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Atendido, respetado Clarín (en sus días y en España)1

José María Martínez Cachero





De 1881 a 1893 transcurre un lapso de tiempo durante el cual la actividad del escritor Leopoldo Alas sufrió no pocas y contradictorias vicisitudes. El primer año invocado se corresponde con la publicación del libro Solos de Clarín, prologado por Echegaray y a ese prólogo pertenece el párrafo siguiente:

«¿Quién no ha oído su clarín de guerra, ya en son de batalla, ya entonando marcha triunfal? ¿Quién no sabe que D. Leopoldo Alas es escritor a la vez elegante y profundo, ya severo y preciso, ya agudo y epigramático, y siempre de levantado pensamiento, amante de la ciencia y noble en sus propósitos? Nadie que circule por las plazas o callejuelas de la literatura moderna lo ignora, que en los sitios principales de la ciudad del arte se habrá encontrado con mi buen amigo (...)»2,



palabras no sé si desmedidas pues cabe preguntarse si aún no cumplidos los treinta años y con sólo «cinco o seis» de ejercicio crítico podía el interesado ser tan conocido y reconocido. No hay duda de que sí lo sería tiempo después, para bien y para mal, como lo acreditan declaraciones suyas fechadas en el segundo de los años atrás invocados:

«Yo (...) tengo contra mí la prensa neocatólica, la prensa académica, la prensa librepensadora de escalera abajo, parte de la juventud ultrarreformista, la crítica teatral gacetillera... y en cambio tengo los cajones de mi mesa llenos de cartas cariñosas de ilustres académicos, de grandes novelistas, críticos y poetas... pero todo ello manuscrito»3



lo cual le disgustaba si bien, en su intimidad, le satisfacía:

«No puede Vd. [le escribía a Galdós] figurarse lo que fortifica mi ánimo que hombres como Vd., Pereda, Campoamor, Emilia Pardo, Valera, Echegaray, Menéndez Pelayo, González Serrano y otros pocos aprecien en algo mi opinión; esto me anima para despreciar los desprecios de Imparciales [alusión al diario El Imparcial, no siempre favorable a Clarín] y demás gente menuda (algunos, falsos amigos) que no transigen conmigo porque no quiero ser de esa pandilla»4.



Aprecio, sí, por parte de algunos grandes de nuestra literatura y, consiguientemente, respeto pero no echemos en saco roto una advertencia de Unamuno (carta del 9-V-1900): «En Madrid, más de una vez he oído hablar de usted y en casi todas las conversaciones se transparentaba que se le temía o se le admiraba, rara vez se le quería», insistida líneas más adelante: «si una vez lograse usted despojarse del hombre que tantos enemigos le ha creado y entre tantos admiradores tan pocos simpatizadores (...)»5. Tal vez el talante apasionado de Alas, la falta de contacto directo y personal con sus colegas, apartado como estaba en la provincia, y no sé si alguna otra circunstancia dificultaban el trato: en verdad, no se conocían y diríase que fue el hecho de su muerte lo que propició un acercamiento como revelan las necrológicas hasta afectuosas debidas a gentes como Eusebio Blasco, Fernández Bremón o Emilio Bobadilla que antaño polemizaran con Clarín.

Pero no se trata solamente de un movimiento sentimental póstumo porque en los apartados que siguen encontraremos muestras, ni escasas ni tibias, de signo favorable para la obra clariniana y para concretos rasgos de su idiosincrasia como «un insaciable amor por lo bueno y lo bello» que dijo Ortega Munilla; tales muestras adoptaron formas diversas que van desde la mera gacetilla, a veces con algún pormenor que desborda la noticia -como es el caso de la acogida brindada en Madrid Cómico, sección anónima «Chismes y Cuentos», a los libros de su colaborador-, hasta comentarios más extensos a propósito de ellos, ditirámbicos o más comedidos.


El narrador Leopoldo Alas y el crítico Clarín

Leopoldo Alas y Clarín son, tal vez, el nombre del narrador y el seudónimo del crítico que convivieron en la misma persona. Al primero de ellos se dirigía en febrero de 1889 José Lázaro, director-propietario de La España Moderna, comunicándole que

«el público siente cierta curiosidad por ver si se sostiene usted a la altura de La Regenta, o si todavía la supera en mérito la nueva producción [alude a Su único hijo]. Le auguro a usted para ésta un éxito por esa impaciencia que noto en el público» (carta fechada en agosto de 1889).



Del segundo ofreció dicha revista alguna muestra excelente, bien distinta «de lo que hace usted en periódicos diarios y semanales» o, con otras palabras, «artículos [que] guardan mesura y, sin prescindir de observaciones y advertencias, demuestran cierta moderación» (carta fechada en junio de 1890)6. Lo que sigue son algunos ejemplos de recepción positiva para uno y otro género literario, producidos en vida de nuestro escritor.

Figuran entre los reseñistas de La Regenta tres críticos literarios que por entonces (1885) seguían muy de cerca la marcha de nuestras letras, desde publicaciones periódicas de Madrid, dos de ellos: Jacinto Octavio Picón y Antonio Lara y Pedrajas, y el otro, Luis Morote, desde La Opinión, diario de Palma de Mallorca; y un jurista (después, catedrático universitario), Jerónimo Vida, tan ligado a Giner de los Ríos y a la Institución Libre de Enseñanza. Testimonios los suyos de alguna extensión y pormenor, ni gacetilleros ni urgidos por la prisa, si elogiosos no carentes de alguna advertencia pero concordes en reconocer y proclamar la calidad, excepcional en muchos aspectos, del talento narrativo de Leopoldo Alas y, asimismo, en manifestar la alegría que les produce su incorporación al número de los cultivadores españoles de la novela7.

