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Cuentos y fábulas de D. Juan Eugenio Hartzenbusch, tomos I y II


Juan Valera





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La atención del público, harto embargada por la política se fija ahora menos que nunca en las obras de nuestros ingenios, los cuales, ofendidos del injusto desdén con que se les trata, dan poca muestra de sí y ocasión a que se sostenga que nuestra literatura está en una decadencia grandísima. Para los que así discurren, viviendo aún los escritores más ilustres que a principios de este reinado empezaron a florecer, no parece sino que la literatura ha de producir cada año, no sólo nuevas obras, sino también nuevos autores, so pena de que se la crea muerta o decaída. Para los que así discurren, García Gutiérrez, Zorrilla, Vega y tantos otros, que viven aún, que escriben, y que no han llegado a la vejez, han de considerarse como autoras de otra época literaria, y no de la presente. Pero nosotros   -40-   tenemos muy diverso modo de discurrir, y no acertamos a marcar épocas diferentes en tan corto tiempo. Para nosotros, no ya García Gutiérrez, que es joven aún, y que debe, en la madurez y complemento de facultades a que ha llegado, prometer más sazonados frutos de su ingenio que los de su juventud, sino Bretón de los Herreros y Hartzenbusch, son tan de nuestra edad como el año de 1837, y el duque de Rivas es tan de ahora, como de hace veinte o treinta años. Dígalo su romance del Romancero de la guerra de África. Acaso no haya otro que le supere entre cuantos el duque escribió en la que se supone buena época por excelencia.

¿Por qué Vega, por ejemplo, ha de ser un autor de esa otra época a la que se atribuyen todas las glorias, y no ha de serlo de la nuestra o de una época por venir, cuando salga a luz el César, que será sin duda la más perfecta y acabada obra de su vida? A Roca de Togores, a Pastor Díaz y a otros varios que ganaron mucha fama y que brillaron y florecieron en ese período que tanto se pondera para denigrar el presente, ¿se les ha agostado acaso la imaginación y se les ha apagado el fuego del alma, o escriben, por el contrario, tan bien como antes escribieron, o mejor, porque al entusiasmo y a la riqueza de la fantasía juntan el saber y la plenitud del juicio y las lecciones de la experiencia? ¿Quién sabe qué obra maestra podrá producir aún cada uno de estos que aventaje y eclipse a cuanto ya escribieron antes? Por este lado no hay, pues, motivo para asegurar que decae la literatura. Ni le habría tampoco, aunque   -41-   no apareciesen, como algunos suponen, nuevos ingenios, dignos de reemplazar a los de aquel período: mas a nuestro modo de ver, aparecen, por fortuna, no inferiores ingenios. Si no resplandecen tanto, es porque o no han llegado aún a su cenit; o porque pasó ya el natural fervor del público al ver que, resucitaba o renacía, con la libertad, a principios de este reinado, la desmayada literatura; o porque ahora hay más gente que sepa y que escriba, y se hace, por lo mismo, más difícil conseguir el aplauso y sobresalir entre la turba de escritores.

Nada de esto es síntoma de decadencia: más bien lo es de progreso. La abundancia de escritores puede con todo ocasionar la corrupción, si la crítica no lo remedia. La mala hierba puede ahogar o consumir el trigo. Los libros malos y vulgares pueden distraer la atención del público y hasta disgustarle, hartarle y apartarle de leer los buenos libros.

Para evitar este mal, que ya empieza a hacerse sentir, convendría que se diesen a conocer y que se encomiasen las producciones de mérito que salieran a luz; convendría que la prensa periódica no se mostrase tan indiferente sobre esto, y que consagrase a la bibliografía y a la crítica una parte de sus columnas con más esmero y detención que lo ha hecho hasta ahora: lo cual nos mueve a emplear nuestras débiles fuerzas en un fin tan útil, esperando, para bien de las letras, que haya muchos que sigan el mismo camino y que se nos adelanten en él. Para ello, aunque se necesiten buen gusto y algunas humanidades, como en otro   -42-   tiempo se decía, son aún más indispensables la imparcialidad, y sobre todo el desechar ese tono hiperbólico y apasionado que hoy se emplea, y del que resultan censuras y alabanzas igualmente desmedidas y absurdas.

Con este propósito de moderación y de imparcialidad, aunque no con la doctrina que sería menester, vamos a dar noticia en nuestro periódico de los más recientes trabajos literarios, y tratamos de darla hoy del que lleva por título el que sirve de epígrafe a este escrito.

