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Un artículo olvidado de «Clarín» sobre María Guerrero

Ángeles Ezama Gil





El 2 de agosto de 1894 María Guerrero escribía a Galdós: «Recibí una carta de Leopoldo Alas, preciosa. ¿Ha leído usted el artículo que me ha dedicado?»1. Este artículo que Clarín dedicó a la conocida actriz, y que Carmen Menéndez Onrrubia declara no haber localizado en su repaso de la prensa periódica del momento, es el que hoy rescatamos del olvido. El texto en cuestión, con el título de «María Guerrero», aparece publicado en los números 2 y 3 de la revista madrileña Los Apuntes, correspondientes a los días 19 y 26 de julio de 1894, respectivamente.

No es ésta la primera vez que Clarín se ocupa de María Guerrero; de hecho, Alas sigue de cerca su labor profesional desde 1890; los días 8, 15 y 22 de noviembre de este año se publican en Madrid Cómico tres Paliques en los que el crítico asturiano «aconseja» sucesivamente a la actriz que reflexione sobre sus defectos para irlos superando, que huya de las influencias de los malos actores y de los malos dramaturgos.

Posteriormente, en 1894, Clarín tendrá ocasión de conocer personalmente a María Guerrero, a raíz de su estancia en Oviedo como miembro de la compañía de Emilio Mario2, entre el 3 de mayo y el 14 de junio. En su despedida de la actriz ya piensa el escritor en ella como la futura intérprete de su aún hipotética pieza teatral, Teresa; así lo manifiesta en carta a Adolfo Posada de 22 de julio de 1894:

Aunque me he prometido a mí mismo no decir a nadie nada... se me figura que sería traición ocultarle a usted «mi secreto». Pero absolutamente para usted solo. Cuando estuvieron aquí Galdós y María Guerrero, ambos me metieron en la cabeza que hiciese yo algo para el teatro. Al despedirme de María Guerrero, casi se lo ofrecí...3


A partir de esta aproximación Clarín intenta seguir ganándose a María Guerrero para su obra. El artículo que presentamos es un buen ejemplo de esta actitud; redactado paralelamente a la composición de Teresa4, se constituye en una alabanza sin medida del buen quehacer teatral de la actriz, y termina proponiéndole nuevamente el papel de protagonista de la pieza:

Tal como es, entre las actrices españolas es la que escogería para interpretar un papel, que yo crease, de mujer joven, alentada por una pasión fuerte o una idealidad dulce y noble.


(Los Apuntes, núm. 3, p. 5)                


Este mismo tono domina en la primera de las cartas que Alas escribe a María Guerrero el 8 de octubre de 1894, en la cual el escritor revela el temor de que su obra no sea del gusto de la actriz:

Yo estoy seguro de que Vd. ha de estudiar su papel con cariño. Yo he soñado pensando en Vd. Veremos si Vd. encuentra su cara, su voz... Pero basta de fábula de la Lechera. Si el cántaro no se rompe, hay tiempo para todo. Lo que les suplico a Vd. y a D. José que no me tengan con la impaciencia de ignorar su opinión más tiempo del indispensable5.


Finalmente María Guerrero acepta el papel, tal vez por decisión propia, o tal vez, sugiere G. Gustavino, a instancias de Echegaray6. Y Teresa se estrena en Madrid el 20 de marzo de 1895, resultando un absoluto fracaso7, fracaso del que Clarín culpa, en un primer momento, a la actriz:

A Vd. la encontré casi todo el tiempo no sé cómo decirlo; así... algo distraída; muy atareada con sus muchas cosas. Vi claramente que, o por lo que oía alrededor a la gente menuda del vil oficio de autor y a otros también menudos, o por lo que fuera, Vd. ya no veía en Teresa lo que había visto cuanto tan entusiasmada me escribía. Es más, noté que alrededor nuestro chocaban mis maneras en el ensayo [...] Estoy desorientado ya respecto de lo que es Vd. en el fondo. Como yo me había figurado era una cosa demasiado grande para ser verdad [...] La que hizo la escena de Teresa con Fernando como una tarde que la vimos Echegaray y yo juntos, casi solos [...] bien podía o debía ser como yo me la figuro. Pero la que una mañana me dijo: Adiós, don Leopoldo, de cierta manera, bien puede tener misterios dentro, de que yo no sé una palabra. ¿Vd. creía en el fracaso y se arrojó a él de cabeza? Aquella mañana se me figuró eso8.


