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El personaje femenino en el teatro de Juan de la Cueva

Juan Matas Caballero


Universidad de León

El escaso interés que ha suscitado el teatro de Juan de la Cueva se ha centrado sobre todo en sus obras de tema histórico, y el estudio de sus personajes también se ha reducido prácticamente al análisis de las figuras legendarias, pasando de forma inadvertida, por una parte, el teatro de asunto novelesco1 -excepción hecha, tal vez, de El infamador- y, por otra, sus personajes y, en especial, aquellos que, a nuestro juicio, revelan una óptima caracterización, los personajes femeninos, convertidos a menudo en verdaderos protagonistas de la pieza teatral, en cuyo tratamiento el dramaturgo sevillano realizó un considerable esfuerzo que, en cierto modo, podría liberarlo de la peyorativa concepción que la crítica ha proyectado sobre la construcción de sus personajes trágicos2.

No es ésta la ocasión oportuna para realizar un detallado estudio de todos los personajes femeninos que aparecen en el teatro de Cueva, pero sí se procurará ofrecer unas genéricas pinceladas que puedan permitirnos trazar sus perfiles caracterológicos más relevantes y sus funciones simbólicas más definidas, de modo que se pueda valorar su significado no sólo en la dramaturgia del sevillano sino también en el contexto teatral de su época.






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La dependencia que el teatro de Cueva tiene de la elaboración de su propio discurso ético afecta a todos los aspectos de su dramaturgia y, en especial, a sus personajes, que son los que encarnan y asumen la función de hacer explícitos tales mensajes doctrinales. La excesiva dependencia contenidista que arrastraba el teatro de la época contribuía también a que los argumentos, la puesta en escena, la caracterización de los personajes, etc., terminaran sometiéndose a la exposición del planteamiento doctrinal. En este sentido, los conflictos expuestos resultaban muy simples y, por ende, los personajes, que no eran más complejos, también terminaban polarizándose en dos grupos antagónicos e irreductibles asumiendo nítidos mensajes éticos y valores antitéticos.

La necesidad de que la lección doctrinal llegara con claridad a un público cada vez más mayoritario, que -como el propio espectáculo teatral- tal vez tampoco estaba para demasiadas sutilezas intelectuales, debió de contribuir a que el dramaturgo no creara una tipología de personajes demasiado complicada, sino que, muy al contrario, ofreciera una galería de tipos simples que el espectador pudiera asimilar sin apenas esfuerzo. Esta práctica seguía los mismos derroteros cualquiera que fuera el tono y el tema de su pieza teatral.

Las líneas temáticas de la dramaturgia de Cueva, a nuestro juicio, se cifran en torno a la historia y al amor3: si, en la primera, el dramaturgo lograba elaborar un discurso ético susceptible de ser aplicable a la situación política de su propia etapa histórica4, en la segunda, el autor sevillano pretendía enhebrar sobre todo un mensaje ético en torno a las relaciones amorosas, cuyo contenido pudiera trasplantarse a su propia realidad.

Pues bien, en los dos planteamientos temáticos de la dramaturgia de Cueva, el personaje femenino cobra una especial importancia de cara a la elaboración de sus respectivas propuestas éticas, aunque es cierto que el papel de la mujer adquiere mucha más relevancia en su teatro de tema amoroso. En cierto modo, es lógico que sea así, pues las piezas teatrales de este grupo escenifican las conflictivas relaciones sociales de carácter privado, en especial las que giran en tomo al amor con sus consiguientes implicaciones familiares, y nuestro autor pretendía, si no reflejar exactamente la propia realidad, al menos sí ofrecer un mensaje ético susceptible de ser aplicado o confrontado -ya fuera su voluntad rupturista o continuista- con la realidad social del momento5. Si el núcleo temático sobre el que giran estas obras es el amor, resulta obvio que los principales protagonistas de estos planteamientos fueran el galán y la dama, de ahí que ésta cobre un mayor protagonismo que en las piezas de tema histórico, cuyo papel venía marcado por la propia historia, y sobre todo por sus fuentes documentales.




