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José Antonio Ramos Sucre

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Ramos Sucre, el ideal caballeresco y la aristocracia

Por Carmen Ruiz Barrionuevo*

Cuando en el año 1926 aparece en El Nuevo Diario de Caracas el texto de José Antonio Ramos Sucre «Un sofista»1, su autor contaba ya con una obra consolidada pues había publicado Trizas de papel (1921) y Sobre las huellas de Humboldt (1923), que junto con otros textos había reunido en La torre de timón (1925), y tenía en marcha sus dos títulos posteriores, Las formas de fuego y El cielo de esmalte, que se publicarían en 1929. Esta breve nota, apasionada e incisiva, que ha despertado escaso eco entre la crítica2, destaca, a nuestro parecer, por reunir de forma condensada algunos aspectos fundamentales de la estética y las ideas del poeta venezolano. Como de inmediato se percibe, el factor desencadenante de su colaboración en El Nuevo Diario, era la obra de otro poeta, el argentino Leopoldo Lugones (1874-1938) -de gran dimensión y fama por aquellas décadas-, que se constituía así en centro y proyección de las reflexiones de Ramos Sucre.

El texto, como casi todos los del autor, destaca por su brevedad, pero sobre todo, por la notable seguridad de sus juicios, que lanzados como acerados conceptos, alcanzan el nivel más alto de la demoledora actitud crítica que se pone en marcha a fines del siglo XIX con la irrupción de la modernidad y que será continuada a lo largo de nuestro siglo XX. En él se percibe una sólida conjunción del estilo y de la idea, es decir, por un lado «Un solista» puede definirse como un comentario crítico -y como tal podría ubicarse entre los numerosos reproches que por su literatura y opiniones recibió Lugones-, pero por otro lado es un cuidadísimo texto en prosa en el que están estudiadas, no sólo la estructuración de las ideas expuestas, sino también las frases, su orden y su sintaxis. Todo en él está medido para acertar en el mismo centro del pensamiento y de la erudición del poeta modernista argentino, y en ese intento, las mismas frases adoptan la disposición de afilados dardos justicieros. -Tal vez este exceso de implacable crítica le llevaría al poeta de Cumaná a no tomarlo en consideración para sus títulos posteriores-. Sería posible por tanto, enjuiciar también este texto como un ejemplo emblemático de su trabajo literario y resaltar a través de él sus planteamientos estéticos acerca de la prosa. Pero no es esto lo que nos interesa ahora, sino la exposición de sus ideas, y más concretamente las que se refieren a un doble apartado, al político y al literario.

Resulta lógico que Ramos Sucre tuviera un especial conocimiento de la obra literaria de Leopoldo Lugones, no sólo por la novedad que supusieron desde comienzos de siglo sus libros poéticos, muy en especial el Lunario sentimental (1909), respecto a los hallazgos metafóricos de la vanguardia, sino también por su ambiciosa trayectoria y su carácter polémico como hombre que cubría un amplio espectro público. Por esta razón Lugones era un escritor ampliamente conocido, con el que Ramos Sucre podrá medir con pasión sus juicios en el plano político en la primera parte del texto, para después abordar sus estudios acerca del mundo griego. No era, desde luego, esto último un atrevimiento excesivo por parte del poeta venezolano, ya que Ramos Sucre destacaba en su época como apasionado conocedor de los clásicos y su cultura podría equipararse a la del argentino; sin embargo mantenía su proyecto literario dentro de los más estrictos márgenes de lo poético, del poema en prosa, de la prosa trabajada, con artificio de poeta, en la que no efectuaba concesiones ni a los lectores ni a moda alguna, inclasificable, personal, Ramos Sucre resulta ser uno de los más firmes representantes de la poesía y de la prosa de la década de los años veinte en el umbral mismo en que el modernismo se encauza hacia la vanguardia, originalísimo en sus búsquedas de los efectos de la prosa y del rigor de la frase.

El texto de José Antonio Ramos Sucre requiere una lectura atenta y reflexiva por parte del lector, porque cada frase, cada referencia, conecta con una idea o juicio valorativo. El título de «Un sofista» muestra bien a las claras que la irritación lo colmaba, y pretende marcar su intencionalidad desde el comienzo: es sabido que en la Grecia antigua se llamaba de este modo a todo individuo que se dedicaba a la filosofía, pero que desde los tiempos de Sócrates, adquirió una significación despectiva. Por tanto el título de «Un sofista» prevenía al lector, condensaba y declaraba la intención del poeta al incluir al escritor enjuiciado en la categoría menos noble de los intelectuales carentes de rigor. A partir de aquí el texto se estructura en las dos partes ya señaladas que analizan sintéticamente las dos facetas que en esos años más le indignaban del argentino, su ideología política, y sus pretensiones eruditas y literarias, aunque el punto de partida desencadenante está expresado por una inculpación generalizadora, casi lapidaria, que se adivina henchida de furor apenas contenido: El señor Leopoldo Lugones sigue molestando con su erudición de revista y de manual, frase que pretende descalificar la faceta más promocionada del argentino: su carácter de erudito polifacético, su exhibición del saber, su sentenciosidad excesiva, que son recibidos por un público presto al aplauso admirativo, y que además se destaca con una periódica publicidad en los medios escritos. Del mismo modo, el texto, y siguiendo el particular estilo del poeta venezolano, estará constituido por concentradas y en ocasiones oscuras frases, casi lapidarias, que delinean e intentan atrapar, a la vez que desmoronar -en este caso para el lector venezolano-, la enorme fama que había alcanzado el escritor cordobés. La conclusión puede adelantarse: que el poeta argentino no era más que un maligno tergiversador en el plano político, porque sus ideas carecían de solidez, y que además tal situación podía contemplarse de la misma manera en el ámbito erudito y literario.