Claro está que esta actitud reticente de Clarín desaparecerá inmediatamente, dado que además la actuación de María Guerrero resulta objeto de elogio unánime por parte de los críticos. El escritor hará pronto partícipe a la actriz de otros proyectos teatrales: Clara fe, Speraindeo, Julieta y La millonaria9.

Pero, más allá de su papel en la obra clariniana, la figura de María Guerrero suscita devociones y enemistades extremadas. Sus detractores, entre los que se cuentan José Martínez Ruiz o Jacinto Benavente, critican el progresivo engreimiento de la actriz que, tras conseguir el arrendamiento del teatro Español por diez años, llega a «convertirse en una especie de dictadora»10; esta actitud coincide, además, con su evolución hacia un teatro de élite:

Las obras, pues, de tesis, moralizantes, de temas actuales problemáticos comienzan a desaparecer del repertorio en favor de obras en las que los actores, en especial, los divos, puedan lucir trajes, decorados deslumbrantes, actuaciones inspiradísimas, todo en favor del espectáculo11.


Entre sus incondicionales devotos habría que contar a Echegaray (que realiza un teatro a la medida de la actriz)12, Galdós (que descubre su faceta apasionada y naturalista)13, Ángel Guimerá (cuya obra María Rosa resulta de la estrecha colaboración entre el dramaturgo y la actriz)14, Clarín y José Yxart. Este último critica el modo de declamación lírica, habitual entre los actores españoles, cuyos máximos exponentes son Rafael Calvo y Antonio Vico15; por el contrario, se muestra a favor de la dicción «natural» de María Guerrero, absolutamente novedosa en el panorama teatral español:

Lejos de encarnar de nuevo la antigua declamación dramática, se distingue felizmente por todas las cualidades opuestas; si algo resucita en ella, es la eterna y sana tradición de una dicción natural, matizada, detallada y exquisita, que atiende a la intención de las palabras antes que al canto, que perfila y dibuja y da relieve a la frase sin declamarla. Por otra parte, su cualidad más saliente no es por ciento el nervio dramático, sino la delicadeza y la discreción, la expresión exacta del sentimiento intenso y vivo, pero no fogoso; un talento claro que penetra literariamente el personaje entero, toda su alma, en lo cual se ayuda quizás de su especial aptitud para otras artes (la música y la pintura) y una conciencia artística que sabe y siente muy bien lo que dice, y ni se desvía ni cede al vulgar deseo de fáciles aplausos. En una palabra: María Guerrero es una artista de verdad, en el múltiple y complejo sentido de la frase. ¡Flor rarísima en el teatro nacional!16.


Otro aspecto novedoso presenta la figura de María Guerrero frente a los grandes actores del momento; lo más común entre éstos es que el actor principal sea el auténtico rey de la escena y eclipse con su representación la de todos los demás actores, que quedan de este modo en el anonimato. La ruptura con esta actitud, que Yxart valora de manera positiva17, se opera en la escena española con María Guerrero, que huye de los protagonismos espectaculares y no busca la brillantez de su papel a costa del de los demás.

El artículo de Clarín parte en buena medida de este último supuesto18. De los tres apartados de que consta, el primero constituye una reflexión, a nivel general, sobre los rasgos singularizadores del perfecto artista escénico. En el segundo se aplican estos rasgos a la persona de María Guerrero. El tercero, en fin, se centra en la consideración de las cualidades básicas que permiten a la actriz la expresión de los sentimientos en escena.

