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La poda del jardín1

[Selección]

José Triana



Para Chantal.


Sí, es inútil tu esperanza porque tan sólo verlo aterra.
Nadie hay tan audaz que se atreva a confrontarlo.
Y ¿quién puede resistirle o enfrentarse en su cara?
¿Quién abrió las puertas de su boca?
¡Reina el terror entre sus dientes!
Salen antorchas de sus fauces,
chispas de fuego saltan fuera.
Su aliento encendería carbones,
pues llamas salen de su boca.
En su cuello se concentra la fuerza
y ante él cunde el terror.
Su corazón es duro como piedra,
duro como piedra de molino.
Para él el hierro es paja,
y el bronce madera carcomida.
Como una olla hace borbotear el abismo
dejando tras de sí una estela esplendorosa.
No tiene en la tierra semejante,
para desconocer el miedo ha sido hecho.
Los más fuertes le temen.
Es el rey de las bestias feroces.


Del Libro de Job (Viejo Testamento), versión libre de la apóstata.                



Hordas desesperadas, pájaros,
picos deshechos, gritos de los desesperados.
¿Qué dices? No esperas morir y te señalan.


Hermana, Magaly Alabau.                







ArribaAbajoSin cesar


- I -

-Desde muy niña, les digo firmemente, supe que formaba parte de la barriada, que era como un punto negro difícil de aceptar, o una bijirita, pues cantaba sentada sobre un peñasco, quicui, quicui, puñeta, piña, mamey y zapote, y mamá decía «tiene fuego y azogue en la sangre».

En el inicio de la barranca que conducía al río, ella, Benita Paneque, los cabellos hecha pura greña, sucio el rostro, el vestido agujereado, las manos temblorosas y los pies descalzos, allí, entre las piedras y el polvo, como detenida en la encrucijada de un camino, fastidiada piensa en lo consecuente de sus pensamientos y en las absurdidades de la gente que la rodea.

-¡Que dejen de joder, Virgen Santísima! -se dice con dejo cavernoso, queriendo espantar a las malas influencias, y a los negros trepa trepando en la mata de ateje, y continúa farfulleando para su coleto, que si las cosas fueran tan fáciles, el que más y el que menos podría sentarse a la diestra del Señor Padre, y todos tan contentos, pero tiene la idea bien precisa de que, si no es por esto o por lo otro, en este puñetero pueblo, ajila, que te ajila, el más pintado tiene un hueco en la mollera, porque a estas horas venirle a proponer que su hija no debía estar con su madre sino con su padre, vaya, le zumba el mango, y que sabiendo de buena tinta, quién era quién, se atreviesen de sopetón a endilgarle la historia de lo que es bueno y de lo que es malo. En fin de cuenta, ella, diga lo que se diga, había cumplido con sus deberes de madre, la niña había ido a la escuela, y sabía un ceremil de bondades, tejer, bordar, escribir carta con una letra preciosa y clara -que el mismo cura en persona elogiaba, ¡y lo que dominaba el gran zorro de latines!-, que nadie podía señalarla con un dedo, que educadita a más no poder, que a veces se lo reprochaba: «Hija, no pierdas de vista que tú eres la hija privilegiada, y no es falta de humildad, de Benita Panenque, la nieta de un famoso hacendado de las tierras del Cauto, tu abuela Catalina tiene una prendas de una princesa alemana y de la familia Terry y somos dueños de La Barranca y de todas esas tierras incluyendo el río Manegua, y tu tía Oneida, la querida de un Senador desde que la República es República..., alcurnia existe, nena, tú puedes hacer lo que suene en el cocorioco, y allá abajo también, hasta limpiarte el culo con la servilleta de la señorona más respingada..., y más encopetada, y más, cómo decir..., ¡y si no le gusta, que chifle!... Y a dónde me ubico, Dios, a dónde, y con quien estoy hablando o alguien me esta diciendo esas cosas que no entiendo. ¿Será posible que me rodeen tramposas musarañas o una infinidad de caracoles salvajes del mar?».

Y aquí se detenía. Una sonrisita maliciosa de alguien que ha cometido una impertinencia se le dibujaba en la comisura de los labios. No era el león o la leona tan feroz, para pintarla de ese modo. Ella legislaba las roscas. Pero a ratos no se podía controlar, le acuciaba un torrente de rabia, o algo similar. Que su hija, la hija de sus entrañas, la hija por la que había luchado y peleado hasta con los espíritus rumberos, ahora no podía, y lo que hace la cosa peor, qué caretú, carijo, afirmar que la madre desapareciera y que el padre por su cara linda asumiera el trabajo realizado, así, lanzado, a lo que Dios mande, con su ovillada malevolencia y su veneno, que había mucho, y muy enrevesado, en esa frase.

Cierto es que sintió una especie de alivio cuando, mirándola de pies a cabeza, con un desprecio infinito, a la susodicha persona que, a estas santas horas, no recordaba quien pudiera haber sido, aunque estaba segura que había empalidecido y replegado igualita a las larvas o a las sabandijas, justo en el instante en que ella se despachaba a tutiplén con aquella sarta de improperios y de soeces alocuciones, como precipitándose, desesperada, a lo largo de una guardarraya o hacia el fondo de un bajareque. Sí, qué pituita, Dios, que me deshuevan, si se sigue con este desmadre. No, hay que atajarlas, pronto y corriendo... ¡Quitarme la hija! ¡No, mil veces la puta de su madre!, porque era el abogado, si el abogado, que a ella no se le despintaba, con sus mañas y sus resortes de muñeco de feria, quien se alargaba en palabrería de a tres por quilo, intentando separarla con buenas palabras, como afirmaban las señoronas de la barriada, incluyendo a su madre, a su abuela Catalina y a su tía. ¿Existen las buenas palabras al cometer semejante infamia de desposeer a la madre de su hija, de la única hija que manicheaba? Porque bien mal actuaron ellas. Descuajeringándola, vilipendiándola, achujándole los perros, haciéndole la existencia una mierda. En ese puñetero acoso «de Benita, niña», detrás de mí, zumba para aquí, zumba para allá, no puedes, no puedes, y yo empecinada, «que sí, que sí..., que me da la gana...», en fin, desgraciadamente por los desarreglos de la naturaleza, no por mí, pues estaba dispuesta a llenar un batey de vejigos, pero una cosa piensa el borracho y otra el bodeguero, y vea usted, la naturaleza a ratos es pródiga y a ratos es artera y sombría.

Aunque pensándolo, como es propio y correcto, su reacción le lucía demasiado precipitada. Así había actuado invariablemente. Apropiado fuera que ella se vistiera de paciencia y solemnidad, que no se dejara arrastrar por el golpe de las palabras de los otros, que los mirara con una expresión dulce, muy dulce, a punto de caramelo, y con una vocecita suave, de gatica de María Ramos, dijera lo que tiene que decir, sencilla y llanamente, sin ningún aspaviento, sin ningún tropelaje, sin ningún exabrupto. Sentada a sus anchas en su viejo sillón de una pata renqueante, sentada, pareja a una diosa en su trípode, formidable lección les daría....

-Señoras y señores, perdonen, ¿me excusan?, hoy por la mañana tuve un salto en la barriga, posiblemente presintiendo la llegada horrible de ustedes, que me vienen con historias incomprensibles..., -pondría la boquita como un culito de gallina-, para una mujer como yo, sin escuela, o con, digamos, con escasa, como le suena el tolete, requete engrasado para poderlo meter mejor, eso me sabe a mierda, a perfume de extravío, a una boca sin dientes, como la mía, en ese desacertado tropelaje de quitarme la hija, pero como ustedes son tan educados y tan finos, y tan refinos, que únicamente ven la paja en el ojo ajeno ignorando que tienen el tejado de vidrio. -Y mirarlos, con los ojos derretidos de miel o caramelo o de penetela borracha, mirarlos sostenido, sin que el odio se escape ni la mala voluntad, y como no vivo de prestado ni de mantenida, sino levantando la mano en la calle, en el parquecito de San Juan, cuando cae uno, «por favor, ayude a esta desvalida, a esta mujer sin destino», «un pedacito de pan por la misericordia del santísimo Jesucristo que está en los cielos», y por ahí desgranan unos miserables quilos y me voy a la bodega de Martino, y pido un panqueque y un refresco y tengo resuelto el día. Sí, hijo, sí, Benita La Loca, Benita la desastrada, la que perdió la chaveta, registrando un latón de basura, y asimismo de berraca en un tin marín de dos pingués me levanto la saya y a tomar por el trasero, hijos de puta, que tengo fuego en la sangre, y azogue, coño, azogue, endiablados y peregrinos, fuerzas del mal absoluto, queriéndome quitar a mi hija, la retina de mi retina, el meollo de mi meollo, mi golondrina, mi espejo tenaz y me quedaría tranquilita, tranquilita -la voz cambia, se hace una cascada de voces con inflexiones suaves, y el que la oye piensa que ella recorre aposentos sórdidos de un enorme caserón donde la ausencia habita y no encuentra a nadie-, y cogiendo mis matules, podía levitar, levitar, levitar, olvidarme para siempre de mi hija y de la madre de los tomates, pirar por la calle General García hasta Tienda Larga, de allí, frente a la tienda de los chinos y la Villa Jabón Candado, agarrar la calle Martí y me iba ligerita hasta José Antonio Saco y tomar el camino directo de la Estación de trenes, una señora, cabizbaja, muy modosita, espero a mi amante que viene de Jobabo, usted sabe es largo el andén, pero uno se las arregla, blanco sobre blanco, negro sobre negro, nunca blanco y negro juntos, nunca, eso es un fallo, un pecado de mucha contrición, de mucho rosario en mano, y poner una asistencia a los muertos, de rezar en penitencia las Ave María, santiguarse y el Cristo abocetado en tu corazón..., y él me toma del brazo, mi amante, un tantico aindiado él, la nariz chata y los labios gruesos y el colorcillo mate, usted comprende señora, una tiene sus debilidades, sus pasiones necesarias, pero me gustó desde el primer momento, he batallado lo indecible contra este enigma bastardo, con esta melancolía, si no lo veo estoy errando en la bruma, en grima, mordida por las espinas, lacerada, perdida... y él viene y hablamos en la sala, y yo voy a tocarlo, y me paraliza el miedo, sí, señora, me paraliza el olvido de tantas noches sin él, sin sus mentiras, sin sus trucos nefastos, pero es tan hermoso, señora, tan lumbre de montaña que vuela por los aires, un jardín ávido de lunas, créame o no me crea, sus imprevistos me duelen, quedan como moretones y desaparecen, y él entra, y traslumbra las pesadillas, y a mí que me dicen que tengo fuego y azogue en la sangre me estoy en un rinconcito tranquila...

