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Pensamiento pedagógico y crítica educadora en los escritos de un leonés dieciochista: José Francisco de Isla y Rojo

Pablo Celada Perantones





No es ésta la primera -ni tampoco la única- ocasión que en León se organizan actos conmemorativos de diversa índole para homenajear la egregia figura del Padre Isla. Sin afán de hacer inventario, basta recordar que, por un lado, le fue dedicada una calle radial, actualmente convertida en avenida, una de las arterias principales del Ensanche de la ciudad, y, por otro lado, ha sido motivo de diferentes manifestaciones artísticas plasmadas en grabados, pinturas y esculpidos bustos. Pero aquélla y éstas no son razones suficientemente poderosas, aunque respetables, para impulsar y justificar las líneas que siguen, sino muy otras, dado que al Padre Isla se le han destinado asimismo otro tipo de reconocidos testimonios.

En efecto, también el Padre Isla fue objeto de un sentido homenaje, tributado por el propio Instituto de Enseñanza Media para celebrar el Centenario de su creación, allá por los días 10 al 13 de octubre del año 1946, haciéndole su titular1 y dedicándole un busto colocado en el entonces nuevo Salón de Actos, e impartiendo a su vez una serie de conferencias entre las que cabe destacar la pronunciada el día 12 por José Rogelio Sánchez, catedrático y director del Instituto San Isidro de Madrid, sobre «La obra del adre Isla como escuela de discretos maestros», y el discurso inaugural con que se abrió el día 13 aquel curso académico, intitulado «Ideas pedagógicas del Padre Isla», a cargo de Antonio Cristino Floriano Cumbreño, catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo2.

Aunque sin remontarnos tanto en el tiempo, en esa categoría del «tiempo largo» braudeliano, hace ahora apenas dos décadas, en el otoño de 1981, con motivo del II Centenario de su muerte, se programaron y realizaron en León, Cistierna, Valderas y Vidanes una serie de hechos de carácter diverso: concursos -literario y periodístico-, actividades culturales -conferencias, exposiciones-, hitos monumentales, actuaciones musicales, ceremonias religiosas, ofrendas florales, e incluso se estrenó una Biblioteca pública con su nombre, creada por el Consistorio leonés, sita en el n.º 59 de la avenida 18 de Julio. De entre todos ellos, en la memoria están las conferencias leídas en la Biblioteca Pública del Estado, durante los meses de noviembre y diciembre de ese año, que recogidas han quedado en un pequeño volumen editado por la Institución «Fray Bernardino de Sahagún» de la Diputación Provincial3. Por su parte, el Instituto «Padre Isla», según informaba la Directora M.ª Jesús Sáez Sáiz al Claustro de Profesores el 2 de octubre, organizaba un largo y diverso programa de actividades para conmemorar dicho Bicentenario y, a su vez, la Asociación de Padres de Alumnos, reunida en Asamblea el 11 de noviembre, a propuesta de su presidente Gonzalo Fernández-Valladares Rico, acuerda crear unos premios denominados Padre Isla en memoria del autor4.

Pero si bien las celebraciones referidas han perseguido, de una u otra forma, recordar y honrar a este prócer leonés, y a buena fe que lo han conseguido, no es menos cierto que ninguna de las convocatorias anteriores tiene tanta importancia, envergadura y calado sociocultural como las múltiples programadas para este año 2003, según oportunamente registró la prensa local5, de las cuales es lícito resaltar las Semanas Culturales de Vidanes -21 al 26 de abril-, Campazas -28 de abril a 2 de mayo- y Valderas -6 al 10 de mayo-, y el culmen este Congreso Internacional que conmemora el Tercer Centenario de su nacimiento (1703-2003), igualmente divulgado y recogido en los medios de comunicación6, aunque también se han desarrollado otras actividades con posterioridad7.

En este sentido, conscientes de la relevancia del evento -de cuya excelente organización queremos dejar constancia- y sabedores del peso que la personalidad de Isla tiene en la literatura española y aún más en la cultura leonesa, amén del entusiasmo que por doquier levanta allende nuestras fronteras, no nos resistimos a participar en el mismo; colaboración modesta, puesto que no somos especialistas en el hombre ni en la obra y sí en cambio admiradores de ambos, planteada mayormente desde el punto de vista pedagógico, que trata de reflejar de forma clara y sencilla la reflexión con la que procuramos glosar a este leonés ilustre e ilustrado, dieciochista y dieciochesco. Tal terminología, así como el título de la presente comunicación, no pretende hacer juegos malabares con el lenguaje, ni siquiera aspira a ser una greguería, al estilo de las de Ramón Gómez de la Serna. ¡Ya me gustaría ser capaz de sintetizar conceptos y palabras como aquel gran escritor madrileño, andarín y foramontano! A lo que aspira, y sin que llegue a convertirse -nunca mejor dicho- en sermón de turno, es a todo lo contrario: o sea, una aproximación, como a borbotones, pero con sobriedad, al pensamiento pedagógico y a la crítica educadora vertida por el Padre Isla en sus numerosos escritos.

