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De la moralidad en el teatro


Juan Valera





  -107-  
- I -

Capitalis Eteocles, vel potius Euripides, qui id unum, quod omnium sceleratissimum fuerat, exceperit.


(Cicer, de Off.)                


Hoy, lector mío, no pienso darte noticias. Mi artículo va a ser completamente doctrinal. Es menester que yo conteste a las acusaciones de El Descontentadizo, haciendo ver que el teatro no es ni puede ser, en nuestra edad y en sentido exacto, escuela de costumbres.

Es indudable que en el teatro no deben ofenderse la moral ni el decoro públicos. En este sentido el teatro es y debe ser siempre tan escuela de costumbres como un paseo, un casino o una tertulia, donde me parece   -108-   que tampoco es justo ni conveniente faltar a la honestidad, a la decencia o a la buena crianza. Hasta las tabernas debieran ser escuela de costumbres, en este sentido.

No es esto lo que yo niego, ni Dios lo permita; lo que yo niego es que la escena sea una cátedra de moral que le quite al púlpito o que comparta con él, en las sociedades católicas, el magisterio de las obligaciones y de las virtudes. Esto es absurdo, aunque Boileau y Moratín lo sustenten. A esto se debe contestar lo que se cuenta que San Agustín contestó a los Moratines de su tiempo, que pretendían que fuese una lección moral cada comedia: ¡Hola, con que el diablo se ha hecho cristiano!

El teatro, en efecto, tanto por su origen gentílico cuanto por la extremada licencia que a menudo ha reinado en él, lejos de ser considerado como escuela de moral, ha sido condenado, como invención del mismo demonio, por muchos teólogos, Santos Padres y Concilios, los cuales, no sólo no han creído que llegase a ser, un día, favorable a las buenas costumbres, sino que ha dudado de que pudiera dejar de serles nocivo, pues no cabe reforma ni enmienda en el reino de Lucifer, en el templo de Venus y en la sentina de los vicios que así le llaman.

Yo a pesar de todo, ora sea porque tengo la manga más ancha que aquellos doctos y piadosos varones, ora porque los miramientos, delicadezas y mayor cultura de este siglo han puesto algún freno a la licencia, no condeno el teatro por vicioso y hasta le miro como un   -109-   honesto recreo, al menos en España, y exceptuando alguna que otra representación algo viva. Y digo al menos eta España, porque lo que es en Francia y singularmente en París, tengo yo ciertas dudas y no pocos escrúpulos sobre la honestidad y decencia de las representaciones teatrales del Palais Royal, de la Gaité, des Bouffes parisiens y de otros teatrillos; escuelas de moral donde no quisiera yo que cursase mi novia, tomando por norma de su conducta las sentencias que salen de boca de Grassot, e imitando en sus modales el recato y la modestia de la señorita Rigolboche, cuando baila el cancan.

Hasta nuestros mismos bailes, y los franceses de la alta escuela que se ejecutan en el teatro Real, aunque no se niegue que son bonitos, no puede afirmarse que encierren moralidad alguna, a no ser que se tenga por moralidad echar las piernas por alto, menear las caderas y salir las mujeres medio desnudas coram populo.


¿Qué dijera el severo Tertuliano
A vista de costumbres tan inicas?



Así es que si el teatro ha de pasar por escuela de buenas costumbres, como pretende El Descontentadizo, o deben los bailes dejar de ser parte en las representaciones, o deben imitar los gobiernos al rey de Nápoles, Fernando II, el cual dispuso que todas las bailarinas de su reino llevasen calzoncillos verdes hasta las rodillas, por donde más parecían ranas que mujeres, añadiéndose a esto que sólo las bailarinas feas y   -110-   desechadas querían bailar con aquel aparato prophyláctico; así es que, en nadie, durante el largo reinado de aquel soberano pudibundo, se despertó en las Dos Sicilias, la menor idea non sancta de resultas de ver un baile en el teatro.

