los que vuelven a oírse los mismos cargos. En estas secuencias, la repetición se revela como una estrategia fundamental de la construcción discursiva de la contra-narrativa en 1492. Su primera función consiste en llamar la atención sobre la absurdidad de estas acusaciones, pero gracias al mecanismo reiterativo Aridjis logra también otros efectos. Uno es señalar el papel que el lenguaje, la palabra por sí sola, tiene en la construcción de la realidad y la legitimación del poder (Fowler 1985: 67)22. La novela de Aridjis muestra que la repetición desempeña en este proceso una función esencial: a fuerza de oír las culpas de los judíos conversos anunciadas desde la autoridad de la Iglesia, la población cristiana empieza a creer en la realidad de estos cargos; al salir a las plazas para observar los autos, asimila esta realidad inventada por las instituciones religiosas y apoya el orden impuesto por las estructuras dominantes.

Tres otros efectos de la reiteración discursiva se producen al nivel de la recepción. Por un lado, la repetición de los cargos y los castigos aplicados a los conversos así como de las medidas represivas en contra de tos judíos -entre las cuales figuran la orden de llevar señales distintivas en la ropa, el encierro obligatorio en las aljamas o ghettos y la prohibición de ejercer ciertas profesiones y/o desempeñar funciones públicas- proyecta los hechos narrados en la novela al siglo XX, apuntando al futuro trágico del pueblo judío reconocible para un lector contemporáneo. La reiteración discursiva llama la atención a la repetición de la historia, que de un modo inevitable conduce de 1492 a 1942, una posible transmutación de las cifras del título de la novela. Colocada en esta perspectiva, la obra de Aridjis se vincula con otra novela histórica mexicana sobre la repetitiva represión del judaísmo, Morirás lejos de José Emilio Pacheco (1967). La repetición crea también un efecto paródico desfamiliarizador: por un lado, la acumulación en las páginas de la novela de las acusaciones y castigos pone en entredicho los principios de la Fe católica y la ecuación entre cristiandad y civilización, denunciando el «sacrificio humano» inventado y hecho realidad por los «sacerdotes sanguinarios, que habían transformado las parábolas de amor en instrucciones de muerte y el paraíso prometido en infierno terrestre» (176); por el otro, señala e insiste en el sustrato bárbaro dentro de un sistema que suele representarse como encarnación del orden civilizado. La obstinada repetición discursiva del narrador devela la máquina de la muerte como principio de este orden, confirmando la consabida observación de Walter Benjamin sobre la inevitable pervivencia de la barbarie en toda civilización. Por último, la recitación y repetición de los nombres de los condenados produce el efecto lírico de un canto fúnebre (Celia 1991: 459) que llora y lamenta a las víctimas de esa barbarie23.

La barbarie cristiana no sólo se manifiesta en las instituciones religiosas y en sus representantes, los inquisidores y los sacerdotes. A través de sus actos y su lenguaje «que se envuelve en legalidad» (177), según observa el narrador aterrorizado por el primer auto de fe que presencia en Zaragoza, la barbarie ha pasado a formar parte de la realidad de la población entera. Para los habitantes de las villas castellanas y aragonesas un auto de fe es un espectáculo que iguala los estados, despertando en todos la misma curiosidad y emoción: «Las ventanas de las casas vecinas, con vista a la plaza, ya habían sido repartidas para el espectáculo del auto de fe a tos nobles de la villa y sus familias. [...] Barreras para contener a la multitud exaltada habían sido erigidas...» (161). Parado en medio de esta «multitud exaltada» por la crueldad de los castigos y el miedo de las víctimas, Juan Cabezón la compara con un «monstruo de mil caras y dos mil puños» (176) que profiere «gritos de deleite feroz» (178).

Jan Lechner ha criticado 1492 -incluso le ha negado el estatuto de novela histórica- porque en su opinión la novela

«muestra sólo uno de los múltiples aspectos de la España del siglo XV y de su dramático año 1492: el de una España que gemía bajo el peso del temor de la Inquisición. [...] Una España en la que unos eran perseguidos y todos los demás, la inmensa mayoría del país, encarnizados perseguidores. [...] Un país donde no había ni artes ni ciencias, ni Humanismo [...] ni espíritus lúcidos, ecuánimes, moderados».


(1991: 38)                


Es cierto que 1492 se concentra en un sólo aspecto de ese «dramático» siglo -la persecución-, pero al mantener que la novela de Aridjis no hace referencia a las artes o el humanismo, el crítico da prueba de una lectura bastante superficial. Juan Cabezón es un personaje de pueblo, pero es también un «letrado»: su segundo padrastro, el panadero que «sabía latín y había leído a algunos poetas» (38), «no sólo [le] enseñó a escribir bien, sino que [lo] llevó por cada uno de sus libros» (39). Tanto él como Pero Meñique dan muestras de un profundo conocimiento de la cultura clásica: el ciego cita a Catulo (54) y Plinio (61 y 138), mientras que Juan Cabezón describe sus amores con Isabel como una inversión de la historia de Píramo y Tisbe de Metamorfosis de Ovidio (142). Pero Meñique recita de memoria versos de Bernard de Morlay (102)24 y proverbios de Raimundo Lulio (101), que es también un autor citado por Isabel y Juan Cabezón (127, 131, 145). Su narración incluye además numerosas alusiones abiertas o veladas a otros poetas de la época, como por ejemplo, el Marqués de Santillana (53, 294), el Arcipreste de Hita (294) y Garcilaso de la Vega (201)25. Asimismo, es significativo que sean Juan Cabezón, Isabel de la Vega y Pero Meñique, personajes que evidencian un conocimiento humanista de la literatura y de la filosofía, quienes denuncian el lado repulsivo y enloquecedor de los tiempos representados en la novela. Los otros aspectos de 1492, como el humanismo que menciona Lechner, son las caras familiares y conocidas de la época, celebradas por la memoria oficial. En cambio, Juan Cabezón hace oír voces y palabras que no se dijeron antes o que no fueron escuchadas. Como toda narración histórica, la memoria vivida que se enfrenta a la memoria oficial es selectiva y lo es porque quiere contar su relato para trascender esquemas cognoscitivos familiares y establecidos. Testimonio del sufrimiento, el relato de Juan Cabezón hace estallar en la pantalla de la historia «los gritos de los conversos; gritos que al paso de los días se volverían mudos, pero acusadores, atravesarían los años y los siglos, sin que hubiese lluvia, viento, silencio ni noche que pudiese apagarlos» (176).