La curiosidad por conocer el nivel estético alcanzado por Leopoldo Alas en su segunda novela extensa, Su único hijo, existió en proporción no desdeñable, haciendo buena la indicación de Lázaro. Hubo lector que manifestó sin ambages su rechazo, compañero en esa actitud del agustino Blanco García, y que se dejaría decir de la novela: «¡qué esperpento!, ¡qué ridiculez!, ¡cuánta tontería!, ¡qué decaimiento!, ¡qué caída más estrepitosa!8»; pero, contrapeso a tanto negativismo, hubo comentarios y reseñas más inteligentes y justos. Mientras que Rafael Altamira, compañero de Alas en el claustro universitario ovetense, crítico literario y también narrador en ejercicio, la reputaba criatura singular -«Su único hijo no tiene exterioridad ni aparato: para el lector que busca movimiento, aunque sea superficial, y hechos gordos, allí no pasa nada»-9, Francisco Giner apuntaba, siquiera fuese al paso, una aproximación a los novelistas rusos, Tolstoi a su frente, cuyo conocimiento entre nosotros comenzaba por entonces:

«La novela de usted me hace una impresión muy profunda -casi tan profunda como La Regenta desde la segunda mitad; desde el concierto de los cantantes en el casino. La nota amarga, pesimista, humana, se acentúa en términos que casi he tenido tanta emoción yo como el pobrecillo Bonis. ¡Qué final, Dios mío, qué final! Estas cosas de usted, como la Realidad de Galdós, van por el camino un tanto a lo Tolstoi. Todavía, para mí, La Regenta aprieta más, acaso por la trascendencia de muchos de los problemas de aquel cuadro más vasto (...) entre todos nuestros novelistas, como usted es el que tiene más cosas dentro, suele la intención tener más honduras. Lo mismo digo de lo que llamaríamos la cultura, salvo que alguna que otra vez hay tal cual latinajo o cita menos naturales y llanos que en otras ocasiones, y menos accesibles por lo mismo a la masa de lectores. (...)10.



Curiosa resulta la reseña que firma el periodista Rafael Miralles en el diario madrileño El Resumen (22-VII-1891) pues en ella van juntas Su único hijo y La Regenta, poco favorable para ésta -«es una novela de región; menos que eso, de localidad. Ni sus personajes ni su trama pueden interesar gran cosa, fuera de Vetusta y sus alrededores»- en tanto que su compañera «está escrita en un estilo brillante y correcto» y es una novela «de las que se leen en todo tiempo y en todo lugar, y lleva una sutil envoltura de humorismo que recuerda en muchas ocasiones la originalísima manera de Dickens».

Reseña también periodística es el comentario del volumen de novelas cortas Doña Berta, Cuervo, Superchería (1892) debido a José Ortega Munilla, director de El Imparcial (29-II-1892), quien se ocupa exclusivamente de esta última si bien reconoce que la primera «es un original y precioso estudio, lleno de melancolía y ternura» pero, a su parecer, «no tan bueno» cuando se le enfrenta a su compañera, nada menos que «lo mejor que ha escrito Alas», y ello por diversos motivos: «el laconismo expresivo, la concisión elocuente, pintar con una pincelada, decir mucho con escasos vocablos», méritos a los cuales habría que añadir el carácter de relato interior, consagrado «al hombre moral y físico que va dentro de cada levita o de cada chaqueta»; la conclusión del comentarista es que nos hallamos ante una «obra de buena estirpe (...), bien escrita y modelo del arte de componer».

Incluso algunos que adoptaron una actitud negativa ante Leopoldo Alas reconocerían en algún momento y respecto de algún título la importancia del escritor de cuentos: tal es el caso de José de Cuéllar que en su folleto Dioses caídos11 sostenía que «indudablemente es Clarín uno de nuestros primeros cuentistas; Pipá, ¡Adiós, Cordera! y La conversión de Chiripa valen para dar a cualquiera derecho a codearse con la aristocracia», particularmente este último, «hermoso cuento» que lleva a preguntarse si «la humanidad será eternamente así, [si] no habrá jamás para el pobre otro refugio que el del templo». Más llama la atención «Baltasar Gracián» (seudónimo que encubre al cervantista Ramón León Mainez) que en uno de sus desorbitados «repasos» a la obra clariniana (el tercero, Sus cuentos y cuentecillos. Sus novelas y sus noveluchas) veía algún valor en el cuento Avecilla (del volumen Pipá) pues «no puede negarse que es cuadro de costumbres bien bosquejado» en cuanto a los incidentes del mismo y a la figura del protagonista. De signo plenamente entusiasta fue la reacción de algunos tertulianos madrileños a raíz de la aparición en El Liberal (27-VII-I892) de ¡Adiós, Cordera!; Francos Rodríguez la cuenta así:

«Se publicó entonces (segunda mitad de 1892) un cuento de Clarín, acaso el mejor de los suyos y quién sabe si el más hermoso de todos los escritos en lengua castellana. Me refiero al titulado ¡Adiós, Cordera! Le insertaba El Liberal, y el mismo día en que vio la luz, algunas tertulias literarias de Madrid enviaron plácemes entusiastas al insigne asturiano. Estaba en su casa de Guimarán descansando de las tareas universitarias y defendiéndose contra las acometidas de la dolencia que a los pocos años lo arrancó de la vida para desventura del arte. ¡Cómo agradeció Leopoldo la manifestación que hicimos unos cuantos jóvenes para quienes no era estorbo de los propios afanes la fervorosa devoción a los altos merecimientos ajenos!»12.