Hay que notar que este texto crítico de Ramos Sucre va creciendo paso a paso mediante frases alusivas que, aunque se muestren algo crípticas, debían resultar transparentes para el lector de la época: Enuncia últimamente sus ideas políticas, adoptando la arrogancia de quien publica vaticinios, valoración que con claridad hace referencia al episodio más decisivo del argentino: su radical cambio de adscripción política que se había acentuado con crudeza tres años antes, hacia 19233. El 6 de julio de este mismo año Leopoldo Lugones inicia una serie de conferencias patrocinadas por la Liga Patriótica Argentina y el Círculo Tradición Argentina, la primera de las cuales lleva el título de «Ante la doble amenaza», en la cual, bajo el pretexto del amor a la patria, exaltaba el militarismo y proclamaba su xenofobia al contemplar la invasión del país por una masa extranjera disconforme y hostil, que sirve en gran parte de elemento al electoralismo desenfrenado, y ante la cual propone ejercer una postura de fuerza, para añadir:

Nadie se alarme por esto ni vaya a creer que de cerca o de lejos tenga yo intención política. El pueblo, como entidad electoral, no me interesa lo más mínimo. Nunca le he pedido nada, nunca se lo he de pedir, y soy un incrédulo de la soberanía mayoritaria demasiado conocido para que pueda despertar sospecha alguna. (Y porque) me causa repulsivo frío la clientela de la urna y del comité4.

Tal actitud antidemocrática, que derivó en persistentes elogios a Mussolini5 y en ataques a la religión cristiana -que el argentino equiparaba en su negatividad al socialismo-, dio motivo a campañas de protesta de escritores y ciudadanos, como la iniciada por su compatriota Manuel Gálvez en carta dirigida al director de La Nación; pero el escritor, lejos de rectificar, aceptó en noviembre de 1924 la invitación del presidente del Perú, Leguía, para asistir a la celebración del Centenario de Ayacucho; allí lanzó el célebre discurso que provocó, dada su fama, una interpelación en el Congreso de su país:

Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada. Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque esa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo6.

Parece lógico que Ramos Sucre haya leído durante estos años, en periódicos venezolanos, no sólo la repercusión de sus polémicas declaraciones, sino artículos de su pluma y en especial el texto de su discurso de Ayacucho, frases que por su radicalismo, su ardiente militarismo, y su carácter de «vaticinio» generalizador le hayan hecho estremecer. A ello se une desde luego, algo que va a comentar en la segunda parte de su trabajo, y que incrementó su indignación de minucioso conocedor del mundo griego: la arrogante seguridad que Lugones evidenciaba en sus Estudios Helénicos, aparecidos por separado a partir de 1923 y en edición conjunta en el año siguiente, en 1924, en cuyas páginas se atrevía no sólo a traducir con alguna eficacia, resaltada en la época7, los textos de la Ilíada y la Odisea, sino también a dar como sentadas teorías que contradecían los análisis de algunos eminentes especialistas.

Lo cierto es que Ramos Sucre ataca en primer lugar el pensamiento político de Lugones acusándole de simple transmisor de ideas, de somero imitador de Nietzsche: Se limita a reproducir los delirios impertinentes y anticuados de Nietzsche, sentencia el venezolano. En efecto, la presencia del filósofo alemán en el pensamiento de Lugones fue pronto percibida incluso por sus contemporáneos8, y la crítica admite hoy que, a pesar de ciertas alusiones discordantes con las ideas nietzscheanas, a partir de la Primera Guerra Mundial, Lugones fue asentando en sus textos la teoría del «aristocratismo» y la realización del «superhombre», ideas que confluían con semejante pasión por la antigüedad griega, lo que lo habría llevado a criticar las virtudes cristianas de la humildad, la pobreza y el perdón. Pero el mayor acercamiento por parte de Lugones al filósofo alemán se produce en la década de los años 20. Si como parece en efecto, José Antonio Ramos Sucre leyó El discurso de Ayacucho, su opinión no difiere mucho de la explicitada por Udo Rukser en época más reciente en su obra titulada Nietsche en der Hispania (1962)9, donde afirma que tal discurso está saturado de Nietzsche. En él Lugones apunta a la necesidad de la espada como arma de combate, porque El sistema constitucional del siglo XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia [...] Sólo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida superior que es belleza, esperanza y fuerza10. Pero estos conceptos lugonianos aparecían más explícitos en otro libro que pudo leer Ramos Sucre: La organización de la paz de 1925, donde las ideas centrales gravitan en torno a la esencia del hombre, de la democracia y de la religión; y el ser humano se entiende como una especie zoológica cuya inteligencia aparece ajena a la moral, pues su fundamento reside en la biología y el darwinismo. Por lo que en consecuencia, y siguiendo las ideas nietzscheanas, la religión y la democracia son excrecencias inventadas para la defensa del más débil. Dice Lugones:

Como los débiles son cuantitativamente más que los fuertes, la ventaja práctica favorecería a aquellos, satisfaciendo, así la paradójica piedad que persigue el triunfo de los más ineptos para la vida. Pues no en vano resulta la democracia, a despecho de toda buena intención, el gobierno de los incompetentes11.

