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El Comendador Mendoza


Juan Valera




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A la Excma. Señora Doña Ida de Bauer

Nunca, estimada señora y bondadosa amiga, soñé con ser escritor popular. No me explico la causa, pero es lo cierto que tengo y tendré siempre pocos lectores. Mi afición a escribir es, sin embargo, tan fuerte, que puede más que la indiferencia del público y que mis desengaños.

Varias veces me di ya por vencido y hasta por muerto; mas apenas dejé de ser escritor, cuando reviví como tal bajo diversa forma. Primero fui poeta lírico, luego periodista, luego crítico, luego aspiré a filósofo, luego tuve mis intenciones y conatos de dramaturgo zarzuelero, y al cabo traté de figurar como novelista en el largo catálogo de nuestros autores.

Bajo esta última forma es como la gente me ha recibido menos mal; pero aun así, no las tengo todas conmigo.

Mi musa es tan voluntariosa, que hace lo que quiere y no lo que yo le mando. De aquí proviene que, si por dicha logro aplausos, es por falta de previsión.

Escribí mi primera novela sin caer hasta el fin en que era novela lo que escribía.

Acababa yo de leer multitud de libros devotos.

Lo poético de aquellos libros me tenía hechizado, pero no cautivo. Mi fantasía se exaltó con tales lecturas, pero mi frío corazón siguió en libertad y mi seco espíritu se atuvo a la razón severa.

Quise entonces recoger como en un ramillete todo lo más precioso, o lo que más precioso me parecía, de aquellas flores místicas y ascéticas, e inventé un personaje que las recogiera con fe y entusiasmo, juzgándome yo, por mí mismo, incapaz de tal cosa. Así brotó espontánea una novela, cuando yo distaba tanto de querer ser novelista.

Después me he puesto adrede a componer otras, y dicen que lo he hecho peor.

Esto me ha desanimado de tal suerte, que he estado a punto de no volver a escribirlas.

Entre las pocas personas que me han dado nuevo aliento descuella V., ora por la indulgencia con que celebra mis obrillas, ora por el valor que los elogios de V., si prescindimos por un instante de la bondad que los inspira, deben tener para cuantos conocen su rara discreción, su delicado gusto y el hondo y exquisito sentir con que percibe todo lo bello.

Aunque yo no hubiese seguido de antemano la sentencia de aquel sabio alejandrino que afirmaba que sólo las personas hermosas entendían de hermosura, V. me hubiera movido a seguirla, mostrándose luminoso y vivo ejemplo y gentil prueba de su verdad.

No extrañe V., pues, que, lleno de agradecimiento, le dedique este libro.

Por ir dedicado a V., quisiera yo que fuese mejor que Pepita Jiménez, a quien V. tanto celebra; pero harto sabido es que las obras literarias, y muy en particular las de carácter poético, sólo se dan bien en momentos dichosos de inspiración, que los autores no renuevan a su antojo.

En esto como en otras mil cosas, la poesía se parece a la magia. Requiere la intervención del cielo.

Cuentan de Alberto Magno que, yendo en peregrinación de Roma a Alemania, pasó una noche a las orillas del Po, en la cabaña de mi pescador. Agasajado allí muy bien, quiso el doctor probar su gratitud al huésped, y le hizo y le dio un pez de madera, tan maravilloso que, puesto en la red atraía a todos los peces vivos. No hay que ponderar la ventura del pescador con su pez mágico. Cierto día, con todo, tuvo un descuido, y el pez se le perdió. Entonces se puso en camino, fue a Alemania, buscó a Alberto, y le rogó que le hiciera otro pez semejante al primero. Alberto respondió que lo deseaba (también deseo yo hacer otra Pepita Jiménez); mas que, para hacer otro pez que tuviese todas las virtudes del antiguo, era menester esperar a que el cielo presentase idéntico aspecto y disposición en constelaciones, signos y planetas, que en la noche en que el primer pez se hizo, lo cual no podía acontecer sino dentro de treinta y seis mil y pico de años.

Como yo no puedo esperar tanto tiempo, me resigno a dedicar a V. El Comendador Mendoza.

Este simpático personaje, antes de salir en público, no ya escondido y a trozos, sino por completo y por sí solo, pasa, con la venia de Lucía, a besar humildemente los lindos pies de V. y a ponerse bajo su amparo. Remedando a un antiguo compañero mío, elige a V. por su madrina. No desdeñe V. al nuevo ahijado que le presento, aunque no valga lo que Pepita, y créame su afectísimo y respetuoso servidor.

JUAN VALERA.






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- I -

A pesar de los quehaceres y cuidados que me retienen en Madrid casi de continuo, todavía suelo ir de vez en cuando a Villabermeja y a otros lugares de Andalucía, a pasar cortas temporadas de uno a dos meses.

La última vez que estuve en Villabermeja ya habían salido a luz Las Ilusiones del Doctor Faustino.

D. Juan Fresco me mostró en un principio algún enojo de que yo hubiese sacado a relucir su vida y las de varios parientes suyos en un libro de entretenimiento, pero al cabo, conociendo que yo no lo había hecho a mal hacer, me perdonó la falta de sigilo. Es más: D. Juan aplaudió la idea de escribir novelas fundadas en hechos reales, y me animó a que siguiese cultivando el género. Esto nos movió a hablar del Comendador Mendoza.

-¿El vulgo -dije yo-, cree aún que el Comendador anda penando, durante la noche, por los desvanes de la casa solariega de los Mendozas, con su manto blanco del hábito de Santiago?

-Amigo mío -contestó D. Juan-, el vulgo lee ya El Citador y otros libros y periódicos librepensadores. En la incredulidad, además, está como impregnado el aire que se respira. No faltan jornaleros escépticos; pero las mujeres, por lo común, siguen creyendo a pie juntillas. Los mismos jornaleros escépticos niegan de día y rodeados de gente, y de noche, a solas, tienen más miedo que antes de lo sobrenatural, por lo mismo que lo han negado durante el día. Resulta, pues, que, a pesar de que vivimos ya en la edad de la razón y se supone que la de la fe ha pasado, no hay mujer bermejina que se aventure a subir a los desvanes de la casa de los Mendozas sin bajar gritando y, afirmando a veces que ha visto al Comendador, y apenas hay hombre que suba solo a dichos desvanes sin hacer un grande esfuerzo de voluntad para vencer o disimular el miedo. El Comendador, por lo visto, no ha cumplido aún su tiempo de purgatorio, y eso que murió al empezar este siglo. Algunos entienden que no está en el purgatorio, sitio en el infierno; pero no parece natural que, si está en el infierno, se le deje salir de allí para que venga a mortificar a sus paisanos. Lo más razonable y verosímil es que esté en el purgatorio, y esto cree la generalidad de las gentes.

-Lo que se infiere de todo, ora esté el Comendador en el infierno, ora en el purgatorio, es que sus pecados debieron de ser enormes.

-Pues, mire V. -replicó D. Juan Fresco-, nada cuenta el vulgo de terminante y claro con relación al Comendador. Cuenta, sí, mil confusas patrañas. En Villabermeja se conoce que hirió más la imaginación popular por su modo de ser y de pensar que por sus hechos. Sus hechos conocidos, salvo algún extravío de la mocedad, más le califican de buena que de mala persona.

-De todos modos, ¿V. cree que el Comendador era una persona notable?

-Y mucho que lo creo. Yo contaré a V. lo que sé de él, y V. juzgará.

Don Juan Fresco me contó entonces lo que sabía acerca del Comendador Mendoza. Yo no hago más que ponerlo ahora por escrito.




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- II -

Don Fadrique López de Mendoza, llamado comúnmente el Comendador, fue hermano de don José, el mayorazgo, abuelo de nuestro D. Faustino, a quien supongo que conocen mis lectores.

Nació D. Fadrique en 1744.

Desde niño dicen que manifestó una inclinación perversa a reírse de todo y a no tomar nada por lo serio. Esta cualidad es la que menos fácilmente se perdona, cuando se entrevé que no proviene de ligereza, sino de tener un hombre el espíritu tan serio, que apenas halla cosa terrena y humana que merezca que él la considere con seriedad; por donde, en fuerza de la seriedad misma, nacen el desdén y la risa burlona.

Don Fadrique, según la general tradición, era un hombre de este género: un hombre jocoso de puro serio.

Claro está que hay dos clases de hombres jocosos de puro serios. A una clase, que es muy numerosa, pertenecen los que andan siempre tan serios, que hacen reír a los demás, y sin quererlo son jocosos. A otra clase, que siempre cuenta pocos individuos, es a la que pertenecía D. Fadrique. Don Fadrique se burlaba de la seriedad vulgar e inmotivada, en virtud de una seriedad exquisita y superlativa; por lo cual era jocoso.

Conviene advertir, no obstante, que la jocosidad de D. Fadrique rara vez tocaba en la insolencia o en la crueldad, ni se ensañaba en daño del prójimo. Sus burlas eran benévolas y urbanas, y tenían a menudo cierto barniz de dulce melancolía.

El rasgo predominante en el carácter de D. Fadrique no se puede negar que implicaba una mala condición: la falta de respeto. Como veía lo ridículo y lo cómico en todo, resultaba que nada o casi nada respetaba, sin poderlo remediar. Sus maestros y superiores se lamentaron mucho de esto.

Don Fadrique era ágil y fuerte, y nada ni nadie le inspiró jamás temor, más que su padre, a quien quiso entrañablemente. No por eso dejaba de conocer y aun de decir en confianza, cuando recordaba a su padre, después de muerto, que, si bien había sido un cumplido caballero, honrado, pundonoroso, buen marido y lleno de caridad para con los pobres, había sido también un vándalo.

En comprobación de este aserto contaba D. Fadrique varias anécdotas, entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la del bolero.

D. Fadrique bailaba muy bien este baile cuando era niño, y, D. Diego, que así se llamaba su padre, se complacía en que su hijo luciese su habilidad cuando le llevaba de visitas o las recibía con él en su casa.

Un día llevó D. Diego a su hijo D. Fadrique a la pequeña ciudad, que dista dos leguas de Villabermeja, cuyo nombre no he querido nunca decir, y donde he puesto la escena de mi Pepita Jiménez. Para la mejor inteligencia de todo, y a fin de evitar perífrasis, pido al lector que siempre que en adelante hable yo de la ciudad entienda que hablo de la pequeña ciudad ya mencionada.

Don Diego, como queda dicho, llevó a D. Fadrique a la ciudad. Tenía D. Fadrique trece años, pero estaba muy espigado. Como iba de visitas de ceremonia, lucía casaca y chupa de damasco encarnado con botones de acero bruñido, zapatos de hebilla y medias de seda blanca, de suerte que parecía un sol.

La ropa de viaje de D. Fadrique, que estaba muy traída y con algunas manchas y desgarrones, se quedó en la posada, donde dejaron los caballos. D. Diego quiso que su hijo le acompañase en todo su esplendor. El muchacho iba contentísimo de verse tan guapo y con traje tan señoril y lujoso. Pero la misma idea de la elegancia aristocrática del traje le infundió un sentimiento algo exagerado del decoro y compostura que debía tener quien le llevaba puesto.

Por desgracia, en la primera visita que hizo Don Diego a una hidalga viuda, que tenía dos hijas doncellas, se habló del niño Fadrique y de lo crecido que estaba, y del talento que tenía para bailar el bolero.

-Ahora -dijo D. Diego-, baila el chico peor que el año pasado, porque está en la edad del pavo: edad insufrible, entre la palmeta y el barbero. Ya Vds. sabrán que en esa edad se ponen los chicos muy empalagosos, porque empiezan a presumir de hombres y no lo son. Sin embargo, ya que Vds. se empeñan, el chico lucirá su habilidad.

Las señoras, que habían mostrado deseos de ver a D. Fadrique bailar, repitieron sus instancias, y una de las doncellas tomó una guitarra y se puso a tocar para que D. Fadrique bailase.

-Baila, Fadrique, -dijo D. Diego, no bien empezó la música.

Repugnancia invencible al baile, en aquella ocasión se apoderó de su alma. Veía una contrariedad monstruosa, algo de lo que llaman ahora una antinomia, entre el bolero y la casaca. Es de advertir que en aquel día D. Fadrique llevaba casaca por primera vez: estrenaba la prenda, si puede calificarse de estreno el aprovechamiento del arreglo o refundición de un vestido, usado primero por el padre y después por el mayorazgo, a quien se le había quedado estrecho y corto.

-Baila, Fadrique, -repitió D. Diego, bastante amostazado.

Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso de la tierra, estaba en muy buen estado, no se había puesto casaca como su hijo. D. Diego iba todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano llevaba el látigo con que castigaba al caballo y a los podencos de una jauría numerosa que tenía para cazar.

-Baila, Fadrique, -exclamó D. Diego por tercera vez, notándose ya en su voz cierta alteración, causada por la cólera y la sorpresa.

Era tan elevado el concepto que tenía D. Diego de la autoridad paterna, que se maravillaba de aquella rebeldía.

-Déjele V., señor de Mendoza -dijo la hidalga viuda-. El niño está cansado del camino y no quiere bailar.

-Ha de bailar ahora.

-Déjele V.; otra vez le veremos, -dijo la que tocaba la guitarra.

-Ha de bailar ahora -repitió D. Diego-. Baila, Fadrique.

-Yo no bailo con casaca, -respondió éste al cabo.

Aquí fue Troya. D. Diego prescindió de las señoras y de todo.

-¡Rebelde! ¡mal hijo! -gritó-: te enviaré a los Toribios: baila o te desuello; y empezó a latigazos con D. Fadrique.

La señorita de la guitarra paró un instante la música; pero D. Diego la miró de modo tan terrible, que ella tuvo miedo de que la hiciese tocar como quería hacer bailar a su hijo, y siguió tocando el bolero.

Don Fadrique, después de recibir ocho o diez latigazos, bailó lo mejor que supo.

Al pronto se le saltaron las lágrimas; pero después, considerando que había sido su padre quien le había pegado, y ofreciéndose a su fantasía de un modo cómico toda la escena, y viéndose él mismo bailar a latigazos y con casaca, se rió, a pesar, del dolor físico, y bailó con inspiración y entusiasmo.

Las señoras aplaudieron a rabiar.

