Saltar al contenido principal

José Luis Puerto

Semblanza crítica de José Luis Puerto Una cartografía del paraíso1

Por Ángel L. Prieto de Paula (Universidad de Alicante)

José Luis Puerto (Fuente: Imagen cortesía del autor).

No estoy seguro de que la sazón estilística de un poeta coincida siempre con el momento en que es más fiel a su espíritu. En algunos autores, su aproximación al lugar donde terminarán asentados implica distanciarse del punto de partida, ese espacio nutricio en que eran más ellos mismos. En otros se produce la sensación contraria: lo que hay antes de su madurez aún no responde al que ellos son (o habrán de ser), como si estuvieran buscándose. Cabría pensar que, al compás de su crecimiento, unos se alejan de lo que son en esencia, y otros, en cambio, se abocan más a ello. Mientras que los primeros van probando ornatos, complementos y añadidos, como si estuvieran dando forma a un personaje, los otros desbastan, como lo haría un escultor, la materia bruta para llegar hasta el nudo primordial, de manera que encuentran el origen en el término de su trayecto: para estos, al final de todo está el principio.

Si lo anterior tiene fundamento, no me cabe duda de que a José Luis Puerto (La Alberca, Salamanca, 1953) hay que ubicarlo en este segundo grupo de autores: los que se despojan y exprimen sucesivamente hasta lograr un estado irreductible, habitado por unos cuantos motivos identificables y propios -y, por propios, recurrentes-, las marcas de un estilo desguarnecido de hojarasca, y una actitud entregada a la vocación de los orígenes.

De su vida exterior poco hay que decir: licenciado en Filología Románica por la Universidad de Salamanca, ejerció hasta su jubilación la enseñanza de la lengua y la literatura españolas en institutos de Sevilla, Segovia y León, la ciudad en que terminó fijando su residencia. Es, por lo demás, autor de una amplia obra poética, ensayística y etnográfica, por la que en 2018 recibió el Premio Castilla y León de las Letras.

Ateniéndonos estrictamente a su poesía, en su primer libro, El tiempo que nos teje (1982), se perciben aún las secuelas del proceso de su aprendizaje: depósitos constituidos por acarreo de los escritores frecuentados y queridos, cicatrices culturales de esos maestros, incluso atracción por las fulguraciones irracionalistas de una vanguardia ya clásica en sus hornacinas historiográficas (pienso, por ejemplo, en el poema de sabor lorquiano «A veces por las avenidas»). Hay constancia de ello, aunque en los poemas procedentes de ese volumen no se note mucho: es lógico que así sea, pues quien efectúa la selección no es aquel poeta joven que lo escribió, sino este, que aplica su cedazo según una sensibilidad que se ha ido macerando y decantando en el curso de su existencia.

No insinúo que aquellos ingredientes del comienzo, que luego han perdido presencia o visibilidad, hayan sido cercenados a cuchillo, sino que han sufrido una depuración por doble vía: el desprendimiento, cuando no eran sustancia perenne o congénita de su personalidad, como hojas caedizas al sacudirse el árbol de la retórica; y la integración o apropiación de los materiales ajenos hasta que hacen masa con la savia del creador. Bien es cierto que aquel libro de Puerto era primero, pero no primerizo, y suponía ejercicios y balbuceos poéticos previos de los que no ha quedado registro en letra impresa. Así, junto a los rasgos heredados y las notas urbanas que declinarían enseguida, apuntan ya tímidamente algunas constantes de su mapa íntimo: la niñez como sanctasanctórum, la evocación de un doméstico illud tempus alumbrado apenas por los filamentos de una bombilla de luz pobre, la tos asmática del abuelo -una persistencia familiar y piadosa a lo largo de toda su obra- por la que se le escapaba la vida. Todo lo cual se expresa con parvedad de medios: estampas hilvanadas con escasos hilos referenciales, poemas breves, asonancias ocasionales, versos clásicos por lo común de siete y once sílabas, lenguaje despoblado. Todavía no demasiado lejos el poeta, por razón de edad, del paraíso de la infancia, en estos versos tan solo se esboza una memoria del jardín, el sintagma que fijará su mito personal y que le sirve para titular esta recopilación antológica.