Clarín, en su afán por encomiar la labor teatral de María Guerrero, comienza por plantear en el inicio de su ensayo una curiosa identificación: el arte de la escena es arte femenino, y lo es porque exige cualidades propias de la mujer: «la pasividad apasionada, el sacrificio; no la invención sino la conservación, el cuidado, la asimilación, la simpatía»; es, en definitiva, un arte que exige del actor un cierto carácter proteico: «su estilo debe consistir en saber desfigurarse, en ser un Proteo, en fluir siempre, como diría Herodoto, en vivir en él, variar, en no ser así o de la otra manera, sino de todas las necesarias y nunca él mismo», y ello porque el cometido del actor «no es crear, sino interpretar» (Los Apuntes, núm. 2, p. 4). Por el contrario, el cómico que pretende desempeñar un papel creador y se considera a sí mismo el centro de atención de la representación, por encima incluso de la obra misma, se identifica con el carácter masculino, y es motejado de vanidoso, ignorante y dictador. Este parece ser el caso de Sarah Bernhardt, actriz a la que Alas, pese a admirar, reprocha:

tiene por principal defecto esa superioridad absurda a que aspira; es su genio, sí, pero demasiado masculino para su arte. Sus caprichos, sus genialidades, sus pretensiones de capitán general, y hasta cesáreas, son, en rigor, prueba de mal gusto, un límite triste de su talento [...] Se puede decir que a la Bernhardt le perjudica todo lo que el arte tiene de hombruno.


El segundo momento de la reflexión se erige sobre estos supuestos iniciales, sintetizados en el dogma: «lo principal es la obra, no el que la representa» (Los Apuntes, núm. 3, p. 3). Consecuentemente con este principio María Guerrero

empieza por huir de genialidades, amaneramientos, desplantes y pruritos de hechicería. No pretende deslumbrar con trajes de escandaloso lujo, más o menos propios del caso; no entra en la escena con la perniciosa preocupación del aplauso a todo trance, de romper el hielo [...] no aspira a comerse a los demás actores; no anda a caza de efectos.


(Los Apuntes, núm. 3, págs. 3-4)                


Amén de esta primera e imponderable cualidad posee otra no menos valiosa para el actor: sabe tener siempre el alma en lo que hace, huyendo, de este modo, de caer en el hábito, en la rutina.

Si las cualidades señaladas no permiten albergar duda alguna acerca del talento y la sensibilidad de la actriz para encarnar los más diversos personajes de ficción, otra serie de cualidades de naturaleza física prestan vida a la expresión de dicha sensibilidad: son la figura, la voz y el gesto. Coincidencia casual o no, lo cierto es que estas tres virtudes escenográficas aparecen señaladas reiteradamente en los manuales de declamación decimonónicos; Jesús Rubio19 aduce dos ejemplos: el de M. M.20 y el de Sebastián J. Carner; este último apunta:

[...] Las cualidades del actor serán de dos especies: las que contribuyen a formar el sentimiento y las que sirven para comunicarlo. Figuran entre las primeras la sensibilidad, la imaginación y el talento que regula las cualidades anteriores, previene sus extravíos y les presta sus auxilios tomados de la observación y del estudio. Entre las segundas cuéntanse la voz, la figura y la fisonomía; la primera ha de ser sensible, vigorosa y flexible; la figura ha de ser conveniente, y la fisonomía agradable y móvil21.


El gesto es un recurso escénico que no suele valorarse adecuadamente en el ambiente teatral español, pero cuya funcionalidad al servicio de la representación queda más que demostrada si atendemos al trabajo de María Guerrero. A ésta el gesto le permite adelantar la psicología de su papel en los momentos de silencio y expresar las más diversas y matizadas pasiones (el sentimiento religioso, la dignidad herida, la ira, el recelo, la ternura contenida...)22.

