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ArribaAbajoCapítulo VII

Cómo Don cándido se decide a emigrar, y cuáles fueron las consecuencias de su primera tentativa


Pero no bien nuestro secretario privado tuvo un pie en la vereda, y otro sobre el alto escalón de la portería del convento, cuando una mujer, con sus gruesos rizos negros en completo desorden, y cuyo gran pañuelo de merino blanco con guardas rojas arrastraba la punta de su ángulo cuatro o seis dedos más abajo de la halda del vestido, le tomó el brazo y exclamó:

-¡Ah, qué felicidad! Son los dioses del Olimpo los que me han conducido por esta senda. ¡Oh! Ya no tenemos que temer del hado, pues que he hallado a usted.

-Señora, usted se equivoca -dijo Don Cándido estupefacto-, yo no tengo el honor de conocer a usted, ni creo que usted me conoce a mí, a pesar del hado y de los dioses del Olimpo.

-¡Que no os conozco! Vos sois Pílades.

-Yo soy Don Cándido Rodríguez, señora.

-No, vos sois Pílades; como Daniel, Ulises.

-¿Daniel?

-Sí, ¿ahora se hace usted el que no me conoce? Yo soy la señora Doña Marcelina, en cuya casa hizo usted parte de aquella estupenda tragedia en que...

-Señora, por el amor de todos los santos, cállese usted que estamos en la calle.

-Pero hablo despacio, apenas me oye usted mismo.

-Pero usted se equivoca. Yo no soy... yo no soy...

-¿Qué no es usted? ¡Oh! Más fácil hubiera sido a Orestes desconocer su patria, que a mí el desconocer a mis amigos; y sobre todo cuando están en peligro.

-¿En peligro?

-¡Sí, en peligro; se piensa hacer una hecatombe con usted y con el señor Don Daniel! -exclamó Doña Marcelina levantando su dedo índice a la altura de los ojos de Don Cándido; ojos que vagaron del cielo a la tierra, y de doña Marcelina al vestíbulo de la portería.

-Entre usted, señora -la dijo Don Cándido tomándola de la mano, entrándola y haciéndola sentar a su lado en un escaño.

-¿Qué hay? -continuó-. ¿Qué especies de profecías espantosas y terríficas son las que salen rápidas y tumultuosas de la boca de usted? ¿Dónde he conocido yo a usted?

-Contestaré, primero: que conocí a usted una mañana en casa de mi protector Daniel, y que otra vez lo vi a usted salir del zaguán de mi casa en aquella noche en que...

-Despacio.

-Bien. Agrego a usted que en este momento el cura Gaete está durmiendo la siesta en mi casa.

-¡En los infiernos debiera estar durmiendo!

-Despacio.

-Prosiga usted, buena mujer, prosiga usted.

-Durante la comida ha blasfemado contra usted y Daniel. Ha hecho brillar en su mano un puñal más grande que el de Bruto; y, con los furores de Orestes, ha jurado perseguir a ustedes con más encarnizamiento que Montegón a Capuleto.

-¡Qué horror!

-Pero hay más.

-¿Más que matarnos?

-Sí, hay más: ha jurado que desde esta noche, él y cuatro más van a espiar a usted y a Daniel para asesinarlos donde los encuentren.

-¡Desde esta noche!

-¡Oh! Al lado del pensamiento de Gaete es nada este verso de Creón:


    Moriré, morirás, morirán ellos,
Todos perecerán...



-¿Conoce usted la Argia, señor Don Cándido?

-Déjeme usted de comedias, señora -dijo Don Cándido pasándose la mano por su frente bañada de sudor.

-No es comedia, es una estupenda tragedia.

-¡Qué más tragedia que la que me pasa, Santo Dios! -exclamó Don Cándido.

-Y lo peor de todo es que Daniel y usted serán víctimas inocentes inmoladas a Júpiter.

-¿Inocentes? Yo, a lo menos, lo soy. Pero veo que en mi destino hay algo de raro, de extraño, de fenomenal. Fluctúo entre los sucesos como un débil barquichuelo a merced de las ondas. ¡Oh, fortuna, fortuna! No tienes tú la culpa, sino yo, yo que abandoné mi profesión, que hoy podía servirme para tener áncoras de salvación en mis discípulos. Porque ha de saber usted, señora, que yo he sido maestro de enseñanza primaria, y tenía adoptados los mejores métodos: a las ocho se entraba en clase; a las diez los niños iban a recreo mientras yo almorzaba; mi almuerzo era generalmente puchero, huevos y café con leche, sin vino, por supuesto, porque esta bebida embota las facultades mentales, razón por la cual los ingleses no tienen entendimiento; después duraba la clase hasta la una, hora en que los niños volvían a su casa y yo dormía un poco, no el sueño de ese infernal cura Gaete, que debe ser agitado por un enjambre de venenosas serpientes...

-Despacio. Pueden oírnos aquí mismo. Vivimos sobre un volcán, y yo, aunque mujer, soy quizá el ser más comprometido por mis antiguas relaciones y opiniones políticas. ¿Me conoce usted?

-No, señora, ni quiero conocerla.

-Pues estoy comprometida hace tiempo.

-¿Usted?

-Yo. Todos mis amigos han sido víctimas. Acercárseme y tener sobre su cabeza la cuchilla del ángel exterminador, es todo una misma cosa. Yo, mis amigos y la desgracia componemos las tres unidades de la tragedia clásica, según me lo explicó tantas veces el célebre poeta Lafinur, que sabía que con nada se me contentaba más que con darme lecciones de literatura. No puedo ni hablar con las personas sin que caigan en desgracia luego.

-¿Y eso me dice usted recién? -dijo Don Cándido tomando su sombrero y su caña de la India, que había puesto a su lado sobre el escaño, y preparándose a marchar de prisa.

-¡Deteneos, presunta víctima! -exclamó Doña Marcelina.

-¿Yo? ¿Al lado de usted?

-¿Y qué sería de vuestra vida y de la de Daniel si no hubiera yo volado a prevenirles el inmenso riesgo que están corriendo?

-¿Y qué será de mí si continúo hablando con usted?

-De todos modos usted ha de morir. El hado es implacable.

-El diablo es quien se la debía llevar a usted, señora.

-Conteneos, temerario: si no habláis conmigo, morís por la mano de Gaete; y si habláis conmigo, morís por la mano de las autoridades.

-¡Cruz! exclamó Don Cándido mirando a Doña Marcelina con despavoridos ojos, y cruzando los dos índices de sus manos.


    -¡Ah! ¿Cuándo no se ha visto
A la beneficencia haciendo ingratos?



Contestó Doña Marcelina con esos dos versos de un poeta español.

-Adiós, señora.

-Deteneos. Sólo la necesidad me obligaba a llegar a la casa del señor Don Daniel; los dioses me han hecho encontraros; ¿me juráis volar a su encuentro para comunicarle la catástrofe que os amenaza a los dos?

-Sí, señora, voy a verlo dentro de una hora. ¿Pero me jura usted, por su parte, no volver a pararme en la calle, páseme lo que me pase?

-¡Lo juro sobre la tumba de mis abuelos! -exclamó Doña Marcelina extendiendo su brazo y ahuecando la voz, cuyos ecos se perdieron bajo las bóvedas de la pequeña portería del convento de las Capuchinas.

Poco después Don Cándido bajaba a largo paso por la calle del Potosí, dobló por la de la Florida; tomó por la de la Victoria, y descendió al Bajo por la plaza del 25 de Mayo, dejando la fortaleza a su derecha.

Eran ya las tres de la tarde; hora en invierno en que los porteños no abandonan jamás su vieja costumbre de salir al sol, sean cualesquiera los sucesos políticos que sus rayos alumbran.

La alameda estaba cuajada de gente. Cinco tiros de cañón disparados por la batería, que desde el principio del bloqueo se había colocado en el Bajo del Retiro, tras el magnífico palacio del señor Laprida, que entonces ocupaba Mr. Slade, cónsul de los Estados Unidos, habían arrebatado de las calles a cuantos las transitaban en aquel momento, y traídolos a averiguar la causa de los cañonazos.

Ella no era otra, sin embargo, que la que daba lugar todos los días a iguales detonaciones; es decir, la aproximación a la costa de alguna ballenera francesa que sondeaba el río, o venía a reconocer algún lugar convenido, donde debía atracar bajo la oscuridad de la noche para recibir emigrados. De esas balleneras, sin embargo, ninguna fue echada a pique por las tres grandes baterías de la costa; y los artilleros de Rosas se contentaban con ver los estragos que hacían los proyectiles en las agitadas olas del gran río.

Esta vez la embarcación francesa sobre quien la batería del Retiro había hecho sus cinco tiros, fuese por jactancia del oficial que la mandaba, o porque para ello traía órdenes, habíase aproximado, a favor de la creciente del río, casi a tiro de fusil de la capitanía del puerto, quedando por consiguiente bajo los tiros de la fortaleza y de la batería del Retiro.

Toda la gente se apiñó sobre las toscas del desembarcadero; el peor de todos los de este mundo, porque no han querido hacerlo bueno.

-Vienen pasados -decían unos.

-¡A degüello con ellos en cuanto bajen! -exclamaba Larrazábal.

-¡El anteojo! -gritaba Ximeno desde las toscas a los oficiales de la capitanía del puerto.

-¡Es desembarco! -gritaban otros.

-Campo, que van a hacer fuego las baterías -decía desde su caballo un socio popular que dominaba con su talla toda la multitud de a pie, de a caballo y de carretas.

La ballenera entretanto arrió de repente su vela tiriana, a doscientas varas de la orilla del agua, y quedó a la capa con sus remos.

Todos estaban en expectación.

Pero no era ella sola el objeto de la mirada universal.

A cincuentas varas de la arena sobresalía del agua la negra y lustrosa superficie de una gran tosca adonde no se podía llegar sin haber atravesado esa distancia, con el agua hasta la pantorrilla cuando menos. Y parado sobre esa especie de isla, el punto más cercano a la ballenera, llamó de improviso la atención de todos un hombre vestido con un largo levitón blanco, con su sombrero en la mano, una caña de la India en la otra; y que indudablemente había atravesado a pie cuarenta varas de agua, sin que nadie lo echase de ver, pues que sólo por el agua se podía llegar a la peña.

Él era, como el lector conoce ya, nuestro Don Cándido Rodríguez, que al salir del convento concibió el proyecto de emigrar aunque fuese en una tina de baño, según él mismo se decía en la larga conversación que trajo consigo mismo.

-Este es tu día, Cándido -se decía sobre la peña-, la providencia te ha traído hasta este lugar. Ea, valor. En cuanto esa embarcación salvadora se aproxime más, corre, precipítate, vuela sobre este río, y ponte bajo la poderosa protección de esa bandera.

El miedo, que es el peor consejero del mundo, inspiraba de ese modo a nuestro desgraciado amigo, que no echaba de ver que a su retaguardia tenía cien o más jinetes federales, que con un par de rebencazos a sus caballos habrían llegado hasta él en dos minutos, al primer paso que diera hacia la embarcación, como sucedió en efecto.

El oficial de la ballenera paseaba su anteojo por aquella multitud de más de mil personas que había sobre el muelle, y todas las miradas se dividían entre él y Don Cándido, cuando el estallido del cañón dio sobre los nervios ese golpe eléctrico que acompaña siempre a la impresión del sonido violento, y cuatro pirámides sucesivas de agua, que se elevaron a pocas varas de la embarcación, arrebataron la mirada de todos, que prorrumpieron luego en un estrepitoso aplauso al tiro de la fortaleza.

En ese momento la ballenera izó su vela, y, como para tomar el viento sur necesitó dirigirse un momento hacia el oeste, todos creyeron que se venía sobre el muelle, y el primero que participó de esta preocupación fue, desgraciadamente, nuestro Don Cándido. Y desplegarse la vela, y bajar de la peña, entrarse al agua, y empezar a andar río adentro con el agua a la pantorrilla, todo fue la obra de un segundo.