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En este caso, nos interesa destacar el papel que asumen las matronas romanas -Cornelia, Iulia y Camila- de la Comedia del saco de Roma. Como sabemos, se trata de una pieza teatral en la que no hay protagonistas individualizados sino colectivos, por lo que estos personajes representan a todas las mujeres, en las que Cueva proyecta un profundo sentido del honor y espíritu patriótico, católico y rebelde, al presentarlas dispuestas a luchar contra el pillaje cometido por los soldados alemanes en Roma6. Y una de las patricias romanas reconoce el exquisito trato que les dispensaron los soldados españoles7, con lo que la proyección simbólica que se hace del valor, honor, patriotismo, catolicismo, sobre las matronas romanas también revierte en el continuo elogio que Cueva hace a lo largo de la obra de la España imperial de Carlos V.

En el teatro de tema histórico destaca el personaje femenino de Doña Urraca en la Comedia de la muerte del rey don Sancho. Aunque el dramaturgo se pliega a las fuentes legendarias e históricas en las que se basa para la construcción del drama8, nos ofrece una imagen interesante de la actitud de doña Urraca frente a la de su hermano don Sancho. El balance resulta mucho más positivo para la dama que para el varón, pues si éste se muestra ambicioso, desleal y arbitrario, persiguiendo siempre su propio y egoísta interés, aquélla se muestra fiel a la voluntad de su padre, actúa por el beneficio e interés de su patria y sabe adoptar un difícil equilibrio entre su función política y su afectividad personal, como se pone de manifiesto al hablar al Cid, emisario de su hermano, y al aconsejar a los viejos zamoranos que no se sacrifiquen ellos mismos en el reto.




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Aunque aparecen otros personajes femeninos en el teatro de tema histórico de Cueva, no es fácil hallar en ellos rasgos caracterológicos distintos de los que muestran los mismos personajes en el teatro de tema amoroso, pues también se recrean escenas de carácter íntimo -como la relación amorosa entre Zaida y Gonzalo Bustos en Los siete infantes de Lara, o la relación entre doña Ximena y el conde de Saldaña en La libertad de España por Bernardo del Carpio-, de ahí que, para evitar repeticiones, debamos centrarnos en las obras de este grupo.

Estas piezas suelen girar en torno a la relación amorosa entre un galán y una dama, y el conflicto que se produce cuando un tercer personaje, varón, pretende conseguir los favores de la dama en contra de su voluntad, como vemos, por ejemplo, en las comedias de El viejo enamorado, El tutor o El degollado. Por lo tanto, aunque el conflicto se puede dibujar en forma de triángulo, nos fijaremos en el enfrentamiento que se produce entre ese tercero en discordia y la dama, pues nos interesa en especial la defensa que la mujer hace de sí misma y la caracterización que presenta en el teatro de Cueva. Desde esta óptica, asistimos también a una disputa sociológica entre un determinado tipo de hombre y una concreta tipología de mujer, cuyos rasgos, caracteres y actuaciones constituyen en esencia la lección doctrinal que el dramaturgo elabora para la sociedad de su tiempo.

La mujer del teatro de Cueva presenta diversas actitudes ante lo que puede considerarse la agresión y/o interferencia de un segundo varón en su relación amorosa. Así vemos cómo Aurelia, cuya belleza se dibuja de acuerdo con el canon petrarquista9, corresponde al amor de su prometido Otavio y, al despedirse de éste, manifiesta, de acuerdo con la tradición amorosa, su fidelidad y firmeza. Frente a este amor espiritual con vocación matrimonial, Aurelia rechaza las pretensiones del Tutor, viejo hipócrita que debe educar a Otavio aconsejándole castidad y pureza, mientras que él frecuenta a mujeres y urde un plan para alejar a su pupilo con el fin de conseguir a su dama, quien se muestra honesta y censura la pretensión del Tutor cuya enseñanza queda deslegitimada con su proceder10. Aunque la actitud decorosa y virtuosa de la dama queda demostrada con bastante ejemplaridad, hemos de reconocer que el verdadero protagonista de la pieza es el criado de Otavio, Licio, quien planea la actuación que debe seguirse para desenmascarar al viejo Tutor y a Leotacio, el amigo desleal de su amo, que son burlados y ridiculizados al final de la obra.