La voz es la cualidad de la actriz que más atrae al espectador: «su carácter está en la voz; es lo que más la distingue» (Los Apuntes, núm. 3, p. 5). Además, en la voz reside su mayor encanto, porque sabe modularla para expresar emociones tan contrarias como la risa o el llanto; en este último empeño logra sus mejores resultados: «sobre todo llora con la garganta como pocas mujeres; las lágrimas del sollozo, de la queja logran en la Guerrero un prestigio estético, que es el arma tal vez más poderosa de esta entusiasta del teatro».

Por lo que respecta a su figura, «es noble, elegante, graciosa, flexible y fácil para las transformaciones y adaptaciones que su arte exige», aunque Clarín la concibe más adecuada para representar el tipo de la belleza clásica que el de la romántica.

La perfecta unidad compositiva del artículo queda puesta de manifiesto en el análisis de estas cualidades: la flexibilidad, la versatilidad, el carácter proteico en definitiva, que se anunciaba como virtud ideal del perfecto cómico, se cumple en el trabajo escénico de la Guerrero a través de la figura, la voz y el gesto.

En el final del artículo se insiste sobre las amplias facultades dramáticas de la actriz y sobre la imposibilidad de desarrollarlas plenamente en el marco del teatro español del momento, teatro que no favorece el estudio y el progreso; de hecho los escasos actores de valía deben más a su instinto que a su ciencia. Esta afirmación resulta lugar común en la crítica teatral de finales del XIX; para comprobarlo basta con remitirse a las apreciaciones de J. Yxart: «aunque concedamos que España tuvo en este siglo algunos actores y actrices notables, y aun de genio, quizás del género cómico principalmente -lo fueron, con muy escasísimas excepciones, por naturaleza y no por arte, en virtud de facultades nativas y geniales, no dirigidas ni perfeccionadas, ni formando escuela alguna»23.






María Guerrero


- I -

Es una artista de la manera más segura y sólida que pueden serlo las mujeres: sin dejar de ser hembra. No le conviene al arte el anafrodismo; y por eso, las mujeres podrán distinguir más y mejor en aquellas manifestaciones de la habilidad en que, lejos de violentar la tendencia del sexo, pueden favorecerle, secundarle con sus esfuerzos excepcionales en una vocación bien definida. El arte de la escena es muy a propósito para las mujeres, y han dejado de aprovechar grandes fuerzas estéticas los siglos y civilizaciones que, por perjuicios de uno u otro género, no han consentido que las creaciones del poeta fueran representadas en el teatro por mujeres cuando les correspondía.

Observando, no hace muchos días, de cerca y con disimulada atención el carácter, las ideas, los propósitos y gustos de María Guerrero he podido confirmar esta opinión: de que el arte del cómico se adapta muy bien a la natural tendencia femenina. La Guerrero es toda para su vocación, para su arte; no ve en la escena una industria, ni un palenque de vanidad, ni menos un espejo de coquetería; ve un templo en cuyo culto la mujer tiene funciones bien importantes y bien determinadas. Sabe, más por instinto que por reflexión filosófica, que su cometido no es crear, sino interpretar. El poeta engendra, el artista de la escena concibe (entendiendo) y da a luz, hace ver lo que engendró el poeta. Hágase en mí según tu genio, dice el artista de las tablas. El buen cómico necesita empezar por estas cualidades tan propias de la mujer: la pasividad apasionada, el sacrificio; no la invención sino la conservación, el cuidado, la asimilación, la simpatía.

El cómico vanidoso, ignorante, en el fondo, de su oficio, que se cree lo principal, el creador y por lo menos igual al poeta, no será nunca el perfecto intérprete dramático. Y quien dice el cómico dice la cómica. Sara Bernhardt (a quien yo admiro de todo corazón) tiene por principal defecto esa superioridad absurda a que aspira; es su genio, sí, pero demasiado masculino para su arte. Sus caprichos, sus genialidades, sus pretensiones de capitán general, y hasta cesáreas, son, en rigor, prueba de mal gusto, un límite triste de su talento. El sprit, la originalidad, las boutades de Sara Bernhardt le rebajan, pues le hace descender de las alturas del verdadero genio artístico a la vulgaridad del talento gracioso y picaresco de un Richepin, de cualquiera de esos distinguidos snobs de la estética aventurera. Sara, pretendiendo que los dramas sean para ella y no ella para los dramas, desconoce la capital condición de su arte y se hace, en este respecto, inferior a otras artistas más femeninas, más dóciles, de más conciencia, menos refractarias, que cumplen mejor con el poeta, aunque no sean tan inspiradas. Se puede decir que a la Bernhardt le perjudica todo lo que en el arte tiene de hombruno.

