Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

José Hernández y la cultura popular

Pedro Luis Barcia






ArribaAbajo«La Conquistadora»

Antes de abordar el asunto a mi cargo, quisiera rendir un breve homenaje al tema, de estas Cuartas Jornadas sobre la Evangelización de América. Se trata -y espero que no se me hayan adelantado en el aporte- de la primera constancia pública de una polémica sobre la evangelización en el ámbito del Virreinato del Río de la Plata, en los umbrales del siglo XIX. La hallo en el primer periódico argentino, el Telégrafo Mercantil, en 1801. En un par de cartas enviadas a la publicación norteña desde Uruguay, bajo el título de «Campaña de Montevideo», su autor, un desconocido «seglar» que se suscribe «Infausto Pastor», dice1:

«¡Quejaos con razón de que, después de tres siglos de conquista, aún no ha llegado a vuestras fronteras la voz del Evangelio!

Es más fácil edificar una ciudad sin suelo que un pueblo sin religión. Yo me regocijo cuando veo en la Metrópoli templos tan magníficos, multitud de sacerdotes ejemplares, y un culto siempre observado por los fieles. Pero vuelvo la vista a estos dilatadísimos campos. Apenas veo 6 u 8 indecentes capillas, casi acumuladas en las inmediaciones de Montevideo y en el resto de la campaña, apenas tres, muy distantes, sin que en lo demás de ella se encuentre ni la menor insignia de Cristianismo».


(p. 215)                


En su segunda carta, «Infausto Pastor» sugiere dos aportes para consolidar la avanzada evangelizadora: que los terratenientes edifiquen oratorios en sus estancias, donde pueda congregarse la paisanada circunvecina, y que se autoricen parroquias interinas, construyéndose, con el esfuerzo de todos, templos para el asiento sacerdotal y el culto.

Como en el moderno entrecruzamiento de cartas de lectores, tres semanas después de esta segunda epístola, le sale al paso al «Infausto Pastor» un contendiente, también desconocido, que se firmaba «Fortunato Títiro», al uso de la Sociedad Literaria de entonces2. El respondente se muestra muy puntualmente informado y extenderá su replica por cuatro números del Telégrafo. En su Memoria sobra los procesos de la religión en los campos del norte del Río de la Plata, como titula su esclarecimiento, señala que el Uruguay ha sido más penetrado por la evangelización que la misma provincia de Buenos Aires. Después de enrostrarle la falta de seriedad en las opiniones, y en la información, ataca con batería erudita, explayándose sobre el avance en el trato con las diversas tribus indígenas en la Banda Oriental, por parte do distintas congregaciones católicas. La documentada exposición silenció para siempre, y al ahora más que nunca, «Infausto Pastor». Así se clausura este primer conato de debate sobre la evangelización en tierras del Plata a comienzos del siglo XIX, ventilado en el primer periódico argentino.

De esta confrontación quiero extraer un símbolo. El sedicente «Títiro» recuerda que la evangelización sistemática comenzó en el Uruguay, el 25 de octubre de 1618 y mi primer apóstol fue fray Roque González de Santa Cruz, quien inició su campaña auxiliado por un niño y portando una imagen de María Santísima, a la que llamaba «La Conquistadora» (p. 79). Hermosa advocación mañana la imaginada por fray Roque, bajo cuya protección bien podríamos poner toda la acción evangélica en el Virreinato y, al tiempo, estas nuestras actuales Cuartas Jornadas: La Patrona de la Conquista Espiritual del Plata, la Virgen Conquistadora. Como en la línea de Berceo, para nuestro empeño, rogamos: «La Gloriosa me guía que lo pueda complir».




ArribaAbajoHernández: ¿espiritista y masón?

Inicialmente se impone una doble aclaración, previa al tratamiento del tema. Aludo a dos señalamientos que, con insistencia, son repetidos en los esquemas y notas biográficas de Hernández y que, a fuerza de iteración, se van imponiendo falazmente, como verdades probadas: sus vinculaciones con el espiritismo y la masonería, Respecto del primero, nada hay en sus manifestaciones escritas -en ninguna página bernandiana, prosa o verso- que pueda dar pie ni para sospechar siquiera su adhesión al culto de Allan Kardec. Todo se ha basado en una afirmación circunstancial y muy al paso, de un apunte biográfico que menta su presencia en reuniones espiritistas. No se documenta si se trató de diversión de sobremesa, o de veladas frecuentes, o en qué etapa de su vida. No hay prueba firme de afiliación a las prácticas de las hermanas Fox. Sobre una aseveración improbada se repite hasta hoy la alusión.

