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Los artículos publicados en «Las Novedades» Nueva York, 1894-1897


Leopoldo Alas






ArribaAbajo20 de septiembre, 1894

Mientras en otros países fatiga al crítico la abundancia de libros nuevos, algunos excelentes, muchos medianos y malos infinitos, en España, por ahora, la escasez de lo bueno, y aun de lo pasadero, es lo que pone en un brete al que tiene obligación de hablar del movimiento de las letras castellanas.

El vulgo se ha hecho escritor, y lo que está pasando es semejante a lo que sucedería en un teatro donde los espectadores, todos cómicos aficionados, asaltaran la escena y se pusieran a declamar junto a los verdaderos actores, ahogando la voz de estos, dejándolos como perdidos entre la multitud profana que llenaría las tablas.

El aficionado, en otro tiempo, se contentaba con leer, imitar y permanecer inédito; hoy lee poco, y se dedica al monólogo en letras de molde: nadie atiende a nadie, pero todos hablan... Así andan llenos esos periodiquines callejeros de firmas nuevas que ni siquiera tienen la gracia falsa de la extravagancia. La necedad jamás ha tenido en las letras españolas peor carácter, porque se ha hecho prudente, comedida, correcta y estos necios, escritores, le dan un chasco al lector necio... si por casualidad hay tal lector, siquiera sea necio. Corre pareja con la necedad sosa la ignorancia que se ignora a sí misma. ¡Qué periodistas se estilan! ¡Qué críticos pelechan! Lo único que ha descubierto la gente nueva es que no se ha de tener respeto a la fama bien adquirida: ¡viva la ignorancia iconoclasta!

Mas, dejo las lamentaciones. Hablemos de lo poco digno de mención.

En poesía lírica, después de Dolores, la hermosa colección de elegías de Balart, no se ha publicado cosa de gran provecho. Debe mencionarse el libro Chispas de Manuel del Palacio, no por lo que valga el libro, sino por el crédito del autor.

Chispas es una colección de composiciones muy cortas publicadas, generalmente, en Los Lunes del Imparcial, donde Manuel del Palacio tiene a su cargo una sección fija a la que ha puesto ese título. No pocas de esas gacetillas en verso, que es lo que vienen a ser, justifican su nombre, pues son chispeantes, en efecto: aun las que tienen poca gracia, o ninguna, se suelen distinguir por la correcta versificación; aunque prosaicas muchas por el asunto, triviales por la idea, dejan adivinar, detrás de la insignificancia de que casi hacen alarde, la pluma de un poeta capaz de mucho más graves empeños y que hasta cuando duerme tiene buen oído.

Sin embargo, creo que la justicia y la buena intención piden que se aconseje a Manuel del Palacio que emprenda trabajos de más lucimiento. Si está cansado, descanse; pero si no quiere descansar trabaje de veras, como poeta. En el Diario Cómico de Felipe Pérez, que durante dos años publicó la Correspondencia de España, no están mal esos asuntos gacetillescos, esas noticias del día versificadas; pero M. del Palacio no debe gastar sus facultades en tan parva materia. Los Xenien de Goethe y de Schiller eran muy otra cosa, y aun tales como eran son, muchos de ellos, de lo que menos honra a sus ilustres autores. Los epigramas de Marcial, las Humoradas de Campoamor, son chispas poéticas, siempre literarias, artísticas, no como las de Palacio que en su mayor parte pierden todo interés en cuanto pasa la semana en que se verificó el suceso que cantan.

También he de recordar un libro de versos del muy gracioso poeta cómico Sr. López Silva. Titúlase, si no me es infiel la memoria, Los barrios bajos y está dedicado todo su asunto a pintar las costumbres y en particular el lenguaje de cierta clase del pueblo de Madrid, cuya vida y estilo oratorio viene hace un siglo y más mereciendo la atención y el estudio de algunos escritores y pintores, y aun músicos, buenos, y de muchísimos medianos y malos.

El género chulesco o flamenco, que es el de la moderna picardía, no es por sí mismo merecedor del anatema que sobre él lanzan muchos. Lo malo está en el abuso y en el mal empleo y en las groserías y en las imitaciones insípidas o desfachatadas en que suele venir envuelto.

Pero con tino y en cierta medida, y sin caer en la desvergüenza, debe cultivarse esta clase de literatura, lo mismo en el teatro que en la lírica, el cuento, etc., etc., por aquellos poco dotados de adecuadas facultades. Los chulos de don Ramón de la Cruz son tan artísticos como pueden serlo los beocios y atenienses de Aristófanes; en muchos sainetes de Ricardo de la Vega y de otros lo flamenco es muy legítimamente cómico, y cómico español neto. Cuando es así, no hay para qué mirar con desdén ni menos con mal humor este género que, si pudieran comprenderlo, aplaudirían los extranjeros, sobre todo los de aquellos países más adelantados que van siendo los menos capaces de producir algo nacional y peculiar en poesía.

López Silva es en el cuadro lírico, cómico y de costumbres, lo que Vega en el sainete. Tal vez Silva ha estudiado los barrios bajos con más atención que Vega. Además, el colaborador de Madrid Cómico tiene también cualidades de observador, y la imitación, un poco exagerada, del lenguaje altisonante y disparatado de la chulería es en sus diálogos rimados de bastante mérito, y el único defecto, acaso, está en la excesiva pimienta de algunos rasgos, muy gráficos pero demasiado fuertes. Los barrios bajos no es un libro para leído de un tirón; el asunto parecería monótono, y el lector, cansado de tratar con tanta gente baja, experimentaría cierto disgusto que se evita saboreando en dosis prudentemente divididas los chistes y las descripciones de López Silva.

Lo mismo Chispas que Los barrios bajos pertenecen a un género urbano de carácter cómico, de asunto vulgar que también cultivan ahora, allá por Francia, ciertos continuadores e imitadores de Copée, v. gr. Santiago Normand, que en su reciente libro de versos La muse qui trotte, prescinde, como se ve, de las alas del Pegaso, para inspirarse en la vida corriente de la calle; y por cierto con no poco ingenio, como lo prueba su poesía de «Los coristas».

A falta de pan... borona; preferible sería que a Dolores hubiera seguido, por ejemplo, el tan conocido Luzbel de Núñez de Arce, y que fuera el poema digno de su autor, o que después de las elegías de Balart hubiéramos podido saborear nuevas doloras o pequeños poemas del poeta asturiano; pero no ha sido así, y hay que consolarse pensando que la poesía no es como la higuera que da dos veces al año, y que al fin más vale que nos den versos de no muy altos vuelos, pero discretos y que suenen bien, que versos invadidos por una plaga decadentista, como la que empieza a devastar los campos ex-vírgenes de América.

No es mi ánimo tratar hoy, en el poco espacio que me queda, de letras americanas, como pienso hacer a menudo; pero diré deprisa y corriendo que no auguro nada bueno de las corrientes que sigue cierta parte de la juventud literaria americana imitando lo menos digno de imitación, las locuras de algunos decadentistas franceses que quieren suplir el ingenio que Dios les ha negado con ridículas contorsiones y flato rítmico. De estos reformistas de París, los más osados, sin gusto y pedantes, he recibido estos días algunos libros en verso que me hacen insistir en mi propósito de aconsejar a los americanos que no imiten semejante cosa. Un tal Tailhade, v. gr., atrevidillo y revoltoso, sin prudencia ni respeto a nada, acaba de publicar nueva edición de una cosa que llama él Au pays du mufle donde se habla más de diez o doce veces del olor de los pies (¡puf!) y otras incidencias. Contra los fueros del estómago no hay decadentismo que valga.

Por ahora los americanos no imitan estas porquerías; están en el período de lo azul todavía, cultivan el género alado y de la admiración adjetivada. Escriben letanías profanas y tan contentos. Los antiguos parnasistas no querían fondo sino forma; estos decadentes biconvexos no quieren ni forma ni fondo; no quieren más que suspirar y pasar revista de comisario a la jardinería universal.

A mis manos llegan varias revistas nuevas de América en que esta poesía de sinsonte disfrazado de gorrión parisiense se cultiva con gran ahínco.

Yo aconsejo, con la mejor buena fe, a periódicos tan bien intencionados, como Las Cuartillas, La Revista Azul (de Colombia), La Revista Gris y La Pluma, que no sigan el ejemplo de los cenáculos de poetas imberbes de París, que ya egotistas intransigentes, ya anarquistas, ya socialistas, ya con iglesia cerrada o sin iglesia, trabajan por poner en ridículo una restauración de idealismo que en manos de gente más seria y talentuda es cosa muy digna de respeto.

Ya no tengo hoy tiempo para decir lo que hay por aquí en punto a novela y a teatro. Sólo dos palabras.

Galdós acaba de publicar Torquemada en el Purgatorio, segunda parte de una novela que tendrá tres, con un título particular cada una. El avaro Torquemada es ya una de las figuras más sólidas y verdaderas del gran teatro social de Galdós, pero la ocasión de juzgar los libros dedicados a pintarnos la vida del amigo de doña Lope no ha llegado todavía. Aguardemos a que Torquemada se las vea, en el próximo volumen, cara a cara con San Pedro.

Entre las muchas novelas publicadas en estos últimos meses merecen ser citadas a lo menos Adán y Eva, de la señora Pardo Bazán (que también ha dado a luz una colección de cuentos, algunos excelentes) y El origen del pensamiento, de Armando Palacio. En general, la novela actual española se resiente, lo mismo que la francesa, la italiana y la inglesa, de cierta repetición vegetativa, que es signo de pobreza fisiológica, de atraso morfológico, según ilustres naturalistas.

El teatro... descansa; duerme el sueño de muchas noches de verano. Para la próxima temporada la novedad más notable que se espera es la atrevida empresa de María Guerrero que, remozando en lo posible el vetusto caserón que se llama Teatro español, se dispone a trabajar con propia iniciativa en pro del arte escénico, ayudada por sus facultades, sus esperanzas, algunos compañeros de buena voluntad y algún autor tan ilustre como don José Echegaray. Mas como he de decir en otras ocasiones muchas cosas acerca de esta noble aventura de la inspirada y valiente actriz, por hoy nada más añado y me despido hasta dentro de quince días.




ArribaAbajo1.° de noviembre, 1894

Aunque empieza otoño, la vida literaria no se reanima; no se anuncian libros interesantes, y sólo en la próxima campaña teatral ponen algunos ciertas esperanzas, y no pocos barruntan desengaños. Pero de algo que con las letras tiene relación íntima se habla y escribe mucho estos días, y por causa de esta relación he de tomarlo en cuenta, sin tener que apartarme del asunto propio de estas revistas.

Me refiero a las reformas de la segunda enseñanza, improvisadas, que así puede decirse, por el Sr. Groizard, Ministro de Fomento, distinguido hombre público, jurisconsulto, diplomático, según creo, pero que jamás había mostrado particular afición a los problemas de la enseñanza. Dicen por ahí que el Sr. Groizard se encargó de la cartera de Fomento porque no le tocó la de Gracia y Justicia, que desempeñó años atrás y que él prefería; se añade que este dignísimo abogado del ilustre Colegio de Madrid pasará pronto, en cuanto pueda, a la presidencia de un Tribunal muy excelso, pero nada pedagógico. Siendo todo esto así ¿por qué quieren los hados y los viceversas, que diría Fray Gerundio, de esta pobre España, que un hombre en tales condiciones sea el que se atreva a volver lo de arriba abajo una vez más en la asendereada y nunca de veras atendida enseñanza pública?

Sean buenas o malas las reformas de Groizard, que de todo tienen, son nulas desde luego por improvisadas, por desautorizadas, por impuestas, puede decirse, en cierto sentido.

El ministerio de Fomento, por lo que a la instrucción pública se refiere, tiene para el porvenir de España tan particularísima importancia, que debiera hacerse de él un ministerio nacional, aparte de toda política, con intervención, trabajo y entusiasmo de todos; porque es cuestión de vida o muerte para las próximas generaciones salir de este estado absurdo, imposible, en el cual las clases medias van arrojando, como a la sima del hombre, al abismo de los vanos títulos profesionales, a una juventud a quien ni se instruye y educa de veras, ni se le prepara modo de ganar el sustento. Porque hay dos graves males en las carreras que facilita el Estado: el primero que no dan pan; el segundo que no dan ciencia. Menos malo ser sabio y morirse de hambre; pase por comer bien y saber poco: lo insoportable es no tener trabajo ni servir para él. Nuestros licenciados se encuentran sin ocupación al cabo la carrera; pero en cierto modo más vale así, porque si la tuvieran no podrían desempeñarla airosamente. A este resultado contribuyen muchas causas, entre ellas una muy poderosa que merece llamar la atención, aunque sólo sea por el nombre extraño que lleva. Se llama aquí benevolencia el hecho muy generalizado, casi universal, de que los profesores encargados de certificar de la aptitud de los examinandos declaren que son hombres de ciencia los que demuestran que no saben una palabra. Al que se opone a esta dulzura de las costumbres nacionales se le llama Quijote. Mientras Sancho Panza sea gobierno no hay reformas, códices ni bifurcaciones que valgan para mejorar la instrucción pública.

Si el aspecto económico y social de la cuestión no importa a estas revistas puramente literarias, sí interesa el que mira a los estudios como preparación para la vida de las letras españolas. En este sentido las reformas de Groizard más bien serían útiles que perjudiciales, si hubieran venido con la preparación debida y rodeadas de las circunstancias que pudieran hacerlas fecundar.

Por lo pronto debieran ser una obra nacional, bien reflexionada, estudiada, madurada por el país, discutida en los periódicos, en las revistas, en el libro, en los Ateneos, en las Cortes principalmente; sólo puede ser eficaz como reforma, en el sentido de dar amplitud y orden pedagógico a la cultura literaria y científica de nuestros jóvenes de los institutos, cuando el pueblo mismo esté convencido de la necesidad de estudiar más y de otro modo, gastando en ello más atención, más tiempo y... más dinero. Entonces podrá haberse preparado la nación para la verdadera segunda enseñanza poseyendo un profesorado que tenga el necesario aprendizaje pedagógico, que sepa enseñar, y que tenga qué enseñar, es decir, que sea realmente literario y científico. Pero no se olvide una cosa; que con catedráticos que cobran menos que los porteros de un ministerio no se restaura la ciencia y las letras de los Vives, Nebrijas, Morales, etc., etc.

