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ArribaAbajoCapítulo IX

El primero acto de un drama


De todos cuantos allí había, Amalia era la única que no conocía a Doña María Josefa Ezcurra; pero cuando al pasar al salón vio de cerca aquella fisonomía estrecha, enjuta y repulsiva; aquella frente angosta sobre cuyo cabello alborotado estaba un inmenso moño punzó, armonizándose diabólicamente con el color de casi todo el traje de aquella mujer, no pudo menos de sentir una impresión vaga de disgusto, un no sé qué de desconfianza y temor que la hizo dar apenas la punta de sus dedos cuando la vieja le extendió la mano. Pero cuando Agustina la dijo: «Tengo el gusto de presentar a usted a la señora Doña María Josefa Ezcurra», un estremecimiento nervioso pasó como un golpe eléctrico por la organización de Amalia, y sin saber por qué, sus ojos buscaron los de Eduardo.

-¿No me esperaría usted con esta tarde tan mala? -prosiguió Agustina, dirigiéndose a Amalia, mientras todos se sentaban en redor de la chimenea.

Pero fuera casual o intencionalmente, Doña María Josefa quedó sentada al lado de Eduardo, dándole la derecha. Amalia se guardó bien de presentar a Eduardo. Todos los demás se conocían desde mucho tiempo.

-En efecto, es una agradable sorpresa -contestó Amalia a la señora de Mansilla.

-Misia María Josefa se empeñó en que saliéramos; y como ella sabe cuán feliz soy cuando vengo a esta casa, ella misma le dio orden al cochero de conducirnos aquí.

Daniel empezó a rascarse una oreja, mirando el fuego como sí él sólo absorbiese su atención.

-Pero, vamos -prosiguió Agustina-, no somos nosotras solas las que se acuerdan de usted; aquí está Madama Dupasquier, que hace más de un año que no me visita; aquí está Florencia, que es una ingrata conmigo, y, por consiguiente, aquí está el señor Bello. Además, aquí tengo el gusto de ver también al señor Belgrano, a quien hace años no se le ve en ninguna parte -dijo Agustina, que conocía a toda la juventud de Buenos Aires.

Doña María Josefa miraba a Eduardo de pies a cabeza.

-Es una casualidad; mis amigos me ven muy poco -respondió Amalia.

-Y si yo no veo a usted, Agustina, a lo menos no negará usted que mi hija hace mis veces muy frecuentemente -dijo Madama Dupasquier.

-Desde el baile, no la he visto sino dos veces.

-Pero usted vive aquí tan perfectamente que casi es envidiable su soledad -dijo Doña María Josefa, dirigiéndose a Amalia.

-Vivo pasablemente, señora.

-¡Oh, Barracas es un punto delicioso! -Prosiguió la vieja-, especialmente para la salud -y señalando a Eduardo, dijo a Amalia:

-¿El señor se estará restableciendo?

Amalia se puso encendida.

-Señora, yo estoy perfectamente bueno -la contestó Eduardo.

-¡Ah, dispense usted! Como lo veía tan pálido.

-Es mi color natural.

-Además, como lo veía a usted sin divisa; y con esa corbata de una sola vuelta, en un día tan frío, creí que vivía usted en esta casa.

-Mire usted, señora -se apresuró a decir Daniel para evitar una respuesta que por fuerza, o había de ser una mentira, o una declaración demasiado franca, que convenía evitar-: en esto de frío es según uno se acostumbra; los escoceses viven en un país de hielo y andan desnudos hasta medio muslo.

-¡Cosas de gringos; pero como aquí estamos en Buenos Aires! -replicó Doña María Josefa.

-Y en Buenos Aires donde este invierno es tan riguroso -agregó Madama Dupasquier.

-¡Ha hecho usted poner chimenea, misia María Josefa? -preguntó Florencia que, como todos, parecía empeñarse en distraerla de la idea que había tenido sobre Eduardo, y que todos parecían adivinar.

-Demasiado tengo que hacer, hija, para ocuparme de esas cosas; cuando ya no haya unitarios que nos den tanto trabajo, pensaremos un poco en nuestras comodidades.

-Pues yo no hago poner una chimenea en cada cuarto, porque Mansilla se resfría al salir del lado del fuego -dijo Agustina.

-Demasiado calor ha de tener hoy Mansilla -continuó Doña María Josefa.

-¿Cómo? ¿Está enfermo el señor general? -preguntó Amalia.

-El nunca está sano -contestó Agustina-, pero hoy no lo he sentido quejarse.

-No, no tiene calor de enfermedad -repuso la vieja-, tiene calor de entusiasmo. ¿No saben ustedes que hace tres días se está festejando la derrota de los inmundos unitarios en Entre Ríos? Pues no hay un solo federal que no lo sepa.

-Precisamente hablábamos de eso cuando ustedes entraron -dijo Daniel-; ha sido una terrible batalla.

-¡En que bien las han pagado!

-¡Oh, de eso yo le respondo a usted! -dijo Daniel.

-Y yo también -agregó Eduardo-; y si no hubiera sido que la noche era tan oscura...

-¿Cómo la noche? Si la batalla fue de día, señor Belgrano -observó Doña María Josefa.

-Eso es; fue de día, pero quiso decir mi amigo que si no hubiera sido la noche no se escapa ninguno.

-¡Ah!, por supuesto. ¿Y ha asistido usted a alguna de las fiestas, señor Belgrano?

-Hemos paseado juntos las calles admirando la embanderación -contestó Daniel, que temblaba de que Eduardo hablase.

-¡Y qué lindas banderas hay! ¿De dónde sacarán tantas, señora? -dijo la picaruela de Florencia, dirigiéndose a Doña María Josefa.

-Las compran, niña, o las hacen las buenas federales.

-Sí, pues yo soy muy buena federal, y me guardaré muy bien de emplear mis manos en eso. Cuando Mansilla me lo pidió el año pasado, se las mandé pedir prestadas al señor Mandeville, y desde entonces las tengo, y son las que uso: ni se las vuelvo más. ¿Y usted ha puesto, Amalia?

-No, Agustina, ¡esta casa está tan retirada!

-¡Bien hecho, hacen un ruido las malditas banderas! Y después de eso, los muchachos: Eduardita casi se cayó hoy de la azotea por querer subir hasta una bandera.

-¡Oh, esta casa no está tan lejos! -dijo Doña María Josefa.

-Pero como las del teatro, no hay ningunas; ¿ha ido usted al teatro, Doña María Josefa?

-No, Florencita, yo no voy al teatro. Pero he sabido que ha habido mucho entusiasmo; ¿ha estado usted, señor Belgrano?

-Pues mire usted, el día que yo vaya, por fuerza la voy a usted a buscar, y hemos de ir, ¿no es verdad?

-No te incomodes, niña, yo no voy al teatro -contestó la vieja con un gesto de mal humor al ver que nadie, y especialmente Florencia, la dejaba conversar con Eduardo.

-El teatro es el centro más a propósito para expresarse el entusiasmo de los pueblos -dijo Daniel.

-Sí, pero con tanta gritería no dejan oír la música -agregó Agustina.

-Esa grita es la más bella música de nuestra santa causa -dijo Daniel con una cara la más seria del mundo.

-Cabal, eso es hablar, -dijo la vieja.

-¿Florencia, por qué no toca usted el piano un momento?

-Ha tenido usted una buena idea, Amalia. Florencia, ve a tocar el piano.

-Bien, mamá. ¿Qué le gusta a usted, Doña Josefa?

-Cualquiera cosa.

-Pues bien, venga usted. Yo canto muy mal, pero por usted voy a cantar delante de gente mi canción favorita, que es el Natalicio del Restaurador. Venga usted junto al piano -y Florencia se puso de pie delante de Doña María Josefa, para dar más expresión a su invitación.

-¡Pero, hija, si ya me cuesta tanto levantarme de donde me siento!

-¡Vaya que no es así! Venga usted.

-¡Qué niña ésta! -dijo la vieja con una sonrisa satánica-. Vaya; vamos pues; dispense usted, señor Belgrano -y al decir estas palabras la vieja, fingiendo que buscaba un apoyo para levantarse, afirmó su mano huesosa y descarnada sobre el muslo izquierdo de Eduardo, haciendo sobre él tal fuerza con todo el peso de su cuerpo, que transido de dolor hasta los huesos, porque la mano se había afirmado precisamente en lo mas sensible de la profunda herida, Eduardo echó para atrás su cabeza, sin poder encerrar entre sus labios esta exclamación:

-¡Ay, señora! -quedando en la silla casi desmayado, y pálido como un cadáver.

Daniel llevó su mano derecha a los ojos, y se cubrió el rostro.

Todos, a excepción de Agustina, comprendieron al momento que en la acción de Doña María Josefa podía haber algo de premeditación siniestra, y todos quedaron vacilantes y perplejos.

-¿Le he hecho a usted mal? Dispense usted, caballero. Si yo hubiera sabido que tenía usted tan sensible el muslo izquierdo, le hubiera a usted pedido su brazo para levantarme. ¡Lo que es ser vieja! Si hubiera sido una muchacha no le habría dolido a usted tanto su muslo izquierdo. Dispense usted, buen mozo -dijo mirando a Eduardo con una satisfacción imposible de ser definida por la pluma de un hombre; y fue luego a sentarse junto al piano, donde ya estaba Florencia.

Por una reacción natural en su altiva organización, Amalia se despejó súbitamente de todo temor, de toda contemporización con la época y las personas de Rosas que allí estaban; levantóse, empapó su pañuelo en agua de Colonia; se lo dio a Eduardo que empezaba a volver en sí del vértigo que había trastornádolo un momento; y separando bruscamente la silla en que había estado sentada Doña María Josefa, tomó otra y ocupó el lugar de aquélla al lado de su amado, sin cuidarse de que daba la espalda a la cuñada y amiga del tirano.

Agustina nada había comprendido, y se entretenía en hablar con Madama Dupasquier sobre cosas indiferentes y pueriles, como era su costumbre.

Florencia tocaba y cantaba algo sin saber lo que hacía. Doña María Josefa miraba a Eduardo y a Amalia, y sonreía y meneaba la cabeza.

Daniel parado, dando la espalda a la chimenea, tenía en acción todas las facultades de su alma.

-No es nada, ya pasó, no es nada -dijo Eduardo al oído de Amalia, cuando pudo reanimarse un poco.

-¡Pero está endemoniada esta mujer! Desde que ha entrado no ha hecho otra cosa que hacernos sufrir -le contestó Amalia, bañando con su mirada tan tierna y amorosa la fisonomía de Eduardo.

-Muy bueno está el fuego -dijo Daniel alzando la voz, y mirando con algo de severidad a Amalia.

-Excelente -dijo Madama Dupasquier-, pero...

-Pero, perdone usted, señora, los disfrutaremos solamente hasta las diez o las once -la interrumpió Daniel, alcanzando que Madama Dupasquier iba a hablar de retirarse, dirigiéndola al mismo tiempo una mirada que la inteligente porteña comprendió con facilidad.

-Justamente, ésa es mi idea -repuso la señora-; es preciso que saboreemos bien el gusto de esta visita, ya que tan pocas veces nos damos este placer.

-Gracias, señora -dijo Amalia.

-Tiene usted razón -agregó Agustina-, y yo también me estaría hasta esas horas, si no tuviera que ir a otra parte.

-Es muy justo -dijo Amalia, cambiando con Madama Dupasquier una mirada bien inteligente sobre la razón algo impertinente que acababa de dar Agustina.

-¿Qué tal, lo he hecho bien? -preguntó Florencia a Doña María Josefa, levantándose del piano.

-¡Oh, muy bien! ¿Se le pasó a usted el dolor, señor Belgrano?

-Ya, sí, señora -respondió Amalia con prontitud y sin dar vuelta la cabeza para mirar a Doña María Josefa.

-No me vaya usted a guardar rencor, ¿eh?

-Si no hay de qué, señora -dijo Eduardo, violentándose en dirigirle una palabra.

-Lo que prometo es no decir a nadie que tiene usted tan sensible el muslo izquierdo, a lo menos a las muchachas, porque si lo saben todas van a querer pellizcarle ahí para verlo desmayarse.

-¿Quiere usted sentarse, señora? -dijo Amalia girando la cabeza hacia Doña María Josefa, sin alzar los ojos y señalando una silla que había en el extremo del círculo que formaban en rededor de la chimenea.

-No, no -dijo Agustina-, ya nos vamos, tengo que hacer una visita y estar en mi casa antes de las nueve de la noche.

Y la hermosa mujer del general Mansilla se levantó, ajustándose las cintas de su gorra de terciopelo negro, que hacía resaltar la blancura y la belleza de su rostro.

En vano quiso Amalia violentarse; no pudo conseguir despejar su ánimo de la prevención que la dominaba ya contra Doña María Josefa Ezcurra: aún no había traslucido la maldad de sus acciones, pero le era bastante la grosería de la parte ostensible de ellas para hacérsele repugnante su presencia; y jamás despedida alguna fue hecha con más desabrimiento a esa mujer toda poderosa en aquel tiempo: Amalia la dio a tocar apenas la punta de sus dedos, y ni la dio gracias por su visita, ni la ofreció su casa.

Agustina no pudo ver nada de esto, entretenida en despedirse y mirarse furtivamente en el grande espejo de la chimenea, tomando en seguida el brazo de Daniel, que las condujo hasta el coche. Pero todavía desde la puerta de la sala, Doña María Josefa volvió su cabeza, y dijo dirigiéndose a Eduardo:

-No me vaya a guardar rencor, ¿eh? Pero no se vaya a poner agua de Colonia en el muslo, porque le ha de hacer mal.

El coche de Agustina había partido ya, y aún duraba en el salón de Amalia el silencio que había sucedido a la salida de ella y de su compañera.

Amalia fue la primera que lo rompió, mirando a todos, y preguntando con una verdadera admiración:

-Pero ¿qué especie de mujer es ésta?

-Es una mujer que se parece a ella misma -dijo Madama Dupasquier.

-¿Pero qué le hemos hecho? -preguntó Amalia-. ¿A qué ha venido a esta casa, si debía ser para mortificar a cuantos en ella había, y esto cuando no me conoce, cuando no conoce a Eduardo?

-¡Ah, prima mía! ¡Todo nuestro trabajo está perdido; esta mujer ha venido intencionalmente a tu casa; ha debido tener alguna delación, alguna sospecha sobre Eduardo, y desgraciadamente acaba de descubrirlo todo!

-Pero ¿qué, qué ha descubierto?

-Todo, Amalia; ¿crees que haya sido casual el oprimir el muslo izquierdo de Eduardo?

-¡Ah! -exclamó Florencia-, ¡sí, sí, ella sabía de un herido en el muslo izquierdo!

Las señoras y Eduardo se miraron con asombro.

