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- III -

Planteamiento de la cuestión

     Ya lo hemos dicho. La cuestión de Italia, como cuestión de actualidad, sería muy fácil: como cuestión concreta de sola la Italia, sería muy sencilla; como cuestión de una nacionalidad moderna, o de organización de un pueblo nuevo, sería muy clara. Sería la cuestión de sus derechos, y de sus agravios; de sus instituciones y de sus intereses: sería la cuestión de su constitución política, de su organización social, y de su jerarquía diplomática. Sería pura y determinadamente la cuestión de su independencia, de su unidad, de su libertad.

     Nada más sencillo que la resolución de estas tres cuestiones, ora se las planteara en la esfera del derecho; ora se ventilaran en el terreno de la fuerza, ora se decidieran seguir los intereses de la conveniencia y de la utilidad.

     �De dónde procede, pues, que soluciones que serían tan claras, si se tratara de otra nacionalidad cualquiera, se convierten en obscurísimos problemas, así que se pretende aplicarlos a la nación italiana?

     Hombres de recto juicio, de penetración filosófica, de alta inteligencia política y de desapasionada conciencia, cualquiera que sea el partido político en que militéis, y la creencia religiosa o filosófica que profeséis, responded.- �Por qué, interrogados de súbito sobre la unidad, la independencia y la libertad política de Italia, vuestro juicio vacila, vuestra inteligencia se turba, vuestra lógica se embaraza y vuestra conciencia se estremece, antes de dar la respuesta terminante y categórica, que vuestros labios y los míos tendrían pronta y expedita para otro pueblo cualquiera, para cualquiera otra región del globo? �De dónde provienen las dudas que os asaltan? �De dónde las dificultades y obstáculos que se os presentan en las cuestiones mismas?

     Algunos de vosotros podréis decirme: �Esas dificultades las ha creado la iniquidad de la fuerza, las tenebrosas intrigas de la diplomacia, puesta al servicio de la tiranía. Esa red de obstáculos se ha tendido en torno de fáciles principios y clarísimos derechos, enfrente de encontrados, vetustos, poderosísimos y arraigados intereses de potencias opresoras, de ambiciones ilegítimas, de instituciones hostiles, de partidos trastornadores o de soñadores visionarios.�

     Pero aun así, �por qué en Italia precisamente esos intereses? �Por qué allí solamente esa tenaz, prolongada y tiránica dominación? �Por qué hacia allí, más bien que hacia otra parte, dirigidas eternamente esas aspiraciones? �Por qué allí más grande la importancia de esos derechos? �Por qué precisamente allí el desenvolvimiento y predominio de esas instituciones? �Y por qué allí también esa secular y desgarradora anarquía; por qué allí, más que en parte alguna, el carácter inflamable, la electricidad expansiva de esas opiniones ardientes, de esos fanatismos revolucionarios?

     Vuestra respuesta no sirve sino para subir un poco más arriba el edificio de la cuestión y la altura de la dificultad. De cierto, si fuerais geólogos, yo no os preguntaría por qué la mayor parte de aquellas ciudades están empedradas de lava, por qué aquellas comarcas suministran el azufre a todo el comercio del mundo? Harto sé la causa; harto sabe el mundo por qué fueron sepultadas en cenizas Herculano y Pompeya. Os preguntaría empero, si lo sabíais, cómo hombres de ciencia y cómo oráculos de la enseñanza, �por qué entre tantas singularidades hay también en aquella tierra dos volcanes? Y si esto es una calamidad para la Italia, os pediría a algunos de vosotros que presentarais un proyecto o formularais un plebiscito para apagar el Etna y el Vesubio.



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- IV -

Causas de los obstáculos, su fecha, y si aún permanecen

     Y bien, geólogos de la política, y naturalistas de la historia!.... Yo os pregunto quién ha encendido allí esos Etnas y Vesubios de tiranías y depredaciones; quién ha soltado esas llamas y erupciones de desolación, de guerras y de humareda de conquistas; quién ha sofocado allí con cenizas ardientes de tiranías y dominaciones, la vida de la nacionalidad; quién ha encendido ésas, que vosotros podéis llamar solfataras de superstición, para abrasar con ellas las flores puras de la creencia y la viña fecunda de la fe; quién ha soltado por aquellos campos la lava incandescente de las pasiones anárquicas, y ha hecho menudos pedazos aquel fertilísimo suelo, con las sacudidas y terremotos de tantas revoluciones!....

     �Cómo han sido un obstáculo para su independencia la dominación del imperio austriaco, la dominación española y el protectorado francés?