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Tiende la reforma de Groizard a distinguir los estudios de cultura general de los que ya sirven de preparación a ramos especiales de la actividad intelectual; es esta la solución, ya vieja fuera de aquí, que se suele llamar bifurcación de los estudios. Tiene de bueno y tiene de malo; en otros países ha probado unas veces bien y otras mal; pero en comparación de lo que teníamos nosotros significa un progreso. Es natural que los jóvenes que hayan de consagrarse a carreras en que predominen los estudios literarios y los de las ciencias llamadas morales, insistan más que los destinados a ingenieros, militares, arquitectos, industriales, etc., etc. en el conocimiento de las humanidades, de los clásicos, de la pura filosofía, de las lenguas sabias; así como es corriente que el machacar y ahondar en la física, la zoología, la geología, las matemáticas, etc., etc., se deje para los que han de entendérselas con la naturaleza quae numero, pondere et mensura constat.

Lo malo será que por culpa de profesores, planos, libros, instrumentos, etc., etc., los chicos no aprendan ni a declinar el quis vel qui ni a explicar el binomio de Newton o siquiera el de ese Sr. Fabié, que también creo que fue Ministro de Fomento, porque aquí es ministro de Fomento el que quiere, aunque no sea capaz de ganar una cátedra.

Lo cierto es que nuestra literatura necesita de toda necesidad, generaciones jóvenes algo más instruidas en letras divinas y humanas que las que van presentándose en el palenque de Minerva.

En todas partes nos llevan ventaja los escritores jóvenes, y no es por mayor ingenio, por más disposiciones naturales, sino por las ventajas que da el oportuno lastre de ciencia y letras que la Universidad, y otras instituciones, difunden en Alemania, Francia, Inglaterra y hasta Italia, Rusia y los Países del Norte.

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Tristeza, además de admiración, me causaba contemplar pocos días hace al doctor Arturo Farinelli, un italiano de 27 años que venía a verme de parte de nuestro ilustre Menéndez y Pelayo (un español que se educó él solo como un extranjero) y venía con esta recomendación del querido condiscípulo mío. «El señor Farinelli es una de las tres o cuatro personas que saben en Europa de literatura española. Su libro de Lope de Vega es uno de los mejores que se han escrito acerca del poeta». Y, en efecto, leyendo cierto trabajo del señor Farinelli acerca de las primeras relaciones intelectuales de Italia y España, y oyéndole hablar horas y horas de nuestros clásicos, del seicentismo italiano y el gongorismo, y del estado actual de las letras europeas, que conoce en todos los originales, me convencí de que se trataba de todo un sabio... de 27 años. ¿Era un ser privilegiado este Farinelli? No: era una muestra de lo que en otras partes es la flor y nata de la juventud estudiosa. ¿Gracias a qué? Gracias a la Universidad, principalmente. Quiera Dios que con reformas algo más pensadas y hondas y trascendentales que la del señor Groizard lleguemos algún día a enviar al extranjero Farinellis españoles que puedan admirarnos en otros países.

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De poesía lírica nada nuevo. De novela tampoco. El teatro empieza a revivir, pero sin nada original y nuevo todavía. En Barcelona una traducción que gustó, en que La Mojigata de Moratín, le ha valido al insigne difunto un varapalo de la gacetilla militante; por lo visto intrigas de Comella; cosa de chorizos y polacos rezagados.

En la Comedia, donde ha sustituido a la Guerrero, a Cobeña, hermosa y joven actriz, se ha estrenado una obra de un principiante, el señor Benavente, titulada El nido ajeno. Parece ser, según la crítica al minuto, que la comedia es tan mala que no se puede resistir; pero que el autor revela que es de la madera de los poetas dramáticos. Por lo visto revela eso en otras comedias que tiene en casa y que habrá leído a los críticos en familia.

Sin embargo, yo no prejuzgo nada. No sé si es buena o mala la comedia del señor Benavente. La prensa dice que no le gustó al público. Pero vaya usted a saber la verdad. Cuántas veces dice que le gustan... y no le gustan.

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Como las obras del Teatro Español no estarán terminadas hasta enero, la compañía de María Guerrero empezará a trabajar a fines de este mes en La Princesa. Se anuncian varios estrenos: v. gr. María Rosa, de Guimerá; Los Condenados, de Galdós (pero esta por Mario); una obra de Echegaray, otra de Núñez de Arce... y hasta se ha hablado de comedias de la Pardo Bazán, de Pereda... y aun mías.

Mariano Cavia anuncia una: una revista cómica para Eslava de Menéndez y Pelayo.

Puede.

¿No ha reformado la Segunda Enseñanza un abogado del ilustre colegio de Madrid?

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De los muchos libros que he recibido de América en estas últimas semanas, sólo tengo espacio para mencionar dos. Esto nada quiere decir contra el mérito e interés de los otros, de algunos de los cuales hablaré otro día.

Variedades se titula una nueva colección de artículos cuyo primer tomo publica en Bogotá el Sr. don Rafael M. Merchán, muy distinguido escritor cubano, según creo recordar, que vive y escribe en Colombia. El Sr. Merchán es, a mi juicio, entre los jóvenes literatos de la América española, uno de los más juiciosos, reposados, sesudos, de más escrupulosa conciencia de erudito, y en general sus ideas me parecen equilibradas, prudentes y fecundas. Trabaja mucho, con seriedad, con entusiasmo contenido, y por estas y otras buenas condiciones me recuerda algo el noble catalán Ixart. Como este tiene en general poca gracia y desciende a cierto género de asuntos y pormenores que lindan con la crítica de cominos. ¡Pero qué periodista estará inocente de tal pecado! Con ese mismo Fray Cardil con quien Merchán contiende a barbarismos, he tenido yo in illo tempore tiquis-miquis de amor propio. La edad le irá separando al Sr. Merchán de esas contiendas.

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El señor don J. León Mera publica una Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana, desde su época más remota hasta nuestros días. El libro tiene más de 600 páginas y el autor lo llama opúsculo con una modestia aterradora. Es uno de esos libros que es lástima que no lo haya escrito otro. Quiero decir, que el asunto merece atención, estudio, que el autor lo ha comprendido así y ha reunido muchos materiales... pero es un señor que no pasa de la más vulgar crítica ramplona y pseudo-clásica, que escribe con pretensiones pedantescas de purista, muy incorrectamente, párrafos gárrulos, llenos de solecismos y de cosas insignificantes. En fin, en plata, se trata de un libro muy malo, de literatura histórica... que es histórica pero no es literatura. De esta Ojeada, digo, pues: que cierre el ojo el Sr. Mera y que mire otro que vea mejor, y en menos palabras.




ArribaAbajo22 de noviembre, 1894

Grilo acaba de publicar una colección de poesías escogidas, con el título Ideales.

Si las palabras no significaran nada o significaran cualquier cosa, Grilo sería un excelente poeta. En efecto, tiene oído... para tararear endecasílabos y seguidillas. Pero las palabras propiedad del lenguaje no se han escrito para él. No es incorrecto, no; es... impropio. No dice lo que quiere decir, sino otra cosa que no tiene sentido, pero suena bien.

Pero si Grilo es menos poeta que Manuel del Palacio, tiene en cambio mucha más correa. Palacio se me enfadó a mí porque le llamé 0,50 de poeta, y Grilo, después de haber yo puesto en solfa mil veces sus Ermitas y otras composiciones suyas, se llama sin empacho mi amigo y con la mayor cordialidad me trata y a mi lado toma café y hasta me honró una vez contribuyendo a cierto banquete con que me obsequiaron unos amigos. Y esto lo hace desinteresadamente, sin segunda, porque demasiado sabe él que yo no he de cambiar de juicio ni de gusto por muchas veces que tomemos café juntos.

No, no le adularé. Quod scripsi, scripsi; pero sería ya quijotismo insistir ahora en buscarle dislates y ripios a un poeta la mayor parte de cuyos versos, ahora de nuevo coleccionados, han servido para mi crítica satírica hace mucho tiempo.

Que a mí, en general, no me gustan los versos de Grilo, es cosa que por sabida se calla, o, por lo menos, no se repite; pero también es un hecho que el poeta cordobés tiene muchos sinceros admiradores y particularmente entre una clase de público muy digno de ser complacido: el de las mujeres guapas, jóvenes y elegantes. A D.ª Emilia Pardo Bazán es muy probable que no le entusiasmen los versos de Grilo, pero otras damas no menos distinguidas con la mayor buena fe creen, como parece creer Isabel II que lo escribe y lo firma, que Ideales es un monumento de gloria para la patria. Por cierto que la carta autógrafa de la abuela del rey de España tiene varias faltas de ortografía, que el cortesano más refinado no puede achacar a los cajistas (se trata de un autógrafo). Verdad es que en la portada de Ideales, cuya edición es de París, se lee obras escojidas, así, con j en vez de g. Pero ni a Grilo ni a los descendientes de muchos reyes se les puede exigir que escriban como un maestro de escuela incompleta y de paga más incompleta todavía.

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También en París, en casa de Garnier Hermanos, y ya con la fecha de 1895, acaba de publicarse un elegante y muy lujoso tomo titulado Poesías 1880-1894, cuyo autor es don Francisco Soto y Calvo, de Buenos Aires, según tengo entendido. El Sr. Soto parece joven y cultiva el verso castellano con entusiasmo y respeto de nuestra buena tradición retórica, no con ese desprecio silvestre de algunos decadentistas de hogaño. No siempre es correcto su lenguaje, y algunos de sus galicismos son imperdonables; pero en general su dicción es fácil, numerosa y si a veces algo prosaica, casi siempre noble y bien entonada.

Describe en ocasiones con feliz expresión y cierta originalidad, como se ve, v. gr., en el soneto del Remanso.

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Valbuena me remite el 2.° tomo de sus Ripios ultramarinos.

Es claro que yo no he de defender uno por uno sus juicios, ni menos su manera de exponerlos, que pocas veces deja de ser gráfica y graciosa, pero no siempre es cortés y comedida...; en general sus Ripios representan la causa del buen gusto y del buen sentido contra los desafueros de la sandez intercontinental.

Sí, es la verdad, la pura verdad: en América (como en España, aunque algo nos vamos corrigiendo) pasan por poetas muchos que ni siquiera tienen sentido común cuando escriben.

Si la crítica de Valbuena es excesiva, téngase en cuenta que obedece a la ley natural de toda reacción... tiene que ir muy lejos para ser justo reflujo de la marea de la adulación y de los elogios disparatados a que han contribuido hasta hombres de talento y de gusto.

Francamente, todo lo que se diga de Hipandro Acaico es poco...

Y a propósito de Valbuena.

Hace algún tiempo recibí un folleto en que un escritor americano, cuyo nombre no recuerdo, pretendía burlarse del autor de los Ripios aplicándole a él el mismo género de crítica que Valbuena emplea contra los malos poetas de uno y otro continente. La diferencia está en que Valbuena es listo, hombre de gusto, sobre todo en materia retórica, y el otro, el desfacedor de entuertos, un espíritu soso, sin arte, sin juicio, cuya poca habilidad llegaba a pretender que se podía ensayar en Fray Luis de León la misma clase de censura que en cualquier sinsonte de los trópicos.

Supongo que Valbuena no habrá contestado al defensor de los ripios de ambos hemisferios. No merece más que el olvido. Y bien sabe Dios que yo le hago justicia.

*  *  *

A título de curiosidad, y sólo así, voy a decir algo de un folleto publicado en Gernika, que por mi cuenta ha de ser Guernica, en el cual su autor se propone reformar la ortografía en el sentido simplista de que las letras no tengan más que un sonido cada una y de que para cada sonido no haya más que una letra, como si la escritura no fuera representación más que de sonidos. El fonetismo y la pedagojia se titula este opúsculo del señor don Onofre A. de Neberán.

Todos los que trabajan en tentativas de este género olvidan una porción de cosas o tal vez no se han tomado el trabajo de aprenderlas ni sospechan que existen. El deber de la crítica en frente de estas reformas de la grafomanía es no tomar en serio jamás tales pretensiones revolucionarias, y ya pecaba contra esto el ilustre Max Müller cuando en sus célebres Lecciones sobre el lenguaje discutía muy grave con el famoso don Sinibaldo Mas (un grafómano que tuvimos de embajador en China) el cual quería crear un idioma universal, como pudo antojársele que todos nos pintáramos de negro o de amarillo. El volapük, el mismo folk-lore con las exageraciones a que dio ocasión, y con la falta de criterio científico de muchos de sus propagandistas, y estas revoluciones ortográficas, y otros caprichos análogos, como el de un señor aragonés que todo lo español lo saca directamente del griego, y como la antigua manía de los panvascófilos, son plagas literarias, ingerencias de la vanidad osada e ignorante en los más arduos asuntos sociológicos, y ni siquiera se deben discutir tales pamplinas, siendo lo más sano burlarse de ellas sin contemplaciones, y emplear la sátira en mostrar que sólo se trata de cosas pertenecientes a la teratología.

Las más poderosas razones que hay para rechazar esas innovaciones absurdas no están al alcance de los que las proponen, como al que fuera cogido al presentarse en mangas de camisa en un banquete de diplomáticos no se le podría censurar de que faltaba a la educación, pues sólo hombre que no tuviera idea de ella se presentaría de tal modo. En el hecho de dedicarse a tan ridículas extravagancias se prueba que se es profano en los verdaderos estudios literarios... sin contar con las tuercas que faltan en tales molleras.

Pero si estos revolucionarios no merecen los honores de la discusión, que sería inútil con ellos, otra cosa es advertir a la parte incauta del público contra la peligrosa apariencia de racionales con que tales teorías pueden presentarse ante un examen superficial y de personas de todo punto indoctas.

No sólo son peligrosas, para los poco letrados, las teorías de estos revolucionarios de la lengua; más peligrosos todavía son los ejemplos. Porque a personas que no están muy seguras de su ortografía pueden hacerles olvidar la poca que saben libros como el de Neberán, que en resumidas cuentas, están escritos como el francés de las criadas de servir... francesas, que han descubierto hace muchos siglos el arte de escribir su lengua como suena.

También deben huir de estos innovadores los pueblos que hablan y escriben castellano poco rodeados de circunstancias que puedan contribuir al olvido o adulteración del lenguaje propio.

Sin ánimo de ofender a nadie, diré que americanos y catalanes, por ejemplo, caen muy fácilmente en el barbarismo inadmisible; tienen muchas veces superior conocimiento reflexivo del idioma y sin embargo, prácticamente le son más infieles que otros escritores que más por instinto que por estudio lo dominan con graciosa y fácil corrección y soltura.

