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La paz de los vencidos. Capítulo primero

Jorge Eduardo Benavides





5 de octubre

El esfuerzo de una mudanza. La engañosa simplicidad de mi mudanza. Acabo de terminar -creo- de meter mis cosas en este departamentito pequeño y algo oscuro, de suelos negros y espejeantes, de ventanas que se abren hacia el interior de un patio donde, de piso en piso, se tienden cordeles para la ropa. Acabo de terminar y estoy boqueando, con la lengua afuera, sentado sobre una caja grande y llena de libros, en medio de un desorden algo geométrico y de cartón, pañuelo en mano. Cuando estaba en la otra casa vivía con la ingenua, alegre certidumbre de poseer pocas cosas, apenas lo imprescindible. La mudanza anterior -de Santa Cruz a La Laguna- apenas me requirió una tarde y todas mis pertenencias cupieron en el inutilitario de Enzo sin mayores complicaciones. En estos últimos dos años no recuerdo haber adquirido muchas cosas, salvo algunos libros, el televisor, la licuadora y unas cacerolas. Seguí pensándolo así cuando me resigné a esta mudanza porque el otro piso ya me salía muy caro, de manera que no le di importancia. Empecé a sospechar que tal vez estaba equivocado el sábado por la mañana, después de desayunar, con las primeras cajas donde fui metiendo ropa, toallas, sábanas, libros, la colección de elepés de jazz, más libros. Cuando me dieron las cinco de la tarde ya había sido ganado por una espantosa sensación de hundimiento y zozobra porque no terminaba de desmontar el anaquel de los libros, una de esas malditas estanterías que vienen con su llavecita como un bastoncillo de base octogonal, y que se predican de una facilidad increíble. Nunca en mi vida he puteado tanto. El domingo todavía estaba clasificando libros, exhausto, sucio, en medio de un desbarajuste monumental, buscando una caja adecuada para el televisor, embalando la plancha y la licuadora y los diccionarios, (¡maldita sea con los diccionarios!) pujando con una maleta de dimensiones absurdas para tantos cachivaches recopilados durante los últimos años, convencido de lo absolutamente equivocado que estaba al situar mi vida dentro de los parcos límites de un casi ascetismo urbano. ¿Cuántos peldaños habré subido y bajado, transportando cajas y más cajas, paquetes y más paquetes, de mi vieja casa al auto, del auto a este piso? Supongo que los suficientes como para pensar que si el infierno existe se debe acceder a él a través de escaleras. Algo así como una Nueva York donde no se conozcan los ascensores. Y pensar que vine de Lima con algo de ropa y cuatro libros cuatro. Y unas pipas. Recién hoy, sentado en medio de este caos desesperanzador de cacharros cuya finalidad es, cuando menos irrisoria, de libros y discos, de televisores y raquetas, calcetines y cacerolas, caigo en cuenta de que, efectivamente, la libertad consiste en la no posesión de objetos. Y ahora, a desempacar y ordenar todo. ¿Qué demonios hago con esta libretita cojuda en la mano, mientras me queda tanto por hacer? La vida es una barca. Calderón de la mierda.



Un poco más tarde

Sí, pero en la otra casa también has dejado los recuerdos, las imágenes mejores, el nombre de Carolina en una carta y dos dibujitos que ella te entregó hace tanto ya. Has dejado las ganas de hacer cosas, abandonada en un rincón como cualquier trapo sucio, y eso siempre es un alivio.



7 de octubre

Lo bueno de este trabajo es que tengo, por lo general, una eternidad de tiempo libre. Lo malo en cambio es que tengo, por lo general, una eternidad de tiempo libre. Hoy ha sido mi primer día en el salón recreativo y el patrón, que tiene unos bigotazos negros de corsario y una panza prominente y feliz, me ha explicado con palabras cortas y severas cuáles son mis obligaciones (miles) y mis derechos (pocos). En el primer apartado se inscribe el aseo del salón durante mi turno, entregar el cambio a los clientes, vigilar que no haya robos e incentivar (sic) a los clientes para que inviertan todo su dinero en las maquinitas y las tragaperras. En el segundo ítem no hay que contar con días festivos, ni sábados ni domingos, pues sólo hay uno libre a la semana y quince de vacaciones anuales. No se me permite llevar material de lectura ni usar walkmans, gruñó mi jefe mirando el librito que yo traía en la mano, encontrarme leyendo en horas de trabajo acarrearía el despido inmediato. Otra cosa, ha dicho de pronto, clavándome sus ojos terribles de turco: si al hacer el arqueo al final del día falta dinero, se me descuenta del sueldo, que es un poco más del básico. «Entendido, ni libros ni música en horas de trabajo», dije con jovialidad, pero él siguió mirándome con su expresión de corsario otomano, como si su objetivo máximo en la vida sea hacerme comprender que yo sólo soy un pelele y él poco menos que la mamá de Tarzán. Mira que hay gente desinformada, carajo, pensé una vez que se hubo ido, este buen hombre seguro ni se ha enterado de que la esclavitud se abolió hace mucho tiempo.

No hubo jaleo, hoy, apenas tres mujeres en las tragaperras y unos cuantos chicos en las maquinitas. Pero bueno, mañana me toca el horario completo en el salón de la Rambla Pulido y ya veremos si resulta tan movidito como me han dicho. Esa es otra: como soy corre turnos, realmente nunca tendré el mismo horario ni podré delimitar ese estricto territorio laboral que nos ancla en la rutina, como ocurre en cualquier otro trabajo. Ni siquiera compañeros de chamba. Parece que el desarraigo es lo mío.



13 de octubre

Buen vecindario, no hay de qué quejarse. Ojalá no me equivoque, pero lo pensé nada más llegar y una vez concluidas las correspondientes averiguaciones, esos cambios de pareceres que uno efectúa consigo mismo de vez en cuando, como si en realidad quisiera verificar aquellas minucias ante las que, inexplicablemente, nos advertimos sin respuestas: si habrá mucha gente en el edificio, si llegará el ruido del tráfico, dónde estará el locoplaya de turno que pone salsa como para que se enteren en las cumbres de Anaga de la perfecta calidad de su equipo de sonido, quién será el desgraciado que inunda los pasillos con el olor de los guisos... esas cosas. Mis vecinos contiguos, esos que de ahora en más comparten una pared conmigo (la del pasillo; la de mi habitación colinda con otro edificio) son de mediana edad, de rostros medianos y mediano aspecto. Hacen un mínimo bullicio, casi como si en realidad lo único que pretendiesen es dejar constancia -la imprescindible- de su existencia y nada más. Es una bullita frágil y bien intencionada, algo compuesto por ruidos de cacerolas y alguna que otra puerta, cuatro o cinco canciones en el volumen adecuado y voces que se llaman amable, confiadamente. A ella la he visto apenas un par de veces, a él en cambio me lo encuentro cada mañana. Tiene un rostro tan absolutamente neutro que es de campeonato, y sin embargo algo se filtra con alevosía en su sonrisa correcta, algo que es como una amabilidad bien amaestrada, como si las veces que hemos tropezado en el pasillo hubiera querido decirme «soy un buen vecino pero prefiero mantener las distancias». «Ve tranquilo, viejo», le digo yo con mi sonrisa y nos levantamos una ceja afable, murmuramos «hasta luego» o cualquier otra cosa por el estilo y chau. A lo mejor me equivoco y resulta que el tipo es un psicópata que cualquier día acaba por coger un hacha para desmontar a su mujer como si fuera un mueble comprado en Ikea. Se le ve tan juicioso, tan en su sitio, tan equidistante de todo... en el fondo me da un poco de temor la gente así.





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