El nombre del autor de Los Amantes de Teruel y de Doña Mencía (indudablemente los dos mejores dramas trágicos de nuestra literatura moderna, si no se hubiese escrito el Don Álvaro), recomienda ya por sí sola la colección de obrillas que queremos recomendar al público, y hace más fácil nuestra tarea. No es el señor Hartzenbusch de esos poetas meramente inspirados, que producen, como por un instinto divino, una obra llena de hermosura, y que luego escriben mal y vulgarmente, cuando la inspiración los abandona. En el Sr. Hartzenbusch la inspiración y la reflexión, el juicio y el estro, van siempre unidos y concurren al buen éxito de todos sus trabajos. La inspiración eleva a veces al Sr. Hartzenbusch a una altura extraordinaria, como acontece en los dos dramas citados: pero cuando la inspiración no es tan viva, ni tan sublime, el juicio y la discreción no dejan al poeta, y evitan que se pierda en extravagancias, o que caiga en lo vulgar y poco digno. Hay, por consiguiente, en las obras del señor   -43-   Hartzenbusch algunas que sobresalen entre todas, pero ninguna que no merezca estar con las mejores, ni que desdiga de ellas por completo. Hasta en el más ligero juguete, debido a la pluma del Sr. Hartzenbusch, se ve en cierto modo al autor de Doña Mencía. El primor, el entendimiento, el gusto exquisito, y el corazón del Sr. Hartzenbusch, están en cada una de sus obras.

En estas de que vamos a hablar se da testimonio y prueba evidente de lo que decimos.

Los cuentos, o populares, o de invención del señor Hartzenbusch, están narrados con una gracia y una naturalidad admirables, y no destruye la candidez y la frescura del estilo la intención moral o filosófica que en cada uno de ellos sabe el autor ocultar discretamente.

La hermosura por castigo es, sin duda, el más original y fantástico de todos estos cuentos. El pensamiento de dar la vista a un ser hermosísimo para que se admire de cuanto hay de hermoso en el universo, sin que pueda hasta el fin de sus días verse y admirarse a sí propio, es de suma novedad y extrañeza. La idea de que lo vea todo en el espejo, menos su propia imagen, está en algunos cuentos alemanes; pero en el cuento español no es esta idea sino una consecuencia de otra más grande y original. El que este ser, que ni se ve ni se conoce, sea una bellísima princesa; el que su desgracia nazca de la admiración que inspira, y que no puede compartir, y del tormento de la curiosidad; el que logre verse hacia el fin de sus años en todos los sucesivos   -44-   estados de su existencia, que se van rápidamente presentando en un espejo, y el que todos ignorasen el misterio de que la princesa se desconocía, son circunstancias que dan al cuento un carácter prodigioso y simbólico, que excita la imaginación y que mueve el entendimiento a perderse en ensueños poéticos. Los tan celebrados cuentos de Hoffman no tienen más atractivo que este cuento, el cual está contado además con aquella magia de estilo con que cuentan Andersen y Musaus, y con que logran hacer estéticamente verosímil lo que en realidad no lo es ni puede serlo.

El Sr. Hartzenbusch ha mezclado en otros cuentos, como en el de La Novia de oro, con la propia inspiración y con las creaciones de su fantasía, lo imaginado en época remota por el pueblo y conservado por la tradición. La musa popular, aquella diosa que, como dice el antiquísimo poeta Hesíodo, no muere nunca, sino que vive y vuela siempre sobre la elocuente boca de los pueblos, ha concurrido también con el arte y el propio ingenio del poeta a dar más amenidad a su libro. La Novia de oro es probablemente una conseja o cuento vulgar. La idea de la novia pequeñita, ligera, aérea casi, que se convierte en oro en cuanto la toman a cuestas sus amantes y los aplasta a todos con su peso, es un decir, es un cuento del vulgo, admirablemente referido por el Sr. Hartzenbusch en lenguaje del siglo XV.

La Reina sin nombre es también un cuento muy ingenioso y el más largo de la colección. Tiene toda la traza de una novela histórica, y, sin embargo, nada hay de histórico en el hecho mismo, que da asunto a la novela.   -45-   Lo histórico está en la pintura exactísima de la condición social de los españoles y de los visigodos, de sus usos y costumbres, de sus pensamientos y sentimientos en tiempo de los reyes Chindasvinto y Recesvinto; en la cual pintura se descubre la paciencia y el saber del erudito y del historiador, dichosamente unidos con la inventiva del novelista y del poeta. La causa de la ley que funde al cabo las razas de los vencedores y de los vencidos, de los godos y de los españoles romanos, está poéticamente ideada. El interés particular que inspiran los personajes supuestos de la novela, está enlazado magistralmente con el más general interés que inspira un hecho histórico de tanta trascendencia. La Reina sin nombre es más que cuento; es una linda novela histórica, es un Ivanhoe en miniatura. Así infundiese en algún Thierry español el deseo de escribir la historia de la dominación visigótica en España, y de explicar cómo al fin se mezclaron y asimilaron las razas diferentes que vivían en la Península, empezando a formar, aún antes de la venida de los árabes, una sola nación.