-Bien, bien -dijo D. Diego-. ¡Por vida del diablo! ¿Te he hecho mal, hijo mío?

-No, padre -dijo D. Fadrique-. Está visto: yo necesitaba hoy de doble acompañamiento para bailar.

-Hombre, disimula. ¿Por qué eres tonto? ¿Qué repugnancia podías tener, si la casaca te va que ni pintada, y el bolero clásico y de buena escuela es un baile muy señor? Estas damas me perdonarán. ¿No es verdad? Yo soy algo vivo de genio.

Así terminó el lance del bolero.

Aquel día bailó otras cuatro veces D. Fadrique en otras tantas visitas, a la más leve insinuación de su padre.

Decía el cura Fernández, que conoció y trató a D. Fadrique, y de quien sabía muchas de estas cosas mi amigo D. Juan Fresco, que D. Fadrique refería con amor la anécdota del bolero, y que lloraba de ternura filial y reía al mismo tiempo, diciendo mi padre era un vándalo, cuando se acordaba de él, dándole de latigazos, y retraía a su memoria a las damas aterradas, sin dejar una de ellas de tocar la guitarra, y a él mismo bailando el bolero mejor que nunca.

Parece que había en todo esto algo de orgullo de familia. El mi padre era un vándalo de D. Fadrique casi sonaba en sus labios como alabanza. D. Fadrique, educado en el lugar y del mismo modo que su padre, D. Fadrique cerril, hubiera sido más vándalo aún.

La fama de sus travesuras de niño duró en el lugar muchos años después de haberse él partido a servir al Rey.

Huérfano de madre a los tres años de edad, había sido criado y mimado por una tía solterona, que vivía en la casa, y a quien llamaban la chacha Victoria.

Tenía además otra tía, que si bien no vivía con la familia, sino en casa aparte, había también permanecido soltera y competía en mimos y en halagos con la chacha Victoria. Llamábase esta otra tía la chacha Ramoncica. D. Fadrique era el ojito derecho de ambas señoras, cada una de las cuales estaba ya en los cuarenta y pico de años cuando tenía doce nuestro héroe.

Las dos tías o chachas se parecían en algo y, se diferenciaban en mucho.

Se parecían en cierto entono amable y benévolo de hidalgas, en la piedad católica y en la profunda ignorancia. Esto último no provenía sólo de que hubiesen sido educadas en el lugar, sino de una idea de entonces. Yo me figuro que nuestros abuelos, hartos de la bachillería femenil, de las cultas latini-parlas y de la desenvoltura pedantesca de las damas que retratan Quevedo, Tirso y Calderón en sus obras, habían caído en el extremo contrario de empeñarse en que las mujeres no aprendiesen nada. La ciencia en la mujer hubo de considerarse como un manantial de perversión. Así es que en los lugares, en las familias acomodadas y nobles, cuando eran religiosas y morigeradas, se educaban las niñas para que fuesen muy hacendosas, muy arregladas y muy señoras de su casa. Aprendían a coser, a bordar y a hacer calceta; muchas sabían de cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no aprendiesen a escribir, y apenas si se les enseñaba a leer de corrido en El Año Cristiano o en algún otro libro devoto.

Las chachas Victoria y Ramoncica se habían educado así. La diversa condición y carácter de cada una estableció después notables diferencias.

La chacha Victoria, alta, rubia, delgada y bien parecida, había sido, y continuó siendo hasta la muerte, naturalmente sentimental y curiosa. A fuerza de deletrear, llegó a leer casi de corrido cuando estaba ya muy granada; y sus lecturas no fueron sólo de vidas de santos, sino que conoció también algunas historias profanas y las obras de varios poetas. Sus autores favoritos fueron doña María de Zayas y Gerardo Lobo.

Se preciaba de experimentada y desengañada. Su conversación estaba siempre como salpicada de estas dos exclamaciones: -¡Qué mundo éste! -¡Lo que ve el que vive!-. La chacha Victoria se sentía como hastiada y fatigada de haber visto tanto, y eso que sus viajes no se habían extendido más allá de cinco o seis leguas de distancia de Villabermeja.

Una pasión, que hoy calificaríamos de romántica, había llenado toda la vida de la chacha Victoria. Cuando apenas tenía diez y ocho años, conoció y amó en una feria a un caballero cadete de infantería. El cadete amó también a la chacha, que no lo era entonces; pero los dos amantes, tan hidalgos como pobres, no se podían casar por falta de dinero. Formaron, pues, el firme propósito de seguir amándose, se juraron constancia eterna y decidieron aguardar para la boda a que llegase a capitán el cadete. Por desgracia, entonces se caminaba con pies de plomo en las carreras, no había guerras civiles ni pronunciamientos, y el cadete, firme como una roca y fiel como un perro, envejeció sin pasar de teniente nunca.

Siempre que el servicio militar lo consentía, el cadete venía a Villabermeja; hablaba por la ventana con la chacha Victoria, y se decían ambos mil ternuras. En las largas ausencias se escribían cartas amorosas cada ocho o diez días; asiduidad y frecuencia extraordinarias entonces.

Esta necesidad de escribir obligó a la chacha Victoria a hacerse letrada. El amor fue su maestro de escuela, y le enseñó a trazar unos garrapatos anárquicos y misteriosos, que por revelación de amor leía, entendía y descifraba el cadete.

De esta suerte, entre temporadas de pelar la pava en Villabermeja, y otras más largas temporadas de estar ausentes, comunicándose por cartas, se pasaron cerca de doce años. El cadete llegó a teniente.

Hubo entonces un momento terrible: una despedida desgarradora. El cadete, teniente ya, se fue a la guerra de Italia. Desde allí venían las cartas muy de tarde en tarde. Al cabo cesaron del todo. La chacha Victoria se llenó de presentimientos melancólicos.

En 1747, firmada ya la paz de Aquisgrán, los soldados españoles volvieron de Italia a España; pero nuestro cadete, que había esperado volver de capitán, no parecía ni escribía. Sólo pareció, con la licencia absoluta, su asistente, que era bermejino.

El bueno del asistente, en el mejor lenguaje que pudo, y con los preparativos y rodeos que le parecieron del caso para amortiguar el golpe, dio a la chacha Victoria la triste noticia de que el cadete, cuando iba ya a ver colmados sus deseos, cuando iba a ser ascendido a capitán, en vísperas de la paz, en la rota de Trebia, había caído atravesado por la lanza de un croata.

No murió en el acto. Vivió aún dos o tres días con la herida mortal, y tuvo tiempo de entregar al asistente, para que trajese a su querida Victoria, un rizo rubio que de ella llevaba sobre el pecho en un guardapelo, las cartas y un anillo de oro con un bonito diamante.

El pobre soldado cumplió fielmente su comisión.

La chacha Victoria recibió y bañó en lágrimas las amadas reliquias. El resto de su vida lo pasó recordando al cadete, permaneciendo fiel a su memoria y llorándole a veces. Cuanto había de amor en su alma fue consumiéndose en devociones y transformándose en cariño por el sobrino Fadriquito, el cual tenía tres años cuando supo la chacha Victoria la muerte de su perpetuo y único novio.

La pobre chacha Ramoncica había sido siempre pequeñuela y mal hecha de cuerpo, sumamente morena y bastante fea de cara. Cierta dignidad natural e instintiva le hizo comprender, desde que tenía quince años, que no había nacido para el amor. Si algo del amor con que aman las mujeres a los hombres había en germen en su alma, ella acertó a sofocarlo y no brotó jamás. En cambio tuvo afecto para todos. Su caridad se extendía hasta los animales.

Desde la edad de veinticuatro años, en que la chacha Ramoncica se quedó huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían compañía media docena de gatos, dos o tres perros y un grajo, que poseía varias habilidades. Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos, y un corral poblado de pavos, patos, gallinas y conejos.

Una criada llamada Rafaela, que entró a servir a la chacha Ramoncica cuando ésta vivía aún en casa de sus padres, siguió sirviéndola toda la vida. Ama y criada eran de la misma edad y llegaron juntas a una extrema vejez.

Rafaela era más fea que la chacha, y, hasta por imitarla, permaneció siempre soltera.

En medio de su fealdad, había algo de noble distinguido en la chacha Ramoncica, que era una señora de muy cortas luces. Rafaela, por el contrario, sobre ser fea, tenía el más innoble aspecto; pero estaba dotada de un despejo natural grandísimo.

Por lo demás, ama y criada, guardando siempre cada cual su posición y grado en la jerarquía social se identificaron por tal arte, que se diría que no había en ellas sino una voluntad, los pensamientos mismos y los mismos propósitos.

Todo era orden, método y, arreglo en aquella casa. Apenas se gastaba en comer, porque ama y criada comían poquísimo. Un vestido, una saya, una basquiña, cualquiera otra prenda, duraba años y años sobre el cuerpo de la chacha Ramoncica o guardada en el armario. Después, estando aún en buen uso, pasaba a ser prenda de Rafaela.

Los muebles eran siempre los mismos y se conservaban, como por encanto, con un lustre y una limpieza que daban consuelo.

Con tal modo de vivir, la chacha Ramoncica, si bien no tenía sino muy escasas rentas, apenas gastaba de ellas una tercera parte. Iba, pues, acumulando y atesorando, y pronto tuvo fama de rica. Sin embargo, jamás se sentía con valor de ser despilfarrada sino por empeño de su sobrino Fadrique, a quien, según hemos dicho, mimaba en competencia de la chacha Victoria.

Don Diego andaba siempre en el campo, de caza o atendiendo a las labores. Sus dos hijos, D. José y D. Fadrique, quedaban al cuidado de la chacha Victoria y del P. Jacinto, fraile dominico, que pasaba por muy docto en el lugar, y que les sirvió de ayo, enseñándoles las primeras letras y el latín.

Don José era bondadoso y reposado, D. Fadrique un diablo de travieso; pero D. José no atinaba hacerse querer, y D. Fadrique era amado con locura de ambas chachas, del feroz D. Diego y del ya citado P. Jacinto, quien apenas tendría treinta y seis años de edad cuando enseñaba la lengua de Cicerón a los dos pimpollos lozanos del glorioso y antiguo tronco de los López de Mendoza bermejinos.

Mientras que el apacible D. José se quedaba en casa estudiando, o iba al convento a ayudar a misa, o empleaba su tiempo en otras tareas tranquilas, D. Fadrique solía escaparse y promover mil alborotos en el pueblo.

Como segundón de la casa, D. Fadrique estaba condenado a vestirse de lo que se quedaba estrecho o corto para su hermano, el cual, a su vez, solía vestirse de los desechos de su padre. La chacha Victoria hacía estos arreglos y traspasos. Ya hemos hablado de la casaca y de la chupa encarnadas, que vinieron a ser memorables por el lance del bolero; pero mucho antes había heredado D. Fadrique una capa, que se hizo más famosa, y que había servido sucesivamente a D. Diego y a D. José. La capa era blanca, y cuando cayó en poder de D. Fadrique recibió el nombre de la capa-paloma.

La capa-paloma parecía que había dado alas al chico, quien se hizo más inquieto y diabólico desde que la poseyó. D. Fadrique, cabeza de motín y de bando entre los muchachos más desatinados del pueblo, se diría que llevaba la capa-paloma como un estandarte, como un signo que todos seguían, como un penacho blanco de Enrique IV.

No era muy numeroso el bando de D. Fadrique, no por falta de simpatías, sino porque él elegía a sus parciales y secuaces haciendo pruebas análogas a las que hizo Gedeón para elegir o desechar a sus soldados. De esta suerte logró D. Fadrique tener unos cincuenta o sesenta que le seguían, tan atrevidos y devotos a su persona, que cada uno valía por diez.

Se formó un partido contrario, capitaneado por D. Casimirito, hijo del hidalgo más rico del lugar. Este partido era de más gente; pero, así por las prendas personales del capitán, como por el valor y decisión de los soldados, quedaba siempre muy inferior a los fadriqueños.

Varias veces llegaron a las manos ambos bandos, ya a puñadas y luchando a brazo partido, ya en pedreas, de que era teatro un llanete que está por bajo de un sitio llamado el Retamal.

Siempre que había un lance de éstos, D. Fadrique era el primero en acudir al lugar del peligro; pero es lo cierto que no bien corría la voz de que la capa-paloma iba por el Retamal abajo, las calles y las plazuelas se despoblaban de los más belicosos chiquillos, y, todos acudían en busca del capitán idolatrado.

La victoria, en todas estas pendencias, quedó siempre por el batido de D. Fadrique. Los de don Casimiro resistían poco y se ponían en un momento en vergonzosa fuga: pero como D. Fadrique se aventuraba siempre más de lo que conviene a la prudencia de un general, resultó que dos veces regó los laureles con su sangre, quedando descalabrado.

No sólo en batalla campal, sino en otros ejercicios y haciendo travesuras de todo género, don Fadrique se había roto además la cabeza otra tercera vez, se había herido el pecho con unas tijeras, se había quemado una mano y se había dislocado un brazo: pero de todos estos percances salía al cabo sano y salvo, merced a su robustez y a los cuidados de la chacha Victoria, que decía, maravillada y santiguándose: -¡Ay, hijo de mi alma, para muy grandes cosas quiere reservarte el cielo, cuando vives de milagro y no mueres!




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- III -

Casimiro tenía tres años más de edad que don Fadrique, y era también más fornido y alto. Irritado de verse vencido siempre como capitán, quiso probarse con D. Fadrique en singular combate. Lucharon, pues, a puñadas y a brazo partido, y el pobre Casimiro salió siempre acogotado y pisoteado, a pesar de su superioridad aparente.

Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron bien a la familia de los Mendozas. A pesar de la piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica, y de la devoción humilde de D. José, no podían tragar a D. Diego, y se mostraban escandalizados de los desafueros e insolencias de D. Fadrique.

Sólo el P. Jacinto, que amaba tiernamente a don Fadrique, le defendía de las acusaciones y quejas de los otros frailes.

Estos, no obstante, le amenazaban a menudo con cogerle y enviarle a los Toribios, o con hacer que el propio hermano Toribio viniese por él y se le llevase.

Bien sabían los frailes que el bendito hermano Toribio había muerto hacía más de veinte años; pero la institución creada por él florecía, prestando al glorioso fundador una existencia inmortal y mitológica. Hasta muy entrado el segundo tercio del siglo presente, el hermano Toribio y los Toribios en general han sido el tema constante de todas las amenazas para infundir saludable terror a los muchachos traviesos.

