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Discurso de José Pascual Buxó. Doctor Honoris Causa

José Pascual Buxó






Discurso del Rector José Doger Corte

Presidente del Honorable Consejo Universitario


Señor Gobernador;

Honorable Consejo Universitario;

Señoras y señores:



Desde que Mariano Picón Salas y los dos hermanos, Pedro y Max Henríquez Ureña, emprendieron el rescate de diversos autores clásicos latinoamericanos, se inició en nuestras tierras una tradición bibliográfica que, por múltiples razones, todas ellas injustas, se ha ido convirtiendo en un tenue hilo que se adelgaza cada día más y que por momentos parece estar a punto de desaparecer: la de ir a disfrutar la riqueza de la lengua española directamente en los textos literarios originales.

Esta tradición filológica, fundada en español por los dos Menéndez -don Marcelino Menéndez y Pelayo y don Ramón Menéndez Pidal-, debiera ser la mejor defensa rígida por nuestra cultura contra la lenta y solapada destrucción del castellano, que es nuestra lengua madre y la única que puede dar razón de ser a nuestras maneras de sentir y de pensar, distintas y originales en la medida en que nos hacen vivir, a todos y por encima de las diferencias del color local, como latinoamericanos.

Por lo tanto, contribuir al rescate de esos textos literarios, analizándolos hasta obtener de ellos la médula de su sentido, equivale a luchar por la unidad de América con una fuerza superior a la de la guerra o el rencor, pues toma cotidianas -y disfrutables- las piezas que rememoran y evocan el habla con la que se entendieron, en la vida privada, nuestros antepasados, otorgándonos la oportunidad de identificamos con ellos y darle así sustento lingüístico a la arqueología de nuestras emociones más genuinas.

Así, el Dr. José Pascual Buxó ha usufructuado el privilegio de saber leer el español que se utilizó en los territorios de la Nueva España durante los siglos XVI y XVII, y ello le ha permitido llegar a comprender, en la entraña de su significado, las inclinaciones, los deseos, los arrebatos y la lucidez de una Sor Juana Inés de la Cruz filosófica y graciosa como pocas, y de un enamorado y contemporáneo, aunque físicamente distante, el colombiano Francisco Álvarez de Velasco Zorrilla, quien bajo la lupa semiótica del Dr. Pascual Buxó se deja arrastrar por su pasión platónica y por su ilustración poética.

Desde luego, esto es sólo un ejemplo de la larga y detallada labor lingüística del mexicano Pascual Buxó, que es un latinoamericano múltiple: español por nacimiento, mexicano por elección, venezolano por vocación -dio clases allá durante más de 12 años- y poblano por gusto, pues vino a nuestra Universidad a damos un curso de Semiología Literaria y a impartir el Seminario de Semiótica de la Cultura, pero decidió quedarse, tal vez para estar más cerca de los ambientes novohispanos que tanto ama.

Sin embargo, y quiero precisarlo, no vayamos a imaginamos a un Pascual Buxó entregado por completo al disfrute del pasado.

Todo lo contrario, él es un profesor de literatura completamente moderno, absorbido por la semiótica y todos los otros procedimientos de investigación literaria que han venido a sustituir en nuestros tiempos de transformación tecnológica a la filología.

Más bien hay que ver en Pascual Buxó al poeta filólogo que no puede escapar de su siglo por más que lo intente.

Que ama el español como la lengua contemporánea que le dio el talento para bucear, en los palimpsestos del pasado, con la pasión de la semiótica, en busca de una unidad política -la hispanoamericana del sueño bolivariano- conseguida con el habla.

A ese impulso rescatador de nuestra literatura primigenia rindo hoy homenaje al otorgarle, al Dr. José Pascual Buxó, la más alta distinción que otorga esta Casa de Estudios, el Doctorado Honoris Causa.

Reciba nuestro agradecimiento, Doctor Poeta Castellano.

Muchas gracias.