     �Cómo ha pesado sobre la constitución autonómica de la Italia la intervención extranjera?

     �Cómo ha sido obstáculos a su unidad política la existencia del pontificado, y la multiplicidad anárquica de sus diferentes Estados?

     Estos singulares hechos y esos extraordinarios fenómenos, �quién los llevó allí? Esos tres conflictos �de dónde le han venido? El Imperio, la intervención extranjera, el Pontificado, la división de Estados y Repúblicas, �quién los ha llevado a Italia?

     No lo dudéis: tenemos que darnos la misma respuesta que nos hubieran dado los geólogos respecto de los volcanes. Ellos me hubieran dicho: son la ley y la condición de su constitución geográfica: son los fundamentos de su existencia geológica: son la Italia misma: son el resultado de la organización del globo, y determinan el puesto y la manera de ser de las condiciones que ella ocupa.

     �Y bien! El Imperio, la intervención extranjera, el Pontificado, la independencia municipal, feudal o republicana, no lo dudéis; la Italia los creó... La Italia los produjo al mundo. Fueron las condiciones de su vida; fueron las manifestaciones de su espíritu y de su existencia; fueron las bases de su poder; fueron las leyes y las evoluciones de su misma historia.

     Todos esos hechos, que hoy se nos presentan convertidos en conflictos, en calamidades, en desventuras, en iniquidades tiránicas, en usurpaciones sacrílegas o en supersticiones fanáticas, fueron un tiempo las creaciones de su genio, las excelencias de su grandeza, los privilegios de su superioridad, los títulos de su primacía en el mundo, los atributos y distintivos de aquella nobilísima raza. Fueron los resultados del destino que le ha cabido en el mundo; fueron los caracteres del papel que representó en el drama de la historia; fueron las preeminencias del altísimo y privilegiado puesto de asimilación, magisterio y sacerdocio en que la colocó la Providencia.

     La Italia fue la madre, la señora y la maestra de las naciones latinas.

     La Italia fundó, sostuvo, consagró y resucitó dos veces en el mundo al Imperio romano.

     La Italia recibió, creó, alimentó en su seno, y extendió por todo el orbe la adoración de su Pontificado.

     La Italia, desde su origen, desenvainó su espada contra todos los pueblos de la tierra, provocándolos a un desafío que algunas veces tuvo que ser la invasión. Desde que dijo delenda est Carthago, todo Aníbal pudo pasar los Alpes; y en una intervención no interrumpida de diez siglos, ella fue constantemente la agresora.

     �Creéis que la época de todos estos sucesos son edades tan remotas? �Creéis que esos hechos están tan lejanos? �Creéis que nuestros ojos padecen una exagerada alucinación histórica, juzgando dotadas todavía de vitalidad e influencia, cosas que os parece que duermen hace siglos en las catacumbas de lo pasado? �Creéis que ya no existe nada vivo de cuanto esos siglos dieron a luz? �Lo creéis todo lejano, muerto, desaparecido, renovado! Filósofos sin analogía y políticos sin abolengo, �creéis que es ilusión literaria pensar que no está muerto y sepultado todo lo de César, y de Augusto, y de Trajano, y de Teodosio, y de Teodorico, y de Carlo Magno, y de Esteban II, y de Gregorio VII, por no hablar de tiempos posteriores? Preguntádselo, por un instante, a la lengua que habláis, a los Códigos por que os regís, a las creencias que profesáis, a los libros por donde aprendéis, al pan de que os sustentáis, a los conductos por donde pasan las aguas que bebéis, a los puentes que atravesáis, a la construcción de las casas que vivís, a los letreros de las tumbas en que os enterráis. Preguntádselo a los meses del año, a los días de la semana; preguntádselo al manto de vuestros Reyes, al ropón de vuestros sacerdotes, a la toga de vuestros magistrados, a las águilas de vuestros ejércitos. �Lejanos esos hechos y esas edades!...

     �Veinte siglos, desde César! �Doce desde Carlo Magno! �Tres desde Carlos V! �Doce, veinte, treinta generaciones... lo más remoto! �Lejanos!... Los abuelos de cada uno de nosotros hasta Augusto, podrían comer todos en una mesa de cien cubiertos: sus retratos no llenarían un pequeño álbum de cien fotografías!... �Lejanos... y borrados.... y perdidos esos orígenes y esos hechos!... �Y los llevamos impresos todavía en nuestras facciones! Somos rubios o atezados, según descendemos de los Latinos o de los Germanos y pretendéis no ser Güelfos, ni Gibelinos, cuando lo ha sido todavía vuestro tercer abuelo, que tal vez os tuvo en las fuentes del bautismo!...

