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Una cátedra en el Ateneo


Juan Valera





El lunes 23 del pasado, de nueve a diez de la noche, dio el Sr. D Emilio Castelar su primera lección sobre Historia de la civilización durante los cinco primeros siglos del cristianismo, pues este es el verdadero título de sus lecciones, y no el que equivocadamente les habíamos dado.

Un taquígrafo recogía y anotaba aquellas elegantes palabras, y es de esperar que, por este medio goce el público de ellas; pues, o se habrán publicado ya, o se publicarán sin duda en algunos periódicos. Esto nos ha hecho vacilar un tanto, y hasta nos ha inclinado a desistir del propósito que teníamos de dar cuenta de lo que dijese el Sr. Castelar, ya que habiendo de gozar el público de las propias palabras de este orador extraordinario, inútil es dar de ellas un pálido trasunto. Quien puede ver y admirar en toda su grandeza y con toda la gala y primor de sus colores los preciosos cuadros de Murillo, no se pone a estudiarlos en mala copia grabada, donde en escala menor se reproducen   -48-   solamente las sombras y los contornos. Mas considerando, por otra parte, que sobre las lecciones del señor Castelar, a juzgar por la primera que ya hemos oído, hay mucho que decir, y que acaso lo que digamos no sea del todo fuera de propósito, nos ha parecido conveniente, más bien que extractarlas, examinarlas.

Empezaremos, pues, por confesar humildemente que nos es imposible trasladar aquí, ni aun siquiera dar la idea más remota de la riqueza del estilo, de la pompa de las imágenes, de la facilidad admirable y del vuelo de la fantasía del Sr. Castelar. El que no le haya oído será menester que allá en su imaginación se le finja y represente, inspirado por el auditorio e inspirándole y entusiasmándole a su vez, más lírico que didáctico, más arrebatador que persuasivo, más que ordenado florido y grandilocuente, levantándose al estilo sublime desde que llama la atención del público con la palabra señores, y no decayendo nunca ni abatiendo el vuelo hasta que termina su discurso de una hora.

El Sr. Castelar habla como Horacio nos pinta que cantaba Píndaro, y no deja entrever el esfuerzo de la reflexión y el trabajo interior del pensamiento que precede o debe preceder a la emisión de la palabra humana. Esta brota de sus labios rica, fácil, sonora, abundante y llena de color y de vida, como un espíritu que va a animar y a encender su entusiasmo en los corazones, y a trasmitir sus ideas a la mente maravillada y suspensa de cuantos escuchan. No es quien   -49-   habla el Sr. Castelar; es el genio de la elocuencia quien habla por su boca. No vacila, no medita, no se detiene, y la palabra corre y se desprende de sus labios como un raudal. ¡Qué poesía y qué fuego en cuanto dice! ¡De qué forma y figuras tan varias y galanas reviste y hermosea su pensamiento! ¡Qué diversidad de medios tonos en el mismo tono inspirado y enfático de que nunca desciende!

Nosotros, sin embargo, aunque nos dejamos llevar del entusiasmo que inspira, reflexionando después fríamente, no podemos menos de lamentar algunos de los medios de que se vale para infundirle en los ánimos. Y lo lamentamos por lo mismo que la primera consecuencia de nuestra reflexión es la seguridad de que el Sr. Castelar puede ser un gran filósofo y un gran sabio; puede aspirar a una fama europea y hacer que resuene su nombre tan alto y tan claro como los de aquellos que, no solo son gloria de su nación y de su época, sino de la humanidad entera y de todos los siglos. Lo lamentamos, porque el Sr. Castelar, que podría aspirar a ser un Herder o un Vico, no debe contentarse con ser un López o un Argüelles. Y lo lamentamos, en fin, porque el Sr. Castelar aspira a esto tan solo, embriagado con los fáciles, aunque limitados y efímeros aplausos que alcanza ahora, y cegado quizás por su mucha modestia.

