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ARGUMENTO DEL DÉCIMO ACTO

Mientras andan Celestina y Lucrecia por el camino, está hablando Melibea consigo misma. Llegan a la puerta. Entra Lucrecia primero. Hace entrar a Celestina. Melibea, después de muchas razones, descubre a Celestina arder en amor de Calisto. Ven venir a Alisa, madre de Melibea. Despídense de en uno. Pregunta Alisa a Melibea, su hija, de los negocios de Celestina. Defendiole su mucha conversación.


  -[E VIIIv]-    

MELIBEA, CELESTINA, LUCRECIA,ALISA.

 

MELIBEA.-  ¡Oh lastimada de mí! ¡Oh mal proveída doncella! ¿Y no me fuera mejor conceder su petición y demanda ayer a Celestina, cuando de parte de aquel señor, cuya vista me cautivó, me fue rogado, y contentarle a él y sanar a mí, que no venir por fuerza a descubrir mi llaga, cuando no me sea agradecido, cuando ya desconfiando de mi buena respuesta haya puesto sus ojos en amor de otra? ¡Cuánta más ventaja tuviera mi prometimiento rogado que mi ofrecimiento forzoso! ¡Oh mi fiel criada Lucrecia! ¿Qué dirás de mí? ¿Qué pensarás de mi seso, cuando me veas publicar lo que a ti jamás he querido descubrir? ¡Cómo te espantarás del rompimiento de mi honestidad y vergüenza, que siempre, como encerrada doncella, acostumbré tener! No sé si habrás barruntado de dónde proceda mi dolor. ¡Oh, si ya vinieses con aquella medianera de mi salud! ¡Oh soberano Dios! A ti, que todos los atribulados llaman, los apasionados piden remedio, los llagados medicina. A ti, que los cielos, mar, tierra con los infernales centros obedecen; a ti, el cual todas las cosas a los hombres sojuzgaste, humilmente suplico des a mi herido corazón sufrimiento y paciencia con que mi terrible pasión pueda disimular. No se desdore aquella hoja de castidad que tengo asentada sobre este amoroso deseo, publicando ser otro mi dolor que no el que me atormenta. Pero, ¿cómo lo podré hacer, lastimándome tan cruelmente el ponzoñoso bocado que la vista de su presencia de aquel caballero me dio? ¡Oh género femíneo, encogido y frágil! ¿Por qué no fue también a las hembras concedido poder descubrir su congojoso y ardiente amor, como a los varones? Que ni Calisto viviera quejoso ni yo penada.



LUCRECIA.-  Tía, detente un poquito cabe esta puerta. Entraré a ver con quién está hablando mi señora. Entra, entra, que consigo lo ha.

MELIBEA.-  Lucrecia, echa esa antepuerta. ¡Oh vieja sabia y honrada, tú seas bienvenida! ¿Qué te parece   -F [Ir]-   cómo ha querido mi dicha y la fortuna ha rodeado que yo tuviese de tu saber necesidad, para que tan presto me hubieses de pagar en la misma moneda el beneficio que por ti me fue demandado para ese gentilhombre que curabas con la virtud de mi cordón?

CELESTINA.-  ¿Qué es, señora, tu mal, que así muestra las señas de su tormento en las coloradas colores de tu gesto?

MELIBEA.-  Madre mía, que comen este corazón serpientes dentro de mi cuerpo.

CELESTINA.-  Bien está. Así lo quería yo. Tú me pagarás, doña loca, la sobra de tu ira.

MELIBEA.-  ¿Qué dices? ¿Has sentido en verme alguna causa donde mi mal proceda?

CELESTINA.-  No me has, señora, declarado la calidad del mal. ¿Quieres que adivine la causa? Lo que yo digo es que recibo mucha pena de ver triste tu graciosa presencia.

MELIBEA.-  Vieja honrada, alégramela tú, que grandes nuevas me han dado de tu saber.

CELESTINA.-  Señora, el sabidor sólo Dios es. Pero como para salud y remedio de las enfermedades fueron reputadas las gracias en las gentes de hallar las melecinas, de ellas por experiencia, de ellas por arte, de ellas por natural instinto alguna partecilla alcanzó a esta pobre vieja, de la cual al presente podrás ser servida.