Pienso que la biografía de cualquier persona es parte de su obra. Es posible, no sin esfuerzo cuando del jesuita se saben muchas cosas, poner entre paréntesis su vida y considerar solamente su obra, como una totalidad en sí misma suficiente, pero la presunción de que con este modo de proceder eludimos la biografía es una presunción falsa. Quede claro, pues, que no me refiero a la vida, sino a la biografía, compartiendo el sentido orteguiano del término, es decir, a la descripción de la relación dialéctica del autor con el medio, en cuyo proceso produjo la obra. Por tanto, conviene incluir la vida en la obra y la obra en la vida.

Ahora bien, sin desdeñar esas necesarias pinceladas biográficas, el meollo de nuestra aportación descansa en su extensa obra, no en toda su obra, dado que su pluma fue ágil, fina y prolífica, sino en aproximarnos a aquellos escritos que contienen una acendrada proyección educativa. Conviene, empero, antes de entrar en ambas, enmarcar el acontecer pedagógico para situar educativamente el siglo de las luces.

En una primera y básica anotación se podría calificar el XVIII, con Ortega, de «siglo educador», simplemente por el hecho de tener en cuenta que la vieja educación expira con el Antiguo Régimen y la nueva educación es delineada con la Ilustración y la Revolución; una educación nueva que se inicia con el Discours de la Méthode (1637), erigiéndose Rousseau en paradigma pedagógico, y alcanza hasta la Encyclopédie (1770), convirtiéndose Kant en rector espiritual.

Durante este secular siglo se desarrolla la educación pública estatal y se inicia la educación nacional, lo cual es posible gracias a que el Estado empieza a intervenir directamente en la planificación, dirección y hasta subvención de la enseñanza; intervención que conlleva a la consideración de la educación como problema de la nación, desterrando de aquélla hombres e instituciones -Iglesia y órdenes religiosas- no dependientes del Estado. La estatalización de la enseñanza conduce, con exigencias de necesariedad, a la laicización de la misma, otorgando a la razón el poder de pensamiento y de acción en la vida y educación de los individuos. No ha de sorprender, por tanto, que aquélla se haga natural en su concepción y utilitaria en la práctica: no interesa la preparación para bien morir sino para bien vivir; ya no es pertinente la formación de súbditos sino de ciudadanos.

El Estado ve la enseñanza como medio e instrumento de prosperidad material y de poder. Rousseau advertirá que el verdadero progreso humano es progreso de vida y no de conocimiento. No por otra razón se incorporan al curriculum escolar de los estudios las Ciencias Naturales, Matemáticas y otras disciplinas de carácter cultural pasadas por el tamiz de la razón. Ésta se convierte en la medida no sólo de la ciencia sino del hombre, aunque no todos la desarrollan igual, lo cual llevará a la exaltación del método racional frente al memorismo y al criterio de autoridad. Las ideas del racionalismo ilustrado tomarán cuerpo jurídico en los distintos planes reformadores de los estudios, síntesis de las reflexiones que filósofos y científicos hicieron en torno a la educación y enseñanza. Sin embargo, aunque los cambios fueron importantes, apenas variaron las estructuras de la educación institucional, de manera que fue más fácil crear nuevas instituciones que reformar las existentes.

Bien podrían sintetizarse, siguiendo a Luzuriaga8, los principios educativos de la Ilustración y en general del espíritu del dieciocho en las siguientes notas: desarrollo de la educación estatal, inicios de la educación nacional, proclamación de los principios de educación universal, gratuita y obligatoria, iniciación del laicismo escolar, organización de la instrucción pública como unidad orgánica, acentuación del espíritu cosmopolita y universalista, primacía de la razón y creencia en el poder racional en la vida de los individuos, y reconocimiento de la naturaleza y de la intuición de la educación. Conviene advertir, no obstante, que tales principios no tienen incidencia inmediata en la escuela dieciochesca, y menos aún es nuestro país, pues, de los tres niveles de enseñanza, la primaria es la que menos atenciones recibe por parte del Estado.

Delimitado, pues, el marco de referencia grosso modo, parece ahora oportuno acercarse, al menos un instante -como antes anunciamos-, a la trayectoria vital del hombre, sin que sea nuestra intención dibujar a plumilla su perfil, sino simplemente hacer un retrato difuminado con ese color sepia que suavemente ilustra, tonifica y reaviva las viejas imágenes.