Hubieron de pasar algunos años, y probablemente sufrirse algunas pérdidas, para que saliera a la luz Un jardín al olvido (1987). En el momento en que se convierte en centro de su poetización, el jardín del título, pueblo del origen y tiempo de la niñez, es ya una realidad desvanecida, cuya añoranza hubiera podido dar en un ruralismo casticista, del que lo libra la intensa subjetividad simbolizadora y mitógena. En virtud de esta, lo que podría haber quedado contraído a un manojo de recuerdos con incrustaciones costumbristas se abre hacia otras latitudes, y el paraíso de quien escribe se torna fabulación utópica, más allá de cualquier lugar, de una inocencia que ha padecido los embates del tiempo, por un lado, y de la sociedad tecnolátrica y mostrenca, por otro. Imágenes de la abuela, la escuela, el afilador, la leche en polvo de los americanos..., son otros tantos emblemas de aquel mundo ya ido donde radicaba la pureza. Algún poema en especial, así «La ropa tendi­da», recuerda enseguida a Claudio Rodrí­guez, y no solo por el simbolismo elegido para plasmar las operaciones del alma, sino por la ento­nación conativa (Subid, subid a los terrados, Mirad, mirad la ropa) y el maridaje en un mismo plano de realidades tangibles y apelaciones espirituales (manchas del desánimo, jabón de la inocen­cia). La niñez convocada en el libro manifiesta asimismo cercanía cordial a Carlos Sahagún, pero bebe también en Wordsworth o en Rilke. Quedan aquí establecidas las coordenadas que delimitarán su poesía a partir de entonces, entre las que se erige el milagro de la infancia junto al territorio original en que esta transcurrió: el oeste castellano en el que gotea la melancolía de Lusitania. No sucede igual con el lenguaje, que se aleja de la contención de su primer título -a la que luego retornaría- y opta por un mayor verbalismo, en ocasiones de cariz aleixan­drino, como lo delata esa proliferación de superlativos que parecen requerir la adhesión afectiva del lector.

Aquel mito personal iría fraguando en las siguientes entregas, cuajadas de referencias al espacio claustral de la casa y al espacio abierto del campo. En el primero encuentran su sitio los objetos, en un equilibrio inmanente: alacenas y cómodas, Cristos y palanganas, lozas, cántaras, alhajas... El reducto doméstico se asoma al exterior, ámbito de la naturaleza, por las «ventaninas»: verdor del heno, olor a ozono, limpidez del agua de lluvia, caballerías, borregas, cordilleras de nubes, nogales... La conexión entre lo exterior y lo interior propicia un cierto panteísmo, más visible -y audible- en la noche, que activa la reminiscencia. Las cosas son claves de sentidos más amplios, igual que esos escudos, mitras pontificales, anagramas... grabados en los dinteles pétreos de las viviendas de Alfranca: es esta la denominación de La Alberca en las viñetas en prosa de Las cordilleras del alba (1991), un libro no recogido aquí por su condición no estrictamente poética, pero congruente con los que sí están. Al cabo, el mundo del poeta va latiendo al ritmo litúrgico de las estaciones, hasta convertirse en el recinto de lo reconocible. Así se percibe en Paisaje de invierno (1993), donde tiene acogida Suite de Zurbarán, publicado antes como plaquette. Algo similar sucede con Visión de las ruinas, aparecido en 1990 en un cuaderno y parcialmente incluido con posterioridad en su libro Estelas, aunque en esta antología recupera su ubicación propia. De Visión de las ruinas se nos muestran aquí composiciones que simbolizan el ciclo de la vida y la muerte, cuya recursividad permite revisitar el tiempo de la niñez, sembrado de latín y gramáticas, desde un presente que encarna la derrota.