Pero no bien acababa de poner sus pies en ese improvisado baño, cuando la ballenera viró de bordo y tomó al este, volando más bien que navegando con la brisa del sur. Y a ese mismo tiempo, mientras Don Cándido abría tamaños ojos y cruzaba sus manos, cuatro caballos levantaban nubes de agua, corriendo a gran galope sobre él.

Don Cándido volvió la cabeza cuando ya estaba rodeado de los cuatro verdaderos federales, en cuyos semblantes no pudo adivinar otra cosa nuestro pobre amigo que su última hora.

-Usted se iba -le dijo uno de ellos alzando sobre la cabeza de Don Cándido el cabo de fierro de un inmenso rebenque.

-No, señor, venía -contestó Don Cándido haciendo maquinalmente profundas reverencias a los jinetes y a los caballos, o más bien, a los caballos y a los jinetes, siguiendo el orden de una rigorosa cronología moral.

-¿Cómo es eso que venía, y se iba usted para adentro del río?

-Sí, mis distinguidos amigos federales; venía de casa del señor gobernador delegado, de quien soy secretario.

-¿Pero usted iba a alcanzar la ballenera? -le interrogó otro.

-No, señor, líbreme Dios de ello; quería acercarme solamente, lo más posible, para ver si la ballenera traía gente de desembarco en el fondo, para volver a avisarlo a los heroicos defensores de la Federación e incitarlos a triunfar o morir por el padre de cuantos hijos tiene Buenos Aires, y por el señor Don Felipe y su respetable familia.

Una grita estrepitosa contra los franceses y en loor de la Federación y de los federales sucedió al discurso de Don Cándido, en la multitud de marineros del puerto y carretilleros que se habían acercado, con el agua a la rodilla, hasta el lugar de aquella escena en que todos esperaron ver un desenlace trágico.

El coronel Crespo, el comandante Ximeno, Larrazábal y todos cuantos estaban sobre la pequeña barranca de la capitanía, no sabiendo lo que pasaba, y queriendo saberlo cuanto antes, dieron tan fuertes gritos e hicieron tan violentas señas a los de a caballo, que uno de estos hizo subir a Don Cándido a la grupa, medio cargado por algunos comedidos entusiastas de los que allí había. Y he aquí que condujeron en triunfo hasta la alameda al impertérrito secretario de Su Excelencia, que se había arrojado al agua para observar el fondo de la ballenera francesa.

Inútil es decir todas las felicitaciones que recibió Don Cándido. Pero no podemos callar que, a pretexto de estar mojado, el maestro de Daniel se despidió muy pronto de sus decididos amigos, y que por una reacción natural en su organización, la debilidad sucedió al coraje artificial con que logró salvarse del peligro que había corrido; y que tuvo que entrar a tomar una taza de café a un hotel inmediato a la capitanía, para poder llegar después a casa de Daniel como pensaba, a echarle en cara las consecuencias que estaba sufriendo, después de la vida política a que lo había arrastrado, y a prevenirle que la vida de los dos estaba expuesta a ser sacrificada en hecatombe, como decía Doña Marcelina.




ArribaAbajoCapítulo VIII

La guardia de Luján y Santos Lugares


Era el 21 de agosto.

El refulgente rey del universo descendía con su manto de nácares y oro, allá sobre el confín del horizonte que bordaba las planicies esmeraltadas de los campos, llanos como la superficie de un mar en calma. Su frente no llevaba esa corona de rubíes con que el cielo del trópico lo magnifica en los momentos de decirle adiós; ni en redor suyo se abrían de improviso esos espléndidos jardines de luz que irradian fosfóricos en las latitudes del crucero, donde la coqueta Naturaleza se divierte en inventar perspectivas sobre los confines del alba y del ocaso.

Nuestro sol meridional descendía, sin más belleza que la suya propia, sobre los desiertos de la Pampa.

Escuadrones de pájaros salvajes volaban al oeste, como a alcanzar el sol.

La brisa del sur hacía ondular la superficie verde de los campos, y agitaba la crin de alguno que otro potro perdido en el desierto, fijos sus ojos en el sol poniente.

Toda la Naturaleza tenía allí ese aspecto desconsolador, agreste e imponente al mismo tiempo, que impresiona al espíritu argentino y parece contribuir a dar el temple a sus pasiones profundas y a sus ideas atrevidas.

Naturaleza especial en la América, Naturaleza madre e institutriz del gaucho.

Ese ser que por sus instintos se aproxima al hombre de la Naturaleza; y por su religión y por su idioma se da la mano con la sociedad civilizada.

Por sus habitudes no se aproxima a nadie, sino a él mismo; porque el gaucho argentino no tiene tipo en el mundo, por más que se han empeñado en compararlo unos al árabe, otros al gitano, otros al indígena de nuestros desiertos.

La Naturaleza lo educa. Nace bajo los espectáculos más salvajes de ella, y crece luchando con ella y aprendiendo de ella.

La inmensidad, la intemperie, la soledad, y las tormentas de nuestro clima meridional, son las impresiones que desde su niñez comienzan a templar su espíritu y sus nervios, y a formarle la conciencia de su valor y de sus medios. Solo, abandonado a sí mismo, aislado, por decirlo así, del trato de la sociedad civilizada; siempre en lucha con los elementos, con las necesidades y los peligros, su espíritu se ensoberbece a medida que él triunfa de su destino. Sus ideas se melancolizan; su vida se reconcentra en vez de expandirse. La soledad y la Naturaleza han puesto en acción sobre su espíritu sus leyes invariables y eternas; y la libertad y la independencia de instintos humanos se convierten en condiciones imprescindibles de la vida del gaucho.

El caballo concluye la obra de la Naturaleza: es el elemento material que contribuye a la acción de su moral. Criado sobre él, la inmensidad de los desiertos se limita y apoca para aquel que la atraviesa al vuelo de su caballo. Criado sobre él, se hace su déspota y su amigo al mismo tiempo. Sobre él, no teme ni a los hombres ni a la Naturaleza; y sobre él, es un modelo de gracia y de soltura, que no debe nada, ni al indio americano, ni al jinete europeo.

Los trabajos de pastoreo a que se entrega por necesidad y por vocación, completan después su educación física y moral. En ellos se hace fuerte, diestro y atrevido; y en ellos adquiere esa desgraciada indiferencia a los espectáculos de sangre, que influyen tanto en la moral del gaucho.

Entre el hombre y el animal existe esa simpatía íntima, esa relación común que tiene su origen en la circulación de la sangre. El gaucho pierde la una y la otra por la habitud de verter la sangre, que viene a convertirse en él, de ocupación en necesidad, y de necesidad en diversión.

Esa vida y esa educación le dan una idea tal de su superioridad sobre el hombre de la ciudad, que sin esfuerzo y naturalmente siente por él un profundísimo desprecio.

El hombre de la ciudad monta mal a caballo; es incapaz de conducirse por sí solo en las llanuras desiertas; más incapaz aún de procurarse en ellas la satisfacción de sus necesidades, y, por último, el hombre de la ciudad no sabe prender un toro al certero lazo de los gauchos, y tiene miedo de hundir un cuchillo hasta el puño en la garganta del animal; y no sabe ver sin agitación que su brazo está empapado en los borbotones de la sangre.

Lo desprecia; y desprecia a la vez la acción de la justicia, porque la justicia viene de la ciudad; y porque el gaucho tiene su caballo, su cuchillo, su lazo y los desiertos, donde ir a vivir sin otro auxilio que el suyo propio, y sin temor de ser alcanzado por nadie.

Esta clase de hombres es la que constituye el pueblo argentino, propiamente hablando; y que está rodeando siempre, como una tempestad, los horizontes de las ciudades.

Esa clase, empero, tributa con facilidad su respeto y su admiración a ciertos hombres: que son aquellos que sobresalen por sus condiciones de gaucho.

Nada más común en las sociedades civilizadas que malos generales al frente de numerosos ejércitos; que jefes ignorantes de partido a la cabeza de millares de prosélitos. Pero entre los gauchos tal aberración es imposible. El caudillo del gaucho es siempre el mejor gaucho. Él tiene que alcanzar ese puesto con pruebas materiales, continuadas y públicas. Tiene que adquirir su prestigio sobre el lomo de los potros; con el lazo en la mano; entre las charcas de sangre; durmiendo a la intemperie; conociendo palmo a palmo todas nuestras campañas; desobedeciendo constantemente a las autoridades civiles y militares; y burlando y hostilizando día por día cuanta mejora industrial, cuanta disposición y cuanto hombre llega de las ciudades a la campaña.

¡Sin estas condiciones principales es inútil pensar en acaudillar los gauchos! ¡Pero el que las posee y sabe ostentarlas a tiempo, ése es su caudillo, que los conduce y hace de ellos lo que mejor le place!

Ese es el gaucho; y su importancia social y política se comprende en nuestra revolución, con pasar la vista, como un relámpago solamente, sobre el inmenso cuadro de nuestra historia.

Las provincias del Río de la Plata habían llegado a ocupar en la América una extensión y una importancia tal, que cuando Carlos III se ve forzado a repeler de nuevo con las armas las pretensiones de los portugueses en ellas, y aconsejado a nombrar de jefe de la expedición que debía salir de Cádiz al teniente general Don Pedro Zeballos, cree de oportunidad y de conveniencia poner su real sello en la cédula que erigía en virreinato las provincias del Río de la Plata, Paraguay, Tucumán, Potosí, Santa Cruz de la Sierra, Charcas, y las lindantes de Mendoza y San Juan, creando por su virrey al mismo teniente general Zeballos, que recibe dicha cédula de erección, fecha en San Ildefonso el 1.º de agosto de 1777.

Ya tenemos, pues, descubierta, conquistada, poblada y constituida en virreinato español esa hermosa región de la América meridional, donde la providencia había decretado la iniciación y complemento de la grande obra que había imaginado en su inefable idea, para la reivindicación de la humanidad ultrajada, y de los magníficos destinos de un mundo, a quien la ambición, la ignorancia y la superstición sofocaban.

La esclavitud de la América, que empezó desde el primer instante de su descubrimiento, fue gemela con una completa revolución en Europa; y por una de esas reproducciones pasmosas que se encuentran en la historia de la humanidad, su libertad lo fue de otra no menos vasta revolución europea.

Los grandes movimientos sociales pueden ser la obra de un solo hombre, de una sola palabra; pero sus consecuencias no pueden ser calculadas ni contenidas muchas veces por una generación, ni por un siglo. Y la reunión de los estados generales en Francia estuvo muy lejos de prever que ella sería la causa generatriz de la decapitación de una familia, defendida por Dios; del derrocamiento de un trono afianzado por los siglos; de la improvisación de una república; de un imperio; del cataclismo universal de la Europa; de la canonización de la filosofía del siglo XVIII, y, por último, la causa indirecta de la libertad de las colonias españolas en la América, oprimidas por el poder incontrastable de su metrópoli; pero así sucedió, sin embargo.

La raza americana tenía ya la conciencia de su situación desgraciada. La naturaleza meridional no había desmentido su generosidad con la inteligencia de los americanos; y la sangre española, tan ardiente como orgullosa, estaba en sus venas. Los sucesos de la Europa llegaban furtivamente; pero al fin llegaban hasta ellos. Algunos libros del siglo XVIII; algunos debates de la Convención francesa; algunos periódicos de la república, se escurrían de contrabando entre las mercaderías con que la madre España suplía a las primeras necesidades de sus hijos; y las ideas, primera semilla de las revoluciones, iban formando y dando nociones exactas a los hombres capaces, pero inapercibidos de las colonias.

La conciencia estaba hecha; el convencimiento estaba hecho; los instintos eran uniformes; no faltaba sino la decisión y la oportunidad.

La Revolución Francesa se encargó de ella.

Fernando VII es arrebatado de su pueblo. El trono español queda vacío. Las provincias del reino se dan sus gobiernos respectivos; o más bien, se gobiernan como pueden entre la tormenta que las sacudía; la capital del virreinato de Buenos Aires quiere darse también sus gobernantes; y bajo ese pretexto, que las circunstancias le ofrecían, pronuncia la primera palabra de su libertad, el 25 de Mayo de 1810.

