Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo XIV

Asilo inglés


Tenemos que retroceder con el lector para recoger ciertos personajes de esta historia, pocos días después de aquella noche de esperanzas y desengaños para los diez jóvenes reunidos en el almacén de la calle de la Universidad.

En efecto, pocos días después de aquella noche, un coche tirado por dos briosos caballos enfilaba la calle de la Reconquista, con dirección a Barracas, y a poco rato paraba en la quinta del señor ministro de Su Majestad Británica, caballero Mandeville.

El carruaje no había dejado de llamar en su tránsito la atención de los que lo veían o sentían; porque, en esos días de republicanismo federal, los coches se habían guardado, y la mayor parte de los caballos ofrecida al Restaurador, o arreada federalmente. Y al parar el carruaje en la casa del ministro inglés, no faltaron curiosos y curiosas que abrieran los ojos para ver aquella novedad.

El cochero abrió la portezuela, y dos hombres bajaron.

Uno de ellos, sin embargo, quedó parado en el estribo vuelto el cuerpo hacia adentro, y empezó a cambiarse este ligero diálogo con otro individuo que no había movídose del asiento delantero en que venía.

-¿Recuerda usted bien todo, mi querido maestro? -preguntó el que se había quedado medio afuera y medio adentro.

-Sí, Daniel, pero...

-¿Pero qué?

-¿Y no sería mejor saber si está el señor ministro, antes de que partiera aislado y solo por estas lúgubres calles, a estas horas, y encerrado en este vehículo?

-Nada importa eso; si no está, lo esperaremos: y cuando usted vuelva, aquí nos hallará.

-¿Y si el padre guardián me preguntase?...

-Ya se lo he dicho a usted cien veces. No debe usted contestar directamente a ninguna pregunta. Si quieren, o no, prestarse a lo que se les pide, cueste el dinero que cueste: eso es todo.

-¿Y por fuerza ha de ser sobrino mío?

-O hijo.

-¡Hijos yo, Daniel!

-O primo.

-¡Vaya!

-O ahijado, o lo que usted quiera.

-¡Dios ponga tiento en mis manos!

-Y en su boca, mi querido maestro. Antes de una hora tiene usted tiempo de volver.

-¡Adiós, Daniel, adiós!

-Hasta de aquí un momento, mi querido amigo -y el joven cerró la portezuela, e hizo una seña al cochero, que no era otro que Fermín, y que partió al momento.

El señor Mandeville estaba en su casa, y Daniel y su compañero, en quien ya el lector habrá creído reconocer a Eduardo, fueron introducidos al salón, donde encendían luces en ese momento.

El señor Mandeville no se hizo esperar mucho rato, porque nunca Buenos Aires hospedó un ministro europeo más afable y democrático que aquel, con cuantos se acercaban a su casa con las insignias de la época.

El ministro llegó con su cara distinguida y fresca, a pesar de los años, su levita abotonada, sus puños de batista cayendo sobre sus blancas y bien cuidadas manos, y con esa difícil facilidad de maneras que sólo se adquiere en el roce continuo de la alta sociedad, dio la mano a Daniel, y exclamó:

-¡Oh, qué felicidad! Nunca podrá usted imaginarse, señor Bello, cuánto es para mí un honor y un placer el verlo a usted en mi casa.

-Señor Mandeville -contestó el joven apretando la mano que le extendía el diplomático-, yo nunca doy honor ni placer sino a cambio de una gran ganancia en las mismas especies. Tengo la satisfacción de presentar a usted a mi íntimo amigo el señor Belgrano.

-¡Ah! El señor Belgrano. ¡Cuántos deseos tenía hace tiempo de conocer a este caballero! Es una noche completa la que usted me da, señor Bello.

-Es una dicha para mí, repuso Eduardo, que mi nombre fuese conocido del señor Mandeville.

-¡Qué quiere usted, mi joven amigo!, ya yo soy viejo, y como me gusta tanto la sociedad de las bellas damas de Buenos Aires, allí aprendo de memoria todos los nombres distinguidos de la juventud.

-Cada palabra de usted es una amabilidad, señor Mandeville -contestó Eduardo, que buscaba inútilmente cómo entrar a ese juego exquisito de palabras galantes, que forman uno de los atributos especiales de la sociedad culta y de la diplomacia europea, y que no entraba en el carácter ni en los hábitos del joven.

-Hoy no, justicia nada más, señor Belgrano. Los viejos estamos siempre próximos a dar cuenta a Dios de nuestras acciones, y debemos esmerarnos en ser siempre justos y verídicos. Y, vamos a ver, ¿ha visto usted a Manuelita, señor Bello?

-Hoy no, señor Mandeville.

-¡Ah, qué criatura tan encantadora! Yo no me canso de hablar con ella y admirarla. Muchos creerán que mis visitas llevan un fin político cerca de Su Excelencia; y nada menos que eso; yo voy a buscar cerca de esa espirituosa criatura algo que alegre a mi espíritu tan aburrido de los negocios. En Londres, Misia Manuelita haría furor.

-¿Y su padre? -preguntó Eduardo, sobre quien cayó como un palmetazo una mirada de Daniel.

-Su padre... el señor general Rosas... vea usted, en Londres...

-En Londres no gozaría de salud el Señor Gobernador -dijo Daniel para salvar al ministro del aprieto en que lo acababa de poner su amigo.

-Oh, el clima de Londres es detestable, ¿ha estado usted en Europa, señor Belgrano?

-No, señor, pero pienso viajar algunos años por ella.

-¿Y pronto?

-No tan pronto como se nos ha venido el señor de Mackau -repuso Daniel queriendo darle ya otro giro a aquella insustancial conversación.

-¡Cómo! ¿Ha llegado ya el vicealmirante Mackau?

-¿No lo sabía usted, señor Mandeville?

-A fe mía.

-Pues ha llegado.

-¿Aquí?

-No; a Montevideo, anteayer a la una.

-¿Y lo sabe ya Su Excelencia?

-¿Y cómo cree usted que sabiéndolo yo no lo sepa el Señor Gobernador?

-Ah, cierto, cierto. Pero es extraño que el comodoro no me haya comunicado nada.

-A la oración quedaba a la vista un bergantín inglés.

-¡Ah!

-El viento ha sido malo, señor Mandeville -observó Eduardo-, y recién a las cinco de la tarde se ha recibido la noticia por una ballenera.

-¿De suerte que estamos en la crisis? -dijo Mandeville jugando con sus uñas, como era su costumbre cuando se preocupaba de algo.

-Y no es eso lo mejor.

-¿Hay más?

-¡Friolera, señor Mandeville! Sabe usted que hasta ahora todos esperábamos ver llegar en actitud hostil al enviado francés, ¿no es así?

-Sí, sí, ¿y bien?

-Pues nada menos que llega con las más sanas y pacíficas intenciones.

-¡Ah, qué felicidad!

-Para nosotros.

-Para todos, señor Bello.

-Menos para la cuestión de Oriente.

-Sí, algo puede haber de eso.

-Un embarazo menos para la Francia es un embarazo más para la paz europea en estos momentos. Felizmente las relaciones hoy existentes entre la Inglaterra y la Francia nos garanten, hasta cierto punto, del resultado de la misión Mackau.

-El gobierno británico no trepidaría -observó Mandeville en ofrecer todos sus buenos oficios en esta cuestión.

-No quise decir eso -replicó Bello-. Quise decir que si la Inglaterra tuviese interés en distraer algo la atención de la Francia con su cuestión del Plata, hoy se le ofrecería una brillante oportunidad. Precisamente veníamos hablando de eso con el señor Belgrano.

-Sin embargo... si las instrucciones del barón de Mackau son de arreglar a todo trance este negocio, confieso a usted que no veo cómo la Inglaterra podría estorbar el arreglo, en la hipótesis, puramente caprichosa, de que tuviere interés en ello.

-Aquí, no, pero en Francia podía estorbar la ratificación del tratado, desde que llevara un vicio de nulidad que felizmente no lo echarán de ver en Francia, y que echaría a perder todo si el gabinete inglés lo hiciese conocer a la oposición francesa, y la trabajase en ese sentido. De ese temor precisamente veníamos hablando con Bello -dijo Eduardo, mientras que el señor Mandeville volvía sus inteligentes ojos de uno a otro de aquellos jóvenes, cuyo pensamiento verdadero quería agarrar, y se le escapaba a cada momento.

-¿Y en qué estaría ese vicio? -preguntó Mandeville con ingenuidad.

-Nada menos que en la firma del Señor Gobernador- contestó Daniel.

-¿Cómo?

-Que los unitarios que están en Montevideo han preparado una demostración al señor Mackau, que hasta cierto punto no deja de ser un fuerte argumento.

-¿Y es, señor Bello?

-Que la firma del Señor Gobernador es falsa, mi querido señor Mandeville. Figúrese usted que ellos raciocinan de este modo: que aun cuando el señor Mackau traiga instrucciones para tratar a todo trance, no hay autoridad con quien tratar en la República Argentina; porque el general Rosas no tiene poder, ni representación alguna, para ajustar tratados, a nombre de la Nación Argentina.

-Pero es un poder de hecho -replicó el señor Mandeville-, y el plenipotenciario no tiene que investigar su legalidad, sino reconocerle y tratar con él.

-Pero a ese argumento contestan los unitarios prosiguió Beller-, que si el almirante viniese a tratar con el señor general Rosas, como, simple gobernador de Buenos Aires, y con relación a esta sola provincia, entonces podía tratar con él, como el almirante Le Blanc y el señor Martigny se habían entendido con el gobierno de Corrientes. Pero que viniendo a tratar con un gobierno que represente en el exterior la soberanía nacional, se encontraba con que este gobierno no existía.

-Algo hay de eso, en efecto -contestó Mandeville con aire distraído.

-Los unitarios sostienen -prosiguió Daniel- que las provincias argentinas nunca han delegado la facultad de entender en las relaciones exteriores, celebrar tratados, etcétera, en el gobierno de Buenos Aires, una vez para siempre, sino especialmente en el gobernador, cada vez que se elige uno en los períodos legales. Que el general Rosas, nombrado gobernador por cinco años, el 7 de marzo de 1835, se recibió del mando el 13 de abril, y su término expiró en igual día de 1840; y que con él expiró también la delegación que tenía de las provincias; que reelecto por igual período, sólo aceptó por seis meses; pero su reelección no producía ipso jure la continuación de aquel especial mandato; y que era indispensable que le fuese renovado. Pero que lejos de serlo, le fue retirado explícitamente por los que se lo habían conferido.

-He leído algo de eso en los periódicos de Montevideo -replicó Mandeville, cada vez más pensativo.

-Es decir, habrá leído usted en los periódicos los documentos oficiales.

-No precisamente los documentos; a lo menos, no lo recuerdo bien.

-Yo tampoco; pero creo que la Sala de Representantes de la provincia de Tucumán sancionó, el 7 de abril, una ley por la que retiraba la autorización que por parte de aquella provincia se había dado al general Rosas, para mantener y conservar las relaciones con las potencias extranjeras. La legislatura de Salta sancionó una ley igual en 13 de abril. El 5 de mayo, la provincia de La Rioja declaró por ley que ella reasumía las facultades que tenía conferidas al general Rosas, para intervenir en las relaciones con las potencias extranjeras. Igual ley dictó la provincia de Catamarca, el 7 de mayo. En términos igualmente positivos se pronunció la provincia de Jujuy, el 18 de abril. Y por lo que hace a la provincia de Corrientes, no se necesita otro documento que la misma posición que ha asumido. Así, pues, los unitarios demuestran que de las catorce provincias que forman la república, siete han retirado al general Rosas la facultad de tratar en su nombre.

-¿Y el almirante Mackau estará en posesión de esos hechos?

-¿Y cómo dudarlo? Y si sus instrucciones lo conducen al extremo de tratar con el señor general Rosas, a pesar de su incapacidad legal, fácil es prever que, en manos de la oposición francesa ese vicio radical en la negociación, o el tratado recibiría una repulsa, o el ministro se hallaría en una posición muy embarazosa. Y yo estoy cierto que si en la política franca del gobierno británico pudiese caber el sacrificio de un amigo leal como la República Argentina, por el interés de embarazar la marcha del gobierno francés, poco adelantaríamos, señor Mandeville, con el tratado a que probablemente arribará el barón de Mackau. Pero yo estoy seguro que el gobierno británico no sacrificará las simpatías argentinas, ni por hostilizar al gobierno francés, ni por corresponder a la reacción que en el estado oriental va a operarse en favor de la Inglaterra.

