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José Francisco de Isla

El autor: Apunte biobibliográfico

Apunte biobibliográfico

Retrato del Padre Isla Rincón de la celda de Isla Habría empezado a escribir Fray Gerundio en 1753, en Villagarcía de Campos, donde también entretenía el tiempo cazando. Tardó unos cinco años en redactarla y la primera parte vio la luz pública en 1758 con enorme éxito, aunque fue denunciada a la Inquisición y prohibida en 1760, razón por la que la segunda quedó inédita durante algún tiempo. Ese año fue visitado por Giuseppe Baretti, que quería publicar completo el relato en Inglaterra; Baretti volvió a encontrarse con él, ya en el destierro italiano, en 1771. Los ataques que recibió produjeron un gran número de obras defensivas, algunas de las cuales publicó Jurado (1989). Pero parte de esos ataques no tuvieron forma escrita. Además de la denuncia de la novela al Santo Oficio, se recuperaron los cuatro casos de solicitaciones, que arrastraba desde 1732, y habían estado silenciados. Por ellos fue condenado a cárceles secretas el 31 de mayo de 1760 (Pinta Llorente, 1979). La novela se había prohibido por decreto del 10 de ese mes. No se sabe si cumplió la condena, aunque parece que no y es muy posible que su marcha a Pontevedra en marzo de 1761 responda a un acuerdo entre la Compañía y la Inquisición para alejarle del centro de los problemas y de la atención. Allí permaneció hasta 1767, cuando se produce la expulsión de los jesuitas. Esos años no parecen ser de gran actividad intelectual por parte de Isla (que ya entra en los sesenta), quien, cuando llega el momento de marchar no duda en hacerlo, a pesar de que, por su enfermedad, pudo quedarse. Sin embargo, el viaje le deparó muestras de reconocimiento, de parte de los miembros de su Sociedad -que tuvieron con él múltiples deferencias, conscientes como eran de su fama y altura intelectual-, como de la de personas que vivían en Italia y conocían sus obras. Pudo, de esta forma, en medio de las tribulaciones, tener la medida de su dimensión como hombre de letras y comprobar que su nombre había pasado las fronteras.

Escudo de la Inquisición Salió de España en abril de 1767 -el decreto de expulsión es del día 3-, hacia los Estados Pontificios. La travesía fue difícil, pero como algunos otros jesuitas que fueron alojados y recogidos por familias nobles, él, tras recalar en Córcega y en Crespolano, en septiembre de 1768, llegó a Bolonia en mayo de 1771, donde fue protegido por los condes Grassi (Giménez López, 2005 y su edición del Memorial de Isla, 1999).

En Italia, sigue trabajando a buen ritmo; mucho de lo que le ocupa, sobre todo en los primeros tiempos, son trabajos y respuestas para defender a la Compañía de los ataques recibidos y para crear una opinión favorable a la misma, antes los barruntos de su cercana extinción. Es decir, hace labores de propaganda. Cabe preguntarse porqué un personaje como él, de edad avanzada y no buena salud, que no había mostrado un excesivo ardor jesuítico, que había creado problemas a la imagen de la Orden (con la novela y con su propia conducta) y que había vivido sobre todo como escritor bajo el paraguas de la Compañía, se dedica de forma tan decidida a combatir a favor de su congregación. Seguramente tenga que ver en ello, cierto deseo de querer lavar su imagen, manchada por las denuncias al Santo Oficio, y, como señalan Enrique Giménez y Mario Martínez, ser tenido por peligroso agitador al que es necesario vigilar: «la vigilancia o control especial a que fue sometido conjuntamente por parte de las autoridades españolas en Italia y por algunos destacados personajes italianos enemigos del jesuitismo» (1996, p. 14), pudo hacer que decidiera poner al servicio de la Compañía sus armas de escritor. De hecho, como recuerdan ambos, existió la tentativa, por parte del cardenal Malvezzi, que era el legado pontificio de Bolonia, y de los espías españoles, de allanar su casa y llevarse sus papeles. Escribió y tradujo mucho esos años, pero también asistió a tertulias y reuniones en las que no callaba sus opiniones, como informan los espías. Y así conoció un nuevo destierro, ahora a un pequeño pueblo cerca de Bolonia, por defender la postura de su orden en el caso de la canonización de Juan de Palafox, que era contraria a la de Carlos III, que la solicitaba.