Ese movimiento fue el iniciador de la revolución; y con ésta, la revolución del continente.

Buenos Aires descubre su pensamiento revolucionario; la América entera se electriza con él; y tras el primer relámpago, ahí tenéis bajo los cielos americanos esa tempestad de combates y de glorias, entre la cual estallaba el pensamiento y el cañón, al choque violento de dos mundos, de dos creencias, de dos siglos.

La España disputa palmo a palmo su dominación; y palmo a palmo sostiene, defiende y hace triunfar su libertad la América, en el decurso de quince años.

Buenos Aires es en la lucha, y durante ese tiempo, lo que Dios en el universo; ella está y resplandece en todas partes. Su espada da la libertad, o contribuye a ella, en todas partes: sus ideas, sus hombres, sus tesoros, no faltan en ninguna; y la guerrera y pertinaz España, donde no hallaba un hombre, hallaba un principio; donde no hallaba un principio, hallaba una imitación de Buenos Aires. Las provincias del Río de la Plata eran su ángel malo, cuyo influjo dañoso la perseguía como la sombra al cuerpo.

La España resiste con valor; sangre por sangre se cambia en las batallas, pero la revolución era demasiado inmensa y demasiado sólida, para que la España pudiera sofocarla con su mano en el siglo XIX, y la España vencida en la América, la América se hace para siempre jamás independiente.

Pero el pensamiento de Mayo había bebido sus inspiraciones en fuente harto caudalosa, para poder conformarse con asignar a la revolución los límites de una independencia política, y de una libertad civil solamente. Él inició más que todo eso, y por más que eso combatieron sus hijos.

Era una revolución totalmente social lo que buscaba. Una revolución reformadora de la sociedad educada por la España de la Inquisición, del absolutismo y de las preocupaciones hereditarias de tres siglos, en política, en legislación, en filosofía y en costumbres. Y bajo el humo de las batallas que ennegrecía el cielo americano, Buenos Aires marchaba a pasos, por desgracia demasiado rápidos, en la senda de su atrevido cuanto sublime pensamiento.

Sus brazos se extienden por todo el continente; y su inteligencia formula y elabora al mismo tiempo su existencia nueva.

Libres en política, y colonos en tradiciones sociales, legislativas y filosóficas, habría sido una anomalía monstruosa.

Romper con las viejas preocupaciones españolas en política, en comercio, en literatura, y hasta en costumbres, cuando el pueblo se las fuese dando a sí mismo, era imprimir a la revolución el movimiento reformador del siglo: era ponerse a la altura de las ideas de la época; era hacer, en fin, lo que la misma España había de tentar más tarde bajo el reinado de Isabel II.

«Quedarse fijo en su abuelo y en su bisabuelo» para por esa solidaridad de tradiciones paternas darse la mano con la civilización europea, como acaba de pretenderlo no sé qué mal conocedor de nuestra historia europea, que ha escrito no sé qué con el título de Nueva Troya, era cuanto se necesitaba para no ser más de lo que fueron el abuelo y el bisabuelo, en tiempo de Carlos III y de su antecesor. Reproducción que, felizmente, la revolución tuvo el buen sentido de no apetecer jamás.

El mejor alguacil del santo oficio no habría opinado de otro modo; jurando que era una verdadera herejía no ser el nieto lo que fue el abuelo. Pero sigamos el campo de los vastos acontecimientos que narramos de carrera; y asimismo se han de percibir claras y distintas la reproducción del abuelo y bisabuelo en el nieto, dando sus naturales consecuencias; y las que nacieron del divorcio de estas tradiciones pestilentes.

En medio del estrépito de las armas, Buenos Aires, esa capital donde se reunían los contingentes de ideas que le enviaban todas las provincias de la unión, como enviaban a las batallas los contingentes de lanzas, marcha a grandes pasos en el camino de la revolución social; y todas las tradiciones de la colonia son tumbadas por la mano de la república. Los grandes principios se fundan y se practican a la vez. La república; el gobierno representativo; el ministerio responsable; el sistema electoral; la libertad de la conciencia, del pensamiento, del comercio; la igualdad democrática; la inviolabilidad de los derechos; todo, en fin, cuanto la revolución europea tenía de más santo, de más social, lo canoniza para sí la revolución del Plata. Y a la luz de este brillante día que se levantaba sobre sus olas, surgieron de la revolución esas cabezas chispeantes de genio que hicieron el honor y la gloria de la república, no menos grandes que el honor y la gloria que conquistaba con sus armas sobre los campos de batalla.

Pero dos grandes principios de resistencia debían encontrarse de frente con la reforma social, y desde sus primeros días se le presentaron, en efecto, disfrazados bajo distintos modos.

De una parte, el sistema de gobierno republicano que la revolución improvisaba, debía resentir los hábitos monárquicos de una sociedad nacida y educada bajo la monarquía absoluta.

De otra parte, la innovación civilizadora debía despertar las susceptibilidades del pueblo colonial atrasado, ignorante y apegado a sus tradiciones seculares.

Y esa reacción franca, ingenua, inevitable, que sucede a las grandes innovaciones sociales, cuando se obran sobre pueblos no preparados a ellas, debía estallar y estalló, en efecto, en la república.

De otro lado, la revolución había creado en todas las clases de la sociedad sus representantes, su expresión y sus intereses; y la reacción se hizo sentir, primero en las rebeliones parciales; después en las distintas pretensiones de provincia; y últimamente en el pronunciamiento espontáneo y franco del pueblo semisalvaje de las florestas, restaurando el absolutismo y la ignorancia de sus abuelos y bisabuelos, contra la clase ilustrada de las ciudades, que representaba el principio civilizador.

Ibarra, Bustos, López, Quiroga, de una parte, Rivadavia y los congresales de la otra, no eran sino las peripecias de esa guerra sorda, pero gigantesca, que se disputaba en la república el triunfo de principios y de cosas diametralmente opuestas, como eran la tradición colonial y la innovación revolucionaria.

La historia de las revoluciones sociales en el mundo es el tratado de lógica más perfecto: a tales causas han de suceder tales efectos. Y el gran trastorno que sufría aquí el principio monárquico; la improvisación de una república, donde no había ni ilustración ni virtudes para conservarla; y la plantificación repentina de ideas y de hábitos civilizados, en pueblos acostumbrados a la cómoda inercia de la ignorancia, eran una utopía magnífica pero impracticable, con la cual la barbarie daría en tierra; hasta que una enseñanza más prolija, en la escuela misma de las desgracias públicas, crease una generación que la levantase y la pusiese en práctica: tal cosa debía suceder; y así ha sucedido, por desgracia.

Durante que las ideas y los hombres se disputaban intereses locales y transitorios, en la época en que se constituía la república, y al amparo de las guerras civiles consiguientes, la reacción social tronaba como una tempestad espantosa en los horizontes del Plata; y en un momento en que ciertos sucesos malhadados de nuestra historia tan dramática dejaron desierta la escena, todos los principios reaccionarios de la revolución aparecieron en ella personificados maravillosamente bien en un solo hombre; como sucede siempre en los grandes movimientos sociales, prósperos o adversos para la humanidad; en que Dios o el demonio hacen de todas las ideas y los instintos una sola masa en forma humana, cuyo destino es representar el bien o el mal, según sean los elementos de que se ha formado su vida.

Ese hombre era Rosas.

Rosas, que era el mejor gaucho en todo sentido; que reunía a su educación y a sus propensiones salvajes, todos los vicios de la civilización; porque sabía hablar, mentir y alucinar.

La reacción había estallado; y personificada en él, él debía serla fiel, porque el día que la hiciera traición, los sacerdotes sacrificarían el ídolo. Y fiel a su origen, y a la misión que acepta, da al gaucho, a sus ideas y a sus hábitos, el predominio de la sociedad bonaerense, luego que se asegura con el triunfo el imperio de la reacción.

Sorprendida Buenos Aires, tiene que soportar esa imposición terrible de la fuerza. Ya no era la cuestión de unitarios y federales: eran la civilización y la barbarie las que quedaron para disputar más tarde su predominio. Entre tanto, con la derrota de los unitarios la civilización quedó vencida temporariamente, porque el mismo partido federal, como representante de un principio político, quedó postrado por el triunfo del caudillo gaucho, que tomando por pretexto la Federación, echó por tierra federación y unidad. Sin embargo, el partido federal sonreía creyéndose vencedor, mientras que legaba a la historia el derecho de acusarlo justa y terriblemente algún día, por haber querido comprar el sacrificio de sus adversarios políticos con la libertad y el honor de su país, entregándolo a manos de un bandido que debía más tarde pisar con el casco de sus potros los derechos mismos que buscaban bajo el sistema federal. Porque es mentira que padecieron un error los federalistas; es mentira que no conocieron a Rosas: Rosas fue conocido desde que tuvo quince años. A esa edad fue hijo insolente; a los diez y seis fue hijo huido; más tarde fue un gaucho ingrato con sus bienhechores; después fue siempre un bandido rebelde a las autoridades de su país.

Ese era el hombre que en 1840 se encerraba en los reductos de Santos Lugares, porque marchaba sobre la ciudad el puñado de libertadores que conducía el general Lavalle.

Llevemos la vista hasta los campos de Luján, y allí encontraremos esa cruzada de valientes, a la indecisa luz de los crepúsculos de la tarde, símil de la indecisa suerte que corrían; todo el mundo a caballo, y el pequeño ejército dividido en dos cuerpos; el primero mandado por el general Lavalle, el segundo por el coronel Vilela.

Estos dos cuerpos iban a separarse momentáneamente; el primero iba a dirigirse hacia el sur; el segundo quedaba sobre Luján.

El general Lavalle quería conocer primero el espíritu de la campaña al sur, antes de marchar sobre la capital. En el norte no se habían reunido a su ejército sino algunos grupos insignificantes de vecinos, pero las milicias y las fuerzas de línea permanecían fieles al tirano.

Los dos cuerpos del ejército se despidieron dando vivas a la libertad de la patria; de esa patria tan cara para sus buenos hijos, y cuyos campos debían regar bien pronto con su noble sangre.

Los escuadrones marchaban, y todavía los soldados se despedían con sus lanzas y sus espadas.

El escuadrón Mayo, que pertenecía al segundo cuerpo, entonó entonces el himno nacional; canto de victoria de nuestras viejas legiones, cuyas palabras se escapaban con la vida del que caía al bote de las pujantes lanzas españolas. Y hasta que allá en el horizonte, cubierto con los oscuros velos de la noche, se perdieron las sombras del general Lavalle y sus valientes, los soldados del segundo grupo permanecieron a caballo.

Después los legionarios de la libertad encendieron sus fogones para calentar su cuerpo entumecido por el frío de aquel rigoroso invierno, mientras que el calor de su alma entusiasmada lo bebían en la fe, en la esperanza y en los recuerdos santos de la patria.

La noche descorrió su manto de estrellas sobre aquel romancesco campamento, donde no palpitaba un corazón que no fuera puro y digno de la mirada protectora de la providencia. Y sólo esas estrellas podrían revelarnos los suspiros de amor que se elevaban hasta ellas, exhalados por el pecho tierno de aquellos soldados, arrancados por la libertad a las caricias maternales y a las sonrisas de la mujer amada, en la edad en que la vida del hombre abre el jardín de los efectos purísimos de su alma...

¡Antítesis terrible! ¡A doce leguas de ese lugar en que la libertad velaba con su manto de armiño el tranquilo sueño de sus hijos, un ejército de esclavos dormía soñando con el crimen a la sombra de la mano de fierro de un tirano!