En cuanto a la masonería, cabe consignar que la base de dicha afirmación es -por lo menos hasta la fecha- el asiento que sobre Hernández trae el libro de A. Lappas, La masonería argentina a través de sus hombres (Buenos Aires, Establecimiento Gráfico R. Rego, 1958, p. 157). Quienes hemos compulsado con frecuencia dicha obra, sabemos que en ella se incluyen como masones a varios argentinos que no han tenido la menor relación con la Fraternidad; como es el caso de Manuel Belgrano, por ejemplo, o bien, que han tenido afiliación a logias políticas, que son subsumidas en el libro, abusivamente, como parte de las masónicas, tal el caso de José de San Martín. Lo cierto es que Lappas no exhibe sus fuentes, con lo que las suyas se convierten en afirmaciones no probadas fehacientemente. Por eso, frente al interesante libro de Lappas, siempre útil como punto de partida, he adoptado el criterio de no dar por masón a quien allí se lo señala como tal si no hay pruebas documentales que lo ratifiquen. Así, por ejemplo, en mi trabajo Lugones, masón y teósofo, he documentado por varias vías su condición de hermano masón en una etapa de su vida. Pero aceptar todo lo que Lappas dice, porque él lo dice...

Aceptando como verdad probada -y sólo con criterio de autoridad- porque Lappas dixit, Bernardo Canal Feijóo abunda en consideraciones sobre vestigios masónicos en el poema mayor de Hernández; lo hace en el capítulo «La profesión de fe ideológica» de su libro De las 'aguas profundas' en el «Martín Fierro»3. Afirma: «Fácilmente se entrevén en el Poema gaucho bien precisos datos de la gravitación de la ideología masónica asumida por el Poeta sobre la concepción general y no pocos detalles formales de especial importancia en el Poema» (p. 9). Pero cuando pasa a las verificaciones, lo que exhibe no sólo es endeble, sino insostenible. Veamos: 1) el nombre del protagonista, «Martín»: lo adopta, dice, porque los masones admiran a San Martín, que era masón. Primero, no está probado que José de San Martín fuera masón, como con base suficiente argumenta Horacio J. Cuccorese4. Todos admiramos a San Martín y no por eso bautizamos a nuestros hijos con su nombre, ni los escritores argentinos a sus creaturas ficticias. Manuel Gálvez, nada sospechable de masonería, bautiza como «Martín» a más de uno de sus personajes; y Eduardo Mallea al de La bahía de silencio, y Ernesto Sábato al de Sobre héroes y tumbas. ¿Todos masones? Más abstrusa, todavía, es la propuesta de que otra vía de nominación para el héroe hernandiano, pueda venir de San Martín de Tours, pero no porque sea patrono de Buenos Aires, sino porque, sugiere Canal Feijóo, era santo bien visto por la masonería. No se entiende, obviamente, por qué los Martines sólo sirven de modelo onomatológico cuando tienen el visto bueno masónico. No se ve por qué, cuando un padre, real o ficcional, piense para su hijo nominarlo como el Libertador o como el patrono porteño, deba hacer pasar la nominación por aduana masónica. ¿Conoció Canal Feijóo la obra, anticipada en artículos, de Olga Fernández Latour de Botas, Prehistoria de Martín Fierro5? En ella se transcriben poemas populares, de la época colonial, que tienen por protagonista a «Martín Fiero» (sic), alzado contra la autoridad y desgraciado por muertes. De allí pudo venirle a Hernández el nombre completo, casi, de su personaje. 2) Más forzada, todavía, es la vinculación que hace, siempre hipotética, pero propuesta con visos de aceptabilidad, que quizá el nombre pueda venirle de Louis Claude de Saint Martin, librepensador que, hacia 1860, proclamaba «El hombre nuevo». Para «novedades» sobre «el hombre nuevo» habría que repasar a San Pablo. Esto es demasiado. 3) Asocia Canal la adhesión de Hernández a la capitalización de Buenos Aires, en 1880, porque la ciudad estaba al oriente de la patria, y relaciona ese oriente con el «oriente» masón. ¿No es tirar mucho de la manta? Con este criterio, Leopoldo Marcenar es masón por aquel verso suyo que dice: «Con un jardín plantado hacia el oriente». Dejo en claro esto: nadie discute la probada penetración de la masonería en la vida argentina desde la colonia y, muy imbricadamente, en el siglo XIX, pero de allí a hacerla ubicua, es excesivo. 