MELIBEA.-  ¡Oh qué gracioso y agradable me es oírte! Saludable es al enfermo la alegre cara del que le visita. Paréceme que veo mi corazón entre tus manos hecho pedazos. El cual, si tú quisieses, con muy poco trabajo juntarías con la virtud de tu lengua, no de otra manera que cuando vio en sueños aquel grande Alejandro, rey de Macedonia, en la boca del dragón la saludable raíz con que sanó a su criado Tolomeo del bocado de la víbora. Pues, por amor de Dios, te despojes para más diligente entender en mi mal y me des algún remedio.

CELESTINA.-  Gran parte de la salud es desearla, por lo cual creo menos peligroso ser tu dolor. Pero para yo dar, mediante Dios, congrua y saludable melecina, es necesario saber de ti tres cosas. La primera, a qué parte de tu cuerpo más declina y aqueja el sentimiento. Otra, si es nuevamente por ti sentido, porque más presto se curan las tiernas enfermedades en sus principios que cuando han hecho curso en la perseveración de su oficio. Mejor se doman los animales en su primera edad que cuando es su cuero endurecido para venir mansos a la melena. Mejor crecen las plantas que tiernas y nuevas se trasponen que las que fructificando ya se mudan. Muy mejor se despide el nuevo pecado que aquel que por costumbre antigua cometemos cada día. La tercera, si procedió de algún cruel pensamiento que asentó en aquel lugar. Y esto sabido, verás obrar mi cura. Por ende cumple que al médico, como al confesor, se hable toda verdad abiertamente.

MELIBEA.-  Amiga Celestina, mujer bien sabia y maestra grande, mucho has abierto el camino por donde mi mal te pueda especificar. Por cierto, tú lo pides como mujer bien experta en curar tales enfermedades. Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento, tiende sus rayos   -F [Iv]-   a todas partes. Lo segundo, es nuevamente nacido en mi cuerpo, que no pensé jamás que podía dolor privar el seso, como éste hace. Túrbame la cara, quítame el comer, no puedo dormir, ningún género de risa querría ver. La causa o pensamiento, que es la final cosa por ti preguntada de mi mal, ésta no sabré decirte, porque ni muerte de deudo, ni pérdida de temporales bienes, ni sobresalto de visión, ni sueño desvariado ni otra cosa puedo sentir que fuese, salvo alteración que tú me causaste con la demanda que sospeché de parte de aquel caballero Calisto cuando me pediste la oración.

CELESTINA.-  ¿Cómo, señora, tan mal hombre es aquél? ¿Tan mal nombre es el suyo que en sólo ser nombrado trae consigo ponzoña su sonido? No creas que sea ésa la causa de tu sentimiento, antes otra que yo barrunto. Y pues que así es, si tú licencia me das, yo, señora, te la diré.

MELIBEA.-  ¿Cómo, Celestina, qué es ese nuevo salario que pides? ¿De licencia tienes tú necesidad para me dar la salud? ¿Cuál médico jamás pidió tal seguro para curar al paciente? Di, di, que siempre la tienes de mí, tal que mi honra no dañes con tus palabras.

CELESTINA.-  Véote, señora, por una parte quejar el dolor; por otra, temer la melecina. Tu temor me pone miedo, el miedo silencio, el silencio tregua entre tu llaga y mi melecina. Así que será causa que ni tu dolor cese ni mi venida aproveche.

MELIBEA.-  Cuanto más dilatas la cura tanto más me acrecientas y multiplicas la pena y pasión. O tus melecinas son de polvos de infamia y licor de corrupción, confeccionadas con otro más crudo dolor que el que de parte del paciente se siente, o no es ninguno tu saber. Porque si lo uno o lo otro no te impidiese, cualquiera remedio otro darías sin temor, pues te pido le muestres quedando libre mi honra.