Pues en esto de la ortografía puede suceder lo mismo. ¡Ay de nosotros, ay de todos, si en Cataluña y en América dieran en la flor de escribir K por C y otras lindezas por el estilo que dan al librito de Neberán citado el aspecto de una gallarda muestra: de la literatura húngara!

*  *  *

En la Revista Literaria de Cuenca (Ecuador) leo una serie de artículos firmados Stein, en que se trata con buena forma y excelente juicio de corregir suavemente la deplorable tendencia de muchos escritores jóvenes de América a imitar de modo servil y con ridículas extravagancias las rarezas de cierta parte de la modernísima literatura parisiense. Aquí mismo y en otras muchas partes he escrito yo, con la mejor intención del mundo, en el mismo sentido que Stein, el cual, por cierto, me honra apoyándose en mi opinión y citando mis palabras. Mucho me alegro de que haya por allá quien piense en esto como yo; así se verá que no es absurdo desdén metropolitano lo que mueve mi pluma en tal dirección, sino el óptimo deseo de que no se pierdan en un callejón sin salida pasos que el ingenio americano da con generosa y espontánea animación para progresar en las cosas del ingenio.

Imitar, como en otro tiempo hacían por ahí los más de los poetas y prosistas toda una cultura secular como era el clasicismo, y aun seguir las huellas de la menos duradera pero enérgica y graciosa exaltación romántica podían ser empresas más materiales que gloriosas, pero con mucho eran superiores a esta de repetir las muecas y contorsiones de una evidente pero muy limitada decadencia. Porque no se olvide que no son las sólidas y sanas letras francesas las que agonizan en esas chocheces de muchachos, que tienen puerilidades de viejos; lo que agoniza es el inútil esfuerzo de la medianía que quiere darse aires de excepcional grandeza; el genio atormentado por complicaciones cerebrales y del gran simpático.

No quiera Dios que los americanos vuelvan a tener a Baralt por gran poeta ni a imitar opportune atque importune a Espronceda... pero se puede admirar sin gran entusiasmo El Niágara de Heredia... sin tomar por genios a Richepin, ni a Rallinat ni por ingenio siquiera a los inventores de diabluras efímeras e incoherentes.

Debo advertir, y no por pueril vanidad, que los artículos de Stein los copia, y por lo visto hace suyos, El Diario de Caracas; y por su parte La Estrella de Panamá, refiriéndose a lo que en Las Novedades he dicho, y a las mismas palabras mías que citaba Stein, abunda en mi sentir y tiene a bien y no a mala voluntad contra la literatura americana mis desinteresados consejos a la juventud española (sí, española) de esa hermosa tierra dueña del porvenir.




ArribaAbajo13 de diciembre, 1894

Gran competencia existe entre los teatros madrileños; doce nada menos hay abiertos, y todos con esperanzas de vencer en la lucha por la taquilla. No se sabe a punto fijo si esto representa un florecimiento dramático... o una recrudescencia del hambre de varias docenas de cómicos, más o menos cargados de laureles y de familia. Puede haber de todo, pero lo último es más seguro. Sin querer, sin ánimo de ofenderse, los diferentes teatros, sobre todo los del mismo género, procuran la vida a costa de los demás, tirando a dar al vecino; porque no hay que soñar con que haya público suficiente para todos. Los buenos éxitos de los afortunados representan la ruina de los menos dichosos. Por lo cual los estrenos pueden considerarse como funciones de guerra. Por ahora, las potencias, particularmente las de primer orden, se reservan, y se defienden con lo que los franceses llaman reprises y nosotros no sabemos cómo llamar. Lo poco que se ha estrenado hasta ahora ha sido a manera de escaramuzas para probar las fuerzas. Lástima que tales acciones ya hayan costado sangre. Anoche, sin ir más lejos, quedó sobre el campo de batalla el cadáver de una comedia en tres actos y en prosa del Sr. Pleguezuelo, titulada Al pie de los Pirineos. Pues... ya no hay Pirineos; quiero decir, que no se volverá a representar la comedia del señor Pleguezuelo. Pero el señor Mario, cuya compañía puso en escena la comedia interfecta, tiene buen cuidado de dejar que anuncien los periódicos que posee muchas más fuerzas disponibles. Cuenta con una comedia de Miguel Echegaray, otra de Aza y, sin citar varias otras, tiene, para ensayar pronto, Los Condenados, de Pérez Galdós, obra, según el autor me escribía hace poco, muy, pero muy ideal, en la que se trata el asunto religioso.

La que todavía no ha soltado prenda, no ha tenido escaramuza, ni por consiguiente (?) víctimas que lamentar, es María Guerrero, especie de Mariana Pineda del teatro, que espero sea también una María de Molina, la de Tirso, en La Prudencia en la mujer. Mucha prudencia, en efecto, necesita, y no menos valor, para vencer en la ardua empresa de salvar el Teatro Español, el del Ayuntamiento de Madrid, teatro digno de dueño más importante, y que no lo mirase como una finca en explotación, o lo que es peor, como cosa que para nada le sirve. La señorita Guerrero lucha no sólo con los hados, que suelen ser adversos al teatro de la Plazuela de Santa Ana, sino contra enemigos, más o menos francos, que no sé por qué la atacan en la prensa, en los saloncillos de los teatros, en los cafés, donde quiera.

Verdad es que la compañía que hoy trabaja en La Princesa y desde enero trabajará en El Español, podía ser mejor; pero ni carece de algunos elementos muy útiles (sin contar con el gran mérito de la primera dama), ni ha podido hacer el milagro de atraerse a las notabilidades que andan por ahí esparcidas convertidas en centro de sistema planetario.

Aquí, todo actor, en cuanto no dice catredal, y sabe ponerse una levita sin parecer un rata disfrazado, ya se cree núcleo muy a propósito para formar compañía y atraerse los cuartos de la taquilla, que es lo que tratan de demostrar. ¿Qué ha de hacer la Guerrero si no han querido responder a su llamamiento damas y galanes que se empeñan en llamarse Júpiter (o Juno) como el loco del cuento?

Se dice que Vico regresará pronto de América, y si es así, no tendrán perdón de Talía y Melpómene ni él ni la Guerrero si no se juntan, si no forman una compañía que pueda estrenar obras que tengan varios personajes importantes. Y basta de teatros, por hoy, que harto espacio les he dejado, para no tener que decir de ellos nada nuevo en sustancia.

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Manuel Reina es un concienzudo y muy simpático escritor, que con modestia, amor sincero del arte, seriedad, sencillez y noble forma cultiva la rica rima castellana empleándola en asuntos, si no siempre nuevos ni tratados con gran relieve, fuerza y originalidad, constantemente elevados, poéticos y revestidos de clásico ropaje, no amanerado ni arcaico; pero tampoco sujeto a modas extravagantes y volubles.

Tal vez alguno de esos decadentistas de América y alguno de nuestros impresionistas de por acá sea hombre de más imaginación que Reina y maneje con más facilidad el metro y la rima, pero al autor de La vida inquieta (así se llama el último libro del poeta Reina) siempre habrá que alabarle la parsimonia de su plectro y la prudencia con que huye de extravagancias.

Núñez de Arce es, entre los modernos poetas españoles, el que inspira a Reina mayores simpatías; y, sin imitarle servilmente, se deja influir por él, sobre todo en la forma. De su maestro toma cualidades buenas y defectos notorios.

La nobleza constante del lenguaje se ve en Reina como en el poeta del Idilio; pero los dos son a veces poco naturales, entonados, guindés, declamadores. Reina, además, abusa de los consonantes fáciles, triviales; defecto que ya se ha demostrado que lo tiene la poética condenado por motivos hondamente psicológicos. Más todavía: Reina abusa también del verso libre, que pocas veces deja de parecer prosa poética. Si no extraordinarias, ni muy originales, ni profundas, en las poesías de este autor hay casi siempre ideas; y esto que podría parecer condición necesaria para escribir verso o prosa, no es cosa tan común ni en versificadores ni en prosistas. Si no escribieran más que los que tienen algo que decir, no estaría amagada la sociedad moderna, como lo está, de una apoplejía de tinta.

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Don Aureliano Fernández Guerra, académico de los más laboriosos y de más fama en lo relativo a las tareas propias de la institución a que pertenecía, dejó con su muerte un sillón vacante que se disputaban Eugenio Sellés, poeta dramático, periodista, exgobernador civil, y el conde de la Viñaza, autor de trabajos filológicos que no he leído. Ha vencido Sellés; y la prensa, con pocas excepciones, ha juzgado el triunfo merecido.

Yo no sé lo que vale el conde de la Viñaza, ni había oído hablar de él hasta ahora; pero creo que nadie pondrá en duda los méritos del autor discretísimo y correcto de El Nudo Gordiano. Aparte de que para entrar en la Academia... no se necesitan méritos, de lo cual hay pruebas concluyentes, los muchos que entraron sin mérito alguno.

Hay quien dice que en la Academia mejor estarían los especialistas conocedores de la lingüística en general, y en particular del idioma español, que los literatos y artistas del lenguaje hablado o escrito.

Pero eso es reducir demasiado el fin de la Academia, y además olvidar que el movimiento se demuestra mejor andando que de otra manera. Los que saben cómo se debe escribir valen algo para el adelanto de la lengua; pero los que escriben como se debe no se han de echar en saco roto.

Todo ello sin contar con que en España, como se estudia tan poco y se aprecia en un grano de anís toda sabiduría, mientras una cartera y hasta una cartería (de correo) se la disputan cientos de aspirantes, los concursos de sabiduría se declaran desiertos, y llega a ser la fama de sabio como los bienes del común, y el que quiere y se enfosca y habla oscuro y escribe cosas que aburren, por sabio pasa.

En la Academia han entrado varios sujetos que pasan por ser los Max Müller de tierra de que disponemos, y, sin embargo, no son más que filólogos... de segunda enseñanza.

También es cierto que, por su fama de escribir bien, han entrado otros que no saben gramática, ni tienen estilo.

En fin, y en puridad (que significa en secreto, como saben los clásicos) que esto de la Academia española es cosa perdida, digan lo que quieran ciertos periodistas bobos y ambiciosos que están echando solicitudes en forma de bombos para que la cotorrona de la calle de Valverde (ci devant) le llame a su seno ¡seno apergaminado y poco apetecible!

Yo tengo la esperanza de que para principios del siglo veinte, a los ojos de todas las personas sensatas, el ser académico venga a tener el mismo valor práctico que tomar el hábito de Santiago o Calatrava.

La Academia ya no es en rigor más que una de tantas órdenes de caballería, sin caballo, ni lanza ni escudero.

En paz descanse, y séale Cheste ligero. A propósito; última hora: se dice que Cheste se encuentra viejo para seguir presidiendo y deja el cargo a Cánovas... que tampoco puede con los pantalones.

Para lo que hay que presidir allí, sirve cualquiera de ellos, aunque sea con un pie en la sepultura y aun después de pasar al respetable estado de momias.

La de Sesostris, descubierta hace años, podría presidir perfectamente. A lo menos no cometería los barbarismos y solecismos que Cánovas y Cheste sueltan en cuanto abren la boca, ahora que todavía no son cadáveres, aunque ya están embalsamados.

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El americano Cuervo, que no es académico (porque, en todo caso, no pasará de correspondiente) trabaja con seriedad y fuerza en pro de la historia científica del habla castellana, y su famoso diccionario de construcción y régimen sigue adquiriendo merecida fama, más que entre los escritores españoles, que vergüenza da decirlo, por regla general hablan en prosa (o en verso) como el célebre personaje de Molière; en los países de verdadera ciencia, como en Alemania, Rusia, Italia, etc., donde son muchos los que cultivan, entre las demás lenguas románicas, la española; como v. gr. Gröber, Baist, Cornu, Farinelli, Vollmoller, etc., etc. El primero de estos señores, Gröber, profesor de la Universidad de Estrasburgo, publica una crónica de filología románica, y en ella he visto un excelente trabajo acerca del diccionario de Cuervo, escrito por el español residente en Berlín don Pedro Mugica, también muy atento a esta clase de estudios y que acaba de dar a luz desde Alemania un opúsculo titulado Maraña del idioma, muy recomendable por su excelente tendencia.

Los americanos deben procurar que la mucha savia que su juventud de pueblos nuevos les da, se emplee en gran parte, estudiando profundamente el idioma, con verdadera ciencia, no con el empirismo arbitrario y estrecho de un Baralt. Porque hay que notar que en esa tierra falta el espíritu de conservación que aquí tiene el idioma aun entre los ignorantes, y si los literatos americanos, verdaderamente instruidos, escriben correctamente, los otros, los ignorantes, tienden a introducir absurdas variaciones, con palabras que no sabemos por acá lo que significan, giros ridículos e imposibles en castellano, modismos necios y hasta valor cambiado de los signos fonéticos.

Velemos todos por esta lengua viva que la Academia quiere servirnos como lengua en escarlata.




ArribaAbajo3 de enero, 1895

Siempre que haya propicia ocasión he de hablar, aunque sea muy poco, de lo que nuestra historia literaria, tan gloriosa, debe a la admiración y al trabajo de los extranjeros. Por tantos conceptos nos miran como pueblo degenerado, que consuela el ánimo y halaga el amor propio... nacional ver que algo de lo nuestro se estudia y se coloca muy alto en los países más adelantados. En una de mis anteriores revistas dedicaba algunos renglones a los estudios que un sabio italiano, Arturo Farinelli, consagra a nuestro Lope de Vega; hoy quiero referirme a una publicación cuyo asunto tiene también relaciones con nuestra literatura dramática, pues se trata de La Celestina, que aunque muchos la consideren más bien novela dialogada y dividida en actos, al fin tragi-comedia se llama y es de condiciones teatrales... para un teatro un poco más rico, amplio y libre que el de uso corriente. Sí; La Celestina podrá fácilmente convertirse en cosa representable, si no fuera porque los que no quieren que se rompan moldes, ni un plato tradicional, se oponen a que las obras del teatro dejen de parecerse como gotas de agua. Tal vez, si aquí hubiera otra crítica militante... y, valga la verdad, una minoría algo más nutrida de público literario, no faltaría quien se atreviera a presentar un arreglo, todo lo honesto posible, de La Celestina, a la valerosa e inteligente empresaria del Teatro Español, María Guerrero, a fin de que se arriesgase a inaugurar el ex-corral famoso, restaurado con la comedia española clásica por excelencia; pues en opinión de escritores ilustres nuestro verdadero estro dramático arranca de La Celestina más que de ciertas imitaciones terencianas y de cierto teatro sabio de Italia. Esto sin perjuicio de que también nuestra novela realista debe mucho al inmortal diálogo de Rojas.