Miriam la trasquilada nos parece la obrilla más perfecta por el estilo que hay en toda la colección. Es una leyenda bíblica, donde la expresión, la majestad y la sencillez de los libros santos están imitados tan bien, cuanto es posible a un hombre imitarlos. Si pudiéramos prescindir del espíritu superior que falta y tiene que faltar en esta obrilla de mera invención humana, nos parecería un fragmento arrancado del libro de Josué.

Los demás cuentos en prosa son también de muy apacible   -46-   lectura, aunque no tan buenos como los ya celebrados. El que menos nos agrada es La Locura contagiosa. Será, si se quiere, una tradición; pero es una tradición que tiene algo de pueril. Es falso suponer, por tonta que supongamos a la hermanastra de Cervantes, que le tuviese ella muy seriamente por loco cuando estaba escribiendo el Quijote. Pues qué, ¿no había de comprender que cuando él se encerraba y escribía, y se reía escribiendo, era porque componía alguna novela, poema o sátira festiva?

Las fábulas que dan también título a esta colección y forman parte de ella, aunque menos importante que los cuentos, son en número de cincuenta. Pocas son las imitadas o traducidas del francés o del alemán; las más son originales; pero aunque tengan este mérito, se ha de confesar que no se igualan en otros a las de Samaniego, con ser imitadas las más de ellas de Esopo, de Fedro, de Lafontaine, de Gay y de otros fabulistas. Las mismas cien fábulas, publicadas ya en diversa ocasión por el Sr. Hartzenbusch, son muy superiores a las que ahora publica. Todas ellas, sin embargo, están lindamente versificadas y escritas en un lenguaje natural y castizo; pero debemos repetir que no llegan o llegan rara vez a recordar aquella viveza descriptiva de las de Samaniego, o aquella agudeza verdaderamente ática de las de Iriarte, las cuales es más que probable que queden siempre como el más bello modelo castellano de este género de literatura. En lo que nos parece, con todo, que se adelanta a veces a aquellos clásicos el señor Hartzenbusch, es en la profundidad de la moraleja,   -47-   en la concisión con que está expresada, y en la más honda impresión que hace en el ánimo de los lectores. Nuestro siglo es más serio y reflexivo que el siglo pasado.

El Sr. Hartzenbusch ha incluido además, en la colección de que hablamos, una comedia de niños o para niños. La comedia está dividida en dos actos, y tiene por título El niño desobediente. En esta obrilla prueba el Sr. Hartzenbusch su ingenio y disposición para este género de literatura, tan poco y tan inhábilmente cultivado en España; género, por cierto, más difícil y más importante de lo que el vulgo cree, y que en otras naciones ha producido y produce frutos ricos y deleitosos y hasta libros clásicos, que han logrado y logran fama imperecedera, como el Gulliver de Swift, los Cuentos de Perrault, los de Andersen, los varios Robinsones, uno de ellos tan admirablemente traducido por el ya citado Iriarte, y otras novelas e historias de la misma laya, que suelen leer los hombres con no menos gusto que los niños, y que aficiona a estos desde pequeñuelos a la lectura y los lleva a formar una biblioteca infantil; pues bien se puede afirmar que un niño aficionado en Francia a esta clase de libros, halla bastantes para formar una biblioteca de un par de cientos de volúmenes. En España no leen los grandes, con que menos leerán los niños; de lo contrario, nos atreveríamos a aconsejar al Sr. Hartzenbusch, ya que nos parece el más a propósito para llevar a cabo esta empresa, que escribiese y publicase en castellano una colección de cuentos como los de Andersen.

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Incluye, por último, el Sr. Hartzenbusch en su colección setenta anécdotas y rasgos históricos, sacados de un manuscrito del siglo pasado, y que nos parecen muy entretenidos y curiosos.

Esperamos que el público haga justicia a esta nueva publicación, cuya amenidad hemos encarecido como se debe.

La edición no tiene estampas ni viñetas y dista bastante de aquel primor con que estos librillos suelen imprimirse en Francia, Alemania e Inglaterra; pero no es muy mala para lo que aquí generalmente se hace en el día.








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