Con este propósito de lisonjear el mal gusto reinante, llena sus discursos de adornos superfluos, más orientales que clásicos; y a pesar del amor que muestra tener a la hermosura griega, no se conoce que   -50-   procure imitarla o renovarla en su admirable sencillez, que no excluía por cierto el arrebato de la pasión y la poesía templada y serena que cabe en la elocuencia: poesía en prosa muy diferente de aquella de la que dijo Kant que era prosa en delirio. Platón era un poeta en prosa; en su tiempo eran los pueblos más jóvenes y debían complacerse más en símbolos y figuras, y sin embargo, no hay en todas las obras de Platón tantas alas nacaradas, tantas perlas, tantas flores y tantos capullos, tantas imágenes, en fin, como en el solo discurso que oímos al Sr. Castelar el lunes 23 del pasado.

Si todos estos primores fuesen malos, irremediablemente malos, si el Sr. Castelar fuese lo que ahora llaman una medianía, dotada del don de expresarse con facilidad, y un erudito de varia y poco profunda lectura, y si el público le aplaudiese sin más razón que la de estar vaciado por el mal gusto, en verdad que no le censuraríamos. El edificio de su fama, fundado sobre tan frágiles cimientos, vendría a tierra al cabo por su propia pesadumbre, sin necesidad de que nosotros le aplicásemos la palanca de la crítica para derribarle. ¿Qué propósito nos llevaríamos por consiguiente en indisponernos con el Sr. Castelar y con el público, que tanto le quiere? Mas como creemos que el público tiene razón, y sobrada razón, en aplaudirle, si bien esta razón no sea siempre la misma que nosotros tenemos; como estamos persuadidos de que sin menoscabar sus facultades, que son portentosas, podría el Sr. Castelar dirigirlas a un fin mejor y más   -51-   elevado; y como le hacemos responsable del mal uso que pueda hacer de ellas, ya que Dios se las dio, no solo para acrecentamiento de su fama, sino para gloria y bien de los demás Hombres; por eso censuramos que se deje llevar de fáciles aplausos, y tememos que, si persevera en la resolución que hoy sigue, venga a ser el Zorrilla de la elocuencia, ya que lo peor que puede ser un hombre como él es lo que el vulgo de sus semejantes, y aun el que tiene la audacia de criticarle en el presente artículo, envidiarían sin duda alguna. Si esto sucede por desgracia, sentiremos que digan de los discursos del Sr. Castelar lo que dijo un crítico extranjero del poema Granada, poema lleno de gigantescas flores retóricas, pero con poquísimo plan y concierto en todo. Dijo, pues, el crítico, no sabiendo cómo calificar aquel libro de tan desbaratada poesía, que para formar idea de él era necesario saber exactamente la significación de lo que llaman los españoles música celestial, porque música celestial y no otra cosa era el poema.

Nadie imagine, con todo, que acusamos al Sr. Castelar del vacío de sentido: ni, ¿cómo acusarle sin contradicción, cuando hemos dicho que vemos en él una naturaleza privilegiada, de la cual puede salir un gran sabio? Ni nadie entienda tampoco que le acusamos de indeciso; porque, ¿quién en nuestro siglo tiene ideas fijas a los veinticinco años de edad? De lo que le acusamos es de confuso y vago, de ocultar su incertidumbre en esa vaguedad y confusión, y de tratar de conciliar las diversas o irreconciliables opiniones que   -52-   combaten aún por la posesión de su alma, envolviéndolas todas como en una nube de oro. Elegir una opinión, la más a propósito para el público español, y defender la sin fe por defender algo, sería una hipocresía, y celebramos que el Sr. Castelar no la tenga, dándonos con esta ingenuidad una prueba más de lo mucho que vale. Pero más celebramos que expusiese sus dudas con franqueza, o que hubiese elegido asunto en que no las tuviese, o que antes de subir a la cátedra las hubiese aclarado en su mente, trazando y levantando, no sobre suelo movedizo, sino sobre roca firme y segura, la hermosa e imperecedera fábrica de su Historia. Entonces no nos parecería al oírle, ya que oímos un fragmento de la Profesión de fe del siglo XIX, o de otro ditirambo neohegeliano, ya que oímos un discurso de Ozanan, de Augusto Nicolás o de Genoude. Y no se diga que esta contradicción se podrá resolver en una síntesis suprema; porque lo completamente contradictorio es imposible que se resuelva sino en lo absurdo, y lo absurdo no puede entrar en un entendimiento tan sano como el del Sr. Castelar.