Más abundante y controvertida fue en sus días la recepción brindada al crítico cuya estimación de la obra de sus colegas coetáneos, atentamente seguida, produjo muy encontradas opiniones; opuestas a las tan negativas de Bonafoux y compañía hubo bastantes otras, relativas ya a un libro de Clarín ya al conjunto de su labor. Ofrezco, dispuestas cronológicamente, varias muestras.

Tempranamente, uno de sus amigos asturianos, invariable en el afecto y admiración, el ensayista, filólogo y narrador Estanislao Sánchez Calvo, comentó elogiosamente Solos de Clarín, el mismo año (1881) de publicación de este libro, primero de nuestro autor, y, a vuelta de otras consideraciones, concluye que se trata de «un hermoso libro» que «enseña y entretiene»; libro debido a quien es «una inteligencia privilegiada; (...) uno de nuestros buenos escritores; uno de los mejores críticos, sino el mejor desde la muerte de Revilla [..]»13. Cinco años después, «Pedro Sánchez» (seudónimo del periodista santanderino José María Quintanilla) tenía para el crítico elogios de este tenor:

«Con altas ideas y sanas intenciones, entusiasta por lo bueno y grande, lee perfectamente entre las líneas, siente lo que las palabras expresan y comprende en el instante mismo lo acertado y lo defectuoso. Todo lo entiende y todo lo revela, lo mismo en sus Paliques del Madrid Cómico, dechados de gracia y correctivos merecidos impuestos a los escribidores, que en sus preciosos artículos fundamentales (...), no inferiores a los trabajos de Saint-Beuve»14.



Antonio de Valbuena, que tuvo éxito no pequeño con sus malintencionados y más bien chabacanos ripios, carlista y católico a machamartillo, aplaudió a su colega y amigo Leopoldo Alas como implacable perseguidor de la mediocridad y la mentira imperantes en la república literaria española y le reconoció «intuición estética y gran caudal de conocimientos», pero lamenta el hecho de que «suele arrimar el ascua a la sardina de la impiedad y del descreimiento»15. A Francisco A. de Icaza se debe un sustancioso y equilibrado repaso del panorama de la crítica literaria finisecular bajo el título Examen de críticos; comparecen en sus páginas los ministros del entonces denominado sacerdocio de la crítica, entre los cuales ocupa Alas lugar destacadísimo en razón de sus cualidades que, para el examinador, son: «muy versado en literaturas antiguas y modernas, modernas sobre todo, sagaz en muchas apreciaciones, profundo en no pocas e ingenioso en todas. Téngolo, además, por gran conocedor del lenguaje castellano»; repara asimismo en su capacidad para la sátira y aventura que «muchos de los artículos de Clarín son análogos a la famosa Premática de Quevedo, Contra los poetas güeros, chirles y hebenes»16.




Don Juan y Don Marcelino

Está claro que en la república literaria española decimonónica don Juan y don Marcelino no son otros que Valera y Menéndez Pelayo, respectivamente, amigos fieles desde que se conocieron hasta la muerte del primero; el abundante e interesante epistolario entre ambos de 1877 a 1905 es la mejor prueba de la cordialidad que presidió su relación17. Ambos fueron asimismo amigos de Leopoldo Alas, hacia quien -persona y obra- sintieron admiración y respeto.

Alas y Menéndez Pelayo, cuatro años menor el segundo, coincidieron como alumnos en la Facultad de Letras de la Universidad de Madrid y de entonces data su amistad; «cuando después de largos intervalos de tiempo nos vemos, Pelayo abre gozoso y expansivo los brazos para recibir en ellos al antiguo condiscípulo»18 y en 1878, uno y otro en trance de opositores a cátedras, cabe suponer que recíprocamente se animarían y estimularían. Existió siempre en Leopoldo Alas una fervorosa admiración para las dotes del amigo, para su magna tarea; un limpio respeto, asimismo, para las posiciones doctrinales que éste pudiera mantener, alguna vez no poco encontradas respecto de las propias, actitud correspondida por su amigo; cada cual siguió atentamente la obra del otro, tributándole elogios y hay textos suyos que lo prueban. Muy por el estilo sería la relación existente entre el autor de Pepita Jiménez y el autor de La Regenta.