4) Ver en el tratamiento de «hermano» que se dan Cruz y Fierro una huella del trato masón, de la fraternidad masónica, es desconocer el uso de tal apelación en la amistad criolla provinciana; es olvidar el uso cotidiano que hacemos en el Río de la Plata -para todo el mundo, en mi Entre Ríos natal- del «hermano» para los amigos y aun para gente recién conocida, como gesto de allegamiento. Esto no podía desconocerlo Canal Feijóo, era preciso sabedor de nuestras cosas criollas. 5) Que los personajes guarden un secreto, también es filiado al mismo origen de la Orden. Secreto guardado, masón declarado. 6) Muy reductivo es también el planteo de que toda la influencia veterotestamentaria, más que evidente en el poema, se da por el supuesto enraizamiento masón de Hernández, porque la Masonería aceptaba y convalidaba el Antiguo Testamento por sobre el Nuevo. No vale de nada advertir que en un poema atravesado de sentido parenético, es esperable que, del manantial bíblico, fluyan a él los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento que no los inexistentes del Nuevo. Otra vez coloca a la masonería como único camino para llegar a un punto, esta vez nada menos que a la Biblia. 8) Como en una ocasión el poema dice: «en las sagradas alturas / está el Maistro principal» (Vuelta, III, 2279-80), deduce Canal que: «alude al Gran Arquitecto del Universo con el título mayor de la jerarquía masónica» (p. 80). ¿Y Cristo, no es mentado jamás como «Maestro»? ¿Y los rabíes del Talmud? Ahora bien, una sola vez llama el texto «Maistro» a Dios y no reparó el crítico las muchas veces que se lo llama «Padre», «Dios», «Creador», «Padre celestial», «Padre santo», a lo largo del poema? Bastó una mención para filiarlo. 7) Que los versos «no se ha de llover el rancho / en donde este libro esté» (v. 1187), supongan «la idea del rancho metaforiza la imagen del Templo Ideal» (p. 85), ¿no parece excesiva interpretación? En fin, nada dice Canal Feijóo de por qué Fierro pone a la Virgen María de testigo, invocándola, en los dos momentos cruciales de su «conversión» espiritual; ni la mención, desde el comienzo, de los santos, ni, en fin, de todo el espíritu cristiano evangélico que atraviesa el libro y que ha sido basadamente estudiado por Francisco Company en La fe de Martín Fierro6. Todas las interpretaciones enumeradas aquí que hace Canal Feijóo son reductivas y forzadas. Entendámonos, no se trata de nula fe en Canal, hombre recto y digno, sino que él lee todo el poema desde el ángulo de un interés determinado y ese ángulo reductivista condiciona, como contexto mental, teda su interpretación. Se trata, pues, de una alteración reductivista involuntaria.

En síntesis: hasta la fecha no hay documentación que apoye la condición masónica de Hernández. Hasta que no se la prueba nada se puede afirmar. Lo que sí es objetivo y probado es que Hernández fue bautizado, educado en el seno de una familia católica; bautizó a todos sus hijos, después de haber casado por la Iglesia. Pero todo esto puede juzgarse formal, si se quiere. En cambio, no podría explicarse su oposición pública a la ley de matrimonio civil dictada en Santa Fe, bajo el gobierno de Nicasio Oroño7. Y, en fin, que todo el poema revela una impregnación de espíritu evangélico en lo positivo y que el catolicismo es la fe de Fierro. Lo otro es opinión, sino ocurrencia...




ArribaAbajoLa prédica periodística

Una década larga antes de la aparición de Martín Fierro, Hernández publica en El Nacional Argentino, un artículo titulado, nada menos que «El pueblo y el escritor» (10-X-1860). En él expresa por primera vez su idea de la misión del escritor y enuncia, apretadamente, lo que podría llamarse «la poética hernandiana», fundamento de las dos líneas básicas do su producción escrita: su prédica periodística y el poema gauchesco:

«El pueblo es siempre guiado por la conciencia del bien y la tarea del escritor es hacer que esos gérmenes fecundicen, en cooperar con la propaganda de las buenas ideas, por la generación de los sanos principios a arraigar en su seno esos mismos sentimientos, ilustrándolos en las cuestiones teóricas e ilustrándose en las cuestiones prácticas8.