Estas convicciones se derivaban hacia otra consecuencia grave: el rechazo de la compasión, también excluida por el pensamiento nietzscheano. No es extraño que ésta y las citadas ideas colmen de indignación los comentarios de Ramos Sucre y acabe acusando a Lugones de desconocer la democracia cuyo fin es suprimir la desigualdad artificial y alcanzar la aristocracia individual, como término de la competencia llana y franca. Y en alianza con estas concepciones también pone en evidencia su trasnochado biologismo mecanicista al acercarlo a las envejecidas tesis de Spencer -porque Lugones entiende la vida como un mero mecanismo-, así como también se aproximaría a Darwin al aceptar la teoría de la prevalencia del más fuerte. Para Ramos Sucre además resultan fundamentales dentro de la sociedad los valores de la compasión, o como él dice usando la palabra en su raíz griega: la «simpatía». Por eso destaca que Lugones olvida que la noción primitiva de la justicia nace de la simpatía. Es decir de la compasión o compadecimiento, de ahí que: Nos sentimos amenazados al presenciar el agravio inferido a nuestro hermano. Conceptos en todos los cuales, aparte del ferviente idealismo ramosucreano, se puede captar el sentido cristiano de la vida que la teoría lugoniana había acabado por eliminar totalmente en los últimos años.

Pero, por si esta acumulación de razones resultara insuficiente, el venezolano se vale también de las imágenes de la historia a modo de comparaciones y por ello concita en su texto a personajes autoritarios o déspotas de épocas remotas. Y si, por un lado, le reprocha a Lugones su falta de personalidad al dejarse influir por las teorías de Nietzsche, por otro compara sus ideas de la democracia con las de un patricio de la antigüedad grecorromana, aduciendo en este caso la figura de Theognis, el feroz oligarca de Megara y la tesis autoritaria de Guizot, el odioso liberto, desagradecido con la Revolución Francesa. Ni que decir tiene que la sola emisión de estos nombres traía para el lector -o quizá sólo para quien estuviera a la altura del propio Ramos Sucre- las comparaciones más ilustrativas de la detestable personalidad política del escritor argentino. Todas ellas presentan una deliberada intencionalidad delimitadora de su autoritarismo aristocrático, visible en los ejemplos representativos de los personajes citados.

Una de las figuras recordadas es Theognis, escritor griego del siglo VI antes de Cristo, al que se le atribuyen unos mil cuatrocientos versos elegíacos de carácter moralista12, cuyos preceptos fueron muy celebrados en la antigüedad por filósofos como Platón y Aristóteles; pero lo que importa en este caso respecto a nuestro texto es la singular personalidad del escritor griego aludido para poder captar en toda su extensión la frase de Ramos Sucre. A través de los escritos que han llegado hasta nosotros, Theognis se nos muestra bajo la personalidad de un orgulloso aristócrata desconfiado y vengativo al prevenir a su discípulo Cirnos contra los «malvados» -término que en su intención significa simplemente «plebeyo»-, a los que cree culpables de su pobreza y su destierro, ya que, fruto de las convulsiones de la época, habían ascendido en la jerarquía social, con gran detrimento -a su parecer- de la educación y de la moral ciudadana. De ahí las denostaciones y los consejos, frecuentes en sus versos, y esa actitud que lo lleva a proclamar el rechazo y la desconfianza hacia todo plebeyo13. A esta actitud se añade un dato más, que puede ser simplemente fortuito, y es que la obra conocida y atribuida a Theognis fue objeto de un importante estudio filológico y crítico por parte de Friedrich Nietzsche en 186714, donde el filósofo alemán aprecia cuánto tiene la obra del autor griego de catecismo moral al mostrar a la par que sus calculadores consejos, el duro ensañamiento contra sus conciudadanos, con los que Theognis había compartido las alegrías, pero que con motivo de su destierro, se convierten entonces en objeto de su rencor15.

El mismo funcionamiento cabe atribuir a otra referencia histórica, la alusión a la persona de François Guizot (1787-1874), político y escritor francés que contribuyó eficazmente al advenimiento de la monarquía burguesa de Luis Felipe en 1830, y que durante su reinado defendió la política del conservadurismo y del autoritarismo oponiéndose a toda evolución hacia la democracia. Guizot fue además enemigo de cualquier reforma electoral y social y se apoyó exclusivamente en la burguesía pudiente. Como sus obras históricas gozaron de gran difusión, Ramos Sucre pudo haber leído la Historia de la civilización en Francia (1830) o bien la Historia de la civilización europea desde la caída del Imperio Romano hasta la Revolución de Francia (1828)16, donde sin disimulos el autor equipara el absolutismo de Luis XIV con la Revolución Francesa para concluir que es tanta y tan notable la parte de tiranía y error que al finalizar el siglo XVIII afeó el glorioso triunfo alcanzado por la razón humana, que es imposible disimularlo17. De nuevo pues, y con este segundo ejemplo, por eficacia comparativa, las ideas políticas de Lugones quedaban gráficamente diseñadas dentro de las concepciones del más anticuado conservadurismo. En consecuencia también percibimos el talante más abierto y democrático del poeta venezolano.