     De cierto que sentimos pensar así, y vernos atajados por esos hechos y por esos precedentes, con obstáculos que embarazan nuestro discurso y se oponen, como ruinas amontonadas por los siglos, a la desembarazada ejecución de los grandiosos planes de construcción moderna. Tal vez sea culpa de nuestro medroso ánimo; y envidiamos sobremanera la incontrastable confianza de aquellos espíritus tan poseídos de una convicción, o tan creyentes en la omnipotencia de la lógica, que nunca encuentran dificultades en la región de los hechos, para las creaciones a que dan vida en el mundo de las ideas. �Lástima que, según la irreverente frase de Alfonso X, el Criador no les hubiese consultado para construir el mundo! Las primaveras no hubieran tenido tempestades, ni los mares tormentas: las nubes del cielo no hubieran fulminado el rayo; ni las entrañas de la tierra se hubieran agitado en convulsión de terremotos. Los deltas de los grandes ríos no hubieran exhalado gases de epidemias sobre las comarcas más bellas del globo; y los hombres, siquiera hubiésemos de nacer mortales, hubiéramos venido a la luz del día sin dolor de nuestras madres!...

     En vez de que ahora, y según nuestra triste filosofía o nuestra menguada preocupación, abrigamos el recelo de que, por laborioso que sea el parto en que sale a la vida un hombre, es más desgarrador todavía, más lleno de angustias y convulsiones el período crítico y doloroso en que una nueva sociedad sale a la historia del mundo, de las entrañas de la que la llevó en su seno.



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- V -

Deberes de la Italia

     �No sabe la Italia nueva que nunca ha sido de buen agüero para los hijos haber dado, al nacer, la muerte a sus madres?

     �Es tan absoluto que la Italia histórica se pertenezca a sí propia, que aunque no se pueda decir sin iniquidad y tiranía que ha de ser forzosamente la esclava de un dueño, no puede sostenerse con derecho que le es dado dejar de ser la madre de sus hijos?

     �Desde cuándo es justo ni moral que una madre se pertenezca exclusivamente a sí propia? �Bajo mil consideraciones no se pertenece a los que de ella nacieron a la vida?

     La Italia, pues; que ahora quiere salir a la vida de la monarquía constitucional, del seno despedazado del Imperio; que quiere sacudir para siempre la prescripción de la intervención extranjera; que aspira a dejar sin asiento territorial al Pontífice; �creéis que lo pueda hacer sin perturbaciones, sin dolores y sin conflictos europeos?

     �Es tan fácil como parece, y como ella misma se figura, desentenderse de los hechos, que por su propia acción, entraron como elementos orgánicos en la constitución de todos los demás pueblos?

     �Es tan obvio, tan natural como se cree, que ahora no quiera reconocer derechos, que algún día hizo prevalecer en las otras naciones, como deberes ?

     �Es tan sencillo y tan hacedero que reclame ahora su destino parcial y su limitada y circunscrita autonomía, cuando su constitución imperial fue la Europa entera, y su primacía religiosa la cristiandad?

     �Es una cuestión orgánica y administrativa de un reino recién nacido, o el de un distrito municipal o electoral de doscientos mil habitantes, la existencia o no existencia del Pontificado de Roma, que ha entrado en la organización política de todas las naciones católicas, en la manera de ser de todas las sociedades, en la existencia íntima, privada, doméstica de cientos de millones de familias?

     Y después de todas estas dificultades, hay otra, por el momento, más grave, más complicada, que descuella ante nuestros ojos sobre todas ellas, como un indescifrable logogrifo: la dificultad de comprender y explicar hasta qué punto esas que fueron realidades históricas, son hoy nada más que ilusiones fantásticas, o conservan aún sagrados y legítimos intereses; hasta qué punto los pueblos, los partidos y los poderes que ventilan estas cuestiones, fundan, en lo racional y práctico legítimas pretensiones; o hasta qué punto explotan lo quimérico y lo ilusorio como pretexto de injustificables tiranías, de ambiciones desapoderadas, y aun tal vez, de sueños generosamente ideales.