En la Comedia del viejo enamorado, que -como la anterior- sigue la dualidad senex/virgo de las comedias clásicas, la dama no sólo adquiere las cualidades más positivas de todos los personajes, sino que además es la verdadera protagonista de la obra. Olimpia mantiene una doble lucha: por una parte, tiene que frenar las pretensiones eróticas del viejo Liboso, quien ha tramado un engaño, diciéndole a Festilo, padre de la dama, que su prometido Arcelo está casado, y que él se propone como marido de su hija; y, por otra, la dama tiene que enfrentarse a su propio padre, quien, más preocupado por su honra, termina creyendo al viejo Liboso y se lo quiere imponer como marido en contra de su voluntad11.

La fidelidad amorosa de Olimpia, su constancia y firmeza, su honestidad, la empujan a vengarse de la afrenta y el daño que Liboso ha propiciado a su prometido Arcelo, aunque no llega a matarlo por el consejo de la Razón, que, junto con la Invidia, la Discordia y Lissa, acudieron en su ayuda, evidenciando el afán moralizador del dramaturgo. La integridad y convicción de Olimpia, quien se manifestó dispuesta a morir antes que perder su honra admitiendo un matrimonio no deseado, le permite rebelarse contra la egoísta e interesada pretensión de su padre12, pues ella quiere elegir a su esposo libremente según el dictado de su pasión amorosa.

Como ocurre en el teatro de Cueva, y en general en la comedia áurea, el final es feliz para nuestra protagonista, quien resulta premiada conforme a su actuación de acuerdo con la pureza de sus características y cualidades personales: se descubre el enredo tramado por el viejo Liboso, que es mortalmente castigado, y su padre termina aceptando la voluntad matrimonial de Olimpia que es entregada a su prometido Arcelo13.

En la Tragedia de Virginia y Appio Claudio -que sigue el argumento del libro III de las Décadas de Tito Livio- podemos ver, sin embargo, una solución radicalmente diferente. La dama representa ahora una virtud esencial de la mujer: un extremado sentido del honor y de la castidad. Virginia se enfrenta al viejo Appio Claudio quien, obsesionado por su delirio sexual de poseerla, la secuestra y, como juez deshonesto y corrupto, pretende culminar su delito dándole un barniz supuestamente legal adjudicándola como esclava a un cómplice suyo. La patricia romana manifiesta desde el primer momento su pureza y honestidad oponiéndose a la pretensión del pervertido y corrupto juez14. El sentido extremado de su castidad y su entereza le permite soportar estoicamente, y con absoluta pasividad, su desdichada muerte, pues su propio padre, obsesionado por el sentido del honor, al margen de lo que podía convenir a la hija y en lugar de buscar una solución más feliz, opta por un final drástico15.

Más allá de pensar que en esta obra el dramaturgo propone un comportamiento a seguir, cabe suponer que se postula la condena del insano amor de un viejo poderoso que actúa de manera ilegítima, a la vez que se valora la extremada concepción del pudor y del honor de la dama. Pero se tiene en todo momento -y así lo avala la distante época en la que se sitúa la acción- la conciencia de que el autor, más que una propuesta de signo ético, ha pretendido recrear un motivo clásico que dejará una profunda huella en la literatura áurea16, a la vez que ha querido rendir su particular tributo al género trágico.

La protagonista de la Comedia de la constancia de Arcelina, lejos de ser víctima de un ataque de honestidad o de una agresión sexual, es la que se deja llevar de su loca pasión amorosa hasta el exagerado extremo de matar a su propia hermana que también estaba enamorada del mismo hombre17. La firmeza y constancia en su fe amorosa por Menalcio, acusado del crimen por el perjuro Fulcino, la lleva hasta el bosque con el fin de conseguir saber la suerte que correrá su amado. Al enterarse de que será ajusticiado, confiesa su culpabilidad18. El amor que siente por Menalcio es la fuerza que arrastró a Arcelina a matar a su hermana Crisea, pero también es la misma fuerza que le hace decir la verdad para salvar a su amado, quien, sin embargo, no está a la altura de las circunstancias, ya que se muestra indeciso al no elegir en su momento a una de las dos hermanas y, lejos de mostrarse caballeroso, pidió la muerte de Arcelina nada más enterarse de su culpabilidad, sin esperar a oírla, por lo que será castigado con el destierro. El personaje que sí se sitúa en su papel de manera humana es el padre de Arcelina, quien, a pesar de conocer la culpabilidad de su hija, no quiere perderla como a Crisea, y se muestra partidario de la decisión del Gobernador, suscribiendo su tesis de estar ante una demostración de la constancia y fuerza del amor, asumida también -como subrayó Arcelina- por las mujeres19.