José Francisco de Isla y Rojo nació en Vidanes (León) el 24 de abril de 1703 en el seno de una familia con raíces de hidalguía9. Siguiendo a su padre, José de Isla y Pis de la Torre, administrador de las propiedades que Vicente Joaquín Osorio de Moscoso y Guzmán, marqués de Astorga y duque de Sessa, de Medina de las Torres y de Trastámara, tenía en Valderas, Villamañán y Villaornate10, residió de niño y creció en Valderas, villa señorial de la que aquel fue gobernador. Aquí transcurrieron sus primeros años, bajo el amparo paterno-filial y cobijados por el exquisito cuidado propiciado por el calor materno, recibiendo de la mano de su madre, Ambrosia Rojo, «mujer de despejadísimo y fino entendimiento, cultivado con una exquisita lectura e instrucción en varias materias científicas»11, las primeras nociones de educación.

Con esta bagaje, ya desde su niñez, José Francisco se manifiesta como un muchacho despejado e inquieto toda vez que dispuesto a iniciar la enseñanza elemental y su ampliación, que le fue impartida por los Carmelitas Descalzos, con quienes cursó Gramática Latina y Filosofía, es decir, los estudios de Latinidad y Humanidades, haciendo gala de una enorme precocidad y demostrando grande aprovechamiento: «Apenas cumplía once años cuando logró el grado de bachiller en Derecho Civil, con notables adelantos también en Derecho Canónico, Historia y Poesía»12. A tenor de estos datos, la impresión que se desprende es la de decadencia en este nivel intermedio de los estudios, tanto por parte de profesores y alumnos cuanto más de la institución docente, que otorgaba tales títulos y diplomas a tan corta edad.

En estos años de tránsito adolescente, como cualquier púber de su edad, descubrió el amor mostrando atractivo hacia el bello sexo y viviendo un apasionado romance -el primer amor- con una muchacha cuya identidad no ha sido desvelada por biógrafos y estudiosos, manteniéndola en secreto. Tal circunstancia causó no pocos quebraderos de cabeza a sus padres, quienes le persuadieron sobre lo inoportuno de tan prematuro noviazgo, porque podía truncar su más que previsible excelente carrera formativa, trasladándole desde su residencia compostelana a la fundación que los jesuitas tenían abierta en Monforte de Lemos; alejamiento geográfico y retiro temporal que no sólo atemperó su experiencia amorosa sino que le hizo entrar en razón y aún más conciliar su espíritu.

Efectivamente, alborada su juventud y apaciguada el alma, en abril de 1719, cuando contaba 16 años, tomó la firme resolución de ingresar en la Societatis Iesu, solicitando la admisión en Santiago de Compostela, formulada por su pariente el padre Manuel de Prado, a la sazón Rector de aquel Colegio, y haciendo el noviciado en Villagarcía de Campos13 (Valladolid). En esta etapa formativa, y aún sin haber estudiado sistemáticamente la lengua francesa, tradujo una novena de San Francisco Javier sin usar apenas la gramática ni el diccionario, razón por la que su preceptor Adrián Antonio Croce le animó a que continuase en su actividad traductora.

Retornó de nuevo a la capital gallega para cursar Filosofía (1721-1724), prosiguiendo estudios de Filosofía Escolástica y de Teología en Salamanca (1724-1727); años en los que, dada su curiosidad, también hizo incursiones en la Cronología, la Historia y la Geografía, toda vez que redactó sus primeros escritos, tales como las sátiras Papeles crítico-apologéticos (1726), El Tapaboca (1727) y La juventud triunfante (1727), ésta en coautoría con su pariente, maestro y guía, el padre Luis de Losada y Quiroga14.

El curso 1727-1728 puede considerarse de prácticas docentes, pues ejerció como profesor de Gramática en Medina del Campo. De este breve periplo medinense dan fe varias cartas, algunos diarios y comentarios a diversos actos académicos, hallados en el Archivo de Palacio hace un par de décadas, en los que aparecen curiosas alusiones a Bernardo Francisco de Hoyos, un joven estudiante de inteligencia despierta, menudo de cuerpo, de vida efímera, y precursor de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús15.

Con el curso 1728-1729 cierra Isla el largo periodo de su formación jesuítica en el colegio vallisoletano de San Ambrosio, dedicando la mayor parte del tiempo al retiro, la oración y el estudio, con breves paréntesis ocupado en la predicación y la catequesis en los pueblos cercanos a la capital.

De 1730 a 1746 fue profesor en los colegios que la Compañía tenía abiertos en Segovia, Santiago, de nuevo en Segovia y Pamplona. En este periodo, al margen de recibir el orden sacerdotal en 1738, se ejercitó en la traducción de libros franceses, de los que El héroe español. Historia del emperador Teodosio el Grande, obra de Mr. Flechier, modelo de traducciones, llegó a publicarse16, y continuó escribiendo otras obras como Carias de Juan de la Encina (1732) y Triunfo del amor y de la lealtad. Día grande de Navarra (1746).