Para lo que importa ahora diré que la historia comienza con una carta de don Marcelino fechada en Madrid el 23 de febrero de 1885, a poco de ver la luz el primer tomo de La Regenta, carta que produjo gran satisfacción al novelista -«el bien que me hizo su carta [con] elogios de tal índole que bastan y sobran para volver la cabeza a quien la tenga mucho más firme que yo» puesto que «si Vd. supiera (...) todo lo que vale para mí Menéndez Pelayo, comprendería que los aplausos de usted me sonasen a pura gloria», carta que celebra el talento narrativo de Alas, si bien contiene algunos reparos o advertencias-. Don Marcelino elogia el estilo -«me ha parecido enteramente maduro, y mucho más amplio y flexible que el que había usado Vd. en sus obras críticas. La prosa de Vd. ha ganado mucho en precisión, y al mismo tiempo en jugo y en virtud descriptiva, haciéndose más densa y más llena de cosas»- y califica de «muy sabroso» el diálogo; por lo que atañe a los personajes aplaude los que pueden pasar como secundarios (no ejemplifica), incluso más que las figuras principales -Ana, Fermín- que «encuentro demasiado complicadas y por decirlo así, compuestas»; se hace cargo de «la tristeza que comunica al libro la presencia de tanto cura», máxime cuando considera que, siendo La Regenta una «novela de costumbres a la moderna», no hay razón para conceder tanto espacio a unos modos de comportamiento que, al presente, «son resto de un estado social distinto». Se refiere, por último, a lo que pudiéramos denominar naturaleza ovetense de personas y costumbres de la Vetusta regentina y, después de suponer que «ciertos tonos crudos [empleados por el novelista] harán de fijo que las gentes de Oviedo le saquen a Vd. los ojos», manifiesta su creencia de que el novelista «ha idealizado un tanto la corrupción de aquellas gentes que, según yo me las imagino, deben [de] ser más soporíferas y vulgares que perversas». Estas bien atinadas indicaciones de Menéndez Pelayo prueban una lectura atenta y comprensiva, hecha por quien es capaz de salirse un momento, frente a obras actuales que lo merecieran, de su absorbente dedicación a libros y autores de épocas lejanas19.

A la sazón, Valera estaba en Norteamérica como embajador y, muy al tanto de las novedades literarias (y no literarias) producidas en España, le pedía a su amigo (carta fechada en Washington el 28-IX-1885): «Enviéme usted un ejemplar de la novela de Leopoldo Alas, de la que veo que hacen los periódicos los encomios más extraordinarios, y que no dudo sea buena», petición que atiende Menéndez Pelayo quien, de paso, añade estas palabras (carta fechada en Madrid el 4-XI-1885): «Yo enviaré un ejemplar de La Regenta, donde, como usted verá, se anuncia un grandísimo talento de novelista en medio de ciertas inexactitudes y rasgos de mal gusto», palabras que vienen a ratificar su opinión de meses atrás, a la que se incorpora ese «rasgos de mal gusto» que acaso pudieran encontrarse en el segundo tomo, ya aparecido, y en situaciones (pienso) del último capítulo20.

A propósito de Su único hijo, se produce opinión coincidente y elogiosa de don Marcelino y don Juan sobre la novela de Leopoldo Alas. El que primero se manifiesta es Valera quien, admirado del talento clariniano, lo celebra diciendo:

«Dudo que, como novelistas, valgan, ni la mitad, Pereda y otros celebrados. Lo que es lástima es que sea tan realista y pesimista Clarín. ¡Qué ruin canalla todos sus héroes, sin excepción!; pero ¡qué verdadero todo!»



corroborado días más tarde por Menéndez Pelayo:

«su novela está escrita con muchísimo talento, pero es tan repugnante y tan antipático todo aquello, que me ha costado mucho acabar la lectura. No tiene la culpa él, sino el género que cultiva y los libros que habitualmente lee»21



reparo ratificado en carta de fecha posterior dirigida a Clarín, acompañado de otros matices no menos ingratos:

«en la cual [la novela Su único hijo] admiré de nuevo el talento y la penetración psicológica de su autor, si bien por ser yo más optimista que Vd. encontré la novela un poco dura y despiadada con las necedades y torpezas del pobre género humano, y excesivamente saturada de tristeza decadentista. Pero en medio de todo, bien se ve que al autor le queda mucha poesía en el alma y mucha fe en el ideal»



suposición que alegra al autor pues «hace Vd. bien en suponer que me queda ideal, cada día más»22. La favorable valoración del novelista Leopoldo Alas -que no volvería a dar nuevas señales de actividad al respecto- a cargo de sus dos colegas se remata con unas líneas de Valera en la primera de sus cartas al rotativo bonaerense El Correo de España, que se insertó en el número correspondiente al 28 de agosto de 1896 y donde parece se trata de fijar el canon de los novelistas españoles vivos, breve lista que sorprendería sin duda con la inclusión en ella de Alas:

«Independientemente del mérito de cada cual, tal vez en lo tocante a la aceptación de sus obras por el público pueden los principales [novelistas] colocarse en este orden: Pérez Galdós, Pereda, Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés, Jacinto Octavio Picón y Leopoldo Alas. Para mi gusto, es grande el mérito del último que cito, y si el aplauso y el provecho no corresponden, culpa debe de ser de los muchos enemigos que Leopoldo Alas, militante como crítico con el seudónimo de Clarín, se ha suscitado por sus censuras y juicios, ya muy severos, ya excesivamente apasionados y rayando por su acritud en sátira y burla».