Pero no se trata ahora de esto sino de agradecer a los ingleses que se hayan acordado de nuestro vetusto monumento literario para honrarlo en una lujosa y esmerada edición debida a David Nutt de la traducción de nuestra Celestina hecha por James Mabbe ya en 1631. Desde tan remota fecha no se había vuelto a publicar la versión de Mabbe que, según los inteligentes, tiene para Inglaterra el mérito de ser gallarda muestra de la prosa buena de la edad heroica de aquella gloriosa literatura.

Esta edición forma parte de una serie de notables traducciones de grandes obras, y según mis noticias a la misma biblioteca deberemos más adelante la publicación, no menos esmerada y elegante, de la primera traducción inglesa del Quijote, hecha por Shelton.

Lleva el libro de que trato, La Celestina, una erudita y muy discreta introducción de Mr. Fitzmaurice-Kelly, el cual ve en la forma de la obra lo dramático más bien que lo novelesco; pues, dice el crítico inglés, una novela toda diálogo y sin narración es casi una contradicción en los términos; además, añade, aunque su mucha extensión no permita llevar esta obra a la escena, son esencialmente dramáticos el espíritu del diálogo, las transiciones de los incidentes y la construcción del plan.

Fitzmaurice-Kelly opina que es Fernando de Rojas el autor de La Celestina entera, sin excepción del primer acto, y sus argumentos en tal sentido coinciden con los que Menéndez y Pelayo, cuya autoridad, en términos justamente encomiásticos, reconoce, expuso en un trabajo reciente publicado en El Plutarco de El Liberal.

No me detendré a examinar los antecedentes que el crítico inglés busca a la Celestina, pues es esta materia ya tratada; y así, baste decir que habla a este respecto del famoso Archipestre Juan Ruiz y su Don Melón de la Uerta y Doña Endrina de Calatayud (sic); y del célebre Corbacho de Alfonso M. de Talavera. Más interesante será decir que el prologuista rectifica la idea del traductor, de Mabbe, según el cual Rojas, con la exposición de una mala vida quiere ofrecer una buena enseñanza; Rojas, para el crítico, no se propone más que reflejar la realidad bella, animada; es un artista, no un moralista. Y a renglón seguido nos dice que el autor moderno que más se le parece es Guy de Maupassant. Y, en verdad de verdad, que, mudadas las muchas cosas que hay que mudar, no encuentro descaminada la observación del notable literato británico.

En opinión de Mr. Fitzmaurice-Kelly, que no consta en la Introducción de que hablo, sino en otra parte, La Celestina puede considerarse como la fuente primitiva nada menos que del Romeo y Julieta de Shakespeare. Aunque sea imposible probarlo, dice, para mí es indiscutible que Shakespeare conoció la obra de Rojas, si no en la forma castellana, al menos en la comedia italiana de Acolti. «Es verdad que no sabemos nada de la vida ni de los conocimientos del patriarca de nuestro teatro; pero es de notar que nunca inventó las historias que empleaba, tomándolas sin escrúpulo de Bandello o de Cinthio, cuyos cuentos llegaron a cierta boga en Inglaterra por la versión de Guillermo Painter. Además, se ha de notar la corrección con que usa palabras españolas, italianas o francesas, cosa extraña en persona de pocas letras. Respecto de La Celestina, acaso la conoció en la pésima traducción anónima publicada cien años antes de la de Mabbe».

Sea de esto lo que quiera, y aparte de que, es claro, lo mejor de Romeo y Julieta; lo sublime no está tomado más que de la misteriosa fuerza que dicta al genio, siempre halaga al espíritu nacional que la crítica seria, erudita y prudente enlace con tan noble parentesco las joyas de nuestra vieja literatura castellana, que los más conocemos tan mal; tan mal que raya la ignorancia en pecado.

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Saltemos de la vetustísima tragicomedia a la última obra estrenada en Madrid, quiero decir, la última de alguna importancia. Es María Rosa... drama que, por lo visto, también pudiera llamarse tragicomedia, mejor que melodrama, que es como ha dado en llamarlo la crítica de los periódicos diarios.

María Rosa, producción del ya célebre dramaturgo catalán Sr. Guimerá, se estrenó la misma noche en Madrid y en Barcelona; en la capital de España en castellano, gracias a una traducción del ilustre Echegaray; en la capital catalana en catalán. No está mal esta especie de descentralización, que recuerda la que, con buen resultado, existe en Italia en materias literarias y en las teatrales especialmente. Uno de los mayores males de la vida intelectual francesa es su excesiva centralización, en parte necesaria, pero no necesaria en lo excesivo. Y este defecto, como otros muchos, lo imitamos nosotros; como lo prueba v. gr. el absurdo canon centralista académico que exige (salvando las excepciones) que los Académicos de la Lengua sean vecinos de Madrid.

No hay para qué considerar infalible al público que, por casualidad, asiste a un estreno en la Corte. Cabe casar sus sentencias, o ante la misma sala en noches sucesivas, o ante otro Tribunal. Aquí, sin embargo, no suele haber apelación. Contribuye a este gran defecto de nuestras costumbres literarias la manera de entender la crítica de teatros la mayor parte de los periódicos. Casi ninguno se toma el trabajo de encargar la censura de las comedias estrenadas a personas expertas, de acreditada competencia; no son críticos de nombradía, que cultiven la revista teatral como un arte, como cosa seria, en la que les va la propia fama; son reporters que lo mismo sirven para un fregado que para un barrido, los que, por única vez, y a la hora o deshora de acabarse la primera representación, ya están redactando la sentencia definitiva fundados exclusivamente en el veredicto del público de los estrenos. Después de esta impresión, de esta noticia, el periódico no volverá, sin evidente disgusto, a acordarse de la obra estrenada, sea buena, sea mala. De esta suerte, la crítica no sirve para guiar la opinión, para atraer a la mayoría del público que, indudablemente, no asiste a los estrenos; y así la minoría oligárquica se impone, y al autor que no ha gustado a las tres aristocracias, más o menos atentas, instruidas y desapasionadas, no le queda más recurso que llamar a cachano, como vulgarmente se dice.

El estreno simultáneo en distintos teatros y en distintos pueblos, puede contribuir a templar esa tiránica ley por la que acaso se retraen muchos escritores que, si hubiese más garantías para el juicio público, intentarían probar fortuna en la escena. Fortuna; porque, eso sí, hágase lo que se haga, en el éxito teatral siempre entrará por mucho lo fortuito, lo imprevisto. Las comedias se escriben en cuartillas que son décimos de lotería.

Respecto de María Rosa no hubo conflicto en el juicio del público, pues el éxito vino a ser el mismo en Madrid y en Barcelona, y la crítica noticiera de una y otra población vino a dar un reflejo idéntico de la impresión del público. Generalmente esta gacetilla crítica juzga los dramas empezando por dividirlos; va dando una nota a cada acto; y así el primero suele salir sobresaliente y el último reprobado. No siempre es fácil formar una idea precisa de la opinión de esta crítica tripartita, que abre la boca con espasmos de admiración en deliquio estético en el primer acto, y la cierra y aprieta para silbar sin compasión en el acto tercero. El primer acto de María Rosa ha sido, para muchos Sainte-Beuve con 20 duros de sueldo, una cosa colosal; adjetivo que también emplea con notoria impropiedad don Alejandro Pidal en un panegírico de Fray Zeferino González, al hablar de la distancia que hay de España a Filipinas. Y así como no hay distancias colosales, por no haberlas de tamaño natural, tampoco se puede admitir que haya actos de mérito colosal, por no haber un mérito de tamaño natural tampoco. Pero, en fin, lo que ellos quieren decir es que el valor del primer acto de María Rosa es grandísimo. Mas en el segundo todo se echa a perder, ¿saben ustedes por qué? Pues porque aquello degenera en melodrama. Tal es la frase consagrada. La mayor parte de los que se ponen a juzgar sin haber nacido ni estudiado para ello, a falta de criterio original y nutrido de ideas, tienen que proceder por fórmulas y frases hechas; y por eso se nota esta abrumadora monotonía de las gacetillas críticas que parecen una circular, según son de semejantes. «Melodrama! Vade retro!». El señor Guimerá puede consolarse leyendo la carta que Sardou acaba de escribir a un revistero italiano quejándose de que se haya censurado el último drama del autor de La Haine tachándolo de melodrama, sólo porque hay en él escenas horrorosas, grandes y cruentos crímenes. La verdad es que la palabra melodrama es una de esas que han adquirido tal vaguedad en el sentido, que no cabe hoy ya emplearla con rigor técnico. Si se atiende a su etimología, fácil es ver que nada nos dice de lo que se quiere hoy expresar con tal palabra. «El drama llora, el melodrama lloriquea», dice Sardou. Esto es más ingenioso que exacto. En rigor ya no se sabe a punto fijo lo que se quiere decir cuando se dice melodrama; pero, por si acaso, Dios libre a todo autor español, y al parecer también francés, de que los revisteros de teatros encuentren melodramáticos los recursos patéticos de sus obras. Yo a estas horas, aunque he leído casi todo lo que la crítica militante ha escrito en Madrid del drama de Guimerá, no me he enterado todavía de si es cosa de mérito. Parece ser que D. José Echegaray opina que sí. No es mal voto.

Lo seguro es que en la representación de tal drama alcanzó María Guerrero un gran triunfo. Ya reconocen sus mayores enemigos, pues los tiene, el talento singular de esta actriz, y la gradúan de doctor muchos bachilleres de poco sueldo. Dios se lo premie ya que la administración del periódico respectivo no ha de hacerlo.

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En algunas de las revistas americanas recibidas en estas últimas semanas, noto visible progreso y tendencia a reemplazar el flato decadentista con estudios de literatura comparada algo más sólidos y prudentes. Que sea enhorabuena.

En una de esas simpáticas publicaciones veo el estudio de Mahoma tomado de Los Héroes de Carlyle, pero tomado de la traducción de una biblioteca por mí inaugurada, traducción de mi desgraciado amigo y maestro, que en paz descanse, D. Julián Orbón, y que lleva un prólogo de Castelar y un estudio del que suscribe. Siento que la revista americana no se haya dignado citar la procedencia de lo que copia, y más extraño esa conducta porque al texto acompañan las notas originales del Sr. Orbón. Orbón era un mártir del idealismo literario. Hizo en California una regular fortuna, que por dedicarse a soñar le robaron algunos pillos; sabía inglés y alemán a la perfección, traducía con vigor, con pleno conocimiento de las literaturas europeas... y, poco menos que de hambre, murió de repente, cayendo sobre la acera en una calle de Oviedo. Era, a su modo, un héroe el traductor enérgico y original de Los Héroes, y bien merecía que la revista americana hubiese copiado su nombre del mismo libro de que copió su versión y sus notas.

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Muchos libros de versos recibo de América. Imposible leerlos todos. Hablar de ellos, no se diga.

Por hoy, no haré mención más que del último que llega a mis manos. Se titula Reliquias, es un poema, viene de México y su autor se llama Enrique Pérez Valencia.

Este señor debe de ser muy joven y acaso reciba sin protesta del orgullo mi bien intencionado consejo de abandonar la monotonía y fácil facilidad del romance heroico, aunque sea separado con plecas de cuatro en cuatro versos. El romance heroico pide lectores heroicos también; y en el día gracias que los haya romancescos... sin heroísmo.




ArribaAbajo28 de febrero, 1895

Este artículo tiene que dedicarse principalmente al teatro. La temporada ha sido de impresiones dramáticas. Estreno en La Comedia de Los Condenados, drama en tres actos y en prosa de Pérez Galdós; estreno por la misma compañía de Mario, de Miel de la Alcarria, drama en tres actos y en prosa de Feliú y Codina; inauguración solemne del Teatro Español transformado, gracias a la familia Guerrero, y aparatosa y hasta arqueológica representación de El desdén con el desdén de Moreto, la preciosa comedia donde el escolasticismo poético de la galantería tiene su cifra y suma erótica en aquellos versos que comienzan así:


   Y porque veáis que es error
que haya en el mundo quien crea
que el que quiere lisonjea,
escuchad lo que es amor...



De modo que si queremos hablar de todo un poco necesitamos ser breves, sin hacernos oscuros, según la recomendación de Horacio.

Los Condenados de Pérez Galdós, célebre drama a estas horas por las circunstancias de su publicación, acaso sepan en América ya que no obtuvo buen éxito. Es innegable: el público no encontró en la última producción dramática del insigne artista bellezas que le impresionaran. El mismo autor lo reconoce así en el prólogo, hoy famoso, que sirve de pórtico a su obra dada ya a la imprenta. Yo he leído Los Condenados antes ya de que salieran a la luz pública, y mi opinión la conoce el autor; pero como tengo por norma, que rara vez infrinjo, la costumbre de no juzgar públicamente y como en definitiva (por lo que a mí toca) las obras teatrales antes de verlas representadas, no expondré mi parecer por extenso, respecto de la obra de Galdós rechazada, indirectamente, por el público. Además, como sería inoportuna, hoy por hoy, una defensa oficiosa de lo que en Los Condenados encuentro bueno, tampoco quiero decir lo que me parece malo, pues fuera desproporción injusta.

Desde luego cabe decir, que no se trata de una composición baladí; tal vez lo que hay es que la sutilísima y poco plástica materia que quiso Galdós llevar a la escena española no encontró forma transparente que hiciera inteligible y amable para el público la idea, sin duda profunda y delicada, del dramaturgo.

Pero a estas horas, la cuestión de actualidad literaria no es ya tanto el mérito de Los Condenados, como la ruidosa contienda a que dio ocasión el prólogo ya citado. El autor no se queja en él del fallo del público; examina las causas que, a su juicio, pueden haber producido el resultado de tanta frialdad, para él lamentable, y no protesta ni se rebela como se ha dicho; aunque también es verdad que no admite, y hace perfectamente, la infalibilidad estética del público de los estrenos. A quien recusa, en términos más graciosos y enérgicos que suaves, es a los gacetilleros que se erigen en Aristarcos, y en vez de dar cuenta del éxito meramente se meten en libros críticos de caballerías, y aprovechan la ocasión para satisfacer sus odios y envidias. Galdós no ha citado a nadie nominatim; las señas que da en su prólogo son la ignorancia y la osadía, la mala voluntad y la incompetencia de algunos de los improvisados jueces. Y, sólo con esto, se pueden llamar legión los que se han dado por aludidos. Yo he visto con dolorosa sorpresa que se creyeran comprendidos en el desprecio y repulsa del insigne novelista, muy queridos y discretos literatos que se han agraviado a sí propios metiéndose en la cuenta y han agraviado a Galdós hiriéndole con más o menos circunloquios, grecas y meandros.