En su primera lección quiso este trazarnos el plan que se propone seguir en el curso de todas ellas. Su idea, sin duda, es describir y explicar la caída de imperio romano y de la sociedad antigua, y el nacimiento de la nueva, fundada en los tres elementos distintos que vienen a combinarse en aquella revolución magnífica y espantosa: el cristianismo, el imperio y los bárbaros. El Sr. Castelar nos mostrará un Cristo afirmando, con su sangre y sus milagros, la verdad   -53-   de su doctrina, doctrina perfecta desde luego, así en lo moral como en lo dogmático. El misterio de la Trinidad, la Encarnación del Verbo, el Mesías, no nacional como los judíos por la mayor parte le esperaban, sino venido a salvar y a redimir a las gentes, todo debe ser creído en el seno de la Iglesia primitiva, ortodoxa y católica, y no ser esta creencia un acto progresivo de la Iglesia, que va trasfigurando a Jesús, creándole a semejanza de su ideal, y revistiéndole, por una interna y psicológica evolución, de la naturaleza divina. Pero sí constituirá el progreso histórico de estos cinco primeros siglos la propagación del dogma y de la moral por una parte, y por otra la determinación y solemne declaración de ese dogma en los Concilios y en los escritos de los Santos Padres. Mas esta misma obra no es en realidad, para un católico, de verdadero progreso, sino de conservación y defensa, ya que implica la oposición y el extravío de los herejes y el esfuerzo de los doctores católicos para conservar el dogma en toda su pureza.