La tarea del escritor consiste en dar a las concepciones y sentimientos del pueblo las formas de que carecen.

La verdadera inspiración se recibe en el pueblo y metodizada y arreglada por los conocimientos, el que escribe ofrece y vuelve al pueblo bajo la forma de un artículo u otra [...] aquello mismo que él aprendió en mil círculos diversos y manifestado siempre de diverso modo».


La frase que he destacado puede parecer tópica y vacía en muchas bocas, que declaman y no practican. Pero en la de Hernández es realidad concretada en un texto bien consumado; tanto, que el pueblo se lo apropia en un insólito consumo auditivo y lectivo de sus versos. Como la inspiración, el modelo humano y el mundo de los valores los toma el autor del pueblo, expresándoselos en la forma de que esto carecía, el pueblo los reconoce como suyos y el libro se hace voz vicaria de ese pueblo.

«Hemos creído siempre, y nos ratificamos en ello, que el pueblo es la fuente más pura, y en la que únicamente deben inspirarse los periodistas», dice en otro pasaje de su artículo de 1860. La frase fundamenta su obra de diarista. Una y otra forma de su expresión, periodismo y poema, están comprometidas con una causa y adquieren carácter misional. La causa, y la misión, es el rescate y afianzamiento de la cultura popular y su haz esencial de valores, seriamente afectados y agredidos por la política legislativa del momento. Así como se ha hablado de «prédica periodística» para la labor de Hernández, José M. Estrada ha llamado al «Martín Fierro», libro de misión. Ambas acciones hernandianas se asimilan a aspectos evangelizadores concretos.

El ideario de Hernández, difundido en su abundante labor periodística, puede ser reducido, en lo esencial, a media docena de carillas. Su lema clave es ser: «Infatigables y perseverantes en defender la causa de los oprimidos»9. La opción de Hernández fue siempre por los pobres y los desvalidos, los violentados por la injusticia social y política. Hay una frase categórica en su Instrucción del estanciero: «Ningún país es rico si no se preocupa de la suerte de sus pobres»10. Es, precisamente, en preservación de ellos y del bienestar y la paz sociales, que en este libro destina un capítulo a la «Formación de colonias con hijos del país» (Séptima parte, cap. IV). Frente a la obsesión de Sarmiento y de otros propulsores, de afincar en la campiña inmigración europea, Hernández advierte que se ha ido arrinconando a la clase proletaria de nuestros campos. No rechaza la inmigración, pero pone dos condiciones: que sea realmente colonizadora y que a los criollos se les dé igualdad de oportunidades que a los extranjeros. Este último reclamo, de elemental justicia, parece hoy irrisorio a nuestros ojos, pero denuncia la situación desmerecida del criollo campesino frente al inmigrante. Adviértase que la Instrucción del estanciero, es una década posterior al poema, de modo que, pese a la denuncia que éste contenía, poco o nada se había cambiado. La injusticia legalizada hace que el paisano se vea «frente a frente con una familia sumida en la miseria. No es un principio admisible, pero es una verdad práctica y reconocida que donde hay hambre, no hay honradez» (p. 305); y con ello se vulnera «la organización social, violentando sus tendencias naturales y afectando su moralidad» (p. 305). Hernández dice -sintetizo y remito al texto- que la colonia de hijos del país acentuará la sociabilidad de los hombres, afirmará su adhesión al sucio, fortificará los vínculos de la familia, despertara el amor al trabajo, reclamará la escuela y adelantará hacia una felicidad y armonía general de su vida (pp. 305-308). La defensa final de Hernández es la de un tipo humano nacional, el paisano criollo de campo, que encarna una peculiar forma de cultura, que supone -pone por debajo como fundamento- un conjunto de valores y de ideas en que éstos hallan raíz, sobre el hombre en su relación consigo mismo, con los demás hombres, con la realidad inmediata y con la realidad trascendente. El Martín Fierro muestra ese mundo cultural y los factores que lo resienten, lo socavan y amenazan. Ese ámbito cultural del gaucho argentino está asentado en una concepción cristiana del mundo. Por eso, todo cuanto tienda a robustecerlo, defenderlo, mantenerlo en su autenticidad es una forma de consolidación de valores evangélicos. La labor de Hernández puede definirse como una re-evangelización de la cultura del hombre de campo para librarla de las alienaciones, a que se la expone. Limitar la intención y el efecto del poema y de la prédica periodística de Hernández a un conflicto social, es no haber leído bien ni una ni obra; restringir su óptica a lo político, es desvirtuar mi esfuerzo. Ambas cosas están en su campaña en prosa y en verso, pero mi alcance misional es mayor. No se trata sólo de estructuras sociales y políticas, sino de ámbitos culturales en juego. Éstos reabsorben en sí todos los enfoques parcializados. Se trata de formas de vida y de concepciones del mundo, que hacen al resto de los planteos que ellas esclarecen.