En la mente de D. Fadrique no entraba la idea de la fervorosa caridad con que el hermano Toribio, a fin de salvar y purificar las almas de cuantos muchachos cogía, les martirizaba el cuerpo, dándoles rudos azotes sobre las carnes desnudas. Así es que se presentaba en su imaginación el bendito hermano Toribio como loco furioso y perverso, enemigo de sí mismo para llagarse con cadenas ceñidas a los riñones, y enemigo de todo el género humano, a quien desollaba y atormentaba en la edad de la niñez y de la más temprana juventud, cuando se abren al amor las almas y cuando la naturaleza y el cielo debieran sonreír y acariciar en vez de dar azotes.

Como ya habían ocurrido casos de llevarse a los Toribios, contra la voluntad de sus padres, a varios muchachos traviesos, y como el hermano Toribio, durante su santa vida, había salido a caza de tales muchachos, no sólo por toda Sevilla, sino por otras poblaciones de Andalucía, desde donde los conducía a su terrible establecimiento, la amenaza de los frailes pareció para broma harto pesada a D. Diego, y para veras le pareció más pesada aún. Hizo, pues, decir a los frailes que se abstuviesen de embromar a su hijo, y mucho más de amenazarle, que ya él sabría castigar al chico cuando lo mereciese; pero que nadie más que él había de ser osado a ponerle las manos encima. Añadió D. Diego que el chico, aunque pequeño todavía, sabría defenderse y hasta ofender, si le atacaban, y que además él volaría en su auxilio, en caso necesario, y arrancaría las orejas a tirones a todos los Toribios que ha habido y hay en el mundo.

Con estas insinuaciones, que, bien sabían todos cuán capaz era de hacer efectivas D. Diego, los frailes se contuvieron en su malevolencia; pero como D. Fadrique (fuerza es confesarlo, si hemos de ser imparciales) seguía siendo peor que Pateta, los frailes, no atreviéndose ya a esgrimir contra él armas terrenas y temporales, acudieron al arsenal de las espirituales y eternas, y no cesaron de querer amedrentarle con el infierno y el demonio.

De este método de intimidación se ocasionó un mal gravísimo. D. Fadrique, a pesar de sus chachas, se hizo impío, antes de pensar y de reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se ofreció a su mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el lado del miedo, contra el cual su natural valeroso e independiente se rebelaba. D. Fadrique no vio el objeto del amor insaciable del alma, y el fin digno de su última aspiración, en los poderes sobrenaturales. D. Fadrique no vio en ellos sino tiranos, verdugos o espantajos sin consistencia.

Cada siglo tiene su espíritu, que se esparce y como que se diluye en el aire que respiramos, infundiéndose tal vez en las almas de los hombres, sin necesidad de que las ideas y teorías pasen de unos entendimientos a otros por medio de la palabra escrita o hablada. El siglo XVIII tal vez no fue crítico, burlón, sensualista y descreído porque tuvo a Voltaire, a Kant y a los enciclopedistas, sino porque fue crítico, burlón, sensualista y descreído tuvo a dichos pensadores, quienes formularon en términos precisos lo que estaba vago y difuso en el ambiente: el giro del pensamiento humano en aquel período de su civilización progresiva.

Sólo así se comprende que D. Fadrique viniese a ser impío sin leer ni oír nada que a ello le llevase.

Esta nueva calidad que apareció en él era bastante peligrosa en aquellos tiempos. D. Diego mismo se espantó de ciertas ideas de su hijo. Por dicha, el desenvolvimiento de tan mala inclinación coincidió casi con la ida de D. Fadrique al Colegio de Guardias marinas, y se evitó así todo escándalo y disgusto en Villabermeja.

Las chachas Victoria y Ramoncica lloraron mucho la partida de D. Fadrique; el P. Jacinto la sintió; D. Diego, que le llevó a la Isla, se alegró de ver a su hijo puesto en carrera, casi más que se afligió al separarse de él; y los frailes, y Casimirito sobre todo, tuvieron un día de júbilo el día en que le perdieron de vista.

D. Fadrique volvió al lugar de allí adelante, pero siempre por brevísimo tiempo: una vez cuando salió del Colegio para ir a navegar; otra vez siendo ya alférez de navío. Luego pasaron años y años sin que viese a D. Fadrique ningún bermejino. Se sabía que estaba, ya en el Perú, ya en el Asia, en el extremo Oriente.




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- IV -

De las cosas de D. Fadrique, durante tan larga ausencia, se tenía o se forjaba en el lugar el concepto más fantástico y absurdo.

D. Diego y la chacha Victoria, que eran las personas de la familia más instruidas e inteligentes, murieron a poco de hallarse D. Fadrique en el Perú. Y lo que es a la cándida Ramoncica y al limitado D. José, no escribía D. Fadrique sino muy de tarde en tarde, y cada carta tan breve como una fe de vida.

Al P. Jacinto, aunque D. Fadrique le estimaba y quería de veras, también le escribía poco, por efecto de la repulsión y desconfianza que en general le inspiraban los frailes. Así es que nada se sabía nunca a ciencia cierta en el lugar de las andanzas y aventuras del ilustre marino.

Quien más supo de ello en su tiempo fue el cura Fernández, que, según queda dicho, trató a don Fadrique y, tuvo alguna amistad con él. Por el cura Fernández se enteró D. Juan Fresco, en quien influyó mucho el relato de las peregrinaciones y lances de fortuna de D. Fadrique para que se hiciese piloto y siguiese en todo sus huellas.

Recogiendo y ordenando yo ahora las esparcidas y vagas noticias, las apuntaré aquí en resumen.

D. Fadrique estuvo poco tiempo en el Colegio, donde mostró grande disposición para el estudio.

Pronto salió a navegar, y fue a la Habana en ocasión tristísima. España estaba en guerra con los ingleses, y la capital de Cuba fue atacada por el almirante Pocok. Echado a pique el navío en que se hallaba nuestro bermejino, la gente de la tripulación, que pudo salvarse, fue destinada a la defensa del castillo del Morro, bajo las órdenes del valeroso D. Luis Velasco.

Allí estuvo D. Fadrique haciendo estragos en la escuadra inglesa con sus certeros tiros de cañón. Luego, durante el asalto, peleó como un héroe en la brecha, y vio morir a su lado a D. Luis, su jefe. Por último, fue de los pocos que lograron salvarse cuando, pasando sobre un montón de cadáveres y haciendo prisioneros a los vivos, llegó el general inglés, Conde de Albemarle, a levantar el pabellón británico sobre la principal fortaleza de la Habana.

D. Fadrique tuvo el disgusto de asistir a la capitulación de aquella plaza importante, y, contado en el número de los que la guarnecían, fue conducido a España en cumplimiento de lo capitulado.

Entonces, ya de alférez de navío, vino a Villabermeja, y vio a su padre la última vez.

La reina de las Antillas, muchos millones de duros y lo mejor de nuestros barcos de guerra habían quedado en poder de los ingleses.

D. Fadrique no se descorazonó con tan trágico principio. Era hombre poco dado a melancolías. Era optimista y no quejumbroso. Además, todos los bienes de la casa los había de heredar el mayorazgo, y él ansiaba adquirir honra, dinero y posición.

Pocos días estuvo en Villabermeja. Se fue antes de que su licencia se cumpliese.

El rey Carlos III, después de la triste paz de París, a que le llevó el desastroso Pacto de familia, trató de mejorar por todas partes la administración de sus vastísimos Estados. En América era donde había más abusos, escándalos, inmoralidad, tiranías y dilapidaciones. A fin de remediar tanto mal, envió el Rey a Gálvez de visitador a Méjico, y algo más tarde envió al Perú, con la misma misión, a D. Juan Antonio de Areche. En esta expedición fue a Lima D. Fadrique.

Allí se encontraba cuando tuvo lugar la rebelión de Tupac-Amaru. En la mente imparcial y filosófica del bermejino se presentaba como un contrasentido espantoso el que su Gobierno tratase de ahogar en sangre aquella rebelión, al mismo tiempo que estaba auxiliando la de Washington y sus parciales contra los ingleses; pero D. Fadrique, murmurando y censurando, sirvió con energía a su Gobierno, y contribuyó bastante a la pacificación del Perú.

Don Fadrique acompañó a Areche en su marcha al Cuzco, y desde allí, mandando una de las seis columnas en que dividió sus fuerzas el general Valle, siguió la campaña contra los indios, tomando gloriosa parte en muchas refriegas, sufriendo con firmeza las privaciones, las lluvias y los fríos en escabrosas alturas a la falda de los Andes, y no parando hasta que Tupac-Amaru quedó vencido y cayó prisionero.

Don Fadrique, con grande horror y disgusto, fue testigo ocular de los tremendos castigos que hizo nuestro Gobierno en los rebeldes. Pensaba él que las crueldades e infamias cometidas por los indios no justificaban las de un Gobierno culto y europeo. Era bajar al nivel de aquella gente semisalvaje. Así es que casi se arrepintió de haber contribuido al triunfo cuando vio en la plaza del Cuzco morir a Tupac-Amaru, después de un brutal martirio, que parecía invención de fieras y no de seres humanos.

Tupac-Amaru tuvo que presenciar la muerte de su mujer, de un hijo suyo y de otros deudos y amigos: a otro hijo suyo de diez años le condenaron a ver aquellos bárbaros suplicios de su padre y de su madre, y a él mismo le cortaron la lengua y le ataron luego por los cuatro reinos a otros tantos caballos para que, saliendo a escape, le hiciesen pedazos. Los caballos, aunque espoleados duramente por los que los montaban, no tuvieron fuerza bastante para descuartizar al indio, y a éste, descoyuntado, después de tirar de él un rato en distintas direcciones, tuvieron que desatarle de los caballos y cortarle la cabeza.

A pesar de su optimismo, de su genio alegre y de su afición a tomar muchos sucesos por el lado cómico, D. Fadrique, no pudiendo hallar nada cómico en aquel suceso, cayó enfermo con fiebre y se desanimó mucho en su afición a la carrera militar.

Desde entonces se declaró más en él la manía de ser filántropo, especie de secularización de la caridad, que empezó a estar muy en moda en el siglo pasado.

La impiedad precoz de D. Fadrique vino a fundarse en razones y en discursos con el andar del tiempo y con la lectura de los malos libros que en aquella época se publicaban en Francia. El carácter burlón y regocijado de D. Fadrique se avenía mal con la misantropía tétrica de Rousseau. Voltaire, en cambio, le encantaba. Sus obras más impías parecíanle eco de su alma.

La filosofía de D. Fadrique era el sensualismo de Condillac, que él consideraba como el non plus ultra de la especulación humana.

En cuanto a la política, nuestro D. Fadrique era un liberal anacrónico en España. Por los años de 1783, cuando vio morir a Tupac-Amaru, era casi como un radical de ahora.

Todo esto se encadenaba y se fundaba en una teodicea algo confusa y somera, pero común entonces. D. Fadrique creía en Dios y se imaginaba que tenía ciencia de Dios, representándosele como inteligencia suprema y libre, que hizo el mundo porque quiso, y luego le ordenó y arregló según los más profundos principios de la mecánica y de la física. A pesar del Cándido, novela que le hacía florar de risa, D. Fadrique era casi tan optimista como el Dr. Pangloss, y tenía por cierto que todo estaba divinamente bien y que nada podía estar mejor de lo que estaba. El mal le parecía un accidente, por más que a menudo se pasmase de que ocurriera con tanta frecuencia y de que fuera tan grande, y el bien le parecía lo substancial, positivo e importante que había en todo.

Sobre el espíritu y la materia, sobre la vida ultramundana y sobre la justificación de la Providencia, basada en compensaciones de eterna duración, D. Fadrique estaba muy dudoso; pero su optimismo era tal, que veía demostrada y hasta patente la bondad del cielo, sin salir de este mundo sublunar y de la vida que vivimos. Verdad es que para ello había adoptado una teoría, novísima entonces. Y decimos que la había adoptado, y no que la había inventado, porque no nos consta, aunque bien pudo ser que la inventase; ya que cuando llega el momento y suena la hora de que nazca una idea y de que se formule un sistema, la idea nace y, el sistema se formula en mil cabezas a la vez, si bien la gloria de la invención se la lleva aquel que por escrito o de palabra le expone con más claridad, precisión o elegancia.

La idea, o mejor dicho, la teoría novísima, tal como estaba en la mente de D. Fadrique, era en compendio la siguiente:

Entendía el filósofo de Villabermeja que había una ley providencial y eterna para la historia, tan indefectible como las leyes matemáticas, según las cuales giran en sus órbitas los astros. En virtud de esta ley, la humanidad iba adelantando siempre por un camino de perfectibilidad indefinida; su ascensión hacia la luz, el bien, la verdad y la belleza, no tenía pausa ni término. En esto, el humano linaje, en su conjunto, seguía un impulso necesario. Toda la gloria del éxito era para el Ser Supremo, que había dado aquel impulso; pero, dentro del providencial movimiento que de él nacía, en toda acción, en toda idea, en todo propósito, cada individuo era libre y responsable. El maravilloso trabajo de la Providencia, el misterio más bello de su sabiduría infinita, consistía en concertar con atinada armonía todos aquellos resultados de la libertad humana a fin de que concurriesen al cumplimiento de la ley eterna del progreso, o en tenerlos previstos con tan divina previsión y acierto, que no perturbasen lo que estaba prescrito y ordenado; así como, aunque sea baja comparación, cuenta el inventor y constructor perito de una máquina con los rozamientos y con el medio ambiente.

Tal manera de considerar los sucesos se avenía bien con el carácter de D. Fadrique, corroborando su desdén hacia las menudencias, y su prurito de calificar de menudencias lo que para los más de los hombres es importante en grado sumo, y transformando su propensión a la alegría y a la risa en serenidad olímpica, digna de los inmortales.

En su moral no dejaba de ser severo. No había borrado de sus tablas de la ley ni una tilde ni una coma de los mandamientos divinos. Lo único que hacía era dar más vigor, si cabe, a toda prohibición de actos que produzcan dolor, y relajar no poco las prohibiciones de todo aquello que a él se le antojaba que sólo traía deleite o bienestar consigo.