     Y esta dificultad, sobre todas, es la que aún detiene sobre el papel nuestra pluma. Satisfechos con haber indicado acerca de estas cuestiones una manera especial de considerarlas, y dejando a inteligencias más competentes la fórmula de resolverlas, no pensábamos insistir en dudas y perplejidades, que cuando no se les da solución, basta con indicarlas, sin que sea indispensable discutirlas. La dificultad que hemos indicado, nos impone el deber de insistir todavía en algunas ideas que puedan esclarecer lo pasado, viniendo en ayuda del criterio presente. Del porvenir nada diremos: misterioso oráculo que permanece mudo delante de nosotros, y al cual solo podemos dirigir, de lo íntimo de nuestra desconfianza, modestas preguntas, por más que alguna vez parezcan en nuestro tono arrogantes y dogmáticas afirmaciones. Su respuesta no la habremos de oír probablemente nosotros. Gusanos de un día, tenemos que decir como Job: si manè me quæsieris, non subsistam.

     Quédese para otros la necesidad de ver lo que es, para juzgar lo que será. Contentémonos en las cuestiones indicadas, con ver los hechos sometidos a nuestro examen, para de lo que han sido, deducir lo que producirán.

     Ésta, y no otra, es la importancia de la Historia. Por ello sólo es la luz de los tiempos y la maestra de las generaciones.



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- VI -

Independencia de Italia. Lo que fue.- Lo que puede ser

     �Fue Italia alguna vez verdaderamente independiente? En el sentido que las naciones dan a esta palabra, Italia no lo ha sido nunca. Italia dependió sólo de Roma; la Italia romana fue más que independiente; fue señora. Su acción, su destino, su dominación no fueron italianos; fueron europeos; y la dominación, la conquista, la asimilación de la Europa al Imperio romano, no podía ser la independencia, porque fue precisamente todo lo contrario; fue la absorción.

     Cuando los flamencos y los belgas se separaron de la dominación española, se quejaron de la tiranía y mal gobierno de sus Reyes; pero nunca dijeron que los españoles los habían conquistado: nunca, ni entonces ni después, pudieron quejarse de la ilegitimidad de su anexión a aquella España, que también tuvo un tiempo su Imperio, como Roma. Cuando Carlos de Gante, su legítimo Soberano, se encontró súbitamente heredero de Carlos el Temerario y de Maximiliano de Austria; de Fernando el Católico y de Isabel de Castilla, los flamencos tuvieron la ilusión de la improvisada grandeza de su conde de Flandes: creyéronse, como él, llamados a dominar a Europa, y ciertamente que se hubieran peleado por él, si alguien le hubiera disputado los derechos de aquella sorprendente fortuna.

     No fueron de cierto los españoles a los Países-Bajos; sino que vinieron los flamencos a enseñorearse de Castilla, como palaciega cohorte del joven heredero de Felipe el Hermoso; y por cierto, bastante insolentes, tiránicos y codiciosos, y desconocedores y enemigos de los fueros y libertades de los reinos españoles, para excitar una revolución formidable, que Carlos I, con ayuda y alegría de sus compatriotas, ahogó en la sangre más generosa de España. Y aun tal vez no hubiera concluido tan ventajosamente para el nuevo poder absoluto, si el nuevo César no hubiera dado a sus nuevos súbditos, cuya importancia y valor conoció desde luego, la única paga por la cual los pueblos entusiastas y belicosos enajenan su libertad, la gloria; a saber, la conquista de Europa como en trueque de los fueros de Castilla. Sucedió después lo que ha sucedido siempre en la historia; que los pocos dominadores, por la ley inexorable y mecánica de la gravedad, se encontraron súbditos y provincia de los muchos dominados; y en la hora del agravio y de la tiranía, Horn y Egmont se habían olvidado de Adriano de Utrecht y del señor de Xévres, y no sabían que sus cabezas pagaban ante la eterna justicia por las ilustres vidas de Padilla y Maldonado. La historia no suele estudiarse bajo el punto de vista de estas enseñanzas morales; cada generación se cree sola e independiente en el mundo, se olvida de que el tiempo no es nada para la Providencia, y tiene por figura o paradoja aquello de Deus fortis, Zelotes, et patiens, visitans iniquitatem patrum in tertiam et quintam generatonem.

     Hemos aducido un ejemplo moderno para la mejor explicación de un hecho antiguo, no con la mira de un absoluto paralelismo. Roma conquistó el mundo; y el primer resultado de esta poderosísima conquista, es que la idea de Italia, la entidad italiana apenas existe, porque fue desde luego absorbida, como la primera conquistada.

     Cuando los bárbaros invaden la Italia, �qué es lo que políticamente sucede? Ellos, los pueblos germanos, vienen para establecerse: sus caudillos, para suceder o para nombrar a los Emperadores: ella los recibe como una calamidad, o como una facción; pero nunca los reconoce como poder, ni como autoridad. Y no sólo se cree siempre la señora del mundo, sino que impone esta creencia a los bárbaros mismos.