El Sr. Castelar se empeña en un inmenso asunto, y deberá describirnos desde la predicación de los Apóstoles hasta la de San Patricio en Irlanda, la de San Paladio en Escocia, y la de Ulfilas entre los godos, a quienes llevó la verdadera fe, la civilización y las letras. El Sr. Castelar tendrá que dar razón de todas las herejías y de la refutación de ellas, desde las que nacieron casi al pie del Calvario, al morir en él el Redentor de los hombres, hasta las de Arrio, Nestorio, Eutiques y Pelado. Tendrá que analizar las grandes producciones   -54-   de la filosofía cristiana, las obras de los padres de la Iglesia de Oriente, de los Crisóstomos, Basilios y Gregorios; y las de los Padres de la Iglesia latina, de los Gerónimos y Agustinos; y habrá de reproducir la crítica que hicieron estos del paganismo y de la sociedad antigua, y dar a conocer cómo concurrieron a acabar con ella, levantando sobre su ruina la nueva sociedad y la Iglesia. Habrá de pintar vivamente la discordia nacida en el seno del mismo de la sociedad cristiana a causa de las herejías, discordia que ya daba origen a obras literarias y filosóficas, unas defendiendo, otras oponiéndose a la verdadera fe; ya a sangrientos combates, a guerras civiles, a hechos heroicos, a actos de fanática barbarie, a milagros de humanidad, de constancia y de energía, y a inauditas y abominables crueldades. Habrá de seguir a la Iglesia desde el Calvario hasta el Capitolio; desde las Catacumbas y el Circo hasta que apareció el Lábarum en el cielo; contarnos el martirio de sus confesores, las apologías de sus defensores y los triunfos de sus apóstoles. Volviendo la vista al mismo tiempo al imperio que se desmorona, a los dioses que huyen, a la filosofía pagana que sucumbe, a la antigua sociedad que se disuelve, habrá de investigar las causas de tan extraordinarios acontecimientos, y retratarnos la corrupción y la grandeza de Roma, las iniquidades de sus Naciones y Calígulas, y las admirables virtudes de sus Trajanos, Antoninos y Alejandros Severos, en los cuales, si no la fe, la moral cristiana obraba ya sus milagros. Tendrá que referir los esfuerzos de los gentiles   -55-   para sostener la sociedad que se desploma con sus antiguas creencias y para impugnar la religión naciente, y tendrá que explicarnos y refutar las doctrinas de Celso, de Porfirio, de Plotino y de tantos otros sabios gentiles. Nos presentará también el amor a lo maravilloso, y el misticismo, desesperado de la verdad nacida de la razón, renegando del discurso y apelando a la magia y a la teúrgia, levantándose en el aire con Simón el Mago, resucitando los muertos con Apolonio, evocando a los genios invisibles con Jámblico y uniéndose con ellos por medio de mágicos conjuros; y el disgusto del mundo, y el horror de la vida que despuebla las ciudades y puebla los desiertos, que si produce, unido al catolicismo, las sobrenaturales virtudes de los Pablos y los Antonios, de los Pacomios y los Hilariones, engendra en las sectas heréticas el furor del martirio, y lleva a unos a buscar la muerte amenazando con ella a quien no los mate, y a otros a renovar con más frecuencia y ferocidad que nunca las mutilaciones horribles de los Coribantes. La confusión en tanto y la mal formada amalgama de religiones y creencias, venidas las unas de la India, de la Persia otras, y otras nacidas en la Grecia, en el Egipto o en la Siria, fermentan en el imperio, y dan ser y vida, ya a la sublime constancia de Epicteto, ya a la endemoniada locura y a la no menos sublime inconstancia de Peregrino, que pasa por todas las sectas, que se inicia y reniega sucesivamente de todas las religiones, y acaba por quemarse vivo por su propia voluntad en los juegos olímpicos y delante   -56-   de toda la Grecia. Junto a la hoguera de Peregrino oiremos las burlonas carcajadas de Luciano, y al par de las oraciones santísimas de los solitarios de la Tebaida, los gritos feroces de los asesinos de la hija de Teón. La fraternidad humana habrá sido, sin embargo, proclamada en el mundo por tan clara e inaudita manera, que la falta misma de antecedentes históricos mostrará palpablemente el origen divino y revelado de tan nueva doctrina. Y esta doctrina hará mejor la condición del esclavo, de la mujer y del hijo, y ciudadanos de la misma ciudad de Dios al persa y al griego, al romano y al godo. El antiguo orden de la sociedad caerá por tierra para dar lugar a otro nuevo orden: en el mismo momento temeroso en que verá la humanidad sepultarse para siempre una gran civilización, despuntará la aurora de otra más grande: y si los magníficos templos serán arrasados y rotas las estatuas hermosísimas, el monje Telémaco pondrá término con su martirio a los combates de los gladiadores. Entretanto los bárbaros del Norte, empujados los unos por los otros desde las fronteras de la China, y guiados como por un destino misterioso, se precipitan y caen sobre el imperio romano; le destruyen, y cruzando su raza vigorosa con la raza gastada por la antigua civilización, engendran las modernas naciones europeas, dominadoras del mundo. Aun antes de salir de las sombrías selvas de la Germanía y de las llanuras desiertas de la Escitia, el agua del bautismo había templado en muchos de estos bárbaros el ardor rudo de la sangre y la nativa crueldad de la naturaleza.   -57-   La pintura que hizo de aquellos pueblos el Sr. Castelar, ya siguiendo a Tácito, ya a Jornandes, ya a los poetas e historiadores latinos de la misma edad, los cuales los miraron y describieron con la viveza y con la poesía del espanto, fue un trozo de elocuencia bello, acabado y sublime. El público la aplaudió con legítimo entusiasmo, y nosotros le aplaudimos entonces, y ahora la aplaudimos, porque la pompa de las palabras, la riqueza de las imágenes y el fuego de la expresión, se ajustaban allí con la terrible majestad del asunto.