Una visión desplazada: España vista desde América

La representación de la delación, intolerancia, persecución, suplicio, muerte, robo, secuestro de los bienes y humillación, en el relato de Juan Cabezón, conforma una reflexión sobre el estado de la civilización española y europea en la época que J. Huizinga llama «el otoño de la Edad Media». Es fundamental, sin embargo, tomar en cuenta que Aridjis es mexicano y que su novela sobre España se escribe y publica en América, lo cual implica nuevos interrogantes acerca del significado tanto de la fecha de 1492 como de la visión de la cultura que la protagoniza. La memoria oficial de 1492 como la fecha del descubrimiento de América padece la misma marginalización que los otros acontecimientos de la historia institucional, comentados arriba. La acción de la novela termina en agosto de 1492, lo cual significa que el momento y el evento del descubrimiento están fuera del relato, aunque el título pareciera incluirlos. En el espacio paratextual lo señala directamente uno de los epígrafes (tomado del Libro de las profecías de Colón), pero en la narración misma lo insinúan apenas unos cuantos apellidos, esparcidos y casi perdidos u ocultos entre numerosas referencias a personas y lugares encontrados o visitados durante el desplazamiento espacial del narrador.

El personaje de Colón aparece fugazmente un día de invierno de 1486 o 1487 en un hostal de Toledo cuando un hombre interrogado por un familiar de la Inquisición se presenta como un navegante que busca a la reina Isabel «para exponerle una empresa asaz grandiosa» de «llegar a las Indias por el occidente» (204). Años más tarde, a finales de julio de 1492, el monje Agustín Delfín le comenta a Juan Cabezón en Trujillo que Colón está organizando en Palos una expedición «por mandado de nuestra reina Isabel, con el propósito de llegar a las Indias por el occidente y hallar los palacios fabulosos del Gran Can» (285). El nombre del genovés se menciona sólo dos veces más: la primera, en una extraña prolepsis del narrador («como después oí decir hizo don Cristóbal Colón», 109); la segunda, en el último párrafo de su relato: «Me hice a la mar con don Cristóbal Colón. En la nao Santa María vine de gaviero» (298). La estadía de Juan Cabezón en Trujillo proporciona una ocasión para aludir a los nombres de los futuros conquistadores oriundos de aquella ciudad, presentados en el ejercicio de actividades cotidianas: «Por la tarde paseaban por la plaza los cristianos principales de Trujillo: los Chávez, los Hinojosa, los Pizarro, los Vargas y otros menos importantes, como [...] el alarife Alí de Orellana» (257). En la descripción del mesón de la ciudad se cuela otro nombre histórico, el de «Diego García de Paredes, el Sansón de Trujillo o Hércules de Extremadura» (260), fundador de la ciudad homónima en Venezuela. La marginalidad de estos datos en el espacio narrativo señala que a pesar de ser uno de los significados de 1492, el descubrimiento es un no-evento o un evento ausente en la novela cuyo título parece evocarlo26.

Si la presencia de los protagonistas históricos del descubrimiento y de la conquista es efímera en 1492, «el espacio americano aparece en negativo» (Celia 1991: 456) porque no se menciona ni siquiera como el lugar desde donde Juan Cabezón cuenta sus memorias. El relato es retrospectivo, pero es imposible decir desde qué punto en el tiempo y el espacio el narrador-personaje rememora los oscuros eventos del siglo XV para convertirlos en la materia de su narración27. La prolepsis en la que Juan Cabezón compara las palabras de un hombre encontrado en la calle con las que después habrá de oír de la boca de Colón -«Así que la criación del mondo hasta el diluvio son mil seiscientos cincuenta y seis años [...] -dijo, [...] haciendo las cuentas del mundo, como después oí decir hizo don Cristóbal Colón» (109)- indica sólo que el acto de la escritura tiene lugar después del viaje bajo el mando del almirante. El hecho de que al final de la novela Juan Cabezón mencione, en pretérito, su embarque en la Santa María y la salida de la escuadra del puerto de Palos implica que la distancia con respecto a los eventos referidos es no sólo temporal sino también espacial, permitiendo asumir que el narrador habla desde el Nuevo Mundo28.