     La idea del imperio Romano abarca de tal manera a todas las naciones, que ninguno de los pueblos se cree extranjero: los bárbaros se imponen a Roma; no aspiran a destruirla. Los godos y los visigodos pueden ser Emperadores, como lo había sido Maximino, como los españoles Adriano y Teodosio, como el Trace Justiniano, etc., etc., por el derecho de aquella gran ciudadanía que Roma había establecido en el mundo. Italia no podía tener nacionalidad, porque las había borrado todas. Las nacionalidades de los invasores son de raza, de sangre, de origen no de territorio. Los godos son godos en el Danubio y en el Tajo; los vándalos son vándalos en el Elba y en África. Lo que llamamos nacionalidades de territorio habían desaparecido bajo el poder de Roma; aparecen después. En el imperio todos son romanos: en el poder hay usurpaciones, y partijas; pero no hay conquistas. Los bárbaros piden tierras, como los veteranos de César; y como César se las reparten los caudillos, estipulándolas con los Emperadores.



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- VII -

Idea y naturaleza del Imperio: su perpetuidad.- Soberanía de Roma.- El Papa depositario del Imperio

     La idea del Imperio no muere nunca. Aun cuando se halla transportado a Constantinopla, y los caudillos enseñorean de la Europa, no se atreven a creerse con autoridad, si el Augusto de Oriente no les ha enviado la púrpura; y no les basta que las legiones les doblen la rodilla, si no los aclama augustos el Senado del Capitolio. Los jefes de los ejércitos ostrogodos o los caudillos de los hérulos, no hacen con Roma lo que Alejandro en Babilonia: lo que sus capitanes herederos, en Asia y en Egipto; lo que Escipión en Cartago; lo que César en las Galias y Octavio en España; lo que Paulo Emilio en Tebas y Corinto; lo que Gengiskan en la China, y Timur en el Mogol; lo que el ejército de Muza después de la batalla de Guadalete; lo que Mahomet en Constantinopla.

     Aun cuando el Imperio se divide, los hijos de Teodosio el Grande, en lugar de ser colegas, se separan; pero en ninguna de las porciones está la Italia como separada de Occidente: continúa como su cabeza. Los Estados que forman los bárbaros, son lugartenencias con grandes feudos, antes de que se formen los chicos de la gran soberanía. �Sabéis cuando la Italia se cree oprimida y rebajada? Cuando Odoacre, después de la abdicación de Augústulo, por primera vez quiere fundar un reino en ella. Entonces, el godo Teodorico, que estaba en Oriente, viene en nombre de Zenón a libertarla, y su conquista aparece como una restauración. Justiniano no dejó de creerse Emperador romano: intervino en África en la cuestión de Hilderico, como supremo soberano; envió a Belisario como General a África y a Sicilia; codificó como Teodosio, y se llamó Gothicus, francicus, etc., porque era señor de todos ellos.

     La soberanía de Roma estaba más arraigada en el mundo, y era demasiado universal y cosmopolita, para que la modificaran las ideas de localidad y nacimiento. Arcadio y Honorio se reparten la púrpura: Augústulo abdica; pero Roma no abdica nunca; y Teodorico y Odoacre, y los exarcas de Ravena, y los prefectos de Milán, y los patricios de Roma continúan vasallos de aquella idea moral, que constituye el predominio de la ciudad eterna, y que continúa dando vida, y esplendor y magisterio y nombre a la ciudad de Constantino. En vano la fuerza y la barbarie se empeñan en que Roma no sea el Imperio de Occidente. El Imperio de Occidente no reconoce el destronamiento de su Reino: como otro San Dionisio, se pasea por la Europa, llevando en las manos su propia cabeza. Los soberanos de Bizancio continuarán en llamarse Emperadores romanos; la Instituta seguirá diciendo en las escuelas griegas y bizantinas lex est quod populus romanus constituit, y la Europa occidental continuará pidiendo a los Césares de Bizancio, o a los patricios del Capitolio que envíen la púrpura y la diadema con un decreto en latín a los que han de venerar como supremos señores.



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- VIII -

Análisis de la independencia de Italia en estos siglos

     �Extraña independencia la que se quiere buscar para la Italia en estos siglos! La dependencia es vínculo que no sólo liga al que obedece, sino también al que manda a uno y a otro por diversos extremos, es cierto. Mas para que contenga a los súbditos, preciso es que produzca fuerza, y haga sentir también presión en la mano del que reprime. Si ésta se halla suelta, no constreñirá a los demás.