Fachada del Palacio Tanari, Bolonia Callejón de Bolonia Este destierro, a Budrio, le ocupó desde finales de 1773 hasta septiembre de 1775 y en esta ocasión sí pudieron quedarse con sus papeles (Floridablanca, 2009). Poco antes de ser desterrado fue detenido, acusado de «escrituras temerarias», pues se le atribuía (igual que en Salamanca) un epigrama contra Malvezzi y los ministros de las cortes borbónicas. Según testimonios contemporáneos, hablaba con mucha libertad del Papa y de los soberanos; de modo que era fuertemente vigilado y en cuanto se tuvo ocasión, se le apresó y desterró. Todos estos episodios coinciden con los rumores, y luego con la certeza, de la disolución de la Compañía mediante el Breve Dominus ac Redemptor, del 21 de julio de 1773, de Clemente XIV. Para entonces ya había asumido ese personaje que se caracterizaba por su «exquisito discernimiento, de una vivacidad extraordinaria, de una explicación feliz; pero acompañado todo de un genio franco, desembarazado y festivo», que le llevó al destierro. Cuando regresó, vivió en casa de los condes Tanari y de los Tedeschi.

Conde de Florida Blanca Pianta del Torreggianai, Budrio Hasta su muerte, se implicó en diversos trabajos. Relacionado con la expulsión de los jesuitas está el Memorial en nombre de las cuatro provincias de España de la Compañía de Jesús desterradas del reino, a S. M. el rey don Carlos III, que formó por orden del padre Ignacio Ossorio, provincial de Castilla. Isla recogió de varios informantes cuanto material pudo para narrar las desdichas de la expulsión y travesía. El Memorial, que nunca se envió al rey y se publicó en 1882 y de nuevo en 1999, lo redactó entre 1767 y 1768, y se convirtió en una obra de uso interno entre los jesuitas, que contribuyó a fortalecer su identidad como grupo al unir los casos de agresiones e injusticias sufridas con la defensa de la inocencia de la Orden. El texto es más un relato emocionado que un acumulo de quejas y agravios. Compuso también la Anatomía del informe de Campomanes, en el que éste justificaba el breve de Clemente XIV sobre la extinción de la compañía, y la Anatomía de la carta pastoral que, obedeciendo al rey, escribió el Ilmo. y Rvmo. Señor don José Xavier Rodríguez de Arellano, obispo de Burgos. Van en la misma línea, se alejan del tono del Memorial y, aunque se sirve de la sátira, emplea recursos de ficción y utiliza el género epistolar para dar dinamismo a sus análisis o anatomías, apabulla al lector con erudición y disquisiciones propias de la literatura de controversia religiosa. Como indican Giménez y Martínez, las líneas en las que se apoya para hacer su defensa de la Orden son: «los límites del poder real; la conspiración jansenista contra la Iglesia, y, sobre todo, la vindicación de la fama y honra de la Compañía de Jesús» (1996, p. 22).

Por lo que respecta a su labor como traductor, continuó con ella, volcando textos del italiano y del latín para ejercitarse en el aprendizaje de la lengua italiana. Así, puso en español los ocho tomos de las Cartas críticas, festivas, morales... del abogado José Antonio Constantini, que quiso publicar en España bajo el seudónimo de «un Presbítero desocupado» -desocupado porque se le impide hacer aquello que le es propio-, y el poema italiano El Cicerón, de Gian Carlo Passeroni, editado en 1969 por De Gennaro (véase también Balcels, 2005). Pero así mismo tradujo para seguir su labor de propaganda. Puso en castellano el libro Realité du Project de Bourg-Fontaine, de Henry-Michel Sauvage, jesuita francés que narró la supuesta conspiración jansenista acaecida en el monasterio de Bourg-Fontaine contra el catolicismo y a favor del deísmo. De esa conspiración habría salido malparada la orden jesuita. Otras obras de propaganda que tradujo son: El espíritu de los magistrados exterminadores, de Andrés Balbani, contra el antijesuitismo de los parlamentos franceses, y las Irreflexiones del autor de un folleto titulado: «Reflexiones de las cortes borbónicas contra el jesuitismo», del jesuita Carole Benvenuti; éste es respuesta a un panfleto promovido por Moñino, que corrió por Roma para presionar a Clemente XIV en la extinción de la Compañía; las Memorias sobre el Pontificado de Clemente XIV; la Oración fúnebre, atribuida a un dominico; entre 1780 y 1781 la Carta al Sr. abogado NN., autor de las Memorias sobre la historia del primer siglo de los Servitas y de los Hospitalarios de San Juan de Dios, del jesuita Francesco Serra, y la Memoria cattólica da presentarsi à sua Santità, del jesuita Carlo Borgo, publicada en 1780 con gran escándalo (Giménez y Martínez, 1996). Se trataba de una publicación clandestina y anónima, que llevaba como pie de imprenta la ciudad de «Cosmopoli», generoso territorio utópico del que a lo largo del siglo XVIII europeo salieron muchos textos sediciosos, o simplemente críticos.