En aquella edad, pensar así en España y en dominios ya hemos dicho que -era expuesto; pero D. Fadrique tenía el don de la mesura y del tino, y sin hipocresía lograba no chocar ni lastimar opiniones o creencias.

Concurría a esto la buena gracia con que se ganaba las voluntades, no con inspirar trivial afecto a todo el mundo, sino inspirándole muy vivo a los pocos que él quería, los cuales valían siempre por muchos para defenderle y encomiarle.

En la primera mocedad, dotado D. Fadrique de tales prendas, y siendo además bello y agraciado de rostro, de buen talle, atrevido y sigiloso, consiguió que lloviesen sobre él las aventuras galantes, y tuvo alta fama de afortunado en amores.

Después de terminada la rebelión de Tupac-Amaru ascendió a capitán de fragata, y su reputación de buen soldado y de sabio y hábil marino llegó a su colmo.

Casi cuando acababan de espirar en el Cuzco los últimos indios parciales de la independencia de su patria, siendo atenaceados algunos con tenazas candentes antes de ahorcarlos, llegó la nueva a Lima de que habíamos hecho la paz con Inglaterra, logrando la independencia de su colonia, en pro de la cual combatimos.

Don Fadrique pudo entonces obtener licencia para navegar a las órdenes de la Compañía de Filipinas, y salió para Calcuta mandando un navío cargado de preciosas mercaderías. Tres viajes hizo de Lima a Calcuta y de Calcuta a Lima; y como llevaba muy buena pacotilla y un sueldo crecido, y alcanzó ventas muy ventajosas, se halló en poco tiempo poseedor de algunos millones de reales.

En las largas temporadas que D. Fadrique pasó en la India se aficionó mucho a la dulzura de los indígenas de aquel país y tomó en mayor aborrecimiento el fervor religioso y guerrero de otras naciones. Tippoo, sultán de Misor, se había empeñado en convertir al islamismo a todos los indostaníes y en dilatar su imperio hasta el Cabo Comorín, a donde nunca habían penetrado las huestes de otros conquistadores musulmanes. La horrible devastación del floreciente reino de Travancor, en las barbas de los ingleses, fue la consecuencia de la ambición y del celo muslímico del sultán mencionado. El Gobernador general de la India se resolvió al cabo a vengar y a remediar lo que hubiera debido impedir, y partió de Calcuta a Madrás con muchos soldados europeos y cipayos, y grandes aprestos de guerra. En aquella ocasión D. Fadrique tuvo el gusto de ganar bastantes rupias, sirviendo una buena causa y conduciendo a Madrás en su navío, con la autorización debida, tropas, víveres y municiones.

Parece que poco tiempo después de este suceso, y aun antes de que el rajah de Travancor fuese restablecido en su trono, y el sultán Tippoo vencido y obligado a hacer la paz, D. Fadrique, cansado ya de peregrinaciones y trabajos, con la ambición apagada y con el deseo de fortuna más que satisfecho, logró, de vuelta a Lima, obtener su retiro, y se vino a Europa, anhelante de presenciar la gran revolución que en Francia se estaba realizando, cuyos principios se hallaban tan en concordancia con los suyos, y cuya fama llenaba el mundo de asombro.

Don Fadrique, sin embargo, sólo estuvo en París algunos meses: desde fines de 1791 hasta Septiembre de 1792. Este tiempo le bastó para cansarse y hartarse de la gran revolución, desengañarse un poco de su liberalismo y dudar de sus teorías de constante progreso.

En Madrid vivió, por último, dos años, y también se desengañó de muchísimas cosas.

Entrado ya en los cincuenta de su edad, aunque sano y bueno, y apareciendo en el semblante, en la robustez y gallardía del cuerpo, y en la serenidad y viveza del espíritu mucho más joven, le entró la nostalgia de que padecen casi todos los bermejinos, y tomó la irrevocable resolución de retirarse a Villabermeja para acabar allí tranquilamente su vida.

Las cartas que escribió a su hermano D. José y a la chacha Ramoncica, que vivían aún, anunciándoles su vuelta definitiva y para siempre, fueron breves, aunque muy cariñosas. En cambio, escribió al P. Jacinto una extensa carta, que se conserva aún y que debe ser trasladada a este sitio. La carta es como sigue:




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- V -

Mi querido P. Jacinto: Ya sabrá V. por mi hermano y por la chacha Ramoncica que estoy decidido a irme a ese lugar a acabar mi vida donde pasé los mejores años y los más inocentes de ella (¡buena inocencia era la mía!), jugando al hoyuelo, a las chapas, al salto de la comba y algunas veces al cané, y andando a pedradas y a mojicones con mis coetáneos y compatricios.

Entonces estaba yo cerril; pero ya V. se hará cargo de que me he pulido bastante peregrinando por esos mundos, y de que ahora son otras mis aficiones y muy diversos mis cuidados. Los frailes compañeros de V. no tendrán ya necesidad de amenazarme con los Toribios.

Mi estancia en el lugar no traerá perturbación alguna; antes, por el contrario, yo me lisonjeo de que reporte algunas ventajas. He hecho dinero y emplearé ahí mucha parte en fomentar la agricultura. El vino que ahí se produce es abominable y puede ser excelente. Trabajando se logrará hacerle potable y bueno.

Soñando estoy con las agradables veladas que vamos a pasar en el invierno, jugando a la malilla y al tute, disputando sobre nuestras no muy concordes teologías, y refiriendo yo a V. mis aventuras en el Perú, en la India y en otras apartadas regiones.

Sé que V., a pesar de los años, está firme como un roble, por lo cual me prometo que ha de dar conmigo largos paseos a caballo y a pie, y ha de acompañarme a cazar perdices. Tengo dos magníficas escopetas inglesas, que compré en Calcuta, y con las cuales he cazado tigres tan grandes algunos de ellos como borricos. Ya verá V. qué bien le va tirando con cualquiera de estas escopetas a las pacíficas y enamoradas perdices que acuden al reclamo en la estación del celo.

A pesar de nuestra edad, hemos de emplearnos todavía, si V. no se opone, en algunas cosas harto infantiles. Hemos de volver al Pozo de la Solana, como hace cuarenta años, a cazar colorines y otros pajarillos, ya con la red, ya con liga y esparto. Téngame V. preparado un buen par de cimbeles.

Todas las cosas de por allí se me ofrecen a la memoria con el encanto de los primeros años. Entiendo que voy a remozarme al verlas y gozarlas.

Tengo gana de volver a comer piñonate, salmorejo, hojuelas, gajorros, pestiños, cordero en caldereta, cabrito en cochifrito, empanadas de boquerones con chocolate, torta-maimón, gazpacho, longanizas y los demás primores de cocina y repostería con que suelen regalarse los sibaritas bermejinos. No por eso romperé con la costumbre contraída en otras tierras, sino que pienso llevar en mi compañía a un gabacho que he traído de París, el cual condimenta unos manjares que doy por cierto que han de gustar a V., aunque tienen nombres imposibles casi de pronunciar por una boca de Villabermeja; pero ya V. se convencerá de que, sin pronunciarlos, los mastica, los saborea, se los traga y le saben a gloria.

Por más extraño que a V. le parezca, llevo también vino a esa tierra del vino. Yo recuerdo que V. era un excelente catador; que V. tenía un paladar muy fino y una nariz delicadísima. Espero, pues, que ha de comprender y estimar el mérito de los vinos de extranjis que yo lleve, y que no caerán en su estómago como si cayesen en el sumidero.

Estoy muy contento de que me viva aún la chacha Ramoncica. Me han dicho que en su casa sigue todo como antes. Los mismos muebles, la misma criada Rafaela, y hasta el grajo, bien sea el mismo también, que por milagro de nuestro Santo Patrono vive aún, o bien sea otro que le reemplazó a tiempo, y parece el fénix renacido de sus cenizas.

Mucha gana tengo de dar un abrazo a la chacha Ramoncica, aunque, dicho sea entre nosotros, yo quería más a la pobre chacha Victoria. ¡Qué noble mujer aquélla! Aseguro a V. que no he hallado igual mujer en el mundo. Si la hubiera hallado, no sería yo solterón.

En este punto he sido poco feliz. No he hallado más que mujeres ligeras, casquivanas, frívolas y sin alma. Una sola, allá en Lima, me quiso de veras: con amor fervoroso, pero criminal. Yo también la quise, por mi desgracia, porque tenía un genio de todos los diablos, y queriéndonos mucho, la historia de nuestros amores se compuso de una serie de peloteras diarias. Aquellos amores fueron pesadilla, y no deleite. Ella era muy devota, había sido una santa y seguía en opinión de tal, porque procedimos siempre con cautela y recato. Sin embargo, en el fondo de su atribulada conciencia, en lo profundo de su mente, orgullosa y fanática a la vez, sentía vergüenza de haber humillado ante mí su soberbia y de haberse rendido a mi voluntad, y tenía miedo y horror de haber dejado por mí el buen camino, ofendiendo a Dios y faltando a sus deberes. Todo esto, sin darse ella mucha cuenta de lo que hacía, me lo quería hacer pagar, considerándome en extremo culpado. Lo que yo tuve que aguantar no tiene nombre. Créame V., P. Jacinto, en el pecado llevé la penitencia. Así es que me harté de amores serios para años, y me dediqué desde entonces a los ligeros. ¿Para qué atormentarse en un asunto que debe ser todo de amenidad, regocijo y alegría?

Quizás por esta razón, y no porque apenas se dé in rerum natura, no alcancé nunca el amor de una chacha Victoria joven. Si le hubiera alcanzado, poco tierno soy de corazón, pero no lo dude V., hubiera muerto bendiciéndola, como murió el cadete, o hubiera conquistado por ella y para ella, no el grado de capitán, sino el mundo.

En fin, ya pasó la mocedad, y, no hay que pensar en novelerías.

Yo estoy desengañado y aburrido, si bien con desengaño apacible y suave aburrimiento.

Se me acabó la ambición; no siento apetito de gloria; no aspiro a ser del vano dedo señalado; tengo más bienes de fortuna de los que necesito; estoy sediento de reposo, de obscuridad y de calma, y por todo esto me retiro a Villabermeja; pero no para hacer penitencia, sino para darme una vida regalada, tranquila, llena de orden y bienestar, cuidándome mucho y viendo lo que dura un Comendador Mendoza bien conservado. Hasta ahora lo estoy. No parece que tengo cincuenta años, sino menos de cuarenta. Ni una cana. Ni una arruga. Todavía me llaman señorito, y no señor, y no faltan hembras de garbo que me califiquen de real mozo, ofendiendo mi modestia.

Mi mayor desengaño ha sido en mis ideas y doctrinas, si bien no ha sido bastante para hacerme variar.

Dios me perdone si me equivoco a fuerza de creerle bueno. Yo, creyendo en él y figurándomele como persona, tengo que figurármele todo lo bueno que concibo que una persona puede ser. Por consiguiente, no completando mi concepto de su bondad la gloria de la otra vida por inmensa que sea, supongo en esta vida que vivimos, por más que sirva para ganar la otra un fin y un propósito en sí, y no sólo el ultramundano. Este fin, este propósito es ir caminando hacia la perfección, y sin alcanzarla aquí nunca, acercarse cada vez más a ella. Creo, pues, en el progreso; esto es, en la mejora gradual y constante de la sociedad y del individuo, así en lo material como en lo moral, y así en la ciencia especulativa como en la que nace de la observación y la experiencia, y da ser a las artes y a la industria.

El mejor medio de este progreso, y al mismo tiempo su mejor resultado en nuestros días, es, a mi ver, la libertad. La condición más esencial de esta libertad es que todos seamos igualmente libres.

Figúrese V. cuánto me encantaría la revolución francesa y su Asamblea Constituyente, que propendía a realizar estos principios míos; que proclamaba los derechos del hombre.

Pedí mi retiro, dejé mi carrera, y, vine, lleno de impaciencia, desde el otro hemisferio a bañarme en la luz inmortal de la gran revolución y a encender mi entusiasmo en el sagrado fuego que ardía en París, donde imaginé que estaban el corazón y la mente del mundo.

Pronto se desvanecieron mis ilusiones. Los apóstoles de la nueva ley me parecieron, en su mayor parte, bribones infames o frenéticos furiosos, llenos de envidia y sedientos de sangre. Vi al talento, a la virtud, a la belleza, al saber, a la elegancia, a todo lo que por algo sobresale en la tierra, ser víctima de aquellos fanáticos o de aquellos envidiosos. Las hazañas de los soldados de la revolución contra los reyes de Europa coligados no podían admirarme. No me parecían la defensa serena del que confía en su valor y en su derecho, sino el brío febril de la locura, excitada por la embriaguez de la sangre y por medio de asesinatos horribles. París se me antojaba el infierno, y no atino ahora a comprender cómo permanecí tanto tiempo en él. Todo estaba trocado: la brutalidad se llamaba energía; sencillez el desaliño indecente; franqueza la grosería, y virtud el no tener entrañas para la compasión. Recordaba yo las épocas de mayor tiranía, y no hallaba época alguna peor, sobre todo si se considera que estábamos en el centro de Europa y que llevábamos tantos siglos de civilización y cultura. El tirano no era uno, eran varios, y todos soeces y sucios de alma y de cuerpo.

Huí de París y vine a Madrid. Otra desilusión. Si por allá creí presenciar una abominable y bárbara tragedia, aquí me encontré en un grotesco, asqueroso y lascivo sainete. Por allá sangre; por acá inmundicia.

No por eso apostaté de mi optimismo ni eché a un lado mi doctrina de indefinido progreso. Lo que hice fue reconocer mi error en cálculos de cronología, para los cuales no había contado yo con la feroz y desgreñada revolución de Francia.

En vista de esta revolución, el bien relativo, el estado de libertad y de adelantamiento para las sociedades, que yo fantaseaba como inmediato, se hundió hacia adentro, en los abismos del porvenir, lo menos dos o tres siglos.

Como para entonces no viviré yo, y como en el estado presente del mundo estoy ya harto de la vida práctica, he resuelto refugiarme en la contemplación; y a fin de gozar del espectáculo de las cosas humanas, mezclándome en ellas lo menos posible, voy a tomar asiento, como espectador desapasionado, en la propia Villabermeja.