Pero eso que debía tener presente a cada minuto de estar tranquila, lo olvidaba y no lo ponía en práctica. Echar a un lado los berrinches, asumir el día a día como venía, sin crearse problemas. «Si querían llevarse a la niña que se la lleven, que dicen que el padre es éste, yo les machaco que sí, que éste y es el otro, y el de más acá, que si era blanco o era negro o mulato, para la falta que hace, porque, nadie, sí, maromero, nadie, va a despalillar el intrilinguis, ¡ja, ja, ja!, como yo tampoco lo sé, porque los niños nacen, a ver de qué, dígame, que me vengan palabritas aprendidas, como se cose un vestido a puro hilvana que te hilvana, y qué, usted lo sabe, pues yo no, yo en Babia..., Santo, Santo, Santo, conocer el misterio, conocer lo que existe debajo de las piedras, conocer lo que existe allá arriba, Santo, Santo, qué necedad, qué sacrilegio, y después afirman que afirman los sabichosos que sí, que asaó, y el pirulí de la contienda, y Dios inclina que yo no sé..., y la vieja rechina como puerta de la casa del Diablo, que rechine, y aunque la vieja me diga, "oye, fulana", y yo le retruco, "fulana de qué, relambía, falta de humanidad y de discreción, cuanti una mujer se encuera delante de la gente, en un ballú, qué cuentos me van a hacer, es un cometa que se expande", y la vieja a gritar, "perdida, mal rayo te parta, de quién es, de quién", y yo plantada, como estaca contra el ciclón, en rotando la plazoleta, "dale, vieja calcomanía, que ya soy mayorcita, y hago lo que me sale de la pirinola", "pues ricoge los matules", y yo me remeneaba, "arre, vieja descarada, que Benita, la jodida Benita no dirá ni ji", y la verdad, sin más sombra que mi propia sombra, mi hija nació, porque sí, porque yo la quería, como uno quiera una rosa o una estrella... y cuántos, y lo digo sin que me duela el adentro de la sabrosura, cuántos fueron los padres de mi hija, ¡vaya usted a husmear!..., y los negros trepando en las matas de guásima, que yo digo, presunto el asunto, la boca que habla, que el santo me guarde..., ¡Dios!».

Y seguía sentada sobre un peñasco, en el inicio de la barranca que conducía al río, entre las piedras y el polvo, como si estuviera en la encrucijada de un camino, habla que te habla, habla que te habla, despotricando el furor, entera, sin cesar.




- II -

«Pero no, Benita», me dije, tranquilízate. Un poco de calma, un poco de lucidez. No todo fue tan negro. Recuerda que tú eras otra. Recuerda cuando niña y después. La hija predilecta. Recuerda el campo, inmenso como el cielo. La tropilla de caballos en los corralones olorosos a yerba recién cortada. Tu padre y tu madre en el portal. Tus hermanos jugando a la pelota o imitando a indios por la verde arboleda de mangales, naranjos, chirimoyos y plátanos manzanos. Recuerda los paseos en aquella vieja canoa por el riacho de un azul transparente. Los días de feria en la explanada del batey del central. Tú, vestida como una muñequita caprichosa, recitando en la veranda de las buganvillas, delante de las tías y abuelas y parientes y amigas. Tú, la única hembrita de una prole de doce hermanos. Tú, por la playa de Guarda La Barca, recogiendo conchillas y piedrecillas rosadas, mientras la madre y la abuela Catalina sofocadas se recostaban debajo de mata de uvas caletas a hacer un respiro. Y tú, ahora, te pones de pie de súbito, te sacude el camisón y miras hacia la lejanía, y la miras igual que desde la portilla de tu camarote el ancho y misterioso océano en tu viaje a las Islas Canarias.

En el recinto, a unos pasos de ella, su madre y su tía Oneida acomodan los camastros, estiran las sábanas y las delgadas mantas, golpean las almohadas de plumas, se lavan los dientes y parlotean. Sí, cuchichean de los incidentes durante la travesía, que si el capitán de barco luce un hermoso uniforme y los marineros se comportan como solícitos ángeles..., que no hacían daño a una mosca..., de la pulcritud del comedor y del servicio, de los bailoteos de unos gitanos y sus cantos y jipíos alucinantes. Y ella cerró los ojos y el aire fresco le bañó la cara. El mar y el cielo le parecían una sola cosa en la absoluta oscuridad y el miedo le llegó a través de un flechazo. ¿Por qué se había puesto a hablar con un desconocido a escondidas, por un pasillo desierto? ¿Por qué había accedido a visitar su camarote...? ¿Por qué...? El miedo se mezclaba al deseo, y una fuerza innombrable la empujaba a repetir ese encuentro... ¿Por qué?... Y oía, como entre sueños, a su tía Oneida: «Algunos errores, querida, son insostenibles. Guárdate de ellos. Una vez cometidos rodamos como piedras en el remolino. Lo digo por experiencia». ¿Qué quiso decirle? ¿Ahorrarle la desventura, anunciarle la posibilidad de un fracaso, confesarle de manera indirecta una experiencia de su juventud que la había traumatizado? ¿Acaso conocía Oneida los preámbulos de esta fortuita aventura? ¿Sabía quién era el gallo? ¿Cómo pudo intuirlo o averiguarlo? Porque ella misma, Benita, sólo lo había visto una vez, y le bastó para dejarse arrastrar por el embrujo de sus ojos, de su sonrisa, de su cuerpo que se movía como un cisne por el salón del bar. ¿Acaso su tía podía adivinar sus secretos pensamientos porque ella y una cerilla encendida...? ¿O ya tenía una forma definida, evidente, incuestionable, a los ojos de todos? ¿Acaso entre los relojes se dormía una cigüeña o llegando a Santa María descubrió, o antes, desembarcando en San Miguel de las Azores, que al contacto con el aire, de zumbido fuerte y amenaza, que el vientre podía crecerle porque sentía algo que se movía entre las tripas, y cómo fue este misterio, de dónde, por qué, cuándo?, y se le azuleaba el alma de la pena de ignorancia, de aturdida, ¿era posible entonces que los cabritos nazcan de tomar una resolana la cabrita o del parpadeo de una abeja entre los pistilos? ¿De azufre, de arena, de pesadumbre mezclada a algún mejunje de la abuela Catalina, a las goticas de ágave? «¿Qué vas a hacer, qué desvarío se te calca entre ceja y ceja, Benita?» ¡Estate quieta, malvada! ¡O te meto en el cuarto oscuro! Es como una vorágine que azota esta casa. Benita, hija, control. Esa barriga te ha puesto guayabitos en la azotea. No, por el momento, no dijo tamaña bobería. Ese fue después en el pueblo de regreso. Por entonces se concretaba a exponer ejemplos turbios, cosas que no le gustaban, que las niñas debían comportarse así y asao, y no debía jamás mentir, porque la verdad de fijo prevalece, y la mentira enloda el corazón y lo marchita, y ella no nadaba entre dos aguas, al contrario, ellas, la tía, la madre, la abuela Catalina, pericas de armas tomar, mentían como respiraban, ¡y hasta por los codos!..., y la llamaban facinerosa, y miles, miles, miles de tropelías, que si no se lavaba los sobacos, que si andaba sin zapatos, que los zapatos nuevos de charol los metió a propósito en el latón de la basura y como los rescataron, ella mismita fue y los tiró en el basurero de allá, de la barranca abajo, y se ponía a cantar, culo, sana, sana, culito de rana, si no sana a hoy, sanará mañana, a voz en cuello por todas la casa, en los patios y en la calle saltando, desaforada, ay, que me pica, que me pica, y le enseñaba las partes a los párvulos en la escuela, detestaba los blumercitos, se le metían en la rajita y la escoriaban, quería sentirse libre, y la madre y la tía Oneida no salían de su estupor, hija de perra, desvergonzada, parecían furias al ataque y ella corría y se escondía detrás de los sillones, las butacas o debajo de la cama, perra mal nacida, ¿cómo Dios pudo hacerme esto? Y los cintarrazos le marcaban el cuerpo de verdugones, degeneradas, maldita, y solo porque deseaba ser libre, libre, como ráfaga de viento, libre, libre, sin ataduras, libre, y eso parecía pecado mortal, del peor, Santo santo, Santo, y para chivar la pita, se escapaba, escondida descendía, entre los camiones que iban a buscar arena para las construcciones a la orilla del río, descendía, y ya en el caminito que fue descubriendo de a poquito, por el caminito rodeado de marabuzales y de matas de higuereta, se escondía, cuando veía que a trompicones venían, con los tipos detrás, armados de picos y de palas, se asomaba y les hacía monos, y tanto le habían dicho, desvergonzada, perra, hija de puta, puta, que ahora ella quería ser desvergonzada, perra, hija de puta y puta, sí, como dicen que se hace en el ballú, eso cuentan los primos de Zenaida, la barajera, y les silbaba y se meneaba, cuando se alejaban los tipos en los camiones, y se encaminaba ella hasta el río, cerca de donde picaban piedra entre las piedras, sacando la arena para enseguida apalearla, y encuera se bañaba, ella nada sabía, era el vacío, «niña, a tu casa, niña», ella nada sabía, era el vacío total, «no enseñes eso», «yo quiero ser puta», «vete a tu casa», y entonces todo se fue cubriendo de telones blancos, como huecos mordidos por las mariposas, todo se fue poniendo ventolera de ventolera, parecidos a jardines de esqueletos y pirámides rotas, y los relojes se disolvieron entre cachos de bruma, las mañanas era noches, y las noches, mediodías, ¿a dónde vamos a parar?, ¡hay que tener gandinga!, gritaban, se esmorecían escurridas por los parabanes, «niña, ¿qué haces?», «nada malo, mamá, quiero ser puta», y el aire se embadurnaba de amarillo y negro, y los piratas rodeaban la casa, los bordes de las aceras, los postes de la electricidad, la barranca y el río se anunciaba de nubes con biajacas podridas, «Benita, ven, te matan los caballos», «Tía Oneida, enciende el fogón que la luna me luce de espanto», «Zafa, mamita, zafa», «Te empecinas, Benita» y los caracoles se pegaban por todas partes, en los armarios, en los filos de las camas y en las columbinas del fondo donde se guardaba el aceite, las velas y los libreros, se volvían pasillos y pasillos y portales y recámaras cubiertas de gelatina, «yo no lo hice, me vinieron a buscar, me engañaron, abuela, trajeron mantecados y dulce de guayaba», «es imposible, no podemos dejarla sola, acaba con la quinta y con los mangos, qué dirá el vecindario, el doctor, Isolina, el doctor, Onelia, hoy mismo, sin posponer la entrevista», y el médico recetó pastillas y unos pomos de pociones y cantidades kilométricas de tilas, dictaminó los cambios naturales en una niña de doce años, a veces transformaciones esporádicas, a veces sorpresivas inclinaciones al suicidio, a veces se alargaban los síntomas curiosos de hipocondría y arrebatos, tal vez llevarla a una clínica especializada, y de buenas a primeras la paciente miró a la madre, miró a la abuela, a la tía Oneida y al doctor, y dijo: «Ellas, las tres mienten porque lo que ocurre es muy simple, yo quiero ser libre, ¿me entiende doctor?, ellas me encierran, ellas, las tres son mis enemigas, y no puedo verlas en pintura...», y era incierto, pero había que decirlo, y el doctor, con su barba blanca y su bata impecable de trabajo moviendo un instrumento del consultorio -nunca supo en que consistía y para qué servía- resumió con palabras sencillas la visita: «Las gentes creen que nunca cometen un error y observan el fallo en los otros y a ellos se le achaca cada fracaso sufrido. En lugar de husmear, merodear y profundizar en sus propios errores, hacen simplemente lo contrario». Y casi sin intercambiar saludos de despedida con el anciano médico de cabecera de la familia, las cuatro regresaron a la casa silenciosas, y volvieron a salir la madre, la tía y la abuela Catalina, mascullando peregrinas inconveniencias como si fueran a la casa de los misterios, pensó Benita, y al poco rato, cuando los bombillos de los postes eléctricos se encendieron, llegaron las tres con jabas que pusieron sobre la mesa de la saleta y le indicaron qué pastillas y qué pócimas, le indicaron obviamente a Benita lo que debía tomar a diario con una precisión militar. Benita acarició las cajas de las pastillas y los pequeños tubos de vidrio y pomos de pócimas y de ungüentos, ¡qué raro todo!, se dijo ella, y las cuatro quedaron tan tranquilas que la casa rezumaba el olor de los limoneros en flor y de los jazmines de noche, un embrujo, Dios mío, inesperado; y a penas se cruzaban entre ellas, ocupadas en labores y trasteos comunes y asimismo insólitos como lavar las cafeteras con agua de vinagre y matarratas o sacudir las almohadas y los edredones a las once de la mañana los viernes y los domingos, no a otras horas, no otros días, o despalillar unas remas de tabaco de la abuela Catalina -que fumaba a escondidas- o desgranar las mazorcas de maíz todavía tiernas a las seis de la tarde, digamos, en la oscurecida. Estos rituales se celebraban rítmicos, supuestamente alegres con un fondo de música popular, una guaracha, un son cantado por el trío Matamoros o un sonado guaguancó de duras chancletas de palo. Recibió la abuela Catalina un recado confidencial de su amigo el cura remilgado de la iglesia que no debía hablarse sino en murmullos; debían tomar la guagua de Guisa y largarse a ver a una parienta lejana de la abuela, Carmela de los Ángeles, que languidecía de ausencia, de añoranza, a los cien años, y se reducía y la flaquencia hacia estragos, y los cuatro quedaron asombradas del estado del inminente cadáver, la llevaban unos enfermeros en parihuelas hacia lo alto de una pequeña colina que se avistaba al fondo del hospital público: «Es necesario que se refresque dos veces al día, el único modo de que se alivie», expusieron dominados por la pretención de sabiduría y la vecina del cuarto reafirmaba igualita a un papagayo a los encargados de la institución. «¡Ay, mamacita, que no se muera, qué lástima!», lloraba Benita bañado el rostro como María Magdalena y se ahogaba en chillidos y sollozos, y la tía Oneida le acarició los hombros y elaborando una emisión de sonidos guturales quiso congraciarse con su sobrina empleando un tópico en estos casos: «Te entristeces, te angustias vanamente, el destino, niña, la sombra de lo irremediable». «¿Qué pretende este saco de papas? ¿Consolarme? ¡Qué equivocada estás, muñeca!», se dijo para su coleto y salió afuera, bordeando una plácida laguna radiante y tenebrosa y las gentes del hospital gritaban «Benita, muchacha, estás loca», y caminó ella por la orilla hasta que se hundió en las aguas. Sería la madrugada, de una semana cualquiera cuando la abuela la abordó en la cama: «Nos vamos a las Islas Canarias a ver a la familia. Componte, bonita». ¿Y dónde estaba ella? ¿Dónde? El cuarto estrecho, incómodo, se batuqueaba y de un brinco se asomó por un ojo de cristal, y vio unos líquidos mantos, intrépidos de azules, golpeando el ojo de cristal y más arriba, y saltó de la camastro y le daba miedo las sacudidas de aquel engendro empapado de agua, y la madre suspiraba: «Vamos a nuestro destino, hija». ¿Qué dice mamá? ¿Destino? ¿Por qué otra vez destino? Yo quiero ser libre. ¡Libre! ¡Tengo fuego en las venas! Mamá, ¿qué quiere decir eso? Y así continuaba en un frenesí, en un bosque de hinojos, en el parquecito de San Juan, levantando las manos, «un pedacito de pan por la misericordia del santísimo Jesuscristro, mierda, puta, quiero ser puta, yo soy Benita Paneque, mi madre tiene prendas de una princesa y somos dueños de la Barranca y quieren quitarme a mi hija que se fue volando al cielo idéntica a su padre y a los negros que trepan una palma real».