Seis mil soldados, tendidos entre los reductos de Santos Lugares, estaban esperando la voz del asesino de su patria para abocar sus armas contra los mismos que les traían la libertad. Traidores a su madre común, podían serlo también al hombre a quien vendían sus derechos; y en el silencio de la noche los campamentos eran patrullados triplemente por partidas que se mudaban cada dos horas. Unas vigilaban la parte exterior de los reductos, otras paseaban en redor del campamento, y otra patrullaba por entre las carpas de los soldados. ¿Estaba entre ellas la tienda del tirano? ¿La banderola o el fierro de su lanza la hacía descubrir en parte alguna? No. Rosas no tenía tienda. De día escribía dentro de una galera, y de noche no se supo jamás su lugar fijo. Fingía echar su recado en tal paraje para pasar la noche, y media hora después estaba su recado solo con algún soldado que lo cuidaba. ¿Vigilaba? No, huía; mudaba de lugar y de escolta para que todos ignorasen dónde estaba.

El general Lavalle entretanto, dormía entre sus jóvenes soldados, con la misma confianza con que había dormido sobre la cama de Rosas, once años antes, cuando fue él solo con sus edecanes a hacer arreglos al campamento mismo de su enemigo.




ArribaAbajoCapítulo IX

Manuela Rosas


Ya que hemos dejado al lector en conocimiento de la situación política y militar, en sus grandes manifestaciones, a la época a que hemos llegado en nuestra historia, es necesario conducirle ahora a un más minucioso conocimiento individual de los personajes que caracterizan la época, y que han de contribuir al desenlace de los acontecimientos que habrán de fijar la suerte respectiva de los protagonistas de la obra, a que nos vamos a acercar bien pronto.

Manuela Rosas es el rasgo histórico más visible, después de su padre, en el cuadro de la dictadura argentina.

En 1840 ella no es una sombra, sin embargo, de lo que fue más tarde, pero en esa época ella empezaba a ser la primera víctima de su padre y el mejor instrumento, sin quererlo ser y sin saberlo, de sus diabólicos planes.

Manuela estaba en la edad más risueña de la vida: contaba apenas de veinte y dos a veinte y tres años. Alta, delgada, talle redondo y fino, formas graciosas y ligeramente dibujadas; fisonomía americana, pálida, ojerosa, ojos pardo-claro, de pupila inquieta y de mirada inteligente; frente poco espaciosa pero bien dibujada; cabello castaño oscuro, abundante y fino; nariz recta, y boca grande, pero fresca y picante; tal era Manuela en 1840.

Su carácter era alegre, fácil y comunicativo. Pero de vez en cuando se notaba en ella, después de algún tiempo, algo de pesadumbre, de melancolía, de disgustos; y sus vivos ojos eran cubiertos alguna vez por sus párpados irritados; lloraba, pero lloraba en secreto como las personas que verdaderamente sufren.

Su educación de cultura era descuidada, pero su talento natural suplía los vacíos de ella.

Su madre, mujer de talento y de intriga, pero vulgar, no había hecho nada por la perfecta educación de su hija. Y huérfana de madre hacía dos años, Manuela no contaba, a la época que narramos, con otro ser que debiera interesarse por ella, que su padre; porque su hermano era un bellaco rudo inclinado al mal, y sus parientes se cuidaban mucho de Juan Manuel, pero nada de Manuela.

Su corazón había sentido dos veces ya la tierna serenata del amor a sus cerradas puertas; pero las dos veces la mano de su padre vino a echar los cerrojos de ellas, y la pobre joven tuvo que ver los más bellos encantos de la vida de una mujer a través del cristal de su imaginación.

Su padre había decretado el celibato eterno de aquella criatura sabedora de todas las miserias, de todas sus intrigas y de todos sus crímenes; porque entregaría todos esos importantes secretos con el corazón de la joven.

Ella, además, era su instrumento de popularidad. Con ella lisonjeaba el amor propio del plebeyo alzado de repente a condición distinguida en la amistad del jefe federal. Con ella trasmitía su pensamiento a sus más abyectos servidores. Con ella, en fin, sabía la palabra y hasta el gesto de cuantos se acercaban a comprar con una oficiosidad viciosa o criminal algún destino, algún favor, algún título de consideración federal.

Su hija, además, era el ángel custodio de su vida; velaba hasta el movimiento de los párpados de los que se acercaban a su padre; vigilaba la casa, las puertas y hasta los alimentos.

Nos acercamos a esta mujer desgraciada en los momentos en que su salón está cuajado de gentes, y ella es allí la emperatriz de aquella extraña corte.

Pero nuestra mirada no puede divisar bien las fisonomías; es necesario acercarse a ellas porque una densa nube de humo de tabaco eclipsa la luz de las bujías.

Los principales miembros de la Sociedad Popular hacen su visita de costumbre en ese momento. Y fuman, juran, blasfeman y ensucian la alfombra con el lodo de sus botas o con el agua que destilan sus empapados ponchos.

Allí está viva y palpitante la democracia de la Federación. Gaetán, Moreira, Merlo, Cuitiño, Salomón, Parra, fuman y conversan mano a mano con los diputados García, Beláustegui, Garrigós, Lahitte, Medrano, etc.; con los generales Mansilla, Rolón, Soler, etc, también. Larrazábal, Mariño, Irigoyen, González Peña, conversan en otro grupo mientras sus esposas, federalizadas hasta la exaltación, rodean a Manuela con Doña María Josefa Ezcurra, la comadre de Merlo, la ahijada de éste, la sobrina de aquél; parientas en fin de todo género y de toda rama de aquellos corpulentos troncos sobre que reposaba la santa e inmaculada causa federal.

Las paredes de aquel salón tenían oídos y boca para repetir al Restaurador de las Leyes lo que allí se decía; pero no podían tener unos ni otra para el general Lavalle. No había, pues, miedo.

Cada grupo describía a su modo la situación política, pero ninguno disentía en opinión respecto al triunfo cierto del Restaurador sobre sus inmundos enemigos.

Según unos, la cabeza de Lavalle iba a ser puesta en una jaula en la plaza de la Victoria.

Según otros, todo el ejército prisionero debía venir a ser pasado a cuchillo por la Sociedad Popular, en la plaza del Retiro.

Las mujeres tomaban su parte también. Ellas declaraban que las unitarias, madres, esposas, hijas, hermanas de los traidores que traía Lavalle, les debían ser entregadas para cortarles la trenza y tenerlas después a su servicio.

Manuela no hacía sino volver los ojos de uno a otro grupo, oyendo ese certamen del crimen, en el cual todos competían por ganarse el triunfo en la emisión de una idea más criminal que las otras.

Para Manuela esto no era sorprendente, sin embargo, porque la repetición de esta escena le había hecho perder su admiración primitiva. Pero tampoco gozaba de ella, porque en su corazón de veinte y dos años no podía ser música agradable un coro perpetuo de juramentos y de maldiciones. Además, la costumbre de tratar a aquella gente le había dado el conocimiento de su importancia real, y ella sabía que no tenían para su padre ni aun la noble fidelidad del perro; que no eran otra cosa que esclavos envilecidos que venían delante de ella a jactarse de un sentimiento que era en ellos, más que otra cosa, la inspiración de sus instintos malos, y de su conciencia sometida al miedo y a la voluntad de su amo.

Pero en cambio, las demás mujeres gozaban por ella.

La una admiraba la elocuencia de su marido.

La otra renegaba del suyo porque no gritaba tanto como los otros. Pero se contentaba con que todos oyeran que ella hablaba por él.

Y otra, en fin, se envanecía de poder repetir a Manuela las palabras de su marido, que ésta no oía bien entre el tumulto.

Mercedes Rosas, que también hacía parte de la reunión, se alegraba a su vez porque las miradas de los hombres se dirigían a ella a la par que a Manuela, cuando hablaban del degüello y exterminio de los unitarios para defender así la Federación, al Restaurador y a las federales, palabras galantes con que los oradores de aquella asamblea cortejaban a las amables damas que allí había.

Y por último, Doña María Josefa Ezcurra gozaba por todos ellos y por todas ellas.

Larrazábal acababa de declarar en alta voz que él no esperaba sino la autorización de Su Excelencia para ser el primero que mojase su puñal en la sangre de los unitarios.

-Eso es hablar como buen federal -dijo Doña María Josefa en alta voz-. Por la tolerancia de Juan Manuel se han ido del país los unitarios que hoy vienen con Lavalle.

-Vienen a su tumba, señora -la contestó un hermano federal-, y debemos felicitarnos de que se hayan ido.

-No, señor, no -replicó Doña María Josefa-. Al seguro llevan preso; y mejor habría sido el matarlos antes de que se fuesen.

-¡Cabal! -gritó Salomón.

-Sí, señor, cabal -prosiguió la vieja-. Y no es lo peor la clemencia de Juan Manuel, sino que cuando él da una orden de prender a algunos unitarios, los comisionados se ponen a papar moscas, y los unitarios se les escapan.

Los ojos de la vieja, chiquitos, colorados y penetrantes, se clavaron en Cuitiño, que de pie, a dos pasos de ella, arrojaba una bocanada del humo de su cigarro.

-Y no es peor tampoco que se les escapen -continuó-, sino que cuando los buenos servidores de la Federación les dicen dónde están escondidos, van allá y los mismos unitarios los embaucan como a muchachos.

Cuitiño se dio vuelta.

-¿Qué, se va, comandante Cuitiño?

-No, señora Doña María Josefa, pero yo sé lo que. me hago.

-No siempre.

-Siempre, sí, señora. Yo sé matar unitarios y he dado pruebas de ello. Porque los unitarios son peores que perros, y yo no estoy contento sino cuando veo su sangre. Pero usted está con indirectas.

-Me alegro que me haya comprendido.

-Yo sé lo que me hago.

-El comandante Cuitiño es nuestra mejor espada -dijo Garrigós.

-Así se lo digo todos los días a Peña para que aprenda -dijo Doña Simona González Peña, una de las más entusiastas federales, y que ostentaba, más que su entusiasmo, unas hermosas barbas negras.

-Pero no es época de espadas -observó Doña María Josefa, sino de puñal. Porque es a puñal que deben morir todos los inmundos salvajes asquerosos unitarios, traidores a Dios y a la Federación.

-Así es -dijeron algunos.

-El puñal, esa es el arma que deben tener los buenos federales -continuó Doña María Josefa.

-¡Cabal, el puñal! -gritó Salomón.

-¡Sí, que mueran a puñal, a puñal! -repitieron otros, y todos en seguida hicieron este magnífico coro de la Federación.

-¡A puñal, pero en el pescuezo! -dijo Doña María Josefa relampagueándole los ojos.

-Y que el cuchillo esté mellado, con eso les duele -agregó Gaetán, hombre amulatado y de una figura la más repugnante posible.

-Yo lo que siento es que los serenos tengan fusiles, porque Mariño no quiere sino fusilar a los que llevan a su cuartel -dijo otro personaje de la reunión.

-¡Vaya, si es muy escrupuloso este Mariño! Por eso tuvo tantos miramientos con la viudita de Barracas.

-Ha dicho muy bien la señora Doña María Josefa: el puñal debe ser el arma de los federales, y en adelante yo daré mis órdenes -dijo Mariño queriendo lisonjear a aquella arpía para que no continuase.

-Que acabe el Restaurador con los que vienen, y nosotros acabaremos con los que están dentro -dijo Garrigós, embutido entre su alta corbata, como era su costumbre.

-A la primera orden que nos dé el Restaurador, la primera cabeza que corte yo, se la he de traer a usted, Doña Manuelita -dijo Parra.

Manuela hizo un gesto de repugnancia y volvió los ojos a la mujer de Don Fermín Irigoyen, que tenía a su lado.

-Los unitarios son demasiado feos para que quiera verlos Manuelita -dijo Torres buscando el ponerse de acuerdo con la hija de su padre.

-Así es, pero degollados se han de poner muy buenos mozos -contestóle Doña María Josefa.

-Si a la niña no le gustan ver esas cosas yo no le he de traer la cabeza que le he ofrecido -replicó Parra-, pero los hombres, sí; los hombres es preciso que veamos todos las cabezas de los unitarios, sean lindos o feos -continuó dirigiéndose a Torres-; porque aquí no hemos de andar con gambetas. Todos somos federales y todos debemos lavarnos las manos en la sangre de los traidores unitarios.