Con claridad reafirma, por ejemplo, Hernández el mandato bíblico de redimir las realidades terrenas y ser los hombres continuadores de la creación:

«La misión del hombre, como prosecutor de la creación, como inteligencia que concibe, como voluntad que aspira, como intención que realiza, es desarrollar las fuerzas que realiza a su servicio, combinando causas, modificando efectos, robusteciendo elementos y sorprendiendo secretos que la naturaleza parecía guardar hasta ahora en impenetrable misterio».


(Instrucción, 18)                


Y esta redención de lo terreno se hace por la cultura de una sociedad que «se prueba lo mismo por una obra de arte, por una máquina, por un tejido, por un vellón» (p. 18). Es decir: cultura artística, industrial, artesanal, pecuaria. No se trata de imaginar a Hernández como un pensador original ni notable. Sólo se trata de advertir lo que había pensado con nítida definición y coherencia en todos estos aspectos y que su obra no es la del burro de la fábula: «En cuestiones de arte / borriquitos hay / que tocan la flauta / por casualidad». El Martín Fierro no es Sócrates en bata de potro, pero tampoco es un producto impensado de la casualidad o de una musa soplona y antojadiza.

Han sido difundidos y estudiados algunos de los conjuntos de artículos periodísticos hernandianos. Los más notables son, por cierto, los publicados a partir de agosto de 1860 en El Río de la Plata11, tres años antes de la aparición de Martín Fierro. Aquí sólo sintetizaré uno de los temas de su alegato: la legislación sobre el servicio de fronteras interiores: para la ley hay dos categorías de argentinos, los ciudadanos y los campesinos, hijos y entenados. La dicotomía ciudad-campaña se ha hecho más vigente que nunca, pero con otro signo que el dado por Sarmiento: la ciudad es la poseedora de todos los derechos, privilegios y garantías. La campaña está privada de ellos y sometida arbitrariamente a aquélla. Es de la campaña de donde han de salir los contingentes que sirvan en las fronteras y defiendan los intereses de los «ciudadanos»; el hombre de la campaña es el guardián de los bienes del de la ciudad. La situación es aberrante. La ominosa legislación desarraiga al paisano del seno do su familia y lo arrastra a la lucha contra el indio. Esto es un factor de profunda perturbación familiar, pues se decapita de padre y se la priva de sustento a la familia. A la sacrificada vida en medio del desierto pampeano se le suma el despojo con la leva. Este destrato y abuso legal hacen del gaucho un ilota, un paria desarraigado. La campaña sacrificada en aras de la civitas intacta. Y se produce el éxodo del paisano bonaerense a otras provincias, al Uruguay o «van a pedir hospitalidad en las tribus indígenas» (p. 204). Éste es el principio del desarraigo social, la quiebra familiar y la disgregación de la cultura nutricia de valores del paisano argentino.

Quiero señalar un hecho no destacado. José Manuel Estrada se anticipó a parte de la prédica de Hernández, por algunos meses del mismo año 1869, desde las páginas de la Revista Argentina12. Hay un oreo de ironía dirigido a los gobernantes que contrasta con la admonición dolida de Hernández: «¿Qué quiere decir 'campana', señores demócratas?», y abre un curioso capítulo de filología argentina con la distinción de «ciudades de ciudad» y «ciudades de campaña». Hay «Ley de elecciones para la ciudad y para la campaña». Unas para unas y otras para otras, no comunes. Ley de municipalidades, de organización de la justicia, de la policía, de la guardia nacional, «para la ciudad y para la campaña». «Hay dos derechos y dos formas de gobierno», «El derecho político no existe en la campiña». Y acola con humor y denuncia: «Hasta el día nada ha cambiado en la campaña, a no ser la ginebra por la hesperidina, para honor y provecho de Mr. Bagley» (p. 138)13.