Esta puesta en paréntesis o en un afuera narrativo del espacio americano en una novela que se escribe desde América y se titula 1492 evidencia un desplazamiento esencial del objeto y de la perspectiva de la visión presentada. En el discurso oficial de la época -el de las historias y crónicas del descubrimiento- Europa es el lugar asumido e incuestionable del saber desde donde se construye una imagen del Nuevo Mundo que es una proyección deformada de sus tabúes culturales e ideológicos. Tanto es así que los relatos coloniales producidos desde este espacio hegemónico sitúan la periferia en una posición central -se escribe sobre América desde España o desde un espacio español en América- porque es a través de una relación dialéctica con la otredad que la cultura europea define su mismidad y legitima su acción colonizadora (Dussel 1995: 65). 1492 desafía esta convención al posicionar a España en el centro del relato, mientras el espacio americano es desplazado hacia sus bordes. «En lugar de mostrar a América», afirma Susana Beatriz Celia, el texto de Aridjis «trata de dar cuenta del mundo que en 1492 va a encontrarla» (1991:456).

La insustancialidad de los cargos y la extrema crueldad de los castigos aplicados o los vivos y los muertos, a los presentes y los ausentes, dan cuenta de la relación intrínseca entre poder y violencia. Desde la España del siglo XV esta violencia se justifica, quizá, como una necesidad histórica (la unidad), pero desde la periferia americana a la que pertenece el autor mexicano de la novela, los autos de fe presenciados y presentados por Juan Cabezón son versiones españolas -europeas, civilizadas y, supuestamente, civilizadoras- de los festines antropófagos que los descubridores y cronistas atribuyeron a los pueblos americanos, como ocurre en el grabado de Van der Straet comentado arriba. Debajo del ropaje suntuoso de la Europa encarnada por Vespucci se esconden la miseria, la intolerancia y una barbaridad que sobrepasa la peor ferocidad atribuida a los «salvajes» en el tabú caníbal de la imaginación europea29. Tal como lo muestra Michel de Montaigne en su ensayo «Des cannibales» y como lo teoriza siglos después Tzvetan Todorov, la visión eurocéntrica del Otro en el pensamiento europeo no es sino una «projection inconsciente de soi sur les autres» (1989: 30). Desde América, la novela de Aridjis desoculta la realidad traumática y violenta del mundo que la descubre. España se presenta en ella como un lugar del que hay que huir, exiliarse. Muchos seres históricos, en especial intelectuales nuevo-cristianos, lo habían hecho, como lo hace en 1492 Juan Cabezón30. Sus memorias son la voz de un «fugitivo de una civilización», cuya mirada espantada -comparable a la del ángel de la historia de Benjamin- sigue las huellas del barco que lo aleja de la inhumana orilla. De esta manera, al narrar la tragedia de los conversos y judíos españoles, Aridjis cuenta también otra historia que no está en su novela: anticipa una saga que empieza allí donde termina el relato de su narrador, en 1492, fin de una época y principio inevitable de otra. La novela invita así a la reflexión sobre el origen de los que descubrieron y conquistaron América, sobre el carácter de la conquista y sobre el significado de la interacción histórica entre América y España.




Desplazamientos estructurales: una novela sin protagonista

El énfasis que la novela de Aridjis pone en el carácter colectivo de los hechos narrados, tanto desde el punto de vista de las víctimas como de los victimarios (la Inquisición es una institución pero el apoyo del pueblo y de los nobles es fundamental), se manifiesta en la revisión de la concepción del personaje y su lugar en la obra. Muchos personajes deambulan por las páginas de 1492, pero la novela de Aridjis carece de protagonista. Un breve análisis de las funciones de tos personajes más destacados en el piano de la economía narrativa de 1492 realizado por Noé Jitrik muestra que el rasgo característico de la relación entre ellos y la trama es su «secundariedad» (1995: 78-79).

De acuerdo con las observaciones anteriores, los protagonistas históricos de la época, como los Reyes Católicos o Torquemada, no desempeñan el papel protagónico en el argumento. Los reyes nunca se asoman en persona a la narración para actuar frente al lector; son meramente el poder y la autoridad detrás de los edictos y decretos que los pregoneros leen en las plazas, la materia de chismes y noticias trasmitidas de boca en boca por el pueblo, o una imagen reconstruida retrospectivamente por el narrador, como es el caso de la proclamación de Isabel como reina de Castilla en Segovia (37-38) o la ya citada entrada de los reyes a Granada (252-253). El narrador menciona a menudo el nombre y los hechos de Torquemada que figura en los pensamientos de otros personajes como una personificación maléfica de los tiempos, convirtiéndose en una obsesión para Pero Meñique. Su aparición en persona se reduce, sin embargo, a un solo y breve instante, cuando Juan Cabezón y Pero Meñique se cruzan con la comitiva que lo acompaña en una calle de Ávila. La descripción que el narrador ofrece del inquisidor general revela hasta qué punto su persona funciona al nivel simbólico, habiéndose transformado en un fantasma o la imagen encamada de la muerte:

«Por [la Rúa de los Zapateros] venía el Inquisidor General, fray Tomás de Torquemada [...] Parecía un cuervo a mediodía. [...] Quizás mi fantasía lo hizo caminar un palmo por encima del suelo y descubrió sus manos descarnadas de cadáver. Quizás vi que al menearse se le salían los cuadriles, los codos y las rodillas del cuerpo, que su ropa fúnebre le daba aspecto de criatura de noche, de devorador de muertos».