Pero se me dirá que no se trata de bailes, sino de comedias y tragedias. Vamos, pues, a hablar de estas composiciones.

¿Es necesario que cada una de ellas tenga un fin moral? No; esto es lo que niego. El arte tiene en sí mismo su fin, que es la creación de la belleza. ¿Conviene y hasta es necesario que las comedias y las tragedias no ofendan la moral? Esto lo concedo y aún lo pido con Santo Tomás de Aquino, Mariana y tantos otros autores eminentes que con más autoridad lo han dicho antes que yo lo dijera.

El fin del arte es la creación de la belleza. El instrumento de que para esta creación se vale, es la imaginación, a la cual se unen sin duda el recto juicio y el sentimiento moral, pero como auxiliares.

El fin de la ciencia es la investigación de la verdad, y si bien la imaginación puede adivinarla, y el sentimiento presentirla y hasta afirmarla con la fe, sólo el entendimiento la halla y la demuestra, y la divulga después de hallada, principalmente en este siglo, más incrédulo, más rebelde a toda autoridad y menos entusiasta que los pasados.

Establecida esta diferencia entre la ciencia y el arte, y conviniendo en que la poesía dramática es arte y no ciencia, no sé cómo pueda pretender El Descontentadizo   -111-   que una comedia o una tragedia ha de llevar necesariamente un fin moral, esto es, ha de propender, a demostrar una tesis, como si fuera una disertación, un tratado o una homilía.

Claro está que la belleza, la verdad y la bondad están unidas en Dios, y que, acercándonos mucho como artistas a la belleza perfecta, o como sabios a la verdad cumplida, o como varones justos y virtuosos a la bondad pura y sin tacha, nos acercamos a Dios que es centro de todas las cosas excelentes. De esta suerte, siendo sabios perfectos, forzosamente tenemos que ser virtuosos y hasta hermosos y artistas, porque nada hay más hermoso que la virtud y la ciencia; y siendo virtuosos y santos, lo somos todo; y siendo artistas en grado superior, tenemos también que ser buenos y sabios. Por eso, así como Quintiliano dijo que el orador debía ser vir bonus, Strabon dijo que el poeta debía ser . La sabiduría, la belleza y la verdad, cuando se elevan hasta acercarse a lo perfecto, coinciden y se confunden. Pero los hombres, ya sean poetas dramáticos, ya no, suelen no llegar nunca a ese punto sublime de coincidencia: y, si deben aspirar a él, buscando la virtud en sus acciones y la verdad en sus estudios científicos, en el arte sólo deben aspirar a él, buscando la hermosura.

No es esto decir que el que sea sabio a más de poeta, tenga que olvidar su ciencia para escribir un drama. Al contrario, la misma ciencia es un elemento de poesía. Esto es decir que se puede ser buen poeta sin ser sabio y sin querer enseñar nada, y que no pocos,   -112-   siendo más que medianos poetas, por la absurda manía de filosofar y de adoctrinar a la gente en dramas y novelas, han ensartado las más vulgares perogrulladas y se han hecho insufribles.

Hay además otra dificultad grandísima en esto de la moral de las comedias, a saber, cual ha de ser esta moral. Moratín creía, sin duda, que sus comedias eran morales, y sin embargo, yo conozco a un neocatólico (¿quién no le conoce en Madrid?) que asegura que rompería su proyectado casamiento con la doncella más hermosa del mundo y más de él querida, si averiguase que esta doncella había leído las abominables comedias de Moratín. Por el contrario, este neocatólico sostiene que nada hay más moral ni más santo que El condenado por desconfiado, de Tirso, El San Franco de Sena, de Moreto, y La devoción de la Cruz, de Calderón; y yo he oído decir a muchas personas y he leído en algunos libros, que para el vulgo, que no entiende de cuestiones teológicas, de gracia y de libre albedrío, son perniciosísimas las tales comedias, de las cuales, en otro tiempo, no pocos deducían acaso que, en teniendo devoción a la Santa Cruz o confianza en la misericordia divina, ya podían cometer los mayores crímenes y hacer todo linaje de insolencias a mansalva.