Más tarde, tras haber formulado solemnemente la profesión de cuatro votos en tan señalada festividad del día 15 de agosto de 1748, bisagrando la centuria, de nuevo en Villagarcía, se dedicará a la predicación por las tierras de Campos, sin descuidar la composición de sus obras más famosas y prosiguió haciendo traducciones: Compendio de Historia de España (1750), Año cristiano (1753-1767), De amicitia y De senectute (1760), Arte de encomendarse a Dios, de Francisco Bellati. En 1758, bajo el seudónimo de Francisco Lobón de Salazar17, tras superar múltiples dificultades, como se desprende de la relación epistolar y reciente y resumidamente ha puesto de manifiesto Trancón18, apareció la primera parte de Fray Gerundio, que tuvo resonancia internacional, y fue prohibida por la Santa Inquisición en 1760, así como con la segunda parte, editada entre 1768 y 1770, censurada en 1776.

Entretanto, hacia 1750 el secretario de Estado José de Carvajal y Lancaster funda en la ciudad de León la Real Fábrica de Lienzos, con el fin de mejorar los muy extendidos tejidos de lino en la provincia, colocando al frente de la misma a maestros holandeses y flamencos. Dicha fábrica, a la que un decreto de Fernando VI exoneraba del cobro de derechos a los géneros en ella producidos, así como su comercialización en la ciudad y ferias de su distrito, en atención a ser «Fábrica del Rey, fundada y mantenida a sus Reales Expensas»19, se amplió en 1754 al Campo de San Francisco, pero en la década de 1760 vino a menos y a fines de la misma estaba ya cerrada y abandonada. Pues bien, el Padre Isla la visitó en mayo de 1759, como atestigua la carta 184: «He celebrado mucho ver la Fábrica de telas, aunque temo que se atrase por la desunión de los que principalmente la manejan». Pero hay un detalle en este viaje a León que no debe pasar desapercibido, como el propio Isla escribe en la carta 185: «Mal me recibió León a la entrada, pero me trató peor a la salida. Recibióme con un cólico y despidióme con unas tercianillas dobles»20.

En los años de 1761 a 1767 se halla en el colegio de Pontevedra. Durante esta su última estancia gallega21, concretamente a raíz del dictamen fiscal de Pedro Rodríguez de Campomanes (31-12-1766), los jesuitas fueron expulsados de España por sentencia dictada en 1767 y ejecutada en la noche del 31 de marzo en Madrid y durante la madrugada del 2 de abril en provincias. Estas circunstancias provocan un achaque que deteriora aún más su debilitada salud. Los expulsos debían partir en dirección al puerto que se había asignado a cada una de las comunidades22, La Coruña en el caso de Isla, pasando por Caldas y Santiago, llegando a la ciudad portuaria en la noche del 8 al 9, embarcando en el navío de guerra San Juan Nepomuceno, previamente despojado de sus cañones y hasta de la sala Santa Bárbara, almacén de municiones. Unos 200 frailes componían el pasaje, e Isla, con su edad avanzada y padecimiento de apoplejía, dormía en las dependencias de los oficiales, o sea, en el puente, se encaminan hacia el destierro italiano. Llegan al puerto de Civitavecchia antes de mediar mayo, coincidiendo varios navíos con unos 1500 jesuitas a bordo.

Como consecuencia de no permitir el desembarco zarpan para la isla de Córcega con el viento del día 18, recalando el día siguiente, domingo, en la ciudad corceña de Orbítelo y luego en Calvi. Durante el descanso isleño, hospedado en la casa del párroco, se ocupa de escribir la Anatomía del Informe de Campomanes23, hasta que arriba a tierras pontificias, aposentándose en el palacio del senador conde Grassi, en Crespelano. Desde aquí pasará a Bolonia, donde es acogido y rodeado de atenciones por ilustres boloñeses, pero unas honestas declaraciones delatadas al cardenal Malvezzi, arzobispo del lugar, le hicieron preso en la noche del 8 al 9 de julio de 1773 y dieron con sus huesos en la cárcel durante aproximadamente veinte días; aún más, la curia eclesiástica le redesterró confinándole en la aldea de Budrio. De nada sirvieron sus humildes ruegos, ni tampoco las reiteradas téseras de José Moñino, conde de Floridablanca, ministro español ante la corte romana, teniendo que esperar dos largos años, hasta que el sucesor del funesto cardenal, Andrés Gioanetti, levantó la sanción y le restituyó a Bolonia. Aquí, los condes Tedeschi, grandes admiradores, le llevaron a palacio, pusieron un criado a su servicio, le sentaron a su mesa y le trataron con esmero y cariño hasta el final de sus días. Fueron éstos sus últimos años un tiempo sin peripecias, que Isla empleó realizando diversas traducciones, entre otras las Aventuras de Gil Blas de Santillana, y recopilando parte de su amplia relación epistolar, especialmente la correspondencia mantenida con su hermana María Francisca: Cartas familiares.