-¿Cómo, cómo, señor Bello?

-Quiero decir, que abandonada por la Francia la República Oriental, y la numerosa emigración argentina que hay allí, después de los compromisos anteriores, tan solemnes, es muy probable que obrándose en el espíritu público una reacción muy desventajosa para la influencia francesa en estos países, por un movimiento consiguiente y lógico, las simpatías públicas se vuelvan hacia la Inglaterra, que fue tan leal en otra época en sus trabajos por la independencia oriental.

-Ah, sí, cierto. La independencia oriental es debida, hasta cierto punto, a los buenos oficios de la Inglaterra.

-Así es que -continuó Daniel-, perdida la influencia francesa en estos países, y llegado el caso en que peligrase la independencia oriental, la acción de la Inglaterra no sólo sería eficaz, sino también un golpe habilísimo para conquistar a favor suyo todo el terreno perdido por la Francia, en países tan llenos de porvenir como los del Plata.

-Señor Bello, usted sería un embajador peligroso para el general Rosas -dijo Mandeville, que no había perdido una sola palabra de cuantas pronunciara su interlocutor.

-Creo que mi amigo no ha emitido ideas suyas ni tenido tal intención -observó Eduardo mirando al señor Mandeville, sonriendo y mostrando sus blanquísimos dientes.

-Y tan no he hablado a mi nombre, que estoy por creer que habré dicho una porción de desatinos, al referir de memoria lo que dicen en Montevideo, y que suelo leer en los periódicos.

-Señor Bello -dijo el astuto inglés-, ya no agradezco a usted tanto su visita, porque esta noche me quitará usted un par de horas de sueño, haciendo algunos apuntes para mí solo. Y para ir desterrando el sueño tomaremos un poco de vino -y él mismo sirvió de unas botellas colocadas en una mesa, y los tres, después de tomar un poco de jerez, se pusieron a pasear de uno a otro extremo de la sala, con esa respetuosa familiaridad de los hombres de buen tono, que ni se queda atrás, ni va más adelante de lo que es debido.

-Yo acepto el vino, pero no los apuntes -le había contestado Daniel.

-¿Me explica usted eso, mi querido señor Bello?

-Nada más fácil, señor Mandeville: en esta época no pueden hacer apuntes sino los ministros extranjeros. Nadie está libre de un enemigo, de una calumnia, qué sé yo. ¡Qué feliz es usted, señor Mandeville! Vivir en esta casa es como estar en Inglaterra.

-Son inmunidades recíprocas. La legación argentina es la República Argentina en Londres.

-¿Y sabe usted que me sorprende una cosa, señor Mandeville? -dijo Daniel parando sus pasos y mirando al ministro con una fisonomía la más sorprendida posible.

-¿Qué cosa, señor Bello?

-Que estando en Buenos Aires la Inglaterra, y habiendo tantos que caminarían mil leguas por alejarse del país en estos momentos, no hayan caminado algunas cuadras y llegádose a esta casa.

-Ah, sí, pero...

-Perdóneme usted; no quiero saber nada. Si hay algunos desgraciados, cubiertos por la bandera inglesa en esta casa, es un deber y una humanidad de parte de usted, señor Mandeville, y yo no cometería la indiscreción de querer saberlo.

-No hay nadie: doy a usted mi palabra de honor de que no hay nadie refugiado en mi casa. Mi posición es excepcional. Mis instrucciones son terminantes para observar la más completa circunspección. Con la mejor voluntad, yo no podría faltar a mis instrucciones.

-¿Entonces ésta no es más que una casa como otra cualquiera? -le preguntó Eduardo con un tono de impertinencia que Daniel tuvo que barajar volando.

-Todos comprendemos su posición de usted, señor Mandeville. En estos momentos de efervescencia popular, nuestro mismo gobierno no podría hacer efectivas las inmunidades de esta casa; y usted quiere evitar los conflictos diplomáticos que necesariamente tendrían lugar, si el pueblo olvidase los respetos de la legación.

-Exactamente -contestó Mandeville con un contentamiento sincero, al oír que su mismo interlocutor lo salvaba del embarazo en que lo puso la brusca interrogación de Eduardo-, exactamente; y me he visto en la necesidad, en la dura necesidad de negar el asilo de mi casa a varios que lo han solicitado, porque ni puedo responderles de su seguridad, ni me es permitido obrar de modo que pueda traer más conflictos a este país, por cuyos habitantes tengo la más profunda simpatía, y con el cual mi gobierno se esmera en mantener las más estrechas relaciones de amistad.

-Me parece, Daniel, que he sentido parar el coche a la puerta, y que ya es tiempo de dejar al señor Mandeville, que querrá salir a sus visitas de costumbre -dijo Eduardo, que tenía punzoes hasta las orejas.

-No hay nada comparable, señor Belgrano, al placer que tengo en estar con ustedes.

-Sin embargo, mi amigo tiene razón, y es preciso que hagamos el sacrificio de separarnos del señor Mandeville y de su exquisito jerez -dijo Daniel llenando dos copas, presentando una al señor Mandeville y saludándolo al tomar su vino, con una sonrisa la más cortesana de este mundo.

Un minuto después se despedían en la antesala, quedando el señor Mandeville sin saber a qué habían venido aquellos jóvenes, qué eran positivamente, ni qué pensaban de él al retirarse.




ArribaAbajoCapítulo XV

Mr. Slade


A pesar que el mal humor que dominaba a Eduardo lo había descompuesto a tal punto, que su despedida del caballero Mandeville había sido más bien una impertinencia que un saludo, su oído, sin embargo, no lo había engañado cuando anunció a su amigo la llegada del coche.

En efecto, allí estaba, y dentro de él nuestro Don Cándido Rodríguez, que espiró una gran cantidad de aire de su oprimido pecho, al verse de nuevo en compañía de Daniel y Eduardo, cuando el coche partió, volviendo a tomar el mismo camino que había traído, según la instrucción que, al subir, había dado Daniel a su fiel criado.

Y no bien el carruaje comenzó a balancearse en el maldito empedrado de la calle de la Reconquista, cuando Daniel preguntó a Don Cándido:

-¿A cuál de los dos?

-¿Cómo, Daniel?

-¿A Santo Domingo, o a San Francisco?

-Antes, es preciso que te imponga de todo, despacio, con pormenores, con...

-Todo quiero saberlo; pero debemos empezar por el fin, para dar órdenes al cochero.

-¿Absolutamente lo quieres?

-¡Sí, con mil bombas!

-Pues bien... ¿pero no te enojarás?

-Acaba usted, o lo echamos del coche -dijo Eduardo con una mirada que aterró a Don Cándido.

-¡Qué genios, qué genios! Bien, jóvenes fogosos, mi misión diplomática no ha tenido éxito.

-¿Quiere decir -prosiguió Daniel-, que ni en Santo Domingo, ni en San Francisco lo admiten?

-En ninguna parte.

Daniel se inclinó, abrió el vidrio delantero, dijo dos palabras a Fermín, y los caballos tomaron un trote más largo, siempre por la calle de la Reconquista, en dirección a la plaza.

-Te diré, pues -prosiguió Don Cándido-; hice parar el carruaje en Santo Domingo, bajé, entré, me persigné, y caminé por el lóbrego y solitario claustro; me paré, batí las manos, y un lego que encendía un farol vino a mi encuentro. Le interrogué por la salud de todos, y pregunté por el reverendo padre que me habías indicado.

Me introdujo a su celda, y luego de los saludos y cumplimientos de costumbre, no pude menos de felicitarlo por aquella vida tranquila, feliz y santa que disfrutaba en aquella mansión de sosiego y de paz; porque habéis de saber vosotros que desde mis primeros años tuve afición, tendencia, vocación al claustro; y cuando hoy me imagino que podía estar tranquilo bajo las bóvedas sagradas de un convento, libre de las agitaciones políticas, y con la puerta cerrada desde la oración, no puedo perdonarme mi descuido, mi negligencia, mi abandono. En fin...

-Sí, el fin; siempre el fin es lo mejor, mi querido maestro.

-Decía, pues, que en el acto establecí mis primeras proposiciones.

-En lo que ya hizo usted mal.

-¿Pues no iba a eso?

-Sí; pero nunca se comienza por lo que se quiere obtener.

-Déjale que hable -repuso Eduardo arrellanándose en un ángulo del coche, como si se tratase de dormir.

-Prosiga usted -dijo Daniel.

-Prosigo. Le dije clara y terminantemente la posición de un sobrino mío, que siendo un excelente federal, era perseguido por emulaciones individuales, por envidia, por celos de algunos malos servidores de la causa, que no respetaban como debían la ínclita fama y honra del patriarcal gobierno de nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, y de su respetabilísima familia. Hice con elocuencia y entusiasmo la biografía de todos los miembros de las ilustres familias del Excelentísimo Señor Gobernador propietario, y de Su Excelencia el señor gobernador delegado; concluyendo, que por honor de estas ilustres ramas del tronco federal, la religión y la política estaban interesadas en evitar que se cometiese una tropelía contra el sobrino de un tío como yo, que había dado clásicas pruebas de valor y perseverancia federal; y que por no distraer la atención de los señores gobernadores y demás altos y conspicuos personales, ocupados actualmente en la independencia de la América, pedía al convento de Santo Domingo asilo, protección y albergue para mi inocente sobrino, ofreciendo donar para limosnas una suma crecida, en oro o en papel moneda, según lo que dispusieran los RR. PP. Tal fue, en muy ligero extracto, el discurso con que abrí mi conferencia. Pero, y contra todas mis previsiones y perspicacia, el reverendo padre me dijo:

-Señor, yo quisiera poder ser útil a usted, pero no podemos mezclarnos en los asuntos políticos, y algo ha de haber cuando persiguen a su sobrino de usted.

-Protesto una, dos y tres veces -le respondí-, contra todo lo que pueda decirse de mi inocente sobrino.

-No importa -replicó-. Nosotros no podemos comprometernos con el señor Don Juan Manuel; y lo único que podemos hacer es rogar a Dios porque proteja la inocencia de su sobrino de usted, si en verdad es inocente.

-Amén -dijo Eduardo.

-Así contesté yo también -prosiguió Don Cándido-, levantándome y pidiéndole mil perdones por el tiempo que le había robado a Su Paternidad. Y paso ahora a mi conferencia en San Francisco.

-¡No, no, no, basta de frailes, por amor de Dios; y basta de todo y basta de la vida, porque esto no es vida, sino un infierno! -exclamó Eduardo pegándose una recia palmada en la frente.

-Todo esto, mi querido amigo -repuso Daniel-, no es sino un acto, una escena del drama de la vida, de esta vida nuestra y de nuestra época, que es un drama especial en este mundo. Pero sólo los corazones débiles se dejan dominar por la desesperación en los trances difíciles de la suerte. Acuérdate que éstas son las últimas palabras de Amalia. Ella es mujer, y, vive Dios, que tiene más serenidad que tú.

-Serenidad para morir es lo de menos. Pero esto es peor que la muerte, porque es la humillación. Desde ayer no se hace otra cosa que echárseme de todas partes. Mis criados me huyen; mis pocos parientes me desconocen; el extranjero, y hasta la casa de Dios, me cierran sus puertas, y esto es cien veces, un millón de veces peor que una puñalada.

-Pero tienes una mujer, como ninguna, un hombre, como nadie. Todavía el amor y la amistad velan por ti, y no todos cuentan con esto en Buenos Aires. Hace tres días que no tienes casa, ni tienes nada. Te han roto, saqueado y confiscado cuanto tienes, según ellos. Y, sin embargo, he conseguido salvarte más de un millón de pesos. Y con una novia linda como el sol, con un amigo como yo, y con una buena fortuna, no hay todavía motivos por que quejarse tanto de la suerte.

