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Disfraz, máscara e identidad en el primer teatro prelopesco (de Encina a Torres Naharro)

Miguel García-Bermejo Giner





El estudio del empleo de las máscaras en el siglo XVI precisa de un arqueo de piezas, autores y documentos que muestren la difusión de la máscara, elemento tan esencialmente vinculado al teatro desde sus documentaciones más tempranas en las distintas fiestas cortesanas rematadas con el empleo de disfraces, entre las que sobresalen los momos1, incluidos a veces en representaciones dramáticas2. Además, por otra parte, es preciso explicar la clara vinculación, aceptada tácitamente creo que por todos, de la equivalencia entre máscara y disfraz, a pesar de ser, objetivamente, signos que producen efectos diferentes, a primera vista: No es lo mismo ocultar la identidad que transformarse, por medio del atuendo, en otra persona, aunque sobre esto he de volver.

En el origen del fenómeno se encuentra el peculiar espacio socio-cultural medieval en el que se desarrolló el empleo de máscaras y disfraces en ocasiones que festejaban las señas colectivas de identidad para reforzar los vínculos que unían a sus participantes y adoctrinar simultáneamente a quienes participaban, no ya como simples espectadores, sino como parte integrante y necesaria del espectáculo3. Esas coordenadas ideológicas fueron el punto de partida del teatro castellano que tiene a Juan del Encina por cabeza de fila; por ello no es de extrañar que la presencia de los recursos que revisamos en este volumen se relacione con el mundo en el que nace. En un segundo momento, con Lope de Rueda, el disfraz se reduce a un mecanismo de la intriga, carente del valor social añadido que había tenido hasta entonces, para, en un tercer momento casi contemporáneo pero ligeramente posterior, recuperarlo en ocasiones, aunque no en otras, en el mundo de la dramaturgia valenciana, nacido del muy cortesano ambiente de la capital del Turia. En esta oportunidad me tendré que limitar a analizar la primera etapa del fenómeno y dejar las siguientes para un futuro trabajo.

Una interpretación del empleo de máscaras en el teatro castellano pasa, como indiqué, tanto por la confección de un censo de su uso como por la averiguación de qué se entendía por máscara en aquel entonces. En este último sentido, recientemente, Lobato4 pasaba revista a las cuatro definiciones del término que acumula el Diccionario de Autoridades y señalaba como más interesantes la segunda y la tercera5 para abordar el estudio de esta técnica dramática en el siglo XVII. En ellas se percibe claramente la conciencia de la vinculación de este artefacto con las fiestas medievales a las que hacía referencia antes, los momos, pero al no marcarse explícitamente ese nexo me parece que perdemos la conexión que permitiría explicar tanto el porqué de la vinculación de máscara y disfraz, tan temprana, como su utilización por parte de los dramaturgos castellanos de textos profanos; dejo de lado, por tanto, el amplio campo de la literatura dramática religiosa por ser un espacio tan interesante como lejano de mi propósito en esta ocasión6.

Para aclarar este punto me parece muy conveniente recordar la definición de Alfonso de Palencia en su Universal vocabulario de 1490, que aborda al analizar la acepción mimus7:

«[...] los mimos o momos remedavan las cosas humanas e quando floreçía la república romana, estos solenizavan los juegos scénicos vestidos de vestiduras conformes a la persona que querían remedar e las caras cobiertas, e lo que requería singular artificio conformaban la pronunciación e la boz y el movimiento del gesto con los negoçios e personas [...] E los momos en quanto algunas vezes remedavan mugeres desonestas o rufianes o alvardanes e tragones, dizían los histriones -que quere dezir representadores- de lo que contenía en la fabla del poeta que en los juegos la presentava al pueblo»8.


En esta definición de Palencia, aunque aplicada a una realidad teatral romana, se deja ver que a fines del siglo XV el concepto de máscara, que no por casualidad aparece unido al de momo, estaba directamente relacionado con el empleo combinado con un disfraz para conseguir transmitir a los espectadores una transformación completa de un personaje9. Con razón afirma Pérez Priego que los momos contenían todos los ingredientes precisos para la creación de piezas dramáticas10, y que fueron aprovechados por sendos creadores cortesanos, Juan del Encina y Gil Vicente; entre ellos destaca y jerarquiza, agrupándolos, tres significativos constituyentes: «el marco escénico del momo (la sala del palacio y el ambiente festivo) [...] sus máscaras y visajes (en este caso la máscara pastoril) y [...] los mismos asuntos encomiásticos y amorosos»11.