Digan lo que quieran los chicos de la prensa, siempre será verdad, y verdad que todo el mundo reconoce, los periodistas inclusive, aunque no suele andar en letras de molde, que nuestra prensa se resiente de tener abandonada la parte literaria a elementos poco preparados, de más ingenio que educación literaria y científica.

Pero de este axioma histórico, por decirlo así, a saber, que faltan críticos en muchos periódicos, no se deduce que todos los que actualmente escriben de teatros en los diarios populares de Madrid son indignos de desempeñar este trabajo. No; hay, que distinguir, y en este particular, si se quiere hacer perfecta justicia, no hay más remedio que nombrar personas, para declarar las que saben lo que hacen y las que no. Por eso he creído yo siempre que el sistema de las personalidades, bien entendido, si tiene sus inconvenientes, tiene sus ventajas; por ejemplo: la justicia distributiva, el valor que supone, la franqueza y la virtud curativa. No hay medicina ni policía que no ejerzan su salvadora misión por el sistema de las personalidades.

Si se hubiera tratado de mi propia fama yo no hubiera empleado otro expediente: en vez de teorías generales, nombres propios.

Pero, en fin, sea lo que quiera de Galdós en Los Condenados y en el prólogo del libro, lo que no tiene disculpa es que la pasión ciega de algunos periodistas haya llegado al punto de declarar: Primero (y esto antes del prólogo... al juzgar el estreno), que Galdós no servía para el teatro. ¿Y sus triunfos anteriores? ¿Y lo que ustedes mismos habían dicho hablando, por ejemplo, del gran éxito de La de San Quintín? Segundo (esto después del prólogo): que ni aún como novelista Galdós era una gloria patria a no ser, según uno, por los Episodios Nacionales, Gloria y Doña Perfecta; según otro, sólo por Los Episodios. Y llega a última hora un tercero que hasta la fama de los Episodios la achaca principalmente a la tara del patriotismo.

Con semejantes disparates lo único que prueban tales periodistas es que el desdén de Galdós y el mote de ignorantes les llegó al alma. ¡Infelices!

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Feliú y Codina es de esos escritores afortunados que caen en gracia al público y a la crítica (?) y que si son listos, como sin duda el Sr. Feliú lo es, no tardan en sospechar de tal benevolencia, y en dedicarse a mirar en torno, con el miedo de haberse quedado sin sombra, ya que ni a la impotencia se la hacen.

Dolores, el drama que más le han aplaudido a Feliú, ha conseguido una fama general muy superior a su mérito. Pero el Sr. Feliú me parece hombre muy avisado, sereno y que va tras un crédito sólido y bien ganado y reconocido por firmas que representen algo más que una ridícula insolvencia literaria.

Aunque tampoco he de juzgar Miel de la Alcarria (que también he leído), por las razones antes apuntadas, sí diré que, en general, a mí, desde el punto de vista literario (que ahora bárbaramente separan muchos del escénico) me ha hecho más agradable impresión que Dolores; y sin negar en redondo que se abusa allí de lo convencional, de las preparaciones escénicas precipitadas y violentas, y, por último, sin discutir qué solución, qué final es mejor, si el adoptado por el autor o el que le pedía la crítica; sin meterme en nada de esto digo, declaro que el asunto es muy simpático, de un sentimentalismo natural y poético, y que el diálogo y el lenguaje valen mucho más que en Dolores, incorrectísima en sus pobres versos. En el primer acto de Miel de la Alcarria hay ciertos primores de arte legítimo que, francamente, me hacen modificar mis conclusiones de fiscal respecto del Sr. Feliú, y esperar de su ingenio y habilidad mucho más de lo que hasta aquí esperaba.

Y Dios le dé bastante serenidad de ánimo para huir de ser un Ohnet de la escena, y sobre todo de ser mingo para la envidia y el despecho de críticos de cierto pelo.

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María Guerrero es hoy una figura excepcional no sólo en nuestro teatro, sino en nuestra vida artística. Tiene alientos para ser una Isabel la Católica de la escena española. Es artista y es mujer de Estado en la república del arte. A su energía, a su valor, a su fe, a su entusiasmo se debe que el vetusto caserón del Corral de la Pacheca se haya vuelto a abrir con esperanzas de restauración.

Remozado el coliseo, y vestido a la última moda, inaugurose con una esmerada representación de El desdén con el desdén, en la cual se atendió de veras, y contra la costumbre general, a la verdad indumentaria y hasta se procuró reproducir la música que en nuestra Corte se cantaba en el tiempo en que la acción de la comedia se supone. Pero además, y lo que vale más que todo esto, María Guerrero representó su papel con gran maestría, como reconoció por unanimidad la prensa, inclusive la parte de ella que, con dudosa galantería, se dedica a ponerle chinitas en el camino de su noble empresa a la ilustre actriz española.

Se está ensayando en el Español uno de los más hermosos dramas de Lope, El castigo sin venganza, que yo vi, in illo tempore, a la Boldún y a Rafael Calvo; y después se representará la obra nueva del ínclito don José Echegaray Mancha que limpia.

Pero dejemos lo futuro para lo futuro, y volvamos a lo presente.

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Que en materia de novelas nos las promete muy felices.

Acaba de ponerse a la venta Peñas arriba del ilustre don José Pereda, una de las glorias más legítimas no ya de la Península, sino de la raza española; porque el mérito de este gran ingenio es de los que ponen de muestra el valer íntimo de la sangre española, sin distinción de tiempos y países. Con Pereda me sucede algo parecido a lo que me pasa con Cervantes: cuanto más aprendo en el estudio de la vida y del arte y del hondo pensamiento, más bellezas encuentro en sus libros.

Este de Peñas arriba comienza con hermosura digna de un Quijote que hoy escribiera Cervantes resucitado. ¡Qué dos capítulos dan introducción a la novela! Pero como no es costumbre, ni está bien, elogiar obras artísticas por partes, dejo mis alabanzas, que barrunto han de ser muchas, para cuando pueda hablar de Peñas arriba fundándome en la lectura íntegra.

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El Sr. D. Manuel Sanguily es un escritor cubano muy conocido y apreciado que escribe con gran corrección y artística soltura, y piensa con serenidad y aplomo, asesorado por una ilustración firme, no improvisada. Además, paréceme descubrir en él más malicia, de la buena, más correa que en otros críticos americanos, también castizos, también instruidos, también muy juiciosos, pero algo más... ¿cómo lo diré?, candorosos, impresionables.

Ahora publica el Sr. Sanguily una serie de opúsculos a manera de revista unipersonal que me recuerda los folletos literarios que yo publiqué hace años y acaso vuelva a publicar, y aun me recuerda más El Nuevo Teatro Crítico que dio no poca fama a la señora Pardo Bazán.

Hojas literarias titula el Sr. Sanguily su revista, que ya vive hace dos años, y en el número que tengo delante leo un cumplido y muy merecido elogio del gran Diccionario de Cuervo, y un ataque más violento que injusto a la fama del poeta Plácido. Entendámonos: el Sr. Sanguily censura a Plácido en muchos respectos extraños a la poesía, y yo en eso no me meto; pero en lo que me inclino un tanto a la opinión del crítico de la Habana, prescindiendo de la forma de la censura, es en lo referente al mérito de Plácido como poeta. Menéndez y Pelayo, a vuelta de ciertos elogios, no deja de reconocer (en su ya célebre Antología) que... valga la verdad, Plácido era muy poca cosa. Si hoy se insiste en decirlo no es por hacer daño a un muerto, sino por evitar el que pueda haber para los vivos en que se propague como buena y recomendable una poesía baladí, prosaicamente plebeya. Por supuesto, con excepciones contadísimas, pues algo hay en Plácido hermoso por la feliz expresión y por el sentimiento.

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Otro de los artículos de Hojas Literarias me toca muy de cerca, y hablo de él, no por lo que me importa, sino porque es asunto curioso y que enseña cómo nos tratan por acá a los míseros críticos algunos que no están conformes con que les descubramos la hilaza. Es el caso, y yo no lo sabía, puedo jurarlo, que aquí en España, un señor Gener, especie de comisionista del positivismo de escalera abajo, publicó, hace tiempo por lo visto, un folleto titulado «El caso de Clarín», en que se pretende demostrar científicamente que yo estoy loco. El señor Gener me llama loco porque me pareció mal un libro suyo que se parecía muchísimo a otro libro de Max Nordau, que también me parece mal. Y es el caso (no el de Clarín, sino el de Gener) que, según el señor Sanguily, en efecto, Literaturas malsanas -de Gener- se parece extraordinariamente a Degeneración de Nordau: y no sólo esto, sino que el caso de Clarín es un plagio de El caso de Wagner de... Max Nordau. Yo estaré loco; pero lo que puedo decir es que el Sr. Gener no hace mucho me escribía dándome bombo; y en la dedicatoria del libro de marras me dice que me manda uno de los cuatro ejemplares numerados que ha regalado en España, por ser yo una de las poquísimas personas (cuatro) que aquí le importa que le juzguen. De modo que si de los cuatro españoles a quienes Gener quiere enterar gratis de sus ocurrencias, uno (yo) está loco... los otros tres deben de ser por lo menos chiflados. Y ha hecho bien Gener en no regalar su libro a personas de sano juicio, porque ni de balde se lo querrían. Yo también podría, fusilando obras de medicina y particularmente de psiquiatría, escribir un folleto llamando loco al Sr. Gener.

Pero no me lo iba a creer nadie.

Fundándose en una sentencia popular, que acaso no esté sancionada por los últimos adelantos psicológicos, pero que al fin es cosa para el vulgo evidente.

Y como el señor Gener nos desprecia tanto a los del vulgo, que no admiramos ni a Nordau (y por de contado no le plagiamos) ni siquiera a Lombroso, le diré qué sentencia popular es esa.

Que ningún tonto se vuelve loco.

En cuanto al señor Sanguily, le doy las gracias por la defensa que hace, hipotéticamente, de mi salud; y me despediré de él copiando oportunamente a Cicerón (no a Max-Nordau ni a Max-Gener): Si vales bene est: Ego valeo.




ArribaAbajo7 de marzo, 1895

Por varias señales, se va conociendo que no han caído en saco roto, como suele decirse, las advertencias, más o menos amistosas, que varios escritores han dirigido a los directores y empresarios de periódicos populares, con motivo del famoso prólogo de Galdós, respecto del mayor o menor cuidado con que la prensa atiende a la literatura. En algunos papeles los chicos, los críticos impresionistas, se han achicado, en efecto, mostrándose más humildes que solían: en otros se han tomado medidas eficaces reforzando la redacción literaria: así, por ejemplo, El Imparcial, que es el que más en serio toma esto de pagar su literatura, se ha provisto de redactor especial para los teatros, sin perjuicio, supongo yo, de que Ortega Munilla o Urrecha en el Madrid continúen tratando de estrenos desde el punto de vista especial desde el cual se tratan allí tales asuntos. El Sr. Villegas (Zeda), que es el nuevo redactor, se portó mejor que muchos en la reciente batalla de Los Condenados, y aunque tiene sus defectos, de los cuales yo he hablado muchas veces, se conoce que estudia con ahínco y toma con seriedad su cometido. Él promete imparcialidad para en adelante como cree haberla tenido siempre. Yo, sin mirar a lo pasado, me contento con desear y esperar que Zeda, en El Imparcial, sea imparcial en efecto.

Otro síntoma, tal vez más elocuente, de lo que antes decía, lo veo en que, contra lo que se había hecho costumbre, los principales periódicos se han apresurado a publicar largos artículos dedicados al importante acontecimiento literario de la aparición de Peñas arriba.

Bien lo merece, en efecto, el nuevo libro de Pereda.

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Los que andan estudiando fisiológicamente a los autores, para meterlos en aprensión, y a los entusiastas los califican de locos y a los maduros les pronostican la decadencia, chasco se llevan si, porque Pereda lleva tantos años de gloria y ha publicado tantos libros excelentes, se empeñan en verle decaído, agotado ni nada de eso.

No; Pereda, a pesar de los años y de las desgracias, que cuando son como la suya pesan como siglos, es hoy el mismo de siempre, es decir, el maestro, el maestro único en su género.

Peña arriba, en algunas cualidades, cede el paso a otras obras del autor; pero en lo que es más propio de la perfecta madurez, en las condiciones más serias y profundas es, para mí, el mejor libro de Pereda.

En cierto modo, es libro de tesis; pero sabido es que esto, si no hace la obra de arte mejor, tampoco la perjudica, cuando el artista lo es ante todo y no saca las cosas de quicio, ni pretende sustituir el mérito estético con el valor del interés técnico de su doctrina. En rigor, Pereda siempre es tendencioso, pero de la manera más inofensiva para la poesía, muchas veces. Tiene dos ideas capitales, que deprisa y mal, y empleando palabras muy en uso, podrían llamarse regionalismo y misoneísmo: sí, en general, Pereda desconfía de lo nuevo en el tiempo y de lo lejano en el espacio; en cuanto su cuerpo se asoma a los llanos de Castilla y su espíritu se extiende por los horizontes de la azarosa vida moderna, siente el muy nervioso escritor cierta nostalgia. No se quejará irracionalmente de que haya más mundo y de que haya presente y porvenir además de haber pasado; pero él, con gusto, se refugiaría, en cuanto artista, creyente y montañés, en su provincia, en su catolicismo tradicionalista y en sus recuerdos montañeses. Todo esto, si en alguna ocasión pudo perjudicarle como novelista, ha sido para él, en general, toda una inspiración. En algunos libros, por ejemplo, De tal palo tal astilla, la tesis, fuera de sus casillas, manchó no poco la gran hermosura del cuadro: otras veces más fue en él un lunar casi gracioso que otra cosa, v. gr. en Don Gonzalo González de la Gonzalera, donde la gracia, la risa, el interés cómico pueden y valen harto más que el fin no artístico que el autor se propone.

En Peñas arriba la tesis, por lo común, engrandece el asunto, no por tesis, sino por la manera estética con que el autor ha sabido incorporarla a su obra. Es más, con ciertos distingos y reservas, el aspecto del regionalismo y de la autarquía municipal que Pereda ahora defiende, no puede menos de parecer aceptable a cuantos consideren que en la excesiva concentración de las fuerzas vivas de un país hay graves peligros, muy parecidos a los de la apoplejía. Pero sea lo que quiera de la idea sociológica de Pereda y del beneficio de inventario con que habría de admitirse, ello es que Peñas arriba es un canto épico, en forma de novela realista, a la naturaleza, en las profundidades de su misterio estético, religioso y sugestivo; y en este respecto Pereda no ha escrito cosa mejor, ni igual, ni es fácil encontrarla por el estilo en otras literaturas.