Pero como ya hemos dicho, y más claramente se desprende del rápido bosquejo que acabamos de hacer, es tan grande, tan complicado y tan fecundo en cuestiones de la mayor entidad y trascendencia, el plan que el Sr. Castelar se propone seguir en el curso de sus lecciones, que mientras más lo reflexionamos, nos parece más ardua la empresa y más difícil el darle dignamente cima en las 24 lecciones que podrá tener el año académico del Ateneo. Suplicamos, pues, al Sr. Castelar que dé a este asunto todo el espacio y el estudio que requiere; que si no puede, como no podrá, tratarle en un año o en dos, que le trate en cinco o en seis; que se limite en el presente a explicarnos la historia del primer siglo; que estudie con detención toda la semana antes de presentarse a explicar; que suprima imágenes y que acumule ideas y hechos que vengan en apoyo de estas ideas, y que resuelva con valor, con originalidad, y firme y decididamente, aunque después de un profundo examen, todas las   -58-   cuestiones que brotarán a cada paso de esas ideas y de esos hechos, conforme los vaya exponiendo a su auditorio. Entonces creeremos que el Sr. Castelar hará, no una serie de odas en prosa, sino una grande obra de enseñanza, de lo cual es muy capaz, si la impaciencia y la desidia no lo impiden.

Para nosotros no vale el argumento de que en este siglo se vive muy depriesa. Esta es una de esas muchas sentencias falsas o sin sentido, que a fuerza de repetirlas llegan en el día a pasar por axiomas. En nuestro siglo se vive tan despacio como en cualquiera otro, y por lo mismo que hay más medios y facilidad de aprender, y mucho escrito sobre todo, se puede y se debe exigir del que enseña que estudie y medite concienzudamente, y que si no dice algo nuevo, diga al menos, refutando las opiniones contrarias, terminante y despejadamente la suya.

Así demostrará el Sr. Castelar con la misma portentosa elocuencia, pero con más claridad y orden que en la primera lección, que el cristianismo, lejos de ser contrario al progreso humano, es causa eficacísima de este progreso, que singularmente efectúan las naciones de Europa iluminadas por la luz de la fe. Porque hizo notar el Sr. Castelar que entre los antiguos pueblos no hubo esta idea de progreso; esto es, no se tenía conciencia de él: mas no probó que el cristianismo viniese a darnos esa conciencia. Obra ha sido esta de la reflexión y de la moderna filosofía; y la doctrina que de ella ha dimanado no se ha de creer que se funde en la revelación por huir del extremo de   -59-   los que suponen que de todo punto es contraria a ella. Nuestro Señor Jesucristo dijo, a la verdad, en el sermón de la montaña: Sed perfectos como vuestro Padre, que está en el cielo; pero se dirigía al individuo, al hombre interior, y no hablaba de la sociedad entera y del progreso que material y exteriormente puede hacer esta realizándose de un modo más o menos imperfecto en este valle de lágrimas. El fin de la perfección que Cristo proponía a los hombres está fuera de este mundo. El fin del progreso moderno está en el mundo mismo. La aspiración que Cristo hacía nacer en los corazones, era una aspiración infinita. La aspiración del progreso moderno, cuando es infinita también, está en oposición con la doctrina de Cristo, y, no ya los neocatólicos, sino los católicos deben reprobarla. Al morir Cristo, murió con él el viejo Adán y nació un Adán nuevo, lo cual ha de entenderse en sentido místico, como San Pablo lo entendía. Progreso vale tanto como ir de la imperfección a la perfección, y mal podía ser progresiva en su esencia una doctrina que desde luego era perfecta y por consiguiente incapaz de progresar y de mejorarse. Ni aun suponiendo que el progreso estaba en la propagación de esta doctrina por todas las naciones, se ha de suponer que se equipare y univoque con el progreso, tal como se entiende ahora. Si el Señor dijo Ite et docete omnes gentes, no fue con el propósito de que instruyesen los Apóstoles al mundo y le preparasen para fundar la nueva Jerusalén en la tierra, sino para que hiciesen de modo que, al dejar la tierra esas gentes, pudiesen ser en el cielo   -60-   ciudadanos de la nueva Jerusalén: por eso el profeta Isaías llamó a Cristo Padre del siglo futuro.

