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José Zorrilla

Biografía de José Zorrilla

Por Salvador García Castañeda
(Profesor Emérito, The Ohio State University)

Su obra poética

Zorrilla comenzó a publicar antes que Espronceda y otros escritores del tiempo, y entre 1837 y 1840 vieron la luz los siete tomos de Poesías y los Cantos del Trovador; continuó escribiendo hasta su muerte en 1893, cuando hacía veintidós años que Bécquer había muerto y Valle-Inclán cumplía los veintisiete. A juicio de Navas Ruiz, Zorrilla establece en estos libros el tono básico de su quehacer poético, fija los temas fundamentales, descubre las imágenes características, marca un estilo inconfundible, y aduce el testimonio de Alonso Cortés, para quien Zorrilla empezó siendo lírico y siempre, a través de su abundante labor narrativa, guardó latente su lirismo (1995: 141).

En su obra poética se pueden distinguir dos épocas: la primera comienza con el tomo de Poesías de 1837, todavía poco «zorrillescas», al decir de Vicente Llorens (1980: 430), pues los versos carecen de la fluidez cadenciosa y sonora característica y algunos temas reflejan una actitud hostil hacia la sociedad. Después va dando a la imprenta otros siete tomos de versos en los que están muy presentes los temas tradicionales y legendarios, y en los que va desarrollando un estilo personal inconfundible. Esta fecunda época culmina en 1840 con Cantos del Trovador (1840-1841), cuyos asuntos provienen de la historia, de la tradición religiosa o de su fértil inventiva. Zorrilla ya es famoso y en este libro declara su intención de cantar a la religión y a España:

Lejos de mí la historia tentadora
de ajena tierra y religión profana.
Mi voz, mi corazón, mi fantasía
la gloria cantan de la patria mía.

A lo largo de su carrera insistirá en ser el poeta de la tradición, el cantor de las glorias nacionales y el depositario de unas tradiciones y leyendas que están en peligro de perderse en un mundo moderno imbuido de positivismo, y en «Apuntaciones para un sermón sobre los Novísimos», escribe:

El pueblo me la contó
y yo al pueblo se la cuento:
y pues la historia no invento,
responda el pueblo y no yo.

Portada de «Obras de D. José Zorrilla» (1852). No resulta fácil clasificar las leyendas de Zorrilla por entrecruzarse en ellas géneros tan cercanos como la leyenda, la tradición y el cuento, aunque su autor dio la pauta en sus «Cuatro palabras» introductorias al volumen I (y único) de sus Obras Completas en 1884: Las divido en tradicionales, históricas y fantásticas, y las coloco todas bajo el título de Cantos del Trovador, porque aquélla es su división natural y éste el título que lógicamente las encierra y las abarca todas (VII-VIII). Russell P. Sebold observó las diferencias entre aquellas composiciones que Zorrilla llama «romances», que tienen carácter histórico, y las «leyendas», que son de índole fantástica. Para Zorrilla, los romances no son poemas fantásticos aunque éstos difieran en metro, rima y estrofa de aquéllos, lo que indica -en opinión del hispanista norteamericano- que Zorrilla había recogido la acepción medieval de romance, restituida en el siglo XVIII, según la cual esta voz significaba una narración ficticia extensa en verso o prosa (de donde le vendría el adjetivo 'romancesco' antecedente de 'romántico'), y por eso subtitularía Zorrilla «Romance histórico» a «Príncipe y rey» (que ni es romance ni es histórico). En cambio, las leyendas, para el autor del Tenorio, son composiciones que tratan de hechos portentosos (1995: 208-209). Ambos aparecen mezclados en las ediciones de su obra narrativa aunque habría sido conveniente separarlos pues las leyendas participan de todas las técnicas características de los romances, pero éstos no participan del carácter prodigioso de los desenlaces de aquéllas. Sin embargo, Zorrilla tiene cierto número de poemas narrativos, hoy normalmente clasificados como leyendas, en los que no se acusa ningún elemento maravilloso, sobrenatural o fantástico (1995: 207-208); para él, la leyenda era un

poema de nuestro siglo
destartalado, invención
romántica de moderno
cuño, aún no lo reselló
con reglas un Aristóteles
de Academia.
(1943, II, 544)

Sabido es que los escritores románticos aprovecharon buena cantidad de elementos y de temas propios del Siglo de Oro y del Barroco. Los hallaron en el teatro de Tirso, de Lope y de Calderón, cuyas obras seguían representándose en versión original o refundidas, o en libros de entretenimiento como los de María de Zayas, Montalbán, Céspedes y Meneses o Cristóbal Lozano, algunos de los cuales fueron impresos repetidamente en el siglo XVII, XVIII y aun a principios del XIX. Tales obras, tanto las teatrales como las de ficción, eran del dominio común entre aquellas clases acomodadas a las que pertenecía la familia del poeta, y Romero Tobar, basándose tanto en datos bibliográficos como en la información facilitada por los escritores de costumbres, sugiere que la literatura aureosecular de carácter ascético -imaginativo era lectura habitual tanto de los patriotas anti-franceses como de los sostenedores del absolutismo fernandino [...] lecturas que eran instructivas, deleitables y aceptas para patriotas rancios (1995: 181). Habrá que añadir que nuestros románticos conocieron también las obras más destacadas de la literatura francesa y de las extranjeras traducidas a aquella lengua.