No, no, tú, tranquila, Benita, sentada en tu trono, sentada en una piedra al inicio del barranco, sentada en la tolvanera de tus palabras que hacían y deshacían fragmentos de vida que fue tu vida y fue la vida de tantos otros, formando una cadeneta irregular o una pirámide de pedazos y pedazos, sueltos, a la deriva, capturando los retazos de los sueños involucrados a un destino que pronto se pulverizaba para reconstruirse de inmediato en una hermosa servidumbre de costelaciones. Debes calmarte, Benita, porque has ido ejerciendo la escritura que busca la libertad, a imagen y semejanza tuya, en aquellos impensados, orgullosos arrapiezos, que descendían el camino del río.

-¿Por qué te detienes y la miras? -voceaba, inquiría, mi amigo de siempre, Ben.

Yo me apuraba entonces y me acercaba a él sin decir esta boca es mía. Cumplido el descenso, oliendo el aire perfumado de las aguas y de los arbustos, pensaba que quizás algo parigual a ella se agitaba en mi pecho, fuego y azogue.






ArribaAbajoLampadario de otoño

Para William.


- I -

-¡Nada es mentira! -dijo o creí que decía la enfermera-. Uno vive aferrado a las cosas, a las más insignificantes, estimando que tiene el poder, que puede hacer y deshacer..., y un buen día, más tarde, más temprano...

Era como si estuviera en una nebulosa, o me colara de rondón en un hueco profundo o en una caverna alongada en la oscuridad, y cegado descubro que he salido inopinadamente a la luz. Pensé que la mujer hablaba a mi lado, conmigo, miré hacia los costados, miré hacia el frente, y la pared comenzó a moverse, la delantera, y yo me acercaba y me alejaba en un sorprendente balanceo. Sentí que descorrían las cortinas de un halón y las frases venían casi desde la lejanía enseñoreándose como muchachas coquetas asombrando el espejo.

-Debe bañarse, todo está preparado.

Los pasos se alargaban, presentí que bordeaban mi nebulosa. Un hombre, cuya cercanía me molestaba, expuso una larga y monótona teoría sobre que podía ser la verdad y dónde surgía la azarosa y oscura senda de la mentira. Supuse que hablaba solo, pues no escuchaba ni la respiración de un interlocutor. En el fondo, me regocijaba de que las primeras palabras del cuento aparecieran repentinamente, mientras el hombre se prolongaba en bostezos, entrecortados por una tos persistente, tal vez aguda de inveterado fumador. En el pasillo corrían las voces apresuradas, fugitivas, que escasamente entendía a derechas. Sonaron tres campanadas. Son las tres, me dije. ¿De la madrugada o de la tarde? ¿En que espacio estoy viviendo? ¿Es un hospital público o una clínica? El hombre hablaba ahora con la mujer y no los entendía. ¿Qué aspecto tenía ella? ¿Blanca, china o negra, gorda, flaca, un medio tiempo, una pimpante jovencita? ¿Vestía el traje habitual de una enfermera? ¿Y él? ¿Era el enfermo que compartía mi cuarto en un período anterior? ¿Bajito, barrigón y con las piernas arqueadas, un bigotico chaplinesco adornándole el labio superior y una barbilla entrecana el mentón? No podía ser, dado que sus respuestas poseían un ritmo de goma de bicicleta que se desinfla, si recuerdo bien, y ésta se prolongaba como la tirada de un actor que disfruta la bondad de un texto. Estaba convencido que habían envasado a otro en el cuarto y de una figura diferente, alto, delgado, con una voz de bajo intransigente y las uñas bellamente trabajadas por una manicurista, con un ropón verde que le bailaba en el cuerpo, unas chinelas de dibujos dorados mozárabes, y un enorme reloj de manilla de acero polimorfo. La enfermera atravesó el umbral y se quedó mirando al hombre.

-Usted me hace imposible la vida. El baño está preparado desde las dos, y el señor no se mueve.

-Tengo fríos los pies.

-¡Eso no es una excusa!

-¿No se puede esperar un poco?

-A las seis mi marido llega a casa, yo salgo a las cuatro y media y debo preparar la comida... Esta noche iremos al cine.

-¿Sabe qué película verá?

-Una de gangster.

Paulatinamente me alejaba, la sombra algodonosa me envolvía, me deslizaba por un laberinto de formas imprecisas, de cuerdas delicadas similares a las de un arpa mudo. Una placidez no buscada me invadía y una nimia silueta borrosa tomaba volumen, creciendo delante de mí, como una inesperada invasión, la figura de mi abuela. Dulce, paciente, en una esquina de la cama, sonreía, acariciando con la palma de la mano derecha las sábanas irradiantes de blancura.

-¡Levántate, querido! -dijo con un dejo especial, irreconocible-. El sacrificio es una larga cadena de imprevistos.

-Gracias, abuela. Lo sé. Hace mucho que no nos vemos. -Moví el pie en un gesto pueril.

Fatigado, tal vez aburrido, traté de mirarle la cara y desapareció del sitio donde estaba para situarse en la otra esquina cerca de la ventana disponiendo de una vasta visión panorámica del patio y del parqueo. Yo apenas capté ese juego de niña caprichosa, es más consideré que se había difuminado en el espacio, que ella poseía la facultad de ocupar diferentes ángulos en el mismo lugar y simultáneamente, cosa que ya había experimentado en varias ocasiones y que a mí, particularmente, no me impresionaba. O que me impresionaba como una fortuita corriente de aire o un chubasco. Muy pequeño la había visto y oído manifestarse y lo que a cualquiera otro podría provocarle desconcierto, miedo o terror, a mí me provocaba hilaridad y en gran suma un descontento visceral. Además, en este momento no me interesaba lo que dijera. Hacía sólo unas horas que había salido de la sala del quirófano y oírla con ese desenfado me parecía que exageraba, que se había pasado de rosca. ¿Ella era quién? ¿Qué papel se atribuía? Impertinente quise mostrarle mi descontento buscaba sofisticados términos y no me llegaban. De golpe, eché mano a uno que alimenta el corazón de los creyentes del sufismo.

-Vete, abuela. Mi camino es otro, voy en busca de los siete castillos con cercos y muros alrededor. ¡Adiós!

Sobresaltado regresé al cuarto. En mi nebulosa advertí que la enfermera le ponía el termómetro en los sobacos a mi vecino a quien apenas podía distinguir con claridad desde mi cama.

-Si me hago la boba me levantan al marido. ¡Hay cada perla en la calle!

-¡No es tan fiero el león como lo pintan! -soltó en tono de chanza el enfermo.

-¡Dice usted! -exclamó indignada.

-Tengo los pies fríos -volvió a repetir mi vecino.

-¡Mierda!

Hubo un lapso que no significaba nada, me di vuelta hacia la ventana y vi un panel dorado que se bifurcaba hacia la izquierda y se transformaba en gajos gruesos de álamos. Ofelina dijo:

-¡No trastees en el calado! ¡Las culebras buscan el calor humano!