«Las dos terceras partes de nuestros ciudadanos, sin moral, sin educación, sin religión, sin libertad, sin hogar, sufren tortura y claman desde lo profundo» (p. 148). Las palabras del salmista (De profundis clamo ad te) hallan doliente contexto criollo. Como se ve, las voces cristianas del momento se suman en graves señalamientos. Las leyes desconocían la fraterna igualdad evangélica de los hombres. En ese momento cristianizar era civilizar, realmente.

Hay un problema que Estrada no aborda y que Hernández si lo hace, pero no con enfoque especifico: la cristianización del indio. Por eso, y sin más espacio, en estas Cuartas Jornadas centradas en el siglo XIX, quiero recordar el final del texto del inciso 15, artículo 64, cap. IV de la Constitución de 1853: «Proveer la seguridad de las fronteras, conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo». Alberdi no incluyó, en su articulado, este aspecto en su proyecto de las Bases. Quien se aplica a reflexiones sobre ese punto concreto es Sarmiento, en sus Comentarios de la Constitución14. Plantea el problema de la legalidad de que «misioneros de otros cultos cristianos (realicen) el ejercicio de su ministerio entre los indígenas». No se planteó cómo hacerlo, en todo caso, desde la religión católica, expresa en el artículo. Estimo que ello responde, por lo menos, a su tendencia sajonizante. Y se propone tres puntos: 1) Si es legal: entiende que sí, en tanto si bien se sostiene un culto no se pone embarazo a otros; 2) Si es útil: estima que sí porque es agregar civilización y humanización al mundo indígena; 3) «¿Habría peligro en admitir en los territorios de la Patagonia y otros anexos (repárese en esto) a la República, pero habitados por indígenas, la acción independiente de misioneros de otras naciones? (quiere decir de otras religiones, además). Ésta es cuestión de mera política prudencial, extraña al asunto que nos ocupa» (p. 121). Valga como muestra esta interrupta reflexión de Sarmiento para que se aprecie cuántas implicaciones supone el problema de la evangelización del indio, por ejemplo. Aquí se estaría rozando un problema de soberanía nacional y, si se me apura, hasta diría de geopolítica.

En 1869 no se trataba -o no se trataba solamente- del desajuste entre el país legal o constitucional o ideal y el país real, según el distingo de Alberdi. Era más grave: el país legal no era ideal, era palmariamente arbitrario y discriminativo; en injusto. La cultura popular padece, en su protagonista, la agresión de la desigualdad jurídica y, con ello, las consecuencias sociales y morales que provocaba. Hernández es realista y revolucionario en sentido etimológico: ha girado en torno de sí, mirando alrededor y es así como se ha situado en el contexto nacional y conoce la realidad en que está incluido. De allí nace su sensatez, de su realismo revolucionario, frente a la desraizada ideología de arrastres iluministas. Todo proyecto suyo parte de lo dado y lo comprende. Para él, por ejemplo, conocer el país real era una forma de consolidar la soberanía, y con ella nuestra conciencia de cultura nacional. Por eso los reclamos en su artículo «Camino trasandino», del mismo año que Martín Fierro y anejo a la primera edición del poema15. Hay un sentido en esa anexión apendicular. Allí señala que, desde los gobiernos coloniales hasta sus días (1872), las autoridades han desatendido tres regiones argentinas: la andina, la patagónica y la chaqueña. «Nosotros heredamos esa apatía y ese descuido». Y se aplica a enumerar los viajeros que las exploraron y las describieron en sus libros para nuestro conocimiento -y que Pedro de Angelis difundiera en su Colección- y cómo hemos desatendido esos aportes para el fundamento de nuestra conciencia do soberanía. Transcribe Hernández unas palabras del meritorio marino español Basilio Villariño, que, en 1782, decía al Superintendente del Carmen:

«Si no vemos, si no andamos, si no descubrimos, estaremos metidos en nuestra ignorancia y tal vez algún tiempo nos enseñarán los extranjeros nuestras propias tierras, y lo que nosotros debíamos saber, pues no puedo ver que un inglés como Falkner nos esté enseñando y dándonos noticias individuales de los rincones de nuestra casa que nosotros ignoramos».