Daniel prosiguió tranquilo y con la misma gravedad:

-Cierto, esa era la única seña que ella tenía del escapado en los asesinatos del 4 de mayo. Ella no ha podido venir a esta casa sin algún fin siniestro. Desde el momento de llegar ha examinado a Eduardo de pies a cabeza; sólo a él se ha dirigido, y cuando ha comprendido que todos le cortábamos la conversación, ha querido de un solo golpe descubrir la verdad, y ha buscado el miembro herido para descubrir en la fisonomía de Eduardo el resultado de la presión de su mano. Sólo el demonio ha podido inspirarla tal idea, y ella va perfectísimamente convencida de que sólo habiendo oprimido una herida mal cerrada aún, ha podido originar en Eduardo la impresión que le hizo, y que ha devorado con placer.

-Pero ¿quién ha podido decírselo?

-No hablemos de eso, mi pobre Amalia. Yo tengo un perfecto conocimiento de lo que acabo de decir, y sé que ahora estamos todos sobre el borde de un precipicio. Entretanto, es necesaria una cosa en el momento.

-¿Qué? -exclamaron todas las señoras, que estaban pendientes de los labios de Daniel.

-Que Eduardo deje esta casa inmediatamente y se venga conmigo.

-Oh, no -exclamó Eduardo levantándose, iluminados sus ojos por un relámpago de altivez, y parándose al lado de su amigo junto a la chimenea.

-No -prosiguió-. Alcanzo ahora toda la malignidad de las acciones de esa mujer, pero es por lo mismo que me creo descubierto, que debo permanecer en esta casa.

-Ni un minuto -le contestó Daniel con su aplomo habitual en las circunstancias difíciles.

-¿Y ella, Daniel? -le replicó Eduardo nerviosamente.

-Ella no podrá salvarte.

-Sí, pero yo puedo libertarla de una ofensa.

-Con cuya liberación se perderían los dos.

-No; me perdería yo solo.

-De ella me encargo yo.

-¿Pero vendrían aquí? -preguntó Amalia toda inquieta, mirando a Daniel.

-Dentro de dos horas, dentro de una quizá.

-¡Ah, Dios mío! Sí, Eduardo, al momento váyase usted, yo se lo ruego -dijo Amalia levantándose y aproximándose al joven; acción que instintivamente imitó Florencia.

-Sí, con nosotros, con nosotros se viene usted, Eduardo -dijo la bellísima y tierna criatura.

-Mi casa es de usted, Eduardo, mi hija ha hablado por mí -agregó Madama Dupasquier.

-¡Por Dios, señoras! No, no. Cuando no fuera más que el honor, él me ordena permanecer al lado de Amalia.

-Yo no puedo asegurar -dijo Daniel- que ocurra alguna novedad esta noche, pero lo temo, y para ese caso, Amalia no estará sola, porque dentro de una hora yo volveré a estar a su lado.

-Pero Amalia puede venir con nosotros -dijo Florencia.

-No, ella debe quedar aquí, y yo con ella -replicó Daniel-; si pasamos la noche sin ocurrencia alguna, mañana trabajaré yo, ya que hoy ha trabajado tanto la señora Doña María Josefa. De todos modos no perdamos tiempo; toma, Eduardo, tu capa y tu sombrero, y ven con nosotros.

-No.

-¡Eduardo! Es la primera cosa que pido a usted en este mundo; entréguese a la dirección de Daniel por esta noche, y mañana... mañana nos volveremos a ver, cualquiera que sea la suerte que nos depare Dios.

Los ojos de Amalia al pronunciar estas palabras, húmedos por el fluido de su sensibilidad, tenían una expresión de ruego tan tierna, tan melancólica, que la energía de Eduardo se dobló ante ella, y sus labios apenas modularon las palabras:

-Bien, iré.

Florencia batió las manos de alegría y atravesó corriendo el salón a tomar del gabinete su sombrero y su chal, repitiendo al volver:

-A casa, a casa, Eduardo.

Daniel la miró encantado de la espontaneidad de su alma, y con una sonrisa llena de cariño y dulzura, la dijo:

-No, ángel de bondad, ni a vuestra casa, ni a la de él. En todas ellas puede ser buscado. Irá a otra parte; eso es de mi cuenta.

Florencia quedó triste.

-Pero bien -dijo Eduardo-, ¿dentro de una hora estarás al lado de Amalia?

-Sí, dentro de una hora.

-Amalia, es el primer sacrificio que hago por usted en mi vida, pero créame usted, por la memoria de mi madre, que es el mayor que podría hacer yo sobre este mundo.

-¡Gracias, gracias, Eduardo! ¿Hay alguien que pudiera creer que en su corazón de usted cabe el temor? Además, si se necesita un brazo para defenderme, usted no puede poner en duda que Daniel sabría hacer sus veces.

Felizmente Florencia no escuchó estas palabras, pues había ido al gabinete a buscar la capa de su madre.

Algunos minutos después, la puerta de la casa de Amalia estaba perfectamente cerrada; y el viejo Pedro, a quien Daniel había dado algunas instrucciones antes de partir, se paseaba desde el zaguán hasta el patio, estando perfectamente acomodadas contra una de las paredes de éste la escopeta de dos tiros de Eduardo y una tercerola de caballería, mientras a la cintura del viejo veterano de la independencia estaba un hermoso puñal.

El criado de Eduardo, por su parte, estaba sentado en un umbral de las puertas al patio, esperando las órdenes del soldado, quien, según las instrucciones de Daniel, no debía abrir a nadie la puerta de la calle hasta su regreso.




ArribaAbajoCapítulo X

Una noche toledana


Por muy de prisa que anduviese Daniel, le era imposible volver a Barracas en el término de. una hora, teniendo que ir en coche a dejar a la señora Dupasquier y su hija; conducir a Eduardo, muy lejos de la calle de la Reconquista, y a pie para no poner al cochero en el secreto de su refugio; volver a su casa, dar algunas órdenes a su criado, hacer ensillar y volver a Barracas.

Así es que eran ya las nueve y media de la noche, es decir, hora y media después de dejar a su prima, cuando descendía por la barranca de Balcarce reflexionando y convenciéndose de que la visita de Doña María Josefa había sido el resultado de alguna delación sobre aquello que por, tanto tiempo se había velado entre el misterio, y que la vieja espía de su hermano político, había adquirido el convencimiento de la verdad que le habrían revelado.

«En la pérdida de Eduardo está interesado Rosas, porque ha sido el primero que ha burlado una resolución suya en esta época -se decía Daniel.

Está interesado Cuitiño y por consiguiente la Mashorca, porque con la cabeza de Eduardo dan una prueba de su celo que fue burlado por el valor de éste.

Está interesada Doña María Josefa, por el espíritu endemoniado que anima sus acciones, cuando se obstina en labrar el mal que le han evitado por algún tiempo.

Para todos, pues, Eduardo es un delincuente puesto fuera de toda ley.

Pero ese delincuente tiene sus cómplices.

Esos cómplices son Amalia, los que rodean a Amalia, yo, quizá también la señora Dupasquier y Florencia.

¡Cómo conjurar, Dios mío, esta tormenta!» -exclamaba Daniel en lo interior de su alma, inquieto y con miedo por la primera vez de su vida, al considerar en peligro los seres más amados de su corazón.

Por un contraste original de la Naturaleza, los corazones de voluntad poderosa, inconmovibles para los grandes arrojos en la lid de la política o de las armas, suelen ser débiles en los inconvenientes de la vida íntima, tímidos hasta el afeminamiento en los peligros que amenazan los seres ligados a su vida por los vínculos del amor o de la amistad. Y Daniel, alma templada para arrostrar serena todos los azares de la vida política en una época de revolución y de sangre, o la metralla de un campo de batalla, sufría en aquel momento inquietud y temor por las personas cuya suerte o cuya existencia peligraba.

-Pero, en fin, dejemos venir los acontecimientos y chispearé a sus golpes, porque si ellos son de acero, yo soy de pedernal -dijo, y, como sacudiendo las impresiones nuevas que lo asaltaban, dio riendas a su brioso corcel en dirección a la quinta; y en medio de una de esas noches frías, nebulosas, en que las nubes parecen tener algo de fatídico que impresiona al espíritu.

Pero al llegar al camino que viene de la Boca a Santa Lucía, vio doblar hacia la calle Larga seis hombres que la enfilaron a todo el galope de sus caballos.

Un presentimiento secreto pareció anunciarle que aquellos hombres tenían algo de relación con sus asuntos; y por una combinación de su pensamiento, vivo como la luz, tiró la rienda a su caballo y los dejó pasar en el momento de enfrentarse a ellos. Pero apenas se había adelantado cincuenta pasos, cuando volvió a tomar el galope, llevándolos siempre a esa distancia.

Y era de verse y de admirar, en medio a la solitaria calle Larga, y bajo el manto oscuro de la noche, de improviso alumbrada de vez en cuando por algún súbito relámpago, aquel joven sin más garantía que sus pistolas, corriendo a disputar quizá una víctima al poderoso asesino que la Federación tenía a su frente, y los federalistas sobre su espalda.

-¡Ah!, no me engañé exclamó al ver a los seis jinetes sentar sus caballos a la puerta de Amalia, desmontarse y dar fuertes golpes en ella, con el llamador, y con el cabo de los rebenques.

Aún no habían tenido tiempo de repetir los golpes, cuando Daniel pasó por entre el grupo de caballos, y con una voz entera y resuelta preguntó:

-¿Qué hay, señores?

-¿Qué hay? ¿Y quién es usted?

-Yo soy el que puede hacerles a ustedes esa pregunta. Ustedes vienen en comisión, ¿no es cierto?

-Sí, señor, en comisión -dijo uno de ellos acercándose a Daniel y mirándole de pies a cabeza, en los momentos en que el joven bajó resueltamente de su caballo, y gritó con una voz imperiosa:

-Pedro, abra usted.

Los seis hombres tenían rodeado a Daniel, sin saber qué hacer, esperando cada uno que otro tomase la iniciativa.

La puerta abrióse en el acto, y separando a los dos que estaban contra ella, pasó Daniel resueltamente, diciéndoles:

-Adelante, señores.

Todos entraron bruscamente tras él.

Daniel abrió la puerta de la sala y entró a ella.

Los seis hombres entraron también, arrastrando sus sables sobre la rica alfombra en que hacían surcos con las rodajas de sus espuelas.

Amalia, parada junto a la mesa redonda, pálida al abrirse la puerta de la sala, quedó de repente colorada como el carmín al ver acercarse a ella aquellos hombres con el sombrero puesto, y puesto sobre su fisonomía el repugnante sello de la insolencia plebeya. Pero una rápida mirada de Daniel la hizo comprender que debía guardar el más profundo silencio.

El joven se quitó su poncho, lo tiró sobre una silla, y haciendo ostentación del chaleco punzó que a esa época comenzaba a usarse entre los más entusiastas federales, y la gran divisa que traía al pecho, dijo, dirigiéndose a los seis hombres, que todavía no podían formar una idea completa de lo que debían hacer:

-¿Quién manda esta partida?

-Yo la mando -dijo uno de aquellos, acercándose a Daniel.

-¿Oficial?

-Ordenanza del comandante Cuitiño.

-¿Vienen ustedes a prender a un hombre en esta casa?

-Sí, señor; venimos a registrar la casa, y a llevarlo.

-Bien; lea usted -dijo Daniel al ordenanza de Cuitiño, sacando un papel de su bolsillo y entregándoselo.

El soldado desdobló el papel, lo miró, vio por todos lados un sello que había en él, y dándoselo a otro de los soldados, le dijo:

-Lee tú, que sabes.

El soldado se acercó a la lámpara, y deletreando sílaba por sílaba leyó al fin:

¡Viva la Federación!

¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes!

¡Mueran los inmundos asquerosos unitarios!

¡Muera el pardejón Rivera y los inmundos franceses!



Sociedad Popular Restauradora

El portador Don Daniel Bello está al servicio de la Sociedad Popular Restauradora, y todo lo que haga, debe ser en favor de la Santa Causa de la Federación, porque es uno de sus mejores servidores.

Buenos Aires, junio 10 de 1840.

Julián González Salomón.
Presidente.

Boneo.
Secretario.



-Ahora -dijo Daniel, mirando a los soldados de Cuitiño, que estaban ya en la más completa irresolución-, ¿qué hombre es el que buscan en esta casa, que es como si fuera la mía, y en que no se han escondido nunca salvajes unitarios?

El ordenanza de Cuitiño iba a responder, cuando todos volvieron la cabeza al gran ruido que hicieron cuatro o seis caballos que entraron de improviso al zaguán enlosado, haciendo un ruido infernal con las herraduras sobre las losas, y con los sables y espuelas de los jinetes que se desmontaron, y entraron en tropel a la sala.

Maquinalmente Amalia vino a ponerse al lado de Daniel, y la pequeña Luisa se agarró del brazo de su señora.

-Vivo o muerto -gritó al entrar a la sala el que venía delante de todos.

-Ni vivo, ni muerto, comandante Cuitiño -dijo Daniel.

-¿Se ha escapado?

-No, los que se escapan, señor comandante -contestó Daniel-, son los unitarios que no pudiendo mostrársenos de frente, están trabajando para enredarnos e indisponernos a nosotros mismos. Con sus logias y con sus manejos que están aprendiendo de los gringos, ya la casa de un federal no está segura; y al paso que vamos, mañana han de avisar al Restaurador que en la casa del comandante Cuitiño, la mejor espada de la Federación, se esconde también algún salvaje unitario. Esta es mi casa, comandante; y esta señora es mi prima. Yo vivo aquí la mayor parte del tiempo, y no necesito jurar para que se me crea que adonde estoy yo, no puede haber unitarios escondidos. Pedro, lleve usted a todos esos señores, que registren la casa por donde quieran.

-Ninguno se mueva de ahí -gritó Cuitiño a los soldados que se disponían a seguir a Pedro-: la casa de un federal no se registra -continuó-; usted es tan buen federal como yo, señor Don Daniel. Pero dígame, ¿cómo es que Doña María Josefa me ha engañado?

-¿Doña María Josefa? -dijo Daniel, fingiendo que no comprendía ni una palabra.

-Sí, Doña María Josefa.

-Pero ¿qué le ha dicho a usted, comandante?

-Me acaba de mandar decir que aquí estaba escondido el unitario que se nos escapó aquella noche; que ella misma lo ha visto esta tarde, y que se llama Belgrano.

-¡Belgrano!

-Sí, Eduardo Belgrano.

-Es verdad, Eduardo Belgrano ha estado de visita esta tarde, porque suele visitar de cuando en cuando a mi prima; pero ese mozo, a quien yo conozco mucho, lo he visto en la ciudad sano y bueno durante todo este tiempo; y el de aquella noche no debió quedar para andarse paseando muy contento -dijo Daniel con cierta sonrisa muy significativa para Cuitiño.

-Y entonces, ¿cómo diablos es esto? ¿Pues qué, yo soy hombre para que se jueguen conmigo?