(225)                


Isabel de la Vega, un personaje histórico que simboliza a todas las víctimas, funciona como el elemento desencadenante tanto de una parte de la trama -el viaje de búsqueda de Juan Cabezón- como de toda la escritura, pero su presencia, regida por el código de verosimilitud del relato que debe rendir su estatus de fugitiva, es discontinua y pasajera. El viejo Pero Meñique, un ciego visionario, «[concentra en sí] el costado crítico de la historia significada» (Jitrik 1995: 79), pero, al igual que Isabel, es un personaje de comparecencia irregular que se debe a la índole de su amistad con Juan Cabezón, quien parece ser el protagonista dado que el título de la novela anuncia que el relato cuenta su vida. Sin embargo, como personaje Juan Cabezón resulta poco convincente y unidimensional, porque su personalidad carece de relieve y no exhibe ningún esquema evolutivo (con la excepción del efecto que tiene en él el encuentro con Isabel); la misma falta de dinamismo se observa en cuanto al lugar del personaje en el mundo al que pertenece, su único desplazamiento siendo del tipo espacial31. Estas características de su configuración indican que Juan Cabezón, más que un personaje o protagonista, es una función del texto. Su posición principal en la economía del relato deriva de la función narrativa y del papel que desempeña como «conector de motivos» (Tomachevski 1982: 204-26): es a través de él que las unidades mínimas temático-narrativas se agrupan y adquieren coherencia. A pesar del título, la novela no tiene un protagonista individualizado cuya vida ocupe una posición sobresaliente en el relato. Su personaje es colectivo, porque la novela retrata una colectividad desgarrada en su seno por la violencia fundadora y, dentro de la misma, una comunidad condenada a muerte o expulsión por la heterofobia e intereses políticos que trazan alrededor de ella líneas demarcatorias de la diferencia. De entre «vida» y «tiempos» anunciados desde el título, en la diégesis sobresalen los tiempos; la vida de Juan Cabezón es sólo un pretexto para retratar la época32.




Desplazamientos genéricos

En vista de este razonamiento, es necesario indagar el sentido y significado de la modalidad narrativa del relato. Según Celia, 1492. Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla pertenece a la categoría de autobiografía ficcional que se apoya en la estrategia discursiva de la primera persona y en el simulacro de la narración de una vida (1991:455-457). El relato autobiográfico es el mejor cauce para el fluir de la memoria vivida que es de orden personal, a diferencia de la memoria oficial (historia) cuya referencia es la nación, por lo cual suele relacionarse con la esfera pública. En la novela de Aridjis, la memoria vivida de un individuo se confronta con la historia impulsando una reescritura crítica de esta última. La enunciación en primera persona es una clara señal de que el discurso histórico busca nuevos caminos de representación del pasado. Jacques Rancière afirma que una de las tareas de la nueva historia es desregular la dicotomía entre la enunciación histórica y el discurso, conceptualizada por Emile Benveniste en términos de la oposición entre, por un lado, el pretérito y el presente, y por el otro, la tercera y la primera persona narrativa. Según Benveniste, la distancia temporal y la neutralidad atribuida a la narración en tercera persona confieren a la narrativa histórica 2a objetividad y el poder de autentificación en los que se apoya el discurso histórico tradicional. Para Rancière, el cuestionamiento del concepto tradicional de la historia e historiografía (la de los reyes como centros y fuerzas de la historia, por ejemplo) por parte de la nueva historia debe ir en par con la búsqueda de un sistema de enunciación que refleje esta revolución conceptual al nivel de la forma (1994: 13-14). Se trata de absorber «the system of narrative, a characteristic of the old history, into that of discourse» (1994: 15) mediante los pronombres de la primera persona y la formulación en los tiempos verbales del presente. Se puede argüir que la primera persona de una memoria vivida como la de Juan Cabezón participa de esta revisión y renovación del discurso histórico, constituyendo a la vez una estrategia de verosimilitud y veridicción, empleada en la literatura en español desde la publicación del Lazarillo de Tormes33.

Con la excepción del primer capítulo en el que Juan Cabezón presenta la historia de sus antepasados desde 1391 (el parto de la bisabuela) hasta aproximadamente 1435 (el viaje del padre de Sevilla a Madrid), los demás relatan lo que el narrador vio y vivió como participante o testigo de los hechos y de los tiempos. En este sentido, la historia que cuenta es también una historia personal, lo cual justifica el recurso de la primera persona. Sin embargo, tanto el uso de la primera persona como el vínculo (aunque ficcional) de la novela de Aridjis con el género autobiográfico requieren un poco de matización.