Junto a esta literatura estaba la llamada «de cordel», muy difundida entre el pueblo por los ciegos, tan conocida como despreciada entonces, que, a su vez, debía lo suyo a los autores del Siglo de Oro y que contaba casos espeluznantes de milagros, de aparecidos, de crímenes y de bandoleros convertidos en héroes populares. Los romances y leyendas románticos tomaron sus tramas argumentales mucho más ostentosamente de tradiciones librescas que de la oralidad popular (Romero Tobar, 1994: 1530). Zorrilla no constituyó una excepción y habrá de tenerse en cuenta que la información que nos facilita suele ser parcial, confusa e incluso engañosa y el estudioso de las fuentes de su obra tendrá que ir mucho más allá de lo que fueron sus silencios, olvidos u ocultaciones (Romero Tobar, 1995: 176). Tanto Alonso Cortés como Entrambasaguas y otros estudiosos han señalado que estas leyendas abundan en asuntos que no son originales, pero que Zorrilla supo infundirles su propio estilo. Se advierte en ellas la presencia difusa y constante de la obra de nuestros clásicos, y además de Cristóbal Lozano, a quien el poeta explotó [...] sin piedad se han señalado la Historia de España del P. Mariana, las obras de María de Zayas, Desiderio y Electo de fray Jaime Barón, Garcilaso, los autores del Siglo de Oro y del Barroco y algunos románticos franceses como Lamartine y Víctor Hugo. Zorrilla aprovechó estos materiales, transformó lo ajeno en propio, y dio un giro personal a lo imitado. De este modo, nunca vuelve a tejer sobre el discurso literal de los otros textos, lo que hizo fue apropiarse estructuras básicas, tipos o motivos genéricos o discursos ideológicos para reducirlos a arquetipos o para insertarlos directamente en su propio texto, como hizo en «La leyenda del Cid» donde intercaló fragmentos de los romances cidianos (Romero Tobar, 1995: 179).

No es novedad decir que ni Zorrilla tuvo una gran cultura ni fue el estudioso que se documentaba seriamente para componer sus leyendas y sus dramas. Por eso, a la hora de estudiar los orígenes de sus obras habrá que tener en cuenta, además de las fuentes directas, la influencia de la cultura literaria formada por elementos muy diversos que flotaba difusa en aquel ambiente. No parece haber duda de que su afición a los temas legendarios -y cuando digo legendarios, por abreviar, me refiero a los de índole fantástica, sobrenatural y terrorífica- surgió en su niñez, ya fuera con las historias recitadas por su madre o aquellas otras que oía en la tertulia del padre, formada por religiosos y por golillas, en la que salían a relucir crímenes y prodigios, tormentos y ejecuciones.

En más de una ocasión, el asunto o algunos elementos de sus leyendas tuvieron su origen, al decir del poeta, en aquellos recuerdos juveniles. De todos modos, Zorrilla se desdice en muchas ocasiones, sin que esto le importe mucho, y aun cuando pretenda ser el nuevo transmisor de la vieja tradición oral, estas narraciones que sitúa en el pasado y que da como legendarias no son de fuente tradicional, la mayoría tiene origen libresco y otras son inventadas. Considera que la historia necesita embellecerse, y en el «Prospecto» de Vigilias de estío asegura que el libro contiene «viejas tradiciones / y acaso fábulas bellas», equiparando así a ambas.

En las revistas literarias del periodo romántico saltan a la vista numerosas leyendas, consejas y tradiciones, en verso o en prosa, muchas de ellas de firmas conocidas. Sus lectores forman parte de una burguesía más bien acomodada, en su mayoría ciudadana y con un aceptable nivel de ilustración. Quienes narran estos asuntos pretendida o verdaderamente legendarios afirman que sus relatos son de auténtica raigambre tradicional y se sirven de viejas fórmulas oralísticas como «dicen que», «Cuentan antiguas leyendas» o «Como me lo contaron te lo cuento». Espronceda concluye irónicamente su Diablo Mundo con los versos Y si, lector, dijerdes ser comento, / como me lo contaron te lo cuento. Versos que también sirvieron de epígrafe para justificar la pretendida veracidad de lo que escribió García de Villalta en El golpe en vago y por Piferrer y Eugenio de Ochoa en dos relatos. «El cuento de un veterano» va enmarcado por lo que Rivas afirma ser un recuerdo de infancia, el de las noches en la cocina del cortijo escuchando junto al fuego los cuentos de un soldado viejo. Como después harían Bécquer y tantos otros, Zorrilla usó con frecuencia este recurso, y afirmaba que la leyenda de «El desafío del diablo» fue «de boca del pueblo oída, / siendo un viejo el narrador / y la cual voy a contarte / como a mí me la contó» (I, 1943: 836); para hacer más verosímil «A buen juez, mejor testigo» aseguraba que una vez al año, con la mano desclavada / hoy día el Cristo se ve; y que hasta hacía poco se podía ver la humilde sepultura del capitán Montoya (I, 1943: 352). Otro conocido recurso es el del hallazgo fortuito de unos papeles -recordemos La Celestina y el Quijote- que el moderno narrador dice transcribir fielmente: unos viejos manuscritos revelaron a Enrique Gil y Carrasco la historia de los protagonistas de El lago de Carucedo (1840) y la de los de El señor de Bembibre (1844). Claro está que, como tantas narraciones históricas o legendarias basadas en fuentes de tal índole, el autor, contando con la complicidad de sus lectores, puede aducir más de una vez testimonios y documentos con una imprecisión que, en el caso de Zorrilla, es juguetona y premeditada: Hay, si no me acuerdo mal, / cerca ya de Portugal..., escribe en «La princesa doña Luz» (I, 1943: 504); Al año siguiente, el conde, según consta en documentos perdidos... (II, 1943: 212); ¿Será verdad la tradición? ¡Quién sabe! Eso dice el recuerdo legendario y de Dios en los juicios todo cabe (II, 1943: 339). Y en una ocasión justifica su visión de un pasado que describe

a mi manera y como a mí mejor me da la gana
porque en obras de gusto y de capricho
que traen sólo placer y no provecho,
todo se puede hacer si está bien hecho
y se puede decir si está bien dicho.
(«Dos rosas y dos rosales», 1943, 1, 1762)