CELESTINA.-  Señora, no tengas por nuevo ser más fuerte de sufrir al herido la ardiente trementina y los ásperos puntos, que lastiman lo llagado y doblan la pasión, que no la primera lisión, que dio sobre sano. Pues si tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sutil aguja sin temor, haz para tus manos y pies una ligadura de sosiego, para tus ojos una cobertura de piedad, para tu lengua un freno de silencio, para tus oídos unos algodones de sufrimiento y paciencia. Y verás obrar a la antigua maestra de estas llagas.

MELIBEA.-  ¡Oh cómo me muero con tu dilatar! Di, por Dios, lo que quisieres, haz lo que supieres, que no podrá ser tu remedio tan áspero que iguale con mi pena y tormento. Ahora toque en mi honra, ahora dañe mi fama, ahora lastime mi cuerpo, aunque sea romper mis carnes para sacar mi dolorido corazón, te doy mi fe ser segura y, si siento alivio, bien galardonada.

LUCRECIA.-  El seso tiene perdido mi señora. Gran mal es éste. Cautivádola ha esta hechicera.

CELESTINA.-  Nunca me ha de faltar un diablo acá y acullá. Escapome Dios de Pármeno, tópome con Lucrecia.

MELIBEA.-  ¿Qué dices, amada maestra? ¿Qué te hablaba esa moza?

CELESTINA.-  No le oí nada, pero diga lo que dijere. Sabe que no hay cosa más contraria en las grandes curas delante los animosos cirujanos que los flacos   -F IIr-   corazones, los cuales, con su gran lástima, con sus doloriosas hablas, con tus sentibles meneos, ponen temor al enfermo, hacen que desconfíe de la salud y al médico enojan y turban. Y la turbación altera la mano, rige sin orden la aguja. Por donde se puede conocer claro que es muy necesario para tu salud que no esté persona delante, y así que la debes mandar salir. Y tú, hija Lucrecia, perdona.

MELIBEA.-  ¡Salte fuera presto!

LUCRECIA.-  ¡Ya, ya! ¡Todo es perdido! Ya me salgo, señora.



CELESTINA.-  Tan bien me da osadía tu gran pena como ver que con tu sospecha has ya tragado alguna parte de mi cura. Pero todavía es necesario traer más clara melecina y más saludable descanso de casa de aquel caballero Calisto.

MELIBEA.-  Calla, por Dios, madre. No traigas de su casa cosa para mi provecho ni le nombres aquí.

CELESTINA.-  Sufre, señora, con paciencia, que es el primer punto y principal. No se quiebre, si no, todo nuestro trabajo es perdido. Tu llaga es grande, tiene necesidad de áspera cura. Y lo duro con duro se ablanda más eficazmente. Y dicen los sabios que la cura del lastimero médico deja mayor señal, y que nunca peligro sin peligro se vence. Ten paciencia, que pocas veces lo molesto sin molestia se cura. Y un clavo con otro se expele, y un dolor con otro. No concibas odio ni desamor, ni consientas a tu lengua decir mal de persona tan virtuosa como Calisto, que si conocido fuese...

MELIBEA.-  ¡Oh, por Dios, que me matas! ¿Y no tengo dicho que no me alabes ese hombre ni me le nombres en bueno ni en malo?

CELESTINA.-  Señora, éste es otro y segundo punto, el cual si tú con tu mal sufrimiento no consientes, poco aprovechará mi venida. Y si, como prometiste, lo sufres, tú quedarás sana y sin deuda, y Calisto sin queja y pagado. Primero te avisé de mi cura y de esta invisible aguja que sin llegar a ti sientes en sólo mentarla en mi boca.

MELIBEA.-  Tantas veces me nombrarás ese tu caballero, que ni mi promesa baste ni la fe que te dí a sufrir tus dichos. ¿De qué ha de quedar pagado? ¿Qué le debo yo a él? ¿Qué le soy en cargo? ¿Qué ha hecho por mí? ¿Qué necesario es él aquí para el propósito de mi mal? Más agradable me sería que rasgases mis carnes y sacases mi corazón que no traer esas palabras aquí.

CELESTINA.-  Sin te romper las vestiduras se lanzó en tu pecho el amor. No rasgaré yo tus carnes para le curar.