Fachada de Santa Maria Muratelle Otras obras, de carácter docente o que le sirvieron para enseñar, son sus traducciones de Cicerón, De senectute y De amicitia, aparecidas en Villagarcía en 1760; también se tiene noticia, aunque no se encuentren los textos, de un Cursus philosophicus, en tres tomos, y de un Tractatus theologicus, en dos (Ezquerra, 1953). Los aldeanos críticos, o cartas críticas sobre lo que se verá, publicado en 1758, no es trabajo suyo, sino del conde de Peñaflorida, Francisco Javier María de Munibe e Idiaquez. Es uno de esos ejemplos de cómo se le adjudicaban los papeles satíricos, dada su fama.

Inscripción del Padre Isla en Santa Maria Muratelle Cerca de sus años finales, entre 1776 y 1779, tradujo el tratado de espiritualidad, Arte de encomendarse a Dios, del clérigo Francesco Bellati, publicado en 1783 en Madrid, y Gil Blas de Santillana de Alain-René Lesage, obra que creía robada al patrimonio nacional, aparecida en 1787. Murió el 2 de noviembre de 1781, ciego, pero cargado de textos y de cartas, que dictaba (Eguía Ruiz, 1933). Y sobre todo, inmerso en su labor de propaganda, polémica y defensa de la orden jesuita, pues sus últimos trabajos, las memorias sobre Clemente XIV y la Memoria cattólica, estaban en plena generación de polémica. Fue enterrado en la iglesia de Santa María Muratele.

Isla novelista. Fray Gerundio de Campazas y Gil Blas de Santillana

Como se ha visto, aunque predicara y enseñara, dedicó casi todo su tiempo a escribir y traducir. Isla fue uno de los hombres de letras que más conciencia tuvo de ejercer, con la escritura, algo parecido a una profesión, la de autor. Aunque no hay datos conclusivos (Giménez López, 1997), no parece desnortado suponer que bastante de lo que compuso lo hizo por indicación de sus superiores, muy seguramente casi todo lo escrito en Italia con relación a la polémica por la expulsión y la extinción de la Compañía, y también no pocas de las traducciones que hizo mientras estuvo en España. Todo ello dirigido a dar una imagen de la orden o a influir sobre la opinión pública mediante diferentes textos. En una carta dirigida a José de Rada el 20 de septiembre de 1752 indica que está «empleado» en la traducción del Año cristiano, con aprobación y estímulo del Padre General, y pide se le insinúe, al Padre, que le destinen a escribir la novela que ya tiene in mente, de modo que pueda liberarse de las ocupaciones religiosas que le quitan tiempo. La Compañía aparece a veces como el paraguas que le sirve para ser escritor, amparado con frecuencia en el pseudónimo. Consecuencia de esa actividad literaria, a la que se le dedica, es que da cuenta a sus superiores del estado de sus trabajos, de los volúmenes que lleva traducidos, y que, finalmente, consigue retirarse a Villagarcía de Campos con el único objetivo de dar a luz Fray Gerundio. En esta labor propagandística, no se sabe qué parte es inducida u ordenada por sus superiores, hasta dónde llega la iniciativa de Isla, cuántos tratados y panfletos tradujo motu proprio, cuántos son indicación o sugerencia de orden superior, pero lo que parece claro es que fue empleado por la Orden para mantener una posición y contestar a los ataques que recibían, así como para dar a conocer aquellos textos que podían interesar desde el punto de vista de reforma religiosa, de la predicación y de la historia, de modo que, en este último caso, se influía en la concepción de la idea de España.