No creo necesario insistir en la relevancia primordial del atuendo en todas estas festividades, en las que la etiqueta en el vestido contribuye a la cimentación de la consistencia del grupo y a formar parte de él, como señaló Folliot12 a propósito de su significación en la danza. Y es que un cambio de apariencia no sólo produce en este teatro, como en cualquier obra dramática contemporánea, una transformación de la identidad individual, política o sexual, sino, lo que es más interesante, social13. Además, la citada semióloga caracteriza este recurso, que apunta que es más propio de la comedia que de otro tipo de texto dramático, como basado en la convención y en la complicidad del público; así, el cambio de atuendo produce «un cambio de lenguaje o de estilo, con una modificación del comportamiento o con una interferencia de pensamientos o sentimientos verdaderos»14.

Creo que de esta manera podemos comprender qué sucede con el personaje del escudero y los pastores de las églogas VII y VIII de Juan del Encina. Recordemos que la simplísima fábula de estos dos textos se asienta sobre el tópico proceso de amor15 de un anónimo escudero -a quien su aspecto y condición social bastan para caracterizar- que se prenda de Pascuala, una pastora que 'adamaba' otro rústico, Mingo. Parece claro que el atuendo y los modos de relación social sustentan la identidad en el teatro y la Castilla de aquel tiempo; reparemos cómo en los quince primeros versos de la Égloga VII de Encina, antes de operarse el cambio en Mingo, el rústico actúa como un cortesano que, pese a estar comprometido16, corteja a una pastora movido por un amor irrefrenable que expresa en términos próximos a la hipérbole sacroprofana17 y por la que ofrece su pasión y servicio -simbolizados en una rosa (p. 62, vv. 21-32)- a cambio de una prenda o galardón que lucirá como buen amante cortés: «Dame, dame una manija / o siquiera esa sortija / que traya por tus amores» (p. 62, vv. 38-40). Menga percibe la discordancia de comportamiento y aspecto que también apreciaría el espectador, por lo que se niega a plegarse a sus deseos y le conmina, ante la llegada del escudero, a que vuelva a su ser:


Hete, viene un escudero.
Vea que eres pastorcillo:
sacude tu caramillo,
tu hondijo y tu cayado;
haz que aballas el ganado,
silva, hurria, da gritillo.


(p. 62, vv. 43-48)                


Si Pascuala rechaza al pastor no es por otra razón que por la que se expone en la breve e indicativa escena que culmina la obra; en ella, para vencer a su contrincante y las bucólicas y concretas ofrendas18 con las que el rústico quiere conquistar a Pascuala, el escudero emplea una vaga oferta («Yo le daré más y más / porque más que tú la quiero» [p. 67, vv. 163-164]), que sirve de pórtico a la inmediata decisión de la pastora de escogerle a él, siempre que se guarde el necesario decoro social:


Miafé, de vosotros dos,
escudero, mi señor,
si os queréis tornar pastor,
mucho más os quiero a vos.


(p. 67, vv. 181-184)                


La respuesta del escudero es positiva e inmediatamente se transforma (p. 67, vv. 185-188) con la simple aceptación de objetos propios del vestuario del pastor19 que le entrega su amada como una suerte de prenda cortés, aunque bucolico more20: «Mi çurrón y mi cayado / tomad luego por estrena» (p. 67, vv. 189-190).

Pero esa mutación social, como dictaba la lógica estamental imperante21, no había de durar, pues a renglón seguido, textual y dramáticamente hablando, en la Égloga VIII, el personaje vuelve al redil cortesano y trae consigo a sus compañeros de la égloga anterior. Este retorno al claustro social ni que decirse tiene que se simboliza con el cambio de atuendo de todos los implicados en la metamorfosis; incluso pudiera tratarse de un reflejo de la peripecia vital del autor, que describiría en la égloga mencionada su transformación también en miembro del núcleo cortesano. Esto se llevaría a cabo merced a su contribución con su Cancionero al engrandecimiento y prestigio de la ascendente casa de Alba22, inserta en ese ethos de status consumption que preside la vida de la nobleza coetánea y explica en buena medida la transmisión de los textos dramáticos castellanos de la primera mitad del XVI23.

La escena anterior se desarrolla morosamente en el aspecto que nos interesa; una vez que han vuelto al salón, de donde partieron hace un año24, el escudero, ahora convertido en Gil25, vuelve con intención de permanecer en la corte y traer a su adamada pastora: «[...] Y porque lo creas, / luego quiero que nos veas / aquestos hatos mudar» (p. 79, vv. 237-239). Para lograr el cambio precisa de mudar su atuendo, claro está:


Quita essos hatos, Pascuala,
y dellos ya derreniega
y a fuer de la palaciega
te me pones muy de gala.
Y luego, assí Dios te vala,
te me torna muy polida.