Portada de «La leyenda de Don Juan Tenorio» (1895). Alonso Cortés destacó el anticlericalismo de Zorrilla, presente en obras tan diversas como El zapatero y el rey, El alcalde Ronquillo, «El desafío del diablo» o «La leyenda de don Juan Tenorio» y, sobre todo, en sus escritos en prosa. Este anticlericalismo juvenil podría quizá ir emparejado con la devoción por el rey don Pedro; en un ejemplar de la Historia de España de Mariana, que perteneció al poeta, y en el pasaje en el que don Enrique de Trastamara arengaba a sus soldados a luchar contra su hermanastro, que dice: Confiad en Nuestro Señor, cuyos sagrados ministros sacrílegamente han muerto, que os favorecerá para que castiguéis tan enormes maldades y le hagáis un agradable sacrificio en la cabeza de un monstruo horrible y fiero tirano, el mismo Alonso Cortés vio una nota de puño y letra de Zorrilla que decía: Éste es el secreto de la maldad histórica de don Pedro: que nunca se dejó dominar por la Iglesia, y el cura que se la hizo se la pagó (I, 1943: 253 y n. 251). Y en «La leyenda de don Juan Tenorio» (1873) vuelven a aparecer dos viejos temas favoritos: el interés por este personaje, del que ahora participa su familia, y las simpatías por don Pedro, rey galanteador y nocturno aventurero, de cuya mala reputación se ha de culpar a los frailes. Y más adelante, refiriéndose a las romerías, afirma que éstos

se procuraban, compraban,
labraban o descubrían
antiguas y legendarias
imágenes o reliquias.
Al fin siempre hacían éstas
un milagro o maravilla.

Sin embargo, asegura que estos juicios no tienen carácter negativo, que no critica y que gracias a la fe religiosa se logró que los musulmanes no invadieran Europa, con lo que el lector queda, una vez más, sin saber cuál era la verdadera opinión del poeta. Pero después de su vuelta a España y tras la muerte de su amigo y mecenas el emperador Maximiliano, dejó en El drama del alma un juicio acerbamente negativo acerca de los mejicanos y del papa, contra quien, además, escribió varios sonetos (I, 1943: 718-719 y n. 640).

La religión católica forma parte de la escenografía romántica, independientemente de las creencias que profese cada autor. En estas leyendas hay abadías y conventos, cementerios y ermitas, claustros y criptas; juicios de Dios, tétricos funerales y procesiones esplendorosas, así como multitud de monjes piadosos, de ermitaños milagreros y de peregrinos errantes. Sirva de ejemplo una obra con elementos de tan vieja raigambre popular y literaria como El burlador de Sevilla, un drama teológico contrarreformista, convertido por Zorrilla en un «drama religioso-fantástico» con un final cercano al de las comedias de magia.

El diablo y los muertos son los personajes con quienes más habitualmente trata mi musa escribió en sus Recuerdos del tiempo viejo (II, 1943: 1858) y en sus leyendas se sirvió de lo «maravilloso sobrenatural». Cuenta milagros de carácter tradicional, popular y simplista a un público que comparte con él una misma formación cultural y religiosa y un mismo gusto por este género de relatos. Se dan en ellos la intervención directa de Jesucristo («A buen juez, mejor testigo», «Para verdades el tiempo...») o de la Virgen («Margarita la tornera»), la metamorfosis como castigo, la resurrección («La azucena silvestre»), la visión del propio entierro («El capitán Montoya»), o la aparición del demonio bajo el aspecto de una bella joven («Las dos rosas») o de un venerable ermitaño («La azucena silvestre»).

Y cuando una transgresión altera el orden del universo narrativo la religión tiene el papel de deus ex machina cuyos milagros y prodigios restablecen aquel orden. Así, la Virgen que adora la tornera Margarita ocupa su lugar durante el tiempo de su fuga, el Cristo de la Vega declara a favor de la protagonista de «A buen juez, mejor testigo», el de la Antigua de Valladolid lo hace en contra del asesino de Germán («Un testigo de bronce») y cuando la monja Beatriz va a fugarse con su amante, se lo impide la imagen de otro Cristo en «El desafío del diablo». Los efectos de tales milagros son diversos y, ante el asombro y la edificación del pueblo, ocasionan el descubrimiento de crímenes ocultos, la muerte de unos pecadores y el arrepentimiento de otros que se hacen ermitaños o entran en un convento.