Un siglo después, apunta Hernández: «Hoy las cosas permanecen en el mismo estado». Hernández espolea tomas de conciencia de nuestra realidad nacional y cultural, y de los factores que las desnaturalizan, desde tres niveles: su labor parlamentaria, su labor periodística y su labor poética.




ArribaEl Martín Fierro: libro de misión

Martín Fierro es un doble ámbito de relaciones centrípetas y centrífugas. Confluyen en el poema dos seculares tradiciones culturales. La cultural oral, anónima, ágrafa, folklórica, de la cual se nutre el texto, ya desde su verso inicial. Todo el poema es literatura folklórica, un caso de proyección folklórica. La segunda tradición es la letrada, que se asoma en reminiscencias de la Biblia, de Dante, de Espronceda, en lo universal; vestigios de E. del Campo, Ascasubi y Bartolomé Hidalgo, en lo de casa. El campo parenético, por ejemplo, puede ilustrar el allegamiento de la doble corriente que se funde en una sola fluencia; hay hilos de los Libros Sapienciales del Antiguo Testamento, huellas de moralistas antiguos (Epicteto, Séneca) que se codean y hermanan con esos «evangelios pequeños», como llamó Baltasar Gracián a los refranes populares. Proverbios y refranes, sentencias de hombres de toga y dichos de varones de la pata en el suelo, conviven en el poema en callida iunctura. Hernández, se sabe, era lector gustoso de compilaciones y centones de dichos y máximas que, gracias a su memoria prodigiosa, podía retraer sin esfuerzo al hilo de la estrofa o de la charla16.

Al tiempo que campo de confluencias, el poema es ámbito de expansión. En efecto, brotan de él proyecciones en dos espacios culturales diferentes: el pueblo iletrado repite y retoca, en un proceso de folklorización, pasajes del poema; por otro lado, en el ámbito letrado, ha generado proyecciones literarias en Borges, Ghiano, Castellani, y otros. En síntesis, el Martín Fierro es encrucijada de confluencia de las dos vías de la tradición y punto de proyección por las mismas vías. Esto es una primera lección y aporte que nos sitúa en el texto como en un plexo de culturas, rico y vital, concentrado y expansivo a la vez.

No es mi intención analizar aspectos del poema. Sólo atenderé aquí a la manifestación explícita de propósitos que el autor asentó en sendas declaraciones prológales a las dos partes de su libro biológico.

Lo primero que debe aclararse es que Hernández no se propuso esquiciar un héroe paradigmático en su personaje. Esta intención estaba lejos de su natural realismo. Lo que quiere presentar, y lo hace de acuerdo con sus intenciones, es un representante de una clase desheredada, expósita, de nuestro país, a una determinada altura de su evolución, con su peculiar modo de sentir, de ser, y expresarse, pero también «con los arranques de su altivez inmoderados hasta el crimen, y con todos los impulsos y arrebatos, hijos de una naturaleza que la educación no ha pulido y suavizado. Mi objeto ha sido dibujar, a grandes rasgos, aunque fielmente, sus costumbres, sus trabajos y sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes: ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral» (Carta a Zoilo Miguens, 1872). Quiso que apareciera con vicios y con virtudes, señala su ignorancia y su indolencia, su independencia, su arrojo. La idealización del personaje, hasta alzarlo a héroe de epopeya, estará a cargo de algunos comentaristas del poema, tales Leopoldo Lugones o Ricardo Rojas. La infamación del personaje, hasta rebajarlo a malevo pendenciero, la tomarán a cargo otros intérpretes, como Calixto Oyuela y su deudor en este terreno, Jorge Luis Borges. Unos por de más, otros por de menos, al fiel del equilibrio lo alcanzan pocos críticos.

Lo que se propuso Hernández, lo logró: denunciar la agresión de una legislación injusta contra la forma de vida, la organización social y familiar del hombre de campo argentino hacia 1870. Esto en 1872. Pero cuando publica La vuelta de Martín Fierro (1879), lo precede con «Cuatro palabras de conversación con los lectores», en las que precisa los propósitos de su libro. Declara que está destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura y dar recreo a los hombres, después de la pesada carga de sus tareas cotidianas17. Pero, además de ello, enuncia, casi con modalidad pedagógica, una trabada serie de objetivos que es ilustrativo transcribir:

«Enseñando que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y bienestar.