-Pero ando como un mendigo.

-Dejemos de hablar tonterías, Eduardo.

-¿Dónde vamos, Daniel? Observo que nos acercamos al Retiro.

-Justamente, mi querido maestro.

-¡Pero estás en tu juicio!

-Sí, señor.

-¿No sabes que en el Retiro está el regimiento del general Rolón, y parte de la fuerza de Maza?

-Ya lo sé.

-¿Y entonces? ¿Quieres que nos prendan?

-Como usted quiera.

-Daniel, lo que yo quiero es que no nos sacrifiquemos tan pronto. Quién sabe qué días felices nos esperan en el porvenir. Volvámonos, hijo, volvámonos. Mira que ya nos acercamos al cuartel. Volvámonos.

Daniel volvió a sacar la cabeza por el vidrio delantero, dijo unas palabras a Fermín, y el coche dobló a la derecha, y en dos minutos estuvo a la puerta de la hermosa casa del señor Laprida, donde habitaba el cónsul de los Estados Unidos, el señor Slade. El gran portón de fierro estaba cerrado y en el edificio, como a cien pasos de la verja, apenas se percibía una luz en las habitaciones del primer piso.

Daniel dio dos fuertes golpes con el llamador; espero un rato, pero en vano.

-Vámonos, Daniel -decía Don Cándido a cada momento, sin bajar del coche, y sin quitar los ojos de los cuarteles, que a esas horas, cerca de las diez de la noche, estaban en el más profundo silencio.

Daniel volvió a llamar más fuerte aún; y al poco rato se vio venir, paso a paso, a un individuo hacia la puerta. Se acercó, miró con mucha flema, y luego preguntó en inglés:

-¿Qué hay?

Con el mismo laconismo le contestó Daniel:

-¿Mr. Slade?

El criado, entonces, sacó una llave del bolsillo, y abrió la gran puerta, sin decir una palabra.

Don Cándido bajó inmediatamente, y colocándose entre Daniel y Eduardo, siguió con ellos los pasos del sirviente.

Este los introdujo a una pequeña antesala, donde les hizo señas de esperar, y pasó a otra habitación.

Dos minutos después volvió, y empleando el mismo lenguaje de las señas, los hizo entrar.

El salón no tenía más luz que la que despedían dos velas de sebo.

El señor Slade estaba acostado en un sofá de cerda, en mangas de camisa, sin chaleco, sin corbata, y sin botas; y en una silla, al lado del sofá, había una botella de coñac, otra de agua y un vaso.

Daniel no conocía, sino de vista, al cónsul de los Estados Unidos. Pero conocía muy bien a su nación.

El señor Slade se sentó con mucha flema, dio las buenas noches, hizo seña al criado de poner sillas, y se puso las botas y la levita, como si estuviera solo en su aposento.

-Nuestra visita no será larga, ciudadano Slade -le dijo Daniel en inglés.

-¿Ustedes son argentinos? -preguntó el cónsul, hombre como de cincuenta años de edad, alto, de una fisonomía abierta y llana, y de un tipo más bien ordinario que distinguido.

-Sí, señor, los tres -contestó Daniel.

-Bueno. Yo quiero mucho a los argentinos hizo señas a su criado de servirles coñac.

-Lo creo bien, señor, y vengo a dar a usted una ocasión de manifestarnos sus simpatías.

-Ya lo sé.

-¿Sabe usted a lo que venía, señor Slade?

-Sí. Ustedes vienen a refugiarse a la legación de los Estados Unidos, ¿no es eso?

Daniel se encontró perplejo ante aquella extraña franqueza; pero comprendió que debía marchar en el mismo camino que se le abría, y contestó muy tranquilamente, después de tomarse medio vaso de agua con coñac:

-Sí, a eso venimos.

-Bueno. Ya están ustedes aquí.

-Pero el señor Slade no sabe aún nuestros nombres -repuso Eduardo.

-¿Qué me importan vuestros nombres? Aquí está la bandera de los Estados Unidos, y aquí se protege a todos los hombres, como quiera que se llamen -contestó el cónsul, volviéndose a acostar muy familiarmente en el sofá, sin incomodarse, cuando Daniel se levantó, y tomando y apretando fuertemente su mano, le dijo:

-Es usted el tipo más perfecto de la nación más libre y más democrática del siglo XIX.

-Y más fuerte -dijo Slade.

-Sí, y la más fuerte -agregó Eduardo-, porque no puede dejar de serlo con ciudadanos como los que tiene -y el joven tuvo que irse al balcón que daba al río, para no hacer notable a los demás la expresión de su sensibilidad y su dolor comprimidos, que brotó súbitamente de sus ojos.

-Bien, Mr. Slade -continuó Daniel-, no somos los tres los que veníamos a pedir asilo, sino únicamente aquel caballero que se ha levantado, y que es uno de los jóvenes más distinguidos de nuestro país, y que se ve actualmente perseguido. No sé si yo también tendré que buscar más tarde esta protección, pero, por ahora, sólo la buscábamos para el señor Belgrano, sobrino de uno de los primeros hombres de la guerra de nuestra independencia.

-Ah, bueno. Aquí están los Estados Unidos.

-¿Y no se atreverían a entrar aquí? -preguntó Don Cándido.

-¿Quién? -y al hacer esta interrogación el señor Slade frunció las cejas, miró a Don Cándido, y luego se rió-. Yo soy muy amigo del general Rosas -continuó-. Si él me pregunta quiénes están aquí, yo se lo diré. Pero si manda sacarlos por fuerza, yo tengo aquello -y señaló una mesa donde había un rifle, dos pistolas de tiro y un gran cuchillo-, y allí tengo la bandera de los Estados Unidos -y levantó su mano señalando el techo de la casa.

-Y a mí para ayudar a usted -dijo Eduardo, que volvía de la ventana.

-Bueno, gracias. Con usted son veinte.

-¿Tiene usted veinte hombres en su casa?

-Sí, veinte refugiados.

-¿Aquí?

-Sí, en las otras piezas y en el piso de arriba, y me han hablado por más de cien.

-¡Ah!

-Que vengan todos. Yo no tengo camas ni con qué mantener a tanta gente. Pero aquí está la casa y la bandera de los Estados Unidos14.

-Bien, nada, nada nos faltará. Nos basta sólo la protección de usted, noble, franco y leal descendiente de Washington, porque yo también aquí me quedo -dijo Don Cándido alzando su cabeza y dando con el bastón en el suelo, y con tal seriedad y tal decisión que Daniel y Eduardo se miraron y no pudieron contener una carcajada; lo que obligó a Daniel a dirigirse en inglés al señor Slade, para darle una idea de la persona y del carácter de su maestro. Y esta ligera relación llevó de tal modo el buen humor al espíritu del sencillo Slade, que no pudo menos de echar él mismo un poco de coñac, y beber con Don Cándido, diciéndole:

-Desde hoy está usted bajo la protección de los Estados Unidos, y si lo matan a usted, he de hacer que arda Buenos Aires.

-Yo no acepto esa hipótesis, señor cónsul; y preferiría que Buenos Aires ardiese primero, no que primero me matasen y después ardiese.

-Vamos -dijo Daniel-, todo esto no es sino broma, mi querido señor Don Cándido: usted tiene que volverse conmigo.

-No, no iré, ni tienes ya derecho ninguno sobre mí, pues estoy en territorio extraño. Aquí pasaré mi vida, cuidando de la importante salud de este hombre benemérito, y a quien amo ya entrañablemente.

-No, señor Don Cándido, vaya usted con Daniel -repuso Eduardo-, recuerde usted que tiene que hacer mañana.

-Es inútil, no me voy. Y desde este momento quedan cortadas todas nuestras relaciones.

Daniel se levantó, y llamando aparte a Don Cándido, tuvo con él un diálogo vivísimo, para reducirlo a volver al coche. Pero todo habría sido inútil si el joven no hubiese mezclado a las amenazas la promesa de dejarlo en completa libertad para volver a los Estados Unidos, tan pronto como le hiciese conocer algo que necesitaba saber de casa del gobernador delegado.

-Por último -decía Don Cándido al terminar sus condiciones-, sera condición expresa que dormiré esta noche en tu casa, y mañana, si mañana mismo no me vengo a esta hospitalaria y garantida mansión.

-Convenido.

-Señor cónsul -prosiguió Don Cándido volviéndose a Mr. Slade-, no puedo tener desde esta noche el honor, el placer, la satisfacción de ver sobre mi cabeza el ínclito pabellón norteamericano. Pero voy a hacer cuanto de mí dependa por estar aquí mañana.

-Bueno -contestó Slade. Yo no lo he de entregar a usted sino muerto.

-¡Qué demonio de franqueza tiene este hombre! -dijo Don Cándido mirando a Eduardo.

-Vamos, amigo mío -dijo Daniel.

-Vamos, Daniel.

Mr. Slade se levantó con pereza, se despidió en inglés de Daniel, y dándole un abrazo a Don Cándido, le dijo:

-Si no nos vemos más, espero que nos conoceremos en la otra vida.

-¿Sí? Pues no me voy, señor cónsul -y Don Cándido hizo un movimiento para volverse a sentar.

-Son bromas, mi querido maestro -repuso Eduardo.

-Vamos, vamos que es tarde.

-Sí, pero son bromas que...

-Vamos. Hasta mañana, Eduardo.

Y los dos jóvenes se dijeron elocuentes discursos en el largo y estrecho abrazo que se dieron.

-Para ella -fue la última palabra de Eduardo al oprimir a su amigo y separarse de él.

El mismo criado que los había introducido los condujo hasta la puerta de la calle; y al abrirla le preguntó Don Cándido:

-¿Y siempre está cerrada esta puerta de calle?

-Sí -le contestó el criado.

-¿Y no sería mejor tenerla abierta?

-No.

-¡Qué demonio de laconismo! Conózcame usted bien, amigo mío, ¿me conocerá usted para otra vez?

-Sí.

-Vamos, señor Don Cándido -dijo Daniel montando al coche.

-Vamos. Buenas noches, honrado criado del más ilustre de los cónsules.

-Buenas noches -contestó el criado, y cerró el portón.




ArribaAbajoCapítulo XVI

De cómo don Cándido Rodríguez era pariente de Cuitiño


A las ocho de la mañana de uno de los últimos días de setiembre, el maestro de primeras letras de Daniel sorbía a grandes tragos espumoso e hirviente chocolate en una enorme taza de porcelana, mientras que su discípulo arreglaba, doblaba y sellaba papeles, teniendo ambos en sus rostros las señales de haberse pasado en vela toda la noche.

-Daniel, hijo, ¿no sería bueno que nos recostásemos un rato, un momento, algún tiempo?

-Ahora no, señor; más tarde. Todavía necesito de usted un momento.

-Pero que sea el último, Daniel; porque decididamente hoy me voy a los Estados Unidos. Sabes que hace cinco días que le he dado mi palabra a ese honrado y benemérito cónsul de pasar a residir en su territorio.

-Es porque no sabe usted lo que hay -dijo Daniel sellando un paquete.

-¿Lo que hay?

-O lo que puede haber en el territorio.

-No, a mí no me engañas. Todavía anoche, mientras escribías, me he leído cinco tratados de derecho de gentes, y dos manuales diplomáticos, en los capítulos que tratan de las inmunidades de los agentes públicos, y las casas de su residencia. Y sabes, Daniel, que hasta los coches son inviolables, de lo que he deducido que podré pasear, seguro, en el coche del benemérito cónsul, sin temor, sin zozobra, sin peligro, sin...

-Vamos a ver, mi querido maestro. Oiga usted bien lo que yo leo, y lea usted bien el original que me ha traído -y Daniel dio un papel a Don Cándido y tomó otro.

-Este es el mío -dijo Don Cándido.

-O más bien, el de Don Felipe.

-¡Pues!, pero pertenece a mi secretaría privada.

-Vamos a ver -dijo Daniel, y leyó como sigue:

Individuos que han entrado a la cárcel desde el día 15 del presente mes de septiembre
Día 15. Eustaquio Díaz Vélez, remitido por la policía.
» 17.Pedro Longinoti, remitido por la policía.
»»Lucas González, se ignora por quién.