En su artículo «Zorrilla en sus leyendas fantásticas a lo divino» (1995: 203-218) Russell P. Sebold afirma que en el minucioso y documentado examen científico al que la Ilustración sometió las supersticiones populares en todos los países europeos, nunca se habría llegado a distinguir entre el terror auténtico y ese otro terror puramente literario que buscamos con el fin de anegarnos en el goce estético de los temblores (1995: 205) y que las narraciones de género sobrenatural del siglo XIX y del XX son producto de aquélla. En cambio, las de Zorrilla representan una actitud pre-ilustrada, casi medieval, frente al descreimiento y agnosticismo propios de las obras modernas de carácter fantástico, pues se consideraba guardián de las tradiciones patrias y transmisor de la voz del pueblo. Zorrilla no pensaba que el relato fantástico a la manera de Hoffman cultivado por sus contemporáneos fuera apropiado para el espíritu de nuestra literatura y así lo expresó en más de una ocasión («La Pasionaria», «Una repetición de Losada»). Al preguntarle su mujer a qué género pertenecía «Margarita la tornera», respondió que es una fantasía religiosa, es una tradición popular, y este género fantástico no lo repugna nuestro país que ha sido siempre religioso hasta el fanatismo (Introducción a «La Pasionaria»).

Zorrilla dedicó numerosas poesías a diversas regiones y ciudades españolas, en algunas de las cuales situó sus leyendas. Unas tienen lugar en Castilla -Palencia, Valladolid, Toledo, Burgos- otras se desarrollan en la Sevilla medieval del rey don Pedro, y otras relatan historias del pasado histórico y legendario de Cataluña. Estas leyendas comienzan a menudo con la evocación de un paisaje, de una ciudad o de unas ruinas, y junto con el colorido del verso y la brillantez de las imágenes, hay bellos pasajes líricos. Destaco en Zorrilla sus descripciones de la naturaleza que en ocasiones muestran una ternura franciscana por los seres vivos y una delicadeza en el detalle -un matiz, un insecto, una hoja- que toman el carácter de un colorido esmalte. Vaya como ejemplo esta alegre evocación de la primavera en tierras castellanas:

Ya comenzaban entonces
las florecillas del prado
a salpicar de los céspedes
el verde y tendido manto.
Ya iba el tomillo oloroso
sobre los juncos brotando,
llenando el aura de aromas
cuanto más puros más gratos.
Ya empezaban a vestirse
de frescas hojas los álamos,
y las rojas amapolas
a crecer en los sembrados.
Y toda la primavera
por doquier se iba anunciando,
con su yerba la campiña
y con sus trinos los pájaros.
(«Los borceguíes de Enrique II», I, 1943, 437)

La presencia de los castillos, los templos y las ruinas de los lugares castellanos en los que transcurrieron la infancia y la primera juventud de Zorrilla le inspirarían el amor a la tradición y al pasado y, a la vez, le harían presente el carácter efímero de la gloria. El caserón vetusto, unas piedras desperdigadas o la torre medio caída y cubierta de maleza fueron testigos evocadores de viejas historias estremecedoras y morada de gentes que eran ya olvidados fantasmas.

Entre 1837 y 1883 escribió Zorrilla una cuarentena de narraciones legendarias en las que lo mismo que en los romances populares novelescos predomina el tema amoroso, íntimamente enlazado con los del honor, la venganza y los celos que dan origen a adulterios y a raptos, a asesinatos y a traiciones. Estas leyendas presentan unos personajes que pertenecen a una sociedad esencialmente compuesta de nobles y de sus criados, y relatan sus aventuras sentimentales, complicadas a veces con alguna peripecia. Caballeros y damas se dejan llevar de sus sentimientos y sin que haya lugar para el raciocinio reaccionan de manera instintiva y elemental. Están dotados de gran sensibilidad amorosa y, sobre todo los hombres, evidencian con energía sus apetitos eróticos y su deseo de gozar de la vida. Unos y otras se entregan a un amor que es causa de lágrimas y desgracias o de una felicidad desmedida.

Quienes aman -y también quienes odian- lo hacen de manera irracional y obsesiva, pues están sólo atentos a la consecución de sus deseos sin reparar en los medios. Tienen una individualidad desmedida y ni reflexionan sobre las consecuencias de sus acciones ni consideran los sufrimientos o el perjuicio que pueden causar a otros. Los celos son siempre causa de sangrientas venganzas, y éstos y el ansia de restaurar el honor ofendido convierten a reyes e hidalgos en seres brutales y crueles, obsesionados por la venganza. Son capaces de la traición y de la mentira y no respetan ni la amistad de los hombres ni la honra de las mujeres. Todos ellos viven en un mundo de apariencias engañosas en el que la desgracia y la muerte pueden sobrevenir de manera tan repentina como inesperada. A pesar de su arraigada fe religiosa muchos de ellos son profundamente inmorales y la Providencia ha de manifestarse con advertencias y con milagros para provocar su arrepentimiento.

Hay en estas leyendas ecos de nuestros clásicos -Lope, Montalbán, María de Zayas-, en los frecuentes casos de esposas víctimas de la vehemencia de unos maridos celosos, o de las prudentes y solapadas venganzas de otros. En Zayas están ya el tema del caballero casado amante de otra mujer cuyo marido o cuyo hermano por venganza violan a la esposa del primero («La más infame venganza»), los prodigios y milagros relacionados con muertos que vuelven a la vida para exhortar al arrepentimiento o hacer justicia («El verdugo de su esposa»), entre ellos el de la cabeza cortada («El traidor contra su sangre»). Y frecuentes son también los personajes que adoptan un carácter nuevo para vengarse, para enamorar o para recuperar un amante sin ser reconocidos. Destacan los de aquellas mujeres disfrazadas de hombres y aun los de aquellos hombres disfrazados de mujeres que siguen y sirven a quienes aman durante cierto tiempo sin ser reconocidos por ellos como en «Guzmán el bravo» de Lope de Vega en Novelas a Marcia Leonarda. De hecho, en las leyendas de Zorrilla, la inverosimilitud, las anagnórisis y apariencias engañosas, de vieja raigambre literaria, van íntimamente unidas.