-Son los unitarios, comandante, nos quieren enredar a los federales; y le han de haber metido algún cuento a Doña María Josefa, porque las mujeres no los conocen como nosotros que tenemos que estar lidiando con ellos todos los días. Pero no importa, usted busque a ese mozo que vive en la calle del Cabildo, y si él es el unitario de aquella noche, no le ha de faltar cómo conocerlo. Entretanto, yo he de ver a Doña María Josefa y al mismo Don Juan Manuel, para saber si ya nos andamos registrando las casas unos a otros.

-No, Don Daniel, no dé paso ninguno, si son los unitarios, como usted ha dicho -le contestó Cuitiño, que creía a Daniel hombre de gran influencia en la casa de Rosas.

-¿Qué quiere tomar, comandante?

-Nada, Don Daniel. Lo que yo quiero es que esta señora no se quede enojada conmigo, porque nosotros no sabíamos qué casa era ésta.

Amalia hizo apenas un ligero movimiento con la cabeza, porque estaba completamente atónita, menos por la presencia de Cuitiño, que por el inaudito coraje de Daniel.

-¿Entonces se retira, comandante?

-Sí, Don Daniel, y ni la contestación le voy a llevar a Doña María Josefa.

-Hace bien; son cosas de mujeres y nada más,

-Señora, muy buenas noches -dijo Cuitiño saludando a Amalia, y marchando con toda su comitiva, acompañado de Daniel, a tomar sus caballos.




ArribaAbajoCapítulo XI

Continuación del anterior


Amalia permanecía parada aún junto a la mesa, cuando Daniel, después de haberse retirado Cuitiño, entró a la sala, riéndose como un muchacho, dirigiéndose a su prima, a quien abrazó con el cariño de un hermano.

-Perdóname, mi Amalia -la dijo-, son herejías políticas y morales que tengo que cometer a cada paso en esta época de comedia universal, en que yo hago uno de sus más extraordinarios papeles. ¡Pobre gente! Ellos tienen toda la fuerza del bruto, pero yo tengo la inteligencia del hombre. Ahora ya están extraviados, mi Amalia; y sobre todo ya están en anarquía; Cuitiño ya no le hará caso a Doña María Josefa sobre este asunto, y la vieja vase a enojar con Cuitiño.

-¿Pero dónde está Eduardo?

-Perfectamente seguro.

-¿Pero van a ir a su casa?

-Por supuesto que irán.

-¿Tiene papeles?

-Ningunos.

-¿Pero tú y yo, cómo quedamos?

-Mal.

-¿Mal?

-Mal, malísimamente estamos ya desde esta tarde. Pero, ¿qué hemos de hacer, sino esperar los sucesos y buscar en ellos mismos los medios de salvarnos de cualquier peligro?

-¿Pero bien, cuando veré a Eduardo?

-Dentro de algunos días.

-¡De algunos días! Pero ¿no hemos quedado en que mañana nos volveríamos a ver?

-Sí, pero no habíamos quedado en que Cuitiño nos visitase esta noche.

-No importa, si él no viene aquí, yo quiero ir donde él esté.

-Despacio. Nada puedo prometerte ni negarte. Todo dependerá de los resultados que tenga la visita del diablo que hemos tenido esta tarde. No creas que la vieja queda satisfecha con lo que le ha sucedido a Cuitiño; al contrario, va a irritarse más e incomodarnos a todos. Hay una cosa, sin embargo, que me tranquiliza.

-¿Cuál, Daniel?

-Que a estas horas tienen mucho en que pensar Rosas y todos sus amigos.

-¿Y qué hay? ¡Acaba, por Dios!

-Nada, una friolera, mi querida Amalia -dijo Daniel alisando los cabellos sobre la frente de su prima, sentada al lado suyo, junto a la chimenea.

-¿Pero qué hay? Estás insufrible.

-Gracias.

-Lo mereces. Te estás riendo.

-Es que estoy contento.

-¿Contento?

-Sí.

-¿Y tienes valor de decírmelo?

-Sí.

-¿Pero contento de qué? ¿De que todos estemos sobre un volcán?

-No: estoy contento... Óyeme bien lo que voy a decirte.

-Te oigo.

-Bien; pero antes, Luisa, di al criado de Eduardo que ya que no está su amo, yo tomaré por él una taza de té.

-Te lo repito, estás insufrible -dijo Amalia, después de haber salido Luisa.

-Ya lo sé; pero te decía que estaba contento, y quedé en explicarte el porqué, ¿no es así?

-No sé -dijo Amalia con gesto de mal humor.

-Pues bien: estoy contento, primero porque Eduardo está escondido en una buena casa; y segundo, porque Lavalle está a la vista y paciencia de todo el mundo en la buena villa de San Pedro.

-¡Ya! exclamó Amalia radiantes sus ojos de alegría, y tomando entre las suyas la mano de su primo.

-Sí, ya. Ya ha pisado la provincia de Buenos Aires el Ejército Libertador. Está a treinta leguas solamente del tirano, y me parece que éste es un asunto bien importante para no llamar la atención de nuestro Restaurador.

-¡Ah, pero vamos a estar libres entonces! -exclamó Amalia sacudiendo la mano de su primo.

-¡Quién sabe, hija mía, quién sabe! Eso dependerá del modo como se opere.

-¡Oh, Dios mío! ¡Pensar que dentro de pocos días ya no hay peligros para Eduardo! ¿Es verdad, Daniel, que dentro de tres días puede estar Lavalle en Buenos Aires?

-No, no tan pronto. Pero puede estarlo dentro de ocho, dentro de seis. Pero puede también no estarlo nunca, Amalia mía.

-¡Oh, no, por Dios!

-Sí, Amalia, sí. Si se aprovecha la impresión de este momento, y la ciudad es invadida por cualquier punto de ella, Rosas no sale a la campaña a ponerse al frente de las pocas fuerzas que lo sostienen. No, si la ciudad es atacada, Rosas se embarca y huye. Pero si el general Lavalle se demora en operaciones en la campaña, entonces la suerte puede serle adversa. ¿Quieres oír unos fragmentos de la orden de] ejército?

-Sí, sí -exclamó Amalia llena de entusiasmo.

Daniel sacó un papel de su cartera y leyó:

Cuartel general de San Pedro.

El ejército va a decidir en estos días la suerte de todos los pueblos de la República, va a resolver el gran problema de la libertad de veinte pueblos, cuyas ansiosas miradas se dirigen a las lanzas de sus bravos soldados.

El general en jefe exhorta a todos los jefes, oficiales y soldados del ejército, para que se penetren de la importante y gloriosa misión que están llamados a cumplir en su patria

Señores jefes, oficiales y soldados del Ejército Libertador, en estos días se va a decidir la suerte de la República. Dentro de poco nos veremos bendecidos por seiscientos mil argentinos, y cubiertos de gloria, o moriremos en los cadalsos del tirano, o arrastraremos una vida infeliz en países extranjeros, mientras la rabia del déspota se satisface con nuestros padres, esposas e hijos. Elegid, mis bravos compañeros. Media hora de coraje es bastante para la gloria y felicidad de la República.

En la próxima batalla el enemigo nos presentará probablemente un ejército numeroso. Es preciso no sorprenderse. Si el general en jefe manda atacar, la victoria es segura. Para ello es preciso que los libertadores desplieguen todo su coraje, que la caballería cargue con ímpetu a estrellarse contra el enemigo, el cual no resistirá. Las legiones que el general en jefe señale, es preciso que se reúnan luego que el enemigo haya dado la espalda; las demás perseguirán.

El general en jefe tiene una gran confianza en su ejército.

Juan Lavalle.



-¡Sublime, sublime! -exclamó la entusiasta Amalia, luego que Daniel hubo acabado de leer la orden del ejército.

-Sí, mi Amalia; yo he encontrado siempre que todas las proclamas y órdenes de ejército se parecen mucho, y que son sublimes; pero lo que yo deseo ver siempre es la sublimidad de las acciones: será sublime la empresa del general Lavalle si él viene a estrellar sus escuadrones sobre las calles de Buenos Aires.

-Pero vendrá.

-Dios lo quiera.

-Y, dime, ¿cómo tienes, imprudente, este papel en tu bolsillo?

-Lo acabo de recibir en la misma casa donde he dejado a Eduardo.

-¿Pero qué casa es ésa?

-Oh, nada menos que la de un empleado.

-¡Dios mío! ¿En la casa de un empleado de Rosas has puesto a Eduardo?

-No, señora: en la casa de un empleado mío.

-¿Tuyo?

-Sí.. pero silencio... un caballo ha parado a la puerta... Pedro -gritó Daniel saliendo al zaguán.

-¿Señor? -contestó el fiel veterano de la independencia.

-Hay gente en la puerta.

-¿Abro, señor?

-Sí, llaman ya: abra usted -y Daniel volvió a sentarse al lado de su prima.

Amalia empalideció.

Daniel, tranquilo, fiado en sí mismo como siempre, esperó la nueva ocurrencia que parecía venir a complicar la situación de sus amigos y de él propio; porque a esas horas, cerca ya de las doce de la noche, nadie podía venir a aquella casa, sino haciendo relación a los sucesos que lo preocupaban,

El fiel Pedro entró a la sala con una carta en la mano.

-Un soldado trae esta carta para la señora -dijo.

-¿Viene solo? -preguntó Daniel.

-Solo.

-¿Ha mirado usted al fondo del camino?

-No hay nadie.

-Bien, vuelva usted y observe.

-Ábrela -dijo Amalia entregando la carta a su primo.

-¡Ah! -exclamó Daniel después de abrirla-. Mira, esta firma es de un gran personaje, conocido tuyo.

-¡Mariño! -exclamó Amalia, poniéndose colorada como el carmín.

-Sí, Mariño; ¿debo leerla aún?

-Lee, lee.

Daniel leyó:

Señora:

Acabo de saber que se halla usted complicada en un asunto muy desagradable y peligroso hasta cierto punto para su tranquilidad. Las autoridades tienen aviso que ha ocultado usted en su casa, largo tiempo, a un enemigo del gobierno, perseguido por la justicia.

Se sabe que esa persona ya no está en casa de usted; pero como es de suponer que sepa usted su paradero, no tengo dificultad en creer que va usted a ser el objeto de muy serios requerimientos de la autoridad.

En tan difícil situación, yo no dudo que tendrá usted necesidad de un amigo; y como en mi posición yo tengo algunos amigos de valor, me apresuro a ofrecer a usted mis servicios, en la entera confianza de que una vez que sean aceptados,; a no correrá usted ningún peligro.

Para conseguir esto último, bastará que deposite usted en mí su confianza, dignándose decirme a qué horas me concederá usted mañana el honor de pasar a combinar con usted lo que debernos hacer en el caso presente. Advirtiendo a usted que su carta, como mi visita y las que en adelante le hiciere, serán cubiertas por el mayor misterio...



-¡Eh! ¡Basta, basta! -exclamó Amalia haciendo acción de arrebatar la carta.

-No, no, espera. Hay algo más. Daniel continuó:

Hace tiempo que motivos muy poderosos, que su talento habrá comprendido quizá, me han hecho buscar, pero en vano, la ocasión que hoy se me presenta de poder prestar a usted mis servicios con la más profunda sumisión y respeto, y con la amistad con que saluda a usted su afmo. S. Q. B. S. P.

Nicolás Mariño.



-No hay más -dijo Daniel, mirando a su prima con la expresión más burlona que puede estamparse en la fisonomía humana.

-¡Pero es lo que sobra para decir que ese hombre es un insolente! -exclamó Amalia.

-Así será. Pero como toda carta requiere una respuesta, será bueno saber qué se contesta a este hombre.

-¿Qué se contesta? A ver, dame esa carta.

-No.

-Oh, dámela.

-¿Y bien, para qué?

-Para contestarle con los pedazos de ella.

-¡Bah!

-¡Oh, Dios mío, insultada también! ¡Pedirme cartas y visitas en secreto! -exclamó Amalia cubriéndose los ojos con sus lindas manos.

Daniel se levantó, pasó al gabinete contiguo a la sala, y algunos minutos después volvió al lado de Amalia y la dijo:

-Esto es lo que tenernos que hacer, oye:

Señor:

Autorizado por mi prima, la señora Doña Amalia Sáenz de Olavarrieta, para responder a su carta, me complazco en decir a usted que todos sus temores relativos a la seguridad de mi prima deben dejar de alarmarlo en adelante, porque ella está ajena a todo cuanto se le atribuye; y perfectamente tranquila en la justicia de su Excelencia el Señor Gobernador, a quien yo tendré el honor de hacer presente mañana todo cuanto ha ocurrido esta noche, sin ocultarle cosa alguna, en el caso de que se lleve adelante esta desagradable ocurrencia.

Con este motivo saluda a usted respetuosamente, etc.



-Pero esa carta...

-Esta carta lo dejará sin dormir el resto de esta noche, temblando de que vaya mañana a parar a manos de Rosas; y para evitarlo, trabajará mañana porque no se toque más este negocio. Y es de este modo que hago que nuestros propios enemigos se conviertan en nuestros mejores servidores.

-Oh, bien, sí. Manda esa carta.

Daniel cerró el billete, y lo hizo llegar al soldado que esperaba a la puerta.

Media hora después, Daniel se recostaba sin desvestirse en el aposento de Eduardo; y Amalia oraba de rodillas delante de su crucifijo de oro incrustado en ébano, y rogaba al Dios de las bondades eternas por la seguridad de los que amaba y por la libertad de su patria.




ArribaAbajoCapítulo XII

De cómo se leen cosas que no están escritas


En la mañana siguiente a la noche en que ocurrieron los sucesos que acaban de conocerse, es decir, en la mañana del 6 de agosto, la casa del dictador estaba invadida de una multitud de correos de la campaña que se sucedían sin interrupción.

A ninguno de ellos se le detenía en la oficina. El general Corvalán tenía orden de hacer entrar a todos al despacho de Rosas. Y el edecán de Su Excelencia, con la faja a la barriga, las charreteras a la espalda, y el espadín entre las piernas, iba y venía por el gran patio de la casa, cayéndose de sueño y de cansancio.

La fisonomía del dictador, sombría, estaba como la noche lóbrega de su alma. El leía los partes de sus autoridades de campaña, en que le anunciaban el desembarco del general Lavalle, los hacendados que pasaban a encontrarlo con sus caballadas, etc., y daba las órdenes que creía convenientes para la campaña, para su acampamento general de Santos Lugares, y para la ciudad. Pero la desconfianza, esa víbora roedora en el corazón de los tiranos, infiltraba la incertidumbre y el miedo en todas sus disposiciones, en todos los minutos que rodaban sobre su vida.

Expedía una orden para que el general Pacheco se replegase al sur, y media hora después hacía alcanzar al chasque, y volaba una orden contraria.