(Se entregó a las doce y mecha de la noche del día 18 a Don Nicolás Mariño, por orden verbal, y fue fusilado en su cuartel.)

Al acabar estas palabras de la copia del diario que leía, Daniel sacudió su cabeza y llevó su mano derecha a los ojos, permaneciendo así largo rato.

-¡Ah, Daniel, hasta el mismo Don Felipe ha llorado al saber esta sensible pérdida!

-Al saber este horrendo asesinato, diga usted..., pero sigamos.

Día18. Ramón Carmonaporlapolicía
»19.José María Canaveriíd.íd.
»»Ventura Ocampoíd.íd.
» 21. Ezequiel Sernaíd.íd.
» 22. Luis Fernando Oteroíd.íd.
» » José Ricoíd.íd.
»»Bernardo Testasíd.íd.
»» Gregorio Collazoíd.íd.
»» Luciano Lizarreagaíd.íd.
»» Juan Manuel Chavesíd.íd.
» »Santiago Eleísaíd.íd.
»» Bonifacio Aráozíd.íd.
»»Mateo Vidalíd.íd.
»» Bernabé Márquezíd.íd.
»»Miguel Rodríguez Machadoíd.íd.
»»Antonio Saldarriagaíd.íd.
» » Alejo Menchacaíd.íd.
»23.Pedro Paulino Gaeteíd.íd.
»»Ventura Buteleríd.íd.
»»Juan Lucas Thebesíd.íd.
»»Francisco Rodríguez, remitido por la policía y preso por el presidente de la Sociedad Popular Restauradora a la disposición del superior gobierno.
»»Demetrio Villarino, policía, etc., preso por el presidente de los serenos.
»24. Segundo Benaventeporlapolicía
»26. Ignacio Fuentesíd.íd.
» » Sandalio Gonzálezíd.íd.
»» Francisco Aráozíd.íd.

-Veamos los muertos -dijo Daniel doblando el papel que había leído y tomando otro.

-Detente, espera, mi querido y estimado Daniel; dejemos a los muertos en paz.

-No, es la suma la que quiero ver.

-La suma está aquí, Daniel, son cincuenta y ocho, en veinte y dos días.

-Eso es; cincuenta y ocho en veinte y dos días.

Y Daniel dobló estos papeles como los anteriores, y les puso su sello.

-Mira que se te quedan las marchas del ejército en Santa Fe.

-Hago esto de ellas, mi querido maestro -y Daniel acercó el papel a la vela y lo quemó; y en seguida guardó todos los paquetes en un secreto del escritorio.

Luego tomó la pluma y escribió:

Mi querido Eduardo: He estado ayer con Amalia desde la oración hasta las once de la noche; y está enferma. La sorpresa de nuestra visita antenoche, y la ansiedad con que quedó al retirarnos, la han hecho mal. Y cuando yo mismo he reflexionado sobre mi condescendencia contigo, te confieso que me he criticado a mí mismo.

La Mashorca continúa ensangrentándose. La cárcel, los cuarteles y el campamento son teatros de muerte que se agrandan por momentos; y tengo motivos para creer que todo esto no son sino preparativos de los crímenes en escala mayor que se preparan para octubre.

Todos hablan de esa casa, y se susurra que la atacarán. No creo, pero es necesario ponerse en todos los casos. Esta novedad ha llegado hasta oídos de Amalia. Quería, absolutamente, que tuviese lugar el matrimonio el primero de octubre, ya que tienes la resolución de no dejar el país hasta conquistar esa felicidad que tanto anhelas. Pero yo le he hecho ver que Mr. Douglas no puede estar aquí hasta el día 5, y ha tenido que resignarse a esperar.

Todo está concluido, mi querido arrugo. El resultado de las conferencias con Mackau será la paz. Yo esperaré, sin embargo, hasta el último momento, y entonces te llevaré a tu Amalia como hemos convenido.

He hecho ya todos mis arreglos, y espero a mi buen padre por momentos.

No iré a verte hasta pasado mañana.

Esta carta te la conduce nuestro querido maestro, que va determinado a no moverse de ahí; déjalo a tu lado.

Te abraza

Daniel.



-Se ha dormido usted, señor Don Cándido -dijo el joven cerrando la carta que se acaba de leer.

-No; pensaba, mi querido Daniel.

-Ah, pensaba usted.

-Pensaba que si la señora madre de nuestro Señor Gobernador propietario no se hubiese casado con su digno esposo, es muy probable que no hubiese tenido a su ilustre hijo, y que hoy no estaríamos pagando el amor conyugal de aquella mal embarazada señora.

-Amigo mío, juro a usted que no se me había ocurrido tal raciocinio -repuso Daniel poniendo su sello en la carta y dándosela a su maestro.

-Esta carta no tiene sobre, Daniel.

-No importa. Esa carta es para Eduardo, guárdela usted bien.

-¿La llevo ahora mismo?

-Cuando usted quiera. Pero va usted a ir en mi coche, y todavía no está pronto.

-¡Ah, bien, bien pensado!

Daniel iba a tocar un timbre, cuando llamaron a la puerta de calle, y al momento se presentó un criado, diciendo con una voz muy poco tranquila:

-El comandante Cuitiño.

Don Cándido se echó para atrás en el sillón y cerró los ojos.

-Que entre -dijo Daniel-. Serenidad, mi querido maestro -prosiguió-, esto no es nada.

-Ya estoy muerto, Daniel -respondió Don Cándido sin abrir los ojos.

-Adelante, mi comandante -dijo Daniel parándose y recibiendo a Cuitiño, mientras Don Cándido, al sentirlo en el escritorio, por una reacción puramente mecánica, se paró, abrió sus labios con una sonrisa convulsiva, y extendió sus dos manos, para coger la de Cuitiño, que se sentó en el ángulo de la mesa en que maestro y discípulo habían pasado largas horas.

-¿A qué hora recibió mi recado, comandante?

-Hará dos horas, señor Don Daniel.

-¿Y qué, está enfermo, que ha tardado tanto?

-No, señor, estaba en comisión.

-¡Ah, ya yo decía! ¡Cuando se trata del servicio de la causa, ojalá todos fuesen como usted! Y eso mismo le decía ayer al presidente; porque si hemos de andar paso a paso, como el jefe de policía, es mejor que lo digamos claro, y no andemos engañando al Restaurador. Por mi parte, comandante, yo ya ni sé lo que es dormir. Toda la noche me he pasado con este hombre cerrando Gacetas para mandar a todas partes, porque el Restaurador quiere que se sepa en todas partes el entusiasmo de los federales. Y hace poco el señor -y Daniel señalaba a Don Cándido, quien, poco a poco, iba volviendo en sí al saber que Cuitiño había venido por llamado de Daniel- me observaba una cosa en que ya ha de haber usted caído, comandante.

-¿Qué cosa, Don Daniel?

-Que vea si la Gaceta dice una palabra de usted, ni de los federales que exponen su vida a todas horas, por sostener la causa.

-¡Conque ni ponen los partes, siquiera!

-¿A quién los dirige, comandante?

-Ahora los dirijo a la policía, desde que el Restaurador está en el campamento. Demasiado que me fijo, señor Don Daniel, y este hombre tiene mucha razón.

-Oh, señor comandante -dijo Don Cándido-, ¿y quién no ha de extrañar el silencio que se guarda con un hombre de los antecedentes de usted?

-Y que no son de ahora.

-¡Por supuesto que no son de ahora! -repuso Don Cándido-. Desde antes de nacer ya era usted acreedor al aprecio del público, porque el señor Cuitiño, padre de usted, pertenece a uno de los troncos más antiguos de nuestras respetables familias. Uno de los ilustres tíos de usted, mi benemérito señor comandante, fue casado, según lo he oído a mis mayores, con una de las primas de mi señora madre; por lo cual siempre he tenido por usted simpatías de pariente, a la vez que nos ligan los estrechos y federales lazos de nuestra causa común.

-¿Entonces usted es mi pariente? -le preguntó Cuitiño.

-Pariente, y muy cercano -le respondió Don Cándido-. Una misma sangre corre por nuestras venas, y nos debemos cariño, estimación y protección recíproca, por la conservación de nuestra sangre.

-Vaya, pues, si en algo puedo servirlo...

-¿Conque, comandante -dijo Daniel, interrumpiéndolo para que Don Cándido no acabara por revelarse más-, conque ni los partes le publican?

-No, señor. Ahora mismo acabo de pasar el parte sobre el salvaje unitario Salces, y no lo han de publicar.

-¿Salces?

-Sí, pues; el viejo Salces. Ahora mismo lo acabamos de degollar.

Don Cándido cerró los ojos.

-Estaba en la cama -continuó Cuitiño-, pero de ahí no más lo sacamos, y lo degollamos en la calle. El otro día pasé el parte, también, cuando degollamos al tucumano La Madrid. El jueves pasado, degollamos a Zañudo, y siete más, y tampoco han publicado esos partes. Por lo que hace a mí, tiene razón mi primo... ¿Cómo se llama?

-Cándido-contestó Daniel, viendo que el dueño de ese nombre no parecía estar dueño de su vida.

-Pues decía que tiene razón mi primo Cándido; y que ahora cuando empiece la cosa en grande, no voy a dar cuenta a nadie.

-¡Y qué! ¿Recién está por empezar? -preguntó Don Cándido con una voz que parecía salida, no de un pecho, sino de un sepulcro.

-Sí, pues. Ahora va a empezar lo bueno. Ya tenemos la orden.

-¿Directamente la ha recibido, comandante?

-Sí, señor Don Daniel. Yo ya no me entiendo sino con el Restaurador. No quiero saber nada con Doña María Josefa.

-¡Mire que lo ha molido!

-Ahora se ha agarrado con Gaetán, y Badía y Troncoso; y siempre dale con Barracas; y siempre con aquel salvaje que se escapó, como si ya no estuviera con Lavalle.

-¡Conque hasta a mí me aborrece esa señora!

-No, de usted no me ha hablado nada. Es a su prima a la que no quiere.

-Yo le he de contar algún día por qué, comandante.

-Hoy estaba encerrada con Troncoso, y una negrita de por ahí por la quinta.

-¡Mientras usted, comandante, se ocupa de los verdaderos servicios a la Federación, vea de lo que se ocupa Doña María Josefa!

-¡Pues! Haciendo espiar mujeres.

-Por supuesto. La negrita ha de ser espía. ¿Qué quiere tomar, comandante?

-Nada, Don Daniel, acabo de almorzar.

-¿Y no ha oído nada?

-¿De qué?

-¿Todavía no ha recibido cierta orden?

-No sé, pues.

-Por el Retiro.

-¿Por el Retiro?

-Sí, pues, la casa grande.

-¿La del cónsul?

-Sí.

-Ah, no. Orden, no, pero ya sabemos.

-¡Así! -y Daniel juntó todos los dedos de su mano derecha y los alzó a la altura de los ojos de Cuitiño; mientras que a Don Cándido se le erizaron los cabellos, y los ojos se le saltaban de las órbitas, creyendo ver en Daniel al mismo Judas.

-Ya sé -contesto Cuitiño.

-¿Pero no hay orden?

-No.

-Mejor, comandante.

-¿Cómo mejor?

-Sí, yo sé lo que le digo, y para eso lo he llamado. Su primo es de confianza, y está en todos estos secretos.

-¿Y qué hay, pues?

-Que no conviene todavía.

-¡Ah!

-Todavía hay pocos. Pero lo que empiece la buena, se ha de llenar la casa. Y allá para el 8 o el 9.... ¿me entiende?

-Sí, Don Daniel -contestó Cuitiño radiante de una feroz alegría al comprender a Daniel.

-¡Pues! Juntitos.

Don Cándido creía que estaba loco, pues no podía creer lo que estaba oyendo.

-¡Cabal! -contestó Cuitiño-, eso sería lo mejor. Pero falta la orden, Don Daniel.

-¡Ah, sí, sin la orden, Dios nos libre! Pero yo ando en eso.

-Y Santa Coloma.

-Ya sé.

-Le tiene muchas ganas al gringo.

-Ya sé, comandante.

-Tuvo no sé qué pelotera con él.