     Italia, pues, no fue independiente; porque fue cabeza. Ya hemos visto que esto es ser dependiente por reciprocidad. Sus destinos fueron desde luego europeos. Es más; la independencia no le hubiera sonreído; le hubiera parecido abdicación. Las soberanías parciales y efímeras, que se formaban en derredor de ella, le parecían desmembraciones anárquicas y usurpaciones ilegítimas. A los Emperadores, donde quiera que estuviesen, en el Bósforo, en el Danubio, los creía sus soberanos legítimos. A los parciales detentadores de la potestad suprema, aunque estuvieran en Italia, los denominó tiranos. Cuando el Emperador estaba ausente o lejano, se quejaba de él, como si la tuviera abandonada, o como si se encontrara vendida.

     Cuando los príncipes bárbaros parecieron no ocuparse más que de sus nuevos dominios, enmedio de las comunidades y señorías de Italia y de los nuevos Estados que se organizan en Europa, Roma continuó la idea del Imperio, primero en su Senado, después en sus Pontífices. Por eso el Pontificado, considerado temporalmente, lejos de cometer una usurpación, ejerce una tutela. Entre las mil soberanías tributarias, que se levantan en derredor suyo, bajo diferentes formas, el Pontífice de Roma aspira a la igualdad; pero lejos de aspirar a la supremacía, la declina y rehúye cuidadosamente. Comprende siempre, en un sentido eminentemente político y religioso, la separación de los poderes; y cuando por el estado y carácter de los nuevos Estados, se encuentran sin Emperador, el Pontífice no lo suplanta; antes bien le crea y le consagra.

     Para los Padres y Doctores de la Iglesia, la unidad del mundo, que fue la preparación histórica del advenimiento de Cristo y de la predicación del Evangelio, era, si no indispensable, muy conveniente a la propagación de éste. Por ello San Pedro torna posesión de Roma. Allí, donde pasarán los Emperadores, quedará, a pesar de eso y aun por eso, la cabeza del mundo con el Pontificado. Por ello también ya en el siglo III escribía San Ireneo su obra inmortal sobre la Unidad del gobierno del Mundo contra los gnósticos, los cuales, igualmente que otras herejías, conspiraban por el fraccionamiento, así del centro y de la autoridad religiosa, como de la gobernación y de la política.

     No usurpa, pues, el Pontificado la púrpura; pero sí la, conserva como en depósito.

     Es de advertir que cerca ya del cumplimiento de aquella etapa providencial; o la previsión sobrenatural de ella, o por lo menos (aunque sea sólo humanamente juzgando), un gran instinto político hace adivinar a los Pontífices la necesidad de su alianza con la raza de los Carlovingios. Gregorio II y III envían Legados a Carlos Martel. León III, apenas elevado al solio pontificio, los envía también a Carlo Magno, y con ellos, además, las llaves del sepulcro de San Pedro y el estandarte de la ciudad de Roma, como signos de la soberanía, invitándole a la alianza y amistad con el Príncipe de los Apóstoles contra los Lombardos. El elegido de Dios, que con aquellas llaves ha de abrir, para sacar del tesoro de los Apóstoles, en el centro del mundo católico, el resguardado manto imperial, somete la Aquitania, pasa los Alpes, sujeta a los Lombardos, y viene a Italia para resucitar el Imperio, recibiendo de aquel Santo Pontífice la consagración y la investidura. Compartiendo con el Pontífice la autoridad, no ejerce la religiosa, ejerce sí el protectorado político: rival y amigo del califa Harum-al-Raschid, como que no quiere serle inferior en nada.

     Fue el Imperio de Carlo Magno una vasta dictadura para domar a los Sajones, emancipar de los Lombardos al Pontificado, y resistir a los Árabes. Ésta fue su misión histórica: la idea capital de la misma, en el orden político, la autonomía de la raza y gente italiana, la cual desde el Tíber y el Po ha de mandar, por un derecho circunscrito y limitado, que no sea común a toda Europa, la cual se creerá patricia, de aquella gran ciudadanía.



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- IX -

El Pontífice y el santo Imperio

     Así se funda el Santo Imperio. Digan lo que quieran Jornandes y los historiadores godos, Carlo Magno se halló el jefe más preponderante de las naciones Galo-francas y de los pueblos Germanos.

     Era el Emperador de Occidente; era el Rey de Lombardía.