Sin embargo, la segunda parte del breve artículo de Ramos Sucre llevaba tal vez la espoleta desencadenadora de la reacción inmediata -y tal vez era el aspecto que más le interesaba-, hasta convertirse en la gota que le colmó la paciencia junto con los ya expuestos desafueros ideológicos. Nuevamente las frases nos resultan algo crípticas en una primera aproximación, pero en una reflexión más detenida se advierte que Ramos Sucre hace referencia a una lectura que habría realizado de los ya citados Estudios Helénicos18, muy especialmente una de sus conferencias, la titulada «Un paladín de la Ilíada», donde Lugones sintetiza sus ideas fundamentales acerca de la caballería medieval y señala como procedencia y paradigma del caballero cristiano al Diomedes de la Ilíada. El párrafo aludido merece recordarse porque Ramos Sucre vuelve a destacar por su concentrado laconismo tan sumamente personal y eficaz:

Las ideas políticas del señor Lugones sólo pueden medirse con sus opiniones de escrutador de Homero. Afirma que la caballería andante es la imitación de los héroes del ciclo troyano y, partiendo de tal premisa, no vacila en rectificar temerariamente al humanista Alfredo Croisset, a propósito de Diomedes.

Laconismo que no impide percibir que en él se encuentran las ideas que más inquietaron al venezolano, cuya veneración por la simbología del héroe caballeresco resulta conocida19. Para su desesperación, Lugones defendía la conexión entre el caballero medieval y los héroes de los poemas homéricos con el evidente interés de rechazar a la religión cristiana, a la que consideraba -como explica en el mismo texto- infección del alma grecolatina cuya salud consiste en el recobro de la norma pagana20, y en apoyo de sus ideas no vacilaba en exponer sus interpretaciones acerca del poema homérico enfrentándose -como bien hace notar Ramos Sucre-, a las teorías expuestas por el destacado helenista francés Maurice Croisset, según las cuales el canto XI de la Ilíada era el modelo del canto V referido a Diomedes. En efecto, Lugones cita expresamente, para rebatir esta tesis y exponer la suya, la página 127 del tomo I de la Histoire de la Litterature Grecque de Maurice Croisset21, donde se encuentra el siguiente texto:

Il faut admettre que le chant des Exploits de Dioméde a éte composé lorsque les premiéres places dans l'action étaient deja prises. En le comparant au livre XI (Exploits d'Agamemnon), on trouve la confirmation de cette hypothèse. Le livre XI est le modèle; l'autre est une sorte de variation admirable, qui est certainement d'une date postérieure22.

En cambio, para Ramos Sucre el caballero medieval no podía entenderse sin los componentes del idealismo y de las creencias de la religión cristiana, en cuya conformación tenía gran parte la devoción a la Virgen María. Ante la mirada del lector, Lugones rebajaba esta devoción hacia el ámbito de las deidades femeninas paganas para entenderla relacionada con la veneración de Palas Atenea clásica. En este contexto debe entenderse el comienzo del último párrafo del texto de «Un sofista»: Se encarniza puerilmente con el cristianismo, y lo apellida barbarie nazareno, usurpando el célebre adjetivo de Enrique Heine, frase que refleja la culminación indignadísima del poeta de Cumaná. Pero aún más, el reproche de Ramos Sucre entrañaba una doble perspectiva, por una parte le repugnaba el hecho de que el poeta argentino rechazara a la religión cristiana como uno de los fundamentos de la cultura occidental, y por otra le desesperaba su falta de originalidad literaria al elegir el adjetivo «nazarena» para calificar la esencia misma del cristianismo entendido como «barbarie» frente al «civilizado» mundo helénico. En efecto, Ramos Sucre tenía razón al apuntar la falta de originalidad de lugones, Enrique Heine usó el adjetivo «nazareno» en su libro De Alemania (1855), que hubo ser motivo de lectura de ambos escritores. Revisando el «Avant-propos» de este titulo se lee: Mais ce n'est pas le dieu (dieu-argent) qu'adore l'auteur de ces lignes, je lui préfère mème ce pauvre Dieu nazaréen que n'avait pas le sou, et qui était le Dieu des gueux et des souffrants23. Por tanto, al carácter despreciativo de la religión cristiana manifestado en el ensayo, y resumido en el calificativo expresado, se sumaba el que Lugones desvirtuaba el culto a la mujer simbolizado en la Virgen, afirmando que También en su característica devoción a la virgen, fueron imitadores del homérico los paladines cristianos (porque) el Partenón, glorificaba de igual modo la virginidad: partheneia, dieciocho siglos antes que las catedrales góticas a la Virgen de los cristianos. Y concluía que La barbarie nazarena no logró subsistir sino mediante la imitación de aquellos "Edemonios" paganos...24. Ya en un texto precedente, La aristocracia de los humanistas -incluido en Trizas de papel-, Ramos Sucre había defendido, apuntalando su concepción caballeresca, que La Edad Media contribuye con la parte más principal al brote del Renacimiento. Aporta el entoro caballeresco, el menosprecio casi feroz hacia el villano, sentimientos más benéficos para el culto del arte que todo el primor de la erudición grecolatina (p. 37). Es decir, que para Ramos Sucre el ideal caballeresco estaba unido a un aristocratismo selectivo, a un refinamiento del alma, que entrañaba una especial dedicación artística. Ya Ángel Rama hizo notar que esta apreciación aristocratizante -que no excluía un especial sentido de la democracia recogía el pensamiento abierto por el Ariel (1900) de José E. Rodó considerado como punto de partida de la amplia corriente idealista que nace en el fin de siglo25. En todo caso tales afirmaciones nos evidencian que esos motivos eran para Ramos Sucre, soporte de reflexión, y que las opiniones negativas de Lugones podían considerarse a sus ojos como una verdadera agresión; por eso el poeta de Cumaná sentencia convencido: Desestima que el ideal caballeresco se sustenta con la devoción a la Madre de Jesús, profesada de manera unánime por los paladines sobrehumanos. Y tal juicio se sentencia con las dos frases de cierre: La Edad Media ignoraba perfectamente a Homero. El mismo Dante era ajeno del habla y de la civilización de los helenos, y los conocía a través de Virgilio. Y en esto volvía a tener razón el venezolano: es algo admitido por la crítica la ausencia de un conocimiento claro por parte de Dante del mundo griego, ni siquiera de los límites políticos del mundo helénico; lo que se deduce de las escasas veces que cita a Grecia y a la lengua griega, ocasiones de las cuales tampoco se deduce una clara percepción ni de su historia ni de su lengua26. Pero lo que le importaba sobre todo a Ramos Sucre era la defensa del ideal sometido por la representación de la caballería medieval que, encarnado en la figura del héroe caballeresco, se había constituido ya en uno de los personajes simbólicos de su obra literaria; sobre este diseño, que recogía aportaciones de épocas varias, gravitaba una ética, un comportamiento regido por una tradición que llegaba al poeta venezolano desde los espacios del Medievo y del Renacimiento.