-Sí, pues. De manera que si yo consigo la orden, ¿ya sabe?

-Con toda mi partida, Don Daniel.

-Y si Santa Coloma la consigue, ¿usted me lo avisa?

-¿Cómo no?

-Porque hay esto. Es necesario que yo vaya, para evitar que, en medio del entusiasmo federal, vayan a tocar los papeles del consulado.

-¡Ah!

-Porque entonces sí, el Restaurador se enojaría por los compromisos que eso traería al país, ¿entiende?

-Sí, Don Daniel.

-Pero aunque Santa Coloma reciba la orden, yo soy de opinión que esperemos a que hayan más; allá para el 8 o el 9.

-Cabal, que es mejor.

-¡Qué golpe, comandante!

-Todos lo estamos deseando.

-¿De manera que todos lo saben?

-Todos; pero mientras no haya orden, no nos atrevemos a nada.

-Hacen bien, eso es ser federal.

-¿Pero sabe lo que hemos pensado?

-Diga, comandante.

-Vamos a poner emboscadas por el rededor de la casa desde esta noche.

-Bien pensado; pero tengan cuidado de una cosa.

-¿Qué?

-No vayan a parar ningún coche. Paren no más a los que vayan a pie.

-¿Y por qué no a los coches?

-Porque pueden ser los del cónsul, y a éstos no se pueden tocar.

-¿Y por qué?

-Porque son de él, y todo lo del cónsul está bajo la protección del Restaurador.

-¡Ah!

-De manera que tocar al coche, es como tocar al cónsul.

-Yo no sabía.

-¿Ve? Si siempre es bueno conversar. ¡Vea el disgusto que tendría el Restaurador, si hiciéramos una barbaridad que lo comprometiese en nuevas guerras!

-Ahora mismo voy a avisárselo a los compañeros.

-Sí, no pierda tiempo; estas cosas son muy delicadas.

-Por supuesto.

-Así es que nada sin orden.

-Dios nos libre, señor Don Daniel.

-Y en cuanto haya la orden, hacemos por esperar a que se junten más.

-Eso es.

-Entonces, quedamos entendidos, comandante.

-Bueno, Don Daniel. Y yo me voy, no sea que vayan a atajar algún coche.

-Sí, véalos a todos.

-Conque, Cándido, si en algo puedo servirte, ya sabes que soy tu primo.

-Gracias, mi querido y estimado primo -contestó Don Cándido, más muerto que vivo, levantándose y tomando la mano que le estiraba Cuitiño.

-¿Dónde vives?

-Hombre, yo vivo... yo vivo aquí.

-Bueno, te he de venir a ver.

-Gracias, gracias.

-Adiós, pues.

Y Cuitiño salió con Daniel, quien al despedirlo en la sala metió la mano al bolsillo, y le dijo:

-Comandante, esto es para usted, son cinco mil pesos, que me ha mandado mi padre, con orden de repartirlos entre los federales pobres, y yo le pido a usted que lo haga por mí.

-Vengan, Don Daniel. ¿Y cuándo viene el señor Don Antonio?

-Lo espero de un momento a otro.

-Mándeme avisar en cuanto llegue.

-Así lo haré, comandante; vaya con Dios y sirva a la causa.

Y Daniel volvió a su escritorio, tomó papel y se puso a escribir, sin reparar en Don Cándido, que lo miraba de hito en hito, con unos ojos en que el enojo hacía cierta mezcolanza con la estupefacción, y trazó estas líneas:

Eduardo, sé positivamente que todo lo que corre sobre asalto a la casa de Slade no son sino palabras, pues no hay orden ninguna a este respecto. Pero es necesario que el cónsul haga avisar a los que han solicitado asilo que por ningún motivo vayan a pie, porque la casa va a estar vigilada; pero que pueden ir en coche, sin inconveniente alguno; siendo mucho mejor que vayan en el mismo coche del señor Slade.

Adiós.



-Ahora, mi querido maestro, en vez de una carta, son dos -y Daniel alzó su mano para darte el billete.

Pero aquél le contestó:

-No, ¿o acaso quieres envolverme en tu negra traición?

-¡Adiós mi plata! ¿Ha perdido usted el juicio, mi respetable primo de Cuitiño?

-Primo del gran demonio deberá ser ese facineroso.

-¿Pero usted se lo ha dicho?

-¡Qué sé yo lo que digo; si yo creo que estoy loco, en ese laberinto en que me encuentro, rodeado del crimen, de la traición, de la falsía! ¿Quién eres, di? Define tu posición. ¿Cómo hablas en mi presencia de atacar la casa donde voy a asilarme, donde está ese joven a quien llamas tu amigo, donde...?

-¡Por amor de Dios, señor Don Cándido, que todo tenga que explicárselo a usted!

-¿Pero qué explicación cabe en lo que yo mismo he oído?

-Esto -dijo Daniel abriendo el último billete, que no había lacrado, y dándoselo a Don Cándido, cuya cara y cuyos ojos asustaban realmente.

-¡Ah! -exclamó después de leerlo dos veces.

-Esto, señor Don Cándido, es trabajar sobre el trabajo ajeno, es envolver a los hombres en sus propias redes, es hacerlos perder dentro sus propios planes, es hacerse servir de sus propios enemigos, es, en fin, la ciencia toda de Richelieu, aplicada a pequeñísimas cosas, porque no hay Rochelas ni Inglaterras entre nosotros, que si las hubiera, también la aplicaría. Ahora, vaya usted y repose tranquilo en el territorio norteamericano.

-Ven a mis brazos, joven admirable, que me has hecho pasar el más cruel momento de mi vida.

-Venga el abrazo, y váyase usted en mi coche, ilustre primo de Cuitiño.

-No me insultes, Daniel.

-Bueno, hasta mañana; no, hasta pasado mañana. El coche está en la puerta.

-Adiós, Daniel.

Y el pobre Don Cándido volvió a abrazar a su discípulo, que media hora después trataba de dormir, mientras Don Cándido se paseaba, con la cabeza erguida, en el territorio de los Estados Unidos, como él decía, en tanto que Eduardo leía las cartas de su amigo.




ArribaAbajoCapítulo XVII

El reloj del alma


El lector tendrá a bien recordar ahora aquel lindísimo día, 5 de octubre, en que dejamos a Amalia arrodillada, conversando con Dios, después de haberla visto entre sus riquísimos trajes, tratando de elegir el que debía ponerse esa noche, en que iba a dar su mano al bien amado de su corazón. Y es en la noche de ese día que volvemos a Barracas, después de tener conocimiento de los sucesos descritos en los capítulos anteriores.

Pero antes, nos fijaremos en un coche que para a la puerta de una casa de pobre apariencia en la calle de Corrientes, y de donde sale, al momento, un sacerdote anciano que sube al carruaje y saluda a dos individuos que parecían esperarlo en él. Los caballos partieron en el acto, doblaron por la calle de Suipacha, con dirección al sur, y al cortar la calle de la Federación, el cochero tuvo que sofrenarlos para no atropellar a tres jinetes que venían de la parte del campo, sus caballos sin herrar, y con la apariencia de haber galopado buenas leguas. Uno de los caballeros parecía de alguna edad, y ser el jefe o el patrón de los otros, por la distancia respetuosa que guardaban de él, y por el lujo gaucho de su caballo.

Acababan de dar las ocho.

La calle Larga de Barracas era un desierto.

La mirada se sumergía en ella, y no hallaba un ser viviente, ni una luz, ni un indicio de vida; ni se percibía otro ruido que el de la brisa entre las hojas de los árboles. Parecía uno de esos parajes que escogen los espíritus de otro mundo, para bajar al nuestro, envueltos en sus chales de sombra; y donde corren, se deslizan, se chocan, ríen, lloran, cantan, tocan en los cristales y se dilatan y se escurren, y sin forma ni color rozan la frente, revuelven los caballos, y con su soplo volcanizan la imaginación y se escapan: lugares rodeados de soledad y de misterio, en que el alma se sobrecoge y reconcentra, y un no sé qué de vago la oprime, imprimiéndose en el aire y en la sombra las mismas fantasías de la mente; espíritus que se ven; almas que corren, se alejan y se acercan; fantasmas que se levantan como la espiral del humo, y se rarifican en el vacío, como la bruma, como el aire mismo; luces que súbitas se inflaman y se apagan; risas, gemidos que el aire trae, y cuyo eco cree conocer el alma, y más se sobrecoge, y más la oprime algo que no es propiamente el miedo vulgar, sino una especie de sueño en la vigilia, con algo que se acerca más a la muerte que a la vida, más a la oscura eternidad con sus arcanos, que al presente con sus peligros reales: ilusión del alma, y no de los sentidos; percepciones de la imaginación, en ciertos parajes, en horas especiales, y en circunstancias dadas...

Pero en medio de aquella soledad, había una animación escondida; y entre esas tinieblas, un torrente de luz, oculto por los muros de la quinta de Amalia.

En el salón, los rayos de cincuenta luces se reflejaban en los espejos, en los bruñidos muebles, y en el cristal de los jarrones que rebosaban flores, y en cuyas labores, a los rayos de la luz y la sombra de las flores, se descubría el brillo azul del diamante, la luz enrojecida del rubí, los desmayos del zafiro, la esplendidez de la esmeralda, y las coqueterías del ópalo.

El gabinete y el tocador estaban iluminados del mismo modo; y sólo el dormitorio de aquella solitaria beldad no tenía más luz que la de una pequeña lámpara de bronce velada por un globo de alabastro; porque el amor huye del ruido y de la luz. Hijo de los misterios de Dios, vaciados en el molde del corazón humano, busca también el secreto y el misterio en la tierra. La tarde en el mar, y el rayo de la luna al través de las hojas de los árboles, son los modelos de silencio y de luz, que la adivinación del sentimiento, más que el arte, sabe imitar para esconder al amor, cuando es esperado por los que arden en su celeste llama; y la alcoba de Amalia lo esperaba como el crepúsculo en el mar tranquilo, como la luna entre el bosque, como el corazón en el misterioso seno de la mujer.

Pero como un contraste de la melancólica claridad del aposento, la belleza de Amalia, entre el torrente de luz de su tocador, resplandecía como la Vespertina entre el millón de estrellas de la noche.

Radiante de hermosura, de juventud y de salud, tipo perfecto del gusto y la elegancia, acababa sus últimos adornos, parada en medio de sus magníficos espejos.

Había algo en aquella mujer que remontaba la imaginación en el ala misteriosa de las edades, y la trasportaba a las creaturas de Israel. Y aquí un perfil de María, la hermana de Moisés; allí el ojo y la mirada de la tímida Ruth; allá el talle y las formas de la gentil Rahab; el cuello y la piel trasparente de Abigail; las cejas como el arco del amor, y los cabellos como el manto de la noche, que daban sombra al rostro y a la espalda de Bethsabé; la gentileza y el lujo de la reina de Saba; y la noble frente de la esposa de Abraham. Y en medio a este conjunto de bellezas, trasparente en el rostro la lágrima del alma, como Sara, la bellísima esposa de Tobías.

Luisa la contemplaba como enajenada.

Vestía un traje de gro color lila claro, con dos anchos y blanquísimos encajes, recogidos por ramos de pequeñas rosas blancas, con tal arte trabajadas que rivalizaban con las más frescas y lozanas de la Naturaleza. Su cuello no tenía más adorno que un hilo de perlas que se perdía entre los encajes del seno mal velado, y suspendía un medallón con el retrato de su madre. Sus cabellos rodeaban, en una doble trenza, la parte posterior de su cabeza; y de allí, hasta cerca de las sienes, se abrían en rizos que besaban los hombros; y unas bandas de encaje de Inglaterra caían hacia la espalda sostenidas por la rosa blanca que ella misma había elegido esa mañana. Un chal del mismo encaje que las bandas caía como una tenue neblina sobre sus hombros, rebelde a su objeto, descubriendo el seno y la espalda que quería ocultar. Y la única alhaja que, a ruegos de Luisa, se había decidido a ponerse, era, en su brazo derecho, un brazalete de perlas con un broche de zafiros.