Sí fue Clarín crítico severo, apasionado y satírico y por serlo se ganó la enemistad de muchos colegas pero de quien Valera y Menéndez Pelayo, que figuraban entre esas jerarquías literarias invisibles reconocidas por el crítico, nada tenían que temer: «A usted [Valera] y a mí [Menéndez Pelayo] nos trata muy bien y nos pondera mucho, pero con otros, especialmente con Cánovas y Alarcón, anda durísimo e injusto» comentaba el santanderino en 188523, mientras que al año siguiente Valera se congratulaba en carta a Clarín24 de la autoridad crítica que éste había conseguido y que redundaba en beneficio de aquellos escritores elogiados por él, como era el caso de don Juan:

«me he alegrado en extremo al notar la grande autoridad que usted tiene y la popularidad de que goza a despecho de tantos temibles enemigos como se ha creado, ya a causa de algunas burlas y sátiras un poco duras, ya a causa de la inusitada severidad con que a veces censura a prosistas y poetas sin pararse en contemplaciones».



A la vista de lo cual quieren ambos, don Juan y don Marcelino, hacer suyo o incorporarse a don Leopoldo -«poco a poco, importa traerle al lado nuestro»-, piensa Valera y uno y otro, delicada, amistosamente desean que Clarín abandone sus fobias y reprima su habitual agresividad pues

«veo en Vd. [le escribe Menéndez Pelayo] un talento crítico de los más originales y vigorosos, al cual no le falta más que sacudir el yugo de ciertas antipatías, quizá instintivas, y ver todas las cosas con serenidad absoluta»25.






El respeto de tres escritores «Gente Nueva»

En octubre de 1899, Núñez de Arce, nombre muy prestigioso en las letras españolas de la época, le confesaba a Rubén Darío, su visitante: «(...) mi tiempo ha pasado. Soy ya viejo, y las musas, como hermosas hembras que son, no gustan de los viejos»26.



Ciertamente, él y colegas como Campoamor, Valera o Menéndez Pelayo, también visitados entonces por el nicaragüense, formaban en las filas de la llamada «Gente Vieja», próxima ya su desaparición, no sólo por imperativo de la edad sino también porque sus estéticas se encuentran en trance de agotamiento y de probable superación por los colegas más jóvenes y nuevos, dígase la «Gente Nueva», en algunos casos enfrentada a sus inmediatos antecesores. Éstos (o algunos de ellos) son quienes se agrupan al socaire de las páginas de Gente Vieja, un semanario que fue su portavoz desde 1900 hasta 1905, en cuyas columnas aparecen junto a apologías pro domo sua, invectivas contra los supuestos innovadores que son, principalmente, los modernistas. A éstos los marca, en primera instancia, su juventud pero, aún más sustancialmente, «su reciente ingreso en el movimiento intelectual» y el sello de vanguardia o progreso que muestra su obra. Entre los retardatarios (o mayores) y los vanguardistas (o jóvenes) se disputa en el fin de siglo una incruenta batalla a la que los segundos han de aprestarse con moral de victoria, animados así por Luis París, su contemplador y catalogador:

«Mucho tenéis que hacer; pesada es la carga que sobre vuestros hombros gravita, y grandes las barreras que la tradición y el pasado han dejado cimentadas ante vuestro paso. ¡Adelante! Sin embargo, que el porvenir os pertenece por derecho, y os esperan los albores del nuevo siglo para ornar vuestras frentes con el nimbo dorado de la gloria»27.



Los tres escritores aquí convocados son Valle-Inclán y Rafael Altamira (nacidos en 1866) y José Martínez Ruiz, el futuro Azorín (nacido en 1873), los cuales tuvieron con Leopoldo Alas alguna relación; los dos últimos figuran además con trabajos suyos, de diferente época y extensión, en la bibliografía sobre nuestro escritor.

Epitalamio, uno de los primeros títulos de Ramón del Valle-Inclán, salió en 1897, en un tomito de 107 páginas, de las cuales únicamente 72 ofrecían texto, muy poco texto: 18 líneas por página, a 24 letras cada línea (según el recuento efectuado por Ruiz Contreras); un ejemplar, remitido por Valle, viajó hasta Oviedo; de junio a septiembre estuvo esperando sobre la mesa del crítico a que éste le concediera su atención. El número de Madrid Cómico correspondiente al 25-IX insertaba un palique dedicado al enjuiciamiento de Epitalamio, poco favorable para el joven autor pues si bien el crítico reconoce que «se ve que tiene imaginación, [que] es capaz de tener estilo, [que] no es un cualquiera», pesan más en número y gravedad las censuras, que el interesado recibió con ánimo comprensivo. Muy inmediato en fecha hubo otro palique clariniano (Heraldo de Madrid, 9 de octubre), desviado ya de Epitalamio y que se ocupa de algunas precisiones acerca de asuntos como el arte y la moral o la cuestión social, mezcladas con varios consejos a su colega que, una vez más, da muestras de aceptación: «un poco de justicia administrada por usted, puede ser más agradable que el bombo anónimo de los periódicos, o los elogios de Burell». Hubo antes de ambas cartas, otra como de presentación de Valle a L. Alas, a quien el remitente llama «Señor y maestro de mi mayor respeto» al tiempo que le envía un ejemplar de Femeninas con el propósito de establecer contacto más directo: «Mi única aspiración es que mi nombre le suene a usted a algo»28.