Cuando el cómico se cree umbilicam artis, quicio de la escena, todo se trastorna; no se busca poesía, se buscan papeles; no ve la preocupación idolátrica del milagro de la representación que, según la vanidad, puede convertir lo malo en bueno: el cómico cree que él salva las obras, que aunque no valgan puede hacerlas valer; le es indiferente el mérito del autor, hace alarde de una mal entendida democracia artística protegiendo a los desconocidos; tiende a demostrar que, como él quiera, el genio se hundirá y se salvará la medianía; por él acierta mejor el poeta un día, cree que le hace un papel que le gusta, que se presta a lucir facultades, que es poeta verdadero, el cual piensa en algo más importante que las particulares ventajas del actor insigne. El cómico vanidoso, absorbente, aspira a tener un estilo como un poeta lírico o un creador, sin ver que su estilo debe consistir en saber desfigurarse, en ser un Proteo, en fluir siempre, como diría Herodoto, en vivir en él, variar, en no ser así o de la otra manera, sino de todas las necesarias y nunca el mismo. El cómico dictador, el que se cree deus ex machina lleva su probable mal gusto a la vida ordinaria del teatro, hace que se repartan con preferencia las obras de las medianías hábiles, de los mecánicos que le ayudan a lucirse, a estrenar trajes o gritos, desplantes o posturas. Cuando así se invierten los papeles de poeta y actor pasa algo análogo a lo que se expresa al decir que en una familia... la mujer se pone los pantalones...

En cambio, cuando el actor comprende el cambio propio de su oficio, dulcemente, por amor al arte, la supremacía, la iniciativa se las cede al poeta: harto le queda a él qué hacer, admirar, comprender, sentir para poder asimilar, expresar, interpretar, transparentar: el poeta es la luz, el actor el fanal que la deja pasar abrillantándola.

Cuando el cómico es hembra, que no reniega de su sexo, todo va como una seda: miel sobre hojuelas. El arte de la escena es arte femenino. Por eso, desde la época en que a la mujer se la permitió ya subir a las tablas, ha habido tantas actrices célebres, casi más que actores; mientras en la poesía, en la música, en la pintura, en la escultura las artistas eminentes son excepciones rarísimas.

(Los Apuntes, núm. 2, 19 julio 1894, p. 4.)




- II -

María Guerrero empieza por enamorarse de las obras que cree buenas, y cuando ve que éstas se le presentan una y otra vez por determinados autores, a éstos extiende su cariño, su protección de artista que defiende como tesoro que le está encomendado.

Más es; podrá dudar si admitirá o no un papel, pero una vez admitido, aunque ni el autor ni la obra le parezcan admisibles, se consagrará a su defensa con todo el calor natural, con el noble y simpático entusiasmo con que se ve trabajar siempre a esta artista, que dedica toda la savia rica y adorna de su juventud a las empresas de la escena.

Así se la ve luchar ardiente y leal en el papel de Dolores, procurando triunfar de las dificultades que le ofrece el martilleo antiestético del acento aragonés que se le impone, como a una estatua podían plantarle ojos de cera o pelo postizo; y se la ve procurar que los versos hueros y altisonantes tengan un sentido algo más jugoso que el que acertó a darles el poeta. En lo que no cabe vencer no vence; pero su afán de defender la obra no cesa ni un momento.

Compárese esta conducta de la Guerrero con la de algunos actores cabezudos y caprichosos, que salen de la escena renegando del público porque los aplaude en papeles que ellos juzgan insignificantes, embolados, según la jerga de bastidores.