La primera parte de la obra es sencillamente admirable; después y mientras vive Don Celso, y al morir este original carácter, creación hermosísima, el interés se mantiene intenso, vivísimo, puramente poético. Luego, ya en la última cuarta parte del volumen, la acción y la narración languidecen algo, y contribuyen a ello las minuciosidades y repeticiones excusables, que no quedan, artísticamente, legitimadas, sólo por ser lógica consecuencia de todo lo anterior, fácilmente deducida. Aun con esto Peñas arriba es una de las novelas más notables de cuantas ha producido España en estos veinte años últimos en que lo mejor que se ha escrito han sido novelas.

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Hace así como un lustro Pereda vino a Asturias y llegó a Oviedo el martes del Bollu, el día de la principal romería ovetense, fiesta de corte pagano, aunque inocente, que se celebra en el bosque de San Francisco, hoy ya parque municipal, acaso el mejor de España. En aquella fiesta, al ver a Pereda, al poeta montañés, el pueblo asturiano le aclamó, y los que merendaban bajo los toldos o bajo los seculares robles brindaron por el autor de Sotileza... De uno de los merenderos salió un hombre de expresivas facciones, muy parecido a Manuel del Palacio cuando era menos grueso, y acercándose al grupo de los que acompañábamos a Pereda hizo que le presentásemos al ilustre novelista.

Y hubo quien dijo:

-Don Teodoro Cuesta, nuestro poeta regional, el poeta del bable, popularísimo en toda Asturias, único mantenedor, apurada la cuenta, de la genuina poesía asturiana.

Se dieron la mano los dos regionalistas; se entendieron; y a poco Pereda oía embobado los versos en bable que Cuesta, con insinuante dulzura o graciosa malicia, según los casos, le iba recitando...

Por los mismos días que Pereda publicaba sus Peñas arriba moría Teodoro Cuesta en Oviedo; de repente, por culpa del corazón, que fue quien dispuso siempre de su vida.

En lo demás de España no es popular Cuesta como en Asturias, porque allí difícilmente llega a ser ni conocida literatura que, por lo menos, no se imprima en Madrid. Además, el bable es letra muerta para los más, no se sabe generalmente de otro dialecto asturiano que el gallego convencional de los teatros.

No importa; Cuesta, conocido o no fuera de su provincia, era todo un poeta. No hay que confundirle con tantos y tantos versificadores como en Asturias, Galicia, Cataluña, etc., etc., quieren sacar partido del espíritu regional para conquistar más fama de la que merecen; Cuesta, antes que versificador en bable, era hombre de fantasía, dueño del ritmo y maestro en el arte de amoldar a él, la imagen, la idea, el sentimiento. Pintaba, cantaba, lloraba, oraba, meditaba en verso hable con gallarda soltura y graciosa y fácil facundia; aunque según ciertos doctores de una filología abstracta y cómica por la que ignora de las verdaderas leyes del lenguaje, era Cuesta incorrecto en el bable, porque hablaba como nuestros aldeanos y no como los retóricos y gramáticos de monterilla que al bable le han salido; sin sospechar, los infelices, que lo que demuestran al querer meter este lenguaje en esas calzas prietas, es que no han saludado los rudimentos de la Lingüística.

Cuesta no empleaba el bable con fines de erudito y con pretensiones de falsificación arqueológica; no hacía hablar a Hero y a Leandro ni a Agamemnón y Aquiles, ni menos a Horacio (¡horror!) con el lenguaje de un morciniegu (montañés asturiano de Morcín); empleaba el bable por ser la lengua propia de sus personajes, del lugar en que coloca la acción de sus poesías, lengua muy a propósito para pintar y cantar la naturaleza de Asturias desde el punto de vista en que su temperamento, sus costumbres, sus gustos, sus ideas colocaban a Teodoro.

Por eso yo, que soy el primero a negarme a ser eco de ciertas famas provinciales, con plena conciencia de ser justo alabo a Teodoro Cuesta, que era otra cosa; y lamento su muerte como una pérdida verdadera, y en cierto modo irreemplazable, para la literatura española, pues al fin Asturias España es y el bable un modo atávico, por decirlo así, del castellano.

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El Sr. Lázaro, el valentísimo editor que, contra viento y marea, y a pesar de desdenes y desaires de la pública atención, ha echado sobre sus hombros, y sobre su capital, la ardua tarea de procurar vida y auge al movimiento literario y científico, publicando libros sin cuento, ya españoles ya traducidos de todos los idiomas principales; y sosteniendo su España Moderna, única revista general que entre nosotros merece el nombre que lleva; el Sr. Lázaro, no contento con eso, y a costa de nuevos cuidados, tal vez desengaños, trabajos y desembolsos, acaba de fundar... otra gran revista, la de Derecho y Sociología, cuyo primer número tengo entre las manos y creo de mi deber anunciar, por ser su aparición un acontecimiento importante en nuestra escasa vida intelectual.

Aunque el asunto de tal revista no pertenece a la esfera exclusivamente literaria a que se concretan estos artículos, como al fin tiene también toda revista científica su aspecto literario, no creo fuera de mi incumbencia el tratar de esta publicación, que tanto bien puede hacer a nuestra cultura. Dirige la Revista de Derecho y Sociología D. Adolfo Posada, profesor de Derecho Político en la Universidad de Oviedo, catedrático por oposición desde los veintisiete años, autor de una docena de obras doctrinales, muchas traducidas en francés y en italiano, y traductor de multitud de libros célebres de las ciencias sociológicas. El Sr. Posada, infatigable erudito, pensador leal y sereno, es uno de nuestros hombres de estudio más activos y entusiásticos y su nombre al frente de la Revista una garantía de que han de continuar los números sucesivos siendo tan interesantes y nutridos de doctrina como este primero, que honra a España; pues nos pone en este punto a la altura de las mejores obras de la misma índole que ven la luz en Francia o Italia, por ejemplo.

No dudo que en América, donde los libros del Sr. Posada son muy leídos -y aun declarados de texto en alguna Universidad- su Revista alcanzará también el crédito que merece.

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Para mi próxima reseña hablaré ya del nuevo drama de Echegaray Mancha que limpia, del que se dice mucho bueno.




ArribaAbajo28 de marzo, 1895

Gran triunfo el de Echegaray con su nuevo drama trágico Mancha que limpia. Aunque, por las circunstancias en que escribo, yo no debo juzgar por mí mismo de la legitimidad del buen éxito, sí puedo y debo hacer constar el hecho innegable de haber conseguido una vez más el poderoso ingenio de este poeta avasallar las pasiones y las preocupaciones enemigas, imponiendo a todos, a fuerza de fibra dramática, las propias ideas estéticas; pues el que aplaude entusiasmado la obra de arte debida a determinado procedimiento, sanciona el procedimiento de la manera más eficaz y práctica. Yo no comprendo a esos críticos y a esa parte del público que ensalzan a Echegaray como el primero, gustan de sus dramas, los escuchan con ansia estética, y después protestan y se llaman a engaño, como si allí se les hubiese dado gato por liebre y aquello no fuera trigo limpio.

Si todo eso es falso, artificioso, hueco, convencional y hasta absurdo, como se llega a decir, ¿por qué os gusta, por qué os entusiasma?

No me precio yo de ser un Aristarco, pero sí he procurado educar el gusto y el juicio lo suficiente para que las obras artísticas falsas, huecas, convencionales, absurdas, no me entusiasmen ni agraden siquiera por un momento.

¿Qué crítica es esa que hoy juzga por la impresión y mañana, cuando la novedad ha desaparecido, se vuelve atrás y juzga lo contrario que ayer? Esto ha pasado con Mancha que limpia; drama que yo no califico ahora, ni analizo. Se le ha sometido, después de sentenciado por el público con pronunciamientos favorables, a una especie de casación en que los mismos que dictaron el fallo del triunfo se erigieron en tribunal de alzada para casar tal sentencia. Esto no es serio siquiera.

Lo que se puede hacer es estudiar con alguna mayor atención y perspicacia la índole del talento poético de Echegaray y reconocer, sí, los defectos que sin duda hay en su teatro, defectos que por cierto vienen a ser los generales en el genio de la raza, defectos que aún recuerdan los de Séneca y de Lucano, los de Góngora y de Calderón. Pero después, o al mismo tiempo, hay que comprender que la gran hermosura de eso que se llama, no siempre con razón, el efectismo de Echegaray, no es un engaño, no es un absurdo que deslumbre, sino un género positivo de belleza, que por serlo encanta, no por su artificio. Si un pastel os sabe a perdiz no lo atribuyáis a engañifas del cocinero, sino a la perdiz que probablemente hay dentro. Aquí de la famosa distinción platónica de la dianoia y de la noesis, que recordaba hace poco un joven escritor francés, Mr. Pujó, juzgando al poeta Mallarmé. La dianoia, la porción dialéctica, discursiva del arte, es la que le discuten a Echegaray sus adversarios no artistas (ni como poetas ni como críticos); la noesis, la intención superior, como divina, necesaria para que haya belleza poética, es la que los críticos de ese jaez no ven y no pueden apreciar en el poema de Echegaray. Y sin embargo, por la noesis vale don José lo que vale.

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De todas suertes, Mancha que limpia ha sido el mayor triunfo teatral de la temporada; todos han reconocido que no valió menos que aquellos tan famosos de otros días, cuando Echegaray no brillaba más que ahora, pero contaba con un público más entusiasta y menos maleado por las pésimas lecturas de críticos ebenes.

El drama hace un mes que se representa sin cesar, cosa extraña en estos días, en que Lope, sin música, va al foso a los ocho días; y, con música, se mantiene cualquier adefesio cerca de un año.

¡Ay!, porque aquí no estamos en París donde Le bourgeois gentilhomme de Molière ha dado el otro día una entrada de unos nueve mil francos, la mayor de todo el año en el Teatro Francés.

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En lo que ha habido unanimidad absoluta ha sido en decir que María Guerrero en Mancha que limpia había estado a la altura de cualquiera de esas grandes actrices extranjeras que tanto envidiamos.

Para mí es asunto de vanidad este constante subir de la fama de la Guerrero. Desde el primer día que la vi, hace tres años, representar Muérete y verás y Realidad, dije a quien me quiso oír que era una gran artista. Combatí a los que sólo veían en ella una dama joven que prometía.

Ahora el sufragio universal, cargado de razón, que es lo que importa (el voto de calidad), vota conmigo. Más vale así.

A los maliciosos que quieran ver apasionamiento y parcialidad en estos elogios, fundándose en que María Guerrero va a ser dentro de pocos días la protagonista de Teresa, un ensayo dramático mío, a esos les recordaré que es falso el principio que dice: post hoc, ergo propter hoc; después de esto, luego por causa de esto.

Yo no encuentro mérito en la Guerrero porque la he confiado un drama; la he confiado el drama porque veo mérito en ella. No puede estar más claro. Otras actrices me habían pedido algo... y siempre he sabido excusarme. Si ahora entregué mi obra, por algo habrá sido. Ya sé que si me silban, me silban a mí.

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Aunque estas cartas son de asunto exclusivamente literario, no he de huir en ellas por sistema de aquellas noticias que importan directamente a la ciencia, pero que al fin tienen, por la forma, su relación literaria también.

No recuerdo si en mi artículo anterior (que aún no ha llegado a mis manos, impreso) hablaba yo a los lectores de Las Novedades de la nueva Revista de Derecho y Sociología que ha empezado a publicarse en Madrid bajo la dirección de don Adolfo Posada; por si acaso he dicho algo de esto, por miedo a repetirme, dejo de examinar, como lo merecen, los dos números, notables de veras, de tan importante publicación, que hasta ahora han salido a luz. Si después averiguo que no he escrito nada en Las Novedades acerca de este asunto, volveré a tratarle con sumo gusto.

Pero lo que de fijo no he anunciado es otra nueva revista, cuyo prospecto ya se ha circulado y que también promete mucho, y con garantías de cumplir acaso más. Hablo de la Revista de historia y literatura españolas, que empezará a publicarse antes de mucho, dirigida por el entusiasta escritor don Rafael Altamira, uno de los pocos jóvenes de la nueva generación literaria que estudian aquí de veras, con ahínco; cual lo prueban sus trabajos de crítica, todos hijos de reflexión y muchas lecturas, y particularmente su notable libro acerca del Método en la Historia, que ha llamado la atención de los especialistas de toda Europa. Ayudarán al señor Altamira, entre otros muchos escritores de mérito, Menéndez y Pelayo, nuestro gran crítico erudito; Eduardo Hinojosa, muy versado en la ciencia moderna relativa a la historia jurídica; Muñoz de la Espada, Cánovas, etc., etc., y los ilustres hispanófilos extranjeros Farinelli, Morel Fatio, Fitzmaurice-Kelly, etc., etc.

La historia española está muy atrasada; pero, al decir de los inteligentes, ahora comienza un renacimiento que podrá llevarnos al estudio realmente científico de nuestra vida nacional. Ya va siendo hora de pasar de la historia romántica de entusiasmos patrióticos y conjeturas de dudosa crítica, a algo más sólido y positivo. Nuestros escritores, los puramente literatos, no suelen ahora tratar con frecuencia asuntos de nuestra historia; nuestro drama romántico arqueológico de este siglo, si tuvo algún mérito, no fue ciertamente el histórico; la novela histórica llegó al mayor desvarío... Más vale, mientras no haya reunido un sistemático caudal científico de historia, que los hombres de buena imaginación, pero escasos datos y mediana crítica histórica, se abstengan de andarles con los huesos a nuestros antepasados. Historias de España fantásticas no hacen falta para nada; otra cosa será que, cuando ya sea hora, escriban nuestra historia literatos verdaderos que, amén de otras muchas cualidades, tengan hermosa y fecunda fantasía.

Esperemos por los futuros Renan, Michelet, Grote, Mommsen, Thierry españoles, y en tanto recibamos con regocijo esfuerzos tan laudables como los de Altamira y sus ilustres compañeros.




ArribaAbajo25 de abril, 1895

Sigue siendo el teatro la única manifestación literaria que atrae con alguna eficacia la atención del público; en cuanto a libros, ni los nacionales ni los extranjeros hacen mella en el ánimo general; y milagro tendría que ser el que la hiciera, pues había de ser sin que se leyeran.