Pero como el cristianismo es un gran elemento civilizador, aun prescindiendo de su poder sobrenatural y a un fin sobrenatural ordenado, los hombres, siguiéndole, serán más dichosos, si bien no puede deducirse de aquí que el cristianismo fuera en los primeros tiempos causa conocida de progreso. El fervor de los cristianos no se avenía, ni debía avenirse, con el pensamiento de hacer de una religión tan espiritual y tan mística, y de un Dios, cuyo reino no era de este mundo, instrumentos del desarrollo de la prosperidad y de la grandeza humana en este mundo mismo. En resolución, ni los cristianos de los cinco primeros siglos, ni los cristianos de muchos siglos después, ni aun los cristianos de ahora, fueron ni son progresistas por el hecho de ser cristianos. Tal vez los gentiles fuesen más deliberadamente progresistas, porque pensando mucho en esta vida y poco en la otra, se debían inclinar a hacerla mejor, y del deseo de lograrlo había de nacer en ellos la creencia de que lo lograban. Sin embargo, así como la idea de la inocencia primera, de la primera culpa y de la edad patriarcal, limita entre los cristianos la doctrina del progreso, así la limitaba entre los gentiles la idea de la edad de oro, no pudiendo decir en un rapto lírico el más progresista de ellos sino


Iam redit et virgo, redeunt Saturnia regna.



Puede sostenerse, con todo, que la doctrina del   -61-   progreso, con tal de que este se encierre dentro de los límites de la decaída e imperfecta naturaleza del hombre, y no se prolongue del modo infinito en que algunos le entienden, ya que no se apoye en el cristianismo, no le repugna tampoco.

Aún muchos racionalistas del día, siendo liberales, niegan el progreso, y ven en los pueblos bárbaros o selváticos, no el germen de una civilización futura, sino la degradación o el olvido de una civilización pasada. El sabio Bailly imaginó un pueblo primitivo civilizado en el Norte de Asia: no pocos historiadores y etnógrafos modernos suponen una nación misteriosa, que allá en los tiempos antehistóricos vivió en las faldas del Himalaya, y que tenía una intuición clarísima de las verdades divinas y humanas, las cuales propagó después y difundió por todo el mundo en diferentes y consecutivas emigraciones: Salverte prestó a los pelasgos y a las naciones antiquísimas del Oriente extraordinarios conocimientos, que se perdieron entre el vulgo y dieron luego origen a las ciencias ocultas y a los misterios de Egipto, de Samotracia y de Eleusis; y los escritores gentiles nos hablan con asombro de la cultura moral e intelectual de los habitantes de la Atlántida, de los turdetanos y de los hiperbóreos. Zalmoxis era geta, escita Abaris y tracio Orfeo. En los poemas que se conservan de los bárbaros que vinieron del Norte a acabar con el imperio romano, en el Edda y en el Kalewala, se notan, al través de mil fábulas monstruosas por la forma, una razón filosófica y una doctrina trascordada, como recuerdo confuso y   -62-   oscuras tradiciones de una época luminosa. Y quizás sea más verosímil atribuir el fundamento de estas fábulas, y el de las griegas y orientales, a vagas reminiscencias de ideas de otra edad que a presentimiento instintivo de futuras y más levantadas ideas. En todo lo cual hallan razones y argumentos los modernos apologistas del cristianismo para defender la creencia en una revelación primitiva.

Nada más diremos de la primera lección del señor Castelar, que no hemos leído, sino oído solamente. Las lecciones que vaya dando en lo sucesivo las examinaremos con mayor cuidado, y nos aprovecharemos para ello de su publicación, si es que se publican íntegras en algún periódico. Nos complacemos en esperar que no serán dignas de censura, porque el señor Castelar tiene buen deseo, y solo de su buen deseo depende el que sean tales sus lecciones que no baste a encarecerlas nuestra alabanza.








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