En la Comedia del degollado hallamos a una dama que reúne casi todos los rasgos positivos que han sido atribuidos a las mujeres de las anteriores piezas dramáticas: Celia es una mujer bella conforme al canon petrarquista; ama de forma honesta, firme y constante a su prometido Arnaldo. Como en casos anteriores, Celia tiene que enfrentarse a las perversas pretensiones sexuales del desleal Chichivalí, quien incluso intentó violarla, y a las sugerencias algo más refinadas del Príncipe moro, y siempre se mantiene firme y fuerte en la defensa de su honestidad hasta el extremo de estar dispuesta a asumir estoicamente la muerte con tal de mantener incólume su honra. Este espíritu de castidad y fidelidad amorosa -loado incluso por el Príncipe moro20- es la causa que al final consigue que la dama y su amado queden en libertad y que el pérfido Chichivalí haya sufrido la muerte a manos del traicionado Arnaldo.

En el ámbito de las comedias de Cueva la mujer que, tal vez, resulta caracterizada de forma más positiva es Eliodora, cuya figura sale realzada sobre todo cuando se la compara con Leucino, galán con el que mantiene una acerba disputa a lo largo de la obra. Si este caballero es un rico hombre que todo el valor en esta vida lo reduce al poder del dinero, con el que cree poder comprar cuanto desea, incluido el amor de las mujeres21, y si se muestra deshonesto, depravado, ignorante, misógino y, para colmo, cobarde e infamador, Eliodora representa la encarnación de todos los valores opuestos. La dama es una noble doncella, muy bella, tan preocupada por su honor y castidad que declina toda invitación amorosa22; se trata de una dama culta y preocupada por cuestiones que, quizás, hoy diríamos «feministas»23. Lejos de ser un personaje pasivo en la obra, se muestra muy activa, y su preocupación por la honra y la castidad le permite no ceder ante el halago ni la violencia, y termina venciendo la infamia de Leucino. Otra disputa es la que se establece entre Eliodora y su padre: para él, que tiene un sentido rancio y egoísta del honor, su hija, al margen de lo que diga la justicia, y haciendo gala de una convicción claramente misógina, es culpable de todo y merecedora del castigo24. Pero la intervención de los personajes mitológicos la salvan finalmente de sufrir el castigo. Así, la diosa Diana encarna el mismo espíritu «feminista» que nuestra dama y en su sentencia final la exculpa de todo castigo, que recae sobre el verdadero culpable, al tiempo que reprende a la justicia y proclama la castidad y honorabilidad de Eliodora25.




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Una vez que se ha visto, aunque de forma muy breve y rápida, los principales rasgos caracterológicos de los personajes femeninos, podría afirmarse que, en líneas generales, éstos son similares a los que encarnan los personajes masculinos26, y que no difieren, en realidad, de las pautas trazadas por la caracterización de los personajes del teatro de su época e, incluso, de la etapa posterior.

Para concluir, tal vez convenga plantearse, con la cautela necesaria que nos impida caer en anacronismos, si, a través del tratamiento de los personajes femeninos que pueblan sus piezas teatrales, Juan de la Cueva ha elaborado un discurso profeminista. No resulta fácil responder en sentido afirmativo la hipótesis planteada, pero creemos que no sería erróneo sugerir que el dramaturgo sevillano nos ofrece en su obra teatral un planteamiento que proyecta una visión muy positiva de la mujer, independientemente de que tal imagen coincida con la que en nuestra época hoy podríamos calificar como feminista o profeminista (asunto que, por otra parte, nos alejaría sobremanera de nuestro actual planteamiento).

En líneas generales, podemos decir que en la dramaturgia de Cueva prevalece una imagen óptima de la dama, quien, en el teatro de tema histórico (las matronas romanas o doña Urraca), encarna valores como el patriotismo, el catolicismo y la rebeldía contra el tirano; una serie de valores que, en la perspectiva de Cueva, no formaban parte de los hombres en exclusiva. En el teatro de asunto novelesco, y más concretamente de tema amoroso, se ha podido apreciar que la mujer aparece caracterizada de forma también muy positiva: si físicamente la mayoría de ellas se atiene al canon de la ideal belleza petrarquista (Celia o Aurelia), psicológica o espiritualmente todas manifiestan un amor puro de vocación matrimonial hacia su prometido, a quien guardan fidelidad y constancia amorosa (Celia, Aurelia, Olimpia), se muestran castas y honestas rechazando toda insana invitación sexual (Virginia, Eliodora), y llegando, si fuera necesario, hasta el sacrificio mortal que aceptan estoicamente (Virginia).