No era tal o cual cosa, era el todo; era ella misma la que absorbía la mirada, la que abstraía el alma y la fascinaba.

Sus ojos, sin rivales en el mundo, estaban más animados que de costumbre; y sus labios, como la flor del granado, tenían el brillo del rubí, mientras que el tenue colorido de las rosas de mayo había desterrado la palidez habitual de su semblante. ¿Era todo esto el efecto natural de esa fiebre insensible que agita la sangre en las situaciones definitivas de la vida humana; o era solamente la animación que obran en la mujer la luz y los espejos de un tocador, el resplandor de su belleza misma, y las imágenes caprichosas de la mente? ¡Quién sabe! ¡La fisiología del corazón de una mujer es toda arcanos, donde la mirada de la razón se pierde!... Un reloj dio las ocho de la noche: y desde el primer martillazo se habrían podido contar los siguientes, en los latidos del corazón de Amalia, a través de los encajes que cubrían su seno, y, súbitamente, el granado de sus labios, y la rosa de mayo de su rostro, tomaron los colores de la perla y el jazmín.

-¡Se vuelve usted a poner pálida, señora, y tan luego ahora que acaban de dar las ocho!

-Es por eso precisamente -contestó Amalia, pasándose la mano por la frente, y sentándose.

-¿Porque son las ocho?

-Sí. No sé qué es esto: desde las seis de la tarde, cada vez que siento dar horas, sufro horriblemente.

-Sí, tres veces lo he notado. Eso es, desde las seis, ¿y sabe usted lo que voy a hacer?

-¿Qué, Luisa?

-Voy a hacer parar el reloj, para que cuando den las nueve no se vuelva usted a enfermar.

-No, Luisa, no. A las nueve ya estarán aquí, y todo estará concluido. Ya se ha pasado, no es nada -repuso Amalia levantándose y volviendo a sus colores anteriores.

-Es verdad, es verdad, ya vuelve usted a estar tan linda como antes; tan linda como nunca la he visto a usted, señora.

-Calla; anda y llama a Pedro.

Y entretanto, Amalia desprendió de su seno el medallón con el retrato de su madre, y lo llenó de besos. Y apenas acababa de prenderlo de nuevo sobre el seno de su vestido, cuando volvió Luisa con Pedro, tan bien afeitado y peinado, con una levita abotonada hasta el cuello, y con aire tan marcial, que pareció tener veinte años menos, en aquel día en que iba a casarse la hija de su coronel.

-Pedro, mi buen amigo -le dijo Amalia-, nada va a cambiarse en esta casa. Yo quiero ser siempre para usted lo que he sido hasta hoy; quiero que me cuide usted siempre como a una hija; y la primera prueba de cariño que quiero recibir de usted en mi nuevo estado, es la promesa de que nunca se separará usted de mí.

-Señora, yo... yo no puedo hablar, señora -dijo el viejo sacudiendo como con rabia su cabeza, o como si con ese movimiento quisiera castigar las lágrimas que le inundaban los ojos, y le entorpecían la palabra.

-Bien, me dirá usted un , solamente. Quiero que me acompañe usted a Montevideo la semana que viene, porque el que va a ser mi marido debe emigrar esta misma noche, y mi obligación es seguirlo en su destino; ¿vendrá usted, Pedro?

-Sí, pues, sí, señora, sí -contestó, dándose aires de que estaba muy entero y podía decir muchas palabras.

Amalia se acercó a una mesa, abrió una caja de ébano, llena de alhajas, tomó un anillo y se volvió al antiguo camarada de su padre.

-Este anillo -le dijo- es formado con cabellos míos, de cuando era niña. No tiene más valor que ése, y por eso se lo doy a usted para que lo conserve siempre; mi padre lo usaba en el ejército.

-¡Toma, éste es, lo conozco, vaya si lo conozco! -dijo el soldado inclinando la cabeza y besando el anillo que había estado en las manos de su coronel, como si fuese una reliquia santa.

Los ojos de Amalia y de Luisa se anublaron de lágrimas en ese momento, en presencia de aquella sensibilidad sin arte, sin esfuerzo, hija del corazón y los recuerdos.

-Otra cosa, Pedro -prosiguió Amalia.

-Diga usted, señora.

-Quiero que sea usted testigo de mi casamiento. No habrá nadie más que usted y Daniel.

El soldado, por toda contestación, se acercó a Amalia, tomóle la mano entre las suyas, convulsivas de emoción, e imprimió en ella un respetuoso beso.

-¿Se han ido ya los dos criados de la quinta?

-Desde la oración los despaché, como me lo previno usted.

-¿Entonces está usted solo?

-Solo.

-Bien. Mañana repartirá usted estos billetes entre los criados, sin decirles por qué -y Amalia tomó de sobre la mesa un puñado de papeles de banco, y se los dio.

-Señora -dijo Luisa-, me parece que siento ruido en el camino.

-¿Está todo cerrado, Pedro?

-Sí, señora. Pero esta puerta de fierro que da a la quinta, yo no sé cómo es eso... Van dos veces, ya se lo he dicho a usted, que la he encontrado abierta por las mañanas, cuando yo mismo la cierro y guardo la llave bajo mi almohada.

-Bien, no hablemos de eso esta noche.

-Señora -repitió Luisa-, siento ruido, y me parece que es un coche.

-Sí, yo también.

-Y ha parado -prosiguió Luisa.

-Es cierto. Ellos serán. Vaya usted, Pedro, pero no abra sin conocer.

-No hay cuidado, señora. Estoy solo, pero... no hay cuidado.

Y el veterano pasó del tocador al cuarto de Luisa, y atravesó el patio para ver quién llegaba a la casa de la hija de su coronel.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

El velo de la novia



- I -

Amalia no se había equivocado, porque eran en efecto las personas que ella había esperado por tantas horas y con tanta angustia.

Desde su tocador sintió abrir la puerta de la sala, y al momento conoció los pasos de Daniel, que venía por el gabinete y su dormitorio.

-¡Ah, señora -dijo el joven parándose en la puerta del tocador, y mirando a Amalia-, yo esperaba tener el placer de encontrarme aquí con una linda mujer, y me sorprende la felicidad de hallarme con una diosa!

-¿De veras? -fue la respuesta de Amalia, con una sonrisa encantadora, acabando de calzarse un guante de cabritilla blanco, que parecía dibujado en su preciosa mano.

-Sí, muy cierto -repuso Daniel acercándose poco a poco a su prima, y contemplándola con ojos verdaderamente admirados-, y tan cierto que creo ser esta la primera vez que he mirado a una mujer, como miro a cierta otra, a quien...

-A quien yo escribiré tal novedad esta misma noche.

-Bien, y yo... yo... yo hago esto -y a medida que hablaba fuese acercando hasta que, tomando de súbito a su prima, le imprimió un beso en la frente, y saltando como un niño a cuatro pasos de ella, le dijo-: Ahora hablemos con seriedad.

-Sí, ya es tiempo, atrevido -le contestó Amalia con su sonrisa celestial.

-Eduardo está ahí.

-Y yo aquí.

-Y yo también: porque ya no me falta sino casarme por ustedes.

-No sería conmigo.

-Y harías bien. Está el cura, y es necesario que no esté ni diez minutos.

-¿Y por qué?

-Porque para estar él, es necesario que esté el coche a la puerta.

-¿Y bien?

-¿Y bien? Una partida puede pasar; el coche le llamará la atención; espiará; y...

-Ah, sí, sí... Comprendo todo... Vamos. Daniel.., pero... -y Amalia apoyó su mano en una mesa.

-¿Pero qué?

-No sé... Quisiera reírme de mí misma, y tampoco puedo... No sé lo que tiene mi corazón.., pero...

-Vamos, Amalia.

-Vamos, Daniel.

Y el joven tomó la mano de su prima, la enlazó de su brazo; pasaron por la alcoba y la antesala, y llegaron al salón donde estaban de pie, mirando un cuadro, el sacerdote y Eduardo.

Este último vestía todo de negro y guantes blancos. Sobre su semblante pálido resaltaban más sus cabellos negros como el ébano, y sus hermosos ojos, rodeados de una sombra aterciopelada, que daba a su varonil fisonomía un tinte de poesía y pesadumbre, que establecía un contraste de artista.

Por bien templada que fuese el alma de aquel hombre era imposible que donde hubiese corazón, hubiese indolencia para los grandes juegos a que se arrojaba su vida en esa noche. El matrimonio, que corta la vida del hombre, que separa el pasado del porvenir, que fija la suerte o la desgracia del resto de la existencia; la separación del objeto amado al libar la primera gota de la felicidad apetecida; y, por último, la emigración, con la muerte cerniéndose sobre la cabeza, a cada paso que se diera en los bordes de la patria, para decirla adiós, eran circunstancias capaces de dominar y oprimir al alma más acostumbrada a los golpes de fierro del destino, cuando todas ellas debían tener lugar en el pequeño círculo de pocas horas.

Él y su Amalia se dirigieron un millar de palabras en su primera mirada.

Y el sacerdote, que estaba instruido por Daniel de la necesidad de terminar brevemente aquella ceremonia, cuyos requisitos habían sido allanados de antemano por el joven, se preparó en el momento para el acto más serio, quizá, de su misión en la tierra; el que liga dos vidas y dos almas; el que santifica en el mundo una inspiración que sólo viene de Dios, y mezcla el nombre de Dios, y el respeto de Dios, a lo más santo y más sublime del corazón humano, a la hebra imperceptible de luz que liga al ángel caído con la esencia de la divinidad que lo hizo: al amor.

El sacerdote acabó una oración, hizo esa pregunta, en cuya respuesta se sella el destino que va más allá, más allá de la tumba, y que no hay labio humano que la pronuncie sin sentir el calor del corazón latiendo apresurado. ¡Y luego, en nombre del Trino indivisible y eterno, Eduardo y Amalia quedaron unidos para la tierra, y para el cielo, porque las almas que Dios junta en la tierra, por la inspiración purísima de su divino soplo, si aquí se separan un momento, allí se juntan en el seno inefable de la inmortalidad!

Un suspiro desahogó el oprimido pecho, y en la presión de sus manos, en el rayo profundo de sus miradas, y en la sonrisa ingenua de sus labios, Amalia y Eduardo nadaron en espacios de ventura, atravesaron siglos de felicidad, y por primera vez el cristal de sus ojos fue empañado por una lágrima de ventura; y sus rostros, un momento antes tan pálidos, se sonrosaron de improviso con los relámpagos de su propia dicha.

No bien se hubo concluido la ceremonia, y mientras Amalia daba un beso a Luisa, que lloraba, cuando Daniel se acercó a Pedro y le preguntó al oído:

-¿Su caballo de usted está en el pesebre?

-Está.

-Lo necesito por una hora.

-Bien.

Luego, tomando de la mano a Amalia y llevándola a un sofá de la antesala, mientras Eduardo daba las gracias al sacerdote, la dijo:

-El cura se va, y yo también.

-¿Tú?

-Sí, Madama Belgrano, yo; porque estoy destinado a no estar quieto en un solo lugar, porque llegue a estar quieto en Montevideo su marido de usted.

-Pero ¿qué hay? ¡Dios mío! ¿Qué hay? ¿No nos has dicho que estarías con nosotros hasta el momento de embarcarse?

-Sí, pero es por eso mismo que tengo que salir un momento. Óyeme: sabes que el punto de embarque es en la Boca, por lo mismo que nadie puede pensarlo; pero hemos quedado con Douglas en vernos de las nueve a las diez en una de las casillas de madera que hay en el puerto, por si acaso hubiese ocurrido alguna novedad que hiciera necesario mudar algo del plan; y como el inglés es más puntual que un inglés, estoy seguro que antes de un cuarto de hora está en la casilla, porque ya van a dar las nueve. Dentro de una hora estaré de vuelta; y, entretanto, Fermín, que hace de cochero, va a llevar al cura, y volverá a caballo con el mío de diestro para mi vuelta...

-¿Y para ir a la Boca? -preguntó Amalia, que estaba pendiente de los labios de Daniel.

-No, cuando vayamos con Eduardo iremos a pie.

-¿A pie?