Discurso de José Pascual Buxó

Doctor Honoris Causa


Señor Gobernador;

Señor Rector;

Honorable Consejo Universitario;

Compañeros Universitarios;

Señoras y señores:



Afirma el Salmista que los últimos años de nuestra vida son, en su mayor parte, trabajo y dolor. Dolor de haber visto consumirse nuestros días como un suspiro, trabajo por conseguir el premio de los frutos sazonados. «Enséñanos a contar nuestros días para que entre la sabiduría en nuestro corazón», clamaba Moisés a Jehová su Dios. Pocos días son de júbilo y esplendor; muchos -en cambio- los de sobresalto y tiniebla, pero hoy he sido yo premiado con el galardón a que aspiran los justos. Nadie es enteramente justo, nadie deja de padecer las pestes del egoísmo o la abulia, pero sobrevive en su conciencia aquel que ha sabido mantenerse fielmente atado a las armaduras de la verdad.

El generoso galardón que hoy me confiere la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla -y que yo recibo con inocultable gozo y prudente humildad- no tiene otra causa, a mi juicio, que la constancia de mi empeño por hacer de los estudios literarios una actividad socialmente útil e individualmente confortante. Útil, porque la lectura es fuente de conocimiento y consuelo; reconfortante, porque pocas veces, fuera de las páginas escritas, encontramos la luz y el consejo de la amistad. Es claro que, al igual que los hombres, hay libros de todos los talantes y, como ellos, tiene cada uno su hora propicia. Cuando la biblioteca nos es familiar, hallamos para cada ocasión los libros que favorezcan nuestra necesidad de consejo y compañía.

La literatura, esto es, las obras creadas por los artistas de la palabra, ha sido escrita para la comunicación sin intermediarios con cada uno de sus multiplicados lectores. Solos el lector y la obra realizan en la conciencia de aquél los testimonios que su autor quiso o pudo poner en la engañosa tersura de la página escrita. Como en el combate de amor, el amoroso acto de la lectura sólo puede darse en el círculo conflictivo de cada pareja. Nadie -en principio- debería irrumpir en esos actos de comunión; nadie debería contemplarlos -oculta o impúdicamente- para saciar sus instintos de mirón infecundo. Pero debemos reconocer que así como el amor requiere de un compartido aprendizaje, la enseñanza de la lectura consiste en más, mucho más, que la simple identificación de los rasgos de la pluma o el reconocimiento inicial de las infinitas clases de cosas que viajan en alas de las palabras. Es siempre necesaria la lección del maestro que aclare, sin degradarlas, las ondas sucesivas del misterioso espejo textual.

¿Y cuál es la trama de ese laberíntico mundo de la lengua, esto es, de los idiomas humanos, y cuáles son los diferentes usos que de ella hacemos?

Los enunciados o textos que producimos a partir de un sistema de lengua determinado, son -en esencia- predicados sobre el mundo (sobre las cosas, las personas, los acontecimientos); esto es, son juicios asertivos, negativos o dubitativos acerca de cuanto nos atañe. La lengua permite hablar de cualquier manera y con cualquier intención: con verdad o con mentira, o, incluso, sin comprometerse ni con la mentira ni con la verdad, en una ingeniosa trama verbal sujeta a la pura fruición lúdica o, en el otro extremo, producto de la incoherencia patológica.

Pero si la lengua es -en este sentido operativo- un instrumento propiamente neutral, el entendimiento, en cambio, exige normalmente que los enunciados que producimos o escuchamos se ajusten a los conjuntos de ideas ordenas que tenemos sobre el hombre y el mundo. Es muy posible -y aun frecuente- que nuestras ideas sobre las cosas del mundo sean incompletas o equivocadas desde un determinado punto de vista que consideremos objetivo; pero, lógicamente, la comunidad de los hablantes sólo exige que nos ajustemos a las convenciones acatadas por todos con el fin de garantizar la comunicación.