En diarios madrileños como La Justicia y El Liberal, en semanarios como La Ilustración Ibérica (Barcelona), o en publicaciones más especializadas como la Revista Crítica de Historia y Literatura Españolas, Portuguesas e Hispanoamericanas o La Lectura Rafael Altamira cumplió durante años una misión de espectador y juez de la actualidad literaria; parte de esa tarea -los artículos «más doctrinales», «los de mayor homogeneidad»- fueron recogidos después en volúmenes como Mi primera campaña, que prologó en 1893 Clarín, o Cosas del día (1907). Como crítico estuvo a bien con el Naturalismo pero sin descomponer nunca su aplauso; dando, por el contrario, prueba de mesura y ponderación, de ese equilibrio que será uno de los rasgos distintivos de su labor, a lo que añadiremos que era persona bien informada. Él mismo recuerda que

«mi amistad con Alas empezó en 1886, con motivo de publicarse en una revista de Barcelona (La Ilustración Ibérica) mi primer libro titulado El realismo y la literatura contemporánea. Alas colaboraba en la dicha Ilustración y leyó mis capítulos. De ahí que preguntase al director de aquélla, quién era yo; con la particularidad de que mi firma le parecía ser un pseudónimo. El director le disuadió de esa hipótesis y me envió a mí la carta de Alas. Yo estaba ya en Madrid, y trabajaba para ser Doctor en Derecho con profesores como Giner de los Ríos, Azcárate y otros. Escribí a don Leopoldo contándole mi situación, mis aficiones y la vocación que me apuntaba de entrar en el profesorado. Me contestó en seguida; y he ahí cómo se originaron nuestra amistad y nuestra correspondencia»29.



Compañeros años después en la Universidad de Oviedo, su amistad se estrechó grandemente: Alas, por ejemplo, fue el principal valedor de la Extensión Universitaria, una idea propugnada por Altamira en 1898. Fallecido el autor de La Regenta, su compañero de claustro escribió inteligentemente sobre su personalidad y obra, cosa que ya había hecho en vida; de entre otras muestras destaco el artículo inserto en el diario La Justicia (11-IV-1888) donde se refiere a La Regenta como novela abundante de «cosas» pero «maravillosamente contadas», en cuyas páginas se dan cita dos componentes principales, a saber: la historia de la protagonista y

«la pintura de la sociedad vetustense, cuya vida ha sentido y palpado, y que se le impone con todo el atractivo de la realidad (...), llamado por su sentido moderno de los estudios sociales y por la invencible tendencia satírica, humorística de su espíritu».



Excelente la penetración psicológica del novelista en lo que se refiere a sus personajes, más y menos importantes en la acción narrada; uno de ellos, Víctor Quintanar, se revela mayormente al final de la novela, cuando «sale a primer término» y llega a producir

«una impresión simpática la figura de aquel pobre viejo que ve rota de una vez la ilusión de su vida. Aquellas últimas páginas, aquella última cacería con Frígilis tienen un encanto dulce y melancólico indecible, que parece emanar del tono gris del paisaje, de las nubes gruesas y sucias que cubrían el cielo».



Además de esto, Altamira sostiene que su amigo «es hoy el primer crítico español, el verdadero crítico».

En los primeros trabajos en volumen que publicó José Martínez Ruiz -folletos como La crítica literaria en España (1893), Buscapiés... (1894), Literatura (1896), Charivari (1897) y Soledad (1898)30- hay frecuentes alusiones a Clarín, escritor distinguido y respetado por el jovencísimo colega. Asentado éste en Madrid, colaborador de periódicos como El País, un artículo suyo titulado «Mi crítico» llamó favorablemente la atención de Clarín, que lo elogiaría días más tarde (el 3-XII-I897) en el siguiente párrafo de un palique inserto en el semanario barcelonés La Saeta:

«No sé quién es un señor Martínez Ruiz que escribe artículos de costumbres en El País, pero quien quiera que sea tengo el gusto de decirle que, en mi humilde opinión, si publica muchos trabajos como el titulado Mi crítico, acabará por merecer que se vea en él una de las pocas esperanzas de la literatura satírica. El final de su semblanza es un rasgo de verdadero ingenio; y lo que se lee entre líneas en todo el artículo demuestra que Martínez Ruiz tiene más enjundia literaria que muchos afamados escritores festivos que hacen alarde de no tener pizca de sustancia».



Tal fue el comienzo de una amistad que tuvo uno de sus momentos más señalados cuando en noviembre de 1897 ambos escritores se conocieron en Madrid, presentados por Alejando Lerroux en la redacción de El Progreso; entremedias había habido algunas cartas y el envío de sus propias publicaciones31.

Clarín, Aramis (Luis Bonafoux) y Fray Candil (Emilio Bobadilla) eran los modelos críticos a que se acogía el principiante Martínez Ruiz. Por lo que se refiere al primero de ellos, su joven colega marca la diferencia existente entre las lecturas («que hacen pensar») y los paliques («que hacen reír»), dos modalidades críticas muy meritorias pero no exentas de algunas deficiencias, v. g.: falta en ocasiones de «imparcialidad y consecuencia», abuso otras veces de su erudición («vasta y sana»), marcada tendencia a la divagación o (con otras palabras) que «rellena sus artículos de hojarascas inútiles»; junto a esas deficiencias son de reconocer su tesonera campaña en favor del «buen gusto literario» y «vista fina para descubrir los defectos de un libro». Ambas caras (negativa y positiva) conforman una personalidad literaria que no es la de un genio pero tampoco, como acaso piensen algunos malintencionados, la de «una medianía, ni menos una nulidad». En otro orden de cosas, Martínez Ruiz (artículo «Revista literaria» del folleto Literatura) alude a las novelas extensas de Leopoldo Alas, en las que (dicho sea «con calma y serenidad») «está patente la influencia de Flaubert», si bien considera La Regenta como «uno de los cuadros más hermosos de nuestra vida provinciana». Teresa ocupa bastante más espacio en dicho artículo: su fracaso en el estreno lo atribuye a que «fue juzgada por un público en el que predominaban los despechados» con el crítico Clarín; alude a «ciertas deficiencias de estilo y de técnica dramática, muy naturales estas últimas en un novicio» y remata afirmando que «la tesis de la obra me parece arcaica» pues «no es señal de estos tiempos la resignación cristiana». El clarinismo de Azorín daría numerosas e interesantes señales de vida hasta casi sus últimos años.