     El Papa, dispensador de tan altas investiduras, pero supremo representante de la autoridad y de las grandes ideas que el Cristianismo había traído al mundo, hizo lo que era preciso para que aquel poderoso Príncipe no se creyera, como los déspotas de Oriente, o como los Césares paganos, soberano dueño y señor absoluto. Los cristianos no podían ya ser esclavos. La antigua soberanía popular había engendrado un poder demasiado brutal y omnímodo. Para un pueblo tan religioso y tan creyente, el derecho divino era un freno, una barrera: el Vicario de Cristo en la tierra, el representante del poder de Dios, y de la libertad e independencia de la conciencia humana. Pero muy lejos de intrusarse en el Imperio quien le consagra, en vez de abolirle o de suplantarle, lo resucita. No ha de escarnecerle y humillarle quien bajo sus águilas se abroquela. León III no abdica, aclamando a Carlo Magno. �A quien había de hacer Emperador, sino a él? Revístese la historia de aquella época, y dígase de buena fe si se destaca otra figura comparable con la del vencedor de los Lombardos.- Andarán los tiempos y el Pontificado no se desmentirá, ni en su previsión, ni en sus tradiciones.

     Gregorio VII no aspira a destronar, y menos en provecho propio, a Enrique IV. Hace con él, con diferencia de tiempo y accidental diversidad de circunstancias, lo que había hecho San Ambrosio con Teodosio el Grande. No es el rival del Emperador; es el gran Sacerdote del Catolicismo; es el tribuno apostólico de la gran República cristiana, y algo más alto que Virginio y los Gracos; es el gran Justicia de los fueros y libertades de la república cristiana, algo más fuerte y no menos perseguido que Lanuza. Los Pontífices no pretenden ser Emperadores. A lo que aspiran los Pontífices es a que no haya un Emperador Franco y otro Germánico, sino que el Emperador de Occidente sea Emperador Romano. Pero lo que no se les ocurre es que el Papa, aun cuando sea, como frecuentemente era, Romano, sea Emperador; ni que el Emperador mismo haya de ser forzosamente Romano, ni Italiano de nacimiento. Y es que el Pontífice era, católico; el Emperador europeo: el uno era el heredero de los Césares; el otro el sucesor del Príncipe de los Apóstoles.

     A la muerte de Carlo Magno, vuelve a dividirse el Imperio. Esteban III consagra a Ludovico Pío. Los hijos de éste se reparten de nuevo el poder imperial. Pero desde entonces, ora sea un Rey Franco, o un Príncipe Germánico el que mande en Italia; ya se llame Lotario o Carlos, ya Othon o Enrique, Conrado o Federico; ya sea más o menos Carlovingio, ya se llame de Franconia o de Suevia, el que ha de obtener la primacía entre todos los Monarcas de Europa, ha de ser coronado en Roma, y ungido en aquel San Pedro que ha reemplazado al Capitolio; ha de ser denominado Rey de los Romanos; ha de tornar en sus manos el globo imperial de Constantino y de Justiniano.

     El interés de poseer la Italia no era tanto por enseñorearse de aquella tierra, que tal vez abandonaban a su anarquía interior, a sus señorías independientes, o a sus sangrientas parcialidades, y en donde a veces no volvían a poner los pies; como porque sólo de la Italia les venía el prestigio, y la consagración del poder que habían de ejercer en las dos márgenes del Rhin, del Elba, del Ródano y del Danubio. Y era menester la consagración romana, porque la Providencia y la historia habían traído la herencia del Senado y del pueblo de Roma a manos del Supremo Sacerdote de la Iglesia Católica, que sumo intérprete de la ley evangélica, se encontró además, por una serie de portentos y acontecimientos, depositario de la ley regia de los antiguos tribunos.

     En el siervo de los siervos de Dios se concentraba la majestad de los comicios. Por eso, con procederes más o menos acomodados a las circunstancias de los tiempos, con más o menos irregularidades accidentales, producto de aquellas sangrientas catástrofes y de aquellas bárbaras luchas, y de aquellos soberbios caracteres; con formas más o menos solemnes, e imponentes y terribles, se encontró el supremo juez y árbitro de aquellas contiendas, el dispensador de aquellos derechos; y por eso su autoridad y su sacerdocio no eran tampoco italianos, sino universales, católicos.

     Las guerras de las investiduras no fueron, en su esencia, otra cosa. Los mismos desórdenes e intrigas que acompañaron a la elección de los Pontífices, los cismas prolongados entre casas soberanas o fracciones poderosas, a propósito de la elección de los Papas, no reconocieron otro origen sino que todo lo de Roma era universal, no sólo en el dominio de la religión, sino en el orden de la dominación temporal del mundo. No había interés ninguno transcendental en la designación de un obispo de Reims o de Soissons, que dirigiese la conciencia del sucesor de Clodoveo o de Hugo Capeto; pero el mundo podía conmoverse, y los poderes de la tierra agitarse, para conocer y tener propicio a aquel anciano Rey de pocos días, salido del fondo de un claustro, o criado en una cabaña, que había de decidir en última apelación, si había de ser Alfonso de Castilla o Rodulfo de Habspurg el sucesor de César y de Carlo Magno.