-Sí, porque pasaremos por entre las quintas de Somellera y de Brown, y después iremos por el bañado, tan seguros como si estuviéramos en Londres.

-Sí, sí, me parece mejor -respondió Amalia-, pero irás con Fermín y con Pedro.

-No, iremos los dos, déjame hacer. Ahora es necesario separarnos, porque no estoy tranquilo hasta que salga el coche de la puerta de tu casa.

-¿Llevas armas?

-Sí; ven a despedirte del cura.

Los dos volvieron al salón, y un momento después Amalia y Eduardo acompañaban hasta la puerta del zaguán al ministro de la Iglesia, que se exponía por su ministerio a todos los inconvenientes que en esos tiempos tenían esas horas y esos lugares solitarios.

Y a la vez que los caballos del coche partían para la ciudad, y que Eduardo cerraba la puerta de la calle, salía Daniel por el portón, tarareando una de nuestras canciones de guitarra, o más bien de esos tristes, cuyo aire es, poco más o menos, el mismo para todas las letras; cubierto con su poncho, y a galope corto, como el mejor y más indolente gaucho.




- II -

Al volver al salón, y cuando las luces iluminaron de nuevo la figura de Amalia, Eduardo no pudo menos de pararse, con las dos manos de su esposa y amante entre las suyas, contemplándola embriagado de amor y encantamiento. Y luego la atrajo contra su seno, y, sin hablarla, sin poder hablar, la oprimió largo rato y bebió de su boca las sonrisas radiantes de felicidad que la inundaban, y de sus ojos los rayos del amor que se escapaban. Pero, de repente, un estremecimiento súbito, como el que produce el golpe eléctrico, agitó a la joven, que se desprendió de los brazos de Eduardo, y, con la cabeza inclinada al pecho, y lentamente, atravesó la sala, el gabinete, entró a su dormitorio, y se paró delante del crucifijo, interrogándole, u orando con el alma en los labios.

Eduardo la había seguido sin volver en sí de su sorpresa, o más bien, de su profunda perturbación, al notar el estremecimiento y la repentina palidez de su esposa.

-Pero ¡Dios mío!, ¿qué es esto? ¿Qué tienes, mi Amalia? -la preguntó al fin tomándola de la mano y sentándola en el pequeño sofá del dormitorio.

-¡Nada, nada, Eduardo, nada, ya pasó!... He sufrido tanto... supersticiones... los nervios; ¡qué sé yo! Pero ya pasó.

-No, no, Amalia; ha habido algo especial; algo que no sé, pero que quiero saber, porque sufro más que tú en este momento.

-No sufras, pues: ha sido la campana del reloj; he ahí todo.

-Pero...

-No me preguntes, no me hagas reflexiones; sé cuanto me dirías; pero no lo he podido remediar; y toda la tarde he sufrido iguales impresiones al oír las horas.

-¿Nada más?

-Te lo juro.

Eduardo respiró como si se aliviase su alma de un enorme peso.

-Mi Amalia -la dijo-, cuando te sentí estremecer, huir de mis brazos, y te vi venir a refugiarte en Dios, una idea horrible cruzó por mi cabeza, y he sufrido en un minuto un siglo de tormento. Pensé ver en todo aquello una sensación de disgusto, una protesta de tu alma contra el lazo que acababa de ligarnos para siempre.

-¡Eduardo! ¿Y lo has creído? ¡También esto, Dios mío!

-Perdón, mi Amalia, encanto angelicado de mi alma, perdón.., mi vida tan combatida, mi amor tan entrañable, la misma felicidad de este momento, precursora de la vida encantada que me espera a tu lado, todo conspiró e intrigó mi espíritu... perdón, perdón.

Y atrayéndola hacia su seno, levantando los rizos que vagaban desordenados sobre su frente, apagaba con sus besos las luces de sus ojos y contaba con sus labios los latidos de sus sienes.

Ella, entretanto, decía al bien amado de su alma:

-Es esta la primera vez de mi vida que yo he amado. Es esta mi primera pasión, mi primer himeneo, mi primer día, mi primera dicha.

-¡Amalia!

-Desgracias, el silencio y la orfandad de mi vida, todo lo olvido, Eduardo. Hoy comienza mi vida por ti, para ti, en ti. Y si algo temía, si algo me retraía, era el miedo, esa visión terrible que me persigue siempre, haciéndome ver que en mi destino hay el veneno del infortunio, que mata, o hace la desgracia de cuantos me aman; y si he cerrado mis ojos a mi estrella, es porque sólo con mi mano puedo comprar tu alejamiento de aquí. Sin ello, yo habría sacrificado esta felicidad que ahora me abruma, estos siglos de ventura que vivo en este momento, por no tener el temor siquiera de originarte un minuto de mal... ¡Mira si te amo!

-¡Oh! ¡Es mucha, es mucha felicidad para un solo corazón!...

¡Y la luz de la lámpara se amortiguaba; las hojas de la rosa blanca se desprendían y caían entre los rizos de la joven, y el chal de encajes, envuelto al acaso entre los brazos de ella y él, cubrió la frente de los dos... y era el velo de la novia... y era el cendal del amor y del misterio!...






ArribaAbajoCapítulo XIX

El tálamo nupcial


Cuando el reloj de la quinta daba las diez de la noche, Pedro abría el portón para que entrase Daniel, después de haber oído y conocido su canto en la lóbrega y solitaria calle Larga.

Y en ese momento también, una escena bien diferente tenía lugar a pocos pasos: era Amalia, que, desde la primera vibración del reloj, había estremecídose con más violencia aún que en las veces anteriores, y refugiado su cabeza en el seno de su esposo, abrazándose de él instintivamente, como si el eco del metal fuese la voz fatídica del dolor, que la viniese a anunciar una desgracia en esa mitad de su vida, en esa su vida entera, que se llamaba Eduardo.

-¿Qué es esto, amado mío, esposo mío? -le preguntó al fin, derramándose de su mirada rayos de luz y de amor, sombras de pesadumbre y de inquietud-, ¿qué es esto? ¡Es la primera vez de mi vida que se obra en mi alma tal misterio, y a medida que pasan las horas, es más violenta y fuerte la impresión que siento! ¡Qué! ¿Ni a tu lado puedo yo ser feliz?

-Ángel de mi alma, es tu imaginación y nada más. Opreso de disgustos, tu espíritu se ha llenado de sombras, que se disiparán pronto al rayo de mi amor, a la adoración a que se consagrará mi vida, velando tu felicidad y tu calma. Es el aire, la luz de Buenos Aires, lo que enferma el espíritu y el cuerpo. Pero pronto estarás a mi lado, lejos de aquí.

-Sí, pronto, muy pronto, Eduardo. Yo no puedo vivir aquí, y en ninguna parte podré vivir sin ti.

-Viajaremos juntos.

-¿Y por qué no desde esta noche?

-Es imposible.

-Dejaré todo. Luisa y Pedro me seguirán después.

-Es imposible.

-Llévame, llévame, Eduardo, ¿no soy tu esposa? ¿No debo seguirte a todas partes?

-Sí, pero no debo exponerte, luz de mis ojos.

-¿Exponerme?

-Cualquier incidente...

-¿Luego tú te expones? ¿Por qué me engañan? ¿No me han dicho que hay la mayor seguridad posible?

-Es cierto, no hay peligro, pero quizá tengamos que permanecer en el río dos, tres, o cuatro días.

-¿Y qué me importa si los paso contigo?

-Amalia, no alteremos en nada nuestro plan. Respetemos de casados todas nuestras promesas de solteros. Si no vas con Daniel antes de quince días, irás sin él; porque a esa fecha, se habrá concluido la paz con la Francia, y no habrá inconveniente ninguno para tu embarque. Acuérdate, bien mío, que voy a dejarte porque tú me lo mandas, y que tú debes quedarte porque yo te lo ruego... Pero... siento alguien en la sala.

-¿Será Luisa?

-No, creo que es Daniel.

Y el joven besó la frente de su esposa y pasó al salón, donde se halló en efecto con su amigo.

Amalia, entretanto, llamó a Luisa y dispuso que Pedro trajese el té al gabinete, donde pasó a reunirse con su esposo y su primo.

-Dios nos protege, hija mía, todo está completamente listo y arreglado. Solamente que en vez de esperar a la madrugada, Douglas fija la hora del embarque para las doce de la noche, es decir, dentro de dos horas.

-¿Y por qué ese cambio? -preguntó Amalia.

-Es lo que yo mismo no puedo explicarte; porque tengo tal confianza en la previsión y sagacidad de mi famoso contrabandista, que desde que él ha señalado esa hora, nada le pregunté, porque estoy cierto que es la que más ha de convenir al embarque.

Eduardo tomó la mano de su Amalia y parecía querer trasmitirle su alma en su contacto.

Daniel los miró con ternura y les dijo:

-El destino no ha querido corresponder a mis más vivísimos deseos: yo había deseado ver vuestra felicidad a la luz de la mía al mismo tiempo. Envueltos en unas mismas desgracias, yo había deseado que en una misma hora arrebatásemos a la suerte un momento para nuestra común felicidad, y si Florencia estuviese a mi lado en este instante, yo sería el ser más venturoso de la tierra... Pero en fin, he conquistado ya la mitad de mis aspiraciones. La otra... Dios dispondrá.

Era tan profunda, tan exquisita la sensibilidad de aquellos tres jóvenes, y se armonizaba tanto en cada uno la suerte de los otros, que sus impresiones de felicidad, o de dolor, de ansiedad, o de melancolía, se comunicaban con un magnetismo sorprendente; y en ese instante una lágrima fugitiva, pero brotada del fondo del corazón, empañó la pupila de todos. Pero Daniel, ese carácter especial para la dominación de sí mismo, esa alma de abnegación y generosidad, que sacrificaba todo a la felicidad de los que Amalia, concibió que era una crueldad echar una gota de pesadumbre en la copa de felicidad, que apenas llegaba a los labios de aquellos dos seres tan combatidos de la suerte, y levantándose, abrazándolos sucesivamente, les dijo:

-Vamos, vamos, estemos contentos estos instantes que nos deja el destino, y no pensemos sino en los días que vamos a pasar dentro de poco en Montevideo, ni hablemos de otra cosa que de ellos.

Pocos momentos después entró Pedro con la bandeja del té y fue a colocarla en una mesa del gabinete de lectura, que como se sabe, estaba entre el salón y el aposento, adonde pasó Amalia con su esposo y su primo, habiendo antes díchole a Pedro que se retirase, pues nunca consentía que él la sirviese.

Antes de diez minutos Daniel había vuelto la alegría a sus amigos.

Fugaz, animador, espirituoso, voluble y gracioso en los giros de la conversación, era imposible resistir al sello que él le imprimiera.

Por último, sólo le faltaba hacerlos enojar, para darles el placer de que se reconciliasen luego. Porque no hay nada más en armonía con las necesidades del corazón enamorado que esos pasajeros enojos que preparan la reconciliación, y en ella, más impetuosa, la reacción de los afectos. Y así fue, que con una gran seriedad, tomando su segunda taza de té, dijo a su amigo:

-Ah, Eduardo, una cosa se me ha olvidado preguntarte: ¿qué hago de la cajita de cartas?

-¡La cajita de cartas! -contestó Eduardo, mientras Amalia se puso a mirarlo fijamente.

- ¡Sí, pues! -repuso Daniel con la misma gravedad-, la cajita de cartas, donde creo que hay también cabellos de Amalia, por el color.

-¿Te has vuelto loco, Daniel?

-No, gracias a Dios.

-¿Y por qué disimula usted, caballero? ¿Qué cosa más natural que tener esos recuerdos y querer conservarlos?

-Te juro, Amalia mía, que en mi vida he tenido semejante caja, ni sé de qué cartas me está hablando Daniel. O está jugando, o repito que se ha vuelto loco.

-Pero ¿por qué negarlo? -repuso Amalia, rosada y fingiendo una sonrisa que abrumaba a Eduardo.

-¿Ves, Daniel, lo que sacas con tus bromas? -repuso Eduardo, que empezó a comprender el capricho de su amigo.

-De modo que...

-De modo que haces mal, porque ¿lo ves?

-¿Qué?