-¡Cabal! -gritó Salomón.

-Eso es hablar -dijo Merlo.

-Y el que no quiera hacer lo que los restauradores, que han de morir por el señor Don Juan Manuel de Rosas y su hija, que alce el dedo -dijo Gaetán.

-Mándeme, Doña Manuelita, y mándeme donde quiera, que yo solo basto para traerle un rosario de orejas de los traidores unitarios.

Manuela volvió los ojos a todas las mujeres que allí había. Buscaba alguna simpatía de sexo, alguna armonía blanda de espíritu, algún signo de resignación que la fortaleciese. Pero nada... nada... nada. Allí no había en hombres y mujeres sino fisonomías duras, encapotadas, siniestras. En ésta el oído, en aquélla el vicio; en ésa la abyección de la bestia, en la otra la prostitución y el cinismo: he ahí todo cuanto rodeaba a aquella mujer joven en cuyo corazón la Naturaleza no había sido avara quizá de afectos tiernos y delicados, pero en el cual la infernal escuela en que la ponía su mismo padre estaba encalleciendo sus sensibles fibras, al roce de las más rudas y torpes impresiones.

-¡Sí, todos debemos contribuir a dar un grande ejemplo para que la Federación quede afianzada sobre bases inconmovibles de diamante! -exclamó el diputado García, con el énfasis y la petulancia que era habitual a sus palabras.

-¡Bravo!

-¡Ese será el día grande de la patria, el día que se apague esta fiebre de libertad que nos devora -continuo el orador-. Fiebre santa que no se apagará sino con la sangre de los esclavos unitarios.

-A propósito de fiebre -dijo Mariño al general Soler, casi al oído, mientras el diputado continuaba su estupenda peroración ante su popular auditorio-. A propósito de fiebre, ¿sabe usted general que el cura Gaete se nos va?

-He oído que está malo, ¿qué diablos tiene?

-Una fiebre cerebral espantosa.

-¡Hola!

-De muerte.

-¿Desde cuándo?

-Creo que hace cinco o seis días.

-¡Malo!

-¡En todo el delirio no habla sino de magnetismo; de Arana, de dos que dice él mismo que no quiere nombrar, de una porción de disparates!

-¿Y al Gobernador no lo nombra?

-No.

-Entonces puede morirse cuando quiera.

-Sin embargo, era un buen federal.

-Y mejor borracho.

-Dice usted bien, general, y es probable que el origen de su fiebre sea de alguna tranca.

-De todos modos, si Lavalle triunfa, el diablo se había de llevar al fraile a las pocas horas.

-Y a muchos con él.

-¿A usted y a mí por ejemplo?

-Puede ser.

-Todo puede ser.

-Y no es eso lo peor.

-¿Cómo, general?

-Digo que es lo peor el que no podemos asegurar que no triunfará.

-Cierto.

-Lavalle es arrojado.

-Pero tenemos triple número de fuerza.

-Yo he tomado el cerrito de la Victoria con un tercio de fuerza de la que defendía su altura.

-Pero eran españoles

-¡Pues! Eran españoles. Lo que quiere decir, señor Mariño, que sabían batirse y morir peleando.

-No son menos valientes nuestros soldados.

-Lo sé. Y luego, pueden ser vencidos como lo fueron los españoles, a pesar de su valor.

-Pero la justicia está de nuestra parte.

-Sobre el campo de batalla no hay justicia, señor Mariño.

-Tenemos el entusiasmo.

-Ellos también.

-De manera que...

-De manera que se van a batir, y el diablo sabe quién ganará.

-General, estamos de acuerdo.

-Ya lo sé.

-He querido saber sus opiniones de usted a ese respecto.

-Ya lo sé también.

-No me admira esa perspicacia, general; usted ha vivido mucho en la revolución.

-Me he criado en ella.

-Pero nunca habría habido en ella un cataclismo peor que el que sufriríamos los federales, si triunfase Lavalle.

-Sería asunto concluido.

-Para todos.

-Especialmente para usted y para mí, señor Mariño.

-¿Especialmente?

-Sí.

-¿Y por qué, general?

-¿Con franqueza?

-Sí, con franqueza.

-Porque a mí me aborrecen no sé por qué, y a usted por mashorquero.

-¡Oh!

-Yo sé que no deben quererme.

-Y yo sé que no soy mashorquero, en el sentido de esa palabra.

-Bien puede ser, pero como no hemos de tener un tribunal que nos juzgue, tendremos que hacernos matar o emigrar.

-¡Y la emigración debe ser una cosa terrible, general Soler! -exclamó Mariño meneando la cabeza.

-Esa es la palabra; yo la he sufrido varias veces, y sé que es terrible.

-Entonces es preciso que todos resistamos hasta lo último.

-Quién sabe si podremos contar con todos.

-También tengo esa duda.

-Las defecciones son cosas naturales en todas las revoluciones.

-¡Ah, y los enemigos encubiertos son los peores!

-Los más terribles.

-Pero a mí no se me escapan... Ahí tiene usted uno.

-¿Quién?

-Ese que entra.

-Pero ése es un muchacho.

-Sí, es muchacho de veinte y cinco años. Todo el mundo lo cree el mejor federal, pero para mí no es otra cosa que un unitario disfrazado.

-Eso no vale nada.

-Ya lo sé, pero es unitario.

-¿Su nombre?

-Bello; Daniel Bello; es hijo de un verdadero federal; hacendado, socio de los Anchorenas; y de gran prestigio en la campaña.

-Entonces está bien guardado.

-El mozo este es además muy protegido de Salomón; y entra y sale en todas partes.

-Entonces, mi amigo, es preciso saludarlo -dijo el general Soler.

-Sí; pero ya está apuntado -contestó Mariño, y ambos volvieron a los grupos.




ArribaAbajoCapítulo X

Continuación del anterior


Era en efecto Daniel Bello el que había entrado al salón de Rosas; y después de atravesar por entre los concurrentes dando fuertes apretones de mano a derecha e izquierda, fue a hacer sus reverencias a Manuela y a las federales damas de su corte.

Daniel llegaba vestido a la rigorosa moda de la Federación; es decir, venía de chaqueta, chaleco punzó, grandes divisas y sin guantes. Pero la chaqueta estaba perfectamente cortada, con doble botonadura, y vueltas de terciopelo negro en las mangas; sus botas eran de lustroso charol, su chaleco de rico casimir; sus manos eran delicadas, manos mujeriles puede decirse, y su cara la que le conocemos: bella, inteligente y sobre cuya sien pálida caían sus lacios y lustrosos cabellos, más oscuros que sus ojos castaños, que a veces, con la luz vivísima de su mirada, parecían ser del gris semioscuro de los ojos de Cristóbal Colón, según nos los describe el hijo del célebre almirante. Y todas estas condiciones reunidas eran más que suficientes para que Daniel fuera bien recibido de las damas; damas, por otra parte, que no podían menos de mirar complacidas aquel hermoso joven que era de los pocos que a esa época usaban el chaleco punzó de la Federación. Y ellas, pues, que sabían la jactancia de las unitarias por los hermosos y elegantes jóvenes que había en su partido, miraban con cierto orgullo a aquel que en el de ellas podía rivalizar en todo con el más bien apuesto unitario.

En el acto la señora del médico Rivera hizo un lugar en el sofá en que estaba, pero tan estrecho que Daniel habría tenido que sentarse sobre alguna parte del turgente muslo de la abundante hermana de Su Excelencia. Crimen político que estuvo muy lejos de querer cometer, y prefirió una silla al otro extremo del sofá, junto a Manuela.

Mercedes no retrocedió, sin embargo. Se levantó, tomó una silla, se sentó al lado de Daniel, y su primer saludo fue darle un fuerte pellizco en un brazo, diciéndole al oído.

-¿Se ha hecho el que no ha visto, no?

-He visto que está usted muy buena moza, señora -la contestó Daniel creyendo darla lo que buscaba. Pero quería más.

-Desde ahora le digo una cosa.

-Hable usted, señora.

-Que quiero que me acompañe cuando nos vayamos. Porque hoy deseo hacer rabiar a Rivera yendo con un buen mozo; porque es celoso como un turco; no me deja ni respirar. Yo le he de contar todo esto, ahora cuando nos vayamos.

-Tendré mucho honor, señora.

-Bueno. Hablemos fuerte ahora para que no se fijen.

Manuela reclinaba su brazo en uno de los dos del sofá, y Daniel había elegido la silla que se juntaba con el ángulo en que estaba la joven, e inclinándose un poco podía conversar con ella sin ser oído de los demás. Así lo hizo y la dijo:

-Si alguien gozara la felicidad y el honor de un interés especial por usted, señorita, esta casa sería un rival peligroso.

-¿Porqué, señor Bello? -contestó Manuela con candidez.

-Porque la numerosa concurrencia diaria que hay en ella distraería mucho la imaginación de usted.

-No -contestó Manuela con prontitud.

-Perdón, señorita: yo tengo el atrevimiento de poner en duda esa negativa.

-Y, sin embargo, he dicho la verdad.

-¿Cierto?

-Cierto: yo hago por no oír, y por no ver.

-Es una ingratitud entonces -dijo Daniel sonriendo.

-No, es una retribución.

-¿De qué, señorita?

-¿Cree usted que mi silencio, o mi displicencia, les pueda disgustar?

-¿Y cómo no creerlo?

-Entonces yo les retribuyo el disgusto que ellos me causan con estarme hablando siempre de una misma cosa, que por otra parte yo no quisiera oír nunca.

-Pero hablan del señor Gobernador; de la causa que es común a todos; hablan por el entusiasmo que los anima.

-No, señor Bello, hablan por ellos mismos.

-¡Oh!

-¿Lo duda usted?

-Me sorprende a lo menos.

-¡Porque usted no ocupa mi triste lugar todos los días!

-Bien puede ser por eso.

-Eche usted la vista sobre cuantos aquí hay, y, a excepción de usted, yo no sé cuál de los que están esta noche en mi presencia ha venido con otro objeto que el de darse valimiento de federal a mis ojos, para que yo se lo repita a tatita.

-Sin embargo, ellos sirven fielmente a nuestra causa.

-No, señor Bello, ellos nos hacen mal.

-¿Mal?

-Sí; porque ellos hablan más de lo que debieran, y quizá no obran con la buena fe que yo quisiera para la causa de mi padre. Además, ¿usted cree que yo estoy contenta con estas mujeres y estos hombres que me rodean?

-Cierto. Usted tiene más talento que todos ellos.

-No hablo de talento; hablo de educación.

-Comprendo que deba mortificar a usted mucho la ausencia de otra sociedad.

-Hasta mis primeras amigas me han abandonado.

-La época quizá.

-No, es esta gente, cuya sociedad tengo que aceptar porque tatita lo quiere. Creo que es usted la única persona de calidad que me visita.

-Sin embargo, aquí veo personas muy distinguidas.

-Pero que se han empeñado en hacerse peores que las que no lo son, y lo han conseguido.

-¡Es terrible cosa!

-Me fastidian, señor Bello. Paso la vida más aburrida de este mundo. No oigo hablar sino de sangre y de muerte a estos hombres y a estas señoras. Yo sé bien que los unitarios son nuestros enemigos. ¿Pero qué necesidad hay de estarlo repitiendo a cada momento con esas maldiciones que me enferman: y sobre todo, con la expresión de un odio que yo no creo, porque toda esta gente es incapaz de pasiones? ¿Qué necesidad, además, de venir aquí mismo a atormentarme la cabeza con esas cosas, impidiendo así que se me acerquen las personas de mi sexo, o los amigos que yo quisiera?

-Es cierto, señorita -dijo Daniel con el tono más sencillo del mundo-. Es cierto; a usted le hacen falta algunas jóvenes de su edad y de su educación, que la distrajeran y la hicieran olvidar un momento los sobresaltos en que vive en esta época terrible para todos.