(p. 79, vv. 241-246)                


El nuevo aspecto de la pastora impresiona a la esposa de Mingo, tal como el de Gil deslumbra a su esposo, al punto de que tanta admiración se convierte en deseo de emulación en el rústico, expresado por medio del cambio de hábito (p. 81, vv. 305-310). El antiguo escudero elimina la última resistencia al cambio del pastor, que cifra en tópicos de la alabanza de aldea (pp. 82-83, vv. 329-365), aunque acto seguido comienza también a despojarse de su vestido rústico, toda vez que exhorta a su mujer a hacer lo propio (p. 83, vv. 373-376). Es entonces cuando Pascuala ofrece su ayuda en la transformación a Menga en términos que podrían hacer sospechar que se empleaba alguna máscara para, al menos, caracterizar a las pastoras26. Finalmente, los dos neófitos se aprestan al cambio de atuendo27 y, acto seguido, Gil y Mingo discuten sobre su apariencia con las nuevas prendas: Una capa roja (v. 414), un jubón (v. 415), un sayo de amplias mangas pero ceñido (vv. 418-421) y un bonete, que se debe colocar a un lado de la cabeza (v. 445), al igual que debe poner la mano en el costado28. Tras estos preparativos, los personajes se entregan a celebrar el amor y su servicio, como corresponde a un cortesano que se precie.

Encina volvió a emplear el recurso del disfraz, aunque de modo menos extenso, en la posterior Égloga de Cristina y Febea, con la interesante variación de que en esa pieza es un ermitaño29 el que abandona su vida retirada para volver a ser un pastor. Recordemos cómo Cristino no soporta la tentación que en forma de ninfa le envía Amor, tras discurrir cómo presentará batalla a los buenos propósitos del neófito (pp. 139-141, vv. 199-280). El sentido, mutatis mutandis, es el mismo del caso anterior; el cambio de vestimenta de Cristino implica el abandono de una forma de vida para pasar a otra, esta vez de pastor ya más próximo a lo cortesano, aunque sea en hábito pastoril, en la que prime el servicio amoroso (p. 145, vv. 406-408). Nuevamente, como en la Égloga VIII, Encina se demora en esa metamorfosis merced al cambio de vestimenta:

JUSTINO
[...] Dexa los ábitos ende,
dalos por Dios o los vende.
No los cures de llevar.
CRISTINO
De los ábitos, te juro,
no me curo.
Tú, Justino, me los quita.
Allá dentro en el hermita
quedarán, yo te seguro.
JUSTINO
Dusna, dusna el balandrán,
que es afán.
Quítate el escapulario,
las cuentas y el breviario.
No semejes sacristán.

(p. 148, vv. 493-505)                


Resulta llamativo que quien sigue más fielmente30 a Encina, el también salmantino Lucas Fernández, que preparó y supervisó autos y festejos para la Catedral salmantina31 en los primeros años del XVI en los que se emplearon máscaras y disfraces32, en cambio no haga uso en sus textos de los mismos. Tal vez la razón de esa ausencia estribe en que Fernández, un especialista en la preparación de espectáculos, está enemistado con Encina desde 1498 por una plaza de cantor en la catedral a la que ambos concurren33; y por ello, cuando tiene que escribir teatro se orienta más hacia la reducción paródica de los personajes y métodos de presentación del conflicto de identidades con el que triunfó su oponente, como interpreta López Morales34. Contemporáneamente, por otra parte, ni que recordarse tiene el uso extenso e intenso que de los mecanismos teatrales de los momos realizó Gil Vicente, autor vinculado con la corte de Portugal y, por esa condición, de influjo indirecto sobre el teatro español35.

Tras este empleo abundante de disfraces, más que de máscaras, en el teatro castellano de los treinta primeros años del XVI, aparece Torres Naharro como un autor de transición, que utiliza escasa pero muy ilustrativamente el recurso. Así, en el introito de la Jacinta36 el pastor participa en una suerte de juegos de sociedad pastoriles, claro remedo de los cortesanos, en los que enfatiza que viste un jubón por ser domingo. Aunque claramente se trata de la prenda propia de villanos, y no de la homónima de cortesanos37, esa conciencia del vestido creo que tiene su origen en ese substrato cortesano que impregna la materia amorosa de los casos que aborda Torres en sus piezas, aunque ya no era un grupo social tan cerrado sobre sí mismo como el que pudo conocer Encina. Las noticias que conservamos de los mecenas que protegieron a Torres, y para quienes trabajó con su pluma proporcionándoles representaciones para sus celebraciones, como otros dramaturgos en su tiempo, nos permiten apreciar un componente cosmopolita, una apertura a novedades y culturas extranjeras que creo que explican que el viejo recurso del disfraz como identificador social pasara a un segundo plano en favor de su empleo como elemento de la acción, por influencia de la tradición literaria38 y no de la práctica teatral cortesana39.