Ya en el siglo XX: repertorio de necrologías

A las siete de la mañana del jueves 13 de junio de 1901, aquejado de una tuberculosis intestinal en último grado y como consecuencia de un ataque de disnea, moría en Oviedo Leopoldo Enrique García Alas Ureña: «cuando la noticia [informa El Carbayón] se difundió por la ciudad, causó impresión profunda y dolorosa». El mismo diario (en su número del 15-VI) da noticia de las exequias: traslado del féretro a la Universidad; funeral en la iglesia de San Isidoro, parroquia a la que pertenecía el difunto; acto seguido, el entierro, desde la Universidad al cementerio de El Salvador. Se formaron varios duelos: eclesiástico, de amigos, de familia, universitario.

«La manifestación era verdaderamente imponente y a pesar de la lluvia que caía a torrente, llegó compacta la multitud hasta San Roque [donde se despedían los duelos]. [Iban en el entierro] muchos obreros que habían solicitado permiso para dejar los talleres y acompañar el cadáver».



El Progreso de Asturias era un diario liberal de matiz republicano, moderado en su tono, que contaba como colaboradores asiduos a algunos docentes universitarios; nació en Oviedo -año 1901-, vivió no mucho tiempo y parece que tuvo escasa difusión; lo dirigía José C. Otero. «A la memoria del Doctor don Leopoldo G. Alas (Clarín), sabio profesor de Derecho, pensador profundo, insigne escritor y eminente crítico» dedicó este periódico parte de su número 65 (16-VI-1901) por medio de muy breves y conmovidos recordatorios, insertos desde la primera página, debidos a compañeros y amigos del fallecido, cuya fotografía centraba dicha página, compuesta a cinco columnas. Sin duda el recordatorio a Clarín fue pedido pocas horas después de su óbito, premura de tiempo que junto a la brevedad requerida y a la dolorosa emoción que embargaba el ánimo de los así solicitados explica la inanidad de algunas respuestas y el tasado interés de otras. Entre estas últimas coloco las firmadas por Adolfo Buylla -que considera a quien fue su colega de Facultad como «perdurable pedagogo, criticando y enseñando» y, también, como «un enamorado de lo ideal»-, Adolfo Posada -quien reconoce la acción beneficiosa de Leopoldo Alas, «luchador por la verdad, por la justicia y por la belleza» cerca de la juventud intelectual española aún no caída por entero «en el positivismo materialista»-, Fermín Canella -diputa a Clarín como una gloria nacional y se complace recordando sus vinculaciones biográficas y literarias a Oviedo y Asturias: el origen de sus mayores y el solar de Guimarán, alumno y profesor en la Universidad ovetense, novelas y cuentos «saturados» de ambiente vernáculo-, Melquiades Álvarez -define al que fue su maestro y era su compañero de claustro como «un obrero intelectual», que hubo de padecer «las estrecheces poco envidiables de una modesta burguesía»-, Enrique Uriós -un catedrático de la Facultad de Ciencias, venido de fuera años antes y a quien Alas encantaba como conversador pues «a su clarísimo talento, a su gran erudición, a su espíritu observador y analítico, juntaba una viveza de imaginación, un original gracejo que mantenía al interlocutor en un estado de verdadero deleite intelectual»-, Rogelio Jove y Bravo -cuya imagen profunda de Alas la constituyen «una percepción clara de lo bello, gran independencia de juicio (...), espíritu rebelde a toda imposición del exterior y un temperamento batallador en el cual la acometividad y la tenacidad vivieron juntas»- y José Quevedo -que ofrece el texto de una carta de Alas a él dirigida (Oviedo, 1876), y celebra como relevantes en el amigo muerto «un acendrado espíritu religioso y un sentimiento de justicia y de amor al prójimo»32-.

No sin algún fundamento podía recelar Altamira que, tras la muerte de su compañero y amigo, «los imbéciles, los fanáticos y los envidiosos [darían] rienda suelta a la murmuración contra el que ya no vive para fustigarlos con su pluma y con su palabra»33, y casos de ello hubo como el de Bonafoux. Fueron más en número, sin embargo, los testimonios necrológicos debidos a personas antaño disgustadas con Clarín que, a su muerte, hablaron de él respetuosamente; tal es el caso de Bobadilla, Bremón y Navarro Ledesma.