Viajando pocos días ha con un ingeniero alemán, tuve ocasión de cerciorarme de la opinión general que de nosotros tienen por allá, en esos países que estudian de veras: reconocen nuestra pereza intelectual pero la disculpan... Por lo menos este ingeniero me decía, con cierta modestia étnica: -Si nosotros trabajamos, estudiamos mucho más, es... porque nos aburriríamos si no lo hiciéramos. ¡Tenemos siempre tan mal tiempo! Llueve, nieva, hay frío, nieblas... no se puede salir de casa ¿qué se ha de hacer si no estudiar? Si tuviéramos este sol meridional haríamos lo que ustedes... tomarlo; seríamos tan poco aficionados a quedarnos en casa, leyendo y pensando, como los españoles... y los franceses. Los franceses, añadía el alemán, tal vez con apasionamiento y poca exactitud. Por ahí flaqueaba la disculpa que el buen tudesco buscaba a nuestra desidia intelectual. Los franceses son como nuestros meridionales (relativamente) latinos: tienen más sol que los germanos... pero trabajan, estudian mucho más que nosotros. En nuestro abandono hay algo más que influencias meteorológicas. El sol de España alumbró generaciones más activas en este orden de la vida... y no brillaba entonces menos.

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Se va pues al teatro, y se deja en casa el libro, intonso, cerrado... si no es que se gasta en una butaca el dinero que el libro cuesta.

Y al teatro se va, no por lo que tiene de literatura, sino por lo que tiene de espectáculo.

Hay clases que, por modestia, fingen, o tienen, a medias, algún interés por la obra artística como tal; pero las altas, las ricas, las apergaminadas, que con poseer la fortuna y el nombre antiguo, el poder y el esplendor social piensan abarcarlo todo, con la mayor franqueza muestran a propios y extraños su desdén absoluto para la pura estética. Van al teatro, sí; porque es lugar de cita, una tertulia a prorrata en que hacen los honores de la casa Rossini, Wagner, Calderón o Lope, y pagan la luz y la música y el comfort los abonados. Y como en los bailes no se hace más caso del dueño de la casa que el indispensable para cumplir la cortesía, y después cada cual se va a buscar lo que más le agrada, en el teatro estos señores saludan a Wagner, a Lope con una mirada casi protectora, al escenario... y después a charlar, a charlar con los amigos, sin atender al espectáculo ¡atención cursi! Y ya se sabe, antes que acabe el último acto, en lo más culminante de la acción, así sea la catástrofe más terrible que pueda soñar Don Hermógenes, nuestros aristócratas se levantan, hacen ruido y se van sin despedirse de Calderón ni de Wagner, ni de Lope, ni de Rossini... hablando de sus cosas, satisfechos de haber logrado una buena digestión al arrullo de la música filosófica o de la poesía del siglo de oro.

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El autor dramático que osa presentar el producto de su ingenio ante un público semejante necesita tratarlo como a un niño enfermizo y mimado. Tiene que aplicarle la regla pedagógica de la lección de cosas; es decir que no ha de darle ideas, sino que todo lo que le quiere comunicar ha de entrarle por los ojos. Y no hay que olvidarse de lo del mimo... ¡Que tardan en levantar el telón! -El autor pagará la tardanza.

Que la escena representa un hogar pobre, lugares de tristeza y miseria... ¡horror!, ¡fuera!, ¡eso a Novedades! ¿Y nuestra digestión? Después no hay que fatigar la inteligencia del escogido público. Se presenta un obrero socialista, demagogo, terrible... y empieza a exponer su pensar y su sentir como es natural que los exponga... «fuera, fuera». ¡Pero este autor predica la anarquía! ¡Qué ideas disolventes las suyas!... «¡Pero este Clarín que antes era posibilista como yo, decía un millonario castelarino, hoy monárquico, este Clarín se ha pasado a la Internacional, al Anarquismo!». Figúrense ustedes si es lucha desigual la lucha con un público que toma por exposición de la doctrina del autor lo que dice el primer personaje que se presenta. Y basta; ya no se oye más, ya no se atiende más; se charla, se comenta aquello, nadie se entera de lo que sigue y se juzga a bulto por la pantomima de los actores...

Un público semejante es una delicia. Pero más delicia que para el autor es para los enemigos de este, que pueden estar agrupados esperando la ocasión de reventarle. Y esta bendita aristocracia del dinero, el poder, y el nombre, en el fondo inocente, se presta a hacer el caldo gordo de la envidia, de los rencores antiguos, de las venganzas aplazadas. Y entre unos y otros, los más por no entender a derechas y los otros por espíritu de represalia, condenan una obra moral por inmoral, por atrevida, por repugnante sin oírla, sin comprenderla ni remotamente.

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Por fortuna, al otro día los críticos lo arreglan todo. Han entendido o fingido entender lo mismo que los señores y señoras ricos, distraídos y bien alimentados. Parece mentira que no tengan el intelecto más despierto estos escritores convencionales que comen mucho más sobriamente. Pues sucede lo mismo. Un ejemplo: en Teresa un personaje, Roque, ebrio, llega a caer en tierra al llegar al estado de colapso. «Pero por qué no se separan del cadáver», grita una dama creyendo que Roque está muerto. No hay una sola palabra en las escenas que siguen en que no se dé a entender que el borracho está vivo... pues la señora, nada. «¡Que se separen del cadáver!». Es que no oye una palabra de lo que dicen los personajes por el ruido que causa el público, indignado de que salga a escena un jergón (muy pequeño) para que descanse en él Roque, el borracho. Pues al día siguiente un crítico que se llama Don Cualquiera, ese Taine, asegura a sus lectores también que Roque «ha muerto, víctima del alcoholismo» y sigue tan fresco, juzgando el drama, que, como se ve, no ha comprendido. ¿Qué pensar de un crítico que mata a los personajes que deja vivos el autor, y que juzga sin enterarse de lo que se dice en las escenas culminantes de la obra?

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Así estamos, así se ha sentenciado a Teresa, mi ensayo dramático.

¡Ah!, pero no sin apelación.

Me alzo; ¡ya lo creo!

Mi drama, impreso, pide justicia al verdadero público, al gran público que por mi trabajo de veinte años tengo en España y en América, y en muchos rincones de Francia, Italia, Alemania, etc., y es algo más y representa algo más que la jauría de reventadores congregados por mis enemigos y el distinguido montón anónimo que habla de las pequeñeces cortesanas mientras Lope ocupa la escena, y sin escrúpulo interrumpe con protestas el primer ensayo dramático de un escritor honrado y respetuoso que va a defender ideas cristianas, de piedad, con medios naturales, no de convención, no de falsa retórica.

Y para este recurso de alzada no tengo malos abogados.

Echegaray, que desde el primer día apadrinó mi Teresa, de la que hace elogios que ni yo puedo creer que merece; Galdós, que asegura ver en mi obra cada vez más cosas buenas, como agua que se va aclarando más cada día (son sus palabras); Balart, que después de ver un ensayo me abrazaba y me decía: «No sé lo que dirá el público, pero yo le aseguro que esto es dramático y es muy hermoso; mi enhorabuena; usted sirve para el teatro»; Picón, que me escribía: «Vengo del ensayo; no sé lo que hará el público, pero quisiera ser el autor de esta obra en que hay tan buen naturalismo unido a tanto sentimiento»; Lucinda Simoes, la ilustre actriz portuguesa, que no quería, en el ensayo, que se quitase nada y elogiaba con calor «la delicadeza y el sentimiento hondo y fino de la obra»; María Guerrero, que la representa con entusiasmo y me escribía: «Lo que yo veo en Teresa... ¡Oh, si pudiera expresarlo!».

Con tales abogados y otros así que no cito ¿cómo he de rendirme ante los ataques de leguleyos que firman: Arimón, Don Cualquiera, P. Pitin, P. Y. X., etc. etc.?

¿Qué crítico mediano siquiera se ha atrevido a censurar con su firma mi Teresa? ¿Cómo se habrá de atrever si Teresa no la ha oído el público, como gritaba Menéndez y Pelayo, indignado, la noche del estreno?

Todas las censuras de esos Arimones y esos P. Pitines demuestran que no saben aún lo que es la obra. Y ya se comprenderá cuando se publique.

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No hablo aquí de estas cosas por defenderme, sino por traer a cuento un ejemplo harto gráfico y elocuente del estado a que llega un pueblo que no quiere dejar de ser culto y se obstina en ser frívolo, en no leer, en no pensar, en vivir de impresiones pasajeras, de relumbrón; en no tolerar que le hablen de ideas... ni se saque a la escena jergones, porque, como decía otro crítico, ¡hasta pueden tener parásitos!

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Con todo, en medio de situación que tanto desanima, no falta quien luche; en el mismo teatro, en la prensa diaria, en revistas que se crean, como esa de Historia y literatura española de que ya he hablado y que comienza con un primer número excelente, donde hay, junto a un trabajo admirable de Menéndez y Pelayo, otros de ilustres extranjeros consagrados a estudiar con profundidad y mucha erudición puntos muy interesantes de la historia y de la literatura de España. Los eruditos americanos deben contribuir, colaborando en esta revista, a lo que es interés común de las dos Españas, la peninsular y la americana; que si hoy el estado político nos divide ¡oh!, lo que es la historia desde la raíz nos junta.




ArribaAbajo30 de mayo, 1895

Los dos libros de la temporada son estos. Ambos merecen llamar la atención por ser de quien son y por sus cualidades literarias. De Torquemada y San Pedro algo, poco, ha dicho la crítica; pero más bien por vía de anuncio, sin que se emplearan en el trabajo de estudiar la novela ni grandes firmas ni muchos renglones. En cuanto a los Poemas cortos, como si los moviera un solo resorte, casi todos los periódicos han publicado el día que apareció el libro en los escaparates, varios lugares comunes de la alabanza estereotipada, y algunos fragmentos de las poesías, coincidiendo los más en copiar los mismos versos. Más que crítica espontánea y reflexiva parecía aquello suelto de contaduría teatral que circula entre los diarios amigos. Hasta mozos que se tienen por sucesores de Revillas y Cañetes, cayeron en la ratonera de la vulgaridad insípida repitiendo los clichés sobadísimos y copiando los parrafitos poéticos de ordenanza, que no parecía sino que venían señalados de manu auctoris. No venían, es claro; pero es que a estas peligrosas apariencias conduce la triste necesidad de que examinen los productos del ingenio adocenadísimos sujetos cortados todos por el patrón de la más insípida y superficial insignificancia.

Desde que hemos convenido que en la literatura periodística las veces del escritor puede hacerlas el escribiente, ya no hay más señas para las personalidades que se distinguen en la política, en la elocuencia, en la poesía, en la música, etc., etc., que unas cuantas frases hechas que se repiten como quien llena los huecos de una cédula de vecindad.

Ya se sabe; siempre que se habla de los discursos del Sr. Silvela, se compararán con puñales buidos, ya serán horas de Damasco ya de Florencia, pero siempre más afilados que navajas de afeitar. El Sr. Silvela debe de estar ya en ridículo a sus propios ojos, de tanto oírse llamar florentino.

Pues el señor Núñez de Arce también padece destino semejante; también su verso es de acero, y él, invariablemente, un Miguel Ángel o un Praxiteles. Siempre le dicen que esculpe sus endecasílabos; hasta los flojos y ripiados han de ser esculturales.

Añádase a esto que, como los tales críticos no son artistas, ni en rigor aficionados a la estética siquiera, para alabar algo que les parezca sólido se van, no a la habilidad artística, no a la belleza producida, sino a la intención moral, o política, o religiosa, etc., etc., del escritor.

Así, en la ocasión presente, como relojes de Carlos V, los críticos, con una monotonía de lo más cómica, han venido en alabarnos mucho el acendrado sentimiento piadoso del poeta, curado ya, al parecer, de las dudas que le atormentaban, allá, el año setenta y tantos, cuando publicaba los Gritos del Combate, antes de haber sido Ministro. Ahora el señor Núñez de Arce cree, con gran satisfacción de la crítica telefónica, la cual no puede resistir el deseo de copiar por unanimidad lo siguiente:


   ¡No, Dios, mil veces no! Tú no has creado
el espacio infinito en donde giran
con firme ritmo innúmeras estrellas,
para entregar a las monstruosas fauces
de un insaciable azar tanta hermosura!
...
      ¡Caiga mi lengua
como fruto podrido de la rama,
antes que lance contra ti, Dios mío,
tan vil calumnia y tan horrendo ultraje!



Tranquilos con esto los revisteros, faltándoles poco para dar la enhorabuena a su Divina Majestad porque el Sr. Núñez de Arce cree en sus buenas intenciones, sin las antiguas dudas y análisis, pasan a tratar de las tiples ligeras, de los pelotaris y de la próxima corrida.

El Sr. Núñez de Arce merece estudio más sincero, detenido y razonado, aunque sea, por ejemplo, para declarar que las pocas poesías de su último libro no están a la altura de los Gritos del combate y mejor hubieran esperado, para salir en colección, a venir acompañadas de otras serias más sustanciosas, correctas y nuevas.

Es claro que este poeta, que para ser uno de los primeros de la España contemporánea ha podido presentar pólizas indiscutibles, como Raimundo Lulio, El Miserere, El Idilio, etc., etc., siempre nos dará versos robustos y entonados, en un lenguaje noble, natural, sencillo muchas veces, aunque no poco perjudicado por el exceso de epítetos y cierta monotonía en el tono que él llamaría acaso ritmo firme, como el de las estrellas.

No hay para qué hablar de decadencia. Ocho composiciones inferiores, en general, a muchas, no a todas, de las publicadas ha más de nueve años, no autorizan a la crítica para llamar decadencia al fenómeno, muy frecuente, de que lo producido después de alguna obra maestra, por un poeta, no sea de tanto precio como esta.

Sin contar, con que hay algo de imprudencia mal intencionada, de entrometimiento de mal gusto, en ese prurito moderno de acusar, por síntomas literarios, de enfermos y degenerados, decadentes, etc., etc. a los autores.

En este caso la malicia más crédito podría lograr tomando por otro rumbo; recordando que el Sr. Núñez de Arce en diez años apenas ha escrito nada; pues el tantas veces anunciado Luzbel estaba ha dos lustros en la Introducción, de que no ha salido todavía; y ningún otro poema largo ni corto nos ha dado el vate de Valladolid, hasta que ahora imprime juntas estas ocho poesías, algunas de las cuales salieron antes en periódicos o almanaques.

