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La autenticidad religiosa de Leopoldo Alas

Yvan Lissorgues





Una campana, muy lejos, comenzó a tocar la oración de la tarde. Bonis, a pesar de su dudosa ortodoxia, se quitó el sombrero.


(Su único hijo, Ed. Austral, pág. 310.)                


... En «La Traviata», bien o mal, había amor y dolor, amor y muerte; es decir, toda la religión y toda la vida.


(Idem, pág. 319.)                


Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreverencia donde se podía admirar y amar una obra de Dios.


(La Regenta, Ed. Castalia, t. I, pág. 442)                


Estas tres frases que, en el conjunto de La Regenta (1885) y de Su único hijo (1890), pueden pasar inadvertidas, son en realidad un reflejo de la sensibilidad y del pensamiento religioso de Leopoldo Alas.

Quitarse el sombrero, cuando toca el ángelus, puede ser un ademán mecánico, sin más significación que la de cumplir con un rito consuetudinario. Pero quitarse el sombrero, en la soledad del campo, para quien siente el toque de ánimas como mediación con lo divino, es humillarse ante el misterio. Por otra parte, percibir el carácter hondamente espiritual de una obra artística tan profana como La Traviata, o amar (como es el caso del obispo de Vetusta) la obra de Dios que son los pájaros y admirarla incluso cuando éstos van volando en el templo del Señor, son muestras de una autenticidad religiosa enteramente libre de la cuadrícula de los dogmas y de los moldes petrificados de la costumbre.

Efectivamente, para Clarín, la religión fue siempre otra cosa que un conjunto de dogmas o de preceptos, muy otra cosa que una institución. Frente a la Iglesia española de su tiempo mantuvo durante toda su vida una posición fuertemente crítica, y no sólo durante los años de lucha militante por el libre examen y la libertad del período madrileño (1875-1882), no sólo durante la época naturalista en que nace La Regenta, sino también después de 1890, cuando su vida interior se orienta cada vez más hacia la búsqueda de valores espirituales. A sus ojos, el catolicismo español es responsable de la falta de sentimiento religioso auténtico, porque no hace más que perpetuar un rito meramente exterior y, a veces, ridículo. «Yo no tengo por pecado -escribe el fogoso periodista 'democrático' de 1876- burlarme de un Dios que se pone hueco con las alabanzas de un subdiácono malgré lui [...]. Lo esencial es creer en Dios y amarle sobre todas las cosas, lo del rito es accidental»1. En 1899, ya con más amargura que ironía, sigue denunciando «ese catolicismo español estrecho, materialista, formal y ordenancista [que] es un espíritu positivista y en el peor sentido de la palabra»2.

A pesar de lo que se pudo decir, Clarín denunció siempre la institución católica española y no vaciló nunca en atacar directamente en la prensa a varios ministros de la Iglesia, fuesen obispos o arzobispos, cuando le parecía que se portaban más como políticos que como santos pastores. Un aspecto muy importante de La Regenta es la pintura por de dentro de la «organización» clerical de Vetusta y del mezquino espíritu covachuelista (la palabra es de Clarín) que anima a todos los santos varones del cuerpo (palabras también de Clarín). En 1899, nuestro autor proclama con fuerza: «Hay que combatir esa seudo-religiosidad de los fanáticos e hipócritas, que pretenden acaparar la fe y el espiritualismo deísta»3. Esa Iglesia que quiere seguir imponiendo su dominación en todos los sectores de la vida española (la política, la enseñanza, la prensa...), que invoca al «Dios de los ejércitos», que pretende avasallar los espíritus y los corazones por imposición de una moral vacía y de pura fachada, ha olvidado «la vida, la sangre, la substancia» de la verdadera religión. No es más que «la cáscara vacía de una gran institución histórica»4, no es más que una «abstracción», es decir, según Clarín, algo que no vive y que no permite la vida del alma. Por mejor decir, es una ideología cristalizada que sólo funciona para mantener privilegios, «privilegios políticos y hasta económicos»5. A esa religión no le importa más que el culto; «la política no la mantiene sino para eso»6. «Idolatría», «paganismo», tales son los calificativos que a menudo emplea Alas para caracterizar esa oficinesca «religiosidad de papel timbrado», ese «cristianismo de librea y de Congresos»7.

Es inútil multiplicar las citas. Basta lo dicho para mostrar que la lucha de Alas fue constante y sin concesiones durante los veintiséis años de actuación pública en la prensa y también en la obra de creación. La Regenta es una acerba crítica de las costumbres clericales. Pero La Regenta y Su único hijo pintan unos hombres y unas mujeres que (aparte algunas excepciones que alcanzan singular relieve) se dicen y se creen católicos aunque viven como ateos perfectos, porque han perdido el sentido trascendente de la existencia. Ejemplo de ello, elegido entre muchos, podría ser el aya de Ana Ozores, Doña Camila, de quien dice el autor que «entendía el catolicismo como la Geografía» y que nunca pudo sentir «la dulzura de Jesús»8.