Porque dentro de la inmensa reescritura que supone su obra, la figura del paladín caballeresco concita la supervivencia de un símbolo adaptable en su trascendencia a los distintos períodos históricos, y que Ramos Sucre se apropia para explicar no sólo su poética sino para presentar el paradigma idealizado de los seres humanos. Es evidente que esa figura del caballero irá encarnando en los sucesivos textos hasta confluir con el empleo obsesivo de la primera persona en su escritura, títulos como La presencia del náufrago (p. 83); El aventurero (p. 101); La vida del maldito (p. 103) o El cruzado (p. 108) todos incluidos en La torre de timón, son ejemplos evidentes, en los años previos a la publicación de «Un sofista», del desarrollo y perfeccionamiento del símbolo del caballero mediante la utilización de un sujeto poético que adopta la equivalencia de una autobiografía ficticia. Y en una progresiva actuación sobre la misma figura simbólica, varios años más tarde, en un poema incluido en El cielo de esmalte, y titulado «La reforma», se diseña con una perspectiva más completa esa figura del caballero que mantiene íntegro su alto ideal femenino: El caballero Sirve celosamente a María, la madre de Jesús, y dirige, de ese modo, sus actos al contento y a la satisfacción de una dama perfecta, ateniéndose al único principio, libre de censura, de la urbanidad de Italia, desenvuelto una y otra vez en el libro de Baltasar de Castiglione (p. 180)27; ello nos hace comprobar a lo largo de su obra el cumplimiento de la sincrética incorporación de las cualidades del caballero renacentista en orden al constante perfeccionamiento de sus medios expresivos.

En efecto, de origen medieval, el héroe caballeresco asume en Ramos Sucre los dones de perfección que proporciona la cultura renacentista y algunos de sus rasgos se trasponen como elementos constitutivos fundamentales de sus poemas, son los casos del caballero innominado de «Las ruinas» (p. 271), que lee unas páginas del Amadís -en el poema inicial de Las formas del fuego o «El monólogo» (p. 201) y «La cábala» (p. 151) incluidos en El cielo de esmalte-, ambos de clara evocación cervantina28, pero hay que recordar que el símbolo del caballero ostenta otra adherencia significativa ligada a una inquietud histórica, el tema del heroísmo, próximo a esos valores recobrados en su época, con ocasión del centenario de la independencia, y muy perceptible en su primera compilación, Trizas de papel. Semejante concepción heroica aparece presente en varios de los textos de este primer libro comenzando por el título que lo inicia, «Palabras escritas en 1962, para honrar el retrato del general Ezequiel Zamora, en la Escuela Zamora de Caracas»29, que luego pasará en 1925 a La torre de timón con el título de Plática profana (pp. 4-7); en este texto el motivo que desde el comienzo se ensalza es el heroísmo como concepto abstracto y general, porque ninguna excelencia del espíritu arrastra, como el heroísmo, séquito tan numeroso de virtudes y nada es tan digno de la admiración entusiasta y generosa de los niños, pero de inmediato se justifica además que el recuerdo de esa excelencia heroica entraña una innegable superioridad a los seres humanos y arrastra a los pueblos en momentos de prueba como un consejo de virilidad, y los alumbra y los guía como estrella. Si bien ya Ángel Rama ha señalado que este fervor heroico es una característica de la época gomecista30, no puede olvidarse que en el siglo precedente ese prototipo del héroe había sido alumbrado por una obra de ferviente y generalizada lectura desde su difusión en forma de conferencias en 1840. Los héroes de Thomas Carlyle (1795-1881), y a cuyo autor Ramos Sucre alude en un texto recogido en Trizas de papel, «Sturm und Drang» (p. 41), demostrando de este modo que el autor escocés también fue tema de lectura y reflexión.