El protagonista de estas leyendas suele ser un hidalgo de altos ideales, valeroso y dispuesto a morir por su Dios, por su rey y por su dama, emparentado sin duda con los que aparecían en los libros y en la escena de la época áurea. En más de una ocasión Zorrilla le llama «el español», pues, a su juicio, lo sería idealmente, como afirma uno de ellos:

Nací español, lo sabes por mi trato
franco y leal, y por mis nobles hechos;
que no hay en mi país doblez ni engaños
en palabras de nobles, ni en sus pechos
miras serviles, cábalas ni amaños.
(«La Pasionaria», I, 1943, 643)

A estos personajes hizo depositarios de los valores y las virtudes propios de una España idealizada aunque su entusiasmo le hace tomar en ocasiones los defectos por virtudes y llega a confundir los desmanes del pendenciero con el valor, las hazañas donjuanescas con la hombría, la ignorancia con la sobriedad y la xenofobia con el patriotismo. Como los protagonistas de las novelas históricas de Walter Scott, los de Zorrilla no son héroes y la mayoría no pertenece a las clases más elevadas; suelen ser hijos de nobles provincianos o de hidalguillos rurales, quizá segundones, que marchan a lejanas tierras para hacer fortuna. En los tiempos medievales eran caballeros heroicos, rudos y devotos como el Cid, y en algunos se pueden reconocer características propias de aquel Tenorio que tanta fama dio a su autor, como don Pedro de Castilla, el capitán Montoya, Diego Martínez y otros tantos galanes que rondan, raptan novicias y se dan de cuchilladas. Durante el reinado de los Austrias la pesada armadura da paso a elegantes ropajes y el retrato del capitán don Diego hace recordar el de alguno de aquellos hidalgos que pintó Velázquez:

Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñona,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
(«A buen juez, mejor testigo», I, 1943, 140)

Lo que no sabemos es si piensan en algo más que en reñir y enamorar cuando no van a la guerra, pues son hombres de acción, poco dados al raciocinio. Se diría que para Zorrilla la falta de cultura de los nobles forma parte de su alcurnia, que es algo inherente a su estado social. La carta del Cid al conde Lozano va escrita

en sus garrapatos;
que escribir bien no fue nunca
propiedad de fijosdalgos.
(«La leyenda del Cid», II, 1943, 62)

y en sus casas no había más libros que el Santoral. Su ignorancia les hacía tomar un eclipse por un prodigio de mal agüero («Los borceguíes de Enrique II») y creían que degollando moros / se glorificaba a Dios («La leyenda del Cid», II, 1943, 66).

No extrañará que varios de ellos sean víctimas de los ardides de una mujer o de un malvado que los manipula y los engaña aprovechándose de su buena fe y de su inocencia. Suelen ser personajes planos cuyo carácter no cambia y cuando les afecta un hecho extraordinario (como el del milagro del Cristo de la Vega) cambian radicalmente de carácter sin que haya habido evolución psicológica alguna. A ellos se enfrentan unos antagonistas simplisticamente cobardes y traidores (y materialistas, si es en tiempos modernos) a cuyas características morales corresponden con frecuencia las físicas.

Entre los personajes de respeto más frecuentes en estas leyendas destaco los del rey, el padre, el tutor y el tío o, y los del magistrado. Como los demás autores románticos Zorrilla alteró con frecuencia la realidad y las circunstancias de los sucesos y los personajes históricos con fines artísticos o con intención política. En su interpretación influyó también la opinión que le merecían tales personajes, de alguno de los cuales, como Pedro I de Castilla o el alcalde Ronquillo, se ocupó más de una vez. Estas leyendas concluyen generalmente de modo ejemplar con el castigo de los malos y el premio a los buenos, pero de esta regla parecen estar exentos los reyes, a quienes el autor aplicó otro criterio, pensando quizá que aquéllos, al serlo por derecho divino, estaban en libertad de hacer lo que tenía vedado el resto de los mortales. En «Príncipe y rey», Enrique IV es amante de una casada pero cuando el marido de la adúltera quiere vengarse, el rey se burla de él con impunidad y tanto el atrabiliario Carlos el Calvo («La fe de Carlos el Calvo») como don Pedro de Castilla cometen todo género de desafueros y fechorías. Zorrilla hizo protagonizar a este último varias leyendas y varios dramas, quiso reivindicar su memoria, y en ocasión del estreno de El zapatero y el rey insertó en el Diario de Avisos una nota advirtiendo que con aquel drama quería presentar a don Pedro tal como fue en la realidad.

La mayoría de los padres, tutores y tíos retratados aquí tienen modales bruscos, son innecesariamente inflexibles y coartan tanto la libertad de los jóvenes como sus relaciones amorosas. El tiempo nos revela que tanta antipatía y tanto rigor ocultaban un amor desbordante por ellos y el temor a verlos desgraciados. Uno de los recursos favoritos de Zorrilla es el de revelar al final de la obra, por lo general por medio de una anagnórisis, que la heroína no es quien parecía ser sino alguien de estirpe mucho más alta y que su pretendido padre era un denodado protector. De ejemplos pueden servir «Historia de tres avemarías» o «Dos rosas y dos rosales» y, en el teatro, Traidor, inconfeso y mártir. En ocasiones, son viejos malvados que pretenden abusar de las jóvenes encomendadas a su cuidado.