¿Quién es Ofelina? ¿De dónde salía? ¿Por qué venía a mi encuentro? ¿Acaso de mi niñez, del caserón de mi abuela? Algo me dolía y rebuznaba qué. ¿Dónde concretamente estaba? Había perdido el punto de referencia y andaba desperdigado. Quise anular todo pensamiento y recrearme en ese algodonoso paisaje que entreveía a un costado, que circulaba como un meteoro inesperado en el cielo. Abuela entonces comenzó a hablar de los muertos y yo no quería oírla porque me parecía que se preveía una tronada y después lo ocuparía todo el diluvio ineluctable. Fue así que apareció la casona en su esplendorosa belleza, quizás iluminada por un cerco de luna, mientras alguien llegó a la habitación y en puntillas, a fin de no despertarme, descorrió la cortina y quedamos en penumbra.

-¿Enciendo?

-No, no déjalo tal cual.

-Probablemente se ha quedado dormido.

-Ahorita daba vueltas intranquilo, y hablaba, y no entendía -explicó mi vecino.

-El efecto de la morfina, seguro.

Oía las voces como a través de una pared de cristales opacos y traté de decir algo y me volvía a perder en el laberinto, solitario y vacío. Aumentó el sonido de las voces que me resultaban irreconocibles y probablemente hice un gesto pues las personas que habían en el cuarto emitieron un «bajito, señores, bajito, lo acaban de operar», y quedó un suave murmullo sincopado. Rondaban algunas visitas. A mi lado Estela me acariciaba las manos entumecidas. Hacía mucho calor y la enfermera dijo que no era preciso abrir las ventanas, con el ventilador bastaba, el antiguo ventilador de madera colgado del techo. «Peor será la resolana», masculló.

-¡Uf!, dijo la hija de Eduardo y abrió su sombrilla.

-Considero una estupidez perderse en vano viendo películas de gangster. Es un absurdo. Lo mismo le digo a usted -el enfermo señalaba a un tipo desconocido, vestido con la severidad de un ministro protestante, que entre sus manos grandotas ligaba habilidoso las misteriosas cartas de la barajas-. Los precios del azúcar están por el suelo y usted alardea de que estamos boyantes, los príncipes de Abisinia... El jauja. ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! -se acaloraba y gesticulaba exageradamente.

La enfermera le salió al paso:

-Estamos aquí para discutir no para insultarnos. ¡Si no está de acuerdo, cierre el pico!

La hija de Eduardo reía a mandíbula batiente como tonta de capirote.

-¡Sáquenla de aquí con cajas destempladas! -gritó la enfermera-. ¡Esta no es la pista de un circo!

Comencé a sentir el chorro de agua de la ducha. Es probable que esté lloviendo y yo me haga ilusiones. Aunque por lo que decía la enfermera podía asegurar que mi vecino se bañaba.

-Avíseme si se le cae el jabón. La toalla la tiene a mano. ¡Apúrese, hombre! Tal parece una eternidad.

La aspiración de escribir me desconcertaba. No pretendía levantar por los cuernos a unos personajes e imponerlos para que después se desvanecieran o rebuscar un tema que podría escapárseme de un minuto a otro. En mi cabeza se adentraban y salían apresurados, herméticos, volando. Me fallaban las fuerzas. El olor a formol, a antisépticos, me rozaba, me embrutecía y anublaba. ¡Cómo en este estado límite, en esta circunferencia, podía cogitar!

Cerrado el grifo, salió del baño.

-¡Cuidado! -gritó indignada la enfermera-. El agua se esparce. ¡Va a mojarlo, Imagen Sagrada!

Tenía que estar muy próxima a mi cama ya que la oía igual que una turbamulta desaforada en la plaza. Mi vecino, imagino, se secaba con cierta precipitación a la vez que la enfermera se internaba en el baño, lo limpiaba, secaba y arreglaba para el uso siguiente. Yo, en sigilo, me levanté y sin ponerme las chinelas salí al pasillo. Unas enfermeras conversaban animadamente de incidentes ocurridos esta mañana; el encontronazo entre un exigente paciente de las neuralgias y el enfermero de relevo, la llegada inesperada de dos enfermos que debían esperar a que se desocuparan las camas y las habitaciones, la demora de la salida de una histérica impenitente que reclamaba mayor atención... Historias banales repetidas hasta la saciedad que ocupan algunos momentos libres de caer en el ostracismo. Nadie me había percibido. Es natural. Lo contado sucedió días atrás antes de la operación y pongo datos que pertenecen a tiempos diferentes, lugares diferentes y personas imaginadas. O tal vez me equivoco, en aquellos mismos segundos acontecía esa escena descrita con personas concretas y una situación bien específica y yo no formaba parte del cuadro, de espía arbitrario y ocasional, sino que permanecía atrapado por los complicados y enredados tubos de drenaje, los vendajes, los simples esparadrapos y el gota a gota instalado en las venas destilando unas violentas dosis de calmantes, creyendo que entreveía imágenes que transcribiría en el cuento, o adormecido, más bien muerto de fatiga con la respiración angustiosa y vacilante.

La enfermera cantaba ayudando a vestir a mi compañero de cuarto y éste refunfuñaba que los batilongos verdes lo tenían hasta la coronilla, que no veía cuando podría salir.

-¡Ya comprendo! -dijo la enfermera-. Urde una venganza conmigo. Sabe que tengo que estar en casa al menos a la cinco, y usted se encalaberna en joderme el pasodoble de ir esta noche al cine...

El hombre se carcajeó, conciliatorio:

-¡En mi tierra...!

-¡En la mía también! -atajó la enfermera, riéndose y con un gran desplante exclamó-: ¡Degenerado!... Mi marido debe estar en camino de casa. Ir al cine es vestirse de fiesta. ¡Acuéstese, que pronto vendrá la comida!

-Una película de gangster -dijo con melancolía.

-¡Me encantan!...

-Tengo los pies fríos -se quejaba-. Tengo los pies fríos.

-¡Chirrín, chirrán, hasta mañana!

Y dio un portazo.

-Iba mirando los relojes que se agigantaban y achicaban al instante y decidí cruzar la calle y hacia la otra acera donde se hallaban situados varias hileras de dinosaurios saludables de goma roja y de clorofila -dijo la mujer imprevista quitándose y poniéndose la dentadura postiza con el abanico a sus pies; de inmediato comenzó a llorar-. Un helado, Dios mío, un helado..., ¿con este calor, verdad? A mí me asfixiaba ver que los relojes se devoraban a los dinosaurios y yo me convertía en una rumorosa gelatina... Mire usted qué tristeza cuando los gladiolos se espachurran y subo las escaleras y contemplo la inmensidad y pienso cuantos años se pierden en banalidades, ¿no?

El parloteo me agredía. Afanosamente buscaba el sueño y una rigidez me dominaba. Paños flotantes se sacudían violentamente restallando a veces en aquella armadura de hierro en el solar abandonado. Muros de ladrillos carcomidos por el agua y el viento e invencibles se perpetuaban, indiferentes a la maldad de los hombres y a los rugidos de la naturaleza. Yo los contemplaba detrás de las rejillas en un salón atiborrado de sombras y de voces.

-¿Cómo lo ve usted, doctor? -dijo agobiada Estela.

-No se preocupe.

-Se agita, carraspea, pienso que tiene convulsiones.

-Cálmese, salga, respire afuera. Le hace falta.

-La herida es enorme y sangra.

-Lo importante es que no hubo ningún accidente.

-Uno nunca esperó semejante cosa.

-Treinta y ocho centímetros. Cáncer del colon, señora.

-Está muy pálido.

-Acaba de salir de la mesa de operaciones -concluyó el doctor.

-Sí, ya sé.

El silencio se extendió conforme a una sábana agujereada.

-¿Cómo lo ve usted, doctor?




- II -

Consciente, mejor casi inconsciente, navegaba en un mar de trastos, de máscaras encontradas en un mercado en Cuernavaca, de relojes de tamaños desiguales, de estatuillas de mármol y yeso fraccionadas; vueltos al revés, naipes que marcaban las fluctuaciones de una vida errante. Me observaba yendo y viniendo durante una discusión gratuita, acalorada, fumando al otro lado del descascarado cenicero dorado, exponiendo conceptos de los cuales no tenía la menor noción ante un atónito interlocutor que repentinamente desaparecía detrás de unos cajones de cartón y de madera. Bebía una cerveza y me asqueaba casi al punto del vómito su aroma picante y nocturno. Me hacía falta plata y no sabía como abordar el tema y trajinarlo.

-Tú sabes de la misa la media, hermano. Me apenas, pero no importa. La vida hay que tomarla como es. Hoy al levantarme dije, tienes que aclararte las claves. ¿Cuáles?... Andamos al garete. Por ejemplo, ¿qué conoces tú de mí, dime? Si te contara, me la juego que te echarías a reír y no me creerías... Mi vida con Estela... -Miré el vaso de cerveza y lo aparté con un empujoncito-. ¡Tú te haces un mundo de fantasías! ¡Evidente! En el impromptu del sarao, te equivocas.

Persuadido estaba de que hablaba por hablar, que deambulaba sin alcanzar la meta. Como hoja que arrastra el viento sobre un cementerio de vidrio. Una oreja colgada en el muro blanco.

Me observé en el enorme espejo recostado al mostrador y el dibujo de una máscara me dio la certeza de un hecho. Envejecía; las rayitas de las arrugas y la papada se hacían bastante obvias y se acentuaba más mi malestar al reconocer que parloteaba, discutía y mentía por un interés determinado. Era impresionante que me enredara en vacilaciones y grotescas arbitrariedades por algo que desconocía. Trataba de convencer a alguien de la importancia que tiene hoy día la especulación bancaria. Y yo no sabía ni puñetas qué significaba una transacción, un cambio monetario, ¿cómo podía atreverme a endilgarle esta perorata?

-No te entiendo -grito el interlocutor-. Estoy meando.

Entonces supe por la voz que mi discurso se dirigía específicamente a Eduardo. Al regresar sonriendo, consideré que mis esfuerzos encaminados a un objetivo debía ponerles fin. No merecía la pena desgastarse, que nuestra amistad ofrecía como espaciadas ráfagas de complicidad, una cálida fortaleza, y eso me bastaba. ¿Por qué insertar elementos que no compaginan, que opacarían o entorpecerían nuestro mutuo, azaroso juego de afecciones?

Eduardo insistió en que continuáramos disfrutando de unas nuevas botellas de cerveza, llamó al camarero:

-Me encantaría que trabajáramos juntos. ¡Seríamos millonarios, te lo juro! -La frialdad de mi mirada lo contuvo.

-¿Millonarios, para qué?

-¡Me vino al buen tuntún!

-Cuando uno escribe lo hace por el placer de comunicarse con los amigos, no por el usufructo... ¡Si el dinero viene, bienvenido!

Eduardo se puso nervioso y se precipitaba al hablar:

-Un proyecto loco, casi te diría arbitrario. Estaríamos juntos y nos divertiríamos de lo lindo. Mi mujer a veces me planifica..., y me saca de quicio... ¿Qué piensas tú?