El planteamiento de los conflictos en estas obras de asunto amoroso nos confirma también un enfoque profeminista por parte del dramaturgo, pues tales conflictos se producen porque una tercera persona, que siempre es un hombre (psicópata, pervertido, en forma de ridículo «viejo verde» -como Liboso o el Tutor- o de joven desleal -Leotacio-, repulsivo y violento -Leucino y Chichivalí-), pretende inmiscuirse en la relación amorosa del galán y la dama con el exclusivo fin de conseguir el lascivo favor sexual, empleando siempre medios no sólo poco decorosos sino delictivos (la infamia, el secuestro o la violación). Como consecuencia de estas agresiones, suele ser la propia mujer la que actúa y se convierte en protagonista de su defensa, en solitario (Virginia) o con la ayuda de su amado (Celia), de fuerzas sobrenaturales (Eliodora, Olimpia), o de algún otro personaje (Aurelia), pero en ningún caso espera a ser ayudada para actuar.

Otro planteamiento que apoya la tesis profeminista del teatro de Cueva es la proclamación de la libertad de la dama para elegir marido de acuerdo con sus sentimientos y de forma independiente a la voluntad paterna, como hace Olimpia al persistir en su voluntad matrimonial con Arcelo, a pesar de la decisión del padre y de la infamia levantada contra su prometido27.

La solución final que experimentan estos personajes también resulta elocuente, pues en ese desenlace se proyecta la lección doctrinal que el dramaturgo insufla a la obra y, por lo tanto, la función simbólica y el significado que él mismo ha otorgado a cada personaje. Así, en justa correspondencia con lo expuesto anteriormente, puede verse que las damas son recompensadas y premiadas por su actitud -incluida la propia Virginia, cuya muerte evitó su deshonra, supuso el castigo para el juez y, además, consiguió con su nombradía convertirse en ejemplo para la posteridad- (Olimpia consigue a Arcelo; Aurelia a Otavio; Celia a Arnaldo y Eliodora logra su fama eterna), justo todo lo contrario de lo experimentado por los personajes masculinos culpables de los conflictos (Fulcino, Appio Claudio, Liboso, Chichivalí y Leucino mueren; Menalcio es desterrado; el Tutor y Leotacio son burlados y ridiculizados; y el Príncipe moro recibe una lección).

Pero donde el discurso profeminista de nuestro autor adquiere más importancia y coherencia -según hemos visto- es en la comedia de El infamador, donde se concreta una defensa teórica del papel de la mujer, cuya virtud y actividad no se limita sólo al hogar o a defender su honra, como se pone de manifiesto en el personaje de Eliodora, dama culta, gran lectora, sensibilizada con la problemática de la mujer y critica contra toda la tradición misógina28. Actitud que, lejos de ser ocasional y aislada, el dramaturgo consolida al presentar a la diosa Diana ratificando a Eliodora, proclamando no sólo su inocencia, sino su valor simbólico como mujer honesta y casta, y condenando a todos los hombres que no respetan a las mujeres y a la justicia que sostiene y apoya tal situación.

Estas ideas constituyen en esencia el discurso de Cueva sobre la mujer; un discurso que, si no podemos calificarlo con rotundidad de profeminista, sobre todo en aras de evitar posibles anacronismos, al menos resulta alentador en defensa de la mujer. Nuestro autor quizás no sea «feminista» como María de Zayas o Sor Juana Inés de la Cruz29, pero desde luego su dramaturgia nos ofrece un terreno abonado para subrayar la igualdad teórica entre hombre y mujer30, quien, en no pocas ocasiones, asume la salvaguarda de la honra, la ética, la patria, la rebeldía, la religión y la cultura, sacrosantos valores que siempre les estuvieron vedados y, que, por lo tanto, ponen de relieve la consistencia del personaje femenino y el profeminismo del teatro de Juan de la Cueva.





 
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