Thomas Carlyle conforma un paradigma de héroe que procede de un análisis de variadas épocas y de ámbitos diferentes -el «héroe divinidad», el «héroe profeta», el «héroe poeta», el «héroe sacerdote», el «héroe literato», el «héroe rey»-, en cuyos ejemplos «heroicos» descansan sus grandes fuerzas espirituales y morales; justamente esta excelencia les impulsaría a esos héroes elegidos, en cada caso, a constituirse en sus diferentes contextos, en luz y guía de los demás hombres, atraídos por su admiración y reconocimiento; el héroe además persigue la verdad y la virtud, y por tanto es necesariamente un creyente; un creyente cuya valentía informa la fe de sus ideas, y ello le comunica una fuerza sobrehumana. Estos mismos conceptos, producidos al amparo del momento, aparecen en el texto citado de Ramos Sucre, Plática profana, y sobre todo en él se proclama y se defiende una especie de culto al héroe que tiene su raíz en las palabras de Carlyle:

Aunque todas las tradiciones, ordenaciones, creencias, sociedades que los hombres hayan podido jamás instituir se hundiesen, el Culto a los héroes permanecería. La certeza de que los Héroes nos son enviados; nuestra capacidad, nuestra necesidad de venerarlos cuando se nos envían: es una convicción que brilla como estrella polar por entre nubes de humo, nubes de polvo, y en medio de toda suerte de ruina y conflagración31.

El modelo así concebido se nos muestra entonces, no sólo en Plática profana, sino en otros títulos de esta primera compilación, «Tiempos heroicos» (pp. 12-13), «Epicedio» (pp. 17-18), «Laude» (pp. 25-26), al calor sobre todo del recuerdo de los héroes hispanoamericanos de la Independencia, cuyas hazañas encuentran parangón en la herencia recibida de los ideales caballerescos de la España del Renacimiento: En el último siglo nuestra virilidad exuberante se ha mostrado en la proeza y en el canto, como la de nuestra Madre Patria en el siglo diez y seis (p. 5), dice en Plática profana, para insistir en «Laude»32 en una parecida idea al enunciar que Venezuela debe lo principal y más duradero de su crédito a la valentía de aquellos militares que con el siglo diez y nueve surgieron apasionados e indóciles, herederos en su estirpe del confiado arrojo que hizo del abuelo español la consternación y la pesadilla del mundo (p. 25). De este modo la figura simbólica del héroe caballeresco recorre las épocas admitiendo nuevas adherencias, pues su paradigma se adapta a las circunstancias del momento para ajustarla por medio de comparaciones, como las que enaltecen, por ejemplo, los ideales de los coetáneos de Bolívar: En ellos se cumplía el concepto del heroísmo, cuya pauta nos dejó Homero, porque jóvenes e infortunados eran a aquella hora los paladines como el protagonista de la Ilíada («Tiempos heroicos»33, p. 12). Y es que el símbolo estuvo configurado muy pronto, y en sus notas constitutivas acogía las dimensiones del caballero medieval y del renacentista con los componentes del destino de lo heroico; por eso en «Epicedio» valora que el capitán Lucena Borges haya tenido la fortuna de haber cumplido antes de los treinta años aquel voto romano de su adolescencia, el de consagrar su vida a grandes hechos (p. 18). Esos grandes hechos que en el caballero están unidos a la ejecución de la guerra -pues el destino del héroe y del caballero es la lucha-, aparecen plasmados, siguiendo también una idea difundida en la época, en la defensa del enfrentamiento bélico: la guerra es plantel de virtudes y gimnasio de caracteres. Descubre y remunera el valor, que es un caso de ta abnegación (p. 21). Tal aproximación traerá como consecuencia la afirmación de que el ejército (es) una orden hidalga y abstinente porque en su seno se defienden los más altos ideales, así como el campo de batalla reproduciría el palenque de los caballeros en el urgente peligro (p. 21), aspectos todos considerados en el texto titulado «En la muerte de un héroe».

Como observamos, pertenecer a esa clase de los héroes, o de los caballeros, implica una serie de altísimos valores que a su vez clasifican a su poseedor dentro de una casta egregia (p. 21), de un aristocratismo del espíritu que facilita también la relación con la pluma. «Elogio de la soledad» (pp. 19-20) reclama esta necesidad: Siempre será necesario que los cultores de la belleza y del bien, los consagrados por la desdicha se acojan al mudo asilo de la soledad, único refugio acaso de los que parecen de otra época, desconcertados con el progreso. Pero ya en este texto el sujeto poético define el destino actualizado de la figura simbólica y del ideal del caballero: No rehuyo mi deber de centinela de cuanto es débil y es bello, retirandome a la celda de estudio; yo soy el amigo de los paladines que buscaron vanamente la muerte en el riesgo de la última batalla larga y desgraciada. Afirmaciones como ésta parecen sugerir un paradigma ambicionado, el del caballero renacentista que empuña, según los casos, el libro y la espada, pero de igual modo le está próximo el concepto de lo heroico que Ramos Sucre acerca a la figura del caballero escritor, tal y como hace Carlyle en su disertación sobre la figura del héroe poeta:

El Poeta que no puede hacer otra cosa sino sentarse en una silla, componiendo estrofas, jamás escribirá una estrofa que valga mucho. No podría cantar al guerrero Heroico si él no pudiese también ser, por lo menos, un Heroico guerrero. Porque yo pienso que en él también se contienen un Político, un Pensador, un Legislador, un Filósofo; en mayor o menor grado, él también hubiera podido ser todas estas cosas34.