Loreta, su mujer, llegaría a medianoche de la vivienda que poseía su madre en un barrio bien alejado del centro de la ciudad; posiblemente traería a su hija y desde llegara a la entrada del ascensor, desde que abriera la puerta, él estaría esperándola, y lo sabía de antemano, comenzarían las discusiones, aún sin mirarse, con la niña en el medio y la muñeca de trapo zarandeándola como una especie de reflejo fortuito de la relación del padre y de la madre, porque la niña se sentía dividida, arañada, vituperada por esas riñas, que ella era incapaz de dilucidar, pero que percibía y se cobijaban en los profundo, y él y su mujer, imposible de arreglar ese tinglado bamboleante de dimes y diretes, de la madre, de la hermana, por ambas partes, por la suya también, pues nadie dejaba de participar en ese escurridizo canevá; de la madre pintarrajeada idéntica a una geisha o a una puta de mala muerte del barrio chino llevando sus clientes al cuartucho donde vivían, con el padre paralítico y apañador de tropelías, y ella, la madre, lanzaba a sus hijas en el mismo carrusel, en las paradas de los ómnibus, en los solares donde se traficaba algunos hombres hambrientos de sexo y unos cuantos billetes sacados del contrabando de mariguana y de cocaína en el bar Orlando en la Calzada de Infanta y a dos pasos del desemboque de la calle de la Universidad. Eduardo, a medida que contaba, se enrabietaba y perdía el control del lenguaje. El impulso del coraje jamás lo amedrentaba en la exposición de sus confidencias, fueran baladíes o contundentes. Consideraba que el prójimo servía para comunicar y permanecía ajeno a la contaminación expeditiva y malsana de los juegos entre los hombres. Para él la verdad constituía el fundamento de toda relación. No obstante me idealizaba e idealizaba mis contradicciones con mi mujer, juzgando que Estela representaba una esfera de creatividad, una fuente de fuerzas trascendentes, un bálsamo ilusorio. Mis correrías de juventud y sus siniestros meandros en busca de una satisfacción física los justificaba como actos de rebeldía de un niño de modesta familia que se debatía por la originalidad y la ambición de escribir poemas y publicarlos; los embellecía de tal manera que yo no me reconocía, maquinaba una trama de espejos yuxtapuestos, de razones y sinrazones ejemplares digna de una entidad celeste. Como los amantes ciegos, ignoraba o creía ignorar o quería de todas todas edulcorar la tumultuosa zona de franca perversidad de mi contactos sexuales. Si le relataba mis peripecias en un prostíbulo de hombres y de mujeres se enseriaba, orquestaba hermosas paráfrasis sobre textos literarios, confinándolos a ejecuciones divertidas «de los poetas licenciosos y decadentes de Roma», con los que me congraciaba, afirmaba él, viendo en ello la decadencia, mientras que yo lo negaba recordándole que constituía el meollo de la vitalidad, de la afirmación, tanto de Sade como de Proust. Nada lo convencía aún cuando por propia elección, después de una semana de juerga, de borracheras interminables, termináramos juntos en un camastro como dioses griegos.

En verdad a Eduardo le encantaba degradarse contando las miserias de su vida con Loreta y con los vecinos debido a la ininterrumpida promiscuidad creada y recreadas de gritos, miradas oblicuas, irritantes insultos soeces, y común desenfreno. Sin embargo apartarse de ellos sería crearse una catástrofe, la disculpa de la niña, su adorada Nenita, «su único regocijo», separarse de ella significaría el suicidio. Con frecuencia refería los choques y salpafuera sostenidos con los porteros por el descuido que mantenían en el edificio, las cagadas en las escaleras del gigantesco perro de caza que albergaban y la festinada distribución del correo. Esos choques y salpafuera muchas veces terminaban en un careo en la Estación de la Policía que los amenazaban, a ambas partes, de llevarlos a una instancia superior por constituir un atentado a la paz ciudadana. Ante cualquier provocación, sin embargo, jamás se detendría. Su impotencia lo impulsaba a la osadía, y Loreta adoraba esa manifestación suya que equivalía embarullado y anómalo un signo de hombría, es más, buscaba los resortes o pinchaba en algún lado del orgullo o del amor propio a fin de fomentar tales situaciones de cuando en cuando, sabiendo de antemano que tenía la total aquiescencia de su cónyuge.

Andaba yo no sé en qué vacío, agitándome en la cama, jadeando, quizás sollozando o farfullando, cuando Eduardo me dijo de pronto:

-Cálmate, muchacho. Recuerda los siete castillos con sus muros. Ahora debes traspasarlos.

Inopinadamente tracé un círculo. El crepúsculo avanzaba por la ventana en suaves movimientos de aire tibio. A Estela estaría negligente acariciándola de impudor y ternura en algún sitio, probablemente en algún salón de té o en la cafetería del hospital, charlando con sus amigas, cambiando impresiones sobre el cáncer, los síntomas del preámbulo, los proyectos que teníamos de una excursión a Hungría y a las cascadas del Iguazú, como asimilaba el hecho de la operación y las horas que debía dedicarme a pesar de su trabajo como directora en el instituto y finalmente la actitud de sus compañeros ante la noticia.

¿Es este el cuento que ideaba? ¿O él, el cuento, determinaba el camino a seguir por su cuenta y riesgo propios embarcándome en una piragua al garete? Fofo, un poco desarticulado, en el vaivén de ir hacia delante en la cama y luego hacia atrás, me empeñaba a toda costa rascar, hurgar, argüir entre las claves, allí, entre las sombras de mi conciencia y subconciencia, si podía aventurarme. El recinto lo anegaba el olor de la creolina y de otros fuertes desinfectantes, y yo me creía zarandeado por manos invisibles, manos poderosas, manos que se abrían y cerraban como bocas de embudos, como el dolor perdurable en el vientre. Luchaba por vencer la honda y terrible fatiga que me consumía. No podía moverme. Por momentos creo que temblaba y volvía a atravesar una líquida corriente de papeles y retratos y la imagen multiplicada hasta el infinito de Estela me reconfortaba, pero se difuminaba, para que pudiera entrar por el portalón del fondo a la cocina del caserón de mi abuela. Y me asaltó la duda de si así debía estructurarse el cuento, si debía aceptar que el cuento dictaminara su trayecto, si debía continuar en mi papel de transcriptor, si debía tomar otro camino taxativo, que fuera yo quien instrumentara, que no pareciera tan evidente la historia, que se bifurcara, que se dislocara, que los que aparecen no tuvieran visos de concreción, sino que se movieran en un plano en que lo inconcreto estableciera un abismo entre los espacios, del mismo modo que nos aturdimos ante una hoja abandonada, una página escrita a medias, desenfocada y arbitraria, tal el torso diseñado y garabateado luego buscando un espesor o un grosor inesperado a la mirada atenta, proclive. Podría presentar a la enfermera, a Estela, (o a mi abuela), con sus cabellos blancuzcos, grises amarillentos, de una cara arrugada que acentuara su perversidad y también su ligereza, los brazos y las manos sarmentosas sembradas de venas estallantes; su vestimenta que correspondiera al personaje de una tragedia griega en su apoteosis final, chaquetones, sayas y blusas de un material obsoleto de pigmentaciones ocres y negros con vetas doradas amalgamadas de suciedad o en otro caso, las vestiduras esmirriadas, harapientas, asumiendo una pobreza que no tiene, que simula igual que los enfermos de avaricia; en lugar de los zapatos blancos, corrientes de trabajo, que usaba, le endilgaría una burdas chinelas unos zapatos de baqueta que chirríen a cada paso como instrumentos faltos de grasa o de uso o ya tan desgatados que el aliento le falla. Lo mismo podría hacer con ese paciente fastidioso que habla, con Eduardo, con Loreta, y los otros personajes que se deslizan por los pasillos, se acercan a la puerta, comentan sus miserias, ríen de dientes para afuera, que no son personajes, sino fragmentaciones de posibles fragmentaciones, y con eso determinado, abocetarlos, descomponerlos y agitarlos bien, que solo quede esas sombras fugitivas que somos.

-¡Si quiere puede comer! -anunció la nueva enfermera de servicio ensayando una sonrisa amable.

-Igualito que siempre -refunfuñó.

-Esto no es un hotel.

-Me aburro, señora...

-Encienda el televisor.

Y yo dormía y presagiaba en las cartas de la baraja un vendaval.




- III -

La enfermera -¿la misma, otra u Orfelina que vino a verme desde tan lejos?- me tomó el pulso y luego la temperatura, comprobando que se mantenía estable. Pero mi capacidad visual era mínima y sólo reconocía sombras o resucitaba aquello que organizaba el desvarío.

-Buen síntoma.

Quise decir algo, darle las gracias y no pude articular un vocablo y casi afirmaría que me lo invento, que la fatiga me obnubilaba y mis pensamientos coincidían al manifestarse como mi capacidad visual, agregándose a ello que se fraccionaban, que si en algunos minutos podía elucubrar escenas claras y lógicas éstas se embarullaban, se amazacotaban para diluirse en un bosque de tinieblas. O partiendo de ese bosque de tinieblas recorría los hilos y las cuerdas crispadas de un territorio impreciso que me conducía a un rápido calidoscopio fugitivo de personas mentales. ¿Qué tiempo pasé en este juego de arbitrios? Creo que si la eternidad tiene un sentido, sería la eternidad.

Estela y yo penetramos en un salón que exhibía candelabros brillantes de plata, butacas, armarios pesados y antiguos, mesas de ebanistas del siglo de Luis XIV, reproducciones de libros del inicio de la imprenta, lunarios, dibujos pornográficos del Aretino francés, consolas, rústicos gramófonos y las cartas de la baraja que ya había visto en suspenso mientras dormitaba.

-Mira, mira... -me exhortó Estela-. Es hermoso.

-¿Qué? -busqué con la mirada y el objeto se me escapaba.

-¡Ahí! -señaló-. El lampadario...

De repente comencé a urdir un poema que nunca terminé:


Me fui adentrando en la casa de húmedos sonidos.
Imperturbable y vigoroso lucía.
Como un árbol o la estatua de un dios egipcio.
Mágico y sombrío también...

Un momento más y Estela se precipitaba cuando niña a tirarle nueces y platanitos pintones a los monos en el Parque Zoológico, veía una larga carrilera de fotos en las que yo la acompañaba con los ojos cerrados, probablemente a causa del resplandor del flash del aparato fotográfico, y parecía un sonámbulo delante de una taza de café, y Estela me sujetaba por los hombros, y ella y yo nos bañábamos desnudos, tostados por el sol, debajo de una risible palmera, en una playa desierta; los bailes de la lunada a media noche; las conversaciones con unos amigos de aquel entonces en una barca de velas rumbo a un lugar desconocido; regresaba a la niñez de Estela, a unas sayitas plisadas dispuestas sobre la cama para una tómbola y unos disfraces, a las envejecidas cartas amarradas con cintas rosadas; oía las trifulcas de la madre como María Brenes en una novela radial, los cálidos danzones, un repicar de tambores y bongó en los Jardines de la Tropical, y crecían los hibiscos y las glicinas como arcos de rojos y malvas.