Se comprende, desde luego, que Alas fuera objeto de despiadados y a veces non sanctos ataques de todos los neos, mestizos, carlistas, integristas que, de una manera u otra, «escupieron» en lo que uno de ellos llamaba sus «nefandos escritos», cuando no en su «cara horriblemente fea»9.

Pero no se debe olvidar que nuestro autor condena también a los libres pensadores superficiales, los «capataces del libre pensamiento», como llama a ciertos intelectuales anarquistas, los «positivistas de escalera abajo», porque todos hablan de religión y de cristianismo sin haber estudiado nunca «estas intrincadas materias»10. Más generalmente, todos los que pretenden, como los positivistas, negar el misterio toman una falsa posición frente a la realidad, porque «sépalo o no, lo que más importa al hombre es lo que está detrás de lo que ve»11. Negar el misterio es tan sólo cerrarse los ojos.

Clarín, atacado por los neos, para quien es un peligroso hereje, y por los «libres pensadores», que le tildan de cura, se encuentra cada vez más solo e incomprendido en la España de su tiempo.

*  *  *

¿A partir de qué concepción religiosa emprende Clarín ese combate que le parece tan necesario? «Esta Iglesia espiritualmente huera pero de organización formidable, sólo puede ceder al embate de un impulso realmente religioso». No, estas palabras no son de nuestro autor, sino de Antonio Machado12, otro discípulo de Francisco Giner de los Ríos, por ambos llamado «queridísimo maestro» y «padre espiritual». Pero es curioso notar que Clarín había escrito explícitamente lo mismo veinte años antes: «Cuanto más religioso se sea (y yo no creo racional ningún modo de vivir, no siendo profundamente religioso) más repugnante es el espectáculo de estos míseros positivistas prácticos y vulgares apoderados de la cáscara vacía de una gran institución histórica»13. Hay que luchar contra la «madera» de la institución precisamente para liberar la verdadera espiritualidad.

Es de observar que si durante los años de juvenil militancia democrática, el periodista proclama con fuerza en las columnas de El Solfeo y de La Unión que catolicismo y liberalismo son inconciliables, pasando los años se matiza su posición porque, en fin, el catolicismo en sí no es responsable de esa forma medieval que conserva todavía en España. La historia y la actualidad ofrecen varios ejemplos de católicos auténticos que han sabido reunir en santa armonía el pensar, el sentir y el hacer. Respeto y afección le inspiran Moreno Nieto, católico y conservador pero que «quería armonizar, aquí en España, el ideal cristiano y la vida moderna»14; el Padre Zeferino González y, sobre todo, el obispo Sanz y Forés. Este último fue uno de los maestros de su alma, despertó en él «la emoción religiosa, sobre todo la de caridad»15. Al Don Benito Sanz y Forés de la adolescencia el novelista L. Alas le da vida literaria en el obispo de Vetusta. Fortunato Camoirán, que cuando predicaba «llamas de amor místico subían de su corazón a su cerebro, y el púlpito se convertía en un pebete de poesía religiosa cuyos perfumes inundaban el templo»16. Los dogmas, los preceptos no impedían en Fortunato (Don Benito) el libre vuelo del alma hacia el bien y hacia la pureza espiritual. En efecto, «el catolicismo, cuando no es sinónimo de reacción, de imposición doctrinal y política, de intransigencia y ceguera en la polémica, es una de tantas hipótesis sociales, religiosas, políticas, filosóficas y artísticas que lucha legítimamente en la vida espiritual de los pueblos civilizados de veras»17.

La cita anterior revela claramente que, para Alas, el catolicismo no es la Verdad absoluta, es tan sólo «una hipótesis» que se debe acatar porque es un ingente esfuerzo del espíritu humano para liberar al hombre de la materia. El cristianismo es «la santa idealidad humana en busca de lo divino»18. Esta concepción abierta y progresiva de la búsqueda de lo divino, búsqueda que tiene como base la doctrina y el ejemplo de Jesús, cuya personalidad y voz «es algo único en la historia»19, muestra que la enseñanza de clon Francisco Giner permanece siempre viva en el espíritu de nuestro autor, cuyo pensamiento se enriquece, a partir de 1890, con toda la reflexión filosófica y metafísica europea del último cuarto del siglo XIX. Las obras de Carlyle (a quien descubre sólo en 1892) de Renan, Tostoi, Renouvier, Boutroux, Strauss, Africano Spir, etc. (filósofos que, de una manera u otra, contribuyen al renacimiento del espiritualismo) son sus lecturas predilectas. La influencia de Renan fue particularmente importante, pero parece que el pensamiento del autor de La vida de Jesús fue más el catalizador de una reflexión personal ya muy madura que un verdadero descubrimiento.