-¡Oh, cómo sería feliz entonces!

-Conozco una mujer cuyo carácter se armonizaría perfectamente con el de usted, la comprendería y la querría.

-¿Sí?

-Una mujer que simpatizó con usted desde el primer momento en que la vio.

-¿De veras?

-Que no hay un día que no me haga alguna pregunta relativa a usted.

-¡Oh! ¿Y quién es?

-Una mujer que es tan desgraciada, o más que usted misma.

-¿Tan desgraciada?

-Sí.

-No; no hay en el mundo ninguna más desgraciada que yo -dijo Manuela exhalando un suspiro y bajando húmedos sus ojos.

-Usted siquiera no es calumniada.

-¿Que no soy calumniada? -exclamó Manuela alzando su cabeza y fijando sus ojos resplandecientes sobre Daniel-. Es lo único que yo no les perdonaré a los enemigos de mi padre, que hayan hecho pedazos mi reputación de mujer, por espíritu de venganza política. ¡Y que calumnia, Dios mío! -exclamó Manuela llevando la mano a sus vivísimos ojos.

Las conversaciones de los grupos eran tan animadas, que el diálogo de los dos jóvenes no era percibido, sino espiado de vez en cuando por las miradas de Doña María Josefa y de Mariño.

-El tiempo ha de desvanecer todo eso, amiga mía -dijo Daniel con un tono de voz tan insinuativo y tierno, que Manuela no pudo menos de darle las gracias con una mirada dulcísima-. Pero el tiempo es, por el contrario, el mayor enemigo de la persona de quien hablamos.

-¿Cómo? Explíquelo usted.

-El tiempo la hace mal, porque cada instante que pasa agrava su situación.

-¿Pero qué hay? ¿Quién es? -preguntó la joven con una prontitud propia de su carácter impaciente y vivo.

-La calumnian políticamente. La hacen aparecer como unitaria y la persiguen.

-¿Pero quién es?

-Amalia.

-¿Su prima de usted?

-Sí.

-¿Y la persiguen?

-Sí.

-¿Por orden de tatita?

-No.

-¿De la policía?

-No.

-¿Y de quién?

-Del que la persigue.

-¿Pero quién puede perseguirla?

-Uno que se ha enamorado de ella, y a quien ella desprecia.

-Y...

-Perdón... y hacen valer la Federación y el respetable nombre del Restaurador de las Leyes, como instrumentos de una venganza innoble e interesada.

-¡Ah!, ¿quién es?, ¿quién es el que la persigue?

-Perdón, señorita, no puedo decirlo todavía.

-Pero yo quiero saberlo para decirlo a tatita.

-Alguna vez lo sabrá usted. Pero tenga usted entendido que es persona de grande influencia.

-Tanto más criminal entonces, señor Bello.

-Lo sé.

-Una cosa.

-Hable usted, señorita.

-Quiero que traiga usted a Amalia.

-¿Aquí?

-Sí.

-No vendrá.

-¿No vendrá a mi casa?

-Es algo excéntrica, y se hallaría muy mal entre tan numerosa concurrencia, como la que rodea a usted, señorita.

-La recibiré sola... Pero no, yo no tengo libertad para estar sola.

-Además, ella teme un insulto desde que su casa ha sido registrada.

-¡Pero es inaudito!

-Además también, ella ha dejado su linda quinta de Barracas por algunos días; y a pesar del retiro en que vive, está inquieta, sobresaltada.

-¡Infeliz!

-Usted, sin embargo, podría hacerla un gran servicio.

-¿Yo? Hable usted, Bello.

-Una carta de usted que ella pudiera enseñarla a quien se presentara sin orden del señor Gobernador.

-¿Y habrá quien ose hacerlo sin orden de tatita?

-Lo han hecho ya.

-Bien, escribiré mañana mismo.

-Yo me atrevería a pedir a usted que, al escribir esa carta, recordase que todos deben guardarse bien de tomar el nombre del general Rosas y de la Federación para cometer injusticias e inferir insultos.

-Bien, bien, comprendo -dijo Manuela radiante de alegría, con encontrar una ocasión en que poder hacer sufrir al amor propio de aquellos que la incomodaban a todas horas.

-Nuestra conversación, que yo sostengo con tanto placer -continuó Manuela-, se prolonga demasiado para no despertar celos en toda esta gente a quien yo tengo que atender sin distinción de personas, según la voluntad de tatita.

-Sus deseos de usted son órdenes que yo respeto. ¿Pero usted me promete no olvidar la carta?

-Sí; mañana mismo la tendrá usted.

-Bien. Gracias.

Manuela no se había equivocado; el diálogo con Daniel empezaba a despertar celos en aquella especie de perros hambrientos de alguna sobra del banquete federal a que asistían todas las noches, y cuya reina bacanal debía ser Manuela, la pobre víctima de la loca ambición del que la dio la vida.

La noche estaba fría, pero Garrigós empezaba a sudar desde la frente, cubierta por la máscara de la hipocresía, hasta su cuello sumergido dentro su inmensa corbata; tal era cuanto había perorado aquel discípulo de fray Gerundio de Campazas; y toda la concurrencia esperaba que Manuela acabase su conversación particular, para irse a su casa a referir a sus allegados las palabras, las sonrisas, las acciones con que habían sido honrados por la señorita Doña Manuelita Rosas y Ezcurra.

En efecto, no bien Daniel se volvió a Mercedes, y Manuela a la esposa de Mariño, cuando sucesivamente fueron llegando a despedirse de ella cuantos allí había; haciendo cada uno un cumplimiento a su modo. El uno la hacía un juramento de morir por ella y por su padre; el otro la ofrecía una cabeza; aquél unas orejas; y más de uno la ofrecía trenzas de las salvajes unitarias; todo para cuando llegara el día de la venganza de los federales.




ArribaAbajoCapítulo XI

De cómo empezó para Daniel una aventura de fábulas


Por más de un momento Daniel llegó a creer con toda buena fe que se hallaba de veras en el infierno. Se puede imaginar, pues, lo que oiría entre aquellas gentes, cuya sociedad buscaba Rosas para su hija.

Manuela, aunque acostumbrada a este coro, se ruborizaba, sin embargo, de que Daniel oyese aquel lenguaje que se le tributaba como homenaje debido a su posición. Pero con esa elocuencia que aquél poseía en sus miradas, diola resignación por varias veces, acabando de convencerla de que había en él una remarcable superioridad sobre los otros.

La sala quedó al fin despejada, y la señora Doña Mercedes Rosas y Rivera levantóse para retirarse. Y con aquella su candidez característica la dijo abrazándola:

-Con que, hijita, me voy, y me llevo a Bello para hacer rabiar a Rivera.

Manuela fingió sonreírse.

-No me deja, mujer -continuó la primera-, está como nunca. Anoche hasta me pellizcó; pero yo nada... lo he de hacer rabiar, hasta que deje de celarme.

-¿Con que se va usted, tía?

-Sí, hijita, pues, hasta mañana.

Y Mercedes imprimió sus labios y sus rubios lunares en la pálida mejilla de su sobrina.

-Adiós, Manuelita. Descanse usted -la dijo Daniel dándola la mano, y con una expresión tan dulce y consoladora, que tocada la sensibilidad de aquella desgraciada criatura, sus ojos se anublaron de lágrimas al quedarse completamente sola en su salón.

Mercedes, entretanto, enlazó su brazo al de su compañero, y ambos atravesaron el gran patio, salieron a la calle de Restaurador, y doblaron luego hacia el correo.

La noche estaba fría. El pobre Daniel iba en cuerpo, pero el calor de la rabia que llevaba al verse tomado por asalto, le impedía felizmente echar de menos su capa.

-No, no vayamos tan ligero -dijo Mercedes.

-Como usted quiera, señora -contestó Daniel.

-Sí, vamos despacio. Y ¡ojalá que encontrásemos a Rivera!

-¡Sí, sí, ojalá!

-¡Cómo rabiaría!

-¿Es posible?

-¡Toma!

-¿Y, por supuesto, que me la quitaría a usted?

-¡Qué! Vea usted. Voy a contarle una cosa. La otra noche me encontró que venía de lo de Agustina con un mozo. Me vio; y atravesó a la vereda de enfrente. Yo que lo conocí en el acto, ¿qué le parece a usted que hice?

-Lo llamaría usted.

-¡Qué! Nada. Me hice la que no lo había visto. Empecé a caminar y doblar calles. Casi perdí un zapato que me había enchancletado. Pero, nada; siempre doblando calles; y Rivera sigue que sigue, por la vereda de enfrente. Yo conocía que venía ardiendo, y dale; a propósito lo hacía; hablaba despacio; me paraba de cuando en cuando; me reía de repente, hasta que al fin llegamos a casa, después de haber andado más de una hora, con Rivera por detrás. Allí fue la buena: gritó, hasta que más no pudo; pero al cabo tuvo que venirse a las buenas; se hincó, me besó la mano; y después...

-Y después quedarían las paces hechas, como entre dos buenos esposos -la dijo Daniel interrumpiéndola, y persuadido ya, que lo mejor era sacar un alegre partido de la conversación con aquella original criatura. La más original, sin duda, en la familia de Rosas, donde todos los caracteres tienen alguna novedad; la más original, pero la menos ofensiva, y la de mejor corazón. Con ese apellido, tan histórico desgraciadamente, ninguna mujer ha obrado el mal; y ningún hombre ha dejado, más o menos, de hacer sentir los arranques de su carácter despótico.

-Y después quedarían las paces hechas, como entre dos buenos esposos -había dicho Daniel.

-¡Qué, no! Después se fue a acostar a su cuarto.

-¿Ah, tienen ustedes cuarto aparte?

-Hace más de dos años.

-¿Sí?

-Y es por eso que lo hago rabiar. Yo paso unas soledades terribles, pero no cedo. Porque, mire usted, yo soy una mujer de pasiones violentas. Tengo una imaginación volcánica; y no he encontrado todavía quien me comprenda.

-¿Pero, señora, y su marido de usted?

-¿Mi marido?

-Pues, el señor Rivera.

-¡Marido, marido! ¿Pero hay cosa más insoportable que un marido?

-¿Es posible?

-No hay nada más prosaico.

-¡Ah!

-Más material.

-¿Sí?

-Jamás la comprenden a una.

-¡Pues!

-Además, Rivera es tonto.

-¿También?

-Pues, como todo hombre de ciencia.

-Así es.

-¡Oh, si fuera un poeta, un artista, un joven de pasiones ardientes!

-¡Ah, entonces!

-¡Ah!, yo soy muy desgraciada, muy desgraciada; yo que tengo un corazón volcánico y que comprendo todos los secretos del amor.

-Cierto, es una desgracia ser como usted es, Merceditas.

-Así se lo digo todos los días en su cara.

-¿A quién?

-A Rivera, pues.

-¡Ah!

-Se lo digo, sí, y a gritos.

-¿Lo que me ha dicho usted a mí?

-Y mucho más.

-¿Y él qué le dice a usted, señora?

-Nada. ¿Que ha de decirme?

-¿Y no la hace a usted algo?

-¡Qué! Si no puede hacer nada.

-¡Es muy bueno ese señor Rivera!

-Sí, es muy bueno, pero no me sirve. Yo necesito un hombre de imaginación ardiente; un hombre de talento. ¡Oh, un hombre así, para que nos enloqueciésemos juntos!

-¡Santa Bárbara, señora!

-Sí: que nos enloqueciésemos; que estuviésemos juntos todo el día; que...

-¿Qué más, señora?

-Que nos encerrásemos, aunque Rivera se enojase, y allí compusiéramos versos, y leyésemos juntos todas mis obras.

-¿Ah, es usted autora?

-¡Pues no!

-Superior.

-Estoy escribiendo mis memorias.

-Magnífico.

-Desde antes de nacer.

-¡Cómo! ¿Escribía usted sus obras antes de nacer?