¿Prueba esto falta de fecundidad? Yo más bien creo que Núñez de Arce no ha escrito porque no ha querido y porque le han llevado la atención por otra parte sus cuidados políticos, los de una salud quebrantada y las atenciones, poco dignas de un soñador, de esas juntas directivas, comisiones, veladas, aniversarios, etc., etc., a que el señor Núñez de Arce no pone tan mala cara como fuera bien para el provecho de las musas castellanas.

Sea como sea, los Poemas cortos, que empiezan por no ser poemas, a no ser en el sentido demasiado lato, y hoy casi fuera de uso, en que es poema toda obra poética, no ofrecen novedad artística alguna; son repetición del Núñez de Arce de antaño, y repetición poco inspirada, en versos menos correctos que los antiguos. La novedad podría estar en que ahora el poeta parece más triste, más desengañado que nunca respecto a lo que se puede esperar del género humano, pero también más inclinado a creer en la teología vulgar, que ofrece premios al justo y castigos, de mano pesada, al malvado.

El poeta a esto se atiene; tranquilo, por lo visto, respecto de sus propias acciones, desea vivamente que la existencia del más allá providencial se demuestre de manera eficaz, por medio de la sanción penal ultratelúrica. Esta es la mayor filosofía que he podido encontrar en los Poemas cortos, buscando con la mayor buena fe. Está la tal doctrina en la composición titulada Leyendo el monólogo de Hamlet, escrita en verso libre, con más soltura y facilidad que los sonetos de las demás poesías. Después de pasar revista a las mil lacerias y picardías espontáneas de la tan llevada y traída humanidad, sin olvidar las abominaciones de los asiáticos imperios, ni la cesárea Roma con sus crueles iniquidades, atroces fiestas e infamias, el poeta llega a reconocer que ricos y pobres, opresores y oprimidos van allá todos sin amor. Esto no quita que más adelante vengan recompensas para unos y castigos para otros.


   Mas ¿y después? ¡Después! La luz excelsa,
para el ciego, la paz consoladora
para el vencido, el lauro para el mártir
y el eterno dolor para el verdugo.



Como se ve, el señor Núñez de Arce cree en el infierno y esto le consuela. Es un poeta de orden, más conservador que hace años. Esto es natural; lo trae la edad consigo. Lástima que además, el estudio, la meditación, el roce con la vida y las ideas, no hayan aumentado el caudal de impresiones, pensamientos, imágenes y gracias retóricas en el poeta del Idilio.

*  *  *

Torquemada y San Pedro es una maravilla en un tomo de 300 páginas. Como composición, acaso es esta una de las mejores novelas de Galdós. Está dividida en tres partes. La primera nos pinta la vida del palacio de Gravelinos, triste en la opulencia; el heredero de treinta millones, idiota, peor, amenaza de idiota; pero al fin animal, es decir, ser que siente y se hace compadecer y aun amar cuando, en capítulo sublime, olfatea, entre quejidos de fiera, la muerte de su madre; esta, Fidela, muriendo como quien se duerme, pasando de un limbo a otro limbo; Gamborena, el apóstol moderno, ultramarino, con chapa de geógrafo y descubridor, que necesita tener tanto de gran reporter cosmopolita como de misionero cristiano: Torquemada, en lucha con el estómago, la entraña egoísta por excelencia, que acabará por matarle: todo esto se pinta en esa primera parte, obra maestra de observación sencilla y armónica. Después lo más notable es la lucha del egoísmo del avaro que piensa transigir con el cielo para asegurarse otra vida mejor... que sea la misma. Hasta el final de la novela asistimos a esta batalla, donde la ironía digna de Thackeray es un constante acompañamiento artístico, como aquel de la serenata del Don Juan de Mozart, que Levéque describía. La conversión de Torquemada no se sabe, a lo último, si es conversión cristiana, o conversión... de la deuda. Los pesimistas podrán ver acaso en esto un simulado satírico de los fervores místicos del fin del siglo.

Y algo de eso puede haber, y sería justo, no refiriendo la intención de la sátira a todos los que vuelven hacia la idealidad los ojos en estos días; pero sí concretándola a muchos que piensan entregarse a un renacimiento religioso, porque reniegan de una ciencia que no ha sabido conquistarles una póliza de seguro para una vida eterna; una vida eterna, como la quería Torquemada, con garantías.




ArribaAbajo11 de julio, 1895

Don Enrique Gómez Carrillo, escritor español, americano de nacionalidad, residente ahora en París, joven, y entusiasta de la literatura moderna de todos los países, y particularmente de los que hablan en castellano, acaba de recorrer gran parte de América, y me escribe dándome cuenta de sus impresiones, alguna de las cuales me importa considerar aquí, para que mis propósitos en estos artículos y otros análogos, no sean torcidamente interpretados.

El Sr. Gómez Carrillo me asegura que muchos escritores y aficionados a las letras, de la América española y de las colonias españolas en otros países americanos, como en los Estados Unidos, por ejemplo, saben de mi humilde trabajo de revistero literario, lo aprecian en mucho más de lo que vale (esto último lo digo yo) y, en fin, me honran leyendo mis pobres tareas periodísticas. Confieso que esto me halaga mucho; pero no es de ello de lo que quiero tratar ahora, ni estuviera bien detenerme en semejante delectación de amor propio. Es el caso a que voy, otro. Según el Sr. Gómez Carrillo, entre esos mismos americanos, que tanto me honran estimando en algo mis escritos, predomina la idea... de que soy enemigo de América.

Me importa mucho desvanecer ese error. Como jamás he escrito acerca de asuntos americanos que no fuesen relativos a las letras, es claro que el fundamento de esa opinión tiene que estar en mis censuras de autores y libros, o artículos periodísticos del Nuevo Continente.

Es verdad que he hablado con franca libertad y sin eufemismos, de ciertos escritores que no me parecen excelentes, aunque sean americanos; pero si eso pudiera servir de argumento, también se podría afirmar que soy mucho más enemigo de España, porque he hablado y hablo y hablaré mucho peor de multitud de poetas y prosistas españoles.

Yo bien sé que no faltan individuos, y hasta corporaciones, que siguen el criterio de la falsedad y de la adulación, medios nefandos, para conseguir el fin laudable de estrechar lazos, en España y América. Yo sé que algunos disculpan los elogios que dedican a escritores americanos, sin sentir lo que dicen, hablando de la conveniencia de conseguir la amistad duradera de las simpáticas Repúblicas hispano-americanas.

Pero opino que por medios reprobables no se va a ningún fin bueno; que la base firme y duradera de una amistad leal debe estar en la sincera expresión de lo que se piensa y se siente.

Esos engaños están bien para procurar tratados de comercio con perfidia que se llama patriótica; para sacar ventajas sobre el contrario; pero deben considerarse bochornosos cuando se trata de relaciones fraternales.

Yo hablo mal de algunos escritores malos de América, por la misma razón porque hablo mal de muchos escritores españoles: porque creo contribuir así, en lo poquísimo que puedo, al progreso de la vida intelectual en la tierra que considero patria, que es toda la peninsular y toda la americana hispano-portuguesa. Para mí toda la América que habla español y portugués es España, como lo es toda nuestra península. En este punto yo me remonto a Alfonso VI de Castilla. Es este un radicalismo tradicional que llevo en lo más íntimo de la conciencia. La historia de las razas y naciones, sobre todo después de la civilización romano-cristiana, es cuento muy largo, y para lo que han de vivir los grandes lazos históricos que hacen de tantas gentes un verdadero pueblo español, son muy poca cosa las separaciones, a mi vez pasajeras, originadas en particiones hereditarias y en arranques de independencia que no niegan, en el fondo, la unidad originaria.

Soy poco aficionado a exhibir los desiderata y las esperanzas ideales de mis ensueños sociológicos, porque sé que es un género de poesía al alcance de todas las fortunas el de la utopía política y económica; siendo, en lo más íntimo, un impenitente soñador radical, he vivido lo bastante para relegar estas dulces aspiraciones a las islas encantadas de los generosos anhelos del futuro paraíso, y reconocer la limitada y prosaica posibilidad presente; por todo lo cual, apenas he tenido jamás ocasión propicia para hablar de mis ilusiones de cosmopolita, de mis deseos de paz universal, etc., etc. Pero, en llegando oportunidad como esta, no tengo inconveniente en declarar que para mí es cosa pasajera la diferencia de nacionalidad tratándose de españoles, portugueses y americanos de cualquiera de las regiones en que predomina la raza de nuestra península.

Creo que este gran iberismo y la mucha extensión de la población inglesa en el territorio americano y en otros del mundo, son dos de los factores que más han de favorecer algún día las grandes federaciones universales...

Conque, el decirme a mí que no estimo a los americanos españoles, es como decirme que no aprecio a los catalanes o a los andaluces. Quiéranlo ellos o no, yo los tengo por compatriotas.

Por eso los trato con tanta confianza. Hablo de su literatura como hablo de la que se produce en Valladolid o en Sevilla o en Barcelona; sin pararme en repulgos de etiqueta internacional.

Por lo demás, yo creo en el porvenir glorioso de la vida intelectual americana; veo ya síntomas de próxima prosperidad; y si me resisto a tener por grandes poetas a muy apreciables retóricos, precursores probablemente de verdadero florecimiento, es porque pienso que la posteridad reserva ese gran nombre de vates americanos, para genios que vendrán pero todavía no conocemos.

*  *  *

Entre los libros que se han publicado estos últimos días merece particular mención el titulado Ciento y un sonetos, obra del señor Rodríguez Marín, distinguido erudito y publicista andaluz, que ha escrito muy buenos opúsculos que enriquecen la literatura relativa a los estudios de filología, poco cultivados ahora entre nosotros. El Sr. Rodríguez Marín, empapado el espíritu en la hermosa forma poética de nuestro siglo de oro, escribe en verso con gallardía, elegancia y abundante vena de expresión castiza, propia, correcta, natural y eufónica. Además, siente y piensa con originalidad, maneja la sátira con pulcra agudeza y defiende con calor y entusiasmo causas muy simpáticas. La diferencia que establece entre la verdadera poesía de la vida andaluza y la Andalucía de café cantante, de exportación, es digna de examen: porque, en efecto, los extranjeros, y aun muchos españoles, se empeñan en confundir cosas que apenas se parecen y de méritos muy desiguales.

Llevan los sonetos del Sr. Rodríguez Marín una carta-prólogo de Menéndez y Pelayo que honra mucho al discretísimo Bachiller Francisco de Osuna, pseudónimo del literato andaluz, a quien doy la enhorabuena por sus versos y por el prólogo del insigne crítico.

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El señor Torrendell, que debe de ser joven a juzgar por ciertos síntomas de sus escritos, es un literato catalán que, o mucho me engaño, o ha de prestar grandes servicios a las letras españolas en el terreno de la crítica seria, documentada, de buen gusto y honda penetración.

La obrita que acaba de publicar y en que yo he podido comprender esto, y más, tiene por asunto una cuestión que me toca demasiado de cerca, y por esto no puedo, con toda libertad, examinar su contenido ni demostrar cómo en ella se prueba que el señor Torrendell pertenece a esa especie de colonia europea del intelectualismo español que en España empieza a darse a conocer, distinguiéndose, por fortuna, de la masa, muy nacional y no menos digna de lástima, de los entrometidos charlatanes, que sin más ciencia que el caló de los toros y sin más arte que una gran desfachatez, invaden las columnas de los periódicos populares y contribuyen con deplorable y rápida eficacia a la decadencia de nuestra cultura.

El señor Torrendell, con otros jóvenes llenos de entusiasmo y bien provistos de cultura, como v. gr. Soler y Miquel, Unamuno, Maragall, Perès, Opisso, Friere, Altamira, Ochoa, Paris y otros varios, no muchos, que no valen menos, nos hace vislumbrar ciertas esperanzas de rehabilitación intelectual que España está necesitando mucho más de lo que piensan ciertos hombres de Estado, que sólo se ocupan en recibir a los amigos y aduladores en las Academias oficiales, y en nombrar tribunales de gente acomodaticia para las cátedras, que se llevan siempre los reaccionarios.

Los poco jóvenes que prometen no están ni en la prensa bien pagada, ni en las Cortes, ni en las cátedras (claro que hay excepciones; respecto de la Universidad, por ejemplo: Posada, Unamuno, Dorado, Sela, etc.).

-Hay que juntarlos -me decía ha poco Menéndez y Pelayo.

Sí, hay que juntarlos; pero además hay que predicar por que la intriga y el favoritismo no se opongan a que los más dignos de vivir de su trabajo intelectual ganen una posición decorosa con el producto de sus esfuerzos.

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Dejo para otro día, por falta ya de espacio suficiente, el hablar de la desgracia que hoy lloran los amantes de nuestras letras, que han perdido al crítico ilustre, honra de Cataluña, José Yxart.

Después de muerto, todos le alaban, particularmente los que se proponen de camino mortificar a los vivos por medio de antítesis cursis; mientras vivía Yxart pocos eran, fuera de su tierra, los que le apreciaban en todo lo que valía.

Amigo suyo hace muchos años, unido a él por vínculos singulares de que hablaré, créome obligado a consagrar al recuerdo de tan excelente compañero algunas páginas de homenaje a su mérito.

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También ha muerto Estanislao Sánchez Calvo, escritor asturiano, de Avilés, modesto, originalísimo pensador, hombre de gusto exquisito, de una moralidad delicada y profunda, santo anónimo, sabio desconocido en su patria, apreciado fuera de ella por otros sabios; uno de los pocos íntimos de mi espíritu que me quedaban. También hablaré a los lectores de Las Novedades de ese malogrado filósofo paisano del ilustre Fr. Zeferino González, muy separado de este en ideas, pero como él humilde, profundo, erudito, sincero y creyente, cada cual a su modo.

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Galdós me escribe desde su chalet de La Magdalena, en Santander, y me anuncia la próxima publicación de una novela de asunto religioso: Nazarín; y añade que trabaja sin descanso en una obra dramática. Tengo, dice, en mis tareas un entusiasmo infantil. Infantil escribe él; yo diré que es la actividad del genio fecundo, vigoroso, valiente, que en vez de amilanarse ante la oposición estúpida de la indiferencia bobalicona o de la ignorancia y la desvergüenza, se crece, se anima y vuelve a la batalla con aquel ardor que inspiraba al Coriolano de Shakespeare la perspectiva de luchar con el caudillo de los Volscos, su digno enemigo.

Y por lo formidables, las rémoras con que aquí tiene que luchar el ingenio, son dignos enemigos del más heroico Hércules, capaz de limpiar establos de Augías.



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