En suma, si bien los principios de la moral son indudables para todos, no lo son las consecuencias que los poetas dramáticos sacan de ellos y las aplicaciones que hacen, de donde resulta que unos crean moral al poeta que otros creen inmoralísimo. A Esquilo le creyó   -113-   tan impío y tan inmoral el pueblo de Atenas, que le hubiera condenado a muerte, si no hubiese él combatido tan valerosamente en Maraton; pero aún así no se libertó de la cólera celeste, y fue aplastado por una tortuga que el águila de Júpiter le arrojó sobre la calva. A Aristófanes, por el contrario, el pueblo ateniense le creía muy moral y piadoso, y nosotros le condenamos, aunque no sea más que por haber contribuido con Las Nubes a la muerte de Sócrates.

Hay, por último, otra dificultad para que las comedias sean morales en las sentencias, y es la de no decirlas el poeta, sino sus personajes; de modo que si el personaje es malo, dice sentencias malas, y el poeta queda libre de responsabilidad, a no ser con él tan severos como Cicerón con Eurípides. Acontece igualmente que cuando el poeta presume de sentencioso, y perdónenme Menandro y Publio Siro, suele poner en boca de sus personajes discursos impertinentes e inverosímiles en la acción. Séame testigo Alfieri, cuyos tiranos, puestos como hoja de perejil por sus víctimas, me inspiran más compasión que ellas, haciéndome dudar de su tiranía y convirtiéndomela en ejemplar mansedumbre.

Mucho más podría yo decir en contestación a El Descontentadizo, pero este artículo, aún sin añadir nada, es ya sobradamente largo y cócora para El Cócora.

Sólo añadiré, para probar que el sentido común o vulgar está en esta cuestión de mi parte, que nadie, cuando va al teatro dice voy a tomar una lección de   -114-   moral, voy a corregirme, voy a aprender tal o cual cosa, sino voy a distraerme o divertirme un rato, y en verdad que no diría esto, sino lo otro, si creyese que el teatro era seriamente una escuela de costumbres y no una agradable diversión, más o menos honesta.




- II -

Su exterior grave, sus discursos austeros, son vanidad e hipocresía. No hay diferencia entre estos hombres y las cortesanas, y, si hay diferencia, es en el modo de persuadir. El fin es el mismo: medrar a costa agena.


(Alcifron.)                


Si no supiera yo que las palabras que anteceden las pone el sofista en boca de Thais, que se queja de Euthidemo, porque la abandona y se va con los filósofos, creería que se trataba de una buena moza contemporánea, quejosa de alguien que la ha abandonado por seguir la mística bribónica que ahora priva.

Yo creo a pies juntos, que hay en la época presente más recato, más honestidad y más decoro que en las pasadas; pero creo también, y tengo, o por resabios de la antigua corrupción, o por síntomas ominosos de alguna decadencia moral de que estamos amenazados, esa jactancia de virtud, esa fingida rigidez, y esa propensión a escandalizarse y a tachar de inmoral hasta lo más inocente, que muestran muchos en el día.

Estos nuevos predicadores, aparentan ser muy pudibundos, y claman de continuo contra la deshonestidad.   -115-   Son como Simón fariseo, que rechazaba de su lado (en público se entiende) a María Magdalena, y maldecía de Cristo, porque consentía que aquella mujer se le acercase.

Voy a hablar, en este artículo, de la comedia de Feuillet, titulada Redención; pero debo advertir que, al mentar a Simón fariseo, no quiero decir que a él se parezcan los que han escrito contra la comedia mencionada. Muchos presumen de severos moralistas por seguir la moda y los preceptos de los jefes de la escuela, que son los verdaderos culpados de hipocresía. No pretendo tampoco que la Magdalena de la comedia se parezca en nada a la santa, ni mucho menos que la palabra Redención, que da título a la comedia, esté tomada por Feuillet en un sentido místico (en este caso sería un sacrilegio), sino en un sentido vulgar y profano. Sabido es que se dice redención de un censo, redención de cautivos, etc., y que no es consecuencia precisa que, al hablar de redención, se entienda siempre la del alma cautiva del pecho, que se libra de él por medio de la gracia y de la penitencia, y gana el reino de los cielos.