Ordenaba que Maza marchase con su batallón a reforzar a Pacheco; y diez minutos después ordenaba que Maza se dispusiese a marchar con toda la artillería a Santos Lugares.

Nombraba jefes de día para el comando interior de las fuerzas de la ciudad; y cada nombramiento era borrado y sustituido veinte veces en el trascurso de un día, todo era así.

Su pobre hija, que había pasado en vela toda la noche, se asomaba de cuando en cuando al gabinete de su padre, a ver si adivinaba en su fisonomía algún suceso feliz que lo despejase del mal humor que le dominaba después de tantas horas.

Viguá había asomado dos veces su deforme cabeza por la puerta del gabinete que daba al cuarto contiguo al angosto pasadizo que cortaba el muro, a la derecha del zaguán de la casa; y el bufón de Su Excelencia había conocido en la cara de los escribientes que ese no era día de farsas con el amo; y se contentaba con estar sentado en el suelo del pasadizo, comiéndose los granos de maíz que saltaban hasta él del gran mortero en que la mulata cocinera del dictador machacaba el que había de servir para la mazamorra; que era de vez en cuando uno de los manjares exquisitos con que regalaba el voraz apetito de su amo.

Rosas escribía una carta, y los escribientes muchas otras, cuando entró Corvalán, y dijo:

-¿Su Excelencia quiere recibir al señor Mandeville?

-Sí, que entre.

Un minuto después el ministro de Su Majestad Británica entró haciendo profundas reverencias al dictador de Buenos Aires, que, sin cuidarse de responder a ellas, se levantó y le dijo:

-Venga por acá -pasando del gabinete a su alcoba.

Sentóse Rosas en su cama, y Mandeville en una silla a su izquierda.

-¿La salud de Vuestra Excelencia está buena? -le preguntó el ministro.

-No estoy para salud, señor Mandeville.

-Sin embargo, es lo más importante -contestó el diplomático pasando la mano por la felpa de su sombrero.

-No, señor Mandeville, lo más importante es que los gobiernos y sus ministros cumplan lo que prometen.

-Sin duda.

-¿Sin duda? Pues su gobierno y usted, y usted y su gobierno, no han hecho sino mentir y comprometer mi causa.

-¡Oh, Excelentísimo Señor, eso es muy fuerte!

-Eso es lo que usted merece, señor Mandeville.

-¿Yo?

-Sí, señor, usted. Hace año y medio que me está usted prometiendo, a nombre de su gobierno, mediar o intervenir en esta maldita cuestión de los franceses. Y es su gobierno, o usted, el que me ha engañado.

-Excelentísimo Señor, yo he mostrado a Vuestra Excelencia los oficios originales de mi gobierno.

-Entonces será su gobierno el que ha mentido. Lo cierto es que ustedes no han hecho un diablo por mi causa; y que por culpa de los franceses hoy está Lavalle a veinte leguas de aquí, y toda la república en armas contra mi gobierno.

-¡Oh, es inaudita la conducta de los franceses!

-No sea usted zonzo. Los franceses hacen lo que deben, porque están en guerra conmigo. Son ustedes los ingleses los que me han hecho traición. ¿Para qué son enemigos de los franceses? ¿Para qué tienen tanto barco y tanta plata, si cuando llega el caso de proteger un amigo, les tienen miedo?

-Miedo no, Excelentísimo Señor; es que la conveniencia de la paz europea, los principios del equilibrio continental...

-¡Qué equilibrio, ni qué diablos! Usted y sus paisanos pierden a menudo el equilibrio y nadie les dice nada. Traición y nada más que traición, porque todos son unos, o quizá porque usted y todos sus paisanos son también unitarios como los franceses.

-Eso no, eso no, Excelentísimo Señor. Yo soy un leal amigo de Vuecelencia y de su causa. Y la prueba de ello la tiene Vuecelencia en mi conducta.

-¿En qué conducta, señor Mandeville?

-En mi conducta de ahora mismo.

-¿Y qué hay ahora mismo?

-Ahora mismo estoy acá para ofrecer a Vuecelencia mis servicios personales en cuanto quisiera ocuparme.

-¿Y qué haría usted si llegase el caso en que yo me viese perdido?

-Haría desembarcar fuerzas de los buques de Su Majestad para venir a proteger la persona de Vuecelencia y su familia.

-¡Bah! ¿Y usted cree que los treinta o cuarenta ingleses que bajasen habrían de ser respetados por el pueblo si se levantase contra mí?

-Pero si no fueran respetados, las consecuencias serían terribles.

-¡Sí! ¡Y a mí me habría de importar mucho que los ingleses bombardeasen la ciudad después que me hubiesen fusilado! Así no se protegen los amigos, señor Mandeville.

-Sin embargo...

-Sin embargo, si yo fuera ministro inglés, si fuera Mandeville, y usted Juan Manuel Rosas, lo que yo haría sería tener una ballenera a todas horas a la orilla del bajo de la casa en que viviera, para cuando mi amigo Rosas llegase a ella, poder embarcarlo con facilidad.

-Oh, bien, bien, así lo haré.

-No, si yo no le digo que lo haga. Yo no necesito a ustedes para nada. Yo digo lo que haría en lugar de usted.

-Bien, Excelentísimo Señor. Los amigos de Vuecelencia velarán por su seguridad, mientras el genio y el valor de Vuecelencia velan por los destinos de este hermoso país, y de la causa tan justa que sostiene. ¿Vuecelencia ha tenido noticias de las provincias del interior?

-¿Y qué me importan las provincias, señor Mandeville?

-Sin embargo, los sucesos en ellas...

-Los sucesos en ellas no me importan un diablo. ¿Usted cree que si yo venzo a Lavalle y lo echo derrotado a las provincias, tengo mucho que temer de los unitarios que se han levantado allá?

-Que temer, no; ¡pero la prolongación de la guerra!

-Es lo que me daría el triunfo, señor Mandeville; contra mi sistema no hay más peligros que los inmediatos a mi persona; pero los que están lejanos y duran mucho, ésos me hacen bien, lejos de hacerme mal.

-Vuecelencia es un genio.

-A lo menos valgo más que los diplomáticos de Europa. ¡Pobre de la Federación si hubiera de ser defendida por hombres como ustedes! ¿Usted sabe por qué a los unitarios se los llevó el diablo?

-Creo que sí, Excelentísimo Señor.

-No, señor, no sabe.

-Puede que esté equivocado.

-Sí, señor, lo está. Se los llevó el diablo porque se habían hecho franceses e ingleses.

-¡Ah, las guerras locales!

-Las guerras nuestras, diga usted.

-Pues, las guerras americanas.

-No, las guerras argentinas.

-Pues, las guerras argentinas.

-Esas requieren hombres como yo.

-Indudablemente.

-Si yo venzo a Lavalle aquí, me río de todo el resto de la república.

-¿Vuestra Excelencia sabe que el general Paz ha marchado para Corrientes?

-¿No ve? ¿No ve si son zonzos los unitarios?

-Cierto, el general Paz no hará nada.

-No, no es que no hará nada. Puede hacer mucho. Son zonzos por otra cosa. Son zonzos porque uno se va por un lado, otro se va por otro, y están todos divididos y peleados, en vez de juntarse todos y venírseme encima como lo ha hecho Lavalle.

-Es la providencia, Excelentísimo Señor.

-O el diablo. Pero usted quiso decirme algo de las provincias.

-Es verdad, Excelentísimo Señor.

-¿Y qué hay?

-Vuestra Excelencia no puede perder su tiempo en esas cosas.

-¿Pero en qué cosas, señor Mandeville?

-¿Vuestra Excelencia no ha tenido noticias de La Madrid, ni de Brizuela?

-Son viejas las que tengo.

-Yo he recibido algunas por Montevideo.

-¿Cuándo?

-Anoche.

-¿Y viene usted a las doce del día a decírmelo?

-No, señor. Son las diez.

-Bueno, las diez.

-Yo siempre soy perezoso para lo que no dice relación con la prosperidad de Vuestra Excelencia.

-Luego, ¿son malas las noticias?

-Exageraciones de los unitarios.

-¿Y qué hay? Acabe usted -dijo Rosas con una inquietud malísimamente disimulada en su semblante.

-En mi correspondencia particular se me dice lo siguiente -dijo Mandeville sacando unos papeles de su bolsillo-. Pero antes, ¿quiere Vuestra Excelencia que lea? -agregó.

-Lea, lea.

El señor Mandeville leyó:

A principios de julio el general La Madrid pisó el territorio de Córdoba.

Una carta datada el 9 de julio, en Córdoba, da el siguiente resumen de las operaciones del ejército de los unitarios:

Madrid viene a la cabeza de tres mil quinientos hombres y diez piezas de artillería.

El coronel Acha a la cabeza de nueve cientos catamarqueños ha campado en la Loma Blanca, estancia del finado Reynafé, limítrofe con Catamarca.

El coronel Casanova se ha alzado con las milicias de Río Seco y el Chañar.

El coronel Sosa, con los coraceros de Santa Catalina, ha hecho igual movimiento.



-Hasta aquí lo que hay en la carta relativo a las provincias.

-No es poco. Pero están muy lejos -contestó Rosas, a quien en efecto los sucesos de las provincias inquietaban poco, por cuanto tenía a sus puertas un peligro mayor en esos momentos.

-¡Oh, muy lejos! -contestó el señor Mandeville.

-¿Y qué más le escriben a usted?

-Me adjuntan esta proclama de Brizuela.

-A ver, léala.

¡Dios y libertad!

El Gobernador y Capitán General de la Provincia de la Rioja, Brigadier D. T. Brizuela, a sus compatriotas.

¡Hermanos y compatriotas! Las heroicas provincias de Tucumán, Salta, Jujuy y Catamarca, irritadas con la presencia de los males que el tirano de Buenos Aires hace pesar sobre la república entera, y queriendo preservarla para siempre de las perfidias y asechanzas de aquél, han levantado su tremenda voz, y dicho: ¡Viva la libertad argentina! ¡Muera el usurpador Rosas! Este grito tan análogo al corazón de los riojanos fue la chispa eléctrica que los inflamó, y el 5 del corriente mes de América, por el órgano de sus R. R. respondieron y han jurado no permitir que los malvados osen poner su inmunda planta sobre el altar santo de la patria.

¡Compatriotas! El usurpador D. J. M. Rosas, allá en el sangriento laboratorio de una alma depravada, tenía decretado el exterminio de la república: todas las provincias debían ser convertidas en hordas de salvajes habitantes del desierto. Los campeones de la libertad: los que dieron patria a tantos pueblos con su espada y su saber: los que hicieron clásica la tierra del sol, presentarían un espectáculo admirable al mundo viejo, por la perfidia del tirano Rosas quedarían errantes y sin término; y donde sobran recursos a las fieras y a las aves de rapiña, nuestros valientes, sus esposas y sus hijos, no encontrarían un solo árbol que los consolase con su sombra. Entretanto, volved la vista hacia el tirano: él ríe cuando la naturaleza y la humanidad lloran a su lado. Él duerme tranquilo cuando la injusticia y el puñal alevoso le hacen la centinela; él por fin se divierte y entretiene creando escarapelas y divisas de la sangre misma que hace verter. Esta pintura es horrible pero exacta.

¡Paisanos! No permitamos que el sol de América, su Dios en otro tiempo, desde su alto cenit nos diga: «dejad esa tierra que no debéis pisar, no merecéis que os alumbre: los sepulcros que ha más de trescientos años abristeis son más dignos que vosotros de mi claridad y esplendor». Amigos: no, no es posible; hagamos por no merecer tan humillante como justa reconvención; principiemos por ser libres, abramos las puertas a todos los desgraciados, enjuguemos las lágrimas de tantas madres y esposas abandonadas a la orfandad y miseria, consolémoslas en su amargo llanto; pero enristremos nuestras lanzas contra los desnaturalizados que intentan sofocar en nuestro corazón tan dulce sentimiento. No confiemos más la suerte de nuestra patria a los caprichos y venganzas de un hombre solo; carguemos sobre nuestros propios hombros el peso grave de nuestros destinos. Nos falta mucho, es verdad, pero sabed que la sinceridad y la buena fe son preferibles a las letras dolosas y a la filosofía armada: premunidos con aquellas cualidades, arrojémonos a plantar el árbol santo de la libertad, garantizada por una constitución, ante la cual el grande, el pequeño, el fuerte, el débil, queden asegurados en sus derechos y propiedades.

Tales son los votos que animan a vuestro compatriota y amigo.

Tomás Brizuela.

Está conforme - Ersilvengoa.



-¡Bah, palabras bonitas de los unitarios!

-¡Oh, nada más! -contestó el dócil ministro de la Gran Bretaña.

-¿Sabe algo más?

-La anarquía entre Rivera y los emigrados argentinos; entre Rivera y Lavalle; entre los amigos del gobierno delegado y Rivera, y entre todo el género humano continúa haciendo prodigios en la república vecina.

-Ya lo sé, ¿y de Europa?

-¿De Europa?

-Sí, no hablo en griego.

-Creo, Excelentísimo Señor, que la cuestión de Oriente se ha complicado más, y que las oficiosidades del gobierno de mi Soberana darán una pronta y feliz solución a la injusta cuestión promovida por los franceses al gobierno de Vuecelencia.

-Eso mismo me decía usted hace un año.

-Pero ahora tengo datos positivos.

-Los de siempre.

-La cuestión de Oriente...

-No me hable más de eso, señor Mandeville.

-Bien, Excelentísimo Señor.

-Que se los lleve el diablo a todos, es lo que yo deseo.

-Los negocios están muy gravemente complicados.

-Sí, está bueno, ¿y no sabe más?

-Por ahora nada más, Excelentísimo Señor. Espero el paquete.

-Entonces usted me dispensará porque tengo que hacer -dijo Rosas levantándose.

-Ni un minuto quiero que pierda Vuecelencia su precioso tiempo.

-Sí, señor Mandeville, tengo mucho que hacer, porque mis amigos no me saben ayudar en nada.

Y Rosas salió del cuarto llevando en pos de sí al señor Mandeville, más débil y sumiso y humillado que el último lacayo de la Federación de entonces.

Más por un efecto de distracción que por civilidad, Rosas acompañó al ministro hasta la puerta de su antegabinete, que daba al pasadizo, en cuya salida encontraron a Manuela dando órdenes a la mulata cocinera, que continuaba en su faena del maíz.

Se deshacía Mandeville en cortesías y cumplimientos a la hija del Restaurador, cuando Rosas, por una de esas súbitas inspiraciones de su carácter, mitad tigre y mitad zorro, mitad trágico y mitad cómico, con los ojos y con las manos hacía violentas señas a su hija, que con trabajo pudo al fin comprender la pantomima de su padre.