A mi lado susurraban la nueva enfermera y otro nuevo paciente, ¿qué hora podía ser?, ¿hubo un traslado en esta habitación o estoy en otro sitio? ¿dónde, dónde, dónde, dónde?, si comenzara a escribir tengo la certidumbre de que crecería unos cuantos centímetros y la enfermera hablaría por teléfono, una llamada de larga distancia, con su hijo en Nueva Orleáns y se reiría de su cuñada que le replicaba y la insultaba, y mis dedos ufanos en el teclado se movían sin ningún control, desesperadamente me levantaría de la cama y echaría a correr por un solar descampado recibiendo los goterones de una lluvia intensa concibiendo que recibía piedras sobre mi cabeza y la lluvia persistente no cesaba; por eso tomé el hatillo y ascendí por la derecha la colina donde florecían los naranjos, el perfume embalsamaba el paisaje y me hubiera gustado levitar, pero Estela me estaba llamando, porque saltaba del retrato y me confiaba un secreto, ah, Estela, Estela, vivimos en el dulce regocijo de la lumbre y del espejo, ¿cuándo escribiré el cuento que se agita en las bambalinas de mi subconsciente?, Estela destacaba varios fragmentos de una historia descocida que no me convencía, ¿cuándo escribiré el cuento de marras?, e irrumpieron en el cuarto un hombre y una mujer cargando una enorme caguama y se sentaron como la abuela en la esquina de cama, portando cogullas negras, y al no verles la cara comencé a gritar y nadie me oía, y daba pequeños brincos y el enredo de tubos que me aprisionaba junto saltaba conmigo, y el enfermo llamó a la enfermera, y se asomó a mi cama, y yo los veía a través de los párpados cerrados, espantado de verme y sin ver a la mujer y al hombre, sentados, inmóviles, semejantes a los personajes de Caravaggio, trágicos y llenos de melancolía, y la enfermera vino arrastrando un saco de manzanas maduras, y espantó con una palmada a la caguama que se escurrió escaleras abajo dando aullidos. Lírico instante se produjo en que la enfermera dijo, «apártense, hace un calor»; entonces el hombre y la mujer abandonaron los capisayos y capuchas en un dos por tres, y se manifestaron Eduardo y Loreta, serenos, mágicos, estremecidos, y me vino a los dedos en el teclado de la Mac, o en fin a la cabeza, la quejumbre de Eduardo, que Loreta impecable reproducía, con gestos de muda de enana de teatro, de las entradas y salidas de la madre, del visiteo inoportuno de tipejos y mujerzuelas, sacados de ignoraba de qué orillas de la ciudad, a quienes consideraba un elemento perturbador que le impedían lleva una existencia si no perfecta, al menos pretendidamente armoniosa por momentos, y la enfermera dijo:

-Basta de quejas. Busca tu propia armonía en ti mismo. Busca lo que corresponde a tu cielo. Tu castillo, tus cercos, tus muros. Ni verdad ni mentira. Todo es uno.

No supe más. No podía saberlo, porque soñaba en mi nebulosa, o me sumergía en el ensueño de la pirámide del sol y de la luna, en una luz cálida de asombros, parodiando a un poeta repetía, los ojos tocan, las manos ven.

-¿Cómo lo ve usted, doctor? -murmuró Estela.

-No se inquiete.

-¿Usted cree?

-Bendito sea el hombre -dije.

2009






ArribaLa poda del jardín


- I -

Elena estuvo mirando la pecera vacía, luego se acercó a la ventana, descorrió la cortina floreada, de un gris sucio, y a través de los cristales contempló el jardín iluminado. «Hace calor», dijo y se estremeció, así, de repente. «Es una selva. Oh Dios, vivo en el interior de una jungla y no me había dado cuenta nunca. Supongo que así sucede. En una ceguera completa. Sin reconocer ni reconocerse». Advirtió los pasos lentos y apacibles de Águeda atravesando el puentecillo de madera. La oyó, no la vio. O la vio de soslayo como aspirando un perfume de inquietudes. Se apartó. «Hay que limpiar la pecera». Debía hacerlo pronto. No obstante se retiró hacia el fondo de la casa, hasta la cocina, y se sentó tranquila, como ajena del mundo, en su limbo. Allí la encontró Águeda que venía del mercado cargada de jabas y paquetes.

-Este vaho infernal te embobece y estoy echando la gota gorda -dijo poniendo las jaba en el suelo y los paquetes encima de la mesa-. A mis años no había visto ni sentido semejantes reverberaciones en la calle. ¡Un verdadero hervidero! ¡Ya vi a Norberto y me dijo que vendría con la fresca! Discutirá como siempre, a él le encanta el regateo.

Elena sonrió, ignorando por qué sonreía. Águeda repartía los pequeños paquetes de frijoles, de arroz, de condimentos en diferentes vasijas en la alacena. Vació las jabas y las colgó en un clavo detrás de la puerta. Hablaba, hablaba; y Elena no captaba nada, pues se adentraba en el jardín donde creía que crecían las madréporas y lo veía, desde la mesa, clarito, el jardín se convertía ahora en un estanque de cristales transparentes, y el verdor salvaje se azulaba. «No es fácil vivir en estos tiempos», se dijo y Águeda desapareció en el patio trasero gritando como un ruido de mazorcas tiernas tiradas al azar. Elena pensó que debía prepararse el almuerzo y estiró la mano cerca de la ahumada cafetera. «Santa Bárbara, qué piensa Águeda de la vida, cacarea llamando a las gallinas y yo estoy en ayunas». Agarró la cafetera y en una tacita cercana echó una ración del líquido negro. «Si viene Norberto a caer la tarde, antes debo hacer la siesta, bañarme y ponerme el vestido estampado de warandol de hilo que me trajo ayer la prima Luisa de La Habana. No es que le esté guiñando un ojo a ese muchacho, casado y padre de tres lindas chiquillas, no, son ya crecidos, y no son tres, sino un varón y una hembra, y tiempo hace que no los veo». Águeda pasó como un bólido con una paloma y la encerró en la jaula, después se echó a llorar y se arrodilló delante del estropeado animal, emitiendo un entrecortado rezo. Elena no podía dar crédito a lo que veía y oía.

-¿Qué pasó, mujer?

-Los vándalos del barrio con tirapiedras...

-¡Es horrible! ¿Los conoces?

-No los vi, sólo a esta criatura del Señor...

-¿Quiénes son?

-No sé, me trastoco...

Atribulada, Águeda se levantó para buscar mercurio cromo y vendas en el desván. La paloma se desplumaba, batiendo sus alitas sucias, húmedas. Elena, casi maquinal, sin tiempo, atravesó el pasillo, la saleta, la sala, abrió la puerta y lentamente se desplazo por la acera sin rumbo. «¿Cómo es posible que hubieran gentes tan desalmadas, Dios?». Y entre el bocinazo de los autos, los timbres de las bicicletas y las gentes que corrían, pasaban de prisa, chocaban una contra otros, advirtió que la calle se reducía, que iba pisoteando las hojas chamuscadas y secas de los álamos por el rigor del verano; que habiendo soñado esa noche, es decir la noche anterior, a la que ineluctable caería a finales de la tarde ardida, ella, Elena, no tenía preguntas ni respuestas sobre los crímenes urdido, día tras días, incansables, repetitivos, que al morir su madre y su padre, semanas después, se puso a indagar, antes no, sobre qué condición nos agitaba, qué fuerza recrudecía la tentación de matar, de eliminar al prójimo, de destruir las seres y las cosas amadas, de adentrarse en un túnel sin fondo en cuyas paredes se funden los espejos del alma, los espejos más ambiguos de escaleras siniestras, polvorientas, desvencijadas, los espejos inesperados donde no vemos ni el día ni la noche sino nuestra desesperada y loca imaginación. Elena va caminando, derechita, sin quejas, arbitraria y lenta. Ignora en este momento en qué estación del año vive, por qué avanza hacia el otoño, con su triste túnico del diario, y dobla por una esquina, y llega a la placita de las monjas ausente de banquillos y de fuente, áspero color de la blancura, y desciende por otra calle, dibuja, cree, una iglesia en ruinas y un parque de sauces llorones, y abre el portón, regresa al jardín, al portal, a la casa invariable. Si tuviera que explicar lo sucedido, jamás podría, jamás. Son muchos los años que han pasado del olvido. Busca a Águeda, y Águeda no está, ni la jaula ni la paloma aleteando. Se baña, se viste con el regalo de la prima Luisa, se peina, de una cajita saca un pincel de arrebol para la cara, se afirma el creyón pálido en los labios. Oye la voz de Águeda charlando alegremente con Norberto, en unos de los laterales del jardín. El precio se había discutido, y se proyectaban formas nuevas en el corte, en los canteros cubiertos por una vegetación feroz, indomable. Cuando Elena apareció poco tenía que decidirse. Norberto la saludó con la cortesía habitual y juntos fueron concretizando detalles sobre las begonias, sobre las glicinas, los jacintos y los helechos. Una rara inspiración se fue posesionando de Elena, atando recuerdos de aquel vergel creado antaño. Debían comprarse nuevos jarrones de barro cocido para las orejas de cordero, las campanillas de coral y las artemisas. Dijo entonces Águeda que había soñado con largas columnas sucesivas, casi como cortinas, de diversas hortensias y arces japoneses que tanto habían amado los padres de Elena, y ésta reafirmó su deseo de plantar nuevos bulbos en los múltiples arriates y vigilar los diferentes planos de altura a fin de obtener una específica singularidad visual de colores y el césped prácticamente desaparecido. Subrayo la presencia de un hermoso enrejado que ha visto en la casa del herrero y que podría solucionar unas perspectivas extraordinarias.

Norberto sonreía mientras se explayaban los ecos cálidos y demenciales. «He venido a podar, no a sembrar», se decía. «Yo no soy como los otros, los que han venido antes, Elenita». Las dos supieron, las dos, Elenita y Águeda, sin que él pronunciara ni jota, que no se portaría por allí, que no vendría, aunque le dieran todo el oro del mundo, a realizar lo exigido de antemano.