Algunos críticos han observado que a diferencia de la subjetividad y la cercanía que suelen asociarse con la primera persona, el recurso del «yo» como modo narrativo en 1492 termina produciendo una sensación de distancia. Menton habla, por ejemplo, de «la relativa falta de identificación del narrador Cabezón con el mundo que describe» (239), mientras que Jitrik constata que «el relato de 1492 es de 'expectación', el narrador está 'en' las cosas pero sin involucrarse, 'para' narrarlas» (1995: 80). El comentario acierta en el diagnóstico general de una distancia entre el «yo» y las experiencias o eventos evocados, que puede explicarse, no obstante, si uno toma en cuenta que las memorias que escribe Juan Cabezón no son de su vida -ésta no es sino un pretexto-, sino de una vivencia e historia colectiva. Al mismo tiempo, la observación del crítico argentino elimina por completo la fluctuación de esta distancia que, a mi modo de ver, define la narración en la novela de Aridjis. La posición del narrador con respecto al mundo que describe no es fija: unas veces se aleja del perímetro de los hechos inmediatos tratando de abarcarlos en conjunto o panorámicamente; otras, está muy cerca de ellos en el espacio, pero adopta la actitud de un observador desvinculado, como ocurre en el episodio que narra los ritos funerarios judíos presenciados por Juan Cabezón cuando llega a Calatayud (180-384); otras aun, comparte el destino de los perseguidos, como si tuviera que sentirlo en su propio pellejo, tal como sucede cuando los familiares de la Inquisición irrumpen en la casa adonde ha llegado en Teruel. Cuando Clara Santángel le pregunta si es converso, contesta que es un hombre perseguido (1%) y al reflexionar sobre el prendimiento probable de la visionaria Brianda Ruiz dice: «Su captura me sobresaltó, como si hubiese sido la mía...» (196). Un ejemplo particularmente ilustrativo de la fluctuación entre la cercanía y la distancia es la escena que describe el auto de fe de Zaragoza. Juan Cabezón se presenta allí en medio de la muchedumbre observadora; físicamente está cerca del pueblo con el cual se codea y lejos de las víctimas que aparecen en un cadalso. La narración invierte, sin embargo, esta relación: las expresiones como «la plebe fascinada» (176), el «monstruo de mil caras» (176), «la chusma [...] como una fiera» (178) evidencian el distanciamiento del narrador que en ese momento se identifica con los condenados:

«Las víctimas no eran santos ni dioses sino hombres y mujeres comunes horrorizados [...] Y como si yo mismo fuese judío en la plaza de la Seo, por primera vez en mi vida vi los rostros hostiles vueltos hacia mí, fui consciente de mi cara, del peso de mi cuerpo, y, semejante a un animal acosado por carniceros y cazadores feroces, tuve miedo del hombre».


(176)                


La posición del narrador aflora claramente en su discurso (aunque pocas veces se confirma en sus acciones, como bien señala López 2002: 149, 151 y 158): tanto en las palabras que escoge para las descripciones de los funcionarios de la Inquisición como en las ironías con las que se refiere a sus actos, se manifiestan la indignación, la repulsión y, también, la toma del partido. Su imaginación ante el horror histórico aflora en la subjetividad de su lenguaje. Así, el familiar de la Inquisición encontrado en el mesón de Toledo se presenta como «descolorido, con la tez enfermiza» (203), un «cadáver del Santo Oficio» (205), cuyo modo de hablar y mirar resulta «repulsivo, intolerable» (204). Torquemada, según ya se ha mostrado, se asemeja en los ojos del narrador a «un cuervo a mediodía» (225), mientras que el inquisidor de «nariz rapaz» y «labios neldos» que oficia el auto de fe en Zaragoza da «la impresión de una mujer sentada en la letrina» (177). Las reflexiones del narrador acerca de este evento se construyen alrededor de las palabras «crimen», «víctimas», «verdugos» o «fuerzas destructoras de la vida» (177); la indignación se reviste de ironía que habla de «la parodia del Juicio Final» (173 y 233) y los «delitos de siempre» (191). La imaginación desesperada traduce los cargos repetidos por los edictos y los jueces en una acusación universal contra la vida: «Los inquisidores [...] dicen que eres responsable de las lluvias y el trigo, del nacimiento de los niños y el verdor de los árboles, de la salida del sol y los cielos azules» (219), dice Juan Cabezón a Isabel en un sueño que no trae reposo. «L'absence est absolue, mais la présence a ses degrés» (1972: 253), sostiene Gérard Genette al referirse justamente a la categoría de la persona narrativa, y el fluctuar del texto de Aridjis entre distancia y cercanía lo confirma. Este vaivén de alejamientos y acercamientos narrativos es, además, un signo claro de la irrupción del discurso en la enunciación histórica que destruye, según explica Rancière, la ilusión de objetividad. El discurso del narrador atestigua que la memoria vivida se apoya en una mirada y una perspectiva.

A pesar de estas fluctuaciones de distancia entre el sujeto de enunciación y el objeto enunciado, la narración en primera persona que sigue el curso de una vida permite asociar la novela con la vertiente fíccional de la tradición autobiográfica. De acuerdo con Philippe Lejeune, la autobiografía es un relato retrospectivo que una persona real hace de su propia existencia, poniendo el acento sobre su vida individual, en particular, sobre la historia de su personalidad (1975: 14). Incluso si se toma en cuenta que 1492 no es una autobiografía sino una ficción autobiográfica, en la configuración diegética y narrativa resalta la ausencia de dos rasgos fundamentales del género: la descripción y la narración de una vida privada y el desenvolvimiento de la personalidad del autor. Con la excepción de la genealogía familiar presentada en el capítulo 1 y de la historia de la relación amorosa con Isabel, narrada en los capítulos 7 y 8, Juan Cabezón evita contarse a sí mismo. Por otra parte, en ningún momento de la narración es posible observar una trayectoria hacia el autoconocimiento, que caracteriza, por ejemplo, la novela picaresca, la primera encamación de la ficción autobiográfica en la tradición hispánica. Toda introspección está ausente porque el foco de este relato «autobiográfico» se desplaza hacia el exterior: el mundo y los tiempos. Por eso, y en relación directa con el concepto de la memoria vivida que constituye el eje de la novela, se puede afirmar que en 1492 la narración se construye sobre la modalidad de memorias. Al igual que la autobiografía, las memorias son un relato escrito en retrospectiva, pero en ellas una persona real narra acontecimientos relevantes de su vida, enmarcándolos en el contexto de otros eventos de orden político o cultural en los que ha participado o de los que ha sido testigo. Un autobiógrafo mira hacia dentro, sostienen Scholes y Kellog, mientras que un memorista dirige su mirada hacia fuera (1968: 265). El relato de Juan Cabezón se estructura sobre el «yo» de un testigo que mira hacia fuera, observando «los tiempos».