Pero es natural, es conveniente que la Guerrero, aunque una vez en la batalla, defiende su causa, buena o mala, prefiera defender la belleza verdadera y procurar laurel para los poetas buenos, para los que deben vivir en el teatro. Así, lejos de merecer censuras, merece elogios, por el particular esmero con que trabaja por los intereses de autores como Echegaray y Pérez Galdós, que si han hecho no poco por esta actriz, también le deben mucho en el buen éxito de varias de sus comedias.

Con este dogma: que lo principal es la obra, no el que la representa, la señorita Guerrero funda todo un plan de la obrita para la escena. Por eso empieza por huir de genialidades, amaneramientos, desplantes y pruritos de hechicería. No pretende deslumbrar con trajes de escandaloso lujo, más o menos propios del caso; no entra en la escena con la perniciosa preocupación del aplauso a todo trance, de romper el hielo (que puede no ser hielo, sino profunda atención); no aspira a comerse a los demás actores; no anda, a caza de efectos, como esos oradores que siempre redondean los períodos, porque quieran tener por constante acompañamiento de sus frases los vítores del público.

Por todo esto, que es labor concienzuda en pro del arte, empieza la Guerrero a probar en el concepto del espectador una superficial y de menos gusto. No deslumbra, no mete por los ojos y por los oídos la excelencia de su acción, y esto lo traduce en inferioridad de facultades el acostumbrado a los desplantes, a los ritos, a las excentricidades y otros recursos poco recomendables.

En la Guerrero no hay jamás eso de reservarse, que debiera penarse hasta con multa; ni lo otro de no saber bien el papel y hacerle la rosca al apuntador; María sabe su papel, y el de los demás; y cuenta, que el papel no consiste sólo en las palabras, sino en gestos, pasos, posturas, idas y venidas, inflexiones de la voz... cien cosas más, todas importantes. En este punto, la concienzuda actriz va tan allá que raya en el exceso; me explicaré. Cuando se sabe tan bien una obra, después de repetirla muchas veces, a poco que la atención se descuida, se trabaja por máquina; el hábito suple a la reflexión, y el espectador atento nota que, sin poder explicarse el cómo, allí falta el alma a ratos y todo es mecánica. Este inconveniente no es probable que se advierta cuando la representación, o por ser estreno, o por cualquier otra circunstancia, importa a la artista lo suficiente para que no haya el peligro de la distracción.

Así como a los estudiantes de filosofía, al profesor que atiende a la educación de la inteligencia, les obliga a reflexionar de nuevo, cada vez que vuelven sobre un concepto ya estudiado, y no se contenta con que repitan, sin atención, la fórmula que lo expresa, así al que lee en público, al que canta, al que representa, se le ha de exigir que tenga el alma siempre en lo que hace, porque el alma no se suple con los resultados del hábito y del arte.




- III -

Si la Guerrero no trata de distinguirse ni con adornos ni con singularidades, se distingue, sin pensar, por la figura, por la voz, por el gesto.

Muchos artistas no tienen gestos más que en los brazos; a lo sumo en los ojos; gestos estéticamente significativos quiero decir. Hay muchos que consiguen ponerse muy feos, o muy dignos de lástima estirando o aflojando los músculos del rostro; pero no es ese el gesto de que se trata.

Cuando una artista se pinta y alcohola para parecer hermosa y hermosamente expresiva nada consigue, por lo que toca a la expresión, si no cuenta con la naturaleza. El poeta suele mostrar a menudo, en lo mejor particularmente, géneros de belleza moral que al público ha de revelarse no sólo en los conceptos, juicios y actos del personaje, sino en la transparencia psíquica del gesto, de la voz, y aun de la figura. En este punto, copia tal para el arte, la Guerrero está dotada de facultades que hemos visto en pocas actrices. Esto, nosotros lo mismo cómicos que público, que críticos y aun autores, suelen dar poca importancia a esta clase de mérito. Prueba de ello, que nadie se cree menos apto para juzgar porque ven al actor muy de lejos, desde donde las variaciones del gesto no pueden apreciarse. Los más de los espectadores no se cuidan de seguir con atención e interés los cambios de la expresión en el rostro y actitudes del personaje. Verdad es que la mayor parte de nuestros artistas del teatro mientras no hablan... descansan, se inhiben; ni siquiera saben escuchar. La Guerrero está todo el tiempo en su papel; sabe cumplir con él hasta cuando calla, hasta cuando los demás personajes, y con ellos el público, se olvidan de ella. Ejemplo: en Muérete y verás, en La loca de la casa, María Guerrero hace adelantar la psicología de su papel con la expresión del gesto, mientras calla y oye a los demás, o medita.