- II -

A la mañana siguiente, un sábado de límpidas nubes, a eso de las once y pico, dijo a su mujer que no haría la poda del jardín, que prefería irse a ver a su compadre Manolo, a la huerta, a las afuera del pueblo donde había alquilado una media caballería de tierra para sembrar tomates, ajíes, lechugas, berenjenas y calabazas. «Vendré tarde, no me esperes», dijo. Si la mujer creyó o no creyó similares argumentos contaban poco. Él ensilló su yegua mora, se montó, cruzó el abierto portalón de madera, recorrió un trecho hasta la bodega de su primo Idelfonso, tomó un refresco cerveza y limón, apenas cruzó unas palabras con el dependiente, Idelfonso andaba en otros menesteres, posiblemente en casa de Marina, la puta de la zona, tomó el caballo por la riendas, marchó un buen rato, el sol le picaba la piel de los brazos, vio a Florinda, la esposa de Idelfonso, en la puerta de su casa, la saludó, se acercó, se quitó el sombrero de yarey, y desde la montura, echó una buena parrafada, sobre la caída inesperada del granizo, los terribles aguaceros que habían inundado el riachuelo, el velorio y el entierro de una parienta de Idelfonso en Guisa, del chubasquillo que azotó y se fue como vino; habló de sus hijos internos en una escuela de curas en Santiago, del precio del azúcar, y así, de pronto, descendió de la espantadiza yegua, se despidió dejando a Florinda con la palabra en los labios, caminó otro buen tramo, se decidió a retomar el trote del animal, cruzó por el puente de hierro, vio la raquítica línea del agua allá abajo, suspiró como si lo poseyese una enorme melancolía. Los campos estaban cubiertos por la sombra de una nube plomiza que anunciaba lluvia. Norberto se fue adentrando por un estrecho sendero. Los gorriones y otros pajarillos cantores silbaban, gorjeaban, cantaban y a su paso volaban en raudos giros hacia delante, hacia atrás como un acompañamiento inaudito de esos que llaman ángeles o arcángeles los curas de la iglesia. «La naturaleza», se dijo «es superior a esos cuentos o cantos de espejismos». El olor de la yerba y de los árboles era un verdadero placer sentirlo tan a fondo en el cuerpo. Todavía quedaba por el trillo la tierra húmeda del rocío o de la corta llovizna mañanera. Probablemente ahora Manolo chapeaba algunos surcos que la mala yerba dominaba, ahogando el crecimiento natural de las matas de yuca y de la malanga amarilla. Todavía la quedaba una media hora para llegar y lo sabía porque se aproximaba a las colinas altas y a esa cárcel de los bejucos, de la yagruma y del marabú insistente detrás del monte de los cedros. Algunas mariposas se posaban en las hojas y entre los tensos brazos de un ateje solitario y le caían imperceptibles gotas inesperadas, ignorando de dónde venían, y en un instante que no supo cuándo tuvo la sensación de que no quería seguir la ruta, que prefería tirarse debajo de una mata y disfrutar la cálida transparencia del mediodía. La yegua mora, a su albedrío, mordisqueaba las yerbas frescas y resoplaba a intervalos, y él observaba, debajo de los güiros, el revolteo de las mariposas cambiantes y fugaces, cerca o buscando la lejanía, a veces como parpadeos invisibles. En oleadas llegaban los cánticos de los pajarillos contrastando con el acordeón destemplado de las chicharras creando una rústica armonía. Dos modos diferentes y de una normal manera de expresarse. Lo mismo acontecía con las mariposas que le comunicaban una novísima energía casi irreconocible de inmediato. Adivinaba un lenguaje, un algo misterioso, inaccesible a su entendimiento que se relacionaba a un destello del conocer establecido entre los humanos. No eran necesarias las palabras o las palabras únicamente le servían para inducirle a vías que no se afinaban en lo dicho sino a esferas de impresiones seguras, que lo que expresado constituía un trampolín subyacente, oscuro, configurando las vacilantes, la dudosas intenciones de las criaturas. Por ejemplo lo sucedido ayer tardecita, en casa de Elenita y Águeda, la amabilidad y la dureza se entremezclaban, él sentía un abismo de proyecciones que no coincidían con lo que ellas exponían, detrás había otra certeza, figuraciones que bailaban delante de él, que figuraciones de un hermético sentido que, a la larga, entrevía como trampa. Él sería esclavo de sus deseos. La poda del jardín lo convertiría en un zombie, se vería mezclado, enmarañado, aturrullado por la disparidad de las contradicciones. «Usted sabe, Norberto, sería bueno que usted pensase que los helechos deberían ocupar un sitio especial para formar un remanso que los invitados que vengan a la casa se sientan a gusto, disfrutando los perfumes del paraíso». «No, no, verá usted, es muy fácil, se lo aseguro... Usted da un corte aquí, hace una zanja, verá como se crea el ambiente». «Naturalmente, la zanja debe taparla después, que no se vea». «Lo que yo le propongo no es nada del otro mundo, Norberto. Usted lo comprobará en la práctica». «Usted solo lo puede hacer». «Además, no quiero a nadie que no sea usted». «Ésta es su casa. Éste es su jardín». «Mire usted las buganvillas están deformes, habría que enderezarlas. Yo, apenas puedo moverlas. Si paso rente me cortan la cara y los brazos. Usted tendría que armar una estructura para sostenerlas y que luzcan en toda su preciosura». «No se encalaberne usted pensando y pensando... A mí la resistencia me falla, pero Águeda que es un roble le dará una manito, como dos y dos son cuatro». Al principio, quiso oírla, y después la dejó que hablara hasta por los codos, serio, afirmativo, despreocupado totalmente del discurso.

Recuerda perfectamente cómo lo agasajó Águeda a su llegada, el convenido vaso de agua fría de la tinaja y la tacita de café. Cómo parloteaba y le recordaba su infancia y su adolescencia, el nacimiento de sus hijos, cómo se preocupaba de darle una vuelta semana tras semana solícita y cariñosa. Sí, es cierto, se decía. Basta de tanto artificio. Vamos a grano, sostenía en su mirada y la mirada de la otra se escabullía, iba igualita que un lince, revisando la persiana de la cocina, enrollándola, casi acicalándola, con tal de huir de sus ojos, de buscar vericuetos imprevistos. Sin terminar el último buchito de café, ya lo invitaba a que mirara cómo el pobre jardín se perdía en una vegetación salvaje incontrolable, nefasta y extranjera.

Había puesta la tacita sobre el mantel de hule floreado y salieron por la puerta trasera a un zaguán oloroso a gardenias.

-¿Y usted qué quiere doña Águeda?

-¿Yo?

-Sí, usted.

-Usted dirá Elenita, es ella...

-Pero usted me está indicando.

-No, no soy yo.

-Es usted con quien hablo.

-Elenita le dirá...

-Y usted también -subrayó duro, preciso.

-Sí, también, es natural, vivimos juntas.

Él dio unos pasos hacia los yerbajos y tropezó con una pala enterrada en el suelo. Se inclinó para agarrarla.

-¡Ve usted! ¡Ahí está desde meses!, yo la creía perdida, y cómo Elenita no se ocupa de nada, soy yo la única, soy yo, yo... -balbuceó ella, él sonrió amable y distante. Al darle un halón a la pala saltó con ella la paloma muerta.

Pensó que el mediodía avanzaba entre relámpagos sordos. «El agua viene, inminente. Lo anuncia el soplo del aire diferente. Los pajarillos y las mariposas no dejaron rastro y él quiso suponer que en un improbable invisible seguían acompañándolo. Al retomar las bridas de la yegua decidió acercase finalmente al plantío de Manolo Ferrara. Es posible que viendo la cercanía del aguacero dejara la guataca y se guareciera debajo de caseta que habían construido juntos hacia varios años. Se desplazaba hacia un confuso enredijo de árboles derribados, algunos podridos y helechos gigantescos que cubrían a ratos la visión del paisaje delantero.

Adivinaba o la memoria reconstruía los frontones de unos aislados caseríos que fueron escenarios y testigos de sus desaforadas correrías infantiles y de púber, los esqueletos de lo naranjales arrasados por un reciente ciclón, la hiedra sobre los restos de un viejo tejar, las grandes piedras como guardianes de otra época entre los gigantescos, serenos tilos. Las casas se dibujaban, desde la colina que las avizoraba, blancas de lechada con techos de guano, aunque había algunas con ventanas pintadas de rosado y otras de azules, no todas, dándole al conjunto una gracia especial, casi divertida como si flotaran en un mar tembloroso de gotas de rocío.

Distinguió a Manolo con el pico y la pala al hombro amplio, sin camisa, enfilando hacia uno de los bohíos. Le dio un silbido y los repitió hasta cansarse. No hubo respuesta ni por asomo. Norberto tomó el terraplén de ceniza ardiente y negruzca. Aunque no quisiera pensar en las dos mujeres y la poda del jardín, como sombras huidizas, más bien, evanescentes; aparecían, se detenían un rato en un coloquio sin fin sobre lo que debía hacerse, lo que no se había hecho desde el principio por negligencia, por desconocimiento, por abulia. Que su padre, su madre y su marido eran muy inventivos. Pero desgraciadamente murieron en el descarrile de un tren. Eso dijo ella, Elenita. Y él los setenta pasados mascullaba que la vida se observa desde otro prisma, menos ligero, quizás más puntilloso y con deliberadas manías incontrolables, quizás poblado de exigencias a veces rayanas en la arbitrariedad o la locura. Pretendía desistir de la fijación tan intempestiva de aquellas escenas banales, de algún modo, estúpidas, que ocurrieron en fracciones de segundo y que ahora retomaban un espesor diabólico, de neto malestar. «No, no sucedió así. Estoy enfermo. Deformo las situaciones, las cachicambio, luego las trituro y engullo a mi manera. Lo que puede ser amable, sin percatarme de ello, les doy la vuelta, las reduzco a cenizas, a infamia. Mi cabeza trabaja en contra de mis intereses. Bien me lo dice mi mujer tienes que ver al doctor, eso no te va, Norberto. Pero yo me encasquillo, y no hay quien me saque de ese berrinche interior que me sospecho dan los índices de que en lentos giros voy entrando en la senilidad, en ese estado en que se conjugan las sombras del pasado con las del presente y se confrontan y vamos como arañando más sombras, como una velita que se aferra no a lo positivo sino a lo negativo, a lo que fustiga y fastidia, y termina en una laguna obscena de oprobios imaginados».

Al llegar al portal de tierra amenizado de flores diversas, con la puerta abierta vio a Manolo que hablaba con su mujer y entraba en el cuartucho destinado a la ducha. La mujer, Adelina, miró hacia la puerta abierta y reconoció a Norberto en el umbral, y con una amplia sonrisa y un gesto lo invitó a entrar.

-Aquí los perros no se comen a nadie, hombre -dijo.

Al abrazarla, Norberto tuvo miedo. Le pareció tan pequeña, tan escuálida, tan poquita cosa, en contraste con Manolo, alto, fuertote, de piel curtida por las resolanas de primavera, verano, otoño e invierno. Adelina le avisó a su marido la llegada del amigo y Manolo le respondió en un grito: «¡Invítalo a comer!». Sentado en el pórtico que da a una escalera que se comunica con el patio y el traspatio, Norberto sintió la frescura del aire de la tarde que avanzaba hacia el oscurecer. Desde allí el verdor de la arboleda el cacareo de las gallinas y los cantos de Manolo debajo de la ducha, lo oía perfectamente, le inspiraba una impulsiva alegría. Adelina daba a saltitos en la cocina y hablaba sola. Un ratico después le trajo una jarra con agua de coco fría.

-Eso es bueno para los riñones, dicen. Como a mí me encanta, la tengo a mano, en la nevera. ¿Y cómo están los muchachos?

-¿Qué muchachos?

-Norbertico y Katia.

-Un hombre y una mujer, Adelina, estudian en Santiago.

-Hace tanto que no los veo... ¿Y tu Felicia? Siempre dices que la vas a traer y nunca cumples con lo prometido.

-Es cierto. Muy cierto.

-Hace más de dos años...

-Anda a ratos matunga -repuso él-. Cuando no es de los oídos, es la artritis, tú sabes, ya vamos para viejos... ¿O es que no te das cuenta? Y le cuesta bastante componerse y echarse un túnico nuevo. ¡Con nuestros caprichos, Adelina, nuestros caprichos!

Mientras lanzaba su discurso la observaba. Los pómulos salientes, los bordes superiores de los labios plegados, como mínimos abanicos de arrugas, las grandes ojeras abultadas, los ojos tristes y apagados, y los brazos, y las manos... «Así también estoy yo y no me veo. El espejo seduce, crea una dislocación, traiciona. Nos conduce a una extravagante conformidad y somos sus esclavos y sus monigotes». Adelina sonreía y se esforzaba por elaborar un discurso que se volvía fragmentario dado a su encadenamiento a la comida que preparaba.