El cuadro que construyen las memorias de Juan Cabezón es muy amplio y requiere un hábil manejo de la instancia narrativa para evitar paralepsis. Dado que se trata de un narrador homodiegético de focalización interna, su campo de visión y de conocimiento se limita a su vida interior, la existencia propia en el mundo y a la realidad que puede observar o dilucidar por medio de la observación. Es por eso por lo cual en 1492 a veces la narración parece deslizarse sobre la superficie de las personas y sus experiencias, sin penetrarlas. Si bien este procedimiento aplana en cierto grado la realidad representada, es también una estrategia necesaria de verosimilitud, porque un relato en primera persona que excede la información disponible al narrador puede resultar poco fidedigno. Para superar las restricciones impuestas por la naturaleza de la instancia narrativa sin poner en riesgo la verosimilitud del relato, Aridjis desarrolla varias estratagemas que permiten ensanchar el campo de visión del narrador34. Uno de ellos es el desplazamiento geográfico de Juan Cabezón: su itinerancia, que sigue el progreso de la Inquisición de una ciudad a otra, expande el espacio de la historia referida, introduciendo en la narración eventos y personajes que se sitúan fuera del marco madrileño de la primera parte de la novela. El viaje no resulta, sin embargo, suficiente, porque su trayectoria, comparable al cauce de un río, deja de lado historias transportadas por las aguas que ya pasaron o por las corrientes de arroyos y riachuelos vecinos. Con el objetivo de vencer esta limitación, Aridjis recurre a dos procedimientos narrativos: la figura del histor y los narradores metadiegéticos.

El histor, explican Scholes y Kellog, es un narrador-investigador que no presenció los eventos pero construye su narración basándose en la evidencia que pudo acumular mediante una pesquisa de fuentes escritas u orales (1968: 265-266). Aunque Juan Cabezón no hace ningún comentario directo acerca de sus búsquedas ni explica la procedencia de la información cuando sus fuentes no son los personajes presentes en el relato, el trabajo de investigación es notorio en varias secciones de la historia que narra. Es el caso, por ejemplo, de la larga descripción de la vida y obra de San Vicente Ferrer (13-20) que transcurrió años antes del nacimiento de Juan Cabezón (1350-1419) pero es un elemento importante de sus memorias, porque las prédicas del dominico y las conversiones forzadas que ellas provocaron constituyen el fondo histórico de los eventos posteriores35. Otro ejemplo es la breve narración, ya citada, de la entrada de los Reyes Católicos a Granada que ocurre cuando Juan Cabezón está huyendo de Ávila a Trujillo, lo cual indica que la reconstruye a posteriori basándose en alguna fuente, probablemente una crónica. Lo mismo sucede con los textos de los edictos reales leídos por los pregoneros. En este caso, Juan Cabezón los escucha en persona, pero la transcripción del texto entero tiene que ser el resultado de una investigación posterior en crónicas o archivos. El hecho de que el relato de Juan Cabezón no esté fechado como lo exigían las convenciones de la época, es decir, que sea imposible determinar la distancia temporal entre la historia referida (en particular, el momento de la partida hacia las Indias) y el momento de la narración, permite especular sobre un posible acceso del narrador a algunas fuentes históricas anteriores o coetáneas a los sucesos narrados.

El narrador como histor puede usar también testimonios de otros personajes que funcionan entonces como narradores metadiegéticos. Juan Cabezón cede la palabra a numerosos personajes de su entorno para que complementen su relato con testimonios acerca de sucesos coetáneos que él no pudo presenciar porque se encontraba en otra parte. El más importante de ellos es el ciego Pero Meñique que desempeña varios papeles estructurales en la novela. Por un lado, su ceguera es el pretexto para las descripciones de gentes, vestimentas, objetos, plazas y calles que configuran una imagen muralista de la España de fines del siglo XV, transfiriendo al texto la calidad tangible y palpable de las cosas, responsable de la dimensión lírica de la novela. Por el otro, el personaje de Meñique, quien pasa su tiempo en las calles (aunque tiene casa y dinero), es el depósito de historias o testimonios escuchados o referidos que transmite después a Juan Cabezón. Así sucede cuando este último permanece encerrado en su casa en la compañía de Isabel. Las visitas de Pero son ocasiones para relatar lo que el ciego había oído de otros sobre el avance y los procedimientos de la Inquisición en distintas ciudades. Como muestran los siguientes ejemplos, el narrador no sólo subraya el acto mismo de transmitir las historias, sino que insiste también en su veracidad, remitiendo a los testigos directos:

«De regreso, en la puerta de la casa vislumbramos a Pero Meñique. Venía a decirnos que unos conversos que habían venido de Ciudad Real le habían dicho que en aquella villa, en el mes de febrero, [...] los inquisidores habían quemado vivas a más de treinta personas...».


(136)                


«Una de esas noches de oscuridad profunda [...] vino Pero Meñique [...] para decirnos que un converso le había dicho que el pasado 10 de mayo, en Zaragoza [...] habían sido penitenciados por herejes...».