El gesto de esta actriz expresa muy felizmente las pasiones cardinales, por decirlo así, y las más complicadas y disueltas en variedad de matices; así, por ejemplo, la dificilísima expresión del sentimiento religioso que toca en místico, asoma noble, poético, ideal a sus ojos, a sus labios, a su frente en el acto segundo de La loca de la casa; la dignidad herida, la ira, el recelo encuentran en aquel rostro flexible y enérgico adecuada manifestación; pero también sabe María mostrar la ternura contenida, el amor receloso, el interés naciente que está pronto a convertirse en simpatía, admiración y hasta amor; ejemplos de todo esto los ofrece en Realidad, en Mariana, en La loca, en Dolores, etc., etc.

Su voz es la primera que sorprende y atrae al espectador atento e impresionable; es lo que más se recuerda de ella cuando se la ha visto trabajar algunas veces y después pasa tiempo y tiempo sin oiría en el escenario. Su carácter está en la voz; es lo que más la distingue... y ahí tiene también el peligro. Si llegara a amanerarse, a caer en la imitación de sí misma (el escollo más temible de los actores españoles) pecaría por parecerse demasiado a sí propia en la voz. Hablo de la media, natural y ordinaria. Es algo varonil, de una graciosa energía cuyo defecto está en la monotonía y cuyo peligro ha de verse en la aspereza. Pero en muchas ocasiones ¡qué bien sienta esa voz! Por ejemplo, en el último acto de Realidad.

Si en la voz ordinaria media tiene María su carácter y el posible peligro para mañana, en la voz tiene también el mayor encanto, la mayor pureza, cuando se trata de sus matices, de sus variaciones; ríe con la voz, canta de alegría con la voz hablada de modo artístico, sugestivo y significativo; sobre todo llora con la garganta como pocas mujeres; las lágrimas del sollozo, de la queja, logran en la Guerrero un prestigio estético, que es el arma tal vez más poderosa de esta entusiasta del teatro.

Su figura, sin ofrecer grandes ventajas materiales de perspectiva escénica, es noble, elegante, graciosa, flexible y fácil para las transformaciones y adaptaciones que su arte exige; no ofrece una de esas singularidades que pueden violentar la natural inspiración del poeta que tenga que encarnar en esta mujer una de sus criaturas.

En general, la natural corrección de su cuerpo la hará más a propósito para representar el tipo de la belleza clásica, de la elegancia sencilla, de los románticos extremos que piden otras formas.

Trabaja la Guerrero con fe, con entusiasmo, pero más en la obra presente que en la del porvenir; más para interpretar bien lo actual que para ir aprendiendo, adelantando; esto no es culpa suya, sino de las tristes condiciones del teatro español, que difícilmente consentirían otra cosa. De todas suertes, si el primer peligro está en amanerarse, el segundo está en no progresar.

Por ahora, debe mucho más a la naturaleza y a la vocación que al estudio y al trabajo metódico y reflexivo.

En ella hay facultades para mucho más de lo que hasta ahora se ha encomendado, más a su buen instinto que a su ciencia.

Tal como es, entre las actrices españolas es la que escogería para interpretar un papel, que yo crease, de mujer joven, alentada por una pasión fuerte o una idealidad dulce y noble.

(Los Apuntes, núm. 3, 26 julio 1894, págs. 3-5.)





 
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