Sin embargo, es posible hacer uso de la lengua; ya no para hablar de las cosas que creemos conocer en la manera en que son habitualmente expresas, sino para dejar testimonio de nuestra singular experiencia del mundo mediante el recurso a ciertas libertades semánticas que, en su conjunto, nos permiten producir una clase de textos que -por diferenciarlos de los que se pliegan a la norma ordinaria- llamamos ficticios o literarios. En el uso mostrenco de la lengua, es condición exigible que los enunciados puedan ser juzgados como verdaderos o falsos, es decir, conformes o contrarios a lo que llamamos «realidad». En los textos literarios, en cambio, la «realidad» se transfigura o somete a principios semánticos particulares cuya exigencia no es ya la tajante oposición de la verdad con la mentira, sino de lo verosímil con lo inverosímil o, por mejor decir, del modo de hacer que lo inverosímil se haga necesario para poder expresar con excitante sorpresa lo creíble de aquellos enunciados que, literalmente leídos, parecerían divorciados de la realidad.

También en nuestra habla ordinaria nos valemos ocasionalmente de estos sentidos metafóricos de las palabras, ya sea para dar mayor fuerza o novedad a nuestros asertos, ya sea porque sólo por medio de semejanzas hallemos el modo de expresar con energía y convicción la naturaleza de nuestras experiencias. Sin embargo, es en el discurso literario donde el uso translaticio o metafórico del lenguaje se convierte en procedimiento principal. En efecto, la literatura habla del mundo, pero no exclusivamente desde las normas de la convención general, sino a partir de una peculiar vivencia espiritual y lingüística: las palabras de la tribu sólo son susceptibles de expresar la experiencia del mundo a través de rasgos genéricos y aproximativos; la palabra poética, en cambio, por medio de las relaciones verbales que seamos capaces de establecer entre las diversas cosas o circunstancias, es decir, a través de una ficción semántica, echan una nueva luz, no únicamente sobre los cambiantes significados de las palabras, sino sobre el fugitivo o enmarañado sentido de nuestras vidas.

En una de sus cartas a Lucilo, le decía Séneca que la lectura era la primera de sus necesidades, no sólo porque le preservaba del peligro de creerse el único pensador, sino porque le ponía «al corriente de los descubrimientos hechos y de los que faltan». Y añadía: «no es bueno limitarse a escribir, como no es conveniente contentarse con leer». Quienes nos dedicamos al estudio y enseñanza de la literatura, deberíamos tener siempre presente los consejos de Séneca y aplicarlos a nuestra propia tarea. Primero, porque no todos aquellos que aprendieron a leer son capaces de hallar el sentido propio y particular de cada texto literario, razón por la cual deberían ejercitarse en ese otro modelo basado en el uso figurado del lenguaje, y, segundo, porque la comprensión de las experiencias expresadas en una obra literaria exige, además de la desdoblada competencia lingüística, el conocimiento del universo cultural del que cada una de ellas forma parte, so pena de caer en triviales o abusivas interpretaciones.

No por causa de las aparentes ambigüedades del texto literario, hemos de creer que son también ambiguos los pensamientos o sentimientos que en ellos se expresan; lo ambiguo, en este caso, no alude a la incapacidad del hablante para manifestar el verdadero contenido de su conciencia ni tampoco al malicioso encubrimiento de sus intenciones, sino a la peculiar capacidad de ciertos textos para expresar simultáneamente y sin contradicciones un conjunto de ideas o sentimientos que han coincidido dentro de una experiencia particular.

Nadie se atreve a decirlo en voz muy alta, pero aún así se dejan oír las voces de quienes -estando muchas veces al frente de instituciones de la mayor responsabilidad o prestigio- juzgan con menosprecio la enseñanza de la literatura. ¿Qué valor, salvo el del más trivial esparcimiento, puede tener la literatura en la vida moderna? ¿De qué utilidad pueden ser unos estudios académicos que, cuando mucho, sirven para que sus egresados continúen enseñando a leer a los que se presume que ya saben hacerlo? Quienes así piensan, ocultan parte de su pensamiento. Unos porque, ante las verdades de la ciencia, al parecer incuestionables, creen tiempo perdido todo lo que se aparte del inmediato modelo tecnológico y utilitario de nuestra sociedad actual; otros más avisados, porque saben, sin confesarlo, que las obras literarias -me refiero, claro está, sólo a las producidas en la férrea luz de la conciencia- no pueden humillarse ni a la coima ni a la complacencia; de ahí que hayan sido vistas por los magnates de todos los tiempos como instrumentos de un ejercicio crítico de inagotable eficacia.