Pero la perplejidad quedó pintada en el semblante de la joven cuando comprendió lo que se le ordenaba hacer; no sabiendo, ni lo que contestaba al señor Mandeville, ni si debía o no ejecutar la voluntad de su padre. Una mirada de él, sin embargo, amilanó el espíritu domeñado de Manuela, y esta primera víctima de su padre tomó de manos de la mulata la maza con que machacaba el maíz, y, enrojecido su semblante y trémulas sus manos, continuó en el mortero la operación de la criada.

-¿Usted sabe para qué es ese maíz que pisa mi hija, señor Mandeville?

-No, Excelentísimo Señor -respondió el ministro paseando sus ojos alternativamente de Manuela a su padre, y de la cocinera a Viguá, sentado al pie del mortero.

-Eso es para hacer mazamorra -dijo Rosas.

-¡Ah!

-¿Usted no ha comido mazamorra?

-No, Excelentísimo Señor.

-Pero esta muchacha no tiene fuerzas. Toda la mañana se la ha llevado en eso, y el maíz todavía está entero. Mírela, ya no puede de cansada. ¡Vaya!, levántese Su Reverencia, padre Viguá, y ayude un poco a Manuela, porque el señor Mandeville tiene las manos muy delicadas, y es ministro.

-¡Oh, no, Señor Gobernador! Yo ayudaré con mucho gusto a la señorita Manuelita -dijo Mandeville acercándose al mortero y tomando la maza de manos de Manuela, que a una seña de su padre se la entregó sin vacilar, comprendiendo entonces la idea que había tenido, y sonriendo de ella.

El ministro de Su Majestad Británica caballero Mandeville se dobló los puños de batista de su camisa, y empezó a machacar el maíz a grandes golpes.

-Así; nadie diría que es inglés, sino criollo; así se pisa, ¿ves Manuela? Aprende -decía Rosas, saltándole el alma y la risa en el cuerpo.

-¡Oh, es una ocupación muy fuerte para una señorita! exclamó el señor Mandeville, siempre machacando y haciendo saltar una lluvia de fragmentos de maíz sobre el padre Viguá, que se los devoraba con mucho gusto.

-Más fuerte, señor Mandeville, más fuerte. Si el maíz no se quiebra bien, la mazamorra sale muy dura.

Y el ministro plenipotenciario y enviado extraordinario de Su Majestad la Reina del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda continuaba machacando el maíz para la mazamorra del dictador argentino.

-¡Tatita!

Rosas le tiró del vestido a su hija para que se callase y prosiguió:

-Si se cansa, deje, no más.

-¡Oh, no, Señor Gobernador, no! -le contestó Mandeville dando cada vez más fuerte, y empezando a sudar por todos sus poros.

-¿A ver? Espérese un poquito -dijo Rosas acercándose al mortero y revolviendo los granos con su mano-. Ya está bueno -prosiguió después de examinar el maíz-, esto es saber hacer las cosas.

Y a tiempo de concluir esas palabras, Doña María Josefa Ezcurra apareció en la escena.

-¿Le parece bien a Vuecelencia? -preguntó Mandeville desdoblándose sus puñitos de batista, después de haber saludado a la recién venida.

-Muy bueno está, señor ministro. Manuela, acompaña al señor Mandeville, o llévalo a la sala si quiere. Conque, hasta siempre, mi amigo. Estoy muy ocupado, como usted sabe, pero yo siempre soy su amigo.

-Tengo mucho honor en creerlo así, Excelentísimo Señor, y yo no olvidaré lo que Vuecelencia haría en mi lugar si yo estuviera en lugar de Vuecelencia -dijo el ministro marcando sus palabras para recordar a Rosas que tenía presente su proyecto de la ballenera,

-Haga usted lo que quiera. Buenos días.

Y Rosas se volvió a su gabinete acompañado de su cuñada, mientras el señor Mandeville daba el brazo a Manuela y pasaba con ella al gran salón de la casa.

-Buenas noticias -le dijo Doña María Josefa al entrar.

-¿De quién?

-De aquella ánima que se nos había escapado el 4 de mayo.

-¿Lo han agarrado? -preguntó Rosas resplandeciéndole los ojos.

-No.

-¿No?

-Pero la agarraremos. Cuitiño es un bruto.

-¿Pero dónde está? -A sentarnos primero -dijo la vieja.

-A sentarnos primero -dijo la vieja, pasando con Rosas del gabinete a la alcoba.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Cómo sacamos en limpio que Don Cándido Rodríguez se parecía a Don Juan Manuel Rosas


En esa misma mañana en que su señoría el señor ministro plenipotenciario de Su Majestad Británica machacaba el maíz para la mazamorra de Rosas, nuestro antiguo amigo Don Cándido Rodríguez se paseaba en el largo zaguán de su casa, cerca de la Plaza Nueva, metido entre su sobretodo color pasa que lo había acompañado en sus sustos del año de 1820; con un gorro blanco metido hasta las orejas; dos grandes hojas de naranjo pegadas con sebo en las sienes; unos viejos zapatos de paño que te servían de pantuflas, y las manos en los bolsillos del sobretodo.

Lo irregular de su paso, las ojeras que bordaban sus párpados, y las gesticulaciones repentinas en su fisonomía, daban a entender que había pasado mala noche, y que se hallaba en momentos de un diálogo elocuente consigo mismo.

Dos golpes dados a la puerta lo pararon súbitamente en sus paseos.

Se acercó a ella, miró por la boca llave antes de preguntar quién era, y no viendo sino el pecho de una persona, se atrevió a interrogar con una voz notablemente trémula.

-¿Quién es?

-Soy yo, mi querido maestro.

-¿Daniel?

-Sí, Daniel; abra usted.

-¿Que abra?

-Sí, con todos los santos del cielo, eso es lo que he dicho.

-¿Eres tú, en efecto, Daniel?

-Creo que sí, hágame usted el favor de abrir y me verá.

-Oye: pon tu cara en línea recta, horizontal con el ojo de la llave, pero separado a una tercia o media vara de él, para que yo pueda dirigir mi visual y conocerte.

Daniel tuvo intención de dar una patada en la puerta y hacer saltar el picaporte, pero no pasó de intención y tuvo que hacer lo que su intransigible maestro le ordenaba.

-¡Ah, eres tú, en efecto! -dijo Don Cándido, y abrió la puerta.

-Sí, señor, yo soy; yo, que tengo demasiada paciencia con usted.

-Espera, detente, Daniel, no sigas más adelante -exclamó Don Cándido tomando la mano a su discípulo.

-¿Qué diablos significa esto, señor Don Cándido? ¿Por qué no puedo seguir más adelante?

-Porque quiero que entres aquí a este cuarto de Nicolasa -respondió Don Cándido señalando la puerta de una habitación que daba al zaguán.

-Ante todas cosas, ¿ha sucedido algo?

-Nada, pero ven al cuarto de Nicolasa.

-¿Es usted el que va a hablarme ahí?

-Yo, yo mismo,

-Malo.

-Cosas muy serias.

-Peor.

-Ven, Daniel.

-Con una condición.

-Impón, ordena.

-Que la conversación no pasará de dos o tres minutos.

-Ven, Daniel.

-¿Acepta usted?

-Acepto, ven.

-Vamos allá.

Y Daniel, llevado por la mano de su antiguo maestro, entró al cuarto de la provinciana sirvienta de él, y sentóse sobre una vieja silla de vaqueta.

Don Cándido se paró a su lado y extendiendo el brazo le dijo:

-Tómame el pulso, Daniel.

-¿Yo? ¿Y qué diablo quiere usted que haga yo con su pulso?

-Ver la fiebre que me devora, que me consume, que me abrasa desde anoche. ¿Qué quieres hacer de mí, Daniel? ¿Qué hombre es éste que has metido en mi casa?

-¡Ahora salimos con ésas! ¿No lo conoce usted ya?

-Lo conocí de niño, como te conocí a ti y a tantos otros, cuando era infante, tierno, e inocente como todos los niños. ¿Pero sé yo acaso cuál es su vida actual, cuáles sus opiniones, cuáles sus compromisos? ¿Puedo creer que es un inocente cuando me lo traes entre el lóbrego misterio de la noche, y cuando me ordenas que nadie lo vea y que a nadie hable de este asunto? ¿Puedo creer que es un amigo del gobierno cuando lo veo sin una sola de las divisas federales, y con una corbata blanca y celeste? ¿No debo deducir de todo esto, por una lógica concluyente, que aquí hay alguna intriga política, alguna conspiración, algún complot, alguna revolución en que yo estoy tomando parte sin saberlo y sin quererlo; yo, un hombre pacífico, tranquilo y sosegado; yo, que por mi grave y circunspecta posición actual como secretario de Su Excelencia el señor ministro Arana, que es un hombre excelente como su señora y toda su respetabilísima familia y hasta sus criados, debo ser por fuerza, por necesidad, circunspecto y leal a mis deberes oficiales? ¿Te parece?...

-Me parece que usted ha perdido el juicio, señor Don Cándido, y como yo no quiero perder el mío, ni perder mi tiempo, bueno será que demos por concluida nuestra conferencia, y me permita usted pasar a ver a Eduardo.

-¿Pero hasta cuándo va a estar en mi casa?

-Hasta que Dios quiera.

-Pero eso no puede ser.

-Eso será, sin embargo.

-¡Daniel!

-Señor Don Cándido, mi distinguido maestro, recapitulemos en dos palabras la posición de todos.

-Sí, recapitulemos.

-Oigame usted: para escudarse de los peligros que la Federación le pudiera hacer correr a usted en la época actual, lo he colocado de secretario privado del señor Arana, ¿no es cierto?

-Exactamente.

-Bien, pues; el señor Arana y todos sus secretarios, es muy probable que sean colgados de un día a otro, no por orden de las autoridades, sino por orden del pueblo que puede levantarse contras Rosas de un momento a otro.

-¡Oh! -exclamó Don Cándido, abriendo tamaños ojos.

-Colgados, sí, señor -repitió Daniel.

-¿Los secretarios también?

-También.

-¿Sin ser por equivocación?

-Sin ser por equivocación.

-¡Es espantoso!

-Los secretarios junto con el ministro.

-De manera que si dejo mi empleo de secretario, la Mashorca me degüella; y si no lo dejo, el pueblo me ahorca; y todavía, en cualquiera de los dos casos, me puede suceder una desgracia por equivocación.

-Exactamente, eso sí es lógica.

-¡Lógica de los infiernos, Daniel; lógica que me va a costar la vida, por tu causa!

-No, señor, no le costará a usted nada, si usted hace cuanto yo quiero.

-¿Y qué he de hacer? Habla.

-Voy a ponerle a usted el dilema en otro sentido: estamos en el momento de crisis; en ella, o Rosas ha de triunfar de Lavalle, o Lavalle de Rosas, ¿no es así?

-Cierto, así es.

-Bien, pues: en el primer caso, usted tiene en Don Felipe Arana un apoyo para continuar en su próspera fortuna; y en el segundo, usted tiene en Eduardo la mejor tijera para cortar la soga del pueblo.

-¿En Eduardo?

-Sí, y no hay más que hablar sobre esto, ni repetirlo.

-De modo que...

-De modo que usted tiene que guardar a Eduardo en su casa hasta que yo determine.

-Pero...

-Otro hombre menos generoso que yo compraría el secreto de usted, diciéndole: Señor Don Cándido, muy buena está la orden del ejército de Lavalle que me ha dado usted anoche copiada de su puño y letra, y a la menor indiscreción suya, ese documento irá a manos de Rosas, señor Don Cándido...

-¡Basta, basta, Daniel!

-Bien, basta. ¿Entonces estamos de acuerdo?

-De acuerdo. ¡Oh, Dios mío, yo estoy como Rosas; soy igual a él en organización, está visto! -exclamó Don Cándido paseándose precipitadamente por el cuarto de Nicolasa, y apretándose contra las sienes los parches de naranjo.

-¿Que usted es igual a Rosas en organización?

-Sí, Daniel, idéntico.

-¡Diablo! ¿Me hace usted el favor de explicarme eso, señor Don Cándido? Porque si es así, entre Eduardo y yo podríamos hacer ahora mismo un gran servicio a la humanidad.

-Sí, Daniel, igual, igual -dijo Don Cándido, sin comprender la burla de Daniel.

-¿Pero igual en qué?

-En que tengo miedo, Daniel; miedo de cuanto me rodea.

-¡Hola! ¿Y usted sabe que el Señor Gobernador tiene miedo?

-Sí, lo sé. Ayer a la oración, mientras yo escribía, es decir, mientras sacaba copias de los documentos que te enseñé más tarde; porque siguiendo tus órdenes, saco siempre una copia de más, el señor ministro conversaba muy quedito con el señor Garrigós, y ¿sabes lo que le decía?

-Si usted no me lo dice, no creo que podré adivinarlo.

-Le decía que el Señor Gobernador había hecho poner a bordo de la Acteon cuatro cajones de onzas; y que estaba viendo el momento en que Su Excelencia se embarcaba porque tiene miedo de la situación que le rodea.

-¡Hola!

-Esas son las palabras textuales del señor ministro.

-¡Diablo!

-Y eso es lo mismo que siento yo: miedo de la situación que me rodea.

-¿También, eh?

-También, sí. Y es por eso que he dicho que me parezco a Su Excelencia, porque es muy explicativo, muy elocuente, muy terminante, el que en unos mismos momentos él y yo sintamos unas mismas impresiones.

-Cierto -dijo Daniel pensando en las palabras de Don Cándido.

-Y ese fenómeno no tendría lugar si él y yo no tuviésemos organizaciones idénticas, iguales, igualmente impresionables.

-¿Conque cuatro cajones de onzas, a bordo de la Acteon?

-Cuatro cajones.

-¿Y que tiene miedo?

-Miedo, eso fue lo que dijo.

-¿Y el señor Arana, no dijo alguna cosa relativa a él?

-Claro está que dijo, porque el señor ministro tiene una lógica tan concluyente como la mía: «Es preciso que pensemos también en nosotros, amigo mío -le dijo a Garrigós-. Nosotros no hemos hecho mal a nadie; al contrario, hemos hecho todo el bien que hemos podido; pero será bueno que tratemos de embarcarnos inmediatamente que el Señor Gobernador lo haga». Y esto es lógico, Daniel; así como yo digo, que si siento que el ministro se embarca, me embarco yo, aunque sea por el Riachuelo, y para ir a la isla de Casajema.

-¿Y Garrigós dijo algo?

-Fue de distinta opinión.

-¿Opinaba el quedarse?

-No: trató de demostrar a Don Felipe, al señor ministro quise decir, que lo más prudente era no esperar a que el gobernador se embarcase, en el caso que la situación se fuera haciendo más peligrosa. Pero a lo último continuaron hablando tan despacio que no pude oír más.

-Sin embargo, es preciso que otra vez tenga usted los oídos más abiertos.

-¿Estás incomodado, mi querido y estimado Daniel?

-No, señor, no. Pero así como yo lleno a usted de garantías presentes y futuras, quiero de usted circunspección y servicios activos.