En el pórtico de las citas que abren Paisaje de invierno están muchas de sus señas literarias: Claudio Rodrí­guez, José Ángel Valente, Antonio Colinas, Edmond Jabès. En ulteriores libros amplía las referencias, pero no altera el núcleo de este territorio del alma, que puede traducirse como ejercicio de contemplación, intimidad, sacralidad, telurismo. El invierno del título no es símbolo de decrepitud, sino de reducción ascética. Frente a la cháchara ostentosa, la hibernación espiritual; frente a los gritos de la evidencia, el repliegue de un mundo en posición fetal. Desde este paisaje escueto se evocan otros paraísos excéntricos a los que no se accederá nunca: Amor, Honolulú qué lejos queda / En este mapa mudo de nuestro desampa­ro. El paisaje yerto, la ciudad de provincias, la hilaza del paño, la sazón de la fruta: así se representa el omphalos donde conver­gen, sueño y verdad, estampas de un culturalismo vital y necesario, en la otra orilla de los esplendores neomodernistas. El Greco y Zurbarán, Cavafis y Cernuda, Brueghel y Paul Klee..., no son excrecencias ornamentales, sino hebras que conforman la urdimbre del yo. En ellos se pronuncia asimismo una pertinaz y callada presencia de las cosas, como en un bodegón cartujano. La epifanía de lo real no excluye referencias abundantes a la temporalidad y la muerte -consunción y consuma­ción-, que impregnan huertos y tapiales, prímulas y saúcos, bulbos soterra­dos de los lirios, las vidas de los hombres. Pues, en efecto, este paisaje de invierno está atravesado por una mirada que estimula consideraciones afligidas sobre el destino humano. Nada extraño que reaparezca en estos versos aquel caballero azoriniano de «Una ciudad y un balcón» (Castilla) que, mano en mejilla, avistaba desde la atalaya de su melancolía el transcurrir del tiempo: Y el hombre que en su estancia medita en la derrota / Mientras pasan las horas; Un caballero, llenos los ojos de tristeza, / Medita con un libro / Entre sus manos frágiles; Las paredes calladas delimitan el ámbito, / El jardín interior en el que el hombre / Sueña o medita mientras pasa el tiempo.

Tras este avance en el diseño de un mundo asentado sobre las emociones naturales y una voluntad contemplativa, José Luis Puerto llega a las espléndidas Estelas (1995), en cuyos lienzos minerales registra la vida algunos de sus hitos. En su edición originaria, el libro adoptaba una estructura tripartita -«Estelas», «Visión de Apocalip­sis», «Seña­les en la piedra»- obediente a la distinta textura argumental de los poemas: lápidas donde se cincela el homenaje o el recuerdo, la primera; sucesivos monólogos dramáticos relativos a la iglesia románica de Nuestra Señora de la Peña de Sepúlveda, la segunda; y una más heterogénea combinación de asuntos, la tercera. Pero con independencia de dicha disposición y de la diversidad de la superficie, los poemas del libro constituyen asedios en un único sentido, lo que hace que en una antología como esta, donde no pueden mantenerse ni el número ni la ordenación de los poemas, se preserve en cambio la homogeneidad temática y estilística. El de la piedra es símbolo señero de todo el libro. Los poemas que responden a la configuración de estelas guardan, en lo externo, una más estrecha concomitancia con otras obras del autor, que a menudo se recrean en la infancia rural. Algunos son plenamente antológi­cos, si no es redundancia aquí; por ejemplo, «Estela para madre que zurce calcañares de calcetines», donde vuelve a una estampa que asoma en otros momentos de su escritura. En el tramo poético y vital que media entre El tiempo que nos teje y Estelas se han fundido realidad y mito: la madre que repasaba con su aguja las humildes prendas al mezquino resplandor de la bombilla, queda transfigurada ahora por una candidez uránica, como en una Anunciación de Fra Angelico. En «Estela de la mirada» se evoca una de las experiencias humanas más sutiles y alumbradoras, en los mismos predios de la aventura unitiva. A ella se han referido, además de Rilke, a quien se cita en el pórtico, Claudio Rodríguez («La contemplación viva»), y en diversas ocasiones Azorín (una entre varias: el capítulo titulado «Esas mujeres...», de Las confe­siones de un peque­ño filósofo). Hay en el poema de Puerto serenidad meditativa, pero también el pálpito virgiliano, o cristiano, de la compasión: el que se expresa en el encuentro azaroso de las miradas de dos seres, cuyos ojos expiden a los otros ojos y reciben de ellos espíritus luminosos en que se comunican las almas, según la filografía neoplatónica.