Si Carlyle elige a Dante y a Shakespeare como modelos sumos de ese poeta héroe, Ramos Sucre encarna ese ideal imbricándolo en la misma figura del caballero, pero en él, dentro del espacio renacentista, poeta y héroe comparten la misma suerte, así se explicita en Plática profana, donde se califica al último como inexpugnable baluarte de la cultura y se asegura que ambos habrán de desaparecer en la civilización del porvenir al enfrentarse a la quimera del progreso (p. 5) representada por la civilización norteamericana. Dentro de ese arielismo que tanto arraigó en los países de América Latina desde 1900, no hay que descartar tampoco que el ideal caballeresco que propone Ramos Sucre, encarnara un objetivo derrotado de antemano por un adversario que resulta ser el mundo de los valores burgueses en el que también se movieron los escritores finiseculares. Bien ha observado Cristian Álvarez que Derrotado eternamente por la realidad histórica, el caballero batalla por la fe, el amor, la justicia, valores ideales e irrealizables35, de lo que se desprende también su singularidad y su soledad.

Por todo esto podemos advertir con claridad la importancia de las afirmaciones que Ramos Sucre desarrolla en «Un sofista» en torno a aspectos políticos y literarios, pero muy en especial en torno al tema del héroe caballeresco; se trata de una concepción de un ideal que, firmemente enraizada en esa antigua tradición de Occidente, supera la asociación concreta del héroe decimonónico para vincularlo al más general paradigma del Renacimiento. Algunos de los textos que hemos recordado demuestran que en 1926, al publicar este texto crítico contra Lugones, Ramos Sucre ya había diseñado esa figura simbólica cuya pauta aparece por ejemplo en el poema titulado «Siglo de Oro» (p. 96), perteneciente también a La torre de timón, en el que un caballero, emblemático de la época, se retira a su morada para dedicarse a la meditación y la escritura. Textos como los citados nos demuestran la enorme trascendencia que la figura del caballero encarna como símbolo emblemático de su pensamiento.

* Texto extraído de «Ramos Sucre, el ideal caballeresco y la aristocracia», Trizas de Papel, Revista del Centro de Actividades Literarias José Antonio Ramos Sucre, Cumaná, año 11, 1998, n.º 11, pp. 13-21.

1. Apareció el 27 de enero de 1926 y fue incluido en la recopilación realizada por Rafael Ángel Insausti, Los aires del presagio, Caracas, Monte Ávila, 1960. Recogido en José Antonio Ramos Sucre, Obra completa, prólogo de José Ramón Medina, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980, pp. 421-422. Las referencias a los textos de Ramos Sucre, siempre que no se indique lo contrario, se harán por esta edición, entre paréntesis en el texto.

2. Destacamos las breves referencias de Ángel Rama en «El universo simbólico de José Antonio Ramos Sucre», en La crítica de la cultura en América Latina, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, p. 184; y la de Cristian Álvarez, Ramos Sucre y la Edad Media, Caracas, Monte Ávila, 1990, p. 76.

3. Para el desarrollo de los acontecimientos de estos años en la biografía de Lugones, véase Julio Irazausta, Genio y figura de Leopoldo Lugones, Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1968, p. 95 y 55.

4. Leopoldo Lugones, «Ante la doble amenaza», en El payador y antología de poesía y prosa, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979, p. 296. Se incluyó en su libro Acción (1923).

5. Óscar Caeiro en su artículo «Lugones y Nietzsche» (Revista Criterio, 10-IV-1975, p. 239) apunta que en la biblioteca del poeta se encontró un folleto de Mussolini, I discorsi della rivoluzioni (1923), lo que llevaría a pensar en una influencia directa de su pensamiento, aduciendo además que éste se inspiró en muchas ideas de Nietzsche.

6. Leopoldo Lugones, «El discurso de Ayacucho», en El payador y antología de poesía y prosa, op. cit., p. 305. Lo incluyó en La patria fuerte (1930).

7. En las Obras poéticas completas de Leopoldo Lugones (Madrid, Aguilar, 1979, 3.ª ed.) se incluye la carta de Luis Segalá y Estalella, famoso helenista coetáneo, que concluye diciendo que su traducción y sus estudios son lo mejor que acerca de Homero se ha publicado en lengua castellana (pp. 1309-1310).

8. Óscar Caeiro en «Lugones y Nietzsche» (Revista Criterio, loc. cit., pp. 169 y 239) ofrece el testimonio, un tanto general, pero significativo, del crítico Ramón Doll, que en 1930 destacó la paradoja de que este hombre agnóstico, antimetafísico, [y] antirreligioso hubiera inspirado su nacionalismo en ideologías o filosofías extranjeras.

9. Citado por Óscar Caeiro, loc. cit., p. 170 (U. Rukser, Nietzsche in der Hispania, Bern U, München 1962). El mismo crítico destaca también el carácter contradictorio de la presencia de Nietzsche en Lugones pp. 174-175.

10. «El discurso de Ayacucho», en El payador, op. cit. p. 306.

11. Leopoldo Lugones, La organización de la paz, Buenos Aires, La Editora Argentina, 1925, p. 60.

12. Véase Théognis d'un commentaire par Jean Carrière, Paris, Société d'Edition Les belles Lettres, Université de Paris, 1948.