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- X -

Fraccionamiento: espíritu conquistador.- Testimonio de Dante.- Independencia de la Italia de los siglos XIII, XIV y XV

     En vano en la anarquía que sigue a la extinción de la casa de Suevia, se desenvuelven con tanta fuerza y tanta vitalidad en el seno de Italia los gérmenes de vida, que abriga siempre en su seno aquella tierra de tanta expansión y de tanta energía. Ninguna de aquellas soberanías locales, ninguna de aquellas admirables repúblicas, ninguna de aquellas esclarecidas familias, ninguno de aquellos poderosos bandos abandona, negándola o concediéndola, la idea tenaz del Imperio, que aun en los mismos momentos en que deja de ser una realidad, grava y actúa sobre sus imaginaciones, como una pesadilla, de la cual no pueden despertar. Pero en este período, hasta los despedazados miembros de la gran familia Italiana, como si lo fueran de un pólipo de guerra y dilatación, siguen su tarea de asimilación y de conquista. Las repúblicas y señoríos de Italia no se funden; pero conquistan y guerrean. Conquista Pisa, conquista Venecia, conquista Génova; y hasta Amalfi, y Cerdeña, y Sicilia. Para los Gibelinos, el Emperador es siempre el símbolo de la gloria, del poderío, de la tradición nacional; para los Güelfos, la absoluta independencia local de sus señores o de sus magistrados.

     El genio más liberal, más unitario, más independiente de toda la Italia de los siglos medios, y el que ha escrito bajo la forma de un poema teológico el libro más instructivo y más fotográfico de los sentimientos y de las grandes ideas de la Italia, harto sabido es, cómo era Gibelino, cómo era imperialista, y cómo coloca en el último pozo de los infiernos a Judas y a Bruto, a ambos juntos en el más hondo vórtice del Tártaro, como lo estaban en la síntesis de su inteligencia el tradittore di Cristo y el asesino de César(7).

     Nos acordamos de haber leído en algunos historiadores, y hasta en historiadores italianos, que la independencia de Italia desaparece del todo en el siglo XVI, después de las victorias de Carlos V, y bajo el peso de la dominación española. Cuando esto leíamos, buscábamos con afán cuál podía ser la independencia nacional que los italianos tenían en los siglos XIII, XIV y XV, para que así la llorasen bajo las armas del poderoso Emperador. �Era, por ventura, en la Roma de aquellos siglos, que contendía con el Emperador Federico; en que el Papa Martino IV era nombrado, por voto unánime popular, Senador Gobernador temporal, o en la que se combatían y condenaban las doctrinas de Guillermo de Santo Amor, o finalmente, en donde nacían las órdenes mendicantes, y en donde germinaban y se predicaban las cruzadas que despeñaban la Europa sobre el Asia; época memorable, cuya síntesis es ser grande y heroica en cuanto toca al carácter sagrado de depositaria de la fe y cabeza del mundo católico, y pequeña y desgraciada en cuanto concierne a su individualidad y privada gobernación?

     �O radicaba la independencia de Italia en la Toscana de los Güelfos y Gibelinos, o en la Génova de los negros y los blancos? �Era bajo el poder de Ezzellino de Romano, de Galeato Visconti, de Sforzia, de Ludovico el Moro, de los Estes, y más tarde, de los Borgias? �Estaba la independencia en Sicilia, víctima de Manfredo, de los Normandos y de los Aragoneses, o de Prócida y las famosas proverbiales Vísperas; en la Nápoles de aquella Juana que brinda con el trono a amantes extranjeros, y que hoy decapita a los Angevinos, para entregarse mañana a los Españoles? �Es en el ducado de Saboya, cuyos Príncipes van a ser gobernadores de las provincias y generales de los ejércitos del Rey de España? �Es la Italia independiente la Italia invadida por las armas del hijo de Luis XI, o amenazada por los ejércitos de Francisco I, o sujeta a los Gobernadores de Maximiliano? �Es la Italia del suplicio de Arnoldo de Brescia o del martirio de Savonarola? Preguntad por esa independencia al Dante, y le oiréis llamando a gritos a su querido y lejano Emperador; o a Machiavelo más tarde, y os describirá un príncipe como su patria lo había menester.

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