Mi hermano, que tiene ya una hija casadera, a quien naturalmente desea que salte un buen novio, se va a vivir a la vecina ciudad, donde ya tiene casa tomada, y a mí me deja a mis anchas y solo en la casa solariega de los Mendoza, donde le daré albergue siempre que venga al lugar para sus negocios.

Yo me atengo al refrán que dice o corte o cortijo; y ya que me fugo de París y de Madrid, no quiero ciudad de provincia, sino aldea.

En la gran casa de los Mendoza bermejinos voy a estar como garbanzo en olla; pero se llenarán algunos cuartos con la multitud de libros que voy a llevar.

Vamos a tener una vida envidiable; y digo vamos, porque supongo y espero que V. me hará compañía a menudo.

Mi determinación es irrevocable, y me voy ahí, para no salir de ahí, salvo cuando vaya como de paseo a caballo, a visitar a mi hermano y a su familia, en la ciudad cercana, la cual, a pesar de su pomposo título de ciudad, tiene también mucho de pueblo pequeño y rural, con perdón y en paz sea dicho.

Adiós, beatísimo padre. Encomiéndeme V. a Dios, con cuyo favor cuento para escapar de esta confusión ridícula de la corte, y poder pronto darle, en esa encantadora Villabermeja, un apretado, abrazo.




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- VI -

Veinte días después de recibida esta carta por el P. Jacinto, se realizó la entrada solemne en Villabermeja del ilustre Comendador Mendoza.

Desde Madrid a la capital de la provincia, que entonces se llamaba reino, nuestro héroe vino en coche de colleras y empleó nueve días. En la capital de la provincia se encontró con su hermano D. José, con el P. Jacinto y con otros amigos de la infancia, que le estaban aguardando. Entre ellos sobresalía el tío Gorico, maestro pellejero, hábil fabricador de corambres y notabilísimo en el difícil arte de echar botanas a los pellejos rotos. Éste había sido el muchacho más diabólico del lugar después de D. Fadrique, y su teniente cuando las pendencias, pedreas y demás hazañas contra el bando de D. Casimiro.

El tío Gorico no tenía más defecto que el de haberse entregado con sobrado cariño a la bebida blanca. El aguardiente anisado le encantaba. Y como al asomar la aurora por el estrecho horizonte de Villabermeja el tío Gorico, según su expresión, mataba el gusanillo, resultaba que casi todo el día estaba calamocano, porque aquel fuego que encendía en su ser con el primer fulgor matutino, se iba alimentando, durante el día, merced a frecuentes libaciones.

Por lo demás, el tío Gorico no perdía nunca la razón; lo que lograba era envolver aquella luz del cielo en una gasa tenue, en un fanal primoroso, que le hacía ver las cosas del mundo exterior y todo lo interno de su alma y los tesoros de su memoria como al través de un vidrio mágico. Jamás llegaba a la embriaguez completa; y una vez sola, decía él había tenido en toda su vida alferecía en las piernas. Era, pues, hombre de chispa en diversos sentidos, y nadie tenía mejores ocurrencias, ni contaba más picantes chascarrillos, ni se mostraba más útil y agradable compañero en una partida de caza.

En el lugar gozaba de celebridad envidiable por mil motivos, y entre otros, porque hacía el papel de Abraham en el paso de Jueves Santo por la mañana, tan admirablemente bien, que nadie se le igualaba en muchas leguas a la redonda. Con un vestido de mujer por túnica, una colcha de cama por manto, su turbante y sus barbas de lino, tomaba un aspecto venerable. Y cuando subía al monte Moria, que era un establo cubierto de verdura, que se elevaba en medio de la plaza, adquiría la majestad patética de un buen actor. Pero en lo que más se lucía, arrancando gritos de entusiasmo, era cuando ofrecía a Isaac al Todopoderoso antes de sacrificarle. Isaac era un chiquillo de diez años lo menos. Con la mano derecha el tío Gorico le levantaba hacia el cielo, y así, extendido el brazo, como si no fuera de hueso y carne, sino de acero firmísimo, permanecía catorce o quince minutos. Luego venía el momento de las más vivas emociones; el terror trágico en toda su fuerza. Abraham ataba al chiquillo al ara, y sacaba un truculento chafarote que llevaba al cinto. Tres o cuatro veces descargaba cuchilladas con una violencia increíble. Las mujeres se tapaban los ojos y daban espantosos chillidos, creyendo ya segada la garganta del muchacho que prefiguraba a Cristo; pero el tío Gorico paraba el golpe antes de herir, como no atreviéndose a consumar el sacrificio. Al fin aparecía un ángel, con alas de papel dorado, en el balcón de las Casas Consistoriales, y cantaba el romance que, empieza:


   «Detente, detente, Abraham;
no mates a tu hijo Isaac,
que ya está mi Dios contento
con tu buena voluntad».

El sacrificio del cordero en vez del hijo, con lo demás del paso, lo ejecutaba el tío Gorico, con no menor maestría.

En más de una ocasión trataron de ganarle, ofreciéndole mucho dinero para que fuese a hacer de Abraham a otras poblaciones; pero él no quiso jamás ser infiel a su patria y privarla de aquella gloria.

Don José, el P. Jacinto, el tío Gorico y los demás amigos, muy contentos de haber abrazado a D. Fadrique, contentísimo también de verse entre los compañeros de su infancia, emprendieron a caballo el viaje a Villabermeja, que, con madrugar y picar mucho, pudo hacerse en diez horas, llegando todos al lugar al anochecer de un hermoso día de primavera, en el año de 1794.

Doña Antonia, mujer de D. José, y sus dos hijos, D. Francisco, de edad de catorce años, y doña Lucía, que tenía ya diez y ocho, acompañados de la chacha Ramoncica, recibieron con júbilo, con abrazos y otras mil muestras de cariño al Comendador, quien ya tenía por suya la casa solariega. D. José y su familia se habían establecido en la ciudad, y sólo por dos días habían venido al pueblo para recibir al querido pariente.

Éste, como era de suyo muy modesto, se maravilló y complació en ver que alcanzaba en Villabermeja más popularidad de lo que creía. Vinieron a verle todos los frailes, desde los más encopetados hasta los legos, el médico, el boticario, el maestro de escuela, el alcalde, el escribano y mucha gente menuda.

Al día siguiente de la llegada la chacha Ramoncica quiso lucirse, y se lució, dando un magnífico pipiripao. D. Fadrique, cuando oyó esta palabra, tuvo que preguntar qué significaba, y le dijeron que algo a modo de festín. En cambio, se cuentan aún en Villabermeja los grandes apuros en que estuvo aquella noche la chacha Ramoncica cuando volvió a su casa, cavilando qué sería lo que su sobrino le había pedido para el festín, y que ella ansiaba que le sirviesen, a fin de darle gusto en todo. El vocablo, para ella inaudito, con que su sobrino había significado la cosa que deseaba, casi se le había borrado de la mente. Por último, consultando el caso con Rafaela, y haciendo un esfuerzo de memoria, vino a recomponer el vocablo y a declarar que lo que su sobrino había pedido era economía.

-¿Qué es eso, Rafaela? -preguntó a su fiel criada.

Y Rafaela contestó:

-Señora, ¿qué ha de ser? ¡Ajorro!

No le hubo, sin embargo. La chacha Ramoncica echó aquel día el bodegón por la ventana.

Al siguiente le tocó lucirse al Comendador, y a pesar de toda su filosofía gozó en el alma de que sus deudos y paisanos viesen maravillados su vajilla de porcelana su plata y los demás objetos raros o bellos que de sus viajes había traído, y que había mandado por delante de él con su criado de más confianza. Hasta la extraña fisonomía de éste, que era un indio, pasmó a los bermejinos, con deleite y satisfacción de D. Fadrique. Tuvo además un placer indescriptible en contar sus aventuras y en hacer descripciones de países remotos, de costumbres peregrinas y de casos singulares que había visto o en los que había tomado parte.

Nada de esto debe movernos a rebajar el concepto que del Comendador tenemos. Por más que parezca pueril, tal vanidad es más común de lo que se cree. ¿A quién no le agrada, cuando vuelve al lugar de su nacimiento, darse cierto tono, sin ofender a nadie, manifestando cuán importante papel ha hecho en el mundo?

Gente hay que no espera para esto a ir a su lugar. Nacido en uno muy pequeño de Andalucía tuve yo cierto amigo que, como llegase a ser personaje de gran suposición y de muchas campanillas, cifraba su mayor deleite en mandar a su pueblo todos los años un ejemplar de la Guía de forasteros, con registro en las varias páginas en que estaba estampado su nombre. Un año fue la Guía con ocho registros, y el pasmo de los lugareños, participado por carta a mi amigo, le dio un contento que casi rayaba en beatitud o bienaventuranza.

No es menor el gusto que se tiene en contar lances y sucesos y en describir prodigios. De aquí sin duda el refrán: de luengas vías, luengas mentiras. Baste, pues, decir, en elogio de D. Fadrique, que el refrán no rezó con él nunca, porque era la veracidad en persona. Lo que no aseguraremos es que fuese siempre creído en cuanto refirió. Los lugareños son maliciosos y desconfiados; suelen tener un criterio allá a su manera, y a menudo las cosas más ciertas les parecen falsas o inverosímiles, y las mentiras, por el contrario, muy conformes con la verdad. Recuerdo que un mayordomo andaluz de cierto inolvidable y discreto Duque, que estuvo de embajador en Nápoles, fue a su pueblo con licencia. Cuando volvió le embromábamos suponiendo que habría contado muchos embustes. Él nos confesó que sí, y aún añadió, jactándose de ello, que todo se lo habían creído, menos una cosa.

-¿Qué cosa era esa? -le preguntamos.

-Que cerca de Nápoles -respondió-, hay un monte que echa chispas por la punta.

De esta suerte pudo muy bien nuestro D. Fadrique, sin apartarse un ápice de la verdad, dejar de ser creído en algo, sin que sus paisanos se atreviesen a decirle, como decían al mayordomo del Duque cuando hablaba del Vesubio: «¡Esa es grilla!»

Al día tercero después de la llegada de D. Fadrique, su hermano D. José y su familia se volvieron a la ciudad; y entonces, con más reposo, pudo entregarse el Comendador a otro placer no menos grato: el de visitar y recordar los sitios más queridos y frecuentados de su niñez, y aquéllos en que le había ocurrido algo memorable. Estuvo en el Retamal y en el Llanete, que está junto, donde le descalabraron dos veces; fue a la fuente de Genazahar y al Pilar de Abajo; subió al Laderón y a la Nava, y extendió sus excursiones hasta el cerro de Jilena y el monte de Horquera, poblado entonces de corpulentas y seculares encinas.

Tomó, por último, D. Fadrique verdadera posesión de su vivienda, arrellanándose en ella, por decirlo así, poniendo en orden los muebles que había traído, colocando los libros y colgando los cuadros.

En estas faenas, dirigidas por él, casi siempre estaba presente el P. Jacinto; y al cabo D. Fadrique quedó instalado, forjándose un retiro, rústico a par que elegante, y una soledad amenísima en el lugar donde había nacido.




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- VII -

Encantado estaba D. Fadrique con su modo de vivir. Ya leyendo, ya de tertulia o de paseo con el P. Jacinto, ya de expediciones campestres y venatorias con el mismo padre y con el iluminado y ameno tío Gorico, el tiempo se deslizaba del modo más grato. Ningún deseo sentía D. Fadrique de ir a otro pueblo, abandonando a Villabermeja; pero D. José tenía cuarto preparado para recibirle en su casa de la ciudad, y sus instancias fueron tales, que no hubo más que ceder a ellas.

El Comendador fue a la ciudad a pasar todo el mes de Mayo. Llegó en la tarde del último día de Abril, y como el viaje es un paseo, aquella noche estuvo de tertulia hasta cerca de las once, que en 1794 era ya mucho velar. Dos o tres hidalgos; otras tantas señoras machuchas; dos jóvenes amiguitas de Lucía, sobrina de D. Fadrique; un respetable señor cura y un caballerito forastero y muy elegante componían la reunión de casa de D. José, que empezó antes de que anocheciera.

Nadie llamó la atención de D. Fadrique, que era harto distraído. Necesitaba que las personas le gustasen o le disgustasen para fijarse en ellas, y con gran dificultad acertaba la gente a gustarle, y mucho menos a disgustarle. Así es que, mostrándose muy urbano con todos, apenas reparó en ninguno.

Al toque de oraciones sirvieron el refresco.

Primero pasaron dos criadas repartiendo platos, servilletas y cucharillas de plata; luego entraron otras dos criadas, que traían sendas bandejas llenas de tacillas de cristal con almíbares diferentes. Cada tertuliano fue tomando en su asiento una tacilla del almíbar que más le gustaba. Las criadas de las bandejas pasaron de nuevo recogiendo las tacillas vacías, y rogando a los señores que tomasen otra de otro almíbar, como en efecto la tomaron muchos.

La historia, prolija en este punto, cuenta que los almíbares eran de nueces verdes, de cabellos de ángel, de tomate y de hoja de azahar. Hubo también arrope de melocotón.

Las ninfas fregonas, muy compuestas y con muchas flores en el moño, sirvieron luego copitas de rosoli, del que sólo bebieron los caballeros, y por último trajeron el chocolate con torta de bizcocho, polvorones, pan de aceite y hojaldres. Terminó todo con el agua, que en vasos de cristal y en búcaros olorosos repartieron asimismo las criadas.

Duró esto hasta que dieron las ánimas.

El refresco se tomó con toda ceremonia y con pocas palabras. Las sillas pegadas a la pared, y todos sentados sin echar una pierna sobre otra, ni inclinarse de ningún lado, ni recostarse mucho.

Después de tomado el refresco, hubo alguna más libertad y expansión, y Lucía se atrevió a rogar al caballerito que recitase unos versos.

-Sí, sí -dijeron en coro casi todos los tertulianos-; que recite.

-Recitaré algo de Meléndez, -dijo el joven.

-No, de V. -replicó Lucía-. Sepa V., tío, -añadió dirigiéndose al Comendador-, que este señor es muy poeta y gran estudiante. Ya verá usted qué lindos versos compone.