Si le ganó o no le ganó la Magdalena de la comedia, es negocio sobre el cual el poeta no ha dado su parecer, y ha hecho perfectamente. Con todo, si Magdalena, desde el punto en que termina el drama hasta la hora de la muerte, vivió arrepentida de sus pasadas culpas, no sé que se opongan, ni las tablas de la ley ni las leyes de las doce tablas, a que podamos creer piadosamente que Dios habrá perdonado a aquella pecadora, y que no la habrá condenado sin redención a   -116-   los profundos infiernos. No por esto canonizaremos a Magdalena como a santa Thais, y a otras de su gremio, las cuales hicieron durísima y ejemplar penitencia. De Magdalena no consta que la hiciese. No va Octavio Feuillet tan lejos como los autores de nuestra famosa Baltasara, la cual, después de asombrar al mundo todo con sus galanteos y liviandades, hasta el punto de irse a Tierra Santa a ser la manceba o entretenue del temido emperador de los turcos, se hizo ermitaña, y murió como una santa, notándose en la hora de su muerte mil señales de ello, v. gr. el que tocasen por sí solas las campanas.

Bien sé que los que piensan que vivimos en una época de corrupción, y que los tiempos antiguos eran mejores, me dirán que La Baltasara es una comedia moral, mientras que Redención es inmoralísima; que en La Baltasara se hace penitencia, y que en Redención no se hace; pero ya hemos dicho que Octavio Feuillet no quiso dar por santa a su Magdalena. Octavio Feuillet no quiso pintar ni pintó a una sierva de Dios, sino a una mujer tierna y sinceramente enamorada de un hombre. En cuanto a la moralidad, bien pueden creer los casuistas del teatro, que no está tanto en el espectáculo, cuanto en el ánimo del espectador, que la deduce a su manera. Véase sino la moralidad que dedujeron de La Baltasara las cortesanas del siglo XVII:


Pero, amigas, amemos y vivamos
Mientras la edad por mozas nos declara;
Que después querrá el cielo que seamos
Lo mismo que ayer fue la Baltasara.



  -117-  

Para el autor o para la autora de los cuatro versos citados, La Baltasara era la verdadera Bribona afortunadísima, que debe servir de ejemplo. Se divierte en la tierra mientras es joven, y acaba por irse al cielo, aunque previo el arrepentimiento, y no como una de las deux soeurs de charité de Béranger, gratis et amore. Pero repetimos que Octavio Feuillet no entra en estas honduras ultra-mundanas, ni decide sobre la salvación o condenación eterna de su heroína. Ningún santo, ni santa, ni ángel hace un milagro o dos para que Magdalena se convierta. Su conversión es más incompleta, pero es más espontánea y tiene más mérito que las de muchas comedias antiguas, que no citamos por no cansar. Citaremos sólo la historia que refiere Avellaneda en su Quijote, de la cual sacó Zorrilla la de Margarita la tornera. La monja, no contenta de huir del claustro con un galán, gasta con él en francachelas cuanto dinero tenían ambos, y apela al arbitrio de venderse a todos los libertinos de la ciudad de Lisboa. Mientras ejerce la monja un oficio tan infame, la Virgen Santísima está haciendo por ella de tornera, y ocultando su fuga del convento. Esto lo escribió en el siglo XVII un sacerdote, lo imprimió con todas las licencias necesarias, y nadie se atrevió a decir que fuese inmoral; pero hoy se alborotan los santos de nuevo cuño porque escribe Octavio Feuillet su Redención. Debo advertir que, al hacer esta cita, no pretendo yo limitar, dentro de las reglas de mi pobre y mezquino entendimiento, la inmensidad de la divina misericordia, que puede mostrarse eficaz y redentora con otros   -118-   pecados aún más atroces que los de la tornera: lo que quiero hacer ver es la indecorosa grosería y la poquísima aprensión de aquella edad, en que inocentemente se hacía tal sacrilegio con la Reina de los ángeles, dándole papel (¡y qué papel!) en un cuento absurdo. Ahora sucede otra cosa; ahora hemos caído en el extremo contrario, y Redención es sacrílega sólo porque se llama Redención.