MELIBEA.-  ¿Cómo dices que llaman a este mi dolor, que así se ha enseñoreado en lo mejor de mi cuerpo?

CELESTINA.-  Amor dulce.

MELIBEA.-  Eso me declara qué es, que en sólo oírlo me alegro.

CELESTINA.-  Es un fuego escondido, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una delectable dolencia, un alegre tormento, una dulce y fiera herida, una blanda muerte.

MELIBEA.-  ¡Ay, mezquina de mí!, que si verdad es tu relación, dudosa será mi salud, porque, según la contrariedad que esos nombres entre sí muestran, lo que al uno fuere provechoso acarreará al otro más pasión.

CELESTINA.-  No desconfíe, señora, tu noble juventud de salud. Cuando el alto Dios da la llaga, tras ella envía el remedio. Mayormente que sé yo al mundo nacida una flor que de todo esto te delibre.

  -F IIv-  

MELIBEA.-  ¿Cómo se llama?

CELESTINA.-  No te lo oso decir.

MELIBEA.-  Di, no temas.

CELESTINA.-  ¡Calisto! ¡Oh por Dios, señora Melibea!, ¿qué poco esfuerzo es éste? ¿Qué descaecimiento? ¡Oh mezquina yo! ¡Alza la cabeza! ¡Oh malaventurada vieja! ¡En esto han de parar mis pasos! Si muere, matarme han; aunque viva, seré sentida, que ya no podrá sufrir de no publicar su mal y mi cura. Señora mía Melibea, ángel mío, ¿qué has sentido? ¿Qué es de tu habla graciosa? ¿Qué es de tu color alegre? Abre tus claros ojos. ¡Lucrecia, Lucrecia, entra presto acá!, verás amortecida a tu señora entre mis manos. ¡Baja presto por un jarro de agua!

MELIBEA.-  Paso, paso, que yo me esforzaré. No escandalices la casa.

CELESTINA.-  ¡Oh cuitada de mí! No te descaezcas, señora, háblame como sueles.

MELIBEA.-  Y muy mejor. Calla, no me fatigues.

CELESTINA.-  Pues, ¿qué me mandas que haga, perla graciosa? ¿Qué ha sido este tu sentimiento? Creo que se van quebrando mis puntos.

MELIBEA.-  Quebrose mi honestidad, quebrose mi empacho, aflojó mi mucha vergüenza. Y como muy naturales, como muy domésticos, no pudieran tan livianamente despedirse de mi cara que no llevasen consigo su color por algún poco de espacio, mi fuerza, mi lengua y gran parte de mi sentido. ¡Oh!, pues ya, mi buena maestra, mi fiel secretaria, lo que tú tan abiertamente conoces en vano trabajo por te lo encubrir. Muchos y muchos días son pasados que ese noble caballero me habló en amor, tanto me fue entonces su habla enojosa cuanto, después que tú me le tornaste a nombrar, alegre. Cerrado han tus puntos mi llaga, venida soy en tu querer. En mi cordón le llevaste envuelta la posesión de mi libertad. Su dolor de muelas era mi mayor tormento, su pena era la mayor mía. Alabo y loo tu buen sufrimiento, tu cuerda osadía, tu liberal trabajo, tus solícitos y fieles pasos, tu agradable habla, tu buen saber, tu demasiada solicitud, tu provechosa importunidad. Mucho te debe ese señor, y más yo, que jamás pudieron mis reproches aflacar tu esfuerzo y perseverar, confiando en tu mucha astucia. Antes, como fiel servidora, cuando más denostada, más diligente; cuando más disfavor, más esfuerzo; cuando peor respuesta, mejor cara; cuando yo más airada, tú más humilde. Pospuesto todo temor, has sacado de mi pecho lo que jamás a ti ni a otro pensé descubrir.