Enalteciendo las virtudes morales que nacen de la ley natural y que sirven de base a todas las virtudes sociales.

Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración hacia su Creador, inclinándolos a obrar bien.

Afeando las supersticiones ridículas y generalizadas que nacen de una deplorable ignorancia.

Tendiendo a regularizar y dulcificar las costumbres, enseñando, por medios hábilmente escondidos, la moderación y el aprecio de sí mismo; el respeto a los demás; estimulando la fortaleza por el espectáculo del infortunio acerbo, aconsejando la perseverancia en el bien y la resignación en los trabajos.

Recordando a los padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus hijos, poniendo ante sus ojos los males que produce su olvido, induciéndolos por ese medio a que mediten y calculen por sí mismos todos los beneficios de su cumplimiento.

Enseñando a los hijos cómo deben respetar y honrar a los autores de sus días.

Fomentando en el esposo el amor a su esposa, recordando a ésta los santos deberes de su estado; encareciendo la felicidad del hogar, enseñando a todos a tratarse con respeto recíproco, robusteciendo por todos estos medios los vínculos de la familia y la sociabilidad.

Afirmando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse del respeto que es debido a los superiores y magistrados.

Enseñando a los hombres con escasas lecciones morales que deben ser humanos, clementes, caritativos con el huérfano y con el desvalido; fieles a la amistad; gratos a los favores recibidos; enemigos de la holgazanería y del vicio; conformes con los cambios de fortuna; amantes de la verdad, tolerantes, justos y prudentes siempre.

Un libro que todo esto, más que esto, o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar su pretensión, sin dejarla conocer siquiera, sería indudablemente un buen libro; y por cierto que levantaría el nivel moral e intelectual de sus lectores aunque dijera naides por nadie, resertor por desertor, mesmo por mismo y otros barbarismos semejantes».



A este libro aspiraba Hernández o, al menos «a parte de esto». Los enunciados son todas pautas de moral cristiana y preceptos evangélicos de vida. La cultura del hombre de campo argentino del siglo XIX es producto, en gran medida, de una evangelización original remota, que ha preservado sus notas a través del tiempo hasta el presente de Hernández, en que se advierte el riesgo de su desnaturalización por causas sociopolíticas que tienden a desvirtuarla, a enajenarla. Es en este punto en que acude Hernández con su prédica diaria y con su poema, en su resguardo y robustecimiento. En el apéndice, propongo un esquema simple de «Pautas posibles para el proceso de inculturación evangélica», que he trazado concertando sugerencias y orientaciones de diversos documentos eclesiales sobre la evangelización de la cultura. Si tomamos estas pautas y compulsamos con ellas el Martín Fierro sorprenderá verificar la adecuación que se advierte. Ello revelaría la clara conciencia del autor al diseñar y componer su obra: 1) conoce a fondo el contenido tradicional y las formas de la cultura del gaucho; 2) Tiene una abierta, porosa actitud comprensiva frente a ella; 3) Discrimina valores y disvalores en ella; 4) Robustece aquéllos, exaltándolos; 5) Modifica las valoraciones erradas, como la del coraje; 6) Pone en juego su capacidad creativa en un manejo insuperado del lenguaje poético de inflexión gauchesca; 7) Está atento a la doble perspectiva de lo humano, hacia lo inmediato y hacia lo trascendente, etc. Hernández sabe que «la cultura es la geórgica del espíritu», como decía Bacon. Conoce la tierra en que esa planta se alza y advierte el embate que contra ella llevan las instituciones sociopolíticas de la hora, para desgajarla o amortecerla. Su sentido geórgico lo empuja a cuidar del árbol de la cultura popular, aporcarle abono; a hacerles tomar conciencia de su valor y de su propiedad a sus mismos dueños, los hombres de la campaña, mostrándole su haber positivo y auténtico, haciéndoles orgullosos de su pertenencia. Hernández fue una síntesis lograda de cultura letrada y cultura ágrafa, del ojo y del oído, y ello lo habilitó para plasmar esta obra memorable que es una forma de conciencia cultural portátil de profundas raíces evangélicas: el Martín Fierro.





 
Indice