Todos conocemos los medios utilizados para neutralizar ese poder crítico de la literatura; el primero de ellos consiste en evitar que la competencia intelectual de los lectores pueda ir más allá de las interpretaciones mostrencas. En la medida en que los textos que circulan en la sociedad se hagan eco de las ideologías oficiales y de sus expresiones triviales, el estado -no importa que la autocracia se revista con los colores democráticos- no tendrá motivos de preocupación; todos nos avenderemos con la verdad única del texto canónico, una y otra vez reiterado para ofrecer mayor garantía de su certidumbre.

Pero la literatura no sólo puede tener esta función crítica de la sociedad, es también un vivo objeto de conocimiento y disfrute. La representación artística de lo real, esto es, su imagen captada y ordenada por medio de las palabras, proporciona al lector una visión del mundo liberada de las pasadas ataduras de lo contingente y es, por eso mismo, más perspicaz y esencial. Ya lo pregonaba el viejo Horacio, la obligación del arte es la de enseñar deleitando. El conocimiento puro de la ciencia engendra, sin duda, un deleite intelectual; pero el conocimiento artístico es capaz de proporcionar un doble deleite simultáneo: el del entendimiento y el de la imaginación, el de la comprensión intelectual junto al de la conmovida vivencia imaginaria.

Para preservar y disfrutar los testimonios de los poetas, oradores, filósofos e historiadores de la Antigüedad, los maestros renancentistas crearon los «studia humanitis», esto es, los estudios de todo cuanto habían producido los escritores de Grecia y Roma. Querían, precisamente, conservar los preciosos testimonios del pensamiento y el sentimiento humanos y perpetuar sus lecciones. La reconquista de esos veneros de cultura antigua tenía por objeto, no sólo el logro de un tipo de comunicación humana capaz de trascender el tiempo y el espacio, sino -además- el proyecto de configurar una sociedad civil regida por el principio de la convivencia y la tolerancia.

Los estudios humanísticos y, dentro de ellos, los estudios literarios, no han cesado desde su alborada en el siglo XV; han sufrido -como todas las disciplinas científicas- sus altos y bajos, pero hoy parecen más cerca de tocar su fin. El ideal de los humanistas de construir una sociedad dentro de la cual cada hombre pudiera realizarse plenamente, a la vez como individuo y como parte armónica de la comunidad, tuvo desde el principio sus secretos enemigos. ¿Quiénes son sus enemigos de hoy? Aquellos cuyo globalizado poder económico y político quiere -a nombre de una democracia domesticada por los medios masivos de persuasión- hacernos a todos iguales en la inconciencia, en la abulia y en los disfrutes mercenarios. El oculto proyecto de los magnates de hoy es el de reducir a los individuos humanos a la condición mental de apaciguados clones, incapaces de pensamiento y despojados de iniciativa.

En manos de las universidades públicas está el destino de los estudios humanísticos, de su continuidad y fortalecimiento, de la preservación del ideal humano de libertad y convivencia, de pensamiento y reflexión; en suma, a las universidades públicas -las únicas realmente vinculadas al mejor destino de la nación- corresponde la tarea de forjar a los individuos capaces de poner su entendimiento y sabiduría al servicio del bien común. Y así lo ha comprendido y practicado la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, cada vez más empeñada en el progreso de los estudios humanísticos. Hace años, tuve el privilegio de impartir cátedra en la Maestría en Ciencias del Lenguaje; más recientemente, dentro de los proyectos académicos auspiciados por la Facultad de Filosofía y Letras, he colaborado en el diseño de los planes de estudio de la Maestría en Literatura Mexicana, de la cual soy actualmente profesor. He procurado siempre rendir mi mejor esfuerzo en esta inacabada tarea de aprender a leer y escribir; mis compañeros y alumnos quisieron recompensar con creces esta sostenida vocación con uno de los máximos reconocimientos universitarios: el doctorado honoris causa. A ellos, que lo propusieron; a las autoridades académicas que los apoyaron y al Consejo Universitario que me consideró digno de recibirlo, la más conmovida gratitud de un trabajador de la palabra.





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