Como sabemos, tanto en los Recuerdos del tiempo viejo como en las notas que acompañan a sus obras, lamentó Zorrilla la incomprensión y la inflexibilidad de su padre. Para agradarle y lograr una verdadera reconciliación, le mandaba sus obras y en varias ocasiones introdujo en ellas un magistrado o un juez. Suelen ser hombres de edad, temerosos de Dios, rectos y fieles a su rey, y se podría decir que todos ellos están cortados por el mismo patrón.

Quizá con la excepción del Cid, los personajes históricos de estas leyendas no tienen carácter épico y los sucesos que protagonizan son de índole personal o anecdótica. No se pintan en ellas ni la sociedad ni las costumbres de la España del tiempo, sino escenas espectaculares de fiestas y batallas. Estos personajes son gente noble y en las leyendas localizadas en la época moderna tienen cierto nivel social. Y el amor por lo exótico, tan propio de la época, halla en Zorrilla un enamorado del mundo granadino musulmán.

Se podría decir que el autor del Tenorio tiene en sus leyendas un propósito moralizador y que el desenlace va subordinado a una ejemplaridad que recompensa la virtud y castiga el vicio. Tienen lugar en aquellos tiempos en los que el honor de los individuos dependía de la opinión que la sociedad tenía de ellos y, en consecuencia, el escándalo y el mal ejemplo eran pecados graves que no podían quedar impunes. Aquella sociedad no medía a los hombres por el mismo rasero que a las mujeres y las que despertaban los celos de sus maridos acababan pagando el precio de la infamia en un convento o con la muerte.

Para Marina Mayoral, en el romanticismo se da una abierta contradicción entre literatura y vida: las heroínas literarias, apasionadas y ardientes, no se ajustan en absoluto al papel que la sociedad asigna a la mujer y no respetan más leyes que su amor, ante el que desaparece cualquier otro deber moral, social o religioso. A pesar de su importancia en la vida del hombre, y aunque desde los tiempos de Werther estas heroínas han causado la desgracia o la muerte de sus amantes, su papel dentro del romanticismo es el de satélite que gira en torno al astro masculino y su carácter secundario se advierte en la frecuencia con la que el nombre del héroe masculino pasa al título de la obra. Aunque lo original de Zorrilla -y Mayoral se refiere aquí al Tenorio- ha sido romper ese carácter fatal del amor romántico (1995: 139), observa que sus heroínas viven también entregadas a la voluntad de su amado.

Como hijo de su tiempo, el poeta nunca puso en duda el papel que había correspondido a las mujeres dentro de una sociedad tan monolíticamente tradicionalista y patriarcal en el pasado como en sus propios tiempos. Por ello siguió considerándolas en sus obras como el fin, premio y objeto deseado de unos varones que luchan por su posesión y disponen de su destino. En «Para verdades el tiempo...» los enamorados Juan y Pedro se juegan a los dados el amor de Catalina; Enrique IV, cansado de su amante, se la entrega al marido para que haga con ella lo que quiera («Príncipe y rey»); un moro regala su favorita a un amigo («Dos hombres generosos») y en dos ocasiones («Margarita la tornera» y «El desafío del diablo») la protagonista es confinada al claustro por un hermano egoísta para disfrutar su herencia. El papel del hombre es activo y, por lo general, pasivo el de la mujer que depende de él para su protección y defensa.

Los personajes femeninos podrían agruparse en las categorías generales de la madre y esposa ejemplar; la doncella en apuros; y la mujer fatal, a las que habrá que añadir, la heroína cuya personalidad evoluciona o cambia a lo largo de la obra. El análisis de estos personajes se complica en el caso de Zorrilla, pues hay en sus leyendas esquemas, motivos, argumentos y personajes que aparecen más de una vez con variantes. En este caso, y al igual que ocurría con los masculinos, resulta difícil con frecuencia enmarcarlos dentro de una sola categoría, pues suelen pertenecer a varias a la vez o evolucionan de una a otra dentro de una misma narración.

No es frecuente encontrar la figura de la madre en estas leyendas aunque abarca tipos tan diversos como el de aquella que pretende envenenar a su hijo en «El montero de Espinosa» o doña Inés de Zamora, noble matrona de costumbres puras y pensamientos graves («El caballero de la buena memoria»), que es una madre ejemplar y cristiana. Entre todas destaca doña Jimena, cuyo carácter estaba ya delineado tanto en el Poema del Cid como en el romancero. En su «Leyenda del Cid» Zorrilla insiste sobre un temple moral y un recato que hacen de ella el equivalente femenino de los hidalgos castellanos. Para aquella santa mujer el honor de la familia es lo primero y subordina su felicidad al cumplimiento de sus deberes de vasallo y de esposa. En ausencia de su marido desprecia las vanidades de la corte y pasa buena parte de su vida recluida en la soledad claustral de San Pedro de Cardeña, dedicada por entero a sus hijas.