Examinemos las demás acusaciones.

El Cócora no me podrá negar que Feuillet es un excelente escritor dramático, y que se distingue y adelanta a la mayor parte de sus compatriotas contemporáneos de la misma profesión, justamente por la calidad opuesta a la que en él censura el articulista de La Correspondencia; esto es, por cierta elevación y delicadeza de sentimientos. El Cócora o un íntimo amigo suyo, ha traducido o arreglado a nuestro teatro Le village, enamorado sin duda de esa calidad que yo atribuyo a su autor, a quien debe estimar tanto cuanto yo le estimo. ¿Por qué, pues, se dejó llevar tan de ligero, por qué creyó que el que tuvo corazón y entendimiento para escribir Le village había de carecer de moral, de decencia y de sentido común al escribir Redención, y por qué calificó al que, siguiendo sus huellas, tradujese Redención al castellano, de pedazo de alcornoque, como La Correspondencia le llama algo rudamente?

En Redención, según La Correspondencia, peca Octavio Feuillet contra el sentido común: mas no es nuestro propósito contestar a esta acusación. Baste decir   -119-   que el autor de Le village y del Roman d'un jeune homme pauvre tiene muy acreditado, no sólo su sentido común, sino su poco común sentido de lo verdadero y de lo bello. Pasemos, pues, a lo moral y a lo decente, que es de lo que hoy nos incumbe tratar.

¿En qué consiste la falta de decencia de Redención? ¿Consiste en que sale a la escena una cortesana? Entonces, señor Cócora, dé usted gracias a Dios de que Epicarmo, Menandro y Filemon, en suma, todo el teatro cómico griego se haya perdido. Pegue fuego por indecentes a Terencio y a Plauto. Queme en la misma hoguera La Celestina y otras muchas comedias de nuestros mejores ingenios. Y si esto no satisface su pudor, ábrase también a Horacio, Cátulo, Tíbulo, Propercio y demás profanos, cuyas Glyceras, Cintias, Lesbias, etc., eran otras tantas cortesanas. Conviértase V. en un abate Gaume y haga auto de fe de toda la docta y clásica antigüedad greco-romana. Hasta el mismo Platón (¿quién pudiera imaginarlo?) anduvo siempre perdido por aquellas pícaras mujeres y profesó particular cariño a una llamada Archeanassa, a quien, todavía, cuando ya vieja ella, le componía Platón madrigales, diciendo que en las arrugas de su cara hacia su nido el amor punzante.

V. me dirá que toda esta gente no tenía temor ni conocimiento de Dios y que por eso era tan desvergonzada y levantisca: pero yo le citaré poetas de la edad media quo no se recataban más. ¿Se contenta V. con Juan Ruiz, Arcipreste de Hita? No quiero injuriar su buena memoria, ni acusarle de malas costumbres; supongo   -120-   que su amistad con la famosa señora Trota-conventos es una ficción poética; pero es una ficción que no resplandece por lo Honesto. Al lado de semejante ficción, todo lo que haya fingido o fingiere Octavio Feuillet será siempre una niñería. No hablo del Aretino, ni de Bocaccio, ni de Chaucer, ni de Luis XI, ni de Macchiaveli, ni de Ariosto, al lado de los cuales es el Arcipreste la misma honestidad personificada. Las comedias de Macchiaveli se representaban sin embargo en presencia de León X. ¿No se podrá representar en Madrid Redención, sin que nuestro pudor se ofenda? Es cierto que el decoro, las costumbres recatadas y la decencia han mejorado mucho con la civilización; pero también es cierto, y lo probaré en el artículo siguiente, porque ya basta por hoy, que la comedia de Feuillet está en armonía con esos adelantamientos morales, y que los clamores que contra su inmoralidad se han alzado son muy parecidos a los de nuestra apreciable cofrade La Regeneración, al ver la Venus de Gisbert, en la Exposición de Bellas Artes.