Retrato de José Francisco de Isla Esta labor de apologista, polemista y propagandista se mezcla con la de escritor de cartas. Aparte de que muchas sátiras se presentan bajo el formato de la epístola, Isla es uno de los autores que más cartas escribió, y en este género, como Juan Valera, descolló sobremanera, seguramente porque le permitía una escritura libre en la que poder mezclar tonos y registros. En esa escritura se muestra como alguien que domina los recursos y tiene facilidad de pluma.

En sus escritos públicos, el método y el punto de vista que habitualmente empleó fue el de la sátira, como instrumento didáctico; ese punto de vista que deforma la realidad para explicarla o para presentarla bajo el color que se desea. Así se presenta ante Feijoo, para mostrarse como «uno de los suyos» en el proyecto de crítica y reforma de la sociedad, y bajo ese método escribió la obra por la que es recordado: Fray Gerundio de Campazas. Una de las características de la escritura satírica es la ocultación de la autoría mediante su frecuente anonimato o el uso de pseudónimos. Isla utilizó varios. Francisco Aguilar Piñal recoge los siguientes en su Bibliografía: Francisco Lobón de Salazar, Juan de la Encina, El barbero de Corpa, Joaquín Federico Issalps, Francisco José de Montenegro, Gaspar del Bonillo, a los que tal vez se puedan añadir estos otros, que se le atribuyen con dudas: Licenciado Pedro Hernández, El barbero de Guadalcanal, Hugo Herrera de Jaspedós y Francisco Anselmo de Canillejas.

El uso de pseudónimos, anagramas, etc., suele tener que ver en esa época con ocultar la autoría, aunque, por lo general, los que estaban en los medios literarios conocían al responsable de la obra. Mayans, por ejemplo, sabía que Lobón no era el autor de la novela, sino Isla. Los nombres fingidos que se adoptan no tienen que ver, por lo general, con destacar rasgos de carácter (aunque puede darse el caso, es algo más frecuente a partir del siglo XIX), pero sí parece haber una diferencia entre aquéllos que son claramente burlescos y los que solo enuncian un nombre. Es el caso del que utilizó para publicar Fray Gerundio: Francisco Lobón de Salazar, que resultó ser, más que un pseudónimo, un autor interpuesto, ya que el nombre corresponde a una persona real, al presbítero de Villagarcía (Rodríguez Salcedo, 1959).

Cama del Padre Isla El tema más destacado de la novela es el de la predicación, pero, en realidad, el asunto básico es el de la educación que recibía el clero y, por extensión, la que recibía la juventud española. Isla se recluye desde 1753 en el colegio de Villagarcía, donde, además de cazar, escribe la novela; trabaja con ahínco, de modo que a finales de 1757 la primera parte se encuentra en manos del impresor y se anuncia en la Gaceta de Madrid el 21 de febrero del año siguiente. Como señala en carta a su cuñado, del 3 de marzo de 1758, en un día se vendieron ochocientos ejemplares y, si está contento porque le llegan noticias de que el relato ha gustado a la familia real y de que el nuncio de Su Santidad se lo ha enviado al Papa Benedicto XIV, que murió en mayo, piensa que tanto éxito y tanta difusión le van a acarrear problemas, a pesar de que se han despachado órdenes «a todas las imprentas y jueces subdelegados del reino para que no se imprima ni un solo renglón contra» Fray Gerundio (carta del 17 de marzo de 1758, al cuñado. En julio sabe que esa orden nunca se expidió). Era una medida similar a la que sí se tomó con el padre Feijoo, lo que da cuenta en este caso de la sintonía entre el proyecto del benedictino y las ideas del gobierno, y del posible abandono de éste en el caso de Isla, porque, en efecto, los problemas llegaron en seguida. La primera delación se hizo tres días después de publicarse y en el año tuvo seis más. Además, multitud de papeles se escribieron contra la novela, de los que sólo respondió a tres. La ocasión de atacar a Fray Gerundio dio pie a que «aprendices de poetas y discretos» echaran su cuarto a espadas, como escribe a su hermana, el 7 de abril de 1758 (BAE XV, p. 472). Como bien pensaba el autor, la prohibición hizo que las copias manuscritas o impresas corrieran clandestinas, sin control del autor y sin ganancia alguna para él, aunque sí para los piratas que las producían. El proceso inquisitorial terminó en mayo de 1760, cuando se prohíbe in totum el primer tomo de la novela, pues era el único publicado. Pasó al Índice de libros prohibidos en septiembre de ese año. La segunda parte se prohibió en 1776.