-Cuanto yo pueda, Daniel. ¿Pero crees que corro peligro actualmente?

-Ninguno.

-¿Eduardo estará muchos días aquí?

-¿Tiene usted completa confianza en Nicolasa?

-Como de mí mismo. Odia a toda esta gente desde que le mataron a su hijo, a su bueno, a su leal, a su tierno hijo; y desde que ha sospechado que Eduardo está escondido, le sirve con más prolijidad que a mí, con más esmero, con más puntualidad, con...

-Vamos a ver a Eduardo, señor Don Cándido.

-Vamos, mi querido y estimado Daniel; está en mi gabinete.




ArribaAbajoCapítulo XIV

Los dos amigos


-Vamos, pero hasta la puerta del gabinete solamente, porque yo soy el médico del alma de este hombre, y sabe usted que los médicos tienen siempre que hablar solos con sus enfermos.

-¡Ah, Daniel!

-¿Qué hay, señor?

-Nada, entra; pasa adelante; yo me voy a la sala -dijo Don Cándido al entrar Daniel al lugar clasificado de gabinete, y volviendo sobre sus pasos.

-Buen día, mi querido Eduardo -dijo Daniel a su amigo, sentado en la vieja poltrona de Don Cándido, delante de su mesa de escribir.

-Bien podías haberme tenido hasta mañana en esta maldita cárcel sin saber una palabra de nadie -dijo Eduardo.

-¡Ah!, ¿empezamos por reconvenciones?

-Me parece que tengo razón: son las diez de la mañana.

-Cierto, las diez.

-Y bien, ¿qué es de Amalia?

-Muy buena está, gracias a Dios, pero no gracias a ti, que haces todo lo posible porque lo pase mal.

-¿Yo?

-Tú, sí; y ahí está la prueba -dijo Daniel señalando ocho o diez pliegos de papel dispersos sobre la mesa, en cada uno de los cuales había el nombre de Amalia veinte o treinta veces escrito a lo ancho, a lo largo, al sesgo, de todos modos, y con infinitas formas de letra.

-¡Ah! exclamó Eduardo poniéndose colorado y juntando todos los papeles.

-Tú te entretenías en esto, mi querido Eduardo, nada más natural; pero en tu situación es preciso que a lo conveniente ceda el lugar lo natural; y como conviene que nadie sepa que tienes tanto amor a ese nombre, bueno será hacer esto -dijo Daniel tomando los papeles de mano de Eduardo, enrollándolos y tirándolos a una vieja chimenea que se encendía quince o veinte días en cada invierno en el gabinete de Don Cándido, para secar la humedad de las paredes, según él decía, porque el fuego continuo le hacía mal; encendida ese día por consideraciones a su huésped por fuerza.

-Bien, te concedo que tienes razón, Daniel, pero yo quiero volver a Barracas ahora mismo.

-Comprendo que lo quieras.

-Y lo haré.

-No, no lo harás.

-¿Y quién me lo impedirá?

-Yo.

-¡Oh!, caballero, eso es abusar demasiado de la amistad.

-Si usted lo cree así, señor Belgrano, nada más sencillo entonces.

-¿Cómo?

-Que usted puede irse a Barracas cuando quiera, pero debo prevenirle que cuando usted llegue, se encontrará solo en la casa, porque mi prima no estará en ella.

-¡Por Dios! Daniel, por Dios, ¡no mortifiques más mi situación! Yo no sé lo que digo.

-¡Vaya!, al cabo has dicho una cosa racional, y ahora que has empezado a tener razón, oye todo lo que hay.

Y Daniel refirió sucintamente a Eduardo todas las ocurrencias de la noche anterior, como también la invasión del general Lavalle.

-Cierto, cierto. ¡Yo no puedo ya habitar en Barracas sin comprometerla! -dijo Eduardo poniendo el codo sobre la mesa y reclinada su frente en la palma de su mano.

-Eso es hablar con juicio, Eduardo. Hoy no hay otro medio de salvar a Amalia que poniéndote lejos de la mano de Rosas, porque aun cuando yo pudiera salvarla de los insultos de la Mashorca, o de una medida torpe del tirano, yo no tendría poder para libertarla de los rigores de su propia organización, si te acaeciera una desgracia. Amalia está apasionada. Su naturaleza sensible y su imaginación exaltada la llevarían al último extremo de la vida, o del infortunio, si llegase hasta su corazón una sola gota de tu sangre.

-¿Y qué hago, Daniel, qué hago?

-Desistir de la idea de verla por algunos días.

-Imposible.

-La pierdes entonces.

-¿Yo?

-Tú.

-¡Oh, no puedo, no!

-No la amas, entonces.

-¡Que no la amo! ¡Oh!, sí, sí: no la amo como ella se merece ser amada, porque para Amalia se necesita un Dios, y yo soy un hombre; ella se merece el amor del cielo y de la tierra, y yo no puedo darla sino el amor de mi alma. ¡Ah!, Daniel, desde anoche me parece que falta luz, porque sus ojos no la derraman sobre los míos; me parece que me falta el aire de mi existencia, porque no lo aspiro en sus alientos. ¡Que no la amo! ¡Oh, Dios mío, Dios Mío! -exclamó Eduardo ocultando su frente entre sus manos.

Un momento de silencio se estableció entre los jóvenes. Daniel respetaba en ese momento esa noble pasión del amor, obra de Dios para las almas generosas y grandes, que él sentía también aunque sin la exaltación de su amigo; porque ni el amor por su Florencia tenía obstáculos que le irritasen, ni su espíritu estaba ajeno a otras nobles y grandes impresiones que le distraían; ni él tenía tampoco la organización reconcentrada de Eduardo, en la cual, por esa desgraciada condición, las pasiones, la felicidad y la desgracia obraban sus efectos con más poder.

-Pero no; esto es ser demasiado débil. ¿Qué es lo que decías que debo hacer, Daniel? -dijo Eduardo sacudiendo su cabeza, echando atrás las hebras de sus cabellos de ébano que caían sobre sus sienes pálidas, y mirando tranquilamente a su amigo.

-No ver a Amalia en algunos días.

-Bien.

-Si los sucesos políticos alcanzan pronto el fin que les deseamos, entonces todo está ganado en tus negocios.

-Sí, cierto.

-Si, por el contrario, los sucesos no alcanzan ese fin, es necesario entonces que emigres.

-¿Solo?

-No, no irás solo.

-¿Irá Amalia? ¿Crees que quiera seguirme?

-Sí, lo creo perfectamente. Pero además de Amalia irán otras personas de tu relación.

-¡Oh! Sí, vamos al extranjero, Daniel, el aire de la patria mata a sus hijos hoy, nos sofoca.

-No importa, es necesario respirarlo como se pueda hasta haber perdido toda esperanza.

-¿Pero, y si los sucesos se demoran mucho tiempo?

-No es posible.

-Nada más fácil de suceder, sin embargo. Un contratiempo cualquiera puede detener las operaciones de Lavalle, y entonces...

-Entonces todo se habrá perdido; porque la demora es la ruina para Lavalle, en el estado actual de las cosas.

-Pero, no, amigo mío, no estará perdido; y porque no estará, estaremos todos los días esperando que al siguiente entre Lavalle.

-Lo esperarán otros, pero yo no, Eduardo. El personal del Ejército Libertador es infinitamente inferior en número al de Rosas. Y los recursos de éste son en relación de mil a uno, comparados con los de nuestro bravo general. En favor de éste, pues, no hay más que la impresión moral que ha causado su inesperada presencia en la provincia, y los antecedentes casi romancescos de su valor personal, y del entusiasmo de sus jóvenes soldados. Pero si el momento de esa impresión se pierde, todas las probabilidades estarán entonces en contra de la cruzada.

-Pero bien, supongamos el caso de una prolongación de tiempo en la guerra, ¿cómo vivir entonces separado de Amalia tanto tiempo, Daniel?

-Si llegara ese caso, la verías, pero no en Barracas.

-¿Puedo entrar un momento, mis queridos y estimados discípulos? -dijo Don Cándido, asomando la borlita de su gorro blanco por la puerta del gabinete, que entreabrió.

-Adelante, mi querido y estimado maestro -dijo Daniel.

-Hay una novedad, Daniel, una ocurrencia, una cosa...

-¿Usted me hará el favor de decírmela de una vez, señor Don Cándido?

-Es el caso que yo me paseaba en el zaguán, porque cuando tengo un poco de dolor de cabeza como al presente, me hace bien el pasearme, como también el ponerme unos parches de hojas de naranjo. Porque habéis de saber, hijos míos, que las hojas de naranjo con sebo tienen sobre mi organización la virtud específica...

-De mejorar a usted y enfermar a los otros. ¿Qué es lo que hay? -preguntó el impaciente Daniel.

-A eso camino.

-¡Pero llegue usted de una vez, con todos los santos!

-Ya llego, genio de pólvora; ya llego. Me paseaba en el zaguán, decía, cuando sentí que alguien se paró a la puerta. Me acerqué indeciso, vacilante, dudoso. Pregunté quién era. Me convencí de la identidad de la persona que me respondió, y entonces abrí: ¿quién te parece que era, Daniel?

-No sé, pero me alegraría de que hubiese sido el diablo, señor Don Cándido -dijo Daniel dominando su impaciencia como era su costumbre.

-No, no era el diablo, porque ese parece que no se desprende de mi levita hace tiempo. Era Fermín, tu leal, tu fiel, tu...

-¿Fermín está ahí?

-Sí. Está en el zaguán, dice que quiere hablarte.

-¡Acabara usted, con mil bombas! -exclamó Daniel saliendo apresuradamente del gabinete.

-¡Qué genio! Se ha de perder, se ha de estrellar contra el destino. Oye tú, Eduardo; tú que pareces más circunspecto, aun cuando después que saliste de la escuela en que eras quieto, tranquilo, estudioso, no he tenido la satisfacción de tratarte; es necesario que tengas mucha cautela en la situación actual. Dime: ¿por qué no entras hoy mismo a estudiar con los jesuitas y te entregas a la carrera eclesiástica?

-¿Señor, me hace usted el favor de dejarme el alma en paz?

-¡Ay, malo! ¿También eres tú como tu amigo? ¿Y qué pretendéis, jóvenes extraviados en la carrera tortuosa, en la pendiente rápida en que os habéis lanzado?

-Pretendemos que nos deje usted solos un momento, señor Don Cándido -dijo Daniel, que entraba al gabinete a tiempo que su respetable maestro de primeras letras empezaba la interrumpida frase de su valiente apóstrofe.

-¿Nos amenaza algún peligro, Daniel? -preguntó Don Cándido, mirando tímidamente a su discípulo.

-Ninguno absolutamente. Son asuntos míos y de Eduardo.

-Pero es que nosotros tres estamos hoy formando un solo cuerpo indivisible.

-No importa, lo dividiremos momentáneamente. Háganos usted el favor de dejarnos solos.

-Quedad -dijo Don Cándido extendiendo su mano en el aire en dirección a los dos jóvenes y saliendo pausadamente del gabinete.

-El negocio se vuelve más serio, Eduardo.

-¿Qué hay?

-Algo de Amalia.

-¡Oh!

-Sí, de Amalia. Acaba de recibir aviso de que dentro de una hora la policía la hará una visita domiciliaria, y me lo manda decir con Fermín, a quien yo había mandado a Barracas antes de venir a verte.

-¿Y qué hacemos, Daniel? ¡Pero, oh, cómo pregunto qué hacemos!... Daniel, me voy a Barracas.

-Eduardo, no es tiempo de hacer locuras. Yo amo mucho a mi prima para permitir a nadie el que arroje sobre ella la desgracia -dijo Daniel con un tono y una mirada tan seria que hicieron una fuerte impresión en el ánimo de Eduardo.

-Pero yo soy la causa de los insultos a que esa señora se ve expuesta, y soy yo, caballero, quien deba protegerla -contestó Eduardo con sequedad.

-Eduardo, no hagamos locuras -repitió Daniel, volviendo a la dulzura natural con que trataba a su amigo-, no hagamos locuras. Si se tratase de defenderla de un hombre, de dos hombres, de más que fuesen, con la espada en mano, yo te dejaría muy tranquilo el placer de entretenerte con ellos. Pero es del tirano y de todos sus secuaces de quienes debemos defenderla; y para con ellos tu valor es impotente: tu presencia les daría mayores armas contra Amalia, y no conseguirías libertar, ni tu cabeza, ni la tranquilidad de mi prima.

-Tienes razón.

-Déjame obrar. Yo voy a Barracas en el acto; y a la fuerza yo opondré la astucia, y trataré de extraviar el instinto de la bestia con la inteligencia del hombre.

-Bien, anda, anda pronto.

-Tardaré diez minutos en llegar a mi casa a tomar mi caballo, y en un cuarto de hora estaré en Barracas.

-Bien: ¿y volverás?

-Esta noche.

-Dila...

-Que te conservas para ella.

-Dila lo que quieras, Daniel -dijo Eduardo, dándose vuelta, porque sin duda en sus ojos había algo que quería ocultar a la mirada de su amigo. Jamás un hombre apasionado como Eduardo, con su valor y su generosidad, puede haberse encontrado en situación más difícil: veía en peligro a la bien amada de su alma, en peligro por él, y no podía defenderla sin agravar su desgracia.

Cuando volvió de su primer paseo en la habitación, ya no halló a Daniel en el gabinete.

Eran las once de la mañana, y Don Cándido empezó a vestirse para ir a la secretaría privada del señor Don Felipe.




ArribaAbajoCapítulo XV

Amalia en presencia de la policía


Daniel llegó a su casa, montó en su soberbio alazán, partió a gran galope para Barracas, tomando las peores calles de la ciudad para no encontrar obstáculos de tránsito que lo detuviesen, pues los del terreno los salvaba siempre sin dificultad el superior caballo que montaba; pero todo era inútil, porque iba a llegar tarde a la quinta.

Cuando a las nueve de la mañana Daniel había dejado a su prima, para dirigirse a la ciudad, había dado orden a Fermín que lo esperase en Barracas, previniéndole las casas en que lo encontraría en caso que ocurriese alguna novedad.

Una ocurrió en efecto. Poco rato después de su partida llegó a la quinta una carta para Amalia, en que se le anunciaba una visita de la policía; y la joven mandó dar aviso a Daniel de este suceso, por cuanto ella desconfiaba de su prudencia en presencia del insulto que iba a hacerse a su casa.

Pasó inmediatamente al cuarto que ocupaba Eduardo. Tomó de sobre una mesa algunas traducciones del inglés en que solía entretenerse el joven; y convencida de que no había un solo objeto que pudiese revelar en ese aposento lo que probablemente venía a buscar la policía, volvió a la sala, echó los papeles a la chimenea, y se paseaba con esa inquietud natural a los que esperan de un momento a otro ser actores en una escena desagradable, cuando sintió parar varios caballos a la puerta de la quinta. Y esto sucedió cinco o seis minutos después de la partida de Fermín; mucho antes, pues, de lo que Amalia creía.