La «doncella en apuros», inocente y pura, aparece como un mito cosmogónico y fue el tipo simbólico más popular en la literatura medieval. Es objeto de asechanzas y peligros y espera protección y defensa del varón. Unas son víctimas de las maquinaciones de parientes o tutores como Valentina en «El talismán», otras viven esperando la vuelta de un amante que no llega, como Inés («A buen juez, mejor testigo»), son seducidas y abandonadas como la monja Margarita o son fieles a un amor más fuerte que la muerte (Aurora en «La azucena silvestre»). Y a partir de La religieuse de Diderot, se hacen muy populares las peripecias de la joven obligada a tomar el velo, un tema que será frecuente en la novela gótica, en el teatro y en los romances de ciego. El popular «drama monástico» francés ofrecía argumentos semejantes e influyó mucho sobre el melodrama y sobre el tipo de novela que floreció con Dumas, pére, y con Eugéne Sue. Todas estas obras denunciaban la presión de la sociedad sobre unas jóvenes sacrificadas a intereses familiares tan sórdidos como el ahorro de una dote o incrementar los bienes del mayorazgo, así como la condenable actitud de confesores y superioras de comunidades religiosas. El tema preocupó mucho a Zorrilla, en cuyas leyendas hay varias monjas sin vocación que ansían huir del claustro. «Para mí -escribía- [...] creo que la más alta dignidad de la mujer es la de madre de familia, y que la virginidad es una imperfección y una incompletez» (II, 1943: 2157).

Muy diferente es el tipo de la «mujer fatal», de tan antigua raigambre tanto en la mitología como en la literatura y del que el romanticismo nos ofrece ejemplos tan diversos como la Colomba de Mérimée, la Lucrecia Borgia de Hugo o la terrible monja de «El cuento de un veterano» del duque de Rivas. La «belle dame sans merci», la «mujer-demonio» tradicional, posee una belleza y unos atractivos sexuales que utiliza para atraer a unos hombres cuya destrucción busca. Es un caso de apariencias engañosas, pues tan atractivo exterior encubre un ser cruel y sin escrúpulos, frío y calculador, que está por encima de las leyes de la sociedad (Praz, 1988: 197-300). Las de Zorrilla son tipos muy diversos que tienen en común el disimulo y el espíritu de cálculo y se imponen por su inteligencia. También, como ya vimos, los jóvenes hidalgos que aparecen en estas narraciones destacan por su nobleza de sangre y de carácter y por su arrojo aunque menos por sus luces y por su capacidad de raciocinio. Y aunque Zorrilla se esfuerza en pintar a estas mujeres con un carácter tan diabólico, el lector avisado sospecha que no triunfan con sus malas artes sino por ser más agudas que sus adversarios masculinos, a los que manejan sin dificultad.

A mi juicio, la más perfilada y la más fascinante de todas ellas es doña Beatriz en «La leyenda de don Juan Tenorio», una obra tardía que tiene el interés de ser una excelente narración en la que el misterio, la venganza y la intriga van emparejadas y en la que se contraponen dos despiadados personajes: don César, impulsado por los celos y el resentimiento de un amor no correspondido que dedica la vida a destruir a Beatriz pero esta dama evita sus asechanzas y, al fin, le mata. Lo mismo que otras heroínas zorrillescas, Beatriz tiene una hermosa cabellera perfumada y ese aroma que conservan las habitaciones que ocupó ejerce un poderoso efecto erótico sobre don César y contribuye a perderle. A pesar de la fecha tardía en que parece haber sido compuesto (hacia 1870), este relato tiene elementos propios del romanticismo folletinesco «de tumba y hachero» de los años 30, a mi juicio, recuerda otros en las Chroniques italiennes de Stendhal y, desde luego, «El cuento de un veterano», uno de los Romances históricos del duque de Rivas.

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Para Romero Tobar, los romances y leyendas juveniles de Zorrilla fueron una variante artística de la poesía de consumo popular; y esta poesía, mantenida a lo largo de los años, llegó a mitificarle como vate nacional (1994: 145). Zorrilla fue muy prolífico, tanto sus versos como sus obras de teatro fueron recibidos entusiásticamente por la crítica y el público y entre 1839, cuando estrenó su primer drama, y 1847, fecha del último, dio a la escena más de treinta obras teatrales.

Retrato de José Zorilla por Federico de Madrazo y Kuntz (Fuente: Biblioteca Digital Hispánica). Zorrilla vivió de la literatura, anduvo siempre escaso de dinero y su considerable producción revela falta de reflexión y prisa para cumplir con el plazo de un editor, y de ello se excusó en varias ocasiones. Escribió narraciones históricas y legendarias durante casi cincuenta años, y en la segunda época de su producción literaria, que va desde los años 40 hasta los últimos de su vida, se fueron dejando sentir cada vez más el descuido en la ejecución y el aumento en la extensión de unas leyendas que abundan en digresiones y en complicaciones argumentales. Su vasta producción, su larga vida y su ausencia de España durante tantos años influyeron negativamente sobre una valoración ecuánime de Zorrilla por la crítica. Aunque su nombre sigue siendo conocido por todos, gracias a su Tenorio, Zorrilla está casi olvidado hoy a pesar de ser el poeta más aclamado y más famoso de su tiempo y, lo mismo que el Tennyson de la Inglaterra victoriana, representó el espíritu del Romanticismo tradicionalista y fue considerado durante más de medio siglo como el gran poeta nacional.

El paso del tiempo ha traído consigo profundos cambios en la sociedad, en las costumbres y en la ideología política y nuevos gustos en literatura. Nadie disputará hoy a Zorrilla un puesto de honor entre nuestros clásicos pero serán pocos los interesados en leerle fuera del ámbito universitario, a pesar de la indudable calidad de buena parte de su obra. Aparte de las obras de teatro, pienso que hoy se pueden leer con interés y con gusto algunas de aquellas leyendas suyas más tempranas como «A buen juez, mejor testigo», «El capitán Montoya» y «Justicias del rey don Pedro», buena parte de las incluidas en Cantos del Trovador, entre ellas, sin duda, la primera parte de «Margarita la tornera», y algunas en Vigilias de estío y en Recuerdos y fantasías. Todas conservan la brillantez y el vigor descriptivo de los primeros tiempos y evocan una vieja España idealizada y galante.