-V. es muy amable, Srta. Doña Lucía. La amistad que me tiene la engaña. Su señor tío de V. va a salir chasqueado cuando me oiga.

-Yo confío tanto en el fino gusto de mí sobrina -dijo el Comendador-, que dudo de que se equivoque, por ferviente que sea la amistad que V. le inspire. Casi estoy convencido de que los versos serán buenos.

-Vamos, recítelos V., D. Carlos.

-No sé cuáles recitar que cansen menos, y que a V. que me fía, y a mí que soy el autor, nos dejen airosos.

-Recite V. -contestó Lucía-, los últimos que ha compuesto a Clori.

-Son largos.

-No importa.

Don Carlos no se hizo más de rogar, y con entonación mesurada y cierta timidez que le hubiera hecho simpático, aunque ya por sí no lo fuese, recitó lo que sigue:


   El plácido arroyuelo
rompe el lazo de hielo,
y desatado en onda cristalina
fecunda la pradera.
Flora presta sus galas a Chiprina;
reluce Febo en la celeste esfera,
y en la noche callada
la casta diosa a su pastor dormido,
con trémulo fulgor, besa extasiada.
Del techo antiguo a suspender su nido
ha vuelto ya la golondrina errante;
dulces trinos difunde Filomena;
el mar se calma, el cielo se serena;
sólo Céfiro amante,
oreando la hierba en los alcores.
Y acariciando las tempranas flores,
con música y aroma el aire agita.
En la rica estación de los amores
amor en todo corazón palpita;
pero en el alma del zagal Mirtilo
halla perpetuo asilo.
Allí ingenioso el dios labra un dechado
de gracia encantadora,
donde con fiel esmero ha retratado
a Clori bella, a la gentil pastora.
Por quien Mirtilo muere.
Clori, en tanto, amistosa y compasiva,
quiere que el zagal viva,
mas amarle no quiere,
antes, dicen que piensa dar su mano
a un rabadán anciano.
Con celos el zagal su pena aumenta,
y así en la selva oculto se lamenta:
-¡Tú no sabes de amor, encanto mío!
¡Ah! Tu ignorancia virginal te engaña.
Seré merecedor de tu desvío,
mas no comprendo la ilusión extraña
que a dar tanta beldad te precipita,
inútil don, tesoro inmaculado,
a la vejez marchita.
La amapola del prado
no despliega la pompa de sus hojas,
de púdico amor rojas,
hasta que el sol derrama
en su velado seno estiva llama;
ni la rosa se atreve
a abrir el cáliz entre escarcha y nieve.
No censurara yo que Galatea
al cíclope adorase: la hermosura
bien en la fuerza y el valor se emplea;
bien con estrecho, cariñoso nudo,
la hiedra ciñe firme tronco rudo.
Mas nunca a quien apenas
sostener puede el peso de la vida
a llevar sus cadenas,
si dulces, graves, el amor convida.
Huyen del mustio viejo las Camenas;
si la flauta de Pan su labio toca,
allí perece el desmayado aliento,
sin convertirse en melodioso viento,
y la risa del sátiro provoca.
Con vacilante pie mal en el coro
de ninfas entra; y el alegre giro
y canto de las Ménades sonoro,
o con flébil suspiro,
o con dolientes ayes turba acaso;
que, en el misterio de la santa orgía,
ni el hierofante el tirso le confía,
ni él llega hasta la cumbre del Parnaso.
¡Ay Clori! ¿Qué demencia te extravía?
Ya que por ti se pierde
mi tierno amor, mi juventud lozana,
de frescas rosas y de mirto verde
no ciñas ora una cabeza cana.
Trepa la vid al álamo frondoso,
y a la punzante ortiga
deja que adorne el murallón ruinoso.
¿Qué riesgo, qué fatiga
no aceptará mi amor por agradarte?
Por ti en el bosque venceré las fieras;
por ti el furor arrostraré de Marte;
y el rey de las praderas,
cuya bronceada frente
arma ostenta terrible, que figura
de nueva luna el disco refulgente,
de mi garrocha dura
sentirá en la cerviz la picadura.
El rabadán, por la vejez postrado,
tu solícito afán reclamaría,
¡oh, Clori! mientras yo, por tu mandado,
al abismo del mar descendería,
sus perlas para ver en tu garganta,
y acosaría al lobo carnicero,
su hirsuta piel con plomo o con acero
ganando para alfombra de tu planta.
Alucinada ninfa candorosa,
desecha ese delirio que te lleva
a ser del viejo rabadán esposa.
Pues ¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba
de amor? Ya ves que por seguirte dejo
el templo de Minerva y los vergeles
por do Betis copioso se dilata.
De mis padres me alejo,
y huyo también de mis amigos fieles
para sufrir crueldades de una ingrata.
No estriba tu desdén en mi pobreza,
que no oculta tan bajo sentimiento
tu noble corazón, y ni en riqueza
me vence el rabadán, ni en nacimiento.
Sólo un funesto error, una locura,
¡oh, Clori! ¡Oh, rosa del pensil divino!
Le hará exhalar tu aroma y tu frescura
entre las secas ramas del espino;
te hará romper el broche delicado,
no para abril, para diciembre helado.
No así me hieras, si matarme quieres;
mira que así te matas cuando hieres.

No bien terminaron los versos, fueron estrepitosamente aplaudidos por el benévolo auditorio; pero, si hemos de decir la verdad, ni D. José ni doña Antonia prestaron atención durante la lectura; las señoras mayores se adormecieron con el sonsonete; el señor cura halló la composición sobrado materialista y mitológica y un poco pesada, y las amiguitas de Lucía más se entusiasmaron con la buena presencia del poeta que con el mérito literario de su obra.

Don Carlos, en efecto, era un morenito muy salado de veintidós a veintitrés años. Sus vivos y grandes ojos resplandecían con el fuego de la inspiración. Su cabellera negra, ya sin polvos, lucía y daba reflejos azulados como las alas del cuervo. Los movimientos de su boca al hablar eran graciosos. Los dientes que dejaba ver, blancos e iguales; la nariz, recta, y la frente, despejada y serena.

Iba D. Carlos vestido con suma elegancia, a la última moda de París. Era todo un petimetre. Parecía el príncipe de la juventud dorada, transportado por arte mágica desde las orillas del Sena al riñón de Andalucía. El cuello de su camisa y el lienzo con que formaba lazo en torno de él, estaban bastante bajos para descubrir la garganta y la cerviz robusta sobre que posaba airosamente la cabeza, La estatura, más bien alta que mediana, y el talle, esbelto. El calzón ajustado de casimir, la media de seda blanca y el zapato de hebilla de plata, daban lugar a que mostrase el galán la bien formada pierna y un pie pequeño, largo y levantado por el tarso.

Sin duda las niñas contemplaron más todas estas cosas, y se deleitaron más con la dulzura de la voz del señorito que con el que nos atreveremos a calificar de idilio, la mitad de cuyas palabras estaba en griego para ellas.

Don Fadrique había reparado en todo. Como la mayor parte de los distraídos, era muy observador, y prestaba atención intensa cuando se dignaba prestarla.

Los versos le parecieron regulares, no inferiores a los de Meléndez, aunque, ni con mucho, tan buenos como los de Andrés Chénier, que había oído en París. Lo que es el chico le pareció muy guapo.

Advirtió también, con cierto gusto mezclado de zozobra, que Lucía, su sobrina, había escuchado con ademán y gesto propios de quien entiende la poesía, y con cierta afición, que no atinaba él a deslindar si era meramente literaria, o reconocía otra causa más personal y más honda.

Por lo pronto, en consecuencia de tales observaciones, calificó a su sobrina, de quien hasta entonces apenas había hecho caso, de bonita y de discreta. Se puede decir que la miró concienzudamente por primera vez, y vio que era rubia, blanca, con ojos azules, airosa de cuerpo y muy distinguida. De todos estos descubrimientos no pudo menos de alegrarse, como buen tío que era; pero hizo, o creyó haber hecho, otros descubrimientos, que le mortificaban algo. «Tal vez serán cavilaciones», decía para sí.

En punto de las diez se acabó la tertulia.

Sola ya la familia, Doña Antonia convocó a los criados, y en compañía de todos, y en alta voz, se rezó el rosario.

Por último, no bastando el chocolate y el refresco, que pudiera pasar por merienda, para gente que comía entonces poco después de mediodía, se sirvió la indispensable cena.

Durante este tiempo D. Fadrique buscó y encontró ocasión de tener un aparte con su sobrina, y le habló de este modo:

-Niña, veo que te gustan los versos más de lo que yo creía.

Ella, poniéndose muy colorada y más bonita desde la primera palabra que el tío pronunció, respondiole, algo cortada:

-¿Y por qué no han de gustarme? Aunque criada en un lugar, no soy tan ruda.

-Basta con mirarte, hija mía, para conocer que no lo eres. Pero el que te gusten los versos no se opone a que puedan gustarte los poetas.

-Ya lo creo que me gustan. Fr. Luis de León y Garcilaso son mis predilectos entre los líricos españoles, -dijo Lucía con suma naturalidad.

Casi se disipó la sospecha de D. Fadrique. Parecía inverosímil tanto disimulo en una muchacha de diez y ocho años, que rezaba el rosario todas las noches, iba a misa y se confesaba con frecuencia.

Don Fadrique no tenía tiempo para rodeos y perífrasis, y se fue bruscamente al asunto que le mortificaba.

-Sobrina, con franqueza: ¿los versos que hemos oído los ha compuesto D. Carlos para ti?

-¡Qué disparate! -respondió Lucía, soltando una carcajada.

-¿Y por qué había de ser disparate?

-Porque nada de aquello me conviene: porque yo no soy Clori.

-Bien pudieras serlo. El poeta no describe a Clori. Afirma vaga e indeterminadamente que Clori es bella, y tú eres bella.

-Gracias, tío; V. me favorece.

-No; te hago justicia.

-Sea como V. guste. Pero dígame V., ¿de dónde sacamos a mi viejo rabadán? porque yo no doy con él.

-Pues mira, yo creí haberle encontrado.

-¿Cómo, tío, si no estaba en la tertulia más que el señor cura?

-Y yo, ¿no soy nadie?

-¿Qué quiere V. decir con eso?

-Quiero decir que tengo cincuenta años, que te llevo treinta y dos, y que no estoy loco para aspirar a que me quieran; pero los poetas fingen lo que se les antoja, y el barbilindo de D. Carlos puede haber levantado esa máquina de suposiciones absurdas para escribir su idilio. En tal caso, no está muy conforme con la verdad todo aquello de que el viejo rabadán no puede ya con sus huesos, ni baila, ni corre, ni guerrea, ni es capaz de cazar lobos como el zagal. Con mi medio siglo encima, me apuesto a todo con el tal D. Carlitos. Todavía, si me pongo a bailar el bolero, estoy seguro de que he de bailarle mejor que cuando mi padre me hizo que le bailara a latigazos. Y en punto a pulmones y a resuello, no ya para encaramarme al Parnaso corriendo detrás de las bacantes, no ya para tocar todas las flautas y clarinetes del mundo, sino para mover las aspas de un molino, entiendo que tengo de sobra.

-Pero, tío, si D. Carlos no ha soñado en V. ni ha pensado en mí.

-Vamos, muchacha, no seas hipocritilla. A mí se me ha metido en la cabeza que ese chico te quiere, que ha sabido que yo venía a pasar aquí un mes, que ha oído decir que yo era viejo, y, con estos datos, el insolente ha supuesto lo demás.

Don Fadrique decía todo esto con risa, para embromar a su sobrina; y, aunque dudoso de su recelo, algo picado de la desvergüenza del poeta, que por otra parte no había dejado de caerle en gracia.

-Tío -dijo por último Lucía con la mayor gravedad que pudo-, V, no es el viejo rabadán. El viejo rabadán es de Villabermeja como V.: hace dos años que está establecido aquí, y merece, en efecto, las calificaciones que le prodiga el poeta, porque está muy asendereado y estropeado. El viejo rabadán se llama D. Casimiro. V. debe de conocerle.

-¡Ya lo creo! ¡Y vaya si le conozco! -dijo el Comendador recordando a su antiguo adversario y víctima de la niñez.

-Pero entonces, ¿quién es Clori? -añadió enseguida.

-Clori es una linda señorita, muy amiga mía. Su madre vive con gran recogimiento y no sale ni deja salir a su hija de noche. Por eso no ha estado Clori de tertulia; pero es mi vecina, y su madre consiente en que venga conmigo de paseo, en compañía de mi madre. Si mañana quiere V. ser nuestro acompañante, iremos a las huertas, a las diez, después del almuerzo, por sendas en que haya sombra. Clori vendrá, y V. conocerá a Clori.

-Iré con mucho gusto.

-¡Ah, tío! Por amor de Dios, que no se le escape a V. lo de que D. Carlos está enamorado de mi amiga y lo de que ella es Clori. Mire V. que es un secreto. Nadie más que yo lo sabe en la población. Hay que tener mucho recato, porque los padres de ella no quieren más que a D. Casimiro y nada traslucen del amor de D. Carlos. Yo se lo he confiado a V. para que no fuese V. a creer que yo era Clori y que sin razón de ningún género habíamos convertido a V. en viejo rabadán enclenque, a fin de dar motivo a los versos.

-Quedo satisfecho, muchacha, y no diré nada. Te aseguro ya que me interesa tu amiga Clori y, que tengo curiosidad de verla. De esta suerte, de improviso, vino D. Fadrique a tener, apenas llegado, un secreto con su sobrina, a figurar en intrigas y lances de amor.

Pensando en ello, se retiró a su cuarto, como los demás se retiraron cada cual al suyo, y durmió hasta las ocho de la mañana, mejor que un mozo de veinte años.




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- VIII -

Doña Antonia amaneció con un tremendo jaquecazo, enfermedad a que era muy propensa. Tuvo, pues, que guardar cama y no pudo acompañar a paseo a su hija Lucía; pero, como el mal no era de cuidado, y ya Lucía tenía concertado el paseo con su amiga, se decidió que el Comendador las acompañase.

La amiga de Lucía vivía en la casa inmediata, Un muro separaba los patios de una casa y otra. A la hora convenida, en punto de las nueve y media, pronta ya Lucía para salir y con su tío al lado, gritó desde el patio, al pie del muro:

-Clara (así se llamaba Clori en la vida real), ¿estás ya lista?