Ciertamente, sólo en una ocasión encontramos que Torres utilice este recurso del disfraz con estas características, pero es muy llamativa. En la Comedia Calamita, Torcazo, hermano de la protagonista, es engañado por su mujer, Libina, que comete adulterio ante sus propios ojos, haciendo pasar la noche en el lecho de su propia casa a su amante, un estudiante llamado Escolar, como si fuera su prima, disfrazado, claro está, de mujer. Libina planea su engaño con su amante en la II jornada con cierta ligereza pero con un enorme desprecio hacia su marido (p. 399, vv. 189-222), aunque no lo ejecuta hasta la IV (p. 421, vv. 131-195), en una escena en la que el simple Torcazo es burlado doblemente merced a ser tan obtuso como rijoso. Si asiste impertérrito toda la noche a la actividad lujuriosa de su mujer y su prima40, que llegan a romper la cama en medio del paroxismo (v. 157), es porque espera poder forzar a aquella última en cuanto se ponga a su alcance. Ni que decirse tiene que sus intenciones se ven defraudadas cuando en su manoseo Torcazo se encuentra con que la prima tiene unos atributos inesperados, que el pícaro Escolar, a gritos, explica como: «Que m'a querido forçar, / y ha querido Dios mostrar / milagro» (p. 428, vv. 194-196).

Al margen de cuál sea el origen de este episodio41, repárese en la condición de elemento cómico independiente del mismo respecto de la trama central y en que son absolutamente secundarios los personajes que intervienen en él; esos dos hechos, más la procedencia italiana, o clásica, del recurso marcan una nueva etapa de la máscara y el disfraz en el teatro castellano. Es una señal de la llegada del tiempo de Lope de Rueda y su teatro.

Esta diversa casuística del empleo de máscaras tiene, sin embargo, una raíz común: Es producto de un acuerdo pragmático con los espectadores, que entienden que un cambio de atuendo puede afectar tanto al rol como al personaje, en términos semióticos42.

En el caso de Encina, su empleo está vinculado necesariamente con un espacio cultural finito y delimitado, una corte, en el que existe un haz «de propiedades tradicionales y típicas de un comportamiento o una clase social»43 que se encarnan en él. La transformación de la máscara -que afecta siempre al protagonista de la pieza- implica una sustitución de ciertos valores, un nuevo estadio radicalmente distinto al anterior. Así, en Encina, tan profundo es el cambio44, que Justino tiene que convencer a Cristino de que a pesar de su nuevo estado también tendrá la sanción divina, porque Dios también está entre las cabras: «Aun quiçás con el ganado / servirás mejor a Dios» (p. 147, vv. 474-475). La transformación es un proceso de tal calibre que, incluso a ojos de los simples pastores de la aldea, el antiguo eremita teme su reacción: «¿qué dirán en el aldea?, / que tornar es cosa fea» (p. 148, vv. 508-509)45· En este sentido, me parece muy acertado emplear la denominación de «disfraz social»46 para categorizar este recurso, aunque creo que tiene una dimensión añadida en el XVI, la de ser la transformación una mera diversión por ser imposible e impensable el movimiento social.

Por otra parte, el atuendo afecta, en cambio, al personaje, en cuanto agente de la acción en textos dramáticos en los que aquella (la acción) es el motor de la trama47, como hallamos en Torres Naharro, donde su ámbito de actuación y sus efectos son completamente distintos a lo que sucede en Encina y sus inmediatos seguidores. La intervención del disfraz, en este caso, afecta a un episodio secundario de la acción, es un simple añadido cómico, por lo que no se puede emplear el marbete «disfraz lúdico» acuñado por el mencionado crítico48, ya que no resuelve, simplemente adorna.

En definitiva, en los primeros veinte años del teatro castellano del siglo XVI se han planteado y explorado caminos y posibles empleos de la ocultación, suplantación y renovación de la identidad mediante el uso de máscaras y disfraces. Se trata de un juego de perspectivas que, sin duda, no supieron emplear tan grácilmente como los dramaturgos del siglo siguiente, pero con cuyo manejo, como en tantas otras ocasiones, experimentaron ávidamente para perfilar un gran recurso de la centuria siguiente.





 
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