(141)                


«Mas, para añadir inquietud al miedo, allí estaba en la puerta de la casa Pero Meñique para contarnos que los inquisidores habían trasladado los tribunales del Santo Oficio de Ciudad Real a Toledo...».


(149; todos los énfasis son añadidos)                


Pero Meñique es también el narrador de la historia del proceso del Niño de la Guardia que tuvo lugar en Ávila entre diciembre de 1490 y el 16 de noviembre de 1491. Se lo cuenta a Juan Cabezón cuando se encuentran en Madrid después de que éste haya regresado de su periplo frustrado en pos de Isabel. El relato -basado en la investigación de Fidel Fita- es muy detallado, lo cual podría despertar sospechas sobre su verosimilitud narrativa, pero el ciego previene cualquier duda explicando que «un amigo [suyo] que mora en Ávila [le] ha dicho que Torquemada tiene presos en esa villa a varios judíos y conversos acusados de matar ritualmente a un niño cristiano y de profanar una hostia sagrada» (213). Más tarde en la diégesis, Juan Cabezón aclara adicionalmente que Martín Martínez, el amigo de Pero, conoció la historia en todos sus pormenores porque se la «había confiado un escribano del Santo Oficio, del proceso del niño de la Guardia» (227).

Si bien el ciego es el principal informante metadiegético del narrador, no es el único. Numerosos son los personajes que cuentan las desdichas suyas y de otros durante fugaces encuentros en las ciudades visitadas por Juan Cabezón. En Zaragoza, doña Blanca relata los hechos de persecución relacionados con el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués, ocurridos un mes antes de la llegada de Cabezón (165-168); en Calatayud, Clara Santángel cuenta la desgracia de su familia (197-198). Lo que no puede atribuirse a un narrador concreto, se presenta como un rumor recogido en la calle: «Por esos días corrió el rumor de que en Zaragoza varios conversos habían matado a Pedro de Arbués...» (152). Al final de la novela, Juan Cabezón vuelve a encontrarse con Gonzalo de la Vega, el hermano de Isabel, y con Isabel misma. Ambos personajes cuentan sus trayectorias, la historia que han vivido en los años de separación, rellenando las elipsis diegéticas creadas por su retirada del campo visual del narrador. Las historias y testimonios que éste no puede contar por no haber estado en el lugar o momento de los hechos complementan su narración en forma de relatos metadiegéticos.

Un caso especialmente significativo de este procedimiento se da en el tramo del relato en que Juan Cabezón narra su encuentro en Trujillo con los judíos expulsados que se dirigen hacia Portugal o hacia los puertos del Sur. El narrador interrumpe su conversación con Gonzalo de la Vega para que las gentes que los rodean puedan «[dar] testimonio como una sola voz de lo que han visto, oído y padecido...» (273). Un niño, un viejo, un hombre dentón y una mujer junto a él, una niña, un viejo medio ciego, un hombre de pelo negro rizado, un hombre con la cara enrojecida por el sol, un hombre pequeño, un hombre de pelo y barbas grises, un mancebo, un viejo de barba sin mondar, un viejo desdentado (268-273) intervienen uno por uno y repetidamente para contar su hambre y dolor, su miedo y aflicción, su pérdida y humillación, así como los abusos, robos, estupros y apropiaciones cometidos contra ellos. Forman un coro de voces anónimas -ni siquiera hay tiempo para registrar el nombre de estas víctimas de la historia y, como se ha visto, el narrador se refiere a ellos de una manera genérica- que relatan distintos fragmentos de la misma historia. «En la memoria todos los recuerdos se harán una sola historia» (269), dice uno de ellos, ofreciendo un comentario metanarrativo acerca del relato de Juan Cabezón y la novela de Aridjis que lo encierra. En 1492 la memoria vivida no es la historia de un individuo, sino una narración a voces, un relato coral o polifónico que expresa la experiencia de una colectividad. El «yo» del narrador y su vida forman tan sólo el hilo conductor sobre el que se hilvanan «piedrecitas» narrativas que encierran otras historias, de vida y de muerte.

Otros códigos genéricos, sugeridos numerosas veces en las páginas anteriores, se imbrican sobre esta armazón «autobiográfica». Esta inclusión también se realiza mediante revisión o desplazamiento de sus convenciones, y cabe subrayar que la desfamiliarización es la estrategia clave de la reescritura de la memoria oficial por la memoria vivida. Mediante la referencia a la vida de un personaje que representa el estado bajo, el subtítulo insinúa un parentesco con la novela picaresca que surge en España apenas sesenta años después de los hechos referidos y que Américo Castro considera como una «reacción agresivo-defensiva de la gente de ascendencia impura [los cristianos nuevos] contra el ataque de la casta dominante y su portavoz el Santo Oficio» (1967: 134)36. Esta analogía no permite, sin embargo, clasificar la novela de Aridjis como picaresca (como lo hacen Menton, 1993: 237 y López, 2002: 139-142), porque la genealogía al comienzo de la narración, la figura de una madre de costumbres relajadas, la presencia de un niño y un ciego o el motivo del viaje (que en 1492 es sólo horizontal, sin el componente vertical) son semblanzas demasiado superficiales, aunque obvias. Ni Juan Cabezón, quien tiene una casa propia en Madrid y dispone para sus necesidades vitales de «una olla llena de castellanos de oro» (44) hallada debajo de la cama de su madre, es un pícaro verosímil, ni Pero Meñique con su erudición clásica y «los bienes y dineros» guardados en Madrid (241) es un ciego típico de la novela picaresca. Además, los une la amistad, no una relación de amo y aprendiz o sirviente que constituye el eje del género iniciado por el Lazarillo de Tormes. Asimismo, el motivo que impulsa el viaje de Juan Cabezón no es la necesidad o el hambre sino el amor, una realidad ajena al mundo picaresco, propia más bien de la novela bizantina. La diferencia más importante reside, sin embargo, en el diseño global del relato: en 1492 no hay ninguna transformación o conversión del protagonista que creara la distancia entre el «yo» narrado (Lazarillo o Guzmanillo) y el «yo» narrador (Lázaro o Guzmán), justificadora del acto de escribir. Si Lázaro y Guzmán identifican a su destinatario (Vuestra Merced y el lector, respectivamente) y precisan el momento presente porque en su función se explica la vida pasada, en 1492 no es posible determinar ni a quién ni por qué cuenta su historia Juan Cabezón y tampoco cuál es el momento presente que determina su visión del pasado37.