No se hizo aguardar la contestación.

Oyose primero la voz de una criada que decía:

-Señorita, señorita, Doña Lucía está llamando a su merced.

Un momento más tarde sonó en el patio contiguo una voz argentina y simpática, que respondía:

-Allá voy; sal a la calle; ¿para qué he de entrar en tu casa?

Salieron D. Fadrique y Doña Lucía, y hallaron ya a Doña Clara en la puerta.

El Comendador, a pesar de sus distracciones, miró a Doña Clara con extraordinaria curiosidad. Era una niña de poco más de diez y seis años. El color de su rostro, de un moreno limpio, teñido en las mejillas y en los labios del más fresco carmín. La tez parecía tan suave, delicada y transparente, que al través de ella se imaginaba ver circular la sangre por las venas azules. Los ojos, negros y grandes, estaban casi siempre dormidos y velados por los párpados y las largas y rizadas pestañas; si bien, cuando fijaban la mirada y, se abrían por completo, brotaban de ellos dulce fuego y luz viva. Todo en Doña Clara manifestaba salud y lozanía, y, sin embargo, en torno de sus ojos, fingiéndolos mayores y acrecentando su brillantez, se notaba un cerco obscuro, como el morado lirio.

Era Doña Clara más alta que su amiga Lucía, bastante alta también, y, aunque delgada, sus formas eran bellas y revelaban el precoz y completo desenvolvimiento de la mujer. El cabello de Doña Clara era negrísimo, las manos y el pie pequeños, la cabeza bien plantada y airosa.

Ambas amigas iban vestidas de negro, con mantilla y basquiña, y algunas rosas en el peinado.

Lucía dijo a su amiga la indisposición de su madre, y que su tío el Comendador, recién llegado, de Villabermeja, las acompañaría en el paseo. Salvos los cumplimientos y ceremonias de costumbre, no hubo en la conversación nada memorable, hasta que los tres, que iban juntos, salieron de la ciudad y llegaron al campo.

La pequeña ciudad está por todas partes circundada de huertas. Muchas sendas las cortan en diversas direcciones. A un lado y otro de cada senda hay una cerca de granados, zarzamoras, mimbres y otras plantas. En muchas sendas hay un arroyo cristalino a cada lado; en otras, un solo arroyo. Todas ellas gozan, en primavera, verano y otoño, de abundante sombra, merced a los álamos corpulentos y frondosos nogales, y demás árboles de todo género que en las huertas se crían.

La tierra es allí tan generosa y feraz, que no puede imaginarse el sinnúmero de flores y la masa de verdura que ciñen las márgenes de los arroyos, esparciendo grato y campestre aroma. Campanillas, mosquetas, violetas moradas y blancas, lirios y margaritas abren allí sus cálices y lucen su hermosura.

El sol radiante, que brilla en el cielo despejado y dora el aire diáfano, hace más espléndida la escena. Increíble multitud de pájaros la anima y alegra con sus trinos y gorjeos. En Andalucía, huyendo de la tierra de secano, buscando el agua y la sombra, se refugian las aves en estos oasis de regadío, donde hay frescura y tupidas enramadas.

Tales eran los sitios por donde paseaba el Comendador con las dos bonitas muchachas. Apenas salieron de la población, tomaron la senda que llaman del medio. Ellas cogían flores, se deleitaban oyendo cantar los colorines o reían sin saber de qué. El Comendador meditaba, sentía gran bienestar, gozaba de todo, aunque más tranquilamente que ellas.

Al llegar a sitio más ancho, no ya a otra senda, sino a un camino, los tres, que, por ser la senda casi siempre estrecha, habían ido uno en pos de otro, se pusieron en la misma línea. Clara estaba en el centro. Lucía dijo entonces, dirigiéndose a su tío:

-Vamos, ya habrá satisfecho V. su curiosidad. Ésta es Clori. ¿No es verdad que merece haber inspirado el idilio?

Doña Clara, que si bien más moza que Lucía, era más reflexiva y grave, sintió que su amiga hubiese confiado a su tío aquel secreto, y no pudo reprimir las muestras de su disgusto, frunciendo el entrecejo, poniéndose más seria y tiñéndose al mismo tiempo de grana sus mejillas con la vergüenza y el enojo.

Nada dijo Doña Clara, a pesar de ello; pero Lucía advirtió su disgusto y prosiguió de esta suerte:

-No te ofendas Clarita. No me motejes de parlanchina. Mi tío me puso anoche entre la espada y la pared, y tuve que confesárselo todo. Tuve que disculparme y que disculpar a D. Carlos. A mi tío se le metió en la cabeza que él era el viejo rabadán y que yo era Clori. Además, mi tío es muy sigiloso y no dirá nada a nadie. ¿No es verdad tío?

-Descuide V., señorita -respondió el Comendador, encarándose con Doña Clara, que se puso más encarnada aún-: nadie sabrá por mí quién ha inspirado el idilio, que es, por cierto, precioso.

El Comendador advirtió que Clara se tranquilizaba, si bien no acertó, con la turbación, a pronunciar palabra alguna.

Doña Lucía continuó:

-¡Vaya si es precioso el idilio! Créame V., tío: desde Vicente Espinel hasta nuestra edad, Ronda no ha producido más ingenioso poeta que nuestro amigo D. Carlos de Atienza, ilustre mayorazgo de la mencionada ciudad, el cual vive en Sevilla con sus padres, trata de tomar en aquella Universidad la borla de doctor en ambos Derechos, y ahora descuida bastante los estudios por seguir a Clori, que, desde Sevilla, se ha venido aquí de asiento con su familia, a quien V. sin duda conoce.

-Sobrina, yo no sé si tengo o no la honra de conocer a la familia de esta señorita, cuyo apellido no me has dicho. ¿Cómo un forastero recién llegado ha de adivinar la familia de quien sólo sabe que se llama Clori en poesía y Clara en prosa?

-¡Ay, es verdad! ¡Qué distraída soy! No había yo dicho a V. cómo se llamaba mi amiga. Pues bien, tío: esta señorita se llama Doña Clara de Solís y Roldán. Y ahora, ¿qué dice V.? ¿Conoce V. o no conoce a su familia?

Al oír en boca de Lucía el nombre y apellidos de su amiga y la última inocente pregunta, el Comendador se estremeció, se turbó; el color rojo, que había teñido antes las mejillas delicadas de Clarita, se diría que había pasado con más fuerza a encender el rostro varonil de D. Fadrique, curtido por el sol de India y por los vientos de los remotos mares.

Lucía, sin advertir la turbación de su tío, siguió diciendo:

-Pero ¿qué digo a su familia? A la misma Clara es posible que V. la conozca, sólo que ya no se acuerda. Cuando era ella chiquirritita, tal vez cuando ella nació, estaba V. en Lima. Clara es limeña.

Dominándose al cabo el Comendador, contestó a su sobrina:

-Mal puedo acordarme y mal puedo haber olvidado a esta señorita, a quien nunca he visto. A quien sí he conocido y tratado mucho es a su señor padre; y también, a pesar de la vida retirada y austera que siempre ha hecho, tuve el gusto de tratar y ser amigo de mi señora Doña Blanca Roldán. ¿Cómo está su señora madre de V., señorita?

-Sigue bien de salud -contestó Doña Clara-; pero, entregada como nunca a sus devociones, apenas se deja ver de nadie.

-¿Y el Sr. D. Valentín, está bueno?

-Gracias a Dios, lo está, -dijo Clara.

-Se ha retirado ya de la magistratura -añadió Lucía-; ha heredado los cuantiosos bienes de su hermano el mayor, que murió sin hijos, y vive aquí, donde tiene sus mejores fincas, de que Clarita es única heredera.

Como una nueva oleada de sangre subió entonces a la cara del Comendador, enrojeciéndola toda. Reportándose luego, dijo de la manera más natural a su parlera sobrina:

-¿Con que esta señorita, además de ser tan guapa, es muy rica?

-Para estos lugares lo es. ¿No es verdad, tío, que es muy extraño que la quieran casar con don Casimiro? ¡Si viera V. qué viejo y qué feo está! Vamos, es ofender a Dios. Yo, si fuera el Papa, negaba la licencia que habrá que pedirle.

-Pues qué -exclamó D. Fadrique-, ¿son ustedes parientes tan cercanos?

-Don Casimiro Solís es el pariente más cercano que tiene mi padre, -contestó Clara.

-Sería su inmediato heredero si Clara no viviese, -añadió Lucía, que no dejaba por contar nada de cuanto sabía, cuando se hallaba entre personas, como Clara y su tío, que le infundían tanta confianza y cariño.

Don Fadrique no llevó adelante la conversación. Quedó callado y como pensativo y melancólico.

En silencio continuaron, pues, paseando hasta que llegaron al nacimiento. En mitad de un bosque de encinas y olivos, que pone término a las huertas, se alza un monte escarpado, formado de riscos y peñascos enormes, que parecen como suspendidos en el aire, amenazando derrumbarse a cada momento.

Higueras bravías, jaras de varias especies, romero y tomillo, musgo, retama y otras mil hierbas, plantas y flores, nacen en las hendiduras de aquellas peñas o cubren los sitios en que no está pelada la roca viva, y hallan alguna capa vegetal donde fijar y alimentar las raíces.

Los peñascos horadados abren paso a diversas grutas o cuevas en no pocos sitios del cerro, a cuyo pie, más bajo aún que el nivel del camino, están como socavadas las piedras, formando una gruta mayor y de más grande entrada que las otras. En el fondo de esta gruta, que se ve todo sin penetrar allí, brota de una grieta, sin hipérbole alguna, un verdadero río. Por eso se llama aquel sitio el nacimiento del río, o sencillamente el nacimiento.

El agua que mana de entre las peñas cae con grato estruendo en un estanque natural, cuyo suelo está sembrado de blanquísimas y redondas piedrezuelas. Por aquel estanque se extiende mansa el agua, creando y desvaneciendo de continuo círculos fugaces; más, a pesar de los círculos, son las ondas de tal transparencia, que al través de ellas se ve el fondo, aunque está a más de vara y media de profundidad, y en él pueden contarse las guijas todas.

En la margen del pequeño lago crecen juncos, juncia, berros y otras plantas acuáticas.

El estanque o lago llena la gruta y se dilata buen espacio fuera de ella, reflejando el ciclo en su cristal. A derecha y a izquierda hay dos acequias, por donde el agua corre, dividiéndose después en infinitos arroyuelos, y yendo a regar las mil y quinientas huertas que hacen del término de aquella pequeña ciudad un verde y florido paraíso.

Como todo por aquellas cercanías es terreno quebrado, el agua baja a las hondonadas con ímpetu brioso: a veces se precipita en cascadas, y a veces pone en movimiento aceñas, batanes y martinetes. No obstante, cerca del nacimiento el agua va por tierra llana, con sosegada corriente y apacible murmullo, sin que haya ruido mayor en aquella amena soledad que el que produce el nacimiento mismo; el golpe del agua que brota de la peña y cae dentro de la gruta.

A la orilla del estanque rústico hay varios sauces, y, junto al tronco del más alto y frondoso un poyo o asiento de piedra. Allí estaba sentado el poeta rondeño D. Carlos de Atienza cuando llegaron el Comendador, su sobrina y Doña Clara.

Don Fadrique, como si anhelase apartar de sí tristes y enojosos pensamientos, impropios de su carácter y risueña filosofía, se pasó la mano por la frente, y creyendo que recobraba su serena y alegre condición, dijo en voz alta:

-Hola, ilustre poeta, ¿qué nuevo idilio compone V. en estas soledades?

Don Carlos se levantó del asiento, y yendo hacia los recién venidos, dijo:

-Buenos días, Sr. D. Fadrique. Beso los pies de Vds., señoritas.

El Comendador le allanó el camino para que se viniese con él y con las niñas y los acompañase un rato en el paseo. Habló a D. Carlos de sus estudios, le ponderó lo mucho que le agradaba la poesía, le encomió el idilio y se le hizo repetir.

No podía haber dado mayor gusto a D. Carlos, ni mayor satisfacción de amor propio; porque, como todos los que escriben, han escrito o escribirán versos en el mundo, era D. Carlos aficionadísimo a recitarlos en presencia de un benévolo y discreto auditorio, y siempre se inclinaba a calificarle de discreto, con tal de que fuese benévolo.

Don Fadrique miró con disimulo, pero con mucha atención, a Clarita mientras que D. Carlos recitó el idilio. Si aun le hubiera quedado la menor duda de que Clara era Clori, la duda se hubiera disipado. A Clarita, valiéndonos de una expresión en extremo vulgar, si bien muy pintoresca, un color se le iba y otro se le venía mientras los versos duraron. Ya se ponía pálida, ya se cubrían de púrpura sus mejillas. Hasta cuando exclamó D. Carlos recitando:


«Pues ¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba
de amor?»

vio o imaginó ver D. Fadrique que los párpados de Doña Clara se contraían más de lo ordinario, como para recoger y ocultar indiscretas lágrimas, que ansiaban por brotar de los hermosos ojos.

Después de recitados los versos, D. Carlos, menos atrevido en prosa, apenas se acercó a Clara, y no le dijo palabra que todos no oyesen. Sólo con Lucía habló en voz baja y como en secreto.

Los cuatro se internaron, prosiguiendo el paseo y volviendo a la ciudad por otro camino, en medio de una frondosísima alameda. Allí Clara, o adelantándose o quedándose atrás y dejando al Comendador con su sobrina, hubiera podido hablar a su placer con D. Carlos; pero no parecía sino que le tenía miedo, que temblaba de oír su voz sin testigo, y que deseaba demostrar a los ojos del Comendador que no quería pertenecer a D. Carlos, sino a D. Casimiro. Ello es que en los lugares más agrestes, Clara no se apartaba del lado de D. Fadrique, como si temiese que saliese una fiera a devorarla y buscase en él su amparo y defensa.

¿Quién sabe lo que pasaba en aquellos instantes en el alma del Comendador? Lo cierto es que casi no se atrevía a hablar a Clara; pero de repente, en una ocasión en que D. Carlos y Lucía se adelantaron y se perdieron de vista entre los árboles, el Comendador detuvo a Clara, la contempló de un modo extraño y dulce, y tomando su semblante una expresión solemne y en cierto modo venerable, exclamó:

-¡Hija mía! Es V. muy buena, muy hermosa... inocente de todo; Dios bendiga a V. y la haga tan feliz como merece.