Falleció en el exilio el 2 de noviembre de 1781. Los condes Tedeschi hicieron sacar la mascarilla de su cara. El padre José Petisco, compañero en el colegio terracampino y de extrañamiento, escribió el epitafio para su tumba. Sus restos fueron sepultados en la iglesia de Santa Maria delle Muratelle, en Bolonia. Sus Sermones morales y panegíricos se publicaron como obra póstuma24, y un siglo después -1882fue impreso en Madrid el Memorial en nombre de las cuatro provincias de España de la Compañía de Jesús desterradas del reino de S. M. el Rey D. Carlos III, dirigido precisamente al monarca ilustrado25.

Tras esta breve semblanza, es fácil colegir que el dieciochismo del Padre Isla, leonés ilustre e ilustrado, quedó recogido en una obra extensa y relevante. Sin embargo, los escritos que tienen una proyección educativa pueden clasificarse en dos grupos: aquellos que se destinan a la mera instrucción o a la edificación espiritual y los que encierran una intención crítica y satírica.

Entre los primeros, y concretamente los dedicados a la enseñanza, destacan el Compendio de Historia de España, compuesto por el jesuita francés Jean B. Philippoteau de Duchesne -preceptor de los hijos de Felipe V-, que había sido traducido por el jesuita madrileño Antonio Espinosa en 1749, impreso en dos ediciones. Isla lo tradujo en 1750 con la libertad que acostumbraba, convirtiéndolo en una «historia para niños», lo cual decepcionó la esperanza de autores ilustrados como Leandro Fernández de Moratín. Tuvo unas 45 ediciones hasta 1863.

También entrarían aquí los diálogos ciceronianos De amicitia y De senectute, que Isla tradujo y publicó conjuntamente en 176026, con profusión de notas explicativas, donde se revela como latinista eminente, y con este claro objetivo: in usun scolarium ejusdem Societatis.

Incluso Las aventuras de Gil Blas de Santillana, robadas a España por M. Lesage y restituidas a su patria y a su lengua nativa por un español celoso que no sufre se burlen de su nación, mediocre españolada del francés Alain René Lesage, cuya traducción acometió José Francisco en sus apopléjicos últimos años -a instancias de un desconocido caballero valenciano, Lorenzo Casaus, arruinado y ciego, que deseaba lucrarse con su venta-, si bien no vio la luz hasta 178327, conociendo más de un centenar de ediciones y adaptaciones, y que ha servido como libro de lectura para estudiantes de español en el extranjero.

Se puede incluir en este grupo, aunque relativo a la edificación espiritual, la traducción de los dieciséis gruesos tomos del Año cristiano o ejercicios devotos para todos los días del año (1753-1767), del también jesuita francés Jean Croisset, compendiados en doce volúmenes -el último vertido por Joaquín Castellot en 1774-, que ha sido durante más de un siglo casi el único libro de lectura de innumerables hogares cristianos.

Entre los segundos están sus escritos críticos y satíricos, que conforman la producción literaria más personal -al margen de la relación epistolar con familiares y amigos28, desde La juventud triunfante, pasando por las Cartas de Juan de la Enzina, donde satiriza los malos médicos, y el Triunfo del amor y de la lealtad, hasta la Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes, que comenzó a escribir en 1753 en Villagarcía de Campos.

Russell R Sebold ha señalado con acierto que corre a través de todas ellas el hilo rojo de una intención oculta29, que podría cifrarse en lo que dice ocasionalmente en una carta de 1766 a un corresponsal que le había enviado un escrito en el que «sobraban bastantes redundancias muy propias del pomposo genio de la nación»30.

En 1763 escribía al abate francés Langlet que se proponía publicar en Madrid una revista crítica, y le recordaba la razón del fracaso años antes del Diario de los literatos: «El genio de la nación no se ha mudado [...]. Nuestros autores no entienden raillerie, ni mucho menos nuestros autorcillos [...]. O se les ha de alabar, o no se les ha de contradecir. [...] Niegan la jurisdicción a la crítica, y si ésta quiere erigir algún tribunal con autoridad privada, no es liga, es conspiración, es furor, es alboroto popular, el que se levanta para aniquilarle»31.