Isla había estado siempre interesado en la predicación y era consciente de la necesidad de renovarla, de acercar a los fieles un discurso claro, fluido, temáticamente organizado, y de abandonar las maneras culteranas y barrocas incomprensibles. En ello no estaba solo: Mayans, Feijoo, Andrés Marcos Burriel, los redactores del Diario de los Literatos de España, por solo citar algunos nombres conocidos, eran también de la misma opinión. La diferencia estribaba en el método que se debía emplear. A mediados de siglo, por tanto, había un grupo de hombres de letras y de Iglesia que veían necesario renovar la predicación. En esa renovación tuvo su papel la novela de Isla, como también las medidas tomadas desde grupos jansenistas (Saugnieux, 1976; Abellán, 1981). En 1737, Gregorio Mayans había publicado su Orador cristiano, que Isla consideraba «una pura ventosidad», y apenas tuvo eco entre los predicadores. En la década de los setenta, la predicación se adaptó al modo francés, a los modelos de Fléchier y La Colombière, autores que Isla ya había traducido en la primera mitad del siglo, preparando la reforma de la oratoria sagrada desde otro flanco. Traducir sus libros pudo ser sugerencia de sus superiores o de Luis de Losada, que también detestaba la oratoria barroca y había querido escribir contra ella, como recuerda el mismo Isla en alguna de sus defensas de Fray Gerundio. En este sentido, cabe suponer que los jesuitas, en esos momentos bien introducidos en la corte, quisieron proporcionar elementos para renovar la predicación e indirectamente las órdenes dedicadas a ello. Junto a las traducciones, Isla escribió la ya citada Crisis de predicadores, que es una adaptación de la obra del jesuita Janin, Rudimentum contionatoris christiani, de 1640, en la que continúa su reflexión sobre la materia.

Importante como era el lenguaje y la comunicación para los jesuitas, no debe extrañar que, desde diferentes frentes y por distintos modos, intentaran arreglar un instrumento fundamental para que esa comunicación se diera correctamente. A su apoyo generalizado al cartesianismo, como discurso del orden y la claridad, se suman los trabajos de carácter filológico y lexicográfico de jesuitas españoles destinados a fijar el conocimiento de las lenguas y su uso como instrumentos de comunicación: Terreros y Pandos con su diccionario científico y Hervás y Panduro con sus estudios sobre las diferentes lenguas son las manifestaciones más claras de ese interés por asegurar los instrumentos de comunicación. En este marco hay que encajar la reforma de la predicación y en concreto el trabajo de Isla, manifiesto en sus traducciones, reflexiones y en su novela, así como bastantes de las páginas que Hervás le dedica en su Biblioteca jesuítico- española (Astorgano Abajo, 2002).

«Colección de papeles crítico-apologétidos» Ahora bien, si su interés por la predicación viene de antiguo y si lo ha tratado en textos de corte «serio», no deja de ser interesante pensar que, como en otras ocasiones, se decide por el modo satírico cuando quiere tener impacto, desarrollar el asunto y darle una salida multitudinaria que llegue a los más posibles. La idea de componer el relato debió de cuajar hacia 1751, según carta de Isla a José de Rada (10 de marzo; BAE XV, p. 557). En ella indica, además de su deseo de escribir (de ser escritor), que para hacerlo necesita desembarazarse del oficio de predicador y abandonar Valladolid, donde se encuentra entonces, para trabajar con más concentración. Rada y el marqués de la Ensenada, interesados en la reforma de la oratoria, se implicaron para conseguir el traslado de Isla, que ya tenía «hechas algunas apuntaciones» del «Don Quijote de los predicadores», según señala en carta del 20 de septiembre de 1752. Esta carta es importante porque sirve para fechar los primeros momentos de existencia de la novela y porque indica el modo en que Isla intenta movilizar a sus conocidos para conseguir lo que desea: dejar de predicar y dedicarse a la escritura de lo que le apetece, es decir, a ejercer su condición de autor lo más libre posible de otras ocupaciones. Piensa que «una insinuación» de Ensenada o una «orden del rey para que trabajase» en su novela allanaría mucho el camino. Consigue el traslado en 1753 y se ocupa en traducir el tomo cuarto del Año cristiano, pero sobre todo en redactar Fray Gerundio.

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