En los poemas procedentes de «Visión de Apocalipsis» monologan los personajes de la portada de la iglesia (coro de ángeles, Tetramorfos, dragón atravesado, ancianos), el entorno (agua del río, páramo) y «el contemplativo». Se trata de un concierto donde se confabulan Arte y Naturale­za -soldadas sus junturas por la intervención del contem­plador-, según pautas establecidas por un Dios armonizador y geómetra. Y por doquier resurgen temas y actitudes del pasado, al que se remonta el poeta retrospectivamente: «Aquí estuve otro tiempo de niñez paraí­so». Igual ocurre en la primera composición de «Díptico», cuyo motivo argumental -los signos grabados por el converso en el dintel de su casa, para subrayar su nuevo credo de la puerta hacia fuera- había aparecido en Las cordilleras del alba, y volverá a hacerlo más tarde. En todo caso, y asumiendo lo mucho que estos versos tienen de rememoración elegiaca, trascienden lo evocatorio y desbordan los reclamos de un humanismo en retroceso ante el materialismo rampante, pues su lugar es el de la revelación.

A partir de ahí, el universo de José Luis Puerto se muestra cuajado, si bien de ello no se deriva un ejercicio de repetición automimética en sus siguientes títulos. Así, Señales (1997) supone una continuación coherente del anterior, aunque entre aquel y este hay diferencias de formulación creativa. Aquel es más discursivo, este más sintético; aquel más concebido con argumentos, este con chispazos trémulos, en ocasiones sin apoyo en la historia externa. El verso con que concluye cada poema, sin punto final, extiende una suspensión hacia un nuevo ámbito, que queda solo esbozado y puede desplegarse en otro poema; pues cada composición es un hálito de esa respiración unitaria en torno a unas cuantas notas: epifanía, segregación respecto de los valores gregarios, repliegue hacia el centro, indecibilidad..., huellas todas de la escritura de los espirituales contemplativos. En congruencia con un proceso de regresión a lo primero y de desprendimiento de lo accesorio, los poemas de Puerto, que siempre se han mecido en los conductos rítmicos de heptasílabos y endecasílabos, con esporádicas cesiones al lujo del alejandrino, tienden a contraerse en metros más breves, enjutos como nunca antes.

La dicción se sostiene en una serie de reiteraciones en varios planos. Hay numerosas recurrencias temáticas en los distintos poemas, pero también entre este libro y otros anteriores -y otros que le sucederán-, que delatan una obsesión por motivos anclados en el círculo de la niñez aldeana, de la pobreza extrema, de la pureza, de la solidaridad entre desposeídos, todo lo cual crea una monocordia litúrgica pareja a la que, en el ámbito expresivo, generan las anáforas en sarta. De estos motivos cito, casi como un bajo continuo de toda su escritura, el asma del abuelo y la compasión impotente del niño (Yo conozco el jadeo); asimismo el aposento de la verdad, a resguardo de la mirada acusadora o la censura exterior, como en la vida agazapada del converso (Espacio de judío)... Hay también iteraciones estructurales, producidas por la yuxtaposición de nombres de ese reducto convocado, en cuya simplicidad armónica se ensamblan hombre, medio natural y entorno social. Como atendiendo a los requerimientos juanramonianos a la inteligencia (... dame / el nombre esacto de las cosas), el poeta nos emplaza a la manifestación de un mundo -cabe decir: del mundo- mediante el despliegue de sus nombres sustantivos: Señales de cerezo, cortinal, / Conventino, espeñitas, cirigüeñas, / Escalerón, esquila, campocasa, / Paredones, sembrados, balaústre, / Vasares, entremijo, creceor, / Salaero...; o a la reconstrucción del sagrario infantil -Platero, campaninas, / Sirinduela, castaño, / Conventino, la puente-, donde los contornos del yo se confunden con los de las palabras que lo ciñen y a las que se dirige, en una impetración sacramental: A vuestro territorio, / Llevadme, mis palabras, con vosotras.