La juventud triunfante es la relación de los festejos organizados por los jesuitas de Salamanca para celebrar la canonización de los santos Luis Gonzaga y Estanislao Kostka, actos en cuya preparación Isla tuvo una parte importante y varias de las composiciones declamadas son suyas. En sus cartas privadas de los mismos días -como en la que había escrito a Feijoo meses antes para comunicarle su entusiasmo tras la lectura del primer tomo del Teatro Crítico-, se muestra disconforme con el barroquismo que se desbordaba en semejantes ocasiones, y confiesa su amor por el estilo natural, sencillo y claro. Lo que no impide que en sus poesías, premiadas en estos y otros festejos, se abandone a todos los excesos de esa misma retórica que condena. Apunta aquí en Isla una dualidad que será constante en sus obras posteriores: una innata reacción aristocrática ante las demasías del vulgo y una veta popular que carga la nota en los numerosos rasgos satíricos. Desde luego cualquier ocasión es buena para denunciar los vicios y malas costumbres que aquejan al hombre y a la sociedad de su tiempo.

Las anónimas Cartas de Juan de la Enzina, contra un libro que escribió don José de Carmona, cirujano de la ciudad de Segovia, intitulado: Método racional de curar sabañones, así como una treintena larga de sermones y la correspondencia, constituyen todo un tratado de medicina natural y farmacopea, como ha puesto de manifiesto Gutiérrez Sesma32, no sólo estudioso notable sino excelente especialista de esta sorprendente temática isleña. Ciertamente que Isla no es médico ni cirujano, pero con el bisturí de su pluma raja con autoridad suficiente contra aquellos sangradores que se dicen profesionales de la ciencia y el arte de Esculapio. Su inclinación a formarse en «todas las facultades» y, por consiguiente, su vasta cultura médica, amén de las muchas patologías que padeció, le dan pie para poner, como él propio Isla reconoce, «algunos reparillos que no parezcan mal a los mismos profesores». De este modo, a la vez que destapa su ideario médico, ridiculiza la medicina de su tiempo, censura su enseñanza y critica sin anestesia los tumores de los malos médicos.

El popular Fray Gerundio de Campazas, que algún erudito local argumenta «de Valderas»33, es, sin duda, su obra más importante34, pensada y ejecutada con decidida voluntad educadora y reformista, tratando de aniquilar mediante el ridículo la predicación degradada que venía utilizándose desde el siglo barroco en casi todos los púlpitos35. El contacto familiar en sus años de estudiante salmantino con su profesor, el escritor y fácil polemista Luis de Losada, le había sensibilizado ante ese escándalo permanente. Por los mismos años se acentúa un poderoso movimiento de reforma de la predicación. El primado de Toledo, Valero y Losa, había publicado una pastoral sobre la ignorancia religiosa y la necesidad de una predicación evangélica, que seguiría resonando con nueva edición hasta finales de siglo. El cardenal Belluga trabaja en Roma con el mismo fin, y no es ajeno al breve que envía en 1728 Benedicto XIII a todos los obispos españoles exhortándoles a que obliguen a todos los predicadores a no omitir en cada sermón la explicación de un punto de la doctrina cristiana.

El Padre Isla, acabados sus estudios, al mismo tiempo que traduce los sermones del jesuita francés Claudio de Colombière, comienza la redacción de una Crisis de los predicadores y de los sermones -de la que ha quedado redactado el primero de los cuatro discursos previstos-, con la que se sitúa en la línea de esta renovación. Parte del supuesto de que «un objeto hermoso no sólo brilla más, sino que se conoce mejor en contraposición de otro objeto feo. Y para aprender una facultad -añade a modo de sabia sentencia-, muchas veces enseñan mejor los errores de los ignorantes que los doctos preceptos de los entendidos». Para retratar al «predicador prudente en el exordio o salutación» -subtítulo de esta primera parte- comienza por hacer el retrato de su opuesto. «A todos pinto y a ninguno copio»: la precaución es obvia, y volverá a repetirla más explícitamente en el «Prólogo con morrión» del Fray Gerundio. Es el mismo procedimiento, y efectivamente la sombra de fray Gerundio se perfila con frecuencia tras estas páginas del novel escritor.

Ya en 1748 escribe Diego Torres Villarroel «al verdadero autor de la Resurrección del Diario de Madrid o nuevo Cordón crítico general de España» [el ex jesuita Ibáñez de Chavarri36] y le recuerda que «le descubrió el autor del Don Quijote de los Predicadores que v. md. cita con las dos LL [es decir, Luis de Losada, fallecido meses antes], el satírico que escribió contra mí un mundo de maldiciones en el medio pliego de un Memorial»37. En la correspondencia de Isla, al menos desde 1752, el proyecto de componer un «Quijote de los malos predicadores», y en el «Prólogo con morrión» de la novela [n.º 38], se atreve a esperar el mismo resultado, con la muy discutible razón de la superioridad y santidad de la materia y la gravedad de los inconvenientes censurados.