-No; cuento mi historia desde esa época, porque mi madre me refirió, que desde que estaba embarazada de cinco meses, ya le saltaba en el vientre, hasta el extremo de no dejarla dormir. Nací llena de pelo; y desde que tuve un año, ya hablaba de corrido. No hay pasión por que no haya pasado en el curso de mi vida, y tengo un cajón de la cómoda lleno de cartas y rulos de pelo.

-¿Y el señor Rivera no anda por ese lado?

-¡Toma! Cuando lo quiero hacer rabiar, y él está viendo la calavera...

-¿Qué?

-Sí, pues, hombre. Una calavera vieja que tiene en su cuarto; y en la que se pone a estudiar no sé qué cosas.

-¡Ah!

-Pues, como le decía; cuando le siento en su cuarto, ¿sabe lo que hago?

-Vamos a ver.

-Entreabro la puerta de su cuarto para que me vea por la rendija, y yo abro la cómoda y empiezo a sacar las cartas y a leer en el primer renglón de cada una:

  • Mi querida Mercedes.
  • Ídolo de mi vida.
  • Mi adorada Merceditas.
  • Merceditas de todo mi corazón.
  • Incomparable Mercedes.
  • Merceditas, luz de mis ojos.
  • Mi Mercedes, estrella de mi vida.
  • Rubiecita de toda mi alma.


Y en fin, un millón de cartas, de cuando era soltera, que sería nunca acabar si las dijera.

-¿Y hasta qué época ha llegado usted en sus memorias?

-Ayer he empezado a describir el día en que salí de cuidado por primera vez.

-¡Importante capítulo!

-Es una de las curiosidades de mi vida.

-Pero, señora, eso es muy común.

-¡Qué! Si fue una cosa asombrosa. Imagínese usted que salí de cuidado haciendo versos, y sin conocer el trance en que estaba.

-¡Admirable constitución!

-Así tuve mi primer hijo, y la mitad es en verso y la mitad en prosa.

-¿Quién, el niño?

-No, la obra, pues; las memorias.

-¡Ah!

-Sólo este zonzo de Rivera no les quiere dar mérito.

-Será un hombre frío.

-¡Como una nieve!

-Material.

-¡Como una piedra!

-Sin espíritu.

-¡Por supuesto!

-Prosaico.

-¡Ni leer sabe los versos siquiera!

-Un hombre sin corazón.

-¡Diga usted que es un zonzo, y lo ha dicho todo!

-Pues bien, diré, con el debido permiso de usted, que su marido es un zonzo.

-Eso es. Pero mire usted, asimismo lo quiero. Todas las mañanas él mismo va al mercado, y se viene con cuanto sabe que a mí me gusta. Me recuerda dándome palmadas, y me echa en la cama todo cuanto trae. Después, si el pobre se enoja alguna vez, se viene a las buenas.

-Es una excelente condición.

-No tiene más, sino lo que le he dicho. No sirve para nada; y yo necesito un hombre frenético; un joven, de talento, varonil; que no me deje un solo instante.

-Señora, vamos que ya estamos cerca -dijo Daniel viendo que su compañera acortaba cada vez más el paso.

-Sí, vamos. Le voy a leer a usted algo de mis memorias.

-Perdón, señora, pero...

-No hay pero que valga.

-Ya es muy tarde, señora.

-No, no, si no ha de haber venido Rivera todavía.

-Dispense usted, Merceditas, me es imposible.

-Sí, sí, ha de entrar.

En este momento llegaron a la puerta de la casa.

-Otro día.

-No, ahora.

-Me esperan en casa.

-¿Es alguna cita?

-No, señora.

-¿No es mujer?

-No, señora.

-Júremelo.

-Doy a usted mi palabra.

-Entonces, entre.

-No puedo, lo repito, señora, no puedo.

-¡Ingrato!

Daniel dio una docena de furiosos golpes con el llamador, a fin de que vinieran cuanto antes a sacarlo del trance en que se hallaba.

-Pero qué, ¿de veras no entra usted? ¿Desprecia usted la lectura de mis memorias?

-Otro día, señora.

-Bien, pero ese día será mañana.

-Haré lo posible.

-Mire, hay un pato que dejó Rivera para cenar; entre, vamos a comérnoslo.

-¡Señora, si yo no ceno nunca!

-¡Entonces, mañana!

-Puede ser.

-Bien; voy a tener listos los capítulos más interesantes de mis memorias.

-Buenas noches, Merceditas.

-Hasta mañana -contestó ella; y Daniel echóse, no a andar, sino a correr, luego que cerróse la puerta, y quedó en su casa la hermana de Su Excelencia el Restaurador de las Leyes, mujer todavía fresca, de hermoso busto y de un color alabastrino, pero de un carácter el mas romántico posible, sirviéndonos de una expresión de aquella época, usada para definir todo lo que salía del orden natural de las cosas. Y mientras nuestro héroe sigue corriendo y riéndose como un muchacho, no podemos menos de pasar con el lector a ciertos días anteriores a éste, para poder tomar y seguir el hilo de esta historia.




ArribaAbajoCapítulo XII

El despertar del cura Gaete


Aquel día tan fatal para Don Cándido Rodríguez, en que vio frustrada su tentativa de embarque clandestino, y en el momento en que se acercaba a la casa de Daniel, destilando agua todavía de sus empapadas botas y calzones, su discípulo acompañaba hasta la puerta de la casa al presidente de la Sociedad Popular Restauradora, que había venido en solicitud de una representación federal que la Sociedad debía dirigir al Ilustre Restaurador de las Leyes, ofreciéndole de nuevo sus vidas, honor y fama durante la espantosa crisis que provocaban los inmundos, traidores, asquerosos unitarios. Representación que le fue ofrecida por Daniel en el acto, con un calor y una elocuencia federal que dejó atónito al hermano de aquel enojadizo Don Genaro, que retribuía con leñazos el respetable nombre de Salomón, con que querían honrarlo los muchachos: la representación le debía ser enviada al siguiente día.

Y lleno de seguridad de que su nombre, después que firmase ese memorable documento, pasaría de generación en generación, a recibir los aplausos de la más remota posteridad, se despedía de su joven amigo, decidido a darle también honor, vida y haberes, como modelo que era del más acendrado federalismo. Y se despedía de él, cuando llegaba el muy respetable secretario privado de Su Excelencia el gobernador delegado.

-¡Daniel! -exclamó Don Cándido tomando del brazo a su discípulo.

-Entremos, mi querido maestro.

-No, salgamos -le contestó queriendo retenerle en el zaguán. Pero Daniel lo tomó del brazo y muy amablemente lo introdujo a la sala.

-¡Daniel!

-¿Sabe usted, señor, que me asusta la entonación de su voz y el modo de mirarme?

-¡Daniel! Estamos perdidos.

-No todavía.

-Pero nos perdemos.

-Es posible.

-¿Y no eres tú quien ha preparado esta suerte impía, calamitosa, adversa, que pesa y gravita sobre nosotros?

-Puede ser.

-¿Y sabes lo que hay?

-No.

-¿Pero no te lo dice la conciencia?

-No.

-¡Daniel!

-Señor, yo estoy de buen humor esta tarde, pero parece que viene usted a quitármelo.

-¿De buen humor, y pendiente está sobre tu cabeza, y sobre la mía, que es lo peor, la ensangrentada guadaña de la negra parca?

-Lo que me pone de mal humor no es eso, porque ya lo sé, sino el que usted no me dice lisa y llanamente lo que hay; que va emplear media hora de circunloquios, ¿no es verdad?

-No, oye.

-Oigo.

-Seré rápido, violento, súbito en mi discurso.

-Adelante.

-Tú sabes que soy secretario privado del ministro, ahora gobernador delegado.

-Estoy.

-Voy todas las mañanas, y escribo lo que hay que copiar, aunque con trabajo; pues has de saber que la escritura, la buena escritura, pertenece únicamente a la edad juvenil, o más propiamente dicho, a los treinta años, pues que antes de esa época de la vida el pulso está muy inquieto, y después, la vista está muy débil y poco flexibles los dedos; efecto es todo esto de la sangre que, según dicen, corre con más o menos celeridad, según los años en que está el hombre, y según la salud, aunque en mi opinión...

-¡Santa Bárbara bendita! Me va usted a hacer una disertación.

-Retrogrado.

-Bien.

-Me circunscribiré.

-Mejor.

-Esta mañana, pues... -Y Don Cándido hizo a Daniel la relación de cuanto le había ocurrido en lo de Arana, en el convento y en el muelle, empleando una buena media hora en unos doscientos adjetivos y un buen par de docenas de episodios.

Daniel oía, meditaba y formaba su plan con aquella rapidez de percepción y de cálculo que le conocemos.

-¿Conque se incomodó mucho con la cosa del sonambulismo? -preguntó a Don Cándido con los ojos fijos en el suelo, y su mano jugando maquinalmente con su barba.

-Mucho; primero estaba perplejo, indeciso, fluctuante: después se irritó y...

-¿Y miraría sucesivamente al señor Don Felipe y a usted durante esa perplejidad de que usted habla?

-Sí, puso una cara que me parecía de un loco.

-Dudaba... Es criminal y es ignorante, luego es susceptible a la superstición.

-¿Qué estás hablando entre dientes, Daniel?

-Nada, estoy sonámbulo.

-¿Y no es terrible?...

-¿Doña Marcelina le ha dicho a usted que el cura Gaete quedaba durmiendo la siesta?

-Sí.

-¿Qué hora sería?

-Tres y media a cuatro.

-Son las cinco y cuarto -dijo Daniel viendo su reloj.

-Y que había comido con las sobrinas de Doña Marcelina.

-Entonces ha bebido mucho -continuó Daniel como para sí mismo.

-Y bien, ¿qué dices? ¿Qué hacemos?

-Salir y andar de prisa -dijo Daniel levantándose, y pasando a su alcoba, donde tomó sus pistolas y su capa.

Volvió a la sala y dijo a Don Cándido:

-Vamos, señor.

-¿Adónde?

-A salvarnos de la persecución de Gaete, porque éstos no son momentos de vivir con gente a las espaldas.

-¿Pero dónde vamos? ¿Corremos acaso algún peligro?

-Vamos, señor, o de lo contrario esta noche o mañana tiene usted que habérselas con el cura Gaete y dos o tres de sus amigos.

-¡Daniel!

-¡Fermín! Cierra; si alguien viene, que estoy ocupado.

Y Daniel, después de dar esta orden a su fiel criado, se embozó en su capa; y, con Don Cándido arrastrado magnéticamente, enfiló la calle de la Victoria, dobló hacia Barracas, luego hacia el este, después de andar algunas cuadras, y fue a salir a la plaza de la Residencia, en los momentos en que el sol se ponía.

-Daniel -dijo Don Cándido con tono melancólico y voz trémula-, nos aproximamos a la calle de Cochabamba.

-Justamente.

-Pero, ¿y si nos ven de la casa de esa mujer estrafalaria, que habla con todas las tragedias en la boca?

-Mejor entonces.

-¿Qué es lo que dices?

-Que vamos a esa casa.

-¿Yo?

-Usted y yo.

-No, no dirá la historia que allí murió Don Cándido Rodríguez.

Y nuestro amigo dio un golpe con su caña de la India en el suelo, y dando luego media vuelta a la derecha, se disponía a volver por el camino que había andado.

Daniel, sin desembozarse, le tomó del brazo fuertemente, y le dijo:

-Si usted vuelve, Gaete estará con usted esta noche; si usted escapa de Gaete, mañana lo mandarán a usted a Santos Lugares. Si usted me sigue y no hace otra cosa que amplificar cuanto yo haga y cuanto diga, usted está salvado entonces.

-¡Pero tú eres el diablo, Daniel! -dijo Don Cándido abriendo tamaños ojos y mirando a su discípulo.

-Puede ser. Vamos.

-¿Yo?

-Vamos -repitió Daniel sacudiendo el brazo de Don Cándido y clavando de sus brillantes ojos rayos tan fijos y tan firmes sobre las débiles pupilas de aquel su esclavo de voluntad, que, como a un golpe galvánico, aquella masa inerte en su albedrío siguió al joven sin responder una palabra.