De todas formas, lo que a primera vista se impone es el carácter antidogmático de un espíritu que, por lo demás, desconfía de cualquier sistema. Hace decir a Bonifacio Reyes, el protagonista de Su único hijo, que en la Biblia hay cosas que no se pueden tragar, como «el pecado que [pasa] de padres a hijos» o aquel «Josué parando el sol... en vez de parar la tierra»20. En un artículo habla del infierno, inventado «para los rojos»21; en otros, evoca el Purgatorio o la cuestión (para él tan preocupante y no resuelta) de la divinidad de Cristo22. El dogma es invención humana, a veces irrisoria, pero en todo caso no es palabra revelada. Por eso, Alas dice, en 1889, que «en conciencia no puede llamarse católico»23. Para él, en efecto, «El espíritu religioso es una tendencia ante todo, un punto de vista, casi pudiera decirse una digna postura, la postración ante el misterio sagrado y poético; no es, como creen muchos, ante todo una solución concreta, cerrada, exclusiva»24.

Pero este carácter abierto de la religiosidad de Clarín es todo lo contrario del diletantismo religioso también de moda en ciertos sectores del decadentismo europeo finisecular. Para quien en sus meditaciones «de cada tres horas dedica por lo menos dos a estas grandes cuestiones»25, la preocupación espiritual es algo fundamental, esencial, tanto más que debe conducir a la constante búsqueda del bien, o sea, a la armonía entre el pensar y el obrar que es fuente de la autenticidad humana. Esta religiosidad, libre de trabas dogmáticas, sólo reconoce principios superiores, como la caridad, la bondad, el amor al prójimo..., sentidos y vividos en su dimensión trascendente. El amor a Dios es, primero, amor al Bien y, desde luego, amor a los hombres, a todos los hombres. La primera manifestación del amor a los demás es la tolerancia. Por eso (y es tan sólo un ejemplo) considera que, a pesar del abismo que le separa del marxismo, es «casi un ideal» para él «departir con los obreros socialistas» para escucharlos e intentar comprenderlos, pero también para «atraerlos al aspecto moral y religioso de la cuestión social»26, para que un día «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una Idea»27. (Lo mismo dirá Antonio Machado... en 1918: «La fraternidad [es] amor al prójimo, por amor al Padre común»28. Para que la palabra cordial tenga su verdadero sentido, su sentido esencial, es preciso que cada corazón se sienta en relación directa con lo divino para que se establezca esa trascendencia horizontal en que comulguen todos los hombres. Desde luego, las revoluciones, la desde arriba como la desde abajo, pueden ser necesarias como mutaciones históricas, pero el verdadero problema permanecerá planteado mientras el hombre, el cada hombre, no se encamine hacia su propia mejora interior.

A pesar de la aberración moral en que viven los hombres, cuya auténtica humanidad parece disuelta en esos falsos motores de la sociedad que son la codicia, la envidia, la corrupción, la lujuria..., queda la esperanza. Tanto en el triste mundo de La Regenta como en la repugnante humanidad pintada en Su único hijo permanece la lucecita del bien (o sea, de la autenticidad humana), vacilante, arrinconada, pero siempre presente, representada por el bueno de D. Fortunato Camoirán o por el patético (o ridículo, según como se mira) Bonifacio Reyes. El frágil símbolo que vienen a ser los dos personajes autoriza cierta esperanza en el mejoramiento futuro del hombre.

Y, en fin de cuentas, el camino de perfección de la humanidad lo enseña el cristianismo..., el verdadero, el de los orígenes: «Jesús, al decir que su reino no es de este mundo, abandona la coacción, el poder exterior, mecánico, político, y va a la conquista de la sociedad por el único camino seguro, por la perfección de las almas»29.

Esa vuelta al Evangelio, la Iglesia católica la iniciará, no sin vacilaciones, no sin reticencias, en el Concilio Vaticano II, en 1962..., pero, algunos años después, la alta jerarquía eclesiástica pondrá en tela de juicio algunas de las conclusiones del Concilio: ¡las más evangélicas!

Así, Leopoldo Alas, solitario e incomprendido en su época, resultaría todavía hoy «de dudosa ortodoxia». Por eso, la autenticidad de su religiosidad, divina, humana y cordial sigue siendo ejemplar y, es de suponer, seguirá siéndolo.





 
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