Después de los análisis de Sebold y de Miguel Martínez38, queda patente que por debajo de superficiales y externas coincidencias con la novela cervantina y los autores de la picaresca, tan complacidamente buscadas por Isla, la oposición de fondo es radical. En éste, el propósito didáctico-satírico y la preocupación moralizante frustra los gérmenes propiamente novelísticos, que son abocetados felizmente a lo largo de la obra, y con los que el autor, como confiesa al final, «no sabía qué hacerse»39.

El triunfo clamoroso obtenido por el Fray Gerundio, el predicador de Campazas, que tuvo resonancia internacional y fue prohibido por el Santo Oficio, consagró al jesuita como pluma notable y educador para el pueblo. Desde entonces es más conocido el aplauso regocijado de la sociedad letrada, de los reyes abajo, y que se ha perpetuado en el diccionario con una nueva acepción del nombre verbal; pero tendría más interés calibrar el impacto en los ambientes populares, prácticamente iletrados.

El viajero italiano Giuseppe Baretti, admirador entusiasta del Padre Isla, al que visitará en su destierro y promoverá la traducción inglesa de su obra, anota la maldición que oyó a un mesonero aragonés, poco después de la condenación inquisitorial de 1760: «Esos frailes, que Dios desfraile, nos quitaron un libro que debiera ser descomulgado cada español que rehusara leerlo cada mes una vez»40.

La novela del Padre Isla debe ser analizada en la perspectiva que ofrece el movimiento de reforma de la predicación, desplegado a lo largo del siglo. Los estudios de Joel Saugnieux han dejado en claro que ni la reforma comenzó con el Fray Gerundio ni su autor consiguió plenamente los objetivos que se proponía. Es cierto que la condena inquisitorial y el posterior extrañamiento de su autor, condenado como todos sus compañeros a una rigurosa damnatio memoriae, significó un quebranto para la difusión pública de la obra, y propició la difusión clandestina de ediciones muy defectuosas. Pero la ambivalencia del carácter de Isla, ya mencionada, no puede olvidarse si se pretende hacer una valoración global.

La literatura pedagógica del Padre Isla, «hombre de dos caras» como lo definiera Saugnieux siguiendo a Sebold, pivota entre ciertos tintes reaccionarios y algunos destellos de talante innovador, perceptibles especialmente en su crítica ácida sobre diversos métodos de enseñanza.

En efecto, Isla satiriza las insensateces de una sociedad de la que él mismo es producto y en la que se siente integrado; su profesión religiosa, vivida sin equívocos, no le impide mantener, ya desde sus años de estudiante, una variada y rica correspondencia con aristócratas, altos funcionarios y clero ilustrado; y en sus últimos años de abate no se siente un extraño en los salones de la piadosa nobleza boloñesa. No es lo que hoy llamaríamos un contestatario, ni tampoco un austero censor de la vida mundana y los compromisos de la política, como los predicadores y teóricos de la predicación de finales de siglo, más o menos cercanos a lo que puede tipificarse como «talante jansenista». Por otra parte, su libro fustiga los vicios, pero no propone ejemplos positivos, y da muestras de un eclecticismo poco riguroso.

Ya el jesuita Gaudeau había censurado su imaginación inquieta, su patriotismo susceptible -¡ve en Mayans un mal patriota!-, su erudición más extensa que profunda, las exageraciones jocosas de su estilo: en suma, da la impresión de que oscila permanentemente entre dos extremos, sin ser un reaccionario, pero tampoco un innovador41. Esta misma actitud indecisa demuestra en sus juicios sobre la filosofía moderna42, que para él es una especie más de gerundianismo, digno objeto de otra posible obra satírica43. Ciertas ironías sobre los entusiasmos de Feijoo ante las nuevas conquistas de la ciencia dejan al descubierto esa veta reaccionaría y antimoderna44.

Los primeros capítulos del Fray Gerundio, dedicados a historiar los estudios elementales del muchacho, ofrecen a Isla ocasiones de criticar diversos métodos de enseñanza. El cojo de Villaornate y el dómine Zancas-Largas tienen bizarras ideas sobre la ortografía y la morfología castellana y latina. Ambos sin duda compendian las ridiculeces pedantes de muchos de su gremio. Este vilipendio del gramático hay que encuadrarlo en el propósito general de la novela: vilipendiar al predicador gerundiano. Sería desorbitado adivinar en él un intento de eliminar la competencia con la vecina Villagarcía, que por entonces florecía con una población escolar que se acercaba al millar, y que no se dedicaba preferentemente a las primeras letras. Esto no es negar la tendencia de los jesuitas al monopolio educativo.