La letanía provocada por la retahíla de términos se apaga durante unos poemas para volver recrecida después. Con frecuencia no son nombres sin más los que edifican este recinto ceremonial, sino frases truncas y sincopadas, sin cadena argumental, que inducen a algo que no termina de concretarse. No se hace como un capricho de estilo, sino por correspondencia con lo demandado por el tema; es lo que sucede en aquellas estancias poéticas, vedadas al exterior por necesidad, del referido «Espacio de judío»: Recintos de interior. / Allí donde no entra. / Quien no ha sido llamado. / Un lugar desde el margen. / El sitio sin lugar.

El de José Luis Puerto es, cada vez más claramente -o cada vez con menos reservas-, un universo de calado espiritual del que se excluye todo lo inesencial a esa experiencia en que el hombre queda a la intemperie. Es sabido, no obstante, que la recursividad apuntada atrás afecta también a la historia literaria, y que un escritor trabaja tanto con vivencias personales como con ecos de textos ajenos que se han naturalizado en él. De ahí que haya que atender a las citas de cada libro como muescas de la identidad propia; las de Señales, en concreto, ampliando las aludidas de Paisaje de invierno, descubren el tejido anímico que atañe a todo el libro y, tendiendo la mirada al horizonte, a toda su escritura: Valente, Rilke, Simone Weil, Novalis, Teresa de Ávila, Miguel de Molinos... Ante los lectores se abre la senda hacia un castillo interior solo accesible mediante una búsqueda purgativa, vinculada al ascetismo al que debe corresponder el lenguaje; y allá en el centro se esconde el relicario en que se custodian los signos de la existencia elemental, de la niñez intemporal, de la desnudez y la desposesión, de la palabra germinativa.

En el proceso de la escritura, cuya médula estética, aunque soberana y plenamente instituida, está en todo caso sometida a los vaivenes del siglo, asoma a las veces un cañamazo narrativo que suele expresarse más a menudo en prosa. Las sílabas del mundo (1999) se atiene a este modo de poemas, por lo general de mayor amplitud, y ni siquiera rehúye en determinadas ocasiones un tono moralizante conectado a la postura del autor respecto a las profanaciones del presente. «El territorio» es su primera composición -del libro y de las aquí incluidas-, y no supone tanto una delimitación geográfica o de ámbito cultural como la imagen de un hombre que va de camino. El antiquísimo homo viator enhebra retazos de los días, la aventura del amor, los avatares menudos, las cicatrices del dolor, la muerte apostada al final de la jornada..., todo aquello que se resuelve en las sílabas del mundo, sintagma con que concluye el poema y que encabeza el libro: un compendio de música y silencio que pautan el abismamiento y la belleza; también un canto a la palabra en que se plasma ese mundo. La retracción del yo, ya se ha dicho que alejado del estrépito y la algarabía, encuentra en el erizo un símbolo en que la comunión con el entorno se condice, sin paradoja alguna, con la retirada a los cuarteles del corazón.

La muerte como fusión amorosa con el universo rebasa las paredes de este libro y figura en todos los posteriores. El poema «Estar» concluye con la constatación futura de esa consumación consistente en ser algún día / lo que hemos amado. El tinte cósmico de tal comunión es bien conocido por cualquier lector del poeta; incluso si lo expone a través de evocaciones de otros autores. Es lo que ocurre con la que hacía de Cernuda en Paisaje de invierno: Dijo el cantor: / "Algún día / Seré las cosas que amo". Y ya en Las cordille­ras del alba había escrito: Algún día seré las cosas que amo. Algún día moraré en estos valles umbríos entre los castaña­res. El capítulo del que procede lo anterior se titula «Valles umbríos», igual que un poema de Estelas no recogido en esta antología, donde se destapan las ansias de conver­tirme al fin en lo que amo. No creo que quepa hablar estrictamente de hilozoísmo, en tanto que es la mirada del ser humano la que vuelca su anima a la naturaleza, y no la naturaleza la que destila el espíritu, como en las lágrimas de las cosas (sunt lacrimae rerum) del buen Virgilio. Pero sí existe, en cambio, a lo largo de esta escritura una visión panteísta, perceptible en las llamadas a la reintegración -retorno hacia la integridad o totalidad- en la naturaleza. Por eso resultan curiosas ciertas apelaciones que en Las sílabas del mundo, pero en general en su poesía de madurez, se hacen a un Dios más personal, en lo que podría considerarse un regreso a las formas iniciales de la fe infantil, con independencia de que en ocasiones se vistan con la cobertura del arte, como en «Agnus Dei», sobre un lienzo de Zurbarán.