Esta afirmación y negación del modelo picaresco puede interpretarse a la luz del desplazamiento que va de la vida (el eje de la novela picaresca) a los tiempos (el núcleo de 1492). La novela picaresca constituye no sólo el principio de la novela en España, sino también el inicio de la literatura crítica que contrabandea una voz humilde e insignificante y un destino que desfamiliariza las convenciones de la sociedad dominante, que en aquel momento significa «la España de los Austria, atormentada por el fantasma de las genealogías y por el imperativo de las apariencias honrosas» (Rico 1976: 104). Su crítica se extiende a la sociedad entera, pero se centra en la vida de un individuo. En 1492, Aridjis echa mano de una voz humilde e insignificante no para criticar la sociedad, sino para desfamiliarizar las convenciones de la memoria oficial «atormentada por el imperativo de las apariencias honrosas»; dado este objetivo, el énfasis está puesto en la experiencia o vivencia colectiva de los tiempos -el asunto de la historia-, no en una vida individual. El relato de Juan Cabezón no registra la transformación del protagonista, sino la «conversión» o evolución de la sociedad española de fines del siglo XV.

Al ser una representación de «los tiempos» que probablemente se escribe desde América, la novela de Aridjis puede interpretarse también como una curiosa reescritura o inversión de las crónicas coloniales. En estos relatos, aunque muy variados en cuanto al tipo discursivo, un sujeto metropolitano suele presentar los territorios descubiertos y colonizados o la acción colonizadora en una narración de molde histórico y/o personal, dirigida a un destinatario concreto, con frecuencia el rey, realzando su poder y gloria en espera de una recompensa material. En una vena paródica, 1492 desplaza radicalmente estas características sin borrar por completo la trabazón genérica original. De acuerdo con mis observaciones anteriores, el sujeto es metropolitano, pero pertenece a una minoría perseguida y es un «fugitivo de una civilización». El asunto de su relato es la barbarie, no la americana, sin embargo, sino la que corrompe a la metrópoli cristiana. El destinatario de esta relación no es un ser histórico concreto (un rey o cualquier representante de la Corona), sino un lector abstracto y atemporal a quien el narrador lanza una versión americana del Zakhor (el mandato de recordar) judío. Su crónica es una contra-memoria, una hermana fíccional de la Breve relación de la destrucción de las Indias, cuyo foco se desplaza al corazón del futuro imperio. En estas memorias de la destrucción vivida, Juan Cabezón adquiere la función de un testigo de los tiempos, la cual conecta la novela de Aridjis con otro andamio genérico: el testimonio. No obstante el vínculo, la novela problematiza su relación con este género «posmoderno». El cuestionamiento reside, por un lado, en el recurso del histor que implica una mediación textual entre el pasado y su representación y, por el otro, en la descreencia en la recuperabilidad del pasado expresada por uno de los personajes mediante una alusión intertextual al tópico de Ubi sunt, que alude también al lenguaje arcaico o arcaizante de la novela: «Sólo palabras nos quedan de los siglos, palabras en idiomas muertos» (102). Además, desde la perspectiva de los hechos referidos y de la narración fíccional de dichos hechos, la relación con el testimonio es anacrónica y representa una imposibilidad narrativa; considerada, sin embargo, desde el presente de la escritura, es decir, desde el horizonte del novelista, es una posibilidad que expresa la búsqueda de nuevas maneras de contar la historia de las víctimas y los vencidos.

Edificada sobre este entre-lugar genérico, la novela de Aridjis da voz a la memoria de un pueblo condenado a muerte y expulsión por una razón histórica y por una memoria oficial que se constituyó como justificación de esta razón y como la consiguiente organización del olvido, no sólo de las víctimas, sino también de la injusticia y del crimen. Así lo ve y dice Isabel de la Vega:

«Los culpables de este edicto quedarán en la historia de los hombres y serán honrados y festejados en memoriales, crónicas, anales y leyendas, pero la injusticia seguirá siendo injusticia y el crimen seguirá siendo crimen, así se escriban las palabras de gloria en el oro y el mármol».


(291)                


Escrita en el papel, la memoria vivida que rescata el relato de Juan Cabezón desfamiliariza «las palabras de gloria» de la memoria oficial. La fusión de horizontes históricos o el duelo entre las memorias construido en las páginas de la novela abre la posibilidad de un duelo por las víctimas sin el que ningún futuro es posible.





 
Indice