13. Ne te laisse entraîner par personne à personne a devenir ami d'un méchant, ô Cyrnos: de quel profit est l'amitié d'un mauvais homme? (vv. 101-102). C'est peine perdue que d'obliger des méchants; autant vaudrait ensemencer les blances plaines de la mer (vv. 105-106). Je le savais déjà autrefois, mais a présent bien mieux encore, que rien d'aimable ne peut nous venir des méchants (vv. 853-854). Transcribimos la traducción en francés de la edición citada.

14. Friedrich Nietzche, «Zur Geschichte der Theognideischen Spruchsammlung» aparecido por primera vez en Rheinisches Museum für Philologie, n.º 22, 1867, pp. 161-200.

15. Citamos por Friedrich Nietzche, Giorgi Colli und Mazzino Montinari (eds.), Nietzsche Werke, Kritische Gesamtausgabe, Berlín, New York, Walter de Gruyter, 1982, Zweite Abteilung, Erster Band, pp. 29 y 55 especialmente.

16. Una traducción posterior del español: Historia de la civilización europea o sea curso general de historia moderna desde la caída del imperio Romano hasta la Revolución de Francia, Madrid, Est. literario-tipográfico de P. Madoz y L. Sagasti, 1846.

17. Ibid., p. 405.

18. Fruto de varias conferencias celebradas en el Odeón de Buenos Aires en 1916, los estudios aparecen publicados por separado en 1923 y 1924 con paginación corrida: Estudios Helénicos I. La funesta Helena, Buenos Aires, Editorial Babel, Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias, 1923. Estudios Helénicos II. Un día de la Ilíada, Buenos Aires, Editorial Babel, Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias, 1923. Estudios Helénicos III. La dama de la Odisea, Buenos Aires, Editorial Babel, Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias, 1924. Estudios Helénicos IV. Héctor el domador, Buenos Aires, Editorial Babel, Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias, 1924. La edición unitaria que recoge todos estos trabajos aparece en 1924.

19. Entre la bibliografía existente sobre el tema debe citarse Cristian Álvarez, Ramos Sucre y la Edad Media, op. cit., en especial las pp. 45-96.

20. Leopoldo Lugones, «Un paladín de la Ilíada», Buenos Aires, Editorial Babel, 1923, p. 71.

21. Leopoldo Lugones, «Un paladín de la Ilíada», Ibid., p. 104: Más, aquí es pertinente mencionar cierto extraño episodio [el de Diomedes] de ese poema antiquísimo, uno de los primordiales a mi ver en la formación de la Ilíada; pues contrariamente a lo que asienta Maurice de Croisset en su Histoire de la Littér[ature] Grecque, t. I, p. 127, creo yo que no fue el canto XI su modelo, sino al contrario. Basta, a mi entender, la comparación entre sus estructuras poéticas y entre el carácter mucho más primitivo de los dioses en el V.

22. Citamos por Maurice Croisset, Histoire de la Littérature Grecque, Paris, E. de Boccard Editeur, 1928, Quatrième édition, tome premier, pp. 127-128.

23. Heinrich Heine, De l'Allemagne, en Historisch-Kritische Gesamtausgabe der Werke, Band 8/1, Zur Geschichte der Religion und Philosophie in Deutschland, Hamburg Hoffmann und Campe Verlag, 1979, p. 256.

24. Leopoldo Lugones, «Un paladín de la Ilíada», op. cit., p. 85.

25. Ángel Rama, El universo simbólico de José Antonio Ramos Sucre, op. cit., p. 183.

26. Véase Grecia en Enciclopedia Dantesca, Roma, Istituto dell'Enciclopedia italiana fondata da Giovanni Trecani, 1971.

27. Cristian Álvarez estudia el tema de la relación de este ideal femenino del caballero observando los distintos tipos de mujer y llegando a la conclusión de que El amor del caballero en la obra de Ramos Sucre se convierte en un ideal cercano a la ascesis que va más allá del tierno o violento amor de hombre y mujer. Se va tornando en algo místico que adquiere un halo de lo que tal vez puede llamarse "sacralidad" (op. cit. p. 78).

28. Algunas referencias al caballero del Siglo de Oro español, en especial alusiones a Don Quijote y Cervantes, han sido estudiadas en mi trabajo: «Motivos españoles en José Antonio Ramos Sucre» en Actas del XXIX Congreso del instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, t. II (vol. 2), Barcelona, PPU, 1994, pp. 1043-1049.

29. Véase la edición facsímil de Trizas de papel, Caracas, Monte Ávila, 1991, pp. 3-9.

30. El fervor heroico llenó la oratoria bolivariana del periodo gomecista y fue utilizada por Vallenilla Lanz para edificar la carismática figura del César democrático [...] Por momentos, parece percibirse en los textos de Ramos Sucre ["Plática profana"] la imantación de ese momento histórico (Ángel Rama, El universo simbólico de José Antonio Ramos Sucre, op. cit., p. 180).

31. Thomas Carlyle, Tratado de los héroes, de su culto y de lo heroico en la historia, traducción y prólogo de J. Farrán y Mayoral, Barcelona, Luis Miracle Ed., 1938, pp. 247-248.

32. Publicado en Trizas de papel con el título de «Laude a los tenientes de Bolívar», op. cit., p. 53.

33. Aparece en Trizas de papel con el titulo de «Hace un siglo», op. cit., p. 17.

34. Thomas Carlyle, op. cit., p. 118.

35. Cristian Álvarez, op. cit., p. 62.

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