Mujer, sola, rodeada de peligros que se extendían desde ella hasta el ser amado de su corazón, la Naturaleza se expresó en ella con sinceridad: pálida y débil, se echó en un sillón, haciendo esfuerzos, sin embargo, para sobreponerse a sí misma.

Don Bernardo Victorica, un comisario de policía y Nicolás Mariño se presentaron en la sala, introducidos por Pedro.

Victorica, ese hombre aborrecido y temido de todos los que en Buenos Aires no participaban de la degradación de la época, era, sin embargo, menos malo de lo que generalmente se creía. Y sin faltar jamás a la severidad que le prescribían las órdenes del dictador, se portaba, toda vez que podía hacerlo sin comprometerse, con cierta civilidad, con una especie de semitolerancia, que hubiera sido un delito a los ojos de Rosas, pero que era empleada por el jefe de policía, especialmente cuando tenía que ejercer sus funciones sobre personas a quienes creía comprometidas por alguna delación interesada, o por el excesivo rigorismo del gobierno2.

Con el sombrero en la mano, y después de hacer una profunda reverencia, dijo a Amalia:

-Señora, soy el jefe de policía: tengo que cumplir el penoso deber de hacer un escrupuloso registro en esta casa: es una orden expresa del Señor Gobernador.

-¿Y estos otros señores vienen también a registrar mi casa? -preguntó Amalia señalando hacia Mariño y al comisario de policía.

-El señor, no -contestó Victorica indicando a Mariño-, este otro señor es un comisario de policía.

-¿Y puedo saber a quién, o qué se viene a buscar a mi casa, de orden del Señor Gobernador?

-Dentro de un momento se lo diré a usted -respondió Victorica, con una fisonomía muy seria, pues que él y sus compañeros estaban de pie, sin haber recibido de Amalia la mínima indicación de sentarse.

Ella tiró del cordón de la campanilla, y dijo a Luisa, que apareció al momento:

-Acompaña a este señor, y ábrele todas las puertas que te indique.

Victorica hizo un saludo a Amalia, y siguió a Luisa por las piezas interiores.

Acompañado del comisario pasó al gabinete de lectura, y luego al suntuoso aposento de la joven. El jefe de policía no era hombre de tan delicado gusto, que pudiese fijarse en todos los primores que encerraba aquel adoratorio secreto donde había penetrado más de una vez la mirada enamorada de Eduardo, a través de las tenues neblinas de batista y tul que cubrían los cristales. Pero entretanto, Victorica tenía muy buenos ojos para no ver que cuanto allí había estaba descubriendo el poco amor de los dueños de aquella casa a la santa causa de la Federación.

Tapices, colgaduras, porcelanas, todo se presentaba a los ojos del jefe de policía con los colores blanco y celeste, blanco y azul; celeste o azul solamente. Y las pobladas cejas del intransigible federal empezaban a juntarse y endurecerse.

-«Bien puede ser que aquí no haya nadie oculto, como me lo asegura Mariño; pero a lo menos no será porque en esta casa no haya unitarios» -se decía a sí mismo.

Pasó luego al tocador de Amalia, y sus ojos quedaron deslumbrados con la magnificencia que se le presentaba.

-A ver, niña, abre esos roperos -dijo a Luisa.

-Y ¿qué va usted a ver en los roperos de la señora? -preguntó la pequeña Luisa, alzando su linda cabeza y mirando cara a cara a Victorica.

-¡Hola! Abre esos roperos te he dicho.

-¡Pues es curiosidad! Vaya, ya están abiertos -dijo Luisa abriendo las puertas de los guardarropas con una prontitud y una acción de enojo, que hubiera hecho sonreír a otro cualquiera que no fuese el adusto personaje que la miraba.

-Bien, ciérralos.

-¿Quiere usted ver si hay alguien escondido en los bebederos de los pájaros? -dijo Luisa señalando las jaulas doradas de los jilgueros.

-Niña, eres muy atrevida, pero tu edad me hace perdonarte. A ver, abre esta puerta.

-¿Esta?

-Sí.

-Esta puerta da a mi aposento.

-Bien, ábrela.

-No hay nadie en él.

-No importa, ábrela.

-¿Yo? No, señor, no la abro. Ábrala usted, ya que no cree en mi palabra.

Victorica miró largo rato a aquella criatura de diez u once años que osaba hablarle de ese modo, y en seguida levantó el picaporte de la puerta, y entró al dormitorio de Luisa.

-Ven, niña -la dijo viéndola que se quedaba en el tocador.

-Iré si manda usted a este señor que vaya también con nosotros -dijo Luisa señalando al comisario, que se entretenía en examinar los pebeteros de oro.

El comisario echó sobre ella una mirada aterradora, que no consiguió, sin embargo, aterrar a la intrépida Luisa, y volviendo el pebetero a la rinconera, volvió a seguir los pasos de Victorica.

-Señor, no me revuelva usted mi cama. Después no se vaya usted a enojar si le quiero enseñar el bebedero de los pajaritos -dijo a Victorica al verlo levantando la colcha de la cama y mirando bajo de ella.

-¿Adónde da esta puerta?

-Al patio.

-Ábrela.

-Tire usted no más, está abierta.

Una vez en el patio, Victorica hizo una señal al comisario, que por la verja de fierro se dirigió a la quinta; y él y Luisa se dirigieron a aquella parte del edificio en que estaban las habitaciones de Eduardo, y el comedor.

-¿Quién habita en ese cuarto? -preguntó Victorica examinando el de Eduardo.

-El señor Don Daniel cuando viene a quedarse -contestó Luisa sin la mínima turbación.

-Y ¿cuántas veces por semana sucede eso?

-La señora me ha mandado que le enseñe a usted la casa, y no que le dé cuenta de lo que pasa en ella. Puede usted preguntárselo a la señora.

Victorica se mordió los labios no sabiendo qué hacer con aquella muchacha, y pasó a otra habitación, y, por último, al comedor, sin haber encontrado cosa alguna que le diese indicios de lo que buscaba.

Durante se ejecutaba esta pesquisa policial, en el modo y forma adoptada por la dictadura, una escena bien diferente, pero no menos interesante, tenía lugar en la sala.

Luego que Victorica y el comisario pasaron a las piezas interiores, Amalia, sin levantar los ojos a honrar con su mirada la fisonomía de Mariño, le dijo:

-Puede usted sentarse, si tiene la intención de esperar al señor Victorica.

Amalia no estaba rosada, estaba punzó en aquel momento. Y Mariño, por el contrario, estaba pálido y descompuesto en presencia de aquella mujer cuya belleza fascinaba, y cuyas maneras imperiosas y aristocráticas, podemos decir, imponían.

-Mi intención -dijo Mariño, sentándose a algunos pasos de Amalia-, mi intención ha sido la de prestar a usted un servicio, señora, un gran servicio en estas circunstancias.

-¡Mil gracias! -contestó Amalia con sequedad.

-¿Ha recibido usted mi carta esta mañana?

-He recibido un papel firmado por Nicolás Mariño, que supongo será usted.

-Bien -contestó el comandante de serenos, dominando la impresión que le causó la desdeñosa respuesta de la joven-. En esa carta, en ese papel, como usted lo llama, me apresuré a participar a usted lo que iba a ocurrir.

-¿Y puedo saber con qué objeto se tomó usted esa incomodidad, señor?

-Con el objeto de que tomase usted las medidas que su seguridad le aconsejase.

-Es usted demasiado bueno para conmigo; pero demasiado malo para con sus amigos políticos, pues que les hace usted traición.

-¡Traición!

-Me parece que sí.

-Eso es muy fuerte, señora.

-Sin embargo, ése es el nombre.

-Yo trato de hacer siempre todo el bien que puedo. Además, yo sabía que desde anoche no podía haber ningún hombre en esta casa, después de la visita de Cuitiño.

Doña María Josefa Ezcurra, sin embargo, que tiene un empeño especial en perseguir esta casa, mientras yo lo tengo en protegerla, fue esta mañana a dar parte al Señor Gobernador de que aquí se ocultaba una persona que se buscaba ha mucho tiempo por la autoridad. Su Excelencia mandó llamar al señor Victorica, le dio la orden que está cumpliendo, y yo, que tuve la suerte de saber lo que ocurría, no perdí un instante en comunicárselo a usted, decidiéndome también a acompañar al señor Victorica, por si tenía la suerte de poder librar a usted de algún compromiso. Esta es mi conducta, señora; y si hago una traición a mis amigos, la causa por que así procedo me justifica plenamente. Esa causa es santa; nace de una simpatía instantánea que sentí por usted desde que tuve la dicha de conocerla. Desde entonces mi vida entera está consagrada a buscar los medios de acercarme a esta casa; y mi posición, mi fortuna, mi influencia...

-Su posición y su influencia de usted no impedirán que yo le deje solo, cuando no comprenda que su presencia me fastidia -dijo Amalia parándose, separando la silla en que estaba sentada, y pasando al gabinete de lectura, y de éste a su alcoba, donde sentóse en su sofá, radiante de belleza y de orgullo.

-¡Ah, yo me vengaré, perra unitaria! -exclamó Mariño pálido de rabia.

Pocos momentos hacía que la altanera tucumana estaba sola en su aposento por no sufrir las impertinencias de Mariño, cuando Victorica, que volvía con Luisa, por el mismo camino que había andado ya, se encontró de nuevo con Amalia.

-Señora -la dijo-, he cumplido ya la primera parte de las órdenes recibidas; y felizmente para usted, podré decir a Su Excelencia que no he encontrado en esta casa la persona que he venido a buscar.

-¿Y puedo saber qué persona es ésa, señor jefe de policía? ¿Puedo saber por qué se me hace el insulto de registrar mi casa?

-¿Quiere usted decir a esta niña que se retire?

Amalia hizo una seña a Luisa, que se retiró, no sin torcerle los ojos a Victorica.

-Señora, debo tomar a usted una declaración, pero deseo evitar con usted las formalidades de estilo, y que sea más bien una conferencia leal y franca.

-Hable usted, señor.

-¿Conoce usted a Don Eduardo Belgrano?

-Sí, lo conozco.

-¿Desde qué tiempo?

-Hará dos o tres semanas -contestó Amalia, rosada como una fresca rosa, y bajando la cabeza, avergonzada de tener que mentir por la primera vez de su vida.

-Sin embargo, hace más tiempo que lo han visto en esta casa.

-Ya he contestado a usted, señor.

-¿Podría usted probar que Don Eduardo Belgrano no ha estado oculto en esta casa, desde el mes de mayo hasta el presente?

-No me empeñaría en probar semejante cosa.

-¿Luego es cierto?

-No he dicho tal.

-Pero, en fin, usted dice que no probaría que no estuvo.

-Porque es usted, señor, quien debe probar lo contrario.

-¿Y sabe usted dónde se encuentra actualmente?

-¿Quién?

-Belgrano.

-No lo sé, señor; pero si lo supiera no lo diría -contestó Amalia alzando la cabeza, contenta y altiva porque se le presentaba la ocasión de decir la verdad.

-¿Ignora usted que estoy cumpliendo una orden del Señor Gobernador? -dijo Victorica empezando a arrepentirse de su indulgencia con Amalia.

-Ya me lo ha dicho usted.

-Entonces debe usted guardar más respeto en las contestaciones, señora.

-Caballero, yo sé bien el respeto que debo a los demás, como sé también el que los demás me deben a mí misma. Y si el Señor Gobernador, o el señor Victorica, quieren delatores, no es esta casa, por cierto, donde podrán hallarlos.

-Usted no delata a los demás, pero se delata a sí misma.

-¿Cómo?

-Que usted se olvida que está hablando con el jefe de policía, y está revelándole muy francamente su exaltación de unitaria.

-¡Ah, señor, yo no haría gran cosa en serio en un país donde hay tantos miles de unitarios!

-Por desgracia de la patria y de ellos mismos -dijo Victorica levantándose sañudo-, pero llegará el día en que no haya tantos; yo se lo juro a usted.

-O en que haya más.

-¡Señora! -exclamó Victorica mirando con ojos amenazantes a Amalia.

-¿Qué hay, caballero?

-Que usted abusa de su sexo.

-Como usted de su posición.

-¿No teme usted de sus palabras, señora?

-No, señor. En Buenos Aires sólo los hombres temen; pero las señoras sabemos defender una dignidad que ellos han olvidado.

-«Cierto, son peores las mujeres» -dijo Victorica para sí mismo-. A ver, concluyamos -continuó, dirigiéndose a Amalia-, tenga usted la bondad de abrir esa papelera.

-¿Para qué, señor?

-Tengo que cumplir ese último requisito, abra usted.

-¿Pero, qué requisito?

-Tengo orden de inspeccionar sus papeles.

-Oh, esto es demasiado, señor, usted ha venido en busca de un hombre a mi casa; ese hombre no está, y debo decir a usted que nada más consentiré que se haga en ella.

Victorica se sonrió y dijo:

-Abra usted, señora, abra usted por bien.

-No.

-¿No abre usted?

-No, no.

Victorica se dirigía a la papelera cuya llave estaba puesta, cuando Mariño, que había oído el interrogatorio desde el gabinete, se precipitó en el aposento, para ver si con un golpe teatral conquistaba el corazón de la altanera Amalia.

-Mi querido amigo -dijo a Victorica-, yo salgo garante de que en los papeles de esta señora no hay ninguno que comprometa a nuestra causa; ni diario, ni carta de los inmundos unitarios.

Victorica retiraba su mano de la llave de la papelera, y ya Mariño creía conquistado el derecho a la gratitud de aquel corazón rebelde a sus ternuras, cuando Amalia se precipitó a la papelera, la abrió estrepitosamente, tiró cuatro pequeñas gavetas que contenían algunas cartas, alhajas y dinero, y con una expresión marcada de despecho, se volvió a Victorica, dando la espalda a Mariño, y le dijo:

-He ahí cuanto encierra esta papelera, registradlo todo.

Mariño se mordió los labios hasta sacarse sangre.

Victorica paseó sus miradas por los objetos que le descubrió Amalia, y sin tocar ninguno, dijo:

-He concluido, señora.

Amalia le contestó apenas con un movimiento de cabeza, y volvió al sofá, pues sentía que después del violento esfuerzo que acababa de hacer, una especie de vértigo le anublaba la vista.

Victorica y Mariño hicieron una profunda reverencia y salieron por el gabinete a encontrar al comisario que los estaba esperando.

Y fue en el momento en que todos montaban a caballo, que Daniel bajó del suyo, y después de un cortés saludo a Victorica y Mariño entró a la casa de su prima, diciéndose a sí mismo.

-Malo. Empiezo a llegar tarde, y es mal agüero.

A su vez Mariño decía a Victorica:

-Este lo debe saber todo. Este es unitario, a pesar de su padre y de todo lo que hace.