En lo sustancial, el jardín de José Luis Puerto aparecía, si no clausurado, sí delimitado conceptual y expresivamente: un modo de propiciar que, en lo sucesivo, las palabras pudieran desentenderse de trazar el perímetro de su territorio psíquico. El poeta que había emprendido su camino con un libro en que daba cuenta del tiempo que nos teje y desteje, se aposentaba en un lugar estable desde el que lanzar una mirada a su pasado, el locus amoenus de la infancia, y al universo mundo, cada vez más ajado por la pérdida de la sacralidad. Topografía de la herida, un libro que ha mantenido su condición de inédito como tal, regresa a sus temas nodales. Algunas marcas de la existencialidad, registradas en la loma de la plenitud, le permiten desplegar ciertas trazas narrativas, relativamente argumentales, que decaen cuando el poeta se ensimisma en el agustiniano interior intimo meo. A estas alturas de la creación, Puerto renuncia a añadir nada que no sea constitutivo del ser, asumiendo que la riqueza no es acumulación, sino desistimiento; no progresión, sino acendramiento. Por eso De la intemperie (2004) reúne unos poemas que son cifra de esa actitud esencialista: modos de la oración; vocativos a los que se recurre para solicitar, exhortar, animar; imperativos que, abandonando la tendencia denotativa, espolean a acudir a lo alto y a escrutar en lo oscuro. Hay también incursiones de la historia en la geografía simbólica de esta poética: la despoblación debida a la incuria política, los «lugares de la desmemoria» donde yacen los fusilados de la guerra pasada.

Al comienzo, apuntaba a las laderas por las que podía echarse a rodar interpretativamente esta poesía: la de la nostalgia ruralista de un lado, la de la mitología utópica de otro. La gravidez de su lírica de madurez, según se evidencia en Proteger las moradas (2008) y en sus libros posteriores (Trazar la salvaguarda, 2011; La protección de lo invisible, 2017), ofrece una síntesis en que la calidez ancestral del mito es una irradiación sublimadora de la experiencia individual y fungible. Ello permite la transformación de usos para la consideración del antropólogo en alegorías míticas, la conversión de las llagas de una vida concreta instalada en la escasez (las anheladas visitas del padre, emigrante en Alemania) en estampas de una historia sagrada (la mujer a la espera del arcángel, otra vez como en una Anunciación), o -en un poema de Ritual de la inocencia, un libro en proceso del que se nos brindan algunas muestras- la anamnesis que suscita un objeto del pasado (una máquina de escribir que el emigrante regaló al hijo que quería ser escritor) y que se resuelve en una suerte de resurrección del padre. Misterios gozosos, y también dolorosos, de la poesía. Por lo demás, conmueve ver cómo se rotura lo roturado: el tamo sobre las cosas diarias, los ritos oferentes de la pobreza, las palabras que evocan, provocan y convocan, las oraciones que caen, como lágrimas de ceniza, en las piedras donde se fundó el mundo.

Todo este camino no ha sido en balde si atendemos a la expresión. El discurso concatenado y de palabras trenzadas fue dejando paso, casi imperceptiblemente, a un decir entrecortado y terminal, en que la articulación sintagmática cedía ante la efusión del verbo sin anclaje, en los umbrales de la afasia: ese lugar de la mudez en que, como Moisés en el monte Horeb, hay que descalzarse no ya para avanzar, sino para permanecer junto a esos arbustos del sentido que arden sin consumirse.

1. El presente texto reproduce, con mínimos cambios, «Una cartografía del paraíso (sobre la poesía de José Luis Puerto)», introducción a José Luis Puerto, Memoria del jardín (Selección de poesía, 1977-2018), 2.ª edición aumentada, Salamanca, Diputación de Salamanca, 2020, pp. 9-21 (1.ª ed.: 2006).

Subir