El cubano Emilio Bobadilla tuvo con Leopoldo Alas sus más -buena amistad, cartas entre ambos, elogios críticos recíprocos- y sus menos -alusiones despectivas por escrito y chismorreo mentiroso que condujeron a la ruptura, polémica de tono muy insultante en las páginas del semanario Madrid Cómico a lo largo del año 1892 y, por último, un duelo- pero ahora, cuando recibe en París la triste noticia, se apresura a escribir, con destino al Madrid Cómico precisamente, cosa harto distinta a los artículos de años antes. Escribe Bobadilla para reconocer valores que Clarín poseía en alto grado -«ingenio sutil y mordaz, cultura extraordinaria, originalidad de estilo»-, para elogiarle en cuanto crítico -uno de los «más sagaces, más hospitalarios, más comprensivos y de más refinado gusto» con que han contado nuestras letras-, que alguna vez, sin embargo, frente a determinados escritores de nombradía se mostró poco explícito y demasiadamente respetuoso ya que «por razones mesológicas y de economía doméstica, como me dijo en una carta, no podía decir todo lo que pensaba de ciertos autores».

A José Fernández Bremón lo destacó Alas en 1900 como chroniqueur fameux, d'un langage très correct et auteur de beaucoup de contes pleins de talent et de fraîcheur charmante34. Se habían llevado bien hasta la ruptura de su amistad a fines de 1882 y desde entonces («ambos éramos tercos») no dejaron de molestarse recíprocamente: Bremón procuraba silenciar el nombre del enemigo y éste le apellidaba «crótalus Bremonensis»; a empeorar la situación contribuyeron las patrañas inventadas por la mala intención de algunos y que Alas creyó eran verdad. Fernández Bremón, que hace la necrología dentro de su muy leída «Crónica general» en La Ilustración Española y Americana quiere ser justo y ofrece ahora una estimación que tiene sombras y luces; entre las primeras, que Clarín fue crítico «muchas veces» injusto e irrespetuoso en sus burlas, que hizo daño y acaso alejó del cultivo de las letras «a mucha gente de valer», que «no todas sus censuras gramaticales [y Clarín fue insistente crítico gramaticalista] deben aprobarse». Lo que sí debe aprobarse, reconocer en Leopoldo Alas (según el cronista) es su pasión por las letras, tan «verdadera»; el ingenio «vivo y sagaz» del que hay muestra abundante en los paliques y el estudio que revelan sus críticas serias.

En 1899 Francisco Navarro Ledesma tenía veinte años y comenzaba su carrera literaria, que había de ser breve y no carente de brillantez; fue por entonces cuando estableció relación amistosa con Leopoldo Alas, de la que son testimonio algunos artículos del primero y cartas cruzadas entre ambos, relación que se rompería en 1897 a causa de unas alusiones poco favorables a Clarín que Navarro Ledesma firmaba en el semanario satírico Gedeón con el seudónimo de Calínez. No es ocasión de contar las vicisitudes de esta enemistad que tuvo en la escalera del Ateneo madrileño un imprevisto episodio: ante el asombro de los circunstantes Navarro abofeteó a Alas que por entonces (finales de 1897) actuaba como conferenciante en dicho centro. Poco más de tres años habían pasado cuando, a la muerte de Clarín, su ofensor compuso para la prestigiosa revista La Lectura la necrología titulada «Clarín (apuntes para un estudio psicográfico)», de «carácter informativo en cierto modo, y en otro respecto, psicológico»35. Se sirve el articulista del emparejamiento Clarín-Cánovas: dos poderosas personalidades que «tuvieron captada la voluntad de España mucho tiempo» y ahora, desaparecidas ambas, ¿quién llenará su hueco? Alas, «una verdadera maravilla por su nerviosa e incesante inquietud intelectual», estudiante siempre pues «no consentía que nadie se le adelantase en lo de estar a la última moda», fue una víctima de la actualidad, literaria sobre todo, tras cuyo apresamiento corría desalado, con detrimento para su obra más creadora ya que a esa actualidad, efímera y cambiante, sacrificó «los mejores dones de su ingenio». Psicológicamente Alas padecía, por su amor a la literatura, una especie de panliteraturismo a todas luces nocivo que le hizo, de una parte, mirar por encima del hombro como si fuesen gente ordinaria a los no-literatos y, de otra, confundir vida y literatura, de tal modo que «para él, un poeta ripioso era un enemigo jurado» y «la sosería literaria, el galicismo, los defectos sintácticos deberían estar castigados en el código penal». Con todo, su paso por la república de las letras no resultó baldío ya que

«espoleaba al viejo corcel castellano con los pinchos de su ingenio y lograba sacarle de su andadura matalona, y conseguía el milagro de hacer pensar en cosas espirituales a los boticarios de los lugares y a los aduaneros de las costas».



Hubo otras muchas necrologías, de ordinario sueltos breves y tópicos, anónimos en buena parte, que sólo prueban cómo la importancia del personaje exigía hacerse eco de su fallecimiento; en diarios, semanarios y revistas de muy variadas y distintas localidades -desde Muros de Pravia hasta Buenos Aires- aparecieron por aquellos días de junio unas líneas, cuando menos, de condolencia. Fue Bonafoux quien, como buen anarquista literario se llevó la palma de lo desagradable y hasta monstruoso al celebrar la muerte de Clarín en tanto otros colegas, enfrentados en vida con Alas, tuvieron la elegancia de deponer en esta hora su hostilidad; los amigos y compañeros de Oviedo así como otras muchas gentes en España prorrumpieron en alabanzas, arrastrados por la emoción de la irreparable pérdida. Tras ella, comenzaba la fama póstuma...







 
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