A pocos minutos de marcha Daniel y su compañero llegaron a la puerta de Doña Marcelina en la calle de Cochabamba, como sabe el lector.

La puerta tenía abierta una de sus hojas, y en el pequeño patio no se veía a nadie; la calle estaba solísima.

El joven tomó la hoja de la puerta y la cerró, quedando él y Don Cándido en la calle. Después de cerrada tocó suavemente el picaporte.

Nadie salió.

Volvió a llamar un poco más fuerte; y entonces el ruido de un crujiente vestido de seda le hizo conocer que se acercaba la dueña de aquella solitaria mansión.

La puerta entreabrióse, y Doña Marcelina, toda desprendida, y en desorden sus espesos y denegridos rizos, asomó su redonda y moreniza cara, en quien la expresión de la sorpresa puso su sello al ver los huéspedes que acababan de tocar sobre las puertas de su Edén.

Pero la inspiración dramática no se cortaba jamás en aquella hija de la literatura clásica, y su estupor no le impidió la aplicación de un verso de la Argia:


-Solo, sin armas,
¿Qué pretendéis hacer? Volved al campo.



-¿Se ha despertado Gaete?


-Sus miembros fatigados
Gozan del sueño la quietud sabrosa,



-respondió Doña Marcelina.

-Adelante, pues -dijo Daniel empujando suavemente a Doña Marcelina, y arrastrando a Don Cándido en los momentos en que pasaba por su mente la idea de tomar la carrera.

-¿Qué hacéis, temerario? -exclamó Doña Marcelina.

-Cerrar la puerta.

Y en efecto corrió el cerrojo de ella.

La fisonomía de Daniel tenía en aquel momento la expresión de una resolución vigorosa.

Doña Marcelina estaba estupefacta.

Don Cándido creía llegada su última hora, y una especie de cristiana resignación empezaba a esparcirse por su alma.

-¿Cuáles de las sobrinas de usted están en casa?

-Gertruditas solamente; Andrea y las otras acaban de salir.

-¿Dónde está Gertrudis?

-Está peinándose en la cocina, porque el fraile está en el aposento, y yo estaba en la sala reclinada en mi lecho.

-Bien. Usted es una mujer de talento, Doña Marcelina; y con una sola mirada de su brillante imaginación alcanzará todo el cuadro que va a desenvolverse a sus ojos, o más bien a sus oídos, porque usted oirá todo desde la sala.

-¿Pero habrá sangre?

-No, usted me dará su opinión después, como literata. Quiero en el zaguán hablar con Gertruditas, cuando me disponga a salir.

-Bien.

-Traigo algo para ella y para usted.

-¿Pero dónde va usted a entrar?

-A ver a Gaete.

-¿A Gaete?

-Silencio.

Y Daniel tomó de la mano a Don Cándido y entró a la sala, mientras Doña Marcelina se fue a hablar a su Gertruditas.

La sala estaba casi en tinieblas, pero a la débil claridad, que entraba de la luz crepuscular por la rendija de un postigo, el joven se acercó a él, lo abrió y pudo entonces elegir el objeto que deseaba: éste no era otro que la inmensa colcha de zarazas del enorme lecho de Doña Marcelina, en que acababa de estar reclinada.

Daniel tomó la colcha, dio una punta a Don Cándido y le hizo señas de que la torciera a la derecha mientras él a la izquierda.

Don Cándido creyó con toda buena fe que se trataba de ahorcar al reverendo cura, y a pesar de todo el peligro que corría viviendo su enemigo, la idea de un asesinato le cuajó la sangre. Daniel, que adivinaba y estaba en todo, se sonrió y tomando la colcha ya torcida, miró a Don Cándido y puso su dedo índice sobre los labios. En seguida acercóse a la puerta del aposento y el ronquido áspero, sonoro y prolongado con que salía el aire pulmonar por la entreabierta boca del cura Gaete, le convenció de que allí se podía entrar sin muchas precauciones de silencio, y entró, en efecto, con Don Cándido pegado a su levita.

Entreabrió uno de los postigos que daban al patio, y a la débil claridad de la tarde distinguió al cura de la Piedad, tendido sobre un catre de lona, boca arriba, en mangas de camisa, cubierto con una frazada hasta medio cuerpo, y durmiendo y roncando a pierna suelta.

Tomó una silla, colocóla muy despacio a la cabecera, entre el catre y la pared, hizo señas a Don Cándido de pasar a sentarse en ella, y luego que vio que su maestro había obedecido maquinalmente, como estaba haciendo todo, puso él otra silla en el lado opuesto. En seguida dio a Don Cándido, por encima del dormido, una de las puntas de la colcha torcida, haciéndole seña de que la pasase por bajo del catre. Obedeció Don Cándido, y en diez segundos Daniel dejó perfectísimamente bien atado al dignísimo sacerdote de la Federación: atado por la mitad del pecho contra el catre, pero de tal modo que las puntas del nudo venían a quedar del lado en que el joven iba a sentarse.

Hecha esta operación, se acercó a la ventana y dejó apenas la suficiente luz para que los ojos que iban a abrirse distinguiesen los objetos; dio en seguida una de sus pistolas a Don Cándido, que la tomó temblando; le dijo al oído que repitiera sus palabras cuando le hiciera señas y se sentó.

Gaete roncaba estrepitosamente cuando Daniel exclamó con una voz sonora y hueca:

-¡Señor cura de la Piedad!

Gaete dejó de roncar.

-¡Señor cura de la Piedad!

Gaete abrió con dificultad sus abotagados ojos, dio vuelta lentamente su pesada cabeza, y al ver a Daniel, sus párpados se dilataron; una expresión de terror cubrió su rostro, y a tiempo de querer levantar la cabeza, exclamó Don Cándido del otro lado:

-¡Señor cura de la Piedad!

Es imposible poder describir la sorpresa de este hombre al dar vuelta hacia el lugar de donde salía esa nueva voz, y encontrarse con la cara de Don Cándido Rodríguez. Por un minuto estuvo volviendo su cabeza de derecha a izquierda; y como si quisiera convencerse de que no soñaba, hizo el movimiento de incorporarse, sin precipitación, como dudando, pero la banda que estaba atravesada sobre su pecho y sus brazos, le impidió levantar otra cosa que la cabeza, que inmediatamente cayó otra vez sobre la almohada. Pero esto no era todo. Al tiempo de descender la cabeza, Daniel puso la boca de su pistola sobre la sien izquierda, y Don Cándido, a un seña del joven, puso la suya sobre la sien derecha; y todo esto sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, y sin moverse cada uno de su posición.

El fraile cerró los ojos, y una palidez mortal cubrió su frente.

Daniel y Don Cándido retiraron las pistolas.

-Señor cura Gaete -dijo el joven-, usted ha entregado su alma al demonio, y nosotros, a nombre de la justicia divina, vamos a castigar al que ha cometido tamaño crimen.

Don Cándido repitió las últimas palabras de Daniel, con una entonación y énfasis a que él quería dar todos los visos de sobrenaturales.

Un sudor abundante y frío empezó a correr por las sienes del cura Gaete.

-Usted ha jurado asesinar a dos personas que se nos parecen; y antes de que usted cometa ese nuevo crimen, vamos a mandarlo a los infiernos. ¿Es verdad que usted ha hecho la intención de asesinar esos dos individuos, juntándose con tres o cuatro de sus amigos?

El fraile no respondía.

-¡Responda usted!

-¡Responda usted! -dijeron Daniel y Don Cándido, poniendo otra vez la boca de sus pistolas sobre las sienes del fraile.

-Sí; pero yo juro por Dios...

-¡Silencio! No nombre usted a Dios -dijo Daniel cortando la voz trémula y hueca del espantado fraile, cuyo semblante empezó a cubrirse de un color rojo, salpicándosele la frente de manchas amoratadas.

-¡Apóstata, renegado, impío, tu hora ha llegado, mi poderosa mano va a descargar el golpe! -exclamó Don Cándido, que habiendo comprendido que ya no había peligro quería portarse como un héroe.

-¿De dónde iba usted a sacar los compañeros con que pensaba cometer ese crimen? -preguntó Daniel.

Gaete no contestó.

-¡Responded! -gritó Don Cándido con una voz sonora.

-¡Responded! -gritó Daniel al mismo tiempo.

-Iba a pedírselos a Salomón -contestó el fraile sin abrir los ojos y con una voz cada vez más trémula.

Su respiración empezaba a hacerse difícil.

-¿Qué pretexto iba usted a darle?

El fraile no respondió.

-Hable usted.

-Hable usted -repitió Don Cándido poniendo de nuevo su pistola sobre la sien de Gaete.

-¡Por Dios! -exclamó, queriendo incorporarse, y volviendo a caer sobre la almohada.

-¿Tiene usted miedo?

-Sí.

-Pues usted va a morir -dijo Don Cándido.

Un rugido, acompañado de un sacudimiento de cabeza, se escapó del oprimido pecho de aquel hombre: su sangre empezaba a afluir copiosamente a su cerebro.

-Usted no morirá si se convence de que jamás se ha encontrado en esta casa con las personas a quienes quiere perseguir -dijo Daniel.

-¿Pero y ustedes quiénes son? -preguntó el fraile abriendo los ojos y volviendo con dificultad de uno a otro lado la cabeza.

-Nadie.

-Nadie -repitieron maestro y discípulo.

-Nadie -exclamó Gaete volviendo a cerrar los ojos, y sufriendo un golpe de convulsión en todos sus miembros.

-¿No comprende usted lo que le ha pasado y lo que le pasa ahora mismo?

Gaete no respondió.

-Usted está sonámbulo, y su destino es morir en ese estado el día mismo en que intente hacer el menor daño a las personas que cree estar viendo.

-Sí -exclamó Don Cándido-, estáis sonámbulo, y moriréis sonámbulo, de muerte horrible, desgarradora, cruenta, el día que penséis siquiera en las respetables personas a quienes teníais sentenciadas. La justicia de Dios está pendiente sobre vuestra cabeza.

Gaete apenas entreoía. Un segundo sacudimiento convulsivo indicó a Daniel que un accidente apoplético estaba cercano de aquel miserable; y desatando entonces el nudo de la colcha que le oprimía el pecho, hizo una seña a Don Cándido y ambos salieron en puntas de pie: Gaete no los oyó salir.

Doña Marcelina y Gertruditas habían oído todo desde la puerta de la sala, y trémulas estaban con la risa.

-Doña Marcelina -la dijo Daniel en el zaguán-, su talento de usted es suficiente para adivinar cómo debe continuarse esta escena.

-Sí, sí; el sueño de Orestes, o el de Dido con Siqueo.

-Justamente. Eso es lo que ha tenido: un sueño, y nada más.

-Gertruditas, esto es para usted -continuó Daniel poniendo un billete de 500 pesos en manos de la sobrina de la ilustrada tía, que lo tomó no sin oprimir ligeramente aquella mano de que tan a menudo recibían obsequios, sin que su hermoso dueño pidiese por ello ningún favor a los animados ojos de las cuatro sobrinas huérfanas y abandonadas en el mundo, como decía su respetable tía, en cuyas manos puso el joven otro billete del mismo valor, saliendo en seguida a la calle de Cochabamba.

Cuatro horas después de esta escena el cura Gaete tenía rapada a navaja toda su cabeza, sin sentir cuatro docenas de sanguijuelas que se entretenían en chuparle la sangre tras de las orejas y en las sienes; y cuatro días después el médico de Su Excelencia el Restaurador, y el doctor Cordero, no respondían aún de la importante vida del predicador federal.

Entretanto, Daniel estaba perfectamente libre de la persecución que lo amenazaba en esos momentos en que él necesitaba tanto de su seguridad, por su patria, por su querida y por sus amigos. Y como un cuerpo de reserva, en la noche de esa escena, le mandó al presidente Salomón su portentosa representación, advirtiéndole que había pasado toda la tarde ocupado en su importante redacción.