-Perdone usted, Norberto, pero el fogón me reclama -y lo abandonó casi en un vuelo.

Y él seguía rumiando, intentando esclarecer esas zonas que a veces había entrevisto de su manera de ser, que lo encenegaba, que lo trajinaba. Dando unos pasos por el pasillo, hacia la mesa donde Angelina revoloteaba igual que una frágil mariposa, poniendo el mantel, los platos, el bucarillo de flores silvestres, los candelabros con velas, las servilletas, los vasos y los cubiertos, hablando y sonriendo, sin que él la escuchara y ni la mirara, sólo unos rasgos, unas tachaduras disueltos de alguien ocupaba el espacio en huidizos y vanos fragmentos. ¿En verdad estaba en condiciones de hacerlo? ¿No forzaba la nota presuntuosamente? ¿No era más acertado que corriera el tiempo y si en algún instante podría destapar la caja de Pandora de aquello que vivía sumergido entre opacidades, neblinas infrecuentes y una especie de temor a la vida, lo haría sin premura, como si entra en una cueva y viera ostensiblemente lo que tenía que ver? ¿Por qué se empecinaba ahora? ¿Acaso esas dos mujeres, Elenita y Águeda, lo ponían frente a su propio, variable y feroz espejo?

La comida transcurrió dentro de una atmósfera de cálido regocijo. Manolo abrió varias botellas de cerveza, hablaron y discutieron de todo y de nada. La amenazante tormenta de la tarde se desvaneció frente a los aires precipitados que trajo el crepúsculo de telones violentos como un carrusel. Los recuerdos y ensoñaciones de la amistad fueron limando las asperezas internas, las contradicciones que se desnudaban mientras Idelfonso y Marina continuaban en sus deliquios amorosos, interrumpidos por los tragos, los discos de una guaracha encendida en aquella casucha donde los diablos daban las tres voces. Él lo visualizaba en la modorra nocturna trotando hacia su casa sobre la yegua mora. «Acaso lo que gane con la poda del jardín pueda sorprender y alegrar a mis hijos en Santiago en el colegio de curas», elucubró. No sería mala idea, no, y mi Felicia, mi pobre mujer, estaría de fiesta.




- III -

Ellas, Elenita y Águeda, no lo esperaban y sin embargo vino muy de mañanita el lunes con una carretilla, una guataca, un pico, y una caja de lata verde donde guardaba otros múltiples accesorios, tijeras robustas y sólidas de jardinero, que decía, le resultaban indispensables para el trabajo y que ella no poseían. Ellas lo invitaron a que tomara el café, y si quería podía desayunar. Él agradeció la gentileza, sólo aceptó el buchito tan necesario para iniciar la jornada. Sonriente, digamos, feliz, trabó a machetazos la tupida floresta de yerbas malas, de bejucos inútiles, de plantas raquíticas y enfermas. Más adelante descubrió tumbas de animalitos muertos, vasijas y botellas llenas de tierra, un muro, periódicos y residuos de vestidos como grimosos fantasmas de otros tiempos. Así va la vida; detrás de cada cosa rebulle el pasado y entrevemos lo que es el futuro. Lo pensó con una carga intensa de júbilo, de algo que aparecía, que constituía un islote divertido de esperanza.

Rayando las diez, Elenita le trajo una jarra de agua y café. Él se negó. «No quiero enfriar el cuerpo», arguyó, y siguió ahora picando y paleando los futuros canteros que traía en el cocorioco. Ya había borrado buena parte de ellos y deseaba presentarlos iguales a los dibujos o las fotos vistas en alguna revista del azar. Alineaba, chapeaba bajito, improvisaba a medias un posible césped que sería otro, pero que se contentaba con prefigurarlo o ensoñarlo a medias. Barrió y apiló con el tridente montones de hojas y ramas machucadas y trituradas. Sudaba y el calor de la mañana ascendía y lo golpeaba. Las imágenes de los hijos revolaban sobre su cabeza en un lugar supuestamente frío, de caverna, de claustro como el que había visitado con sus padres en día de la comunión de su hermanita, que en paz descanse. El sueño de visitar a los hijos se desvaneció en el transcurso de la noche en su viaje de regreso a la casa. No, sus hijos, él lo había deseado así, pertenecían a un mundo diferente. Estudiarían y abandonarían la tierra. No serían esclavos de estos chupa sangre (Los capataces, los administradores, la gente que dirige las grandes plantaciones y que con un dedo señalan quién es bueno en el laboreo y quién es malo, y se dejan llevar los chismes y rencillas de capataces, de administradores y de otros trabajadores llenos de envidia o con consignas peligrosas de cuantas horas de trabajo, y de las oficinas del otro lado del terraplén, las oficinas que diz de los sindicatos, estos más que más chupa tinta y chupa sangre sólo ven la paja en el ojo ajeno y hablan de reivindicaciones -y la tierra es la tierra, la tierra es tu amiga, una amiga, dura, amarga y bondadosa, que sabe de lunas y de soles y de aguas y de vientos, que se amolda como una mujer entre sueños-, esos cabrones, los que vienen de La Habana y no tiene ni puñetera idea de qué es el trabajo, ya sea en el corte de caña, verdadera trituradora de hombres, ya sea en la siembra y recogida del arroz, las limas, limones, el tabaco, las frutillas del ateje, los frutos de la inmensa arboleda de mangos, canisteles, anones, chirimoya, naranjos, los mameyes los zapotes, las guayabas mandarinas, aguacates, y luego las cosas más delicadas como el ají, el tomate, la lechuga, el chimbombó las berenjenas. No aquí, no. Sus hijos estarían en las leyes, en las discusiones de cómo gobernar el país antes que se vaya al desastre. Corpulentos y hermosos, no como él. No. Y su Felicia iría a verlos, con sus sobrinas y su tía Caruca. Su mujer se pondría el túnico muevo y la sombrilla que heredó de su abuela Doña Clementina. Y las miraría pasar en la guagua mientras discutía con Manolo en el plantío o tal vez estaría aquí, cortando, ahuecando, podando en este jardín que convertía en una imagen del paraíso, y Elenita y Águeda seguiría detrás de mí, a través de los cristales de la casa, como ahora, no ya vigilante y asombradas, e Idelfonso pasaría y me saludaría, muy misterioso él, con esa mujer misteriosa que llaman Marina, La Millonaria, que atravesó media Isla, de las Santas Quimbambas, y cayó de paracaídas a la entrada del pueblucho, y enseguida se empataron ella y el Idelfonso, y su mujer lo sabe y no quiere saberlo, y ella, Marina, ella va atrás, muy oronda con las ventanillas del fotingo cerradas y tapizadas de negro, va detrás, y nadie sabe que va detrás, o todo el mundo lo sabe y hace de tripas corazón, y Felicia, su mujer, mucho antes que la parentela, llegaría con merengues y mojón de negro para Elenita y la Águeda que es muy golosa, y todas se sentaban en sillas y bancos improvisados con los ladrillos que él tendría que utilizar para conformar el verdadero jardín, el que quiere Elenita, y Águeda, diciendo que ella no pinta nada en este enjuague, es la que más exige por una o por otra, y allí rodeadas las ve en la distribución del panqué de la parentela y los helados de chirimoya y guayaba de Elenita, y hace un calor de infierno, y no importa porque pronto se van a montar en el gáscar que las llevaría al centro, y después tomaría el ómnibus que las conduciría a Santiago, cargando maletas, las más jóvenes, porque Felicia no puede hacer esfuerzo por la articulaciones, consejo mayor del especialista, y él chapea que chapea, tirando jeroglíficos de bromas, a su ritmo, un ritmo que le ofrece la energía, de adentro, dicen, del Plexus Solar, y él ha calculado ya que la poda del jardín lo entretiene de veras, que sus elucubraciones anteriores, sus berrinches, sus exabruptos incontrolables, sus desconfianzas no podrá evitarlos nunca, porque es así, de forma, de carácter, de materia ardida de tierra que se vuelve polvo, y el aire levanta la candela, y ellas las dos mujeres las veía, arreglando, cambiando, tirando revistas y periódicos al suelo, llenando la pecera de agua, ya ocuparán su reino los pececitos de colores y las madréporas, sacudiendo las persianas, abrillantando los cristales de las ventanas, barnizando Águeda la mesa de centro, unas sillas y butacones y Elenita claveteando otras cortinas, más juveniles, decía ella, de un rojizo estampado, preparando los cojines que recubrirían las sillas tijeras de pino blanco, bordando en la máquina de coser un mantel de hilo rosado, amontonando los candelabros de terracota cerca de la biblioteca para cuando sea el momento de ponerlos en el jardín. Elenita percibía el emparrillado cubierto de azaleas y de buganvillas, los helechos y las hortensias se entrelazan por momentos en un curioso matrimonio impensable, mientras las arecas se regodean al otro extremo, y suspiraba Águeda sentada entre la hierba cortada.

-¿Cuánto tiempo hace, Norberto? -quiso constatar Elenita mirando los retoños de los claveles y las amapolas.

-No importa -dijo él, considerando que el tiempo no existía en estos casos.

-Será bonito verlo terminado, ¿verdad, Norberto?..., aunque usted no quería.

-¿Qué yo no quería? ¿Quién le dijo a usted semejante barrabasada? -rezongó él chapeando por aquel lado donde las espinas del marabú se mostraban reacias-. Es cierto que hay trabajo por hacer, mas va tomando cuerpo.

-Florinda anunció que hoy traería una garrafa de guarapo, frituras de malanga y un flan y nos daría una mano. ¿Es lindo, no? Uno respira paz, y... yo hice arroz con leche, como le gusta a Norberto -dijo Águeda cerrando una llave que goteaba.

-No, debo asegurarla, Águeda. ¡Ahora voy! -se precipitó Norberto tomando un alicate donde estaban tiradas sus herramientas.

-¡Qué regocijo! Como el paraíso... -se encantaba Águeda, las lágrimas se deslizaban por sus pómulos.

-¡Ya lo veo! -acentuó Elenita próxima ellos observando una mata de salvia salvaje-. El trabajo que ha hecho Norberto es de primera, revisar las cañerías y cambiarlas, arreglar las llaves del agua, una agradece con el alma. ¡Gracias, Norberto, es usted un sol!

Él apenas escuchaba reafirmando la tuerca.

-Es bonito, bonito, bonito -repetía en su encantamiento Águeda-. ¡Si los señores lo vieran, Virgen Santa!

-No menciones a los muertos, por favor.

-¡Son tus padres, Elenita! ¡Y es tu marido! ¡Y siguen aquí! -insistió fascinada, los ojos llenos de lágrimas-. Por primera vez desde el accidente, Dios mío. Compréndelo, Elenita. ¡Compréndelo! ¡No me canso de mirarlos, y los recuerdo, los recuerdo con alegría, mi querida Elenita! Ellos también nos acompañan.

-Es verdad, es bonito -dijo poco convencida.

-Sí, señora Elenita. Ella tiene razón. Es hermoso y asimismo alegre -sostuvo Norberto, abandonando su quehacer y limpiándose el sudor de la frente y el cuello con el sucio pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón-. Cuando se trabaja con libertad, no lo dude nunca, existe la alegría.

-Ay, qué extraño -susurró Águeda.







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