-Que Amalia ha retirado muy insensiblemente su silla del lado de la mía.

Daniel entonces soltó una carcajada, se levantó, tomó la mano de su prima, y poniéndola entre las de Eduardo, exclamó:

-¡Están impagables! Mi Florencia tendría más circunspección.

-No, no, es cierto, tú no has mentido -repuso Amalia sin retirar su mano, y esperando y deseando que la acabaran de convencer.

Pero una nueva risa de Daniel, y una mirada de Eduardo, concluyeron por hacerla conocer la chanza caprichosa del primero; y la presión de su mano, y el rayo enamorado de su tiernísima mirada, le dijeron a Eduardo que la nube de celos se había evaporado. En ese instante ella y él se cambiaban el alma en las miradas, y en el calor de sus manos se trasmitían la vida.

Pero en ese instante también la voz de Luisa vino a caer como un rayo en medio de los tres.

Era un grito agudo, horrible y estridente, al mismo tiempo que se vio a la niña venir despavorida por las piezas interiores, y al mismo tiempo también que se oyó un tiro en el patio, y una especie de tormenta de gritos y de pasos precipitados.

Y antes que Luisa hubiese podido decir una palabra, y antes que nadie se la preguntase, todos adivinaron lo que había, y junto con la adivinación del instinto, la verdad se presentó ante ellos, a través de los vidrios del gabinete, en el fondo de las habitaciones por donde había venido la niña; pues una porción de figuras siniestras se precipitaban por el cuarto de Luisa al tocador de Amalia. Y todo esto desde el grito, hasta la vista de aquellos hombres, ocurría en un instante tan fugitivo como el de un relámpago.

Pero con la misma rapidez también, Eduardo arrastró a su esposa hasta la sala, y cogió sus pistolas de sobre el marco de la chimenea.

Inmediatamente, porque todo era simultáneo y rápido como la luz, Daniel arrastró la mesa y la tumbó con lámpara, bandeja y cuanto tenía, junto a la puerta que separaba el gabinete de la alcoba.

-¡Sálvanos, Daniel! -gritó Amalia precipitándose a Eduardo cuando tomaba las pistolas.

-Sí, mi Amalia, pero sólo peleando; ya no es tiempo de hablar.

Y estas últimas palabras perdiéronse a la detonación de las pistolas de Eduardo, que hizo fuego a cuatro pasos de distancia sobre ocho o diez forajidos que ya pisaban en la alcoba; mientras Daniel tiraba sillas delante de la puerta, y a tiempo que otro tiro disparaba en el patio, y un rugido semejante al de un león dominaba los gritos y las detonaciones.

-¡Dios mío, han muerto a Pedro! -gritaba Amalia prendida del brazo izquierdo de Eduardo, que no conseguía desasirse de ella.

-Todavía no -dijo el soldado entrando por la puerta de la sala que daba al zaguán, bañado el rostro y el pecho en la sangre que salía a ríos de un hachazo que había recibido en la cabeza, y tirando, al mismo tiempo que decía esas palabras, la espada de Eduardo, que vino a caer cerca del grupo que formaban todos en el gabinete, delante de la barricada improvisada por Daniel; y mientras que con el brazo izquierdo se limpiaba la sangre que le cubría los ojos, con la derecha, donde tenía su sable, trataba de cerrar la puerta de la sala.

La pluma, el pensamiento mismo, no puede alcanzar todos los accidentes de esta escena, en todo su movimiento súbito y veloz.

La voz de Eduardo que decía a su esposa, asida de su brazo y su cintura:

-Nos pierdes, Amalia, déjame, pasa a la sala -no se oía entre el ruido y la grita infernal que venía del patio, del tocador, y de aquellos que entraban al aposento, y de los cuales uno había caído a los pistoletazos de Eduardo.

El cristal de los espejos del tocador saltaba hecho pedazos a los sablazos que pegaban sobre ellos, sobre los muebles, sobre los vidrios de las ventanas, sobre las lozas del lavatorio, en cuanto había, siendo estos golpes acompañados de una gritería salvaje, que hacía más espantosa aquella escena de terror y muerte.

A los tiros de Eduardo, los que invadieron la alcoba habían unos retrocedido algunos pasos, otros parádose súbitamente, sin avanzar hacia la mesa y las sillas caídas delante de la puerta. Pero dos hombres se precipitaron en aquel instante en el aposento.

-¡Ah, Troncoso y Badía! -gritó Daniel arrojando otra silla, parándose contra el perfil de la puerta, y sacando de su pecho aquella arma con que había salvado a su amigo en la noche del 4 de mayo; única que llevaba, y que era impotente en la desigual lucha que iba a trabarse.

Y cuando aquellos dos hombres se precipitaban como dos demonios, el uno con una pistola en la mano, y el otro con un sable, Eduardo alzó a Amalia por la cintura, la llevó, la dejó sobre un sofá de la sala, y cogió la espada que le acababa de tirar Pedro. Y a éste, que venía de echar a la puerta de la sala el débil pasador que la cerraba, y quería hacer un esfuerzo para seguir a Eduardo al gabinete, le faltaron las fuerzas a los dos pasos, las piernas se le doblaron, y cayó temblando de furor, delante del sofá en que quedó la joven. Allí se abrazó de sus pies, bañando con su sangre generosa a aquella criatura, a quien todavía quería salvar, oprimiéndola para que no se moviese.

Entretanto, el rayo no cae más rápido ni mortífero que el sable de Eduardo sobre la cabeza del bandido más cercano a la mesa y las sillas caídas, entre los diez o doce que, a la voz de sus jefes, asaltaban aquel débil obstáculo.

Y al mismo tiempo Daniel alcanzaba al hombro de otro y le dislocaba el brazo de un golpe seco de su cassetête.

-¡Cógele el sable! -le gritó Eduardo; mientras que Pedro, haciendo esfuerzos por levantarse, sin poderlo conseguir, porque estaba mortalmente herido en el pecho y la cabeza, sólo tenía fuerzas para oprimir los pies de Amalia, y voz para estar repitiendo a Luisa, abrazada también de su señora:

-¡Las luces, apaguen las luces, por Dios!

Pero Luisa ni le oía, y si le oía no quería obedecerle, porque temblaba de quedarse a oscuras, si posible era sentir más terror que el que la dominaba.

Pero los dos golpes certeros de Eduardo y de Daniel no sirvieron sino para atraer sobre sí mayor número de asesinos, pues a la voz de uno de sus jefes vinieron los que estaban robando y rompiendo en el tocador; cuando se lanzaron a las sillas y la mesa, el mismo Eduardo, impaciente por aquellos obstáculos que impedían el alcance de su espada, con sus pies trataba de separar las sillas, y ya poco faltaba para que hubiese un camino expedito de la una a la otra habitación, cuando Daniel descargó su terrible maza sobre la espalda de uno de los que se agachaban a separar una silla del lado del aposento, y el bandido vino a ocupar el lugar que despejaba Eduardo.

-¡Salva a Amalia, Daniel, sálvala; déjame solo, sálvala! -gritaba Eduardo, temblando de furor, menos por el combate que por los obstáculos que no podía remover con las manos, porque con su espada hacía frente a los puñales y sables que había del otro lado de ellos, mientras que temía tropezar y caerse si intentaba separarlos con los pies.

Todo esto habría durado como diez minutos, cuando seis u ocho de los bandidos dejaron el aposento y se retiraron por el tocador, mientras que los restantes continuaban, a la voz del jefe que quedaba con ellos, tratando de separar los muebles caídos, pero con tal temor, que apenas habían separado dos o tres sillas que no estaban al alcance de la espada de Eduardo.

Ninguno de los dos jóvenes estaba herido, y Eduardo, en el momento en que su brazo descansaba un segundo, dio vuelta a su cabeza para ver a Amalia, a través de los vidrios del gabinete, contenida por un moribundo y una niña, y volviéndose a su amigo, le dijo en francés:

-Sálvala por la puerta de la sala; sal al camino, gana las zanjas de enfrente; y en cinco minutos yo habré roto todas las lámparas, pasaré por el medio de esta canalla, y te alcanzaré.

-Sí -le contestó Daniel-, es el único medio; ya lo sabía, pero no quería dejarte solo; ni lo quiero aun. Voy a ver de salvarla y vuelvo en dos minutos; pero no pases la barricada.

Y Daniel pasó como un relámpago a la sala, y a tiempo que tiraba una de las lámparas y uno de los candelabros de los dos que había encendidos, un tremendo golpe dado en la puerta de la sala hizo saltar el pestillo y abrirse las hojas de par en par, entrándose en tropel una banda de aquellos demonios, de que se rodeó un gobierno nacido del infierno y maldito para siempre jamás en la historia de las generaciones argentinas.

Un grito horrible, como si en él se arrancasen las fibras del corazón, salió del pecho de la pobre Amalia, y desprendiéndose de las manos casi heladas de Pedro, y de los débiles brazos de su tierna Luisa, corrió a escudar con su cuerpo el cuerpo de su Eduardo, mientras Daniel tomó el sable de Pedro, ya expirando, y corrió también al gabinete.

Pero junto con él los asesinos entraron. Y cuando Eduardo oprimía contra su corazón a su Amalia para hacerla con su cuerpo una última muralla, todos estaban ya confundidos; Daniel recibía una cuchillada en su brazo derecho; y una puñalada por la espalda atravesaba el pecho de Eduardo, a quien un esfuerzo sobrenatural debía mantener en pie por algunos segundos, porque ya estaba herido mortalmente. Y en ese momento, en que era sostenido apenas en un ángulo del gabinete por los brazos de su Amalia, mientras que su diestra se levantaba todavía por los impulsos de la sangre, y amedrentaba a sus asesinos; y cuando Daniel en el otro ángulo, con el sable en su mano izquierda, se defendía como un héroe; en ese momento en que dos bandidos cortaban en la sala la cabeza de Pedro, unos golpes terribles se daban en la puerta de la calle. Luisa, que había ganado el zaguán despavorida, conoce la voz de Fermín, descorre el cerrojo, y abre la puerta.

Entonces un hombre anciano, cubierto con un poncho oscuro, se precipita gritando con una voz de trueno, pero dolorida, como la voz que es arrancada del corazón por la mano de la Naturaleza:

-¡Alto, alto, en nombre del Restaurador!

Y todos oyeron esta voz, menos Eduardo, cuya alma, en ese instante, se volaba a Dios, y su cabeza caía sobre el seno de su Amalia, que dobló exánime su frente, y quedó tendida en un lecho de sangre junto al cadáver de su esposo, de su Eduardo.

En ese instante el reloj daba las 11 de la noche.

-Aquí, padre mío, aquí; salve usted a Amalia -dijo Daniel, al oír la voz y conocer a su padre.

¡Y al mismo tiempo el joven, que había recibido otra profunda herida en la cabeza, caía sin voz y sin fuerzas en los brazos de su padre, que con una sola palabra había suspendido el puñal, que esa misma palabra levantara para tanta desgracia y tanto crimen!...








ArribaEspecie de epílogo

La crónica, que nos revelará más tarde quizá algo interesante sobre el destino de ciertos personajes que han figurado en esta larga narración, por ahora sólo cuenta que al siguiente día de aquel sangriento drama los vecinos de Barracas, que entraron por curiosidad a la quinta asaltada, no encontraron sino cuatro cadáveres: el de Pedro, cuya cabeza había sido separada del tronco, y los de tres miembros de la Sociedad Popular Restauradora; y que allí estuvieron hasta la oración de ese día, en que fueron sacados en un carro de la policía, a la vez que eran robados los últimos objetos que quedaban en las cómodas, mesas y roperos.

Se cuenta también que Don Cándido Rodríguez, después de la muerte del señor Slade, acaecida pocas semanas después de los sucesos que se acaban de conocer, fue obligado por un juez de paz a salir de la casa del consulado, porque decididamente se resistía a dejar el territorio de la Unión, aún después de la muerte del cónsul, y de quedar la casa sin consulado.

Y de Doña Marcelina sólo se sabe que un día vino a proponerle su mano a Don Cándido, como un vivo recuerdo de los peligros que juntos habían corrido; lo que Don Cándido rechazó horrorizado.