Y diciendo esto, alzó las manos como para bendecir a la muchacha, tomó su cabeza entre ellas y le dio en la frente un beso.

Clara halló, sin duda, muy raro todo aquello, fuera del uso y del estilo común; pero la cara de D. Fadrique estaba tan seria, y su expresión era tan simpática y noble, que, a pesar de las ideas con que personajes devotos habían manchado precozmente la conciencia de la niña, hablándole de pecados y faltas, Clara no pudo ver allí ningún atrevimiento liviano.

Más aún se afirmó en la idea de lo puro e impecable del extraño e inesperado beso, cuando le dijo el Comendador:

-Don Carlos me parece un mozo excelente. ¿Le ama V. mucho?

Había en el acento de D. Fadrique un suave imperio, al que Clara no supo resistir.

Le he amado mucho -contestó-, pero yo acertaré a no amarle. He sido muy culpada. Sin que lo sepa mi madre le he querido. En adelante no le querré. Seré buena hija. Obedeceré a mi madre. Ella sabe mejor que yo lo que me conviene.

Don Fadrique no se atrevió a replicar ni a hacer un discurso subversivo de la autoridad materna.

A poco volvieron a reunirse en un solo grupo los cuatro.

Antes de entrar de nuevo en la ciudad, D. Carlos se despidió del Comendador y de las dos señoritas, y se fue por otros sitios.

Apenas Lucía y su tío dejaron a Clara a la puerta de su casa, el tío preguntó a la sobrina:

-¿Qué te ha dicho D. Carlos?

-¿Qué ha de decir? Que está desesperado; que Clara le desdeña, que le rechaza, y que, por obedecer a su madre, se casará con D. Casimiro.

-Y D. Valentín, ¿qué hace?

-Nada. ¿Qué quiere V. que haga? Pues qué, ¿ignora V. que D. Valentín es un gurrumino? Una mirada de Doña Blanca le confunde y aterra; una palabra de enojo de aquella terrible mujer hace que tiemble D. Valentín como un azogado.

-De suerte que Doña Blanca es quien ha decidido el casamiento de Clara con D. Casimiro.

-Sí, tío; en esa casa Doña Blanca es quien lo decide todo. Ella manda y los demás obedecen. No se atreven a respirar sin su licencia. No se puede negar que Doña Blanca tiene mucho talento y es una santa. Sabe más de las cosas de Dios que todos los predicadores juntos. Reza muchísimo; lee y estudia libros piadosos; lleva una vida ejemplar y penitente, y hace muchas limosnas a los pobres y a las iglesias; pero, a pesar de tantas virtudes y excelentes prendas, nada tiene de amable. Antes al contrario, es terrible. A mí me pone miedo.

-No lo dudo, sobrina; ya era como tú la describes cuando yo la conocí.

-¡Ay, tío! ¿Y la veía V. con frecuencia?

-No con frecuencia, sobrina; pero al fin la traté algo.

-No extrañe V. que en una semana no vengan a casa, ni para cumplir. Doña Blanca vive con la mente tan lejos de todo, y se resiste tanto a que le cuenten cosas del mundo exterior que distraigan su espíritu de la contemplación íntima en que vive, que de seguro ni ella ni su pobre marido sabrán que V. ha llegado. D. Valentín no creo que sea hombre muy interior, espiritual y contemplativo; pero como tiene tanto miedo a su mujer y quiere darle gusto siempre, vive también a lo místico, apartado del trato humano, y yo le juzgo capaz de azotarse con unas disciplinas, no tanto por amor de Dios, cuanto por amor y por miedo de Doña Blanca.

Don Fadrique escuchaba y callaba. No tenía humor de despegar los labios. Lucía, que era aficionada a hablar, soltó la tarabilla y prosiguió diciendo:

-¡Pobre Clara! Figúrese V. lo divertida que estará. Yo no lo dudo; ella se irá al cielo; pero ¡qué! ¿no puede ir uno al cielo con menos trabajo? No acierto a ponderar a V. los prodigios de astucia, los portentos de habilidad, aunque esté mal que yo me alabe, que he tenido que hacer para ganarme un poco la voluntad y la confianza de Doña Blanca y lograr que su hija se trate conmigo y salga a veces en mi compañía. Si no fuera por mí, Clara estaría como enterrada en vida, entre cuatro paredes. No sé cómo ha podido entenderse con D. Carlos. Gracias a que él es muy listo y capaz de todo. Clara ha estado con él, no diré que en relaciones, sino casi en relaciones. Ello es que Clara le amaba. Luego ha tenido remordimientos de amar a un hombre a escondidas de su madre, y sobre todo cuando su madre la destina para otro. Así es que ahora rechaza al pobre D. Carlos, y, el infeliz zagal Mirtilo se muere de pena.

El Comendador oía con interés a su sobrina, y no ponía en la conversación ni una exclamación siquiera. Parecía que se había quedado mudo o que no sabía qué decir.

-Clara -prosiguió Lucía-, ahora que cree pecado amar a D. Carlos, y que no halla posible oponerse a la voluntad de su madre, piensa a veces en ser monja; pero ni este deseo se atreve a confiar a su madre. Considera ella, en primer lugar, que no es buena su vocación; que quiere tomar el velo por despecho y como desesperada; y, por otra parte, cree que decir a su madre que quiere ser monja es un acto de rebeldía, es oponerse a su voluntad de casarla con D. Casimiro. ¿Qué piensa V. de la situación de mi desgraciada amiga?

Interrogado tan directamente el Comendador, tuvo al cabo que romper el silencio; pero respondió con laconismo:

-Mala es, en verdad, la situación; pero, ¿quién sabe? Todo tiene remedio menos la muerte. Entre tanto -añadió D. Fadrique, hablando con lentitud y bajo, dejando caer las palabras una a una, como si le costasen grandes esfuerzos, y como si en vez de responder a su sobrina hablase consigo mismo y a sí propio se respondiese-; entre tanto, Doña Blanca es discreta, es piadosa y es buena madre. Razones de mucho peso tiene... sin duda... para querer casar a su hija con D. Casimiro. En fin, muchacha, sigue siendo buena amiga de Clara; pero no caviles m formes juicios acerca de la conducta de Doña Blanca. Voy, además, a hacerte otra súplica.

-Mande V., tío.

-Es algo difícil lo que exijo de ti.

-¿Por qué?

-Porque te gusta hablar, y lo que exijo es que calles.

-¿Y qué he de callar? Ya verá V. cómo me callo. Yo no quiero que V. se disguste y forme mal concepto de mí.

-Pues bien; calla que me has puesto al corriente de los amores de D. Carlos y Doña Clara, y calla también cuanto sabes acerca de estos amores.

-¡Tío, por amor de Dios! No me crea V. tan amiga de contarlo todo. El pícaro idilio tiene la culpa. Sin el idilio, ni a V. le hubiera yo confiado nada.

Oído esto, sonrió el Comendador a su sobrina; y como ya estaban en la casa, se apartó de la muchacha, yéndose algo meditabundo y ensimismado, cual si procurase resolver un difícil problema.




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- IX -

Mientras el Comendador y Lucía tenían el diálogo de que acabamos de dar cuenta, Clara había entrado en el cuarto de su madre.

Doña Blanca estaba sentada en un sillón de brazos. Delante de ella había un velador con libros y papeles. D. Valentín estaba allí, sentado en una silla, y no muy distante de su mujer.

El aspecto de Doña Blanca era noble y distinguido. Vestida con sencillez y severidad, todavía se notaban en su traje cierta elegancia y cierto señorío. Tendría Doña Blanca poco más de cuarenta años. Bastantes canas daban ya un color ceniciento a la primitiva negrura de sus cabellos. Su semblante, lleno de gravedad austera, era muy hermoso. Las facciones, todas de la más perfecta regularidad.

Era Doña Blanca alta y delgada. Sus manos, blancas, parecían transparentes. Sus ojos, negros como los de su hija, tenían un fuego singular e indefinible, como si todas las pasiones del cielo y de la tierra y todos los sentimientos de ángeles y diablos hubiesen concurrido a crearle.

Don Valentín, tímido y pacífico, enamorado de su mujer en los primeros años de matrimonio, y lleno después de consideración hacia ella, no se atrevía a chistar en su presencia, si ella no le mandaba que hablase.

Era D. Valentín un virtuoso caballero, pero débil y pusilánime. Había sido, por amor y respeto a su honra, un magistrado íntegro. Nada había podido apartarle del cumplimiento de su deber, y hasta había mostrado admirable entereza fuera de casa, donde la entereza, por grande que deba ser, basta con que dure un instante; pero en la casa, con la doméstica tiranía de una mujer dotada de voluntad de hierro, cuya presión es perpetua e incesante, D. Valentín no había sabido resistir, y había abdicado por completo. La hacienda, los negocios, la educación de la hija, todo dependía y todo era dirigido y gobernado por Doña Blanca.

El aspecto de D. Valentín era insignificante y neutral.

Ni alto ni bajo, ni pelinegro ni rubio, ni flaco ni gordo. Parecía, con todo, un señor, por decirlo así, muy correcto en sus modales, en su continente y en su habla. La devota sumisión a su mujer añadía a dicha calidad de correcto una tintura de mansedumbre.

Don Valentín había sido en su mocedad muy buen católico, pero sin fervor penitente y sin inclinaciones místicas y contemplativas. Ahora, por no desazonar a su mujer, se esforzaba por remedar a San Hilarión o a San Pacomio.

Tenía D. Valentín cerca de sesenta años de edad, pero parecía mucho más viejo, porque no hay cosa que envejezca y arruine más el brío y la fortaleza de los hombres que esta servidumbre voluntaria y espantosa, a que por raro misterio de la voluntad se someten muchos, cediendo a la persistencia endemoniada de sus mujeres.

No bien entró Clara en el cuarto, Doña Blanca le preguntó:

-¿Dónde has estado, niña?

-Mamá, en el nacimiento.

-No sé cómo tiene pies mi señora Doña Antonia para dar paseos tan disparatados. Con ir y volver, eso es andar cerca de una legua.

-Doña Antonia no ha estado hoy con nosotras -dijo Clara, no atreviéndose a mentir, ni siquiera a disimular.

El rostro de Doña Blanca tomó cierta expresión de sorpresa y de notable desagrado.

-Entonces ¿quién os ha acompañado en el paseo? -preguntó Doña Blanca.

-No se enoje V., mamá: hemos ido bien acompañadas.

-Sí; pero ¿por quién? ¿Por alguna fregona? ¿Por alguna tía cualquiera?

-Mire V., mamá, Doña Antonia tenía la jaqueca y no pudo acompañarnos. En su lugar ha venido con nosotras el tío de Lucía.

-¿Y quién es ese tío?

-Un señor marino que estuvo en la India y en el Perú, que dice que conoce a V., que hace poco ha venido a vivir a Villabermeja, y que anoche llegó aquí a pasar una temporada.

-Ese es el Comendador Mendoza -dijo D. Valentín, con cierto júbilo de saber que había llegado un antiguo amigo.

-Justamente, papá, así se llama: el Comendador Mendoza; un señor muy fino, si bien algo raro.

-Oye, Blanca, será menester que vayamos a ver al Comendador, que vive sin duda en casa de su hermano -exclamó D. Valentín.

-Cumpliremos con ese deber que la sociedad nos impone -dijo Doña Blanca con reposo y dignidad serena-; pero tú, Clara, no debes volver a salir de paseo ni tratarte con ese hombre malvado e impío. Si la santa fe de nuestros padres no estuviera tan perdida; si las perversas doctrinas del filosofismo francés no nos hubiesen inficionado, ese hombre, en vez de vestir el honroso uniforme de la marina, vestiría el sambenito; en vez de andar libre por ahí, piedra de escándalo, fermento de impiedad, levadura del infierno, corrompiendo lo que aun en el cuerpo social se conserva sano, estaría en los calabozos de la Inquisición o ya hubiera muerto en la hoguera.

Clara se aterró al oír en boca de su madre aquella diatriba. Se representó en su mente al Comendador como a un personaje endiablado; y, acordándose del tierno beso que de él había recibido, se llenó toda de espanto y de vergüenza.

Don Valentín, con el recuerdo del Comendador, que le traía a la imaginación mejores tiempos, cuando él estaba menos viejo y menos sumiso, se sentía, contra su costumbre, con ánimo de contradecir y no someterse del todo. Así es que dijo:

-¡Válgame Dios, mujer, qué falta de caridad es esa! Eres injusta con nuestro antiguo amigo. No te negaré yo que era algo esprit fort en su mocedad pero ya se habrá enmendado. Por lo demás, siempre fue el Comendador pundonoroso, hidalgo y bueno. ¿Qué tienes tú que decir contra su moralidad?

-Cállate, Valentín, que no dices más que sandeces. Y las llamo sandeces, por no calificarlas de blasfemias. ¿Qué moralidad, qué hidalguía, qué virtud puede haber donde faltan la religión y las creencias, que son su fundamento? Sin el santo temor de Dios toda virtud es mentira y toda acción moral es un artificio del diablo para engañar a los bobos que presumen de discretos y que no subordinan su juicio a los que saben más que ellos. Ya lo he dicho y lo repito: el Comendador Mendoza era un impío y un libertino, y seguirá siéndolo. Nosotros iremos a visitarle para no chocar, procurando no hallarle en casa y ver sólo a doña Antonia y a su bendito marido. En cuanto a Clarita, se buscará un pretexto cualquiera para que no salga más con Lucía, exponiéndose a ir en compañía de ese renegado, jacobino, volteriano y ateo. Primero confiaría yo a Clara al cuidado de la más vil y pecadora de las mujeres. Esta mujer, con el auxilio de la religión, puede regenerarse y llegar a ser una santa; pero de quien niega a Dios o le aborrece, del empedernido de toda la vida, ¿qué esperanza es lícito concebir?

Clarita y D. Valentín se compungieron y amilanaron con el sermón de Doña Blanca, y nada supieron contestarle.

Quedó, pues, resuelto que Clarita, por culpa del Comendador y para que no se contaminase, no volvería a pasear con Lucía.



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