Baretti apunta la sospecha de que el blanco de la sátira es Mayans, de quien habla con desprecio y descalifica su sistema de ortografía. «Don Gregorio too, who has been, as I suspect, typified in the Coxo de Villaornate [...] by the witty Padre Isla»45. Más acertado parece verlo uno de los «dos catedráticos de dos famosas universidades, ambos inmortal honor de nuestro siglo», que propugnan el uso de la i copulativa; el otro pudiera ser José Hipólito Baliente46. Pero hay que observar que en esas páginas Isla no apunta directamente al maestro de escuela, sino a «tres libritos de ortografía», que toman respectivamente como norma la etimología o derivación, la pronunciación y la costumbre. Y Mayans seguía un eclecticismo prudente, que no se identificaba con ninguno de los tres sistemas47. El mismo Mayans, en carta a Burriel, de marzo de 1758, se da por enterado de que se le alude en el Fray Gerundio. No creo -salvo error de interpretación- que lo diga solamente por el «Generosus Valentinus», de quien se burla el dómine de Villamandos.

Aunque el Padre Isla pone sumo cuidado -y lo hace notar desde el «Prólogo con morrión» [n.º 19-20]- en no criticar a ningún individuo en particular, hace una excepción con el «R. P. Barbadinho», seudónimo que ocultaba a Luis Antonio Verney, arcediano de Évora y autor del Verdadeiro Método de estudar48. Era una crítica abierta contra los procedimientos jesuíticos de enseñar artes, humanidades y la teología, y donde también se pedía la renovación de un sistema y modo de enseñar. El éxito no acompañó a la intención. Los jesuitas portugueses, a pesar de la elogiosa dedicatoria del autor, habían visto en él una crítica solapada de sus métodos de enseñanza, especialmente en la teología, y habían respondido con diversos escritos49.

También los españoles entrarán en la polémica, sobre todo cuando aparezca en 1760 la traducción por Maimó y Ribes. Isla había seguido la polémica de los portugueses, poseía el original desde 1754 y, a pesar de las negociaciones de la embajada de Madrid, estaba convencido de la identidad del autor50. El retrato que de él hace en el n.º 21 del «Prólogo con morrión» coincide en todos sus detalles con el grabado que reproduce Andrade51. El grupo más radical de jesuitas entendió -así lo deja entrever el Padre Isla- que aquello era un ataque del portugués, como lo había hecho Jansenio en Holanda y Francia, contra la propia Compañía, y el sector más progresista, excepto Antonio Codorniu, pensaban que aquello lo habían hecho ya antes y mejor Manuel Martí y Gregorio Mayans52. Cuando Maimó y Ribes publica una Defensa del Barbadiño en obsequio de la verdad compone una Apología por la historia del Fray Gerundio, que comunica a sus amigos53. De ella se servirá el padre Codorniu para escribir su Desagravio de los Autores y Facultades, que ofende el Barbadiño54. Otros jesuitas de la corona de Aragón, más abiertos a las nuevas corrientes pedagógicas y propugnadoras de una revitalización de la Ratio, se mostraban en privado más favorables. La respuesta de Codorniu, como las que quedaron inéditas de los padres Isla, Calatayud y Matías Sánchez, fueron poco serenas y no agradaron a nadie55.

Se podría concluir diciendo que, aunque solamente fuera por el Fray Gerundio, el Padre Isla merece ocupar un lugar destacado en la historia cultural española, mucho más en la creación literaria e igualmente en el florilegio pedagógico. A este respecto, conviene advertir que Isla se erige en uno de los restauradores de la bonna litterae y que su popular Fray Gerundio, gracias a su personalísimo estilo, a su exuberante crítica de la prédica y a su función didáctico-pedagógica, constituye un valioso ejemplar para la enseñanza de la literatura y la retórica, pues no sólo es un verdadero tratado de elocuencia, sino un auténtico manual de oratoria sagrada -al igual que los Sermones-, como lo demuestra la alta estima de que gozó, la admiración que despertó y el renombre que confirió a su autor, del mismo modo que las numerosas traducciones de las que fue objeto. Por otra parte, también habría que considerar sus Cartas, tanto porque a través de su copiosa correspondencia se trasluce nítidamente la personalidad del hombre, sus afectos, sus defectos y sus pasiones, cuanto porque conforman un repertorio ciertamente educador y, además, atesoran un hontanar abundante e insuficientemente explotado para la Historia de la Educación.

Estos y otros aspectos -algunos han quedado en el tintero por la premura de espacio- hemos pretendido analizar en esta breve comunicación con la que contribuimos a este Congreso que celebra el tricentenario de la nacencia del componedor de un «Quijote de los malos predicadores». Los lectores juzgarán si lo hemos conseguido. En cualquier caso, ¡que Fray Gerundio de Campazas nos proteja!





 
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