- III -

Sitque civitas haec anathema et omnia quae in ea sunt... sola Rahab meretrix vivat... etc.


(Josué.)                


Creo que después de lo dicho en el artículo anterior, estarán convencidos mis lectores, de que, si Redención fuese indecente, lo sería mucho menos que infinitas   -121-   obras de los buenos tiempos antiguos. Lope de Vega, por ejemplo, compuso El caballero de Olmedo, El rufián Castrucho, El anzuelo de Fenisa, y otras comedias en las cuales hacen de heroínas las cortesanas y las zurcidoras de voluntades, y en las cuales hay escenas indecentísimas. Cosas hay en la Celestina, en algunas novelas de Cervantes, en no pocas de D.ª María de Zayas, en el teatro de Tirso, y hasta en el mismo por excelencia católico Calderón, que no se atreve a decir ahora en el teatro ningún autor, por desalmado que sea. El público no las consentiría, aunque él se atreviese.

Pero yo afirmo más; yo afirmo que la comedia de Feuillet, titulada Redención, no sólo tiene una decencia relativa, esto es, que es decente con respecto a una indecencia mayor, sino que en absoluto, si lo absoluto cabe en estas cosas, es en todo decente. Cítenme, si no, los censores las palabras obscenas, los equívocos torpes, las pinturas lascivas y repugnantes que hay en la mencionada comedia. Pintar a una cortesana, y decir con todo el decoro posible, que cambia de amantes y que los arruina, no me parece que sea cosa para taparse los oídos. Las historias sagradas y profanas están llenas de narraciones por el estilo, y hasta en el salón más atildado, más severo y más púdico, se puede decir, v. gr., que la comedianta tal ha arruinado a tal banquero o a tal duque. Verdad es que, si hay señoritas en el salón, esto se dirá sotto voce, o no se dirá, para que las señoritas no abran los ojos, pero también es verdad que las madres, que son tan cuidadosas   -122-   como deben serlo de la inocencia de sus hijas no las llevan al teatro, sino cuando se da una comedia muy inocente. Inocente decimos, y no sólo decente. Puede haber una obra que no falte a la decencia y sí a la inocencia. Hay obras decentísimas que no deben leer ni oír las señoritas, que no deben leer ni oír, ni aún los jovencitos bien educados, para que no pierdan la santa ignorancia, si la tienen, y para que no se despierten en ellos ciertos deseos, si es que la sangre y la ruindad de nuestra decaída y pecadora naturaleza no los han despertado antes, sin auxilios literarios. Y digo para que no se despierten en los jóvenes ciertos deseos, por ocasión, no por causa de las obras. Obras pueden darse llenas de moralidad y de santidad que despierten en los jóvenes ideas contrarias: lo cual no será culpa de las obras, sino de los jóvenes o de las personas que imprudentemente se las dejan leer u oír, sabiendo o sospechando en qué predisposición se encuentran. Por eso doña Inés, según refiere Byron, no quería que su hijo D. Juan, leyese Las confesiones de San Agustín, no fuera a hacer el demonio que su hijo tratase de imitar al santo, más en sus primeros extravíos, que en su posterior penitencia. Pero este esmero y pudor extremados, no son para todo el público, que al fin no es una bandada de cándidas palomas, sino para algunos sujetos inocentes y mozos, a quienes sus padres, y no los críticos y censores, han de conservar en la santa ignorancia de que ya hemos hablado.

De todo lo expuesto resulta, a mi entender, que Redención no es sacrílega ni indecente. Veamos ahora   -123-   si es inmoral, y si lo es, echémosla al fuego.