-Sí, es necesario poner los ojos sobre él.

-Y el puñal -agregó Mariño, y tomaron el galope para la ciudad.




ArribaAbajoCapítulo XVI

Todos comprometidos


Una hora después el soberbio alazán que había llegado a la quinta a gran galope, volvía paso a paso en dirección a la ciudad, llevando a su dueño, no con la cabeza erguida y los ojos vivísimos como una hora antes, sino con la cabeza inclinada al pecho y casi cerrados sus hermosos ojos. Al verlo así, cualquiera diría que era un joven indolente, cuya organización voluptuosa salía a gozar de los rayos acariciadores del sol de agosto en aquel rigoroso invierno de 1840, prefiriendo el paseo a caballo, para no poner sus delicados pies sobre las húmedas arenas de Barracas.

Pero lo cierto era que Daniel no se acordaba si estaba en invierno o en verano, ni gozaban solazamiento alguno sus sentidos, ni su espíritu.

Dominado por sus propias ideas, Daniel iba en abstracción completa de cuanto le rodeaba; meditando sobre cuanto medio le sugería su fecunda imaginación para ver de encontrar aquel que le hiciese señor de la difícil situación en que se hallaban las personas cuya suerte le estaba, casi exclusivamente, confiada. Situación que le mortificaba tanto más, cuanto que por ella se veía distraído a cada momento de los sucesos públicos a que quería consagrar toda la actividad de su espíritu.

Además, Daniel era supersticioso como su prima, o mejor dicho más supersticioso que ella, por cuanto era más exaltada su imaginación y más profundas sus convicciones sobre el fatalismo de las cosas. Y una inquietud vaga se había apoderado de su espíritu desde el momento en que vio que no había llegado a tiempo para encontrarse en la visita domiciliaria de Victorica, de quien él se proponía sacar un inmenso partido en favor de Amalia.

Sin embargo, él se había manifestado contento a su prima inspirándola toda cuanta confianza sobre la suerte de Eduardo podía dar tranquilidad a su corazón. Había también convenido con ella, en que si los sucesos se prolongaban más de ocho días, se le buscaría alguna pequeña y solitaria casa sobre la costa de San Isidro, o cualquier otro punto distante, donde poder vivir retirada, sin desalojar su casa de Barracas; facilitándose de este modo la felicidad de ver a Eduardo, y la de poder embarcarse en un momento dado. Y por último, había concluido por hacerla reír, como era su costumbre cuando él sufría y quería ocultarlo a los demás.

Así, meditando, aceptando y desechando ideas, llegó, al fin, a la barranca del general Brown, y enfilando la calle de la Reconquista llegó a la casa de su Florencia, a respirar un poco de esencia de amor y de ventura en los alientos de aquella flor purísima del cielo, caída sobre la tierra argentina para ser velada por el amor, en la noche frígida de las desgracias de ese pueblo infeliz.

Pero ese día era fatal.

Al entrar a la sala halló a la señora Dupasquier desmayada en un sillón, y a Florencia sentada en un brazo de él, suspendiendo con su brazo izquierdo la cabeza de su madre, y humedeciendo sus sienes con agua de Colonia.

-¡Daniel, ven! -exclamó la joven.

-¿Pero, qué hay, Dios mío? -preguntó Daniel acercándose a aquella pintura del dolor y del amor filial.

-Despacio, no hables fuerte. Es su desmayo.

Daniel se arrodilló delante del sillón y tomó la mano pálida y fría de Madama Dupasquier.

-No es nada, volverá en sí -dijo después de haber observado el pulso de la señora.

-Sí, empieza a traspirar. Entra a la alcoba, alcanza una capa o un pañuelo, cualquiera cosa, Daniel.

El joven obedeció, y después de cubrir él mismo a su futura madre, y de arrodillarse delante de ella con su Florencia, cada uno teniéndola una mano, fijos sus ojos en aquellos cuya primer mirada esperaban con impaciencia, Daniel se atrevió a preguntar a su Florencia, con palabras dichas casi al oído:

-¿Pero, qué ha habido? Este desmayo no le da sino después de algún disgusto.

-Lo ha habido.

-¿Hoy?

-Ahora mismo. ¿Has encontrado a Victorica?

-No.

-Acaba de salir de aquí.

-¿De aquí?

-Sí. Ha venido con un comisario y dos soldados, y ha registrado toda la casa.

-¿Pero a quién buscaba?

-No lo ha dicho, pero creo que a Eduardo, porque ha querido hacer sobre él algunas preguntas a mamá.

-¿Y?...

-Mamá se negó a responderle.

-Bien.

-Se negó también a abrir la puerta de un cuarto interior que casualmente se hallaba cerrada, y Victorica la hizo echar abajo.

-¿Pero por qué no se abrió esa puerta?

-Porque mamá dijo desde el principio a Victorica que no se quería prestar a conducirlo al interior de su casa; que él obrase como quisiese, pues que tenía la fuerza para hacerlo. Mamá se ha sostenido con un valor y una dignidad propia de ella. Pero luego que ha quedado sola me ha hablado mucho de nuestro casamiento, me ha dicho que es necesario salir del país y para siempre. En mis brazos la he sentido sufrir, y la he sentido desmayarse. Mírala: parece que vuelve... Sí... sí -y Florencia levantóse súbitamente, tomó la cabeza de su madre y llenó de besos aquellos ojos que acababan de derramar sobre ella la primera mirada.

Madama Dupasquier había vuelto de su desmayo.

Esa mujer, tipo perfecto de lo más delicado, de lo más culto de la sociedad bonaerense, reunía en sí todo el orgullo, toda la altivez, todo el espíritu de las nobles descendientes de los héroes de nuestra independencia que, enorgullecidas por su origen, fueron siempre intransigibles con todo lo que no era gloria, talento o nobleza en la república; de esas mujeres que sufrían más que los hombres por la humillación que la dictadura hacía sufrir al país; y que más que los hombres tenían el valor para afrontar los enojos del tirano y de la plebe armada e insolentada por él.

Las páginas de sangre del gobierno de Rosas revelan las víctimas de su tiranía, que han caído al puñal o al plomo de los asesinos públicos. Al lado de los nombres de Rosas, de Maza, de Oribe, de todos esos famosos verdugos del pueblo argentino, se escribe continuamente el martirologio de los que se negaron a la ruina y a la degradación de su patria. Pero sólo Dios puede haber escrito en las páginas santas del libro eterno de su justicia la vasta nomenclatura de los que han muerto al influjo de los rigores de esos bandidos, ejercido sobre la organización y la moral. ¡Sólo Dios sabe cuántas madres han ido a la tumba por las huellas ensangrentadas de sus hijos; cuantas esposas han ido al cielo a buscar el compañero de su existencia, arrebatado de ella por el plomo de Rosas, o por el cuchillo voraz de aquel mendigo de poder, que, arrojado de su patria, fue a vender su mano y su alma a un tirano extranjero, para saciar en la sangre de pueblos inocentes su instinto innato a los delitos, y cuya cabeza sabrá marcar la posteridad con el sello indeleble de su reprobación y de su desprecio!

¡Sólo Dios, sí, sabe cuántas nobles mujeres argentinas han bajado al sepulcro paso a paso, llevadas por la mano de esa época de sangre, y de impresiones rudas sobre su corazón sensible!

-Daniel -dijo Madama Dupasquier-, es preciso salir del país; usted y Eduardo, mañana, hoy si es posible. Amalia, yo y mi hija los seguiremos pronto.

-Bien, bien, señora. Ahora no hablemos de eso. Necesita usted reposo.

-¿Y cree usted posible tenerlo en este país? ¿No cree usted que en cada minuto tiemblo por su seguridad? Además, una vez que se han fijado las sospechas de Rosas sobre mi casa, ya está sentenciada a continuos insultos; y cada persona que entre a ella, espiada y perseguida también.

-Dentro de ocho días quizá estaremos libres de esta situación.

-No, Daniel, no. La mirada de Dios se ha separado de nuestra patria, y no tenemos que prever sino desgracias. No quiero ni que Amalia pise esta casa.

-Amalia acaba de sufrir la misma visita que usted.

-¿También?

-Sí; hace dos horas.

-¡Ah, ésta es Doña María Josefa, mamá!

La señora Dupasquier hizo un gesto como si le hubiesen nombrado el más repugnante objeto de la tierra.

Daniel hizo entonces la relación de cuanto había ocurrido en la quinta de Barracas desde las diez de la noche anterior.

-Pero en todo esto -agregó- no hay ningún peligro real todavía. Nadie podrá dar con Eduardo, yo respondo de ello. Voy a trabajar en sentido de prevenir el ánimo de Victorica contra las delaciones falsas que ha recibido Rosas de su cuñada, con la intención de dejar desairada la diligencia de la policía. De ese modo, doy seguridad a Amalia y a esta casa. Y en cuanto a mí, no tengo nada absolutamente que temer -dijo Daniel, queriendo inspirar a su amada y a su madre una confianza de que él empezaba a carecer.

-Mamá -dijo Florencia-, pues que ya no hay motivo para que Amalia no venga, yo querría mandarla buscar a que nos acompañase a comer; Daniel lo hará también, y así pasaremos juntos todo el día.

-Sí, sí -dijo Daniel-. Quisiera que todos estuviésemos juntos, y que no nos separásemos nunca.

Una especie de presentimiento terrible empezaba a oprimir el corazón de Daniel.

-Bien, hazlo -le contestó Madama Dupasquier.

Florencia salió volando, le escribió cuatro líneas a Amalia, y dio orden de poner el coche para mandar traer a su amiga.

Florencia volvía a la sala por las piezas interiores, cuando llamaban a la puerta exterior de la sala.

Todos se inmutaron.

Daniel se levantó, abrió y dijo:

-Es Fermín.

-¿Qué hay? -le preguntó a su criado sin permitirle entrar a la sala, porque no oyeran las señoras si ocurría algo desagradable en ese día en que todo parecía conspirarse contra todos.

-Ahí está el señor Don Cándido -respondió Fermín.

-¿Dónde?

-En el zaguán.

Daniel se puso de un salto al lado de su maestro.

-¿Qué hay de Eduardo? -le preguntó con la voz, con los ojos y con la fisonomía.

-Nada.

Daniel respiró.

-Nada -prosiguió Don Cándido-; está bueno, tranquilo, sosegado; pero hay de ti.

-¿De mí?

-Sí; de ti, joven imprudente, que te precipitas en un...

-En un infierno, está bien. Pero, ¿qué hay?

-Oye.

-Pronto.

-Despacio, oye: Victorica habló con Mariño.

-Bien.

-Mariño habló con Beláustegui.

-Adelante.

-Beláustegui habló con Arana.

-¿Y de ahí?

-De ahí resulta que Beláustegui le ha dicho a Arana, que Mariño le ha dicho a él, que Victorica le ha dicho en la policía, que ha dicho al comisario de tu sección, que desde esta noche vigile tu casa, y te haga seguir, porque hay sospechas terribles sobre ti.

-¡Hola! Muy bien, y ¿qué más?

-¡Qué más! ¿Te parece poco el enorme, el monstruoso peligro que está pesando sobre tu frente, y, naturalmente, sobre la mía, desde que todos saben nuestras estrechas, íntimas y filiales relaciones? ¿Quieres?...

-Quiero que me espere usted aquí un momento, con eso seguimos esta conversación en el coche que para en este momento a la puerta, en el tránsito hasta mi casa.

-¿Yo a tu casa, insensato?

-Espere usted, mi querido amigo -dijo Daniel dejándole en el zaguán.

-Fermín, monta en mi caballo y vete a casa -dijo a su criado, que lo esperaba en el patio.

-¿Qué hay? -preguntaron madre e hija al entrar Daniel a la sala.

-Nada. Noticias de Eduardo. Está impaciente. Está loco por salirse de su escondite y volar a Barracas. Pero yo parto a casa a escribirle y ponerlo en juicio.

-Sí, no vaya usted en persona -dijo Madama Dupasquier.

-Daniel, prométamelo usted -dijo Florencia parándose delante de su amado.

-Lo prometo -dijo Daniel sonriendo y oprimiendo las manos de su Florencia.

-¿Se va usted ya?

-Sí, y me voy en el coche que está pronto para ir a buscar a Amalia, porque acabo de mandar mi caballo.

-¿Y vuelve usted?

-A las tres.

-Bien, a las tres -dijo Florencia apretando fuertemente entre sus manitas de azucena la mano que debía recibir más tarde ante el pie del altar.

Daniel besó la de Madama Dupasquier, y salió de la sala aparentando un contentamiento que desgraciadamente empezaba a alejarse de su corazón.

-¿Sabes, Daniel, una cosa? -dijo Don Cándido, que se paseaba en el zaguán esperándole.

-Después, después. Vamos al coche.

Daniel salió tan precipitadamente de la casa, que al bajar de la puerta dio un fuerte hombrazo sobre un hombre grueso, que a paso mesurado y con la cabeza muy erguida y el sombrero echado a la nuca, pasaba casualmente en aquel momento.

-Dispense usted, caballero -dijo Daniel sin mirarle a la cara, acercándose a la portezuela del coche, abriéndola él mismo y diciendo al cochero:

-A mi casa.

-¡Hombre, esta voz! -dijo el personaje del sombrero a la nuca, parándose y mirando a Daniel, que subía al estribo.

-Caballero, me hace usted el favor de oírme una palabra -prosiguió el desconocido, dirigiéndose a Daniel.

-Las que usted quiera, señor mío -dijo el joven con un pie en el estribo y otro en tierra, dándose vuelta hacia aquel hombre cuya cara no había visto todavía; mientras Don Cándido, pálido como un cadáver, se escurrió hasta el coche por entre las piernas de Daniel, y se acurrucó en un ángulo de los asientos, fingiendo limpiarse el rostro con un pañuelo, pero evidentemente enmascarándose.

-¿Me conoce usted?

-¡Ah! Me parece que es el señor cura Gaete con quien he tenido la desgracia de tropezar -contestó Daniel con la mayor naturalidad.

-Y yo creo que he oído la voz de usted en alguna otra parte. Y aquel otro señor que está adentro del coche será... ¿Cómo está usted, señor?

Don Cándido hizo tres o cuatro saludos con la cabeza sin desplegar los labios, y sin acabar de limpiarse el rostro con el pañuelo.

-¡Ah es mudo! -prosiguió el fraile.

-¿Quería usted alguna cosa, señor Gaete?

-Me gusta mucho oír la voz de usted, señor... ¿quiere usted decirme...?

-Que tengo que hacer, señor -dijo Daniel saltando al coche y haciendo una señal al cochero, que hizo partir los caballos a trote largo en dirección a la plaza de la Victoria; mientras el reverendo cura Gaete se quedó sonriendo, con una expresión de gozo infernal en su fisonomía, y mirando el número de la casa de Madama Dupasquier.