CELESTINA.-  Amiga y señora mía, no te maravilles, porque estos fines con efecto me dan osadía a sufrir los ásperos y escrupulosos desvíos de las encerradas doncellas como tú. Verdad es que antes que me determinase, así por el camino como en tu casa, estuve en grandes dudas si te descubriría mi petición. Visto el gran poder de tu padre, temía; mirando la gentileza de Calisto, osaba. Vista tu discreción, me recelaba; mirando tu virtud y humanidad, me esforzaba. En lo uno hablaba el miedo, en lo otro la seguridad. Y pues así, señora, has querido descubrir la gran merced que nos has hecho, declara tu voluntad, echa tus secretos en mi regazo. Pon en   -F IIIr-   mis manos el concierto de este concierto. Yo daré forma cómo tu deseo y el de Calisto sean en breve cumplidos.

MELIBEA.-  ¡Oh mi Calisto y mi señor, mi dulce y suave alegría! Si tu corazón siente lo que ahora el mío, maravillada estoy cómo la ausencia te consiente vivir. ¡Oh mi madre y mi señora!, haz de manera como luego le pueda ver, si mi vida quieres.

CELESTINA.-  Ver y hablar.

MELIBEA.-  ¿Hablar? Es imposible.

CELESTINA.-  Ninguna cosa a los hombres que quieren hacerla es imposible.

MELIBEA.-  Dime cómo.

CELESTINA.-  Yo lo tengo pensado, y te lo diré: por entre las puertas de tu casa.

MELIBEA.-  ¿Cuándo?

CELESTINA.-  Esta noche.

MELIBEA.-  Gloriosa me serás si lo ordenas. Di, ¿a qué hora?

CELESTINA.-  A las doce.

MELIBEA.-  Pues ve, mi señora, mi leal amiga, y habla con aquel señor; y que venga muy paso y de allí se dará concierto según su voluntad a la hora que has ordenado.

CELESTINA.-  Adiós, que viene hacia acá tu madre.



MELIBEA.-  Amiga Lucrecia, mi leal criada y fiel secretaria, ya has visto como no ha sido más en mi mano. Cautivome el amor de aquel caballero. Ruégote, por Dios, se cubra con secreto sello, por que yo goce de tan suave amor. Tú serás de mí tenida en aquel grado que merece tu fiel servicio.

LUCRECIA.-  Señora, mucho antes de ahora tengo sentida tu llaga y calado tu deseo. Hame fuertemente dolido tu perdición. Cuanto más tú me querías encubrir y celar el fuego que te quemaba, tanto más sus llamas se manifestaban en la color de tu cara, en el poco sosiego del corazón, en el meneo de tus miembros, en comer sin gana, en el no dormir. Así que contino se te caían, como de entre las manos, señales muy claras de pena. Pero como en los tiempos que la voluntad reina en los señores, o desmedido apetito, cumple a los servidores obedecer con diligencia corporal y no con artificiales consejos de lengua. Sufría con pena, callaba con temor, encubría con fieldad, de manera que fuera mejor el áspero consejo que la blanda lisonja. Pero, pues ya no tiene tu merced otro medio sino morir o amar, mucha razón es que se escoja por mejor aquello que en sí lo es.

ALISA.-  ¿En qué andas acá, vecina, cada día?

CELESTINA.-  Señora, faltó ayer un poco de hilado al peso y vínelo a cumplir, porque dí mi palabra y, traído, voyme. Quede Dios contigo.

ALISA.-  Y contigo vaya. Hija Melibea, ¿qué quería la vieja?

MELIBEA.-  Venderme un poquito de solimán.

ALISA.-  Eso creo yo más que lo que la vieja ruin dijo. Pensó que recibiría yo pena de ello y mintiome. Guárdate, hija, de ella, que es gran traidora, que el sutil ladrón siempre rodea las ricas moradas. Sabe ésta con sus traiciones, con sus falsas mercadurías, mudar los propósitos castos. Daña la fama. A tres veces que entra en una casa, engendra sospecha.

LUCRECIA.-  Tarde acuerda nuestra ama.

ALISA.-  Por amor mío, hija, que si acá tornare sin verla yo, que no hayas por bien su venida ni la recibas con placer. Halle en ti honestidad en tu respuesta, y jamás volverá, que la verdadera virtud más se teme que espada.

MELIBEA.-  ¿De ésas es? ¡Nunca más! Bien huelgo, señora, de ser avisada, por saber de quién me tengo de guardar.