¿Consiste la inmoralidad en prestar a una cortesana virtudes que pueden hacerla digna de aprecio? No consiste en esto: antes bien, la afirmación contraria sería la verdaderamente inmoral. Virtudes y grandes tendría Rahab, a pesar de su oficio, cuando no sólo la perdonó Dios, sino que la ensalzó hasta el punto de poner en ella la estirpe de la casa de David. Virtudes tuvieron otras muchas, aunque no fueron tan afortunadas.

¿En qué se opone a ningún respeto divino ni humano, que una comedianta que vive alegremente, sea en lo demás muy buena mujer, limosnera, caritativa, fiel en su amistad, leal y justa en sus tratos? ¿No es celebrada Glycera, la querida de Menandro, por el afecto entrañable que profesó al poeta en toda su vida? ¿No es de una cortesana la acción heroica de cortarse la lengua con los dientes para no declarar en el tormento el nombre de sus amigos? ¿No se aplaude la honradez de Ninon de Lenclos, cuando devolvió el rico depósito que le estaba confiado? No parece sino que el delito de las cortesanas es superior a todos, y que ellas no son capaces de ninguna virtud. No parece sino que al infringir el sexto mandamiento, se infringen implícitamente los otros nueve. Acaso haya por ahí ladrones que sean excelentes padres de familia (unas hormiguitas para su casa, como vulgarmente se dice); acaso haya maridos sufridos, aunque no tantos, ni con mucho, como en tiempo de Quevedo, y también serán excelentes; pero ninguna cortesana puede serlo, por   -124-   lo visto, ni siquiera de mentirijilla y en la escena. ¡Qué castidad la de este siglo!

¿Consiste acaso la inmoralidad del drama de Feuillet, en que la conversión a la fe de Magdalena es ocasionada, no del amor mismo de Dios, sino del amor a una criatura? Tampoco consiste en esto: antes bien, el amor humano, pero honesto, entre una mujer y un hombre, ha sido muy a menudo el medio de que el cielo se ha valido para hacer grandes conversiones y traer a la verdadera religión a impíos, a herejes y a gentiles. Llenas están las historias de estos casos, y no hay para qué referirlos.

¿Consiste la inmoralidad en que un hombre honrado y de buena familia acepte como noble y puro el amor, de una cortesana? Después de las pruebas que la cortesana le da de su amor, era difícil no aceptarle. Magdalena prueba que está pronta a morir por amor de aquel hombre. No tiene, por cierto, que hacer tanto sacrificio doña Esperanza de Meneses y Quiñones para casarse con el honrado estudiante de La tía fingida, el cual nada halla más natural que el casarse con aquella mala hembra, puesto que le ha caído en gracia.

¿En qué consiste, pues, la inmoralidad de Redención? En nada, por lo visto. Si la representan en los teatros de Madrid y la representan bien, es probable que será aplaudida como en París, y es seguro que nadie será peor ni mejor de lo que es, después de haberla visto. Lo único que se podrá temer de la representación de esta comedia es que infunda, en el ánimo de las cortesanas de Madrid que la oigan, exaltados sentimientos   -125-   de amor sublime, y que ellas traten de envenenarse por cualquier buen mozo, acaso por el Descontentadizo, acaso por mí, acaso por V., Sr. Cócora; pero ya lo arreglaremos nosotros de la propia manera que Mauricio, y salvaremos a la pobrecilla de la muerte. Por fortuna, Redención tiene de bueno que, aunque fuese inmoralísima, no sería muy imitada su inmoralidad. La generosidad y el valor que ha menester un hombre de cierta clase para tender, no por interés, sino por amor, la mano a una mujer deshonrada y tomarla por compañera, y la ardiente pasión amorosa del alma, que da por el amor la vida, no hay miedo que hallen muchos imitadores. Lo que es V. y yo Señor Cócora, ya somos viejos y estamos asegurados de incendio.

(El Cócora.)








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