La mayoría de los críticos han considerada la poesía lírica de Zorrilla inferior a la narrativa; sin embargo, Navas Ruiz ha destacado el valor de la obra lírica de Zorrilla que por su capacidad para el misterio, su leve melancolía, el uso de símbolos comprensibles, que se hicieron muy populares, y el derroche de música y colores marca un hito decisivo en el desarrollo de la poesía española moderna (1970: 236) y ha atribuido su desprestigio a la facilidad métrica y a la musicalidad de sus versos. Aunque se le ha considerado como un autor carente de intimidad, lo personal es un tema presente en su obra lírica. En ella y en el Discurso poético leído ante la Real Academia abundan los recuerdos de su infancia y de su relación con sus padres, y las reflexiones sobre su poca fortuna. Y aunque buena parte de esta poesía es de carácter circunstancial, sus críticas a la situación política española, al analfabetismo, la ignorancia, y a la abulia nacional le sitúan entre los escritores del dolor de España (Romanticismo 1970: 238).

El aspecto más evidente de la lírica de Zorrilla es descriptivo: Navas Ruiz, quien se ha ocupado muy perceptivamente del sentimiento del paisaje en el Zorrilla juvenil (1995ª: 43-47), advierte cómo en las poesías tempranas «Toledo», «Recuerdos de Toledo» y «Recuerdo a N. D. P» la meditación histórica y a la vez estética del poeta le lleva a deplorar la decadencia presente y la abulia del pueblo español, representadas por las desoladas ruinas de castillos y torres, símbolo de un pasado glorioso, y en «A un torreón», «La torre de Fuensaldaña» y «Un recuerdo de Arlanza», su obra maestra de fusión de paisaje histórico y sentimental, la evocación se entrelaza con la nostalgia de la infancia y de los amores juveniles. En estas poesías, lo mismo que en las leyendas, está presente el tema del paso implacable del tiempo demoledor:

Ese montón de piedras hacinadas,
morenas con el sol que se desploma,
monstruo negro de escamas erizadas
que alienta luz y música y aroma;
a quien un pueblo inválido rodea
con pies de religión, frente de miedo,
que tan noble lugar mancha y afea,
es catedral de lo que fue Toledo.
(«Recuerdos de Toledo», I, 1943, 65)

Señala también este crítico que Zorrilla ha descubierto desde la historia la observación realista y la emoción del paisaje de Castilla. Mucho antes que la Generación del noventa y ocho, es él quien ha enseñado a ver y sentir esas tierras broncas y líricas de la meseta, sus ciudades decadentes... (1995ª: 46-47), y da como muestra algunos versos entresacados de El drama del alma, harto elocuentes:

Corre. Ya veo a lo lejos
de sus cerros solitarios
los ruinosos castillejos
y los gayos campanarios
de sus pardos lugarejos...
Castilla cuyos castillos
hoy en escombros abruman
tus débiles lugarcillos
y cuyas ruinas perfuman
las salvias y los tomillos...
(El drama del alma, «Segunda parte», I, 1943, 2043-2044)

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En fin, en su libro La poesía de José Zorrilla. Nueva lectura histórico-crítica recogió este crítico las opiniones que mereció la obra del autor de las Leyendas. Con excepción de algunas negativas como la de Martínez Villergas (1854), la de Manuel de la Revilla (1877) y las diversas de Unamuno (1908, 1917 y 1924), las demás revelan cariño por el poeta y admiración por su obra. La lista es larga, pues incluye a buena parte de nuestros escritores y críticos desde sus contemporáneos Pastor Díaz (1837) y Gil y Carrasco (1839) hasta Gerardo Diego (1975), ya muy avanzado el siglo XX, pasando por otros como Valera, Pardo Bazán, Clarín, Pereda, Menéndez Pelayo, Ganivet y Rubén Darío.

Además de Narciso Alonso Cortés, a quien se deben la biografía y la edición crítica de las Obras Completas de Zorrilla, que hoy siguen siendo indispensables, entre los estudios de la obra de Zorrilla destacan los de John Dowling, Russell P. Sebold, Leonardo Romero Tobar y Ricardo Navas Ruiz, además de tantos otros que han contribuido con artículos, bibliografías y estudios y dado a la imprenta ediciones críticas.

Zorrilla hizo notar que desde los comienzos de su carrera tuvo gran cantidad de admiradores y émulos de su estilo. Para Galdós (1889), Ningún otro ha tenido más entusiastas adeptos ni secuaces más vehementes ni tan fanáticos admiradores, Pardo Bazán (1909) confesaba haber sufrido en la juventud, como creo que la sufrieron en determinada época todos los españoles, la fascinación de Zorrilla, para César Vallejo (1915) sólo el cisne de Valladolid logró imponer su sello en la poesía latinoamericana, y Gerardo Diego vio en su capacidad de crear mundos misteriosos y quiméricos un precursor de Bécquer, de Salvador Rueda, de Villaespesa y de Lorca.

Y aunque en estas leyendas muchos asuntos no son rigurosamente originales, supo darles un inconfundible estilo y un nuevo aspecto propio. Zorrilla sigue siendo hoy el poeta de la leyenda y del cuento fantástico popular, el creador del Tenorio y el representante máximo del espíritu tradicional español. Su dominio de las palabras, su capacidad de reflejar en sus versos armonías y colores y su delicado lirismo